Tras muchos largometrajes juntos, Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas tejieron una historia fuera de lo ordinario, una cinta guiada por el deseo, por el cariño, por el duelo y la añoranza de Jean-Louis Jorge. Guzmán creció muy cerca de él. Lo llamaba tío. Lo conoció como un ícono del cine dominicano; como un hombre carismático que reunía amigos, admiraciones, respeto. Cuando ella tenía veinte años, Jorge fue brutalmente asesinado en su departamento, un hecho que ha opacado el legado de una figura de enorme talento.
Estas dos películas, por tanto tiempo desaparecidas, son evidencia de su gran talento y atrevimiento al poner en escena amores homosexuales y travestis negros en los setenta, en Estados Unidos y Francia; crear melodramas de bisexualidad mal admitida, exotismos, kitsch buscado, las nostalgias de diva de nitrato, el amor por la magia de cine y fantasías que evocan tantos deseos.
Sin embargo, tras filmar estas dos cintas, a su regreso República Dominicana, a principios de los años ochenta, Jean-Louis Jorge se encontró con un país que no tenía ningún tipo de infraestructura para la industria fílmica. Era prácticamente imposible hacer una película en su patria, así que se dedicó a otras cosas. Al teatro y a conciertos, a la televisión, a escribir soñando con volver a dirigir. Fuera de algunos cortometrajes, no quedó nada más de su fiebre de movimiento, colores, sensualidad y baile.
Años más tarde, por una casualidad maravillosa, Laura Amelia Guzmán se encontró en un festival de cine con el legendario director colombiano Luis Ospina, quien había conocido a Jean-Louis Jorge en UCLA, y cuando ella le contó de su cercanía con el director, decidieron unir esfuerzos en un proyecto de investigación que culminaría, tantos años después, en La fiera y la fiesta. Junto a Ospina, Guzmán regresó a los archivos, encontró copias de La serpiente de la luna de los piratas y de Mélodrame, también algunos cortometrajes olvidados o perdidos entre los amigos de Jean-Louis, y recortes de periódicos, fotografías, testimonios de una época, notas y guiones que nunca se realizaron. Todo esto creó una presencia. La de alguien que regresó, de alguna forma, para hacer una última película. Por eso, La fiera y la fiesta no sólo es una historia de fantasmas, sino que está contada por fantasmas.
El artefacto es real
La fiera y la fiesta cuenta la historia de una producción accidentada. Vera (Geraldine Chaplin), una vieja amiga de Jean-Louis Jorge, encuentra un guion nunca realizado del director dominicano, años después de su muerte. Decide entonces contactar a Víctor (Jaime Piña), un viejo conocido de ambos, para que produzca la cinta. Finalmente, con todo arreglado, Vera vuelve a República Dominicana para dirigir y actuar Water Follies, la producción soñada, con en el guion de su difunto amigo.
Ahí, en una enorme villa rodeada de brumosos campos de golf que parecen extenderse al infinito, Vera se encuentra con el cast y el crew de la película. Hay viejos conocidos, fantasmagóricos: Martín, el director de fotografía; un viejo amigo de Jorge en UCLA, interpretado por el mismo Luis Ospina; y Henry (Udo Kier), un actor alemán, hijo del kitsch, quien hizo Blood For Dracula (1974) bajo el sello Warhol en los años setenta. Pero también hay nuevos rostros, jóvenes, todos hermosos: Stonem, la alta y esbelta asistente de Víctor, que tanto contrasta con la pequeñez altiva de Vera; Stella (Fifi Poulakidas), una bailarina juguetona e impertinente; y Yony (Jackie Ludueña Kozlovitch), el nieto de Vera, que aparece inesperadamente para maravillar a todos con su carismática belleza andrógina.
Víctor, desde la producción, no deja de entrometerse en decisiones creativas que no le corresponden, así que la película comienza a rodarse bajo la reticencia de Vera. Además, los actores son rígidos, los escenarios no son como los imaginaba, siente que está perdiendo el control creativo de una cinta que le importa demasiado. Mientras, dialoga en su cabeza con Jean-Louis Jorge, le pone un altar, conversa con su guion, le pide permiso para seguir, pero aún así duda de la pureza de su homenaje.
El rodaje empieza a accidentarse. Parece que hay fuerzas místicas interviniendo. Todo se descontrola: se acumulan cadáveres y desaparecidos. El torbellino de la ficción arrasa con todo, las pasiones vampíricas devoran lo existente y consumen la película.
El mecanismo detrás de todo esto no se oculta. Todo está expuesto, sobre la mesa. Ésta es una película sobre una película y la metaficción muestra las cuerdas del titiritero. Guzmán y Cárdenas filman con el mismo estilo íntimo de sus películas anteriores, al borde del documental, centrados en un personaje a la vez, sensibles a los movimientos mínimos de un rostro que transparenta vivencias. Pero esta vez, el lugar es diferente. No están en los paisajes imponentes de la Sierra Tarahumara, ni en los bosques tropicales de República Dominicana; no son las playas y los malecones; no es la mansión en decadencia de una diva o los elegantes palacios de Venecia. En esta película, todas las locaciones son falsas, construidas, geométricas.
Si bien el estilo al filmar es el mismo, este trasfondo le da a la película otro rumbo. Los encuadres son demasiado perfectos, volviendo el artificio evidente. La ventana del tanque de agua permite mostrar el cuerpo elástico de Geraldine Chaplin en contorsiones de vuelo imposible mientras suena un theremin etéreo. Los campos de golf que se extienden al infinito contrastan con la naturaleza salvaje de la misma forma en que las albercas se oponen a la rabia del mar. Los planos de una película se sobreponen con los planos de otra, la percepción se distorsiona, las ficciones se entremezclan.
Aún en este contexto, la cámara capta la verdad de sus personajes. Ospina, Chaplin, Udo Kier y Jaime Piña se interpretan a ellos mismos. Se nota la incomodidad de Ospina frente a cámara y la confianza de Piña en las tierras que domina; se entiende la evocación de Geraldine Chaplin a la tan icónica Reine du Punk, Edwige Belmore, con sus tatuajes, la vestimenta cuadriculada, el pelo arremangado y esa manera tan única de caminar. El talento y la belleza única de Jackie Ludueña muestran también la naturalidad de un bailarín que actúa como bailarín; de un actor nato que actúa como actor nato. Todos representan las vedettes que son.
En esta mezcla evocadora de naturalismo e irrealidad, la fantasía y el mundo se confunden. Así, la película que se filma en pantalla comienza a devorar la película que estamos viendo. Tras la invocación con incienso e imágenes de Jean-Louis Jorge, la cinta de Guzmán y Cárdenas, se convierte, en efecto, en una película guiada por el espíritu creativo de un fantasma.
Alguna vez dijo Jorge, “el cine ya no es lo que era”. Se refería a que la necesidad de filmar la realidad había suplantado a la magia. Esta película parece resolver el conflicto filmando, de la manera más real, la presencia inmensa del artificio.
El fantasma toma el mando
En una secuencia esencial de La fiera y la fiesta, el rodaje continúa a pesar de que arrecia una tormenta. Los bailarines están en una plataforma sobre el tanque de agua y la cámara corre bajo los paraguas de los asistentes. Martín, el fotógrafo, está nervioso. Y ocurre lo peor: las luces se apagan, todos los actores caen al agua, el tanque de olas se activa y Yony, el bailarín, nieto de Vera y fetiche de toda la cinta, desaparece.
Vera sabe que, de alguna manera, Jean-Louis Jorge tiene que ver con este desastre. Yony, como lo confirmó Laura Amelia Guzmán, era de alguna manera su encarnación. Todos los viejos amigos de Jorge sabían que la belleza de Jackie Ludueña le hubiera fascinado; todos coincidían en que su presencia portaba la presencia de Jorge. Yony estaba ahí como un fantasma de su deseo; como un fantasma, también, de su presencia carismática. Por eso, cuando Yony desaparece en la película, Jorge parece tomar el mando.
El desastre en el tanque arranca con un plano cenital que desciende del cielo. Es la perspectiva de una intervención divina, o fantasmal. A partir de ese momento, la metaficción se convierte en un extraño drama de vampiros y traiciones, apuñalamientos por la espalda y suicidios. Ahí se evoca Afrodita, el último corto que grabó Jorge, pero también sus deseos nunca cumplidos de grabar una película fantástica, llena de sangre, chupasangres y lentejuelas.
Las tomas se llenan de fulgores y la luz rebota, estrellada, entre los glamorosos cuerpos desangrados, asesinados, suicidados. En esos encuadres llenos de fantasía y deseo, llenos de colores brillantes, de piel, de vísceras, está la mirada intensa de Jorge. Estos son sus planos. Guzmán y Cárdenas cedieron el mando. Jorge regresó, en la ficción de la ficción, para dirigir una última película.
Ospina murió poco tiempo después de ver la cinta, dejando un legado de películas olvidadas, rescatadas, cine latinoamericano que no se conoce en el mundo. Jackie Ludueña también murió al año de estrenar la película, pero la vitalidad física del actor sobrepasa la pantalla y subvierte la tragedia de su partida prematura. Aquí están los fantasmas de un cine dominicano que nunca pudo ser. El cine de los años ochenta que era imposible de producir. Una industria que todavía no nacía y que, en realidad, tomó verdadera vitalidad con la generación de Laura Amelia Guzmán.
El cine fantástico y el cine realista no son dos polos opuestos que se contraponen y se excluyen. La palabra “fantasma” debe ser considerada en su sentido psicoanalítico, el “phantasme”, o la encarnación, la narración, la realización más o menos consciente de un deseo. La fiera y la fiesta es un deseo encarnado, un artefacto mágico que trae a la vida lo que ya no está, produce goce y tormento, y en el proceso, algo se reinventa.