Tiempo de lectura: 5 minutosLas convenciones no son ingenuas. Aprendemos a escribir, componer y filmar en los actos de leer, escuchar y mirar. Imitamos los estilos ajenos para cimentar los propios pero en el proceso de copiar hay un riesgo: no el del plagio –que sólo es el invento de una cultura afanada en ponerle dueño a la imaginación– sino el de la comodidad, es decir, imitar lo exitoso y, con ello, garantizar nuestro propio renombre aunque sacrifiquemos la identidad.
¿Cuántas veces nos hemos topado con las mismas decisiones formales en un documental televisivo? La música sentimental se intensifica; un plano capturado desde un dron nos sitúa en la localidad donde sucedieron los hechos y, a continuación, un entrevistado nos explica su perspectiva o su análisis profesional del tema. He visto esa secuencia en Conversations with a Killer: The Ted Bundy Tapes (2019), Leaving Neverland (2019), Jeffrey Epstein: Filthy Rich (2020), Allen v. Farrow (2021) —producidas todas por Netflix o HBO—, y hasta en Meeting Gorbachev (2018), donde Werner Herzog cayó en las trampas de la convención. Uno podría defender al gran director alemán diciendo que su narración se distingue por la cadencia y la imaginación que avivan su léxico; los planos del dron, más que ubicarnos en el espacio, buscan expresar un tono y a menudo rebasan la duración típica para subvertir el ritmo, pero de todos modos hay un parecido innegable con los lugares comunes de realizadores más torpes.
Esta forma de hacer documentales se ha ido uniformando en años recientes porque directores y productores asumen que es la correcta. Pero ¿correcta en qué modo? No me parece moralmente correcta para representar a las víctimas de abuso sexual, cuyo sufrimiento se exprime con tal de conmover a la audiencia. Por ejemplo, Allen v. Farrow llega al extremo de montar una secuencia donde Dylan Farrow –hija de Mia Farrow– se encuentra con el fiscal Frank Maco, quien le explica por qué no procedió con un juicio en contra de Woody Allen por abusar sexualmente de ella. Maco ya aparece en escenas anteriores explicando que no quería someter a una niña de 6 años a describir por enésima vez su traumática experiencia, y, para colmo, frente a una corte. La reunión con Maco en la actualidad debería ser un evento íntimo de sanación pero los realizadores lo hacen parte del espectáculo televisivo.
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Si hay una forma correcta, y es la ya descrita, ¿la incorrecta será la de Chris Marker, cuyos documentales, en vez de informar y entrevistar, emplean la imaginación para encontrar utopías extraterrestres en un basurero, o inventar una historia a partir de fotografías? ¿Será la de Serguéi Loznitsa, cuyo fin, últimamente, ha sido ubicarnos en los eventos masivos de la historia ucraniana y soviética, haciendo del cine una máquina del tiempo? Frente a la homogeneidad industrial la distinción es un crimen. Si lo que uno quiere es hacer dinero, lo importante es mantenerse actual y meloso, pero sobre todo convencional. No es al innovar sino al repetir que el cine funciona como negocio.
A pesar de sus inclinaciones industriales, este fenómeno se rehúsa, como enfermedad, a vivir de un solo huésped, y por ello también se ha enquistado en los festivales de cine. Limitados por sus paradigmas, por sus gustos, los programadores a veces seleccionan no el cine más audaz o disruptivo sino el que se asemeja a cierto estándar. No es el arte el que se reproduce mecánicamente, como lo soñó Walter Benjamin, sino el estilo el que se repite para facilitar el consumo, como advirtió Theodor Adorno. En otras palabras, no se ha democratizado la experiencia artística sino que se ha uniformado; su consecuencia ha sido la exclusión de las obras más insólitas.
Para muestra, bastaría ver qué cineastas mexicanos son más reconocidos en el panorama internacional. En 2000, Alejandro González Iñárritu logró insertarse en el panteón de los grandes directores actuales con Amores perros, una película que imitaba el cine más exitoso de los años noventa. En ella está la violencia de Quentin Tarantino y un inicio idéntico al de Reservoir Dogs (1992); también la conexión de varias tramas unidas por un tema, como en el cine de Krzysztof Kieślowski, y, para rematar, pueden verse los colores degradados y el montaje vehemente de Wong Kar-wai. González Iñárritu remitió a lo conocido con un estilo accesible que atropelló la sutileza y, gracias a ello —al menos en parte—, encontró el éxito en la Semana de la Crítica en Cannes, donde ganó el Gran Premio.
Uno puede excusar al propio director: era un joven cineasta presumiendo sus influencias por una u otra razón; también al público que, acostumbrado a la homogeneidad del cine comercial, ignora las obras que son verdaderamente revolucionarias, pero ¿cómo excusar a la crítica, a los programadores y a los jurados, cuya función no debería ser la de validar el gusto popular sino expandirlo?
Hoy en día un cineasta como Michel Franco, tan cuestionado por su irresponsable representación de una protesta en Nuevo orden (2020), sigue siendo validado por quienes se rehúsan a verlo como una pobre imitación del minimalista austriaco Michael Haneke. Basta ver la forma en que ambos sugieren la violencia despiadada sin mostrarla del todo, y cómo utilizan un montaje apaciguado, para notar las similitudes, sobre todo, en las primeras películas de Franco, que aparecieron durante el auge internacional de Haneke.
En el 71 Festival Internacional de Cine de Berlín, que se llevó a cabo en línea durante marzo de este año, el equipo de programación hizo una curaduría que evitó el convencionalismo no sólo en las películas sino en la selección misma del jurado. Por eso, y de manera excepcional, se llevó el Oso de Oro una película memorablemente subversiva: Babardeală cu bucluc sau porno balamuc (2021), del cineasta rumano Radu Jude. Sin embargo, también se colaron en la selección oficial películas que, al reproducir estilos que se hubieran considerado inimitables, atrajeron la controversia.
Fue emblemático el caso del debutante vietnamita Bao Le, cuya película Vi (2021) mezclaba el cine de Pedro Costa con el de Tsai Ming-liang sin desviarse mucho de ellos. Como Costa, Bao muestra personajes racializados deambulando en planos que distorsionan el espacio con grandes angulares y una iluminación dramática. La quietud y las características de algunos espacios grises parecen venir de las películas más recientes de Tsai, pero Bao no logra explorar sus temas anticapitalistas con el ingenio de sus influencias. Vi más bien parece un caparazón hueco que simula películas más trascendentes sin llevar adentro la agudeza ni la originalidad que las hace relevantes.
A pesar de ello, Vi, durante la Berlinale, fue el único estreno mundial de Wild Bunch, una de las compañías cinematográficas más importantes de Europa, que ha distribuido a autores como Loznitsa, Hayao Miyazaki, Abel Ferrara, Claire Denis, Cristian Mungiu y Gaspar Noé. ¿Será que la distribuidora encontró en las similitudes con Costa y Tsai un punto de venta? Esto explicaría la razón por la que muchos cineastas se apegan a ciertos cánones, en vez de enfrentarlos: al complacer los gustos de programadores, jurados, críticos y distribuidoras, se consiguen la oportunidad de entrar a festivales, de ganar premios y de conseguir distribución.
Pero el cine, y sobre todo el que se ve en los festivales, no debería ser un evento deportivo. La competencia desgasta la individualidad y hace que los cineastas se acomoden a criterios exteriores, en vez de permitirse navegar sus propios sueños. Es la necesidad de gustar —y gustar para vender— lo que frena la invención y uniforma el arte, convirtiéndolo en lo contrario a la patria libre de la imaginación que debería ser: una fábrica.