Argentina, 1985: un hombre contra el sistema

Argentina, 1985: un hombre contra el sistema

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Tiempo de Lectura: 00 min

La cinta dirigida por Santiago Mitre ha cautivado a buena parte del público, pese a la simplificación que hace del proceso que logró condenar a los mandos militares de la dictadura argentina. ¿Cómo se ve un acontecimiento histórico complejo cuando se presenta como un drama judicial, como un relato de un héroe contra el sistema?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Argentina, 1985, Santiago Mitre.

Las investigaciones que llevan a cabo los historiadores parten de un esfuerzo, sumamente documentado en diversas fuentes, por asir e interpretar un tiempo pasado. En el cine, en cambio, la construcción de un relato histórico provoca que se pierdan matices en favor de la síntesis; además, la manera en que la historia se narra habla del momento y la posición desde donde se construye dicho relato. Esto adquiere una dimensión adicional si nos referimos a los episodios de una historia reciente en la que entran en juego emociones e intereses que continúan vigentes, así como consecuencias sociales y políticas que alcanzan al presente y se cuelan de formas más o menos evidentes en la cotidianidad. Argentina, 1985 (2022) se enfrenta a este dilema al extraer un caso ejemplar para Sudamérica y abordarlo con recursos narrativos —clásicos y efectivos— para entregarnos un relato comercial y simplificado, sí, pero también esperanzador.

Dirigida por Santiago Mitre con guion del mismo y de Mariano Llinás, Argentina, 1985 sigue el proceso más inmediato de la preparación del Juicio a las Juntas Militares que se llevó a cabo en ese país en aquel año y culmina con la resolución del tribunal. Estamos hablando de un proceso que fue un parteaguas para las denuncias cívicas contra el poder en Latinoamérica, en el que se vieron involucrados distintos agentes tanto de las autoridades como de la sociedad civil. Todo este entramado es reemplazado dentro del arco narrativo por una gran figura central, un héroe indiscutible: Julio César Strassera (Ricardo Darín), el fiscal encargado de acusar a los altos mandos militares, que gobernaron el país durante siete años, por sus múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura —asesinatos, desapariciones, detenciones extrajudiciales, violaciones y más—. Como personajes secundarios, tenemos a su joven equipo, que tuvo la misión de recopilar testimonios para demostrar la existencia de una política terrorista de Estado y, así, lograr que los mandos militares recibieran una sanción.

Argentina, 1985 adopta el tono de los dramas judiciales más convencionales: tenemos al héroe mencionado, con un objetivo claro y un grupo de aliados que lo apoya en su misión, hay un antagonista inconfundible —aquí presentado como un enemigo unidimensional y genéricamente despiadado, un ejército y un sistema político opresor que bien podrían ser cualquier otro—, una serie de contratiempos que se presentan como nudos que se desenredan uno a uno, ciertos elementos de suspenso y melodrama colocados específicamente para incrementar la tensión y un trayecto satisfactorio desde el punto de partida hasta la conclusión. Hay también irrupciones cómicas y acentos musicales colocados estratégicamente para atemperar un poco los sórdidos hechos a los que el juicio se refiere. Desde el inicio sabemos cómo saldrán las cosas —al final de cuentas, se trató del juicio que cambió la historia de Argentina— y, sin embargo, Mitre maneja las convenciones y logra tirar de los hilos de tal manera que el relato cautiva y conmueve, aunque sea en un nivel efectista.

Cuando la misión de encontrar pruebas contra los mandos militares y acusarlos le es encomendada a Strassera, sus aliados habituales se rehúsan, desencantados o quizá temerosos, a formar parte de un proceso aparentemente destinado al fracaso. También le resulta imposible reclutar a otros abogados con trayectoria, ya que continuaban apoyando a la dictadura que acaba de caer. Esto no le deja otra alternativa al fiscal más que recurrir a un grupo de jóvenes sin experiencia ni convicciones arraigadas. Este equipo, el perdedor diseñado narrativamente para merecer simpatía y apoyo, enfatiza la severidad del enfrentamiento. La secuencia en la que los jóvenes son entrevistados funciona, a la vez, para ilustrar la importancia del diálogo y el relevo generacional en cualquier movimiento social: si bien al inicio Strassera y los muchachos parecen absolutamente incompatibles, poco a poco se nos irá mostrando que la lucha en común pesa más que todas las diferencias.

Así como en estas escenas, la película se sostiene por una serie de dicotomías —como la que hay entre viejos y jóvenes, entre fachos y defensores de la justicia, entre la ciudadanía y el Estado— que rayan en la sobresimplificación de los eventos. Ninguno de los bandos es retratado con detenimiento o minucia; al contrario, se convierten en símbolos que parecen apuntar más a una idea de universalidad que a la especificidad histórica. Argentina, 1985, al ser una película dirigida a públicos amplios y diversos, cuenta con una sencillez que se convierte en la raíz de su alcance y éxito comercial, pero también en su mayor deficiencia discursiva. En su afán por evitar las complejidades del conflicto y presentar un relato concreto, con una conclusión ineludible, hay una descontextualización que resulta problemática. Sí, es cierto que la historia reciente de Latinoamérica está marcada por Estados autoritarios, abusos de poder y levantamientos sociales en pos de la justicia y la memoria, pero Argentina, 1985 homologa todos los elementos circundantes para convertir este episodio particular en un caso de éxito fácilmente intercambiable y en una especie de mensaje motivacional.

Me explico con un par de ejemplos: se menciona brevemente que Strassera cometió omisiones graves en su quehacer burocrático dentro del Poder Judicial —parece que no cumplió con su labor de fiscal ante los crímenes de la dictadura— antes de tener la oportunidad de reivindicarse con este juicio —por eso, en más de una ocasión incluso se le llama frontalmente héroe—, pero Argentina, 1985 no profundiza en estos sucesos. No conocemos más sobre las responsabilidades previas de Strassera: su arco narrativo inicia y concluye con el proceso en cuestión. La interpretación de Darín, uno de los actores actuales más reconocidos y apreciados de Argentina, está perfectamente acotada a este fin. Como espectadores, no se nos presentan motivos suficientes para dudar de sus intenciones, solo algunas sugerencias y una exculpación. Por otro lado, el rol de algunos agentes sociales indispensables en el proceso, como las Madres de la Plaza de Mayo, se traslada a un segundo plano. Sus esfuerzos se representan de forma somera para abrir paso al evento central de la cinta sin que ellas ocupen demasiado tiempo en pantalla ni demasiada atención dentro de la trama. Su figura aparece en solo tres momentos: cuando son consultadas por el equipo de Strassera para la recopilación de los testimonios —y, justamente, una de ellas reclama que, durante la dictadura, el fiscal no hizo nada—, cuando se les pide que se quiten sus pañuelos ya que se prohíbe el uso de cualquier símbolo político dentro del recinto donde sucede el juicio y, al final, cuando se los vuelven a poner. En la segunda secuencia, no vemos siquiera los rostros de estas mujeres, que parecen estar ahí simplemente para que no se omita por completo su presencia en el contexto.

Al adherirse al tono del drama judicial, las declaraciones y los descubrimientos que provienen de los sobrevivientes ocupan un lugar primordial dentro del arco narrativo. Cuando el equipo de Strassera se aventura en búsqueda de los testimonios de las víctimas, se construye un relato coral que evita recaer en detalles innecesarios o morbosos. Las historias personales se empalman una con otra para representar la abrumadora colectividad del dolor. No se trata de casos aislados de injusticia, sino de una política sistemática con múltiples rostros, con un sinfín de deudos, con secuelas que siguen presentes, que no se pueden ignorar. En este nivel, la película cumple su objetivo a cabalidad, pero sus pretensiones no llegan más allá. Vale la pena, entonces, preguntarnos si es posible retratar un periodo histórico tan complejo y extenso a partir de un solo evento, si no es, tal vez, un tanto engañoso nombrar la cinta Argentina, 1985 cuando hay tanto que fue descartado en pos de la efectividad del relato.

Aquello que es dicho se vuelve el eje conductor de esta cinta. Así como los mandos militares intentan protegerse, enunciando que no reconocen la validez del tribunal que los juzgará debido a su carácter civil, Strassera, su equipo y las víctimas hurgan en lo más profundo para desplegar todas sus fuerzas a través de la palabra. Destaca la interpretación de Laura Paredes como Adriana Calvo, una mujer que parió en cautiverio, en condiciones absolutamente sórdidas e inhumanas. Mientras narra el infierno que vivió, la cámara nos obliga a sostener su mirada, enfrentándonos sin tregua con una realidad que, insisto, sigue vigente en demasiados países. Su historia es una entre muchas más, incontables, tanto en Argentina, durante la dictadura, como en el resto de Latinoamérica, aun a cuatro décadas de distancia. La propagación de la violencia y del abuso de poder exige un abordaje riguroso, un ejercicio constante en el que se nombren y analicen las aristas para así poder plantarles cara. Argentina, 1985 no pretende hacer esto, sino simplemente destacar un momento particular y evocar emociones a partir de este.

Hacia el inicio de Argentina, 1985, hay una escena que parece anunciar las intenciones de la cinta: Strassera está en casa viendo la transmisión de un comunicado oficial sobre el proceso contra los militares junto a su familia; su hija sale para encontrarse con su pareja y él se asoma por la ventana para verla partir. Alza la mirada y entonces alcanza a ver los destellos sincronizados de varios televisores: el mismo comunicado transmitido y recibido en los hogares que lo rodean. Lo que vemos es una cinta sobre los alcances de un relato con fines específicos, en un momento particular. No es gratuito, por lo tanto, que el clímax de nuestro héroe sea precisamente la lectura en voz alta de la acusación final con la que cierra su participación en el juicio, una pieza de oratoria que señala sin titubeos a los mandos militares y parece restablecer el poder de los ciudadanos en la incipiente democracia, al menos en esta dimensión. Después de una breve interacción con su hijo —otra vez, el énfasis en la esperanza que representan las nuevas generaciones y la importancia de escucharles sin condescendencia—, el fiscal recopila todo lo aprendido a lo largo de este proceso y lo aterriza en las palabras que serán su último gran golpe, el paso final hacia el triunfo. Alcanzamos a ver sus hojas con tachones y correcciones, escuchamos la versión que presentó frente al tribunal y observamos a los asistentes estallar en aplausos. Argentina, 1985 mantiene el foco de principio a fin. Sus omisiones, síntesis y simplificaciones están encaminadas hacia un objetivo: presentar esta historia a públicos que no saben mucho sobre ella y causar una sensación de satisfacción en el proceso.

La película en ningún momento pretende ser un relato concluyente, de ahí que cierre con una leyenda que deja claro que este juicio y su sentencia son apenas el inicio de una pugna que continúa hasta la fecha. Argentina, 1985 tampoco tiene mayores aspiraciones autorales ni promete rigor histórico, al contrario, se apoya por completo en las convenciones y los recursos del drama judicial, fungiendo así un papel, hasta cierto grado, didáctico —y condescendiente—. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”, dice Strassera en su alegato final. Argentina, 1985 se adhiere a esta postura sin titubear: no hay en ella búsqueda alguna de innovación ni originalidad, sino simplemente un relato sobre el poder de los relatos para comprender el pasado, navegar el presente y dirigirnos al futuro. Estamos frente a una cinta que, más que ser sobre la dictadura, se ciñe a una parte de esta, a la vida que sucede tras ella, a las negociaciones que se hacen desde la sociedad y desde la autoridad para lidiar con la atrocidad de un pasado reciente. Al final, Argentina, 1985 se asemeja más a una consigna, de esas que se replican hasta que su trasfondo termina por diluirse, que a una búsqueda profunda por reivindicar la memoria.

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La cinta dirigida por Santiago Mitre ha cautivado a buena parte del público, pese a la simplificación que hace del proceso que logró condenar a los mandos militares de la dictadura argentina. ¿Cómo se ve un acontecimiento histórico complejo cuando se presenta como un drama judicial, como un relato de un héroe contra el sistema?

Las investigaciones que llevan a cabo los historiadores parten de un esfuerzo, sumamente documentado en diversas fuentes, por asir e interpretar un tiempo pasado. En el cine, en cambio, la construcción de un relato histórico provoca que se pierdan matices en favor de la síntesis; además, la manera en que la historia se narra habla del momento y la posición desde donde se construye dicho relato. Esto adquiere una dimensión adicional si nos referimos a los episodios de una historia reciente en la que entran en juego emociones e intereses que continúan vigentes, así como consecuencias sociales y políticas que alcanzan al presente y se cuelan de formas más o menos evidentes en la cotidianidad. Argentina, 1985 (2022) se enfrenta a este dilema al extraer un caso ejemplar para Sudamérica y abordarlo con recursos narrativos —clásicos y efectivos— para entregarnos un relato comercial y simplificado, sí, pero también esperanzador.

Dirigida por Santiago Mitre con guion del mismo y de Mariano Llinás, Argentina, 1985 sigue el proceso más inmediato de la preparación del Juicio a las Juntas Militares que se llevó a cabo en ese país en aquel año y culmina con la resolución del tribunal. Estamos hablando de un proceso que fue un parteaguas para las denuncias cívicas contra el poder en Latinoamérica, en el que se vieron involucrados distintos agentes tanto de las autoridades como de la sociedad civil. Todo este entramado es reemplazado dentro del arco narrativo por una gran figura central, un héroe indiscutible: Julio César Strassera (Ricardo Darín), el fiscal encargado de acusar a los altos mandos militares, que gobernaron el país durante siete años, por sus múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura —asesinatos, desapariciones, detenciones extrajudiciales, violaciones y más—. Como personajes secundarios, tenemos a su joven equipo, que tuvo la misión de recopilar testimonios para demostrar la existencia de una política terrorista de Estado y, así, lograr que los mandos militares recibieran una sanción.

Argentina, 1985 adopta el tono de los dramas judiciales más convencionales: tenemos al héroe mencionado, con un objetivo claro y un grupo de aliados que lo apoya en su misión, hay un antagonista inconfundible —aquí presentado como un enemigo unidimensional y genéricamente despiadado, un ejército y un sistema político opresor que bien podrían ser cualquier otro—, una serie de contratiempos que se presentan como nudos que se desenredan uno a uno, ciertos elementos de suspenso y melodrama colocados específicamente para incrementar la tensión y un trayecto satisfactorio desde el punto de partida hasta la conclusión. Hay también irrupciones cómicas y acentos musicales colocados estratégicamente para atemperar un poco los sórdidos hechos a los que el juicio se refiere. Desde el inicio sabemos cómo saldrán las cosas —al final de cuentas, se trató del juicio que cambió la historia de Argentina— y, sin embargo, Mitre maneja las convenciones y logra tirar de los hilos de tal manera que el relato cautiva y conmueve, aunque sea en un nivel efectista.

Cuando la misión de encontrar pruebas contra los mandos militares y acusarlos le es encomendada a Strassera, sus aliados habituales se rehúsan, desencantados o quizá temerosos, a formar parte de un proceso aparentemente destinado al fracaso. También le resulta imposible reclutar a otros abogados con trayectoria, ya que continuaban apoyando a la dictadura que acaba de caer. Esto no le deja otra alternativa al fiscal más que recurrir a un grupo de jóvenes sin experiencia ni convicciones arraigadas. Este equipo, el perdedor diseñado narrativamente para merecer simpatía y apoyo, enfatiza la severidad del enfrentamiento. La secuencia en la que los jóvenes son entrevistados funciona, a la vez, para ilustrar la importancia del diálogo y el relevo generacional en cualquier movimiento social: si bien al inicio Strassera y los muchachos parecen absolutamente incompatibles, poco a poco se nos irá mostrando que la lucha en común pesa más que todas las diferencias.

Así como en estas escenas, la película se sostiene por una serie de dicotomías —como la que hay entre viejos y jóvenes, entre fachos y defensores de la justicia, entre la ciudadanía y el Estado— que rayan en la sobresimplificación de los eventos. Ninguno de los bandos es retratado con detenimiento o minucia; al contrario, se convierten en símbolos que parecen apuntar más a una idea de universalidad que a la especificidad histórica. Argentina, 1985, al ser una película dirigida a públicos amplios y diversos, cuenta con una sencillez que se convierte en la raíz de su alcance y éxito comercial, pero también en su mayor deficiencia discursiva. En su afán por evitar las complejidades del conflicto y presentar un relato concreto, con una conclusión ineludible, hay una descontextualización que resulta problemática. Sí, es cierto que la historia reciente de Latinoamérica está marcada por Estados autoritarios, abusos de poder y levantamientos sociales en pos de la justicia y la memoria, pero Argentina, 1985 homologa todos los elementos circundantes para convertir este episodio particular en un caso de éxito fácilmente intercambiable y en una especie de mensaje motivacional.

Me explico con un par de ejemplos: se menciona brevemente que Strassera cometió omisiones graves en su quehacer burocrático dentro del Poder Judicial —parece que no cumplió con su labor de fiscal ante los crímenes de la dictadura— antes de tener la oportunidad de reivindicarse con este juicio —por eso, en más de una ocasión incluso se le llama frontalmente héroe—, pero Argentina, 1985 no profundiza en estos sucesos. No conocemos más sobre las responsabilidades previas de Strassera: su arco narrativo inicia y concluye con el proceso en cuestión. La interpretación de Darín, uno de los actores actuales más reconocidos y apreciados de Argentina, está perfectamente acotada a este fin. Como espectadores, no se nos presentan motivos suficientes para dudar de sus intenciones, solo algunas sugerencias y una exculpación. Por otro lado, el rol de algunos agentes sociales indispensables en el proceso, como las Madres de la Plaza de Mayo, se traslada a un segundo plano. Sus esfuerzos se representan de forma somera para abrir paso al evento central de la cinta sin que ellas ocupen demasiado tiempo en pantalla ni demasiada atención dentro de la trama. Su figura aparece en solo tres momentos: cuando son consultadas por el equipo de Strassera para la recopilación de los testimonios —y, justamente, una de ellas reclama que, durante la dictadura, el fiscal no hizo nada—, cuando se les pide que se quiten sus pañuelos ya que se prohíbe el uso de cualquier símbolo político dentro del recinto donde sucede el juicio y, al final, cuando se los vuelven a poner. En la segunda secuencia, no vemos siquiera los rostros de estas mujeres, que parecen estar ahí simplemente para que no se omita por completo su presencia en el contexto.

Al adherirse al tono del drama judicial, las declaraciones y los descubrimientos que provienen de los sobrevivientes ocupan un lugar primordial dentro del arco narrativo. Cuando el equipo de Strassera se aventura en búsqueda de los testimonios de las víctimas, se construye un relato coral que evita recaer en detalles innecesarios o morbosos. Las historias personales se empalman una con otra para representar la abrumadora colectividad del dolor. No se trata de casos aislados de injusticia, sino de una política sistemática con múltiples rostros, con un sinfín de deudos, con secuelas que siguen presentes, que no se pueden ignorar. En este nivel, la película cumple su objetivo a cabalidad, pero sus pretensiones no llegan más allá. Vale la pena, entonces, preguntarnos si es posible retratar un periodo histórico tan complejo y extenso a partir de un solo evento, si no es, tal vez, un tanto engañoso nombrar la cinta Argentina, 1985 cuando hay tanto que fue descartado en pos de la efectividad del relato.

Aquello que es dicho se vuelve el eje conductor de esta cinta. Así como los mandos militares intentan protegerse, enunciando que no reconocen la validez del tribunal que los juzgará debido a su carácter civil, Strassera, su equipo y las víctimas hurgan en lo más profundo para desplegar todas sus fuerzas a través de la palabra. Destaca la interpretación de Laura Paredes como Adriana Calvo, una mujer que parió en cautiverio, en condiciones absolutamente sórdidas e inhumanas. Mientras narra el infierno que vivió, la cámara nos obliga a sostener su mirada, enfrentándonos sin tregua con una realidad que, insisto, sigue vigente en demasiados países. Su historia es una entre muchas más, incontables, tanto en Argentina, durante la dictadura, como en el resto de Latinoamérica, aun a cuatro décadas de distancia. La propagación de la violencia y del abuso de poder exige un abordaje riguroso, un ejercicio constante en el que se nombren y analicen las aristas para así poder plantarles cara. Argentina, 1985 no pretende hacer esto, sino simplemente destacar un momento particular y evocar emociones a partir de este.

Hacia el inicio de Argentina, 1985, hay una escena que parece anunciar las intenciones de la cinta: Strassera está en casa viendo la transmisión de un comunicado oficial sobre el proceso contra los militares junto a su familia; su hija sale para encontrarse con su pareja y él se asoma por la ventana para verla partir. Alza la mirada y entonces alcanza a ver los destellos sincronizados de varios televisores: el mismo comunicado transmitido y recibido en los hogares que lo rodean. Lo que vemos es una cinta sobre los alcances de un relato con fines específicos, en un momento particular. No es gratuito, por lo tanto, que el clímax de nuestro héroe sea precisamente la lectura en voz alta de la acusación final con la que cierra su participación en el juicio, una pieza de oratoria que señala sin titubeos a los mandos militares y parece restablecer el poder de los ciudadanos en la incipiente democracia, al menos en esta dimensión. Después de una breve interacción con su hijo —otra vez, el énfasis en la esperanza que representan las nuevas generaciones y la importancia de escucharles sin condescendencia—, el fiscal recopila todo lo aprendido a lo largo de este proceso y lo aterriza en las palabras que serán su último gran golpe, el paso final hacia el triunfo. Alcanzamos a ver sus hojas con tachones y correcciones, escuchamos la versión que presentó frente al tribunal y observamos a los asistentes estallar en aplausos. Argentina, 1985 mantiene el foco de principio a fin. Sus omisiones, síntesis y simplificaciones están encaminadas hacia un objetivo: presentar esta historia a públicos que no saben mucho sobre ella y causar una sensación de satisfacción en el proceso.

La película en ningún momento pretende ser un relato concluyente, de ahí que cierre con una leyenda que deja claro que este juicio y su sentencia son apenas el inicio de una pugna que continúa hasta la fecha. Argentina, 1985 tampoco tiene mayores aspiraciones autorales ni promete rigor histórico, al contrario, se apoya por completo en las convenciones y los recursos del drama judicial, fungiendo así un papel, hasta cierto grado, didáctico —y condescendiente—. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”, dice Strassera en su alegato final. Argentina, 1985 se adhiere a esta postura sin titubear: no hay en ella búsqueda alguna de innovación ni originalidad, sino simplemente un relato sobre el poder de los relatos para comprender el pasado, navegar el presente y dirigirnos al futuro. Estamos frente a una cinta que, más que ser sobre la dictadura, se ciñe a una parte de esta, a la vida que sucede tras ella, a las negociaciones que se hacen desde la sociedad y desde la autoridad para lidiar con la atrocidad de un pasado reciente. Al final, Argentina, 1985 se asemeja más a una consigna, de esas que se replican hasta que su trasfondo termina por diluirse, que a una búsqueda profunda por reivindicar la memoria.

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La cinta dirigida por Santiago Mitre ha cautivado a buena parte del público, pese a la simplificación que hace del proceso que logró condenar a los mandos militares de la dictadura argentina. ¿Cómo se ve un acontecimiento histórico complejo cuando se presenta como un drama judicial, como un relato de un héroe contra el sistema?

Las investigaciones que llevan a cabo los historiadores parten de un esfuerzo, sumamente documentado en diversas fuentes, por asir e interpretar un tiempo pasado. En el cine, en cambio, la construcción de un relato histórico provoca que se pierdan matices en favor de la síntesis; además, la manera en que la historia se narra habla del momento y la posición desde donde se construye dicho relato. Esto adquiere una dimensión adicional si nos referimos a los episodios de una historia reciente en la que entran en juego emociones e intereses que continúan vigentes, así como consecuencias sociales y políticas que alcanzan al presente y se cuelan de formas más o menos evidentes en la cotidianidad. Argentina, 1985 (2022) se enfrenta a este dilema al extraer un caso ejemplar para Sudamérica y abordarlo con recursos narrativos —clásicos y efectivos— para entregarnos un relato comercial y simplificado, sí, pero también esperanzador.

Dirigida por Santiago Mitre con guion del mismo y de Mariano Llinás, Argentina, 1985 sigue el proceso más inmediato de la preparación del Juicio a las Juntas Militares que se llevó a cabo en ese país en aquel año y culmina con la resolución del tribunal. Estamos hablando de un proceso que fue un parteaguas para las denuncias cívicas contra el poder en Latinoamérica, en el que se vieron involucrados distintos agentes tanto de las autoridades como de la sociedad civil. Todo este entramado es reemplazado dentro del arco narrativo por una gran figura central, un héroe indiscutible: Julio César Strassera (Ricardo Darín), el fiscal encargado de acusar a los altos mandos militares, que gobernaron el país durante siete años, por sus múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura —asesinatos, desapariciones, detenciones extrajudiciales, violaciones y más—. Como personajes secundarios, tenemos a su joven equipo, que tuvo la misión de recopilar testimonios para demostrar la existencia de una política terrorista de Estado y, así, lograr que los mandos militares recibieran una sanción.

Argentina, 1985 adopta el tono de los dramas judiciales más convencionales: tenemos al héroe mencionado, con un objetivo claro y un grupo de aliados que lo apoya en su misión, hay un antagonista inconfundible —aquí presentado como un enemigo unidimensional y genéricamente despiadado, un ejército y un sistema político opresor que bien podrían ser cualquier otro—, una serie de contratiempos que se presentan como nudos que se desenredan uno a uno, ciertos elementos de suspenso y melodrama colocados específicamente para incrementar la tensión y un trayecto satisfactorio desde el punto de partida hasta la conclusión. Hay también irrupciones cómicas y acentos musicales colocados estratégicamente para atemperar un poco los sórdidos hechos a los que el juicio se refiere. Desde el inicio sabemos cómo saldrán las cosas —al final de cuentas, se trató del juicio que cambió la historia de Argentina— y, sin embargo, Mitre maneja las convenciones y logra tirar de los hilos de tal manera que el relato cautiva y conmueve, aunque sea en un nivel efectista.

Cuando la misión de encontrar pruebas contra los mandos militares y acusarlos le es encomendada a Strassera, sus aliados habituales se rehúsan, desencantados o quizá temerosos, a formar parte de un proceso aparentemente destinado al fracaso. También le resulta imposible reclutar a otros abogados con trayectoria, ya que continuaban apoyando a la dictadura que acaba de caer. Esto no le deja otra alternativa al fiscal más que recurrir a un grupo de jóvenes sin experiencia ni convicciones arraigadas. Este equipo, el perdedor diseñado narrativamente para merecer simpatía y apoyo, enfatiza la severidad del enfrentamiento. La secuencia en la que los jóvenes son entrevistados funciona, a la vez, para ilustrar la importancia del diálogo y el relevo generacional en cualquier movimiento social: si bien al inicio Strassera y los muchachos parecen absolutamente incompatibles, poco a poco se nos irá mostrando que la lucha en común pesa más que todas las diferencias.

Así como en estas escenas, la película se sostiene por una serie de dicotomías —como la que hay entre viejos y jóvenes, entre fachos y defensores de la justicia, entre la ciudadanía y el Estado— que rayan en la sobresimplificación de los eventos. Ninguno de los bandos es retratado con detenimiento o minucia; al contrario, se convierten en símbolos que parecen apuntar más a una idea de universalidad que a la especificidad histórica. Argentina, 1985, al ser una película dirigida a públicos amplios y diversos, cuenta con una sencillez que se convierte en la raíz de su alcance y éxito comercial, pero también en su mayor deficiencia discursiva. En su afán por evitar las complejidades del conflicto y presentar un relato concreto, con una conclusión ineludible, hay una descontextualización que resulta problemática. Sí, es cierto que la historia reciente de Latinoamérica está marcada por Estados autoritarios, abusos de poder y levantamientos sociales en pos de la justicia y la memoria, pero Argentina, 1985 homologa todos los elementos circundantes para convertir este episodio particular en un caso de éxito fácilmente intercambiable y en una especie de mensaje motivacional.

Me explico con un par de ejemplos: se menciona brevemente que Strassera cometió omisiones graves en su quehacer burocrático dentro del Poder Judicial —parece que no cumplió con su labor de fiscal ante los crímenes de la dictadura— antes de tener la oportunidad de reivindicarse con este juicio —por eso, en más de una ocasión incluso se le llama frontalmente héroe—, pero Argentina, 1985 no profundiza en estos sucesos. No conocemos más sobre las responsabilidades previas de Strassera: su arco narrativo inicia y concluye con el proceso en cuestión. La interpretación de Darín, uno de los actores actuales más reconocidos y apreciados de Argentina, está perfectamente acotada a este fin. Como espectadores, no se nos presentan motivos suficientes para dudar de sus intenciones, solo algunas sugerencias y una exculpación. Por otro lado, el rol de algunos agentes sociales indispensables en el proceso, como las Madres de la Plaza de Mayo, se traslada a un segundo plano. Sus esfuerzos se representan de forma somera para abrir paso al evento central de la cinta sin que ellas ocupen demasiado tiempo en pantalla ni demasiada atención dentro de la trama. Su figura aparece en solo tres momentos: cuando son consultadas por el equipo de Strassera para la recopilación de los testimonios —y, justamente, una de ellas reclama que, durante la dictadura, el fiscal no hizo nada—, cuando se les pide que se quiten sus pañuelos ya que se prohíbe el uso de cualquier símbolo político dentro del recinto donde sucede el juicio y, al final, cuando se los vuelven a poner. En la segunda secuencia, no vemos siquiera los rostros de estas mujeres, que parecen estar ahí simplemente para que no se omita por completo su presencia en el contexto.

Al adherirse al tono del drama judicial, las declaraciones y los descubrimientos que provienen de los sobrevivientes ocupan un lugar primordial dentro del arco narrativo. Cuando el equipo de Strassera se aventura en búsqueda de los testimonios de las víctimas, se construye un relato coral que evita recaer en detalles innecesarios o morbosos. Las historias personales se empalman una con otra para representar la abrumadora colectividad del dolor. No se trata de casos aislados de injusticia, sino de una política sistemática con múltiples rostros, con un sinfín de deudos, con secuelas que siguen presentes, que no se pueden ignorar. En este nivel, la película cumple su objetivo a cabalidad, pero sus pretensiones no llegan más allá. Vale la pena, entonces, preguntarnos si es posible retratar un periodo histórico tan complejo y extenso a partir de un solo evento, si no es, tal vez, un tanto engañoso nombrar la cinta Argentina, 1985 cuando hay tanto que fue descartado en pos de la efectividad del relato.

Aquello que es dicho se vuelve el eje conductor de esta cinta. Así como los mandos militares intentan protegerse, enunciando que no reconocen la validez del tribunal que los juzgará debido a su carácter civil, Strassera, su equipo y las víctimas hurgan en lo más profundo para desplegar todas sus fuerzas a través de la palabra. Destaca la interpretación de Laura Paredes como Adriana Calvo, una mujer que parió en cautiverio, en condiciones absolutamente sórdidas e inhumanas. Mientras narra el infierno que vivió, la cámara nos obliga a sostener su mirada, enfrentándonos sin tregua con una realidad que, insisto, sigue vigente en demasiados países. Su historia es una entre muchas más, incontables, tanto en Argentina, durante la dictadura, como en el resto de Latinoamérica, aun a cuatro décadas de distancia. La propagación de la violencia y del abuso de poder exige un abordaje riguroso, un ejercicio constante en el que se nombren y analicen las aristas para así poder plantarles cara. Argentina, 1985 no pretende hacer esto, sino simplemente destacar un momento particular y evocar emociones a partir de este.

Hacia el inicio de Argentina, 1985, hay una escena que parece anunciar las intenciones de la cinta: Strassera está en casa viendo la transmisión de un comunicado oficial sobre el proceso contra los militares junto a su familia; su hija sale para encontrarse con su pareja y él se asoma por la ventana para verla partir. Alza la mirada y entonces alcanza a ver los destellos sincronizados de varios televisores: el mismo comunicado transmitido y recibido en los hogares que lo rodean. Lo que vemos es una cinta sobre los alcances de un relato con fines específicos, en un momento particular. No es gratuito, por lo tanto, que el clímax de nuestro héroe sea precisamente la lectura en voz alta de la acusación final con la que cierra su participación en el juicio, una pieza de oratoria que señala sin titubeos a los mandos militares y parece restablecer el poder de los ciudadanos en la incipiente democracia, al menos en esta dimensión. Después de una breve interacción con su hijo —otra vez, el énfasis en la esperanza que representan las nuevas generaciones y la importancia de escucharles sin condescendencia—, el fiscal recopila todo lo aprendido a lo largo de este proceso y lo aterriza en las palabras que serán su último gran golpe, el paso final hacia el triunfo. Alcanzamos a ver sus hojas con tachones y correcciones, escuchamos la versión que presentó frente al tribunal y observamos a los asistentes estallar en aplausos. Argentina, 1985 mantiene el foco de principio a fin. Sus omisiones, síntesis y simplificaciones están encaminadas hacia un objetivo: presentar esta historia a públicos que no saben mucho sobre ella y causar una sensación de satisfacción en el proceso.

La película en ningún momento pretende ser un relato concluyente, de ahí que cierre con una leyenda que deja claro que este juicio y su sentencia son apenas el inicio de una pugna que continúa hasta la fecha. Argentina, 1985 tampoco tiene mayores aspiraciones autorales ni promete rigor histórico, al contrario, se apoya por completo en las convenciones y los recursos del drama judicial, fungiendo así un papel, hasta cierto grado, didáctico —y condescendiente—. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”, dice Strassera en su alegato final. Argentina, 1985 se adhiere a esta postura sin titubear: no hay en ella búsqueda alguna de innovación ni originalidad, sino simplemente un relato sobre el poder de los relatos para comprender el pasado, navegar el presente y dirigirnos al futuro. Estamos frente a una cinta que, más que ser sobre la dictadura, se ciñe a una parte de esta, a la vida que sucede tras ella, a las negociaciones que se hacen desde la sociedad y desde la autoridad para lidiar con la atrocidad de un pasado reciente. Al final, Argentina, 1985 se asemeja más a una consigna, de esas que se replican hasta que su trasfondo termina por diluirse, que a una búsqueda profunda por reivindicar la memoria.

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Argentina, 1985: un hombre contra el sistema

Argentina, 1985: un hombre contra el sistema

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Argentina, 1985, Santiago Mitre.
03
.
11
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La cinta dirigida por Santiago Mitre ha cautivado a buena parte del público, pese a la simplificación que hace del proceso que logró condenar a los mandos militares de la dictadura argentina. ¿Cómo se ve un acontecimiento histórico complejo cuando se presenta como un drama judicial, como un relato de un héroe contra el sistema?

Las investigaciones que llevan a cabo los historiadores parten de un esfuerzo, sumamente documentado en diversas fuentes, por asir e interpretar un tiempo pasado. En el cine, en cambio, la construcción de un relato histórico provoca que se pierdan matices en favor de la síntesis; además, la manera en que la historia se narra habla del momento y la posición desde donde se construye dicho relato. Esto adquiere una dimensión adicional si nos referimos a los episodios de una historia reciente en la que entran en juego emociones e intereses que continúan vigentes, así como consecuencias sociales y políticas que alcanzan al presente y se cuelan de formas más o menos evidentes en la cotidianidad. Argentina, 1985 (2022) se enfrenta a este dilema al extraer un caso ejemplar para Sudamérica y abordarlo con recursos narrativos —clásicos y efectivos— para entregarnos un relato comercial y simplificado, sí, pero también esperanzador.

Dirigida por Santiago Mitre con guion del mismo y de Mariano Llinás, Argentina, 1985 sigue el proceso más inmediato de la preparación del Juicio a las Juntas Militares que se llevó a cabo en ese país en aquel año y culmina con la resolución del tribunal. Estamos hablando de un proceso que fue un parteaguas para las denuncias cívicas contra el poder en Latinoamérica, en el que se vieron involucrados distintos agentes tanto de las autoridades como de la sociedad civil. Todo este entramado es reemplazado dentro del arco narrativo por una gran figura central, un héroe indiscutible: Julio César Strassera (Ricardo Darín), el fiscal encargado de acusar a los altos mandos militares, que gobernaron el país durante siete años, por sus múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura —asesinatos, desapariciones, detenciones extrajudiciales, violaciones y más—. Como personajes secundarios, tenemos a su joven equipo, que tuvo la misión de recopilar testimonios para demostrar la existencia de una política terrorista de Estado y, así, lograr que los mandos militares recibieran una sanción.

Argentina, 1985 adopta el tono de los dramas judiciales más convencionales: tenemos al héroe mencionado, con un objetivo claro y un grupo de aliados que lo apoya en su misión, hay un antagonista inconfundible —aquí presentado como un enemigo unidimensional y genéricamente despiadado, un ejército y un sistema político opresor que bien podrían ser cualquier otro—, una serie de contratiempos que se presentan como nudos que se desenredan uno a uno, ciertos elementos de suspenso y melodrama colocados específicamente para incrementar la tensión y un trayecto satisfactorio desde el punto de partida hasta la conclusión. Hay también irrupciones cómicas y acentos musicales colocados estratégicamente para atemperar un poco los sórdidos hechos a los que el juicio se refiere. Desde el inicio sabemos cómo saldrán las cosas —al final de cuentas, se trató del juicio que cambió la historia de Argentina— y, sin embargo, Mitre maneja las convenciones y logra tirar de los hilos de tal manera que el relato cautiva y conmueve, aunque sea en un nivel efectista.

Cuando la misión de encontrar pruebas contra los mandos militares y acusarlos le es encomendada a Strassera, sus aliados habituales se rehúsan, desencantados o quizá temerosos, a formar parte de un proceso aparentemente destinado al fracaso. También le resulta imposible reclutar a otros abogados con trayectoria, ya que continuaban apoyando a la dictadura que acaba de caer. Esto no le deja otra alternativa al fiscal más que recurrir a un grupo de jóvenes sin experiencia ni convicciones arraigadas. Este equipo, el perdedor diseñado narrativamente para merecer simpatía y apoyo, enfatiza la severidad del enfrentamiento. La secuencia en la que los jóvenes son entrevistados funciona, a la vez, para ilustrar la importancia del diálogo y el relevo generacional en cualquier movimiento social: si bien al inicio Strassera y los muchachos parecen absolutamente incompatibles, poco a poco se nos irá mostrando que la lucha en común pesa más que todas las diferencias.

Así como en estas escenas, la película se sostiene por una serie de dicotomías —como la que hay entre viejos y jóvenes, entre fachos y defensores de la justicia, entre la ciudadanía y el Estado— que rayan en la sobresimplificación de los eventos. Ninguno de los bandos es retratado con detenimiento o minucia; al contrario, se convierten en símbolos que parecen apuntar más a una idea de universalidad que a la especificidad histórica. Argentina, 1985, al ser una película dirigida a públicos amplios y diversos, cuenta con una sencillez que se convierte en la raíz de su alcance y éxito comercial, pero también en su mayor deficiencia discursiva. En su afán por evitar las complejidades del conflicto y presentar un relato concreto, con una conclusión ineludible, hay una descontextualización que resulta problemática. Sí, es cierto que la historia reciente de Latinoamérica está marcada por Estados autoritarios, abusos de poder y levantamientos sociales en pos de la justicia y la memoria, pero Argentina, 1985 homologa todos los elementos circundantes para convertir este episodio particular en un caso de éxito fácilmente intercambiable y en una especie de mensaje motivacional.

Me explico con un par de ejemplos: se menciona brevemente que Strassera cometió omisiones graves en su quehacer burocrático dentro del Poder Judicial —parece que no cumplió con su labor de fiscal ante los crímenes de la dictadura— antes de tener la oportunidad de reivindicarse con este juicio —por eso, en más de una ocasión incluso se le llama frontalmente héroe—, pero Argentina, 1985 no profundiza en estos sucesos. No conocemos más sobre las responsabilidades previas de Strassera: su arco narrativo inicia y concluye con el proceso en cuestión. La interpretación de Darín, uno de los actores actuales más reconocidos y apreciados de Argentina, está perfectamente acotada a este fin. Como espectadores, no se nos presentan motivos suficientes para dudar de sus intenciones, solo algunas sugerencias y una exculpación. Por otro lado, el rol de algunos agentes sociales indispensables en el proceso, como las Madres de la Plaza de Mayo, se traslada a un segundo plano. Sus esfuerzos se representan de forma somera para abrir paso al evento central de la cinta sin que ellas ocupen demasiado tiempo en pantalla ni demasiada atención dentro de la trama. Su figura aparece en solo tres momentos: cuando son consultadas por el equipo de Strassera para la recopilación de los testimonios —y, justamente, una de ellas reclama que, durante la dictadura, el fiscal no hizo nada—, cuando se les pide que se quiten sus pañuelos ya que se prohíbe el uso de cualquier símbolo político dentro del recinto donde sucede el juicio y, al final, cuando se los vuelven a poner. En la segunda secuencia, no vemos siquiera los rostros de estas mujeres, que parecen estar ahí simplemente para que no se omita por completo su presencia en el contexto.

Al adherirse al tono del drama judicial, las declaraciones y los descubrimientos que provienen de los sobrevivientes ocupan un lugar primordial dentro del arco narrativo. Cuando el equipo de Strassera se aventura en búsqueda de los testimonios de las víctimas, se construye un relato coral que evita recaer en detalles innecesarios o morbosos. Las historias personales se empalman una con otra para representar la abrumadora colectividad del dolor. No se trata de casos aislados de injusticia, sino de una política sistemática con múltiples rostros, con un sinfín de deudos, con secuelas que siguen presentes, que no se pueden ignorar. En este nivel, la película cumple su objetivo a cabalidad, pero sus pretensiones no llegan más allá. Vale la pena, entonces, preguntarnos si es posible retratar un periodo histórico tan complejo y extenso a partir de un solo evento, si no es, tal vez, un tanto engañoso nombrar la cinta Argentina, 1985 cuando hay tanto que fue descartado en pos de la efectividad del relato.

Aquello que es dicho se vuelve el eje conductor de esta cinta. Así como los mandos militares intentan protegerse, enunciando que no reconocen la validez del tribunal que los juzgará debido a su carácter civil, Strassera, su equipo y las víctimas hurgan en lo más profundo para desplegar todas sus fuerzas a través de la palabra. Destaca la interpretación de Laura Paredes como Adriana Calvo, una mujer que parió en cautiverio, en condiciones absolutamente sórdidas e inhumanas. Mientras narra el infierno que vivió, la cámara nos obliga a sostener su mirada, enfrentándonos sin tregua con una realidad que, insisto, sigue vigente en demasiados países. Su historia es una entre muchas más, incontables, tanto en Argentina, durante la dictadura, como en el resto de Latinoamérica, aun a cuatro décadas de distancia. La propagación de la violencia y del abuso de poder exige un abordaje riguroso, un ejercicio constante en el que se nombren y analicen las aristas para así poder plantarles cara. Argentina, 1985 no pretende hacer esto, sino simplemente destacar un momento particular y evocar emociones a partir de este.

Hacia el inicio de Argentina, 1985, hay una escena que parece anunciar las intenciones de la cinta: Strassera está en casa viendo la transmisión de un comunicado oficial sobre el proceso contra los militares junto a su familia; su hija sale para encontrarse con su pareja y él se asoma por la ventana para verla partir. Alza la mirada y entonces alcanza a ver los destellos sincronizados de varios televisores: el mismo comunicado transmitido y recibido en los hogares que lo rodean. Lo que vemos es una cinta sobre los alcances de un relato con fines específicos, en un momento particular. No es gratuito, por lo tanto, que el clímax de nuestro héroe sea precisamente la lectura en voz alta de la acusación final con la que cierra su participación en el juicio, una pieza de oratoria que señala sin titubeos a los mandos militares y parece restablecer el poder de los ciudadanos en la incipiente democracia, al menos en esta dimensión. Después de una breve interacción con su hijo —otra vez, el énfasis en la esperanza que representan las nuevas generaciones y la importancia de escucharles sin condescendencia—, el fiscal recopila todo lo aprendido a lo largo de este proceso y lo aterriza en las palabras que serán su último gran golpe, el paso final hacia el triunfo. Alcanzamos a ver sus hojas con tachones y correcciones, escuchamos la versión que presentó frente al tribunal y observamos a los asistentes estallar en aplausos. Argentina, 1985 mantiene el foco de principio a fin. Sus omisiones, síntesis y simplificaciones están encaminadas hacia un objetivo: presentar esta historia a públicos que no saben mucho sobre ella y causar una sensación de satisfacción en el proceso.

La película en ningún momento pretende ser un relato concluyente, de ahí que cierre con una leyenda que deja claro que este juicio y su sentencia son apenas el inicio de una pugna que continúa hasta la fecha. Argentina, 1985 tampoco tiene mayores aspiraciones autorales ni promete rigor histórico, al contrario, se apoya por completo en las convenciones y los recursos del drama judicial, fungiendo así un papel, hasta cierto grado, didáctico —y condescendiente—. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”, dice Strassera en su alegato final. Argentina, 1985 se adhiere a esta postura sin titubear: no hay en ella búsqueda alguna de innovación ni originalidad, sino simplemente un relato sobre el poder de los relatos para comprender el pasado, navegar el presente y dirigirnos al futuro. Estamos frente a una cinta que, más que ser sobre la dictadura, se ciñe a una parte de esta, a la vida que sucede tras ella, a las negociaciones que se hacen desde la sociedad y desde la autoridad para lidiar con la atrocidad de un pasado reciente. Al final, Argentina, 1985 se asemeja más a una consigna, de esas que se replican hasta que su trasfondo termina por diluirse, que a una búsqueda profunda por reivindicar la memoria.

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La cinta dirigida por Santiago Mitre ha cautivado a buena parte del público, pese a la simplificación que hace del proceso que logró condenar a los mandos militares de la dictadura argentina. ¿Cómo se ve un acontecimiento histórico complejo cuando se presenta como un drama judicial, como un relato de un héroe contra el sistema?

Las investigaciones que llevan a cabo los historiadores parten de un esfuerzo, sumamente documentado en diversas fuentes, por asir e interpretar un tiempo pasado. En el cine, en cambio, la construcción de un relato histórico provoca que se pierdan matices en favor de la síntesis; además, la manera en que la historia se narra habla del momento y la posición desde donde se construye dicho relato. Esto adquiere una dimensión adicional si nos referimos a los episodios de una historia reciente en la que entran en juego emociones e intereses que continúan vigentes, así como consecuencias sociales y políticas que alcanzan al presente y se cuelan de formas más o menos evidentes en la cotidianidad. Argentina, 1985 (2022) se enfrenta a este dilema al extraer un caso ejemplar para Sudamérica y abordarlo con recursos narrativos —clásicos y efectivos— para entregarnos un relato comercial y simplificado, sí, pero también esperanzador.

Dirigida por Santiago Mitre con guion del mismo y de Mariano Llinás, Argentina, 1985 sigue el proceso más inmediato de la preparación del Juicio a las Juntas Militares que se llevó a cabo en ese país en aquel año y culmina con la resolución del tribunal. Estamos hablando de un proceso que fue un parteaguas para las denuncias cívicas contra el poder en Latinoamérica, en el que se vieron involucrados distintos agentes tanto de las autoridades como de la sociedad civil. Todo este entramado es reemplazado dentro del arco narrativo por una gran figura central, un héroe indiscutible: Julio César Strassera (Ricardo Darín), el fiscal encargado de acusar a los altos mandos militares, que gobernaron el país durante siete años, por sus múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura —asesinatos, desapariciones, detenciones extrajudiciales, violaciones y más—. Como personajes secundarios, tenemos a su joven equipo, que tuvo la misión de recopilar testimonios para demostrar la existencia de una política terrorista de Estado y, así, lograr que los mandos militares recibieran una sanción.

Argentina, 1985 adopta el tono de los dramas judiciales más convencionales: tenemos al héroe mencionado, con un objetivo claro y un grupo de aliados que lo apoya en su misión, hay un antagonista inconfundible —aquí presentado como un enemigo unidimensional y genéricamente despiadado, un ejército y un sistema político opresor que bien podrían ser cualquier otro—, una serie de contratiempos que se presentan como nudos que se desenredan uno a uno, ciertos elementos de suspenso y melodrama colocados específicamente para incrementar la tensión y un trayecto satisfactorio desde el punto de partida hasta la conclusión. Hay también irrupciones cómicas y acentos musicales colocados estratégicamente para atemperar un poco los sórdidos hechos a los que el juicio se refiere. Desde el inicio sabemos cómo saldrán las cosas —al final de cuentas, se trató del juicio que cambió la historia de Argentina— y, sin embargo, Mitre maneja las convenciones y logra tirar de los hilos de tal manera que el relato cautiva y conmueve, aunque sea en un nivel efectista.

Cuando la misión de encontrar pruebas contra los mandos militares y acusarlos le es encomendada a Strassera, sus aliados habituales se rehúsan, desencantados o quizá temerosos, a formar parte de un proceso aparentemente destinado al fracaso. También le resulta imposible reclutar a otros abogados con trayectoria, ya que continuaban apoyando a la dictadura que acaba de caer. Esto no le deja otra alternativa al fiscal más que recurrir a un grupo de jóvenes sin experiencia ni convicciones arraigadas. Este equipo, el perdedor diseñado narrativamente para merecer simpatía y apoyo, enfatiza la severidad del enfrentamiento. La secuencia en la que los jóvenes son entrevistados funciona, a la vez, para ilustrar la importancia del diálogo y el relevo generacional en cualquier movimiento social: si bien al inicio Strassera y los muchachos parecen absolutamente incompatibles, poco a poco se nos irá mostrando que la lucha en común pesa más que todas las diferencias.

Así como en estas escenas, la película se sostiene por una serie de dicotomías —como la que hay entre viejos y jóvenes, entre fachos y defensores de la justicia, entre la ciudadanía y el Estado— que rayan en la sobresimplificación de los eventos. Ninguno de los bandos es retratado con detenimiento o minucia; al contrario, se convierten en símbolos que parecen apuntar más a una idea de universalidad que a la especificidad histórica. Argentina, 1985, al ser una película dirigida a públicos amplios y diversos, cuenta con una sencillez que se convierte en la raíz de su alcance y éxito comercial, pero también en su mayor deficiencia discursiva. En su afán por evitar las complejidades del conflicto y presentar un relato concreto, con una conclusión ineludible, hay una descontextualización que resulta problemática. Sí, es cierto que la historia reciente de Latinoamérica está marcada por Estados autoritarios, abusos de poder y levantamientos sociales en pos de la justicia y la memoria, pero Argentina, 1985 homologa todos los elementos circundantes para convertir este episodio particular en un caso de éxito fácilmente intercambiable y en una especie de mensaje motivacional.

Me explico con un par de ejemplos: se menciona brevemente que Strassera cometió omisiones graves en su quehacer burocrático dentro del Poder Judicial —parece que no cumplió con su labor de fiscal ante los crímenes de la dictadura— antes de tener la oportunidad de reivindicarse con este juicio —por eso, en más de una ocasión incluso se le llama frontalmente héroe—, pero Argentina, 1985 no profundiza en estos sucesos. No conocemos más sobre las responsabilidades previas de Strassera: su arco narrativo inicia y concluye con el proceso en cuestión. La interpretación de Darín, uno de los actores actuales más reconocidos y apreciados de Argentina, está perfectamente acotada a este fin. Como espectadores, no se nos presentan motivos suficientes para dudar de sus intenciones, solo algunas sugerencias y una exculpación. Por otro lado, el rol de algunos agentes sociales indispensables en el proceso, como las Madres de la Plaza de Mayo, se traslada a un segundo plano. Sus esfuerzos se representan de forma somera para abrir paso al evento central de la cinta sin que ellas ocupen demasiado tiempo en pantalla ni demasiada atención dentro de la trama. Su figura aparece en solo tres momentos: cuando son consultadas por el equipo de Strassera para la recopilación de los testimonios —y, justamente, una de ellas reclama que, durante la dictadura, el fiscal no hizo nada—, cuando se les pide que se quiten sus pañuelos ya que se prohíbe el uso de cualquier símbolo político dentro del recinto donde sucede el juicio y, al final, cuando se los vuelven a poner. En la segunda secuencia, no vemos siquiera los rostros de estas mujeres, que parecen estar ahí simplemente para que no se omita por completo su presencia en el contexto.

Al adherirse al tono del drama judicial, las declaraciones y los descubrimientos que provienen de los sobrevivientes ocupan un lugar primordial dentro del arco narrativo. Cuando el equipo de Strassera se aventura en búsqueda de los testimonios de las víctimas, se construye un relato coral que evita recaer en detalles innecesarios o morbosos. Las historias personales se empalman una con otra para representar la abrumadora colectividad del dolor. No se trata de casos aislados de injusticia, sino de una política sistemática con múltiples rostros, con un sinfín de deudos, con secuelas que siguen presentes, que no se pueden ignorar. En este nivel, la película cumple su objetivo a cabalidad, pero sus pretensiones no llegan más allá. Vale la pena, entonces, preguntarnos si es posible retratar un periodo histórico tan complejo y extenso a partir de un solo evento, si no es, tal vez, un tanto engañoso nombrar la cinta Argentina, 1985 cuando hay tanto que fue descartado en pos de la efectividad del relato.

Aquello que es dicho se vuelve el eje conductor de esta cinta. Así como los mandos militares intentan protegerse, enunciando que no reconocen la validez del tribunal que los juzgará debido a su carácter civil, Strassera, su equipo y las víctimas hurgan en lo más profundo para desplegar todas sus fuerzas a través de la palabra. Destaca la interpretación de Laura Paredes como Adriana Calvo, una mujer que parió en cautiverio, en condiciones absolutamente sórdidas e inhumanas. Mientras narra el infierno que vivió, la cámara nos obliga a sostener su mirada, enfrentándonos sin tregua con una realidad que, insisto, sigue vigente en demasiados países. Su historia es una entre muchas más, incontables, tanto en Argentina, durante la dictadura, como en el resto de Latinoamérica, aun a cuatro décadas de distancia. La propagación de la violencia y del abuso de poder exige un abordaje riguroso, un ejercicio constante en el que se nombren y analicen las aristas para así poder plantarles cara. Argentina, 1985 no pretende hacer esto, sino simplemente destacar un momento particular y evocar emociones a partir de este.

Hacia el inicio de Argentina, 1985, hay una escena que parece anunciar las intenciones de la cinta: Strassera está en casa viendo la transmisión de un comunicado oficial sobre el proceso contra los militares junto a su familia; su hija sale para encontrarse con su pareja y él se asoma por la ventana para verla partir. Alza la mirada y entonces alcanza a ver los destellos sincronizados de varios televisores: el mismo comunicado transmitido y recibido en los hogares que lo rodean. Lo que vemos es una cinta sobre los alcances de un relato con fines específicos, en un momento particular. No es gratuito, por lo tanto, que el clímax de nuestro héroe sea precisamente la lectura en voz alta de la acusación final con la que cierra su participación en el juicio, una pieza de oratoria que señala sin titubeos a los mandos militares y parece restablecer el poder de los ciudadanos en la incipiente democracia, al menos en esta dimensión. Después de una breve interacción con su hijo —otra vez, el énfasis en la esperanza que representan las nuevas generaciones y la importancia de escucharles sin condescendencia—, el fiscal recopila todo lo aprendido a lo largo de este proceso y lo aterriza en las palabras que serán su último gran golpe, el paso final hacia el triunfo. Alcanzamos a ver sus hojas con tachones y correcciones, escuchamos la versión que presentó frente al tribunal y observamos a los asistentes estallar en aplausos. Argentina, 1985 mantiene el foco de principio a fin. Sus omisiones, síntesis y simplificaciones están encaminadas hacia un objetivo: presentar esta historia a públicos que no saben mucho sobre ella y causar una sensación de satisfacción en el proceso.

La película en ningún momento pretende ser un relato concluyente, de ahí que cierre con una leyenda que deja claro que este juicio y su sentencia son apenas el inicio de una pugna que continúa hasta la fecha. Argentina, 1985 tampoco tiene mayores aspiraciones autorales ni promete rigor histórico, al contrario, se apoya por completo en las convenciones y los recursos del drama judicial, fungiendo así un papel, hasta cierto grado, didáctico —y condescendiente—. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”, dice Strassera en su alegato final. Argentina, 1985 se adhiere a esta postura sin titubear: no hay en ella búsqueda alguna de innovación ni originalidad, sino simplemente un relato sobre el poder de los relatos para comprender el pasado, navegar el presente y dirigirnos al futuro. Estamos frente a una cinta que, más que ser sobre la dictadura, se ciñe a una parte de esta, a la vida que sucede tras ella, a las negociaciones que se hacen desde la sociedad y desde la autoridad para lidiar con la atrocidad de un pasado reciente. Al final, Argentina, 1985 se asemeja más a una consigna, de esas que se replican hasta que su trasfondo termina por diluirse, que a una búsqueda profunda por reivindicar la memoria.

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Tiempo de Lectura: 00 min

La cinta dirigida por Santiago Mitre ha cautivado a buena parte del público, pese a la simplificación que hace del proceso que logró condenar a los mandos militares de la dictadura argentina. ¿Cómo se ve un acontecimiento histórico complejo cuando se presenta como un drama judicial, como un relato de un héroe contra el sistema?

Texto de
Fotografía de
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Las investigaciones que llevan a cabo los historiadores parten de un esfuerzo, sumamente documentado en diversas fuentes, por asir e interpretar un tiempo pasado. En el cine, en cambio, la construcción de un relato histórico provoca que se pierdan matices en favor de la síntesis; además, la manera en que la historia se narra habla del momento y la posición desde donde se construye dicho relato. Esto adquiere una dimensión adicional si nos referimos a los episodios de una historia reciente en la que entran en juego emociones e intereses que continúan vigentes, así como consecuencias sociales y políticas que alcanzan al presente y se cuelan de formas más o menos evidentes en la cotidianidad. Argentina, 1985 (2022) se enfrenta a este dilema al extraer un caso ejemplar para Sudamérica y abordarlo con recursos narrativos —clásicos y efectivos— para entregarnos un relato comercial y simplificado, sí, pero también esperanzador.

Dirigida por Santiago Mitre con guion del mismo y de Mariano Llinás, Argentina, 1985 sigue el proceso más inmediato de la preparación del Juicio a las Juntas Militares que se llevó a cabo en ese país en aquel año y culmina con la resolución del tribunal. Estamos hablando de un proceso que fue un parteaguas para las denuncias cívicas contra el poder en Latinoamérica, en el que se vieron involucrados distintos agentes tanto de las autoridades como de la sociedad civil. Todo este entramado es reemplazado dentro del arco narrativo por una gran figura central, un héroe indiscutible: Julio César Strassera (Ricardo Darín), el fiscal encargado de acusar a los altos mandos militares, que gobernaron el país durante siete años, por sus múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura —asesinatos, desapariciones, detenciones extrajudiciales, violaciones y más—. Como personajes secundarios, tenemos a su joven equipo, que tuvo la misión de recopilar testimonios para demostrar la existencia de una política terrorista de Estado y, así, lograr que los mandos militares recibieran una sanción.

Argentina, 1985 adopta el tono de los dramas judiciales más convencionales: tenemos al héroe mencionado, con un objetivo claro y un grupo de aliados que lo apoya en su misión, hay un antagonista inconfundible —aquí presentado como un enemigo unidimensional y genéricamente despiadado, un ejército y un sistema político opresor que bien podrían ser cualquier otro—, una serie de contratiempos que se presentan como nudos que se desenredan uno a uno, ciertos elementos de suspenso y melodrama colocados específicamente para incrementar la tensión y un trayecto satisfactorio desde el punto de partida hasta la conclusión. Hay también irrupciones cómicas y acentos musicales colocados estratégicamente para atemperar un poco los sórdidos hechos a los que el juicio se refiere. Desde el inicio sabemos cómo saldrán las cosas —al final de cuentas, se trató del juicio que cambió la historia de Argentina— y, sin embargo, Mitre maneja las convenciones y logra tirar de los hilos de tal manera que el relato cautiva y conmueve, aunque sea en un nivel efectista.

Cuando la misión de encontrar pruebas contra los mandos militares y acusarlos le es encomendada a Strassera, sus aliados habituales se rehúsan, desencantados o quizá temerosos, a formar parte de un proceso aparentemente destinado al fracaso. También le resulta imposible reclutar a otros abogados con trayectoria, ya que continuaban apoyando a la dictadura que acaba de caer. Esto no le deja otra alternativa al fiscal más que recurrir a un grupo de jóvenes sin experiencia ni convicciones arraigadas. Este equipo, el perdedor diseñado narrativamente para merecer simpatía y apoyo, enfatiza la severidad del enfrentamiento. La secuencia en la que los jóvenes son entrevistados funciona, a la vez, para ilustrar la importancia del diálogo y el relevo generacional en cualquier movimiento social: si bien al inicio Strassera y los muchachos parecen absolutamente incompatibles, poco a poco se nos irá mostrando que la lucha en común pesa más que todas las diferencias.

Así como en estas escenas, la película se sostiene por una serie de dicotomías —como la que hay entre viejos y jóvenes, entre fachos y defensores de la justicia, entre la ciudadanía y el Estado— que rayan en la sobresimplificación de los eventos. Ninguno de los bandos es retratado con detenimiento o minucia; al contrario, se convierten en símbolos que parecen apuntar más a una idea de universalidad que a la especificidad histórica. Argentina, 1985, al ser una película dirigida a públicos amplios y diversos, cuenta con una sencillez que se convierte en la raíz de su alcance y éxito comercial, pero también en su mayor deficiencia discursiva. En su afán por evitar las complejidades del conflicto y presentar un relato concreto, con una conclusión ineludible, hay una descontextualización que resulta problemática. Sí, es cierto que la historia reciente de Latinoamérica está marcada por Estados autoritarios, abusos de poder y levantamientos sociales en pos de la justicia y la memoria, pero Argentina, 1985 homologa todos los elementos circundantes para convertir este episodio particular en un caso de éxito fácilmente intercambiable y en una especie de mensaje motivacional.

Me explico con un par de ejemplos: se menciona brevemente que Strassera cometió omisiones graves en su quehacer burocrático dentro del Poder Judicial —parece que no cumplió con su labor de fiscal ante los crímenes de la dictadura— antes de tener la oportunidad de reivindicarse con este juicio —por eso, en más de una ocasión incluso se le llama frontalmente héroe—, pero Argentina, 1985 no profundiza en estos sucesos. No conocemos más sobre las responsabilidades previas de Strassera: su arco narrativo inicia y concluye con el proceso en cuestión. La interpretación de Darín, uno de los actores actuales más reconocidos y apreciados de Argentina, está perfectamente acotada a este fin. Como espectadores, no se nos presentan motivos suficientes para dudar de sus intenciones, solo algunas sugerencias y una exculpación. Por otro lado, el rol de algunos agentes sociales indispensables en el proceso, como las Madres de la Plaza de Mayo, se traslada a un segundo plano. Sus esfuerzos se representan de forma somera para abrir paso al evento central de la cinta sin que ellas ocupen demasiado tiempo en pantalla ni demasiada atención dentro de la trama. Su figura aparece en solo tres momentos: cuando son consultadas por el equipo de Strassera para la recopilación de los testimonios —y, justamente, una de ellas reclama que, durante la dictadura, el fiscal no hizo nada—, cuando se les pide que se quiten sus pañuelos ya que se prohíbe el uso de cualquier símbolo político dentro del recinto donde sucede el juicio y, al final, cuando se los vuelven a poner. En la segunda secuencia, no vemos siquiera los rostros de estas mujeres, que parecen estar ahí simplemente para que no se omita por completo su presencia en el contexto.

Al adherirse al tono del drama judicial, las declaraciones y los descubrimientos que provienen de los sobrevivientes ocupan un lugar primordial dentro del arco narrativo. Cuando el equipo de Strassera se aventura en búsqueda de los testimonios de las víctimas, se construye un relato coral que evita recaer en detalles innecesarios o morbosos. Las historias personales se empalman una con otra para representar la abrumadora colectividad del dolor. No se trata de casos aislados de injusticia, sino de una política sistemática con múltiples rostros, con un sinfín de deudos, con secuelas que siguen presentes, que no se pueden ignorar. En este nivel, la película cumple su objetivo a cabalidad, pero sus pretensiones no llegan más allá. Vale la pena, entonces, preguntarnos si es posible retratar un periodo histórico tan complejo y extenso a partir de un solo evento, si no es, tal vez, un tanto engañoso nombrar la cinta Argentina, 1985 cuando hay tanto que fue descartado en pos de la efectividad del relato.

Aquello que es dicho se vuelve el eje conductor de esta cinta. Así como los mandos militares intentan protegerse, enunciando que no reconocen la validez del tribunal que los juzgará debido a su carácter civil, Strassera, su equipo y las víctimas hurgan en lo más profundo para desplegar todas sus fuerzas a través de la palabra. Destaca la interpretación de Laura Paredes como Adriana Calvo, una mujer que parió en cautiverio, en condiciones absolutamente sórdidas e inhumanas. Mientras narra el infierno que vivió, la cámara nos obliga a sostener su mirada, enfrentándonos sin tregua con una realidad que, insisto, sigue vigente en demasiados países. Su historia es una entre muchas más, incontables, tanto en Argentina, durante la dictadura, como en el resto de Latinoamérica, aun a cuatro décadas de distancia. La propagación de la violencia y del abuso de poder exige un abordaje riguroso, un ejercicio constante en el que se nombren y analicen las aristas para así poder plantarles cara. Argentina, 1985 no pretende hacer esto, sino simplemente destacar un momento particular y evocar emociones a partir de este.

Hacia el inicio de Argentina, 1985, hay una escena que parece anunciar las intenciones de la cinta: Strassera está en casa viendo la transmisión de un comunicado oficial sobre el proceso contra los militares junto a su familia; su hija sale para encontrarse con su pareja y él se asoma por la ventana para verla partir. Alza la mirada y entonces alcanza a ver los destellos sincronizados de varios televisores: el mismo comunicado transmitido y recibido en los hogares que lo rodean. Lo que vemos es una cinta sobre los alcances de un relato con fines específicos, en un momento particular. No es gratuito, por lo tanto, que el clímax de nuestro héroe sea precisamente la lectura en voz alta de la acusación final con la que cierra su participación en el juicio, una pieza de oratoria que señala sin titubeos a los mandos militares y parece restablecer el poder de los ciudadanos en la incipiente democracia, al menos en esta dimensión. Después de una breve interacción con su hijo —otra vez, el énfasis en la esperanza que representan las nuevas generaciones y la importancia de escucharles sin condescendencia—, el fiscal recopila todo lo aprendido a lo largo de este proceso y lo aterriza en las palabras que serán su último gran golpe, el paso final hacia el triunfo. Alcanzamos a ver sus hojas con tachones y correcciones, escuchamos la versión que presentó frente al tribunal y observamos a los asistentes estallar en aplausos. Argentina, 1985 mantiene el foco de principio a fin. Sus omisiones, síntesis y simplificaciones están encaminadas hacia un objetivo: presentar esta historia a públicos que no saben mucho sobre ella y causar una sensación de satisfacción en el proceso.

La película en ningún momento pretende ser un relato concluyente, de ahí que cierre con una leyenda que deja claro que este juicio y su sentencia son apenas el inicio de una pugna que continúa hasta la fecha. Argentina, 1985 tampoco tiene mayores aspiraciones autorales ni promete rigor histórico, al contrario, se apoya por completo en las convenciones y los recursos del drama judicial, fungiendo así un papel, hasta cierto grado, didáctico —y condescendiente—. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”, dice Strassera en su alegato final. Argentina, 1985 se adhiere a esta postura sin titubear: no hay en ella búsqueda alguna de innovación ni originalidad, sino simplemente un relato sobre el poder de los relatos para comprender el pasado, navegar el presente y dirigirnos al futuro. Estamos frente a una cinta que, más que ser sobre la dictadura, se ciñe a una parte de esta, a la vida que sucede tras ella, a las negociaciones que se hacen desde la sociedad y desde la autoridad para lidiar con la atrocidad de un pasado reciente. Al final, Argentina, 1985 se asemeja más a una consigna, de esas que se replican hasta que su trasfondo termina por diluirse, que a una búsqueda profunda por reivindicar la memoria.

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