La inversión de las monstruosidades
Un extracto del libro “Desobedecer”, de Frédéric Gros, sobre la importancia de no seguir las reglas.
Para empezar, quiero situar esta reflexión sobre la desobediencia bajo el horizonte que proyecta un «poema» fantástico, inspirado por los vapores del alcohol.
Me refiero, dentro de Los hermanos Karamázov de Dostoievski, a lo que Iván le cuenta a su hermano Aliosha en una taberna. Esta «leyenda» —Dostoievski decía que en ella alcanzaba la novela su máxima intensidad— deja atónito. Hannah Arendt y Albert Camus (también Carl Schmitt, pero con una perspectiva obviamente distinta) la consideran una enorme provocación al pensamiento político, o más bien, incluso, un abismo.
Haré aquí un repaso algo libre.
El poema de Iván cuenta el regreso de Cristo entre nosotros. Este regreso, como promete la doctrina, se anuncia como la señal del fin de los tiempos. El Apocalipsis de Juan revela que volverá para clausurar la historia del mundo. Estará sentado en un trono majestuoso, deslumbrante de blancura, de transparencia. Ante la humanidad resucitada, al completo, procederá a dividirla entre los condenados a sufrimientos eternos y los elegidos para gozar de la existencia bienaventurada y total.
En el relato de Iván, Cristo regresa, pero casi podría decirse que a hurtadillas. Sin trompeta de apocalipsis, una mañana de verano se desliza discretamente entre los sevillanos.
Estamos en el siglo XVI, en España, en tiempo de la Inquisición. La brisa matutina todavía arremolina las cenizas de las hogueras donde la víspera se había quemado a unos herejes.
Cristo vuelve, camina, se mezcla con los transeúntes, con los vecinos. Aunque permanece callado, su sola presencia, su sonrisa, su mirada, delatan su identidad y todos le reconocen enseguida. El pueblo, congregado alrededor del Hijo del Hombre, que ha regresado entre los suyos, forma una muchedumbre alegre, gozosa, esperanzada. Llegan a la plaza de la catedral. Cristo camina pausadamente, dispensa a su alrededor el milagro de su presencia mientras todos lloran de alegría y dan gracias.
En la misma plaza, Iván dibuja una silueta enjuta. Un viejo está observando la escena, un anciano de noventa años, encorvado, rostro gris surcado de arrugas, ojos chispeantes, enfundado en un hábito de fraile raído. La guardia del Santo Oficio no se aparta de su lado. Es el inquisidor, y comprende. Reacciona al momento, da órdenes. Un pelotón se abre paso entre la muchedumbre, y el pueblo, que un segundo antes aclamaba y entonaba loas, enmudece y se sume en un silencio temeroso, dejando pasar a los hombres armados que rápidamente proceden al segundo prendimiento de Cristo por orden del viejo dominico, el gran inquisidor. El Hijo del Hombre es conducido a las mazmorras del Santo Oficio.
Ha caído la noche, una noche cálida, con aroma de limonero y de laurel. El inquisidor, alumbrándose con una antorcha, desciende a los sótanos tortuosos del edificio, solo, abre la puerta y entra. La puerta se cierra tras él, el dominico escruta el rostro del prisionero y articula su pregunta:
—¿Eres tú, en efecto? —Para anularla de inmediato—: No contestes.
Y entonces pregunta directamente: —¿Por qué has venido a molestarnos?
Una pregunta sencilla y muy trivial pero que, dirigida a Cristo, cobra un cariz único. ¿Quién es él para dirigirse a Cristo como a un vulgar incordio, como a un visitante inoportuno, como a un conocido intempestivo?
La peroración que sigue desarrolla la pregunta. Peroración del gran inquisidor, monólogo interminable —porque Cristo permanecerá callado hasta el final—. Si Cristo amenaza con «molestar» de nuevo —¡y es una autoridad de la Iglesia la que le hace esta advertencia!— será porque ya se ha instalado cierta tranquilidad y comodidad en y por la Iglesia católica, contra el propio mensaje crístico. ¡Y esto para cerrar una herida de angustia que Cristo había infligido, para remediar un error desdichado que él había cometido!
Pero ¿qué error era ese? Consiste, denuncia el inquisidor, en tres negativas, tres rechazos a proposiciones del mismísimo Diablo, de Satanás. El episodio, como es sabido, se encuentra en san Lucas y san Mateo. Y el inquisidor insiste: acuérdate de lo que te negaste a hacer cuando el Tentador te lo propuso.
El Diablo se había presentado ante un Cristo debilitado por un largo ayuno en el desierto y le había propuesto el poder de convertir las piedras en panes, a lo que el Hijo de Dios contestó: «No, porque no solo de pan vive el hombre». De nuevo el Diablo, después de llevar a Jesús a lo más alto del templo, le dijo que se dejase caer desde esa altura, porque está escrito que los ángeles le tomarán para evitar la caída. Así podría comprobar que era realmente quien pretendía ser. A lo que Jesús replicó: «No, porque está escrito que no debes tentar a Dios tu Señor». Por último, desde una montaña que se alzaba sobre las mesetas y las colinas, el Diablo le mostró todos los reinos del mundo y le propuso el poder universal a condición de que se postrase ante él. Y Cristo le contestó: «No, porque yo solo sirvo y adoro a Dios».
Tres negativas, pues, tres noes a tres tentaciones que el inquisidor interpreta como muestras de obediencia y Cristo desdeña, desestima, rechaza, como contrarias a lo que él exige a cada cual: una fe auténticamente libre.
Porque, a fin de cuentas, la tentación de los panes es la de lograr la obediencia por el estómago: la humanidad tiene hambre, la humanidad solo conoce la gratitud del vientre. Es como si Satanás le hubiera susurrado a Cristo: sé que puedes hacerlo, tienes ese poder, convierte las piedras en panes y no tardarás en ver cómo se congrega a tu alrededor una muchedumbre agradecida, halagadora. Tendrán una fe inquebrantable en ti porque les has llenado la barriga y con ello les has asegurado el sueño del ahíto, que es la fuente de felicidad de los humildes. Pero tú, prosigue el inquisidor en el poema de Iván, querías una fe pura, una adhesión que no estuviera condicionada por la necesidad. ¡Exigías que te amasen libremente, que prefiriesen el pan celestial! Con ello les has sumido en la angustia. Nosotros, como sabemos que los hombres solo quieren saciarse, los hemos puesto a trabajar: son ellos los que han convertido las piedras en panes; han trabajado duro y con su esfuerzo han logrado que brotara trigo en las tierras áridas. Nos hemos apoderado del fruto de su trabajo y hemos repartido entre ellos una ínfima parte. Y ellos nos lo han agradecido. Primero, porque al erigirnos en jefes del reparto hemos acabado con sus pleitos, sus peleas, sus envidias. Nos lo han agradecido. ¡Había que ver lo felices que se sentían al adorar la mano que, sin embargo, no hacía más que devolverles una parte ínfima de lo que les había robado! Pero era lo único que veían: la mano tendida hacia ellos. Y olvidaban que el pan lo habían hecho ellos, con tal de adorar a un benefactor y rebosar de obediencia.
La segunda tentación es la de la comprobación objetiva, definitiva, válida para todos. Es preciso releer atentamente el texto de los Evangelios, que dice: estaba escrito «los ángeles te tomarán». De modo que si saltas lo compruebas, aportas una prueba objetiva, material, visible para todos, de que eres realmente Su hijo, de que eres realmente el Elegido, el Anunciado. Sin ninguna duda. Y también en esta ocasión Cristo se niega, como si también fuese excesivo, como diciendo que la fe auténtica exige un trabajo interminable de profundización y superación de las inquietudes, que es preciso comprobarla interiormente y no conformarse con certidumbres catalogadas, «garantías auténticas» para los demás. El inquisidor monta en cólera: ¿acaso es responsable endosar a cada cual la carga de la verdad, exigirle a un pueblo ignorante y quejumbroso, abrumado por las tribulaciones diarias, que también verifique su fe? Para eso la Iglesia instituye, nombra a sus propios expertos, sus «verificadores». Son ellos los que pueden dirigirse a las masas y decirles: esto es lo que hay que creer o no creer, lo que hay que pensar o no pensar, lo hemos verificado, no hace falta que lo hagáis vosotros. Y el pueblo, una vez más, lo agradece, descargado del peso de tener que juzgar por sí mismo.
La última tentación es la más clara, la más sencilla, la más profunda: el Diablo le promete a Cristo el poder temporal, el Imperio universal. Una vez más Cristo lo desdeña: no quiere reinar sobre un pueblo de esclavos, exige creyentes libres. Pero bueno, replica el inquisidor, ¿quién puede ser tan duro, tan inhumano, tan inconsciente como para negarle al pueblo la dicha inmensa, insustituible, de estar todos sometidos al mismo señor? ¿Acaso hay otro modo de estar realmente juntos que no sea la sumisión, la adoración común?
Tal es la lección «demasiado humana»: solo en la obediencia nos juntamos, nos parecemos, dejamos de sentirnos solos. La obediencia crea comunidad. La desobediencia divide. No hay otra forma de saberse y sentirse unidos que no sea so- meterse al mismo yugo, al mismo jefe: calma infinita, calor mullido del rebaño que se apiña alrededor de un pastor único. Al parecer, Cristo ignora que ser libre hace sentir desesperadamente solo.
Pues bien, ese Cristo altivo, idealista, elitista, ha rechazado de plano las tentaciones del Diablo. Ha preferido «brindar» la libertad a la humanidad. Regalo envenenado, carga mortal, don doloroso.
Paso ahora a lo que quizá sea el meollo de la enseñanza del texto, que aún resuena como una provocación. Me refiero al nexo entre los tres episodios de tentación. Cristo desdeña convertirse en Señor de una Justicia que reparte los bienes, en Señor de una Verdad garantizada para todos y verificada objetivamente, en Señor de un Poder que subyuga y une. En una palabra, Cristo no quiere obediencia, exige que cada cual obre con esa libertad en la que, a su juicio, reside la dignidad humana.
Pero he aquí que esta libertad —como suele decirse: honor de la condición humana, esencia inalienable—, esta libertad no la quiere nadie, porque ¿qué es sino un vértigo insostenible, un fardo insoportable? Tener sobre la conciencia la carga de nuestras propias decisiones, sentir sobre los hombros el peso de nuestros propios juicios, decirnos que nos corresponde a nosotros, a cada uno considerado en la soledad de su conciencia, escoger, recriminarnos a nosotros mismos y a nadie más los fracasos y las derrotas es demoledor. ¿Acaso se le puede pedir a la multitud ignorante y cobarde, al pueblo embrutecido e inocente, que cargue con semejante peso? Es una exigencia desconsiderada, es un elitismo irresponsable, vano. Cristo pide demasiado. Es entonces cuando cabe preguntar- se si sabe con quién se las gasta: con la humanidad.
Y es el paso al límite. Porque, prosigue el inquisidor, nosotros —la élite seria y responsable— amamos realmente a los hombres y hemos cargado sobre nuestros hombros el peso de su libertad. Ellos la han depositado a nuestros pies con presteza, alivio y gratitud. Se han encomendado a nosotros para que digamos la verdad, a nosotros para que promulguemos las reglas de la justicia, a nosotros para que designemos un objeto común de adoración. Sabían que si aceptaban obedecer sin más, si se sometían, conocerían la tranquilidad, la comodidad de dejar de ser responsables (habrá que vol- ver a este nudo que ata obediencia con desresponsabilidad). Y nosotros, hombres de Iglesia, hemos traicionado tu mensaje por amor a ellos, por piedad hacia los humildes, porque sabíamos que eran incapaces, impotentes, frágiles, y sabíamos que lo que pedían, sobre todo, era la seguridad de saber que se decidía por ellos. Amar de verdad es proteger, más que exigir lo imposible. Amar de verdad es privar de libertad a quienes son claramente incapaces de ella.
El viejo inquisidor termina su disertación. Cristo sigue callado. Después de dirigir una larga mirada a su «servidor», se le acerca lentamente y deposita un beso en los labios exangües del anciano.
El inquisidor está turbado, pero se recobra de inmediato. Con una voz áspera señala la puerta abierta y dice:
—Vete y no vuelvas nunca. Enigma de este último beso. ¿Beso de perdón? Has amado con demasiado orgullo a la humanidad, te has equivocado al creer que, para amar a los hombres, había que privarles de toda fuente de angustia.
¿Beso de gratitud? Gracias por haber brindado a la humanidad la salvación de la desresponsabilidad.
¿O beso de rebeldía, irónico y mordaz? Habría que verlo, pero como primer preámbulo se puede plantear esta provocación: la libertad ¿es tan deseable?, o mejor dicho: en realidad, ¿es verdaderamente deseada?
Un segundo preámbulo es un simple hito histórico, un hito que marca una ruptura. En su Diario filosófico, en mayo de 1967, Hannah Arendt copia una frase de Peter Ustinov que ha leído en el número del 7 de febrero de The New Yorker: «Durante siglos se ha castigado a los hombres por desobedecer. En Núremberg, por primera vez, se ha castigado a unos hombres por haber obedecido. Solo ahora empiezan a notarse las repercusiones de este precedente».
Esta afirmación, tajante, podría aplicarse también a un vuelco histórico —que Arendt ya había notado cuando acuñó su concepto de «banalidad del mal»— que me gustaría llamar aquí «la inversión de las monstruosidades».
Al principio, la desobediencia se relacionaba con la rusticidad salvaje, con la bestialidad incontrolable. Desobedecer es sacar a relucir una parte de nosotros animal, estúpida y tosca. Michel Foucault, en su curso del Collège de France de 1975, señala que el pueblo de los «anormales» —la psiquiatría creó esta categoría a lo largo del siglo XIX para poder presentarse como una vasta empresa de higiene política y moral— está formado, en parte, por «incorregibles». El incorregible es el individuo incapaz de acatar las normas de la colectividad, de aceptar las reglas sociales, de respetar las leyes públicas. Son estudiantes turbulentos, perezosos, que no obedecen a sus profesores; obreros que trabajan mal y a regañadientes; gamberros recalcitrantes; delincuentes que entran y salen continuamente de la cárcel. Con el individuo incorregible los aparatos disciplinarios (la escuela, la Iglesia, la fábrica) acaban tirando la toalla. Por mucho que les vigilen, que les castiguen, que les impongan sanciones, que les sometan a ejercicios, el incorregible no progresa nunca, es incapaz de reformar su naturaleza y superar sus instintos.
La «incorregibilidad» procede de un fondo de animalidad rebelde. Aceptar la mediación de las leyes, resistir el impulso de los instintos primarios, hacer lo que otro nos exige que hagamos, es acceder a la plataforma de la humanidad «normal». Desobedecer es dejarse caer por la pendiente del salvajismo, ceder a las facilidades del instinto anárquico. Si lo que nos lleva a desobedecer es el animal que hay en nosotros, entonces obedecer consiste en afirmar nuestra humanidad.
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Cabe recordar aquí la distinción entre «instrucción» y «disciplina» que hacía Kant en su Pedagogía. En el marco pedagógico, la instrucción es aprendizaje de la autonomía, adquisición de un juicio crítico, dominio razonado de los conocimientos elementales, y no solo tragar con pasividad informaciones para recitarlas después torpemente. Pero para alcanzar ese estado hace falta un primer momento de docilidad ciega que Kant llama «disciplina». Es el momento que «transforma la animalidad en humanidad». Para convertirse en un hombre cabal es preciso pasar por la obediencia ciega. Este momento que, insiste Kant, es provisional, también es «negativo» —coacción, forzamiento, doma («se doma a los perros, a los caballos; también se puede domar a los hombres»)—, pero fundamental. Proporciona una base sobre la que se podrá construir la autonomía y, sobre todo, tiene que llegar lo antes posible:
La disciplina somete al hombre a las leyes de la humanidad y empieza a hacerle sentir su coacción. Pero esto tiene que aplicarse muy pronto. Por ejemplo, si se manda a los niños a la escuela no es con la intención de que aprendan algo, sino para que se acostumbren a permanecer sentados tranquilamente y cumplir puntualmente lo que se les manda.
El enunciado es chocante. ¿Para qué sirve principalmente la escuela? Para enseñar a obedecer.
No pretendo dar una imagen equivocada de Kant, como si fuera un ardiente partidario de la obediencia fanática y tonta —él mismo advierte: «es preciso evitar que la disciplina sea una esclavitud», y su libro sobre la Ilustración transmite una enseñanza bien distinta—. No obstante, me gustaría destacar dos o tres cosas un poco chocantes.
De entrada, la idea de que la obediencia sin condiciones despeja el camino al proceso de humanización. Solo ella nos libraría de las «tendencias naturales» rebeldes, domaría unos instintos forzosamente anarquistas, ahogaría un fondo de barbarie contrario a toda estabilidad —«la barbarie es la independencia respecto de las leyes»—. Hay que empezar aprendiendo a obedecer sin pensar, pues el hombre es uno de esos animales que «necesitan un amo». Después está la distinción entre obediencia voluntaria (que implica reconocer la superioridad del amo) y la obediencia absoluta (sin condiciones, automática). La obediencia voluntaria tiene un componente de actividad, de libertad, de adhesión. Pero Kant, si bien destaca la importancia de esta obediencia racional, hace hincapié, una vez más, en la necesidad de una obediencia ciega con un argumento político desconcertante:
Esta obediencia voluntaria es muy importante, pero aquélla [la absoluta] es en extremo necesaria, porque prepara el niño al cumplimiento de las leyes, que después tiene que cumplir como ciudadano, aunque no le agraden.
La obediencia ciega prepara al futuro sujeto político a aceptar unas leyes con las que no estará de acuerdo. Le enseña a tener resignación política.
Entre las observaciones de Kant sobre la educación y el estudio de Foucault sobre los «incorregibles», lo que se ha abierto camino es la idea de que la obediencia transporta de las tinieblas de la ignorancia a la claridad del saber, de los impulsos primitivos a las mediaciones razonables, del bruto cerril al hombre civilizado. Paso de la indocilidad espontánea, inmediata, salvaje, a la interiorización de las reglas de vida común, al estado civilizado.
La desobediencia sería nuestro primer estado, quizá nuestra naturaleza, si por naturaleza entendemos lo que nos asemeja a las bestias y a los lobos. Seríamos espontáneamente refractarios a las reglas. La primera modernidad interpreta esta desobediencia primitiva como el reino ilimitado de las pasiones egoístas, el ámbito de los instintos salvajes, la imperiosa inmediatez del deseo narcisista. La etapa de la disciplina está dedicada a oponerles las mediaciones pacientes de la razón y las reglas sociales de interés común. Es necesario dominar el animal que hay en nosotros. La obediencia disciplinaria es lo que robustece nuestro principio de humanidad. Si se trata de oponer el hombre civilizado a la barbarie (supuesta), la obediencia se concibe como aquello que nos humaniza, y la desobediencia es monstruosa.
La experiencia del siglo XX, la de los regímenes totalitarios y los grandes genocidios, perturbó, alteró, o más bien fragmentó, dividió esta evidencia cultural universal que relaciona estrechamente la capacidad de obedecer con la humanización. Se podría citar, aunque con reserva, el ejemplo de Eichmann, coordinador frío, impecable, de la máquina de muerte que acabó con la vida de seis millones de judíos europeos, y que, en el banquillo del tribunal de Jerusalén, ni siquiera entiende que pretendan condenarle: «No se me puede considerar responsable, porque no veo por qué habrían de castigarme por haber firmado conforme a las órdenes recibidas». O también al siniestro Duch, que dirigía con tesón, esmero, incluso abnegación, el centro S-21, donde miles de camboyanos fueron torturados para obtener confesiones delirantes y ser luego eliminados; su propio nombre, en camboyano, significa el alumno dócil.
La espantada, el desistimiento, la desobediencia, el rechazo, es lo que habría podido humanizar a los gestores implacables del crimen y el horror. En su descargo aducen esas virtudes que se enseñan en las aulas y en el seno de las familias: docilidad, aplicación, exactitud, sentido de la eficacia, lealtad, fiabilidad, esmero.
Se podía contar con ellos para que se hiciera el trabajo, y se hiciera bien. Pero ¿qué trabajo?
La experiencia totalitaria del siglo xx nos ha hecho sensibles a una monstruosidad inédita: la del funcionario celoso, el cumplidor impecable. Unos monstruos de obediencia. Hablo de «segunda modernidad» porque la razón que dicta su conducta ya no es la de los derechos y los valores, la de lo universal y el sentido. Es la razón técnica, eficaz, productiva, útil. La razón de la industria y de las masas, la de la administración y las oficinas. La razón gestora, la racionalidad fría, anónima, glacial, impersonal del cálculo y el orden. Ya no se trata de la vieja utopía: escuchar y seguir la voz de la razón universal en vez de permanecer en la esclavitud de los instintos primitivos. No, aquí se trata de convertirse en autómata. En el horizonte de esta segunda modernidad, los que se oponen no son el hombre y el animal, sino el hombre y la máquina.
Y, de repente, lo que humaniza es la desobediencia. Dos preámbulos, por tanto: una provocación (la peroración del inquisidor de Dostoievski: la libertad es un vértigo, un fardo del que hay que librarse cuanto antes) y un hito histórico (la inversión de las monstruosidades). Pero me gustaría proponer un elemento más, esta vez un hilo metodológico, como perspectiva para concebir nuestro pensamiento: lo que aquí llamo «la ética de la política». Como ya se ha dicho, no vamos a hacer un estudio histórico de la desobediencia centrado en unas secuencias determinadas para poner en evidencia, a propósito de tal o cual rebelión, las dinámicas de las revueltas, y tratar de entrever unas leyes generales. Tampoco voy a hacer una reflexión de sociología política sobre la estructuración de las formas de desobediencia en su diversidad histórica y social. Y aún menos un estudio trascendental sobre el fundamento filosófico del acto de desobediencia, su legitimidad final, su racionalidad intrínseca.
Lo que quiero es plantear el asunto de la desobediencia desde la perspectiva de una ética de la política. Me refiero a la ética, no a la moral. Fue Maquiavelo quien definió y estructuró la relación entre moral y política. A fin de cuentas, el escándalo que hace estallar El príncipe en sus últimos capítulos es poner en evidencia que quien pretenda mantenerse en el poder está obligado a aplicar métodos que estremecen y hacen temblar a una conciencia moral un poco escrupulosa. El libro de Maquiavelo rompe con la tradición de la literatura medieval de los espejos de príncipes que hacían una semblanza del monarca ideal y confeccionaban la lista de las virtudes del buen dirigente. Pero las exigencias de la acción política (obtención de resultados, rapidez, eficacia, atención a la opinión pública, publicidad, electoralismo) casan mal con los valores de justicia, sinceridad, lealtad, transparencia, etc. Cuando un político habla de moral, sigue haciendo política. Las virtudes están muy bien como apariencia, pose, fachada. Y la política no es más que el arte de mantenerse en el poder.
Al hablar de ética de la política quiero hacerlo desde otro ángulo: el del sujeto político. Lo que aquí llamo ética es la manera en que cada cual se remite a sí mismo, entabla consigo mismo cierta «relación» a partir de la cual se autoriza a hacer algo, esto en vez de aquello. La ética del sujeto es el modo en que se forja y trabaja cada cual. Para que se entienda mejor, pondré, como hace Foucault, el ejemplo de la fidelidad conyugal.
En El uso de los placeres y La inquietud de sí Foucault estudia la sexualidad de los antiguos bajo el ángulo de lo que él llama «ética del sujeto de los placeres». A grandes rasgos, lo que se propone es cuestionar los tópicos, como la idea de que los paganos tenían una sexualidad mucho más libre que la nuestra, más franca, menos censurada, más polimorfa, más solar. No cuesta mucho imaginar que la Antigüedad, la Grecia antigua en particular, vivió una edad de oro de la sexualidad que se encargarían de liquidar primero la doctrina cristiana de la carne y luego la aparición de una moral burguesa pudibunda, mezquina, que algunos relacionan con el desarrollo del capitalismo industrial, la obsesión de la utilidad, de la productividad. Pero, según Foucault, no hace falta esperar a los sermones cristianos o a la moral burguesa para oír que el desenfreno sexual es peligroso, que la fidelidad conyugal es muy recomendable, que el amor de los jóvenes es un juego peligroso… Platón, los pitagóricos y los estoicos ya impartían esta lección, no en vano los Padres cristianos tomaron de sus textos los preceptos más severos.
Entonces, ¿debemos concluir que la sexualidad siempre ha estado sometida a prohibiciones? No, sino más bien que los amores homosexuales, la sexualidad libre, las relaciones extraconyugales, todo eso siempre ha sido un problema, sin que se haya prohibido necesariamente.
Pondré un ejemplo: ¿por qué hay que ser fiel? La respuesta, de entrada, puede ser esta: porque se considera que hay que tener una relación «viril» con uno mismo. Cuando uno es un cabeza de familia responsable pero también un ciudadano que participa en la vida de la ciudad y en el gobierno de los demás, debe demostrar que es capaz de dominarse. La fidelidad es el reflejo de una relación política activa con uno mismo. Otra respuesta: se rechaza el adulterio porque la relación conyugal requiere una atención, una confianza, una solicitud recíproca; es la interpretación estoica que se hace en el momento romano, es decir, el momento de lo que Paul Veyne llama la invención de la pareja (una «idea nueva»). En nombre de lo que le debo a mi pareja, en nombre de la estabilidad del matrimonio, no quiero ser infiel. Pero asimismo puede uno decirse: la sexualidad es una mancha indeleble. Siendo un estigma del pecado original, pero necesaria para aumentar el pueblo de Dios, su única forma aceptable es aquella que tiene una función reproductora encuadrada en el matrimonio. En tal caso, la infidelidad está simplemente prohibida. Por último, también se puede considerar que la fidelidad es una norma social y hay que respetarla si se quiere parecer «normal». Vemos, pues, que se puede adoptar el mismo comportamiento (la fidelidad conyugal) partiendo de estilos éticos diferentes.
Pues bien, del mismo modo, cabe preguntarse: ¿a partir de qué relación con uno mismo se respeta o se vulnera la ley pública? ¿Cuáles son las formas éticas generales de la obediencia y la desobediencia? ¿Cómo se puede distinguir entre sumisión, subordinación, conformismo, consentimiento y obligación; o entre rebelión, resistencia, transgresión, desobediencia civil y disidencia cívica? Cuando describo al sumiso, al aquiescente o al conformista, ¿no estaré haciendo retratos psicológicos? Pero la ciencia psicológica establece determinismos (fisiológicos, ambientales, familiares, etc.) del sujeto. La ética, en cambio, es una antipsicología, y las distintas formas que presentaré son variaciones de estilo. Obedecer, desobedecer, es dar forma a la propia libertad.
Sobre el autor
Frédéric Gros es profesor de filosofía en la Universidad Paris-XII. Ha trabajado ampliamente en la historia de la psiquiatría (Création et folie, PUF), la filosofía de la pena (Et ce sera justice, Odile Jacob) y el pensamiento occidental de la guerra (Etats de violence, Gallimard). Fue también el editor de las últimas lecciones de Foucault en el Collège de France.
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