Así comenzó la historia de una mujer cuyo rol fue fundamental para la Guerra de Independencia.
*Fragmento del libro Leona, de Celia del Palacio. © 2019, Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Ciudad de México
Octubre de 1808
Las campanadas del reloj de porcelana anunciaron la hora de la comida en la enorme casa de la calle don Juan Manuel.
La imagen de una muchacha que no llegaba a los veinte años se reflejaba en el enorme espejo, en cuyo marco, rodeado de otros pequeños espejos ovalados, también se multiplicaba su rostro. una mano regordeta de uñas rosadas daba los últimos toques al peinado, acomodando algunos rebeldes cabellos color miel que insistían en escapar del recogido en lo alto de la cabeza. La otra mano insertaba flores blancas con botoncillos de cristal en los pliegues del peinado. el arco decidido de las cejas y un ligerísimo prognatismo le daban a la muchacha un aire que contrastaba con la expresión pícara de los ojos y las mejillas casi infantiles. el espejo dejaba ver el torso exuberante bajo un escotado vestido de raso azul celes- te, así como los zarcillos de oro que sobresalían de los anchos rizos color miel. aparentemente satisfecha con su aspecto, la joven sonrió y sus labios llenos se entreabrieron para mostrar los dientes blancos que no necesitaban tinte alguno. de tanto mirarse, los ojos de la joven se perdieron en el trasfondo de su propia imagen.
A su espalda se alcanzaban a ver los muros de la sala e incluso el cielo raso pintados con escenas de su libro favorito:
Las aventuras de Telémaco; los canapés forrados de seda rosa, el baúl de lináloe, los candelabros de cristal azul turquí, las bombas de cristal blanco con sus cadenillas para colgar que daban luz a la habitación, así como los muebles empotrados y pintados al óleo. La casa no había quedado nada mal después de tantos meses de minucioso arreglo.
La regresaron de su ensoñación las voces de sus dos damas de compañía:
—Leona, ya es hora de comer. Tu tío ya te mandó llamar y no tarda en subir —dijo Mariana.
—es tardísimo —exclamó Francisca.
Leona bajó las escaleras y cruzó el patio interior con pasos rápidos. a la muerte de su madre había comprado esa enorme finca en una de las mejores calles de la Ciudad de México para vivir junto a la familia de su tío don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador y, al mismo tiempo, conservar cierta independencia. ella ocupó la mayor parte de la casa, mientras que las habitaciones de la familia de don Agustín ocupaban la parte restante; los bajos servían para acoger el bufete del abogado y el resto era rentado a pequeños almacenes, como era la costumbre.
La joven huérfana logró salir del doloroso duelo pensando en las remodelaciones y adaptaciones que había que hacerle al caserón para que quedaran dos casas contiguas e independientes: construyó una nueva cocina; en la bodega de la planta baja hizo una cochera donde cupieran sus dos elegantes carruajes; se vio obligada a mandar a hacer nuevos muebles porque su madre, doña Camila, en su lecho de muerte le prohibió que usara los suyos por temor a contagiarla de la fiebre que padecía. Y con ayuda de su tío y albacea, el abogado Fernández de San Salvador, vendió la casa donde había vivido desde niña en la calle del Ángel, así como la casa de campo en San Agustín de las Cuevas. Los trabajos le tomaron casi un año y por esos días, Leona los consideraba terminados.
¡Cómo había cambiado todo! Más tarde o más temprano llega un momento en la vida en el que el destino parece definirse y el pasado se presenta como un mero ensayo, una preparación para aquello que habrá de venir. Cada acto insignificante, cada palabra irreflexiva, aquel pensamiento de una tarde de la infancia, ese deseo insensato de la primera juventud, todo parece conducir a un solo día: el día que marcará el futuro de manera irrevocable. Para Leona ese día fue el 9 de septiembre de 1807, el día de la muerte de su madre.
A partir de entonces, los acontecimientos se fueron precipitando, sobreponiéndose unos a otros con la velocidad de una centella. A los dieciocho años, la joven María Leona Soledad Camila Vicario Fernández de San Salvador se había convertido en una heredera rica, que vivía de manera independiente, sin más familia que la de su tío. Tenía dos medias hermanas que por fortuna no frecuentaba: doña María Luisa, que había recibido su herencia en vida al desposarse con el marqués de Vivanco, y doña María Brígida, que había profesado en el convento de Santa Teresa en Valladolid, España.
Pocos días antes de morir, doña Camila había logrado que don Octaviano Obregón, joven agraciado y de enorme fortuna, firmara las capitulaciones matrimoniales para desposar a Leona. Y ella no tenía objeción; le agradaban Octaviano y su familia. Le gustaban las ideas autonomistas de su padre el coronel, así como la alegría y espíritu ligero de su cuñada. Los tres jóvenes compartieron muchos días en despreocupada charla, improvisando melodías en el pianoforte recién traído de eu- ropa especialmente para la familia Obregón. ¡Cuántas tardes transcurrieron mientras Octaviano les leía en voz alta los poemas publicados en el Diario de México y Leona pintaba un retrato de su cuñada junto a la ventana de la sala! ¡Cuántos saraos! ¡Cuántas jamaicas en San Ángel! ¡Cuántos domingos luminosos en que los tres muchachos pasearon en el lujoso carruaje de los Obregón por Bucareli después de comprar granizados de sabor!
La muchacha entró al comedor de su tío detrás de las parsimoniosas sirvientas que llevaban los instrumentos necesarios a la enorme mesa de cedro cubierta por un mantel que, de puro blanco, lastimaba la vista. en el centro de la mesa estaban ya las dos jarras de pulque, los cubiertos y las servilletas de Holanda, los vasos de vidrio pintado, los platos de loza de Puebla y los soportes de hierro para poner sobre ellos los platillos calientes, en cuanto los comensales ocuparan sus lugares.
Su tío no había subido aún, pero Manuel, joven estudiante de diecisiete años, primo y confidente de Leona, estaba ya en el comedor y silbaba por lo bajo una tonadilla pegajosa. Pensando que nadie lo miraba, se sirvió una copa de jerez de la licorera de cristal cortado que descansaba en una mesita rinconera y luego se asomó a la ventana, perdiendo sus ojos castaños en el cielo límpido de octubre en busca de alguna nube. al volverse, se encontró frente a frente con Leona. el muchacho no pudo reprimir un piropo.
—¡Se me hace tan poco azul para tan hermoso cielo…!
—déjate de bromas —le dijo ella cariñosamente. al verse sola con su primo favorito, lo condujo del brazo hasta la ventana—. Pasó algo horrible, Manuel. acabo de enterarme…
antes de que pudiera contar nada, entró al comedor la abuela de ambos, doña Isabel Montiel, seguida de una mujer entrada en años, con el rostro cetrino y huraño: era su tía Luz, una solterona que vivía para complacer a su madre.
Los dos muchachos se acercaron a besar la mano de doña Isabel, y ante la inminente llegada del resto de la familia, se re- signaron a continuar su conversación en otro momento. Pronto, todos los lugares alrededor de la mesa estaban ocupados. el patriarca de la familia, don Agustín, ocupaba la cabecera; a su diestra estaba doña Isabel, una anciana que sin duda había sido muy bella en otros tiempos y que conservaba el donaire y la majestad, a pesar de los achaques de la vejez; doña Luz, a quien todos llamaban por su último nombre, ocupaba la silla del lado izquierdo; en el resto de las sillas estaban los hijos de don Agustín Pomposo, desde el apuesto Manuel, seguido por cuatro niñas entre los ocho y los quince años, hasta el más pequeño de siete, quienes se habían quedado huérfanos de madre desde los primeros años del siglo. Leona no siempre compartía la mesa con la familia, pero cuando lo hacía, tenía un lugar reservado en la cabecera opuesta.
un silencio absoluto se apoderó del comedor en el largo tiempo que les tomó a las sirvientas traer las cacerolas de loza, los lebrillos de porcelana, las fuentes de plata que despedían los más exquisitos aromas en medio de un humillo apetitoso. Nadie se hubiera atrevido a interrumpir ese silencio casi ritual que el patriarca imponía con su presencia. Ni un susurro, ni un suspiro hasta que las sirvientas salieran del comedor. Y luego siguieron las oraciones encabezadas por la abuela: un padre nuestro, dos aves marías y un alabado en signo de gratitud por esos alimentos que no todos podían tener en su mesa. doña Isabel, con su voz cascada y algo ronca, pedía finalmente por las almas de los difuntos iniciando con su amado es- poso y sus dos hijos muertos, siendo uno de ellos la madre de Leona; seguía implorando por los huérfanos, por las viudas, por el virrey don Pedro de Garibay y por la vida de nuestro bien amado soberano don Fernando Vii, caído en desgracia a manos de los franceses impíos. Todos de inmediato respondían con la cabeza gacha: «te rogamos señor». Todos, menos Leona.
Doña Luz sirvió la riñonada de ternera en los platos que le fueron acercando. La solterona no perdía la concentración y apretaba la boca, haciendo temblar los pelillos que crecían en su labio superior. uno de los pequeños se rehusó a comer aquello, hasta que don Agustín le clavó la mirada verde y dura y sin miramientos le dijo:
—Se come lo que hay en la mesa. Y si eso no es del agrado del señor, haga el favor de retirarse de inmediato a su habitación.
El niño aceptó el plato bajando la cabeza.
El abogado de la audiencia, dos veces rector de la Pontificia universidad de México, era un hombre alto, de tez blanca y barba cerrada. Había heredado los ojos verdes de su padre peninsular y la tozudez de su madre nativa de América. el cuerpo recio y la constitución de fierro le habían permitido soportar las largas horas de trabajo como aprendiz en los comercios de Porta Coeli, a donde había tenido que ir a pedir trabajo desde los trece años para mantener a su madre viuda y a sus hermanos menores. Luego, la boda de su hermana Camila con el rico comerciante don Gaspar Martín Vicario significó un pequeño respiro para don Agustín, quien pudo estudiar para convertirse en abogado. Finalmente la dote de su mujer, una criolla acomodada, le permitió dar estudios y posición al resto de sus hermanos. Su vida había sido de esfuerzo continuo, de privaciones y logros alcanzados de la manera más penosa en aras del honor.
—No hay que olvidar —decía frecuentemente a su familia— que el mundo es de los audaces, quienes sin rebelarse a los altos designios de la providencia logran imponer sus deseos con perseverancia y voluntad. Pero eso sí, ante todo, queridos míos, está el honor. Nunca hay que perder el honor. el que pierde el honor lo pierde todo.
Mientras que con su mano nervuda y cubierta de vello rubio tomaba la jarra de pulque, llenando los vasos de cada uno de los miembros de la familia, repetía el consabido discurso. de súbito, interpeló a su sobrina y ahijada:
—Vi que no estás dispuesta a rogar ¿…por el eterno descanso de nuestros muertos? ¿…o es por la vida y salud de nuestro señor virrey? ¿Tal vez por la de nuestro amadísimo Fernando?
Leona frunció el ceño. el señalamiento llegaba justo cuando ella limpiaba el plato con un trocito de pan. La abuela y la tía suspiraron mirando hacia el techo de miriñaque pintado, pues no era la primera vez que esas escenas se representaban a la hora de la comida en la familia Fernández de San Salvador y era obvio que las dos mujeres no querían tomar parte en ellas.
—Mi querido tío, usted sabe perfectamente que don Pedro Garibay no tiene ninguna atribución para ser virrey y que sólo lo puso en ese puesto el grupo de gachupines que derrocó a Iturrigaray, el virrey legítimo.
—Ay, Leona, mi querida Leona, siempre has sido muy libre para expresar tus opiniones, dada la educación un tanto laxa y poco convencional que te dieron tus padres, dios los tenga en su gloria… pero es preciso que no toques esos temas fuera de esta casa. La gente que apoyaba a Iturrigaray ha tenido un destino lamentable.
—Ya lo sé, tío, todos están presos o muertos. Pero no tengo miedo.
La abuela Isabel y la tía Luz se persignaron, conteniendo una exclamación.
—¡Niña tonta, no sabes lo que dices…! —por fin espetó la abuela, mirándola con desprecio.
—Leoncilla, sabes que te quiero como a una hija y que no he escatimado tiempo ni cuidados para cumplir todos tus caprichos desde que murió tu madre… ¿Cuánto hace ya? ¡un año cumplido el mes pasado! —don Agustín quiso ser conciliador—. Pero no me perdonaría nunca que te pasara algo. ¿Qué cuentas le entrego a tu madre si alguien te oye hablar así? ¿Crees que no te meterán a la cárcel? La misma virreina comparte el destino de su marido en San Juan de Ulúa y esta gente no está jugando.
—Lo sabemos, padre —intervino Manuel—. Quienes lucharon por la autonomía de la Nueva España están muertos o presos en las mazmorras de la inquisición.
—…y todo por proclamar que una vez preso Fernando, en manos de los franceses, la soberanía debe regresar al reino. Iturrigaray era el encargado de llevar la iniciativa a buen puerto —continuó la muchacha con ademanes delicados, mientras se llevaba a la boca una cucharadita de arroz con leche.
—¿Creen que no lo sé, jovencitos? —estalló don Agustín levantándose de la mesa—. Yo formo parte, a dios gracias, de la audiencia que como ustedes saben, se enfrentó al ayunta- miento que pretendía proclamar la autonomía. ¿a dónde vamos a ir siendo autónomos?
¿Creen que vamos a lograr algo? Primero autonomía, después independencia y luego ¿qué? ¡La debacle de este reino! Los hombres de bien no podemos permitirlo.
Don Agustín volvió a sentarse, pero todavía le temblaba la mandíbula. Todos los comensales callaban. Los pequeños se retorcían en su asiento sin atreverse a pedir permiso para retirarse.
—acabo de enterarme que el coronel Obregón ha muerto en su casa de Guanajuato y que Octaviano se irá a España para evitar seguir el destino de su padre. —Leona reprimió un suspiro que más se acercaba a una lágrima. Miró a su primo y confidente, como diciéndole «esto es lo que quería decirte a ti primero…». el joven la miró a su vez con ternura.
Por un segundo, la sorpresa hizo mella en el rostro duro de don Agustín, pero de inmediato se repuso:
—Cada quien escoge su destino. ¿Quién le manda al coronel andarse metiendo en conspiraciones? ¿Qué necesidad, por dios? un hombre con su fortuna, descendiente de la casa de los condes de Rul, dueño de las minas más importantes de Real de Catorce… ¿Qué necesidad? ¡Tuvo que escaparse por la azotea de su casa y llegar a Guanajuato con la pierna rota! ¡Y para acabar muerto ahora!
—Iturrigaray era su amigo —objetó Leona—. Y el coronel Obregón era un hombre íntegro que creía en la autonomía de la Nueva España.
—¡Pamplinas! No soy dado a creer en chismes de viejas ni en consejas de lavanderas, pero se decía que si Iturrigaray era su amigo, la virreina era mucho más que eso —Don Agustín se rió de buen grado y su abdomen abultado comenzó a temblar.
—¡Qué calumnia! —esta vez Leona fue quien se levantó, botando la servilleta con furia.
—¡Silencio! Haz el favor de tomar asiento —gritó don Agustín, dirigiéndose a su sobrina y luego con impostada suavidad pidió a su madre—. Doña Isabel, llévese usted a los niños, haga el favor. Quiero hablar a solas con estos jovencitos atolondrados.
Cuando los demás salieron, Don Agustín ordenó a Manuel cerrar la puerta.
—escúchenme bien porque no pienso repetir lo que voy a decirles hoy. antes que nada, no olviden que son descendientes del último rey de Texcoco, es decir, que tienen sangre de la nobleza indígena tanto como sangre española en sus venas.
Manuel y Leona se miraron con fastidio. Siempre que su tío Agustín comenzaba por recordarles su ascendencia Alcolhua y la «sangre de cristianos viejos» que corría por sus venas, se- guía un largo discurso admonitorio. aquel día no fue la excepción: Don Agustín continuó haciéndoles un detallado recuento de los logros familiares, los sacrificios que sus padres habían hecho para tener lo que los jóvenes ahora disfrutaban con tanta soltura. Pintó con los colores más sombríos los trabajos que el padre de Leona, don Gaspar Martín Vicario, tuvo que pasar en su viaje desde su lugar de origen en Castilla la Vieja, para buscar fortuna en la Nueva España como comerciante.
—Querido tío, eso ya lo sé —interrumpió Leona con im- paciencia, buscando inútilmente que su tío fuera al grano—. Muchas veces se lo oí contar a mis padres y sé que con gran empeño, enormes economías y mucha inteligencia mi padre logró acumular la fortuna de que disfruto ahora.
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