En años recientes las audiencias revisitan películas y series de su infancia solo para descubrir que su nostalgia encubría sesgos de género, clase, raza. ¿Y si miramos otra vez Jurassic Park, a treinta años de su estreno, enterados ya de todo lo que se sabe acerca del cambio climático y sus amenazantes consecuencias?
Jurassic Park se estrenó en junio de 1993. Yo tenía cinco años y casi todos mis recuerdos de esa época involucran dinosaurios, con los que ya estaba obsesionado. Cuando la película salió en formato VHS, empecé a rendirle culto a mis dioses mesozoicos todos los viernes. Me sabía los diálogos de memoria y la música de John Williams me producía emociones épicas casi tan intensas como las que sentía por la doctora en paleobotánica Ellie Sattler, mi primer amor platónico.
Con el tiempo mis gustos cinematográficos se volvieron menos hollywoodenses y no volví a pensar en la obra de Spielberg hasta hace poco, cuando mi niño interior decidió atentar contra mis ahorros para comprarse un mosquito fosilizado en la tienda del Museo del Ámbar de San Cristóbal de las Casas, Chiapas. La pieza, tan costosa como diminuta, no tiene ningún valor de uso. Puesto que soy un hombre felizmente casado, ni siquiera sirve para invitar a parejas potenciales a mi casa con el pretexto irresistible de enseñarles mi mosquito chiapaneco, encapsulado en la resina de un árbol tropical, que vivió hace veinte millones de años. El mosquito tampoco sirve para revivir dinosaurios porque él vivió más de cuarenta millones de años después de que cayera, al oeste de Yucatán, el meteorito que propició la extinción de aquellos. Habría sido estupendo para el nuevo centro ecoturístico de las Islas Marías incluir algunas especies mexicanas como el hadrosaurio pico de pato o el inmenso pterodáctilo Quetzalcoatlus, el animal volador más grande que ha existido, pero los visitantes se tendrán que conformar con arañas, iguanas y pájaros bobos.
¿Entonces, para qué compré aquel fósil? Tratando de entender a mi inconsciente, decidí regresar a Jurassic Park de la forma más intelectual posible: leyendo la novela homónima de Michael Crichton, publicada en 1990. La experiencia fue reveladora, ya que la adaptación cinematográfica ofrece una perspectiva diametralmente opuesta a la del libro sobre la condición moral de los personajes y la causa del desastre acaecido en la ficticia isla costarricense Nublar. A la luz de la revolución biotecnológica, la reciente pandemia y la crisis ambiental, desenterrar los huesos ideológicos de la obra original resulta muy oportuno.
Agosto de 1989: un magnate lleva a tres científicos (dos paleontólogos y un matemático) y un abogado corporativo a un parque temático en construcción porque ciertos contratiempos han puesto nerviosos a sus inversionistas. Mientras que en la película la crisis es provocada por la muerte de un trabajador costarricense devorado por un velocirraptor, en la novela también hay una averiguación del gobierno estadounidense, motivada por las actividades peligrosas que las nuevas empresas de tecnología genética están realizando en Latinoamérica. Las alarmas de la Agencia de Protección Ambiental se activan cuando la empresa Biosyn (principal competidora de InGen, la responsable del revivir jurásico) modifica el virus de la rabia para que gane la función de transmitirse por vías respiratorias y pone a prueba su vacuna en campesinos chilenos sin autorización del gobierno sudamericano ni protocolos de seguridad para controlar el virus genéticamente modificado. El escándalo Biosyn hace que el gobierno se fije en lo que InGen está tramando en Costa Rica, de tal suerte que los dinosaurios se plantean como equivalentes biotecnológicos de los virus, fruto monstruoso de la manipulación genética con fines de lucro, lejos de cualquier supervisión pública. En la película, el perfil corporativo de este desastre se simplifica, atribuyendo el problema simplemente a un caso de espionaje corporativo, en el que Biosyn soborna a Nedry para que se robe embriones de la isla.
A partir del surgimiento del Sars-Cov-2 en 2019 se difundió la existencia de experimentos de ganancia de funciones en coronavirus de murciélagos en el Instituto de Virología de Wuhan, ciudad donde comenzó la pandemia de covid. También se supo que estas investigaciones recibían financiamiento de EcoHealth Alliance, que a su vez canalizaba recursos del gobierno estadounidense. Aunque no existe evidencia sólida de que el nuevo coronavirus haya surgido en un laboratorio, el hecho de que los primeros contagios ocurrieran en Wuhan motivó sospechas comprensibles.* Al margen de este misterio especulativo, el hecho de que la investigación virológica actual involucre infectar ratones transgénicos con patógenos seleccionados para aumentar su virulencia es suficiente para reconocer que los riesgos biotecnológicos de la ciencia ficción empiezan a dialogar de manera realista con los del presente.
Aparte de los virus mutantes y los dinosaurios genéticamente reconstruidos, en la película de Jurassic Park los personajes sufrieron cirugías psicológicas extremas con respecto a la novela. Para no extenderme demasiado, me limitaré a mencionar que Nedry y Gennaro (el abogado de los inversionistas) fueron sometidos a una degradación significativa, tanto moral como intelectual. Los guionistas seguramente los volvieron más perversos, cobardes y estúpidos de lo que eran en la novela por dos razones: una, justificar el espectáculo violento de su muerte y otra, compensar la beatificación de John Hammond, el magnate septuagenario interpretado por el actor Richard Attenborough (hermano de la superestrella del naturalismo audiovisual David Attenborough).
El Hammond de Crichton es un empresario malévolo, un hombrecillo ególatra, avaro, manipulador, tan desalmado que el peligro que corren sus propios nietos le resulta indiferente. El Hammond de Spielberg es un abuelito excéntrico y adorable, de barba tan blanca como su guayabera, generoso hasta el despilfarro (le encanta presumir que no reparó en gastos para hacer su parque zoológico, cuando en la novela realmente se ufana de haber ahorrado mucho, sobre todo exprimiendo a Nedry y usando robots para minimizar la contratación de personal).
De acuerdo con una biografía de Spielberg escrita por Joseph McBride (citada en Wikipedia), el propio director quiso redimir a Hammond porque se identificaba con él como un hombre del espectáculo. El empresario de Crichton, sin embargo, no tenía espíritu cirquero sino capitalista, e incluso reconoce que no le interesa desarrollar biotecnología de utilidad médica porque estaría sujeta a muchas regulaciones y sería poco redituable; lo que quiere es ganar tanto dinero como se pueda, explotando el consumismo de los niños ricos del mundo.
La simpatía de Spielberg por el peor personaje de la novela Jurassic Park es reveladora. Al documentarme sobre su influencia en el guion, me topé con varias notas frívolas sobre el tamaño y precio colosales de sus mansiones, aviones y yates: al parecer en 2021 vendió su yate de 86 metros de largo a un billonario canadiense y se mandó hacer uno aún más grande (que pesa 4444 toneladas), probablemente porque su ego ya no cabía en el anterior. Una nota sobre este yate describe a Spielberg como un “manifiesto activista climático”, burlándose de la contradicción entre su contaminante estilo de vida y sus declaraciones de preocupación por el calentamiento global.
Hablando de catástrofes antropogénicas, es notable que Jurassic Park está repleta de emisiones de carbono. Los helicópteros aparecen en momentos cruciales de ambas versiones. Las rejas electrificadas que atraviesan la isla requieren una planta de generación eléctrica que nunca vemos, pero que funciona con cantidades enormes de combustibles fósiles. En la novela, el jet privado de Hammond sale de San Francisco, pasa por los paleontólogos a Montana, hace otra escala en Texas para recoger al matemático Ian Malcolm y de ahí vuela a San José de Costa Rica, donde se pasan al helicóptero que los lleva, con música épica de por medio, a la isla Nublar. Estoy seguro de que la huella de carbono de ese viaje corporativo de fin de semana es mucho más grande que la montaña de excrementos de tricératops en la que la sensual doctora Saddler hundió sus brazos en una escena memorable de la película. ¿Cuántas toneladas de carne y forraje importados a la isla se necesitarían para mantener a una población de más de doscientos dinosaurios? Nadie nos lo dice, pero no queda duda de que se trataría del zoológico más insostenible de la Tierra.
La megafauna paleontológica y las grandes máquinas de nuestro tiempo están íntimamente conectadas. Ambas deben su existencia a la misma materia orgánica, que en tiempos mesozoicos estaba disponible en el ecosistema y en los siglos recientes ha sido extraída del subsuelo y procesada para funcionar como alimento de barcos, generadores eléctricos, helicópteros y muchas otras bestias de combustión interna. Durante el Jurásico, la cantidad de carbono en la atmósfera era más del doble de la que hay ahora (y no olvidemos que las más de cuatrocientas partes por millón de carbono en el aire contemporáneo ya doblaron las que había antes de la Revolución Industrial). La temperatura planetaria y la productividad vegetal eran mucho más altas que las actuales, por lo que asumir que los dinosaurios podrían sobrevivir en nuestra biosfera era una gran licencia climática.
Sin embargo, la infraestructura que hace posible el parque jurásico también está recreando las condiciones jurásicas al devolver cantidades colosales de carbono fósil a la atmósfera y causar con ello un enorme calentamiento global. En este sentido, e instruido por los trabajos de Amitav Ghosh y Emily Vázquez Enríquez sobre la petroficción, me animo a interpretar Jurassic Park como una pesadilla petroficticia del inconsciente occidental, donde las consecuencias ambientales de las industrias modernas cobran vida propia y se vuelven contra nosotros.
En la novela, el paleontólogo Alan Grant elabora un reporte para la empresa InGen sobre el “hiperespacio ecológico” de los dinosaurios juveniles. Crichton se refería al estudio del impacto animal en diversas dimensiones de un ecosistema (los ciclos energéticos, las cadenas tróficas, etc.). Jugando con este concepto rimbombante, podemos afirmar que, conforme la atmósfera va adquiriendo condiciones jurásicas, las sociedades acaudaladas también empiezan a comportarse como poblaciones de grandes dinosaurios en el hiperespacio ecológico. En vez de salir como tiranosaurios a cazar estegosaurios, en vez de forrajear como apatosaurios en los bosques de Laurasia o Gondwana, la agroindustria cultiva enormes cantidades de maíz, soya, arroz transgénico (fertilizado, transportado y empacado con combustibles fósiles), que se usa para producir alimentos procesados o alimentar ganado en criaderos intensivos.
Aquí vale la pena recordar a Ian Malcolm, el galán matemático que canaliza el mensaje pesimista del autor, que comienza todas las secciones del libro con epígrafes proféticos del investigador ficticio del caos. Malcolm sabe que el proyecto frankensteiniano de Hammond es potencialmente desastroso, ya que es imposible predecir y controlar un sistema tan complejo como un zoológico de bestias transgénicas. Lo mismo aplica a nuestro mundo: la creación de una civilización tecnocientífica a gran escala empieza a tener consecuencias planetarias imprevisibles.
La última gran diferencia entre la película y la novela de Jurassic Park es el destino del propio Hammond. Al final de la película, a salvo en las entrañas del helicóptero que lo sacó de la isla Nublar, el irresponsable empresario observa melancólicamente el mango de su bastón, que tiene engastado una pieza de ámbar con un mosquito fosilizado adentro (ahí está el talismán que conspiró contra mis finanzas desde mi inconsciente). Con él viajan sus nietos (su posteridad genética a salvo) y sus consultores científicos. Atrás quedan sus empleados, todos muertos. Pero así no acaba la novela, en ella Crichton impone otra justicia cósmica y Hammond muere devorado por una jauría de tiernos y venenosos Compsognathus, sin que él reconozca nunca que su soberbia tuvo efectos devastadores. Así, la película empieza con la muerte poco trascendente de un obrero centroamericano y acaba con la salvación romántica del billonario culpable de la catástrofe. Cualquier parecido con la realidad tal vez no sea una coincidencia.
En 2020 los Emiratos Árabes Unidos pagaron treinta y un millones de dólares en una subasta por una osamenta fósil de tiranosaurio. La adquirieron con petrodólares para el Museo de Historia Natural de Abu Dhabi, que planea inaugurarse en 2025 en una región del planeta tan seca y calurosa que resulta sumamente hostil para la vida. Esta compra me recuerda esa escena apoteósica de Jurassic Park en la que el tiranosaurio derrumba la estructura fósil de su pariente cretácico y con un rugido victorioso inaugura la era neojurásica mientras cae un pendón con la leyenda “Cuando los dinosaurios dominaban el mundo”. Me pregunto si algún día, en la tienda del museo de Abu Dhabi, otro ingenuo como yo se endeudará comprando una máquina del tiempo para volver, si no al Jurásico, por lo menos a la infancia, cuando todavía ignoraba que las criaturas fantásticas del pasado son mucho menos peligrosas que los monstruos industriales del presente.
Treinta años después del estreno de Jurassic Park y sesenta y cinco millones de años después de que se extinguieran los dinosaurios, miro el fósil que compré en Chiapas y pienso que al menos los mosquitos seguirán aquí cuando ya no estemos. A través de esa ventana de ámbar no se ve el pasado sino el futuro. Como dijo Ian Malcolm, la vida encuentra el modo.
*Una buena reseña de la hipótesis del laboratorio fue escrita por Nicholson Baker aquí.