El 25 de junio de 1964 Cassius Clay, sorpresivamente, se coronó campeón derrotando al enorme pugilista Sonny Liston. Después de la pelea cuatro íconos incontestables de la cultura afroamericana se reunieron en esa habitación: el influyente cantante de soul Sam Cooke; uno de los mejores jugadores de la historia de la NFL, el mítico Jimmy Brown; el nuevo campeón peso pesado de solamente 22 años, Cassius Clay; y, por supuesto, el gran ministro de la NOI, mano derecha de Elijah Muhammad, Malcolm X.
¿Para qué se reunieron estos cuatro hombres? ¿Qué se discutió en un momento político tan acalorado? Después de esa noche Cassius Clay se cambió el nombre a Muhammad Ali y se convirtió a la NOI, pero ¿por qué? ¿Qué tuvo que hacer Malcolm X para convencerlo? Y más aún, ¿por qué después de lograr convertir a la más grande estrella afroamericana del deporte, él mismo se separó de las enseñanzas del venerable profeta Elijah Muhammad?
La imaginación de Kemp Powers no solo recrea el diálogo de cuatro hombres en una noche que cambió la historia de Estados Unidos, sino que da vida a la amistad entre estos iconos. Con un diálogo realista y fluido que representa a la perfección la altanería joven e hiperactiva de Clay, las inseguridades de Sam Cooke, la solemnidad combativa de Malcolm X y el liderazgo amable de Brown, Powers humanizó a figuras inalcanzables.
La idea del director no solo es efectiva, sino que retrata el desgarre interno del movimiento por los derechos civiles. Habla de la responsabilidad del hombre afroamericano frente a su propio éxito, frente a su propio discurso, frente a la trascendencia cultural de su imagen. Se trata de una discusión que, cincuenta años hacia adelante, en pleno siglo XXI, sigue siendo pertinente.
La fortuna de la ópera prima como directora de Regina King en su adaptación de One Night in Miami, está en que fue el mismo Powers quien reescribió la obra para darle forma de guion.
En la película el escenario cambia. La forma de presentar a los personajes es distinta, con introducciones que nos transportan a otros tiempos y otras locaciones. Entre analepsis, prólogos y epílogos, la cinta es más didáctica que la obra y abre con la polémica pelea de Cassius Clay contra Henry Cooper en el estadio de Wembley. Es 1963 y Clay se siente intocable después de ganarle al mítico Joe Frazier. Pero es demasiado arrogante y Cooper casi lo supera. Al final, una decisión arbitral le da la pelea a Ali.
«One Night in Miami» de Regina King
King se toma el tiempo para mostrar la belleza del baile del Ali joven (float like a butterfly, sting like a bee), la torpeza pesada del gancho de Cooper, la maravillosa figura del legendario preparador físico Drew Bundini Brown al borde del cuadrilátero (con el perfecto casting de Lawrence Gilliard Jr.), la desesperación en la esquina de Ali, el repudio de un público blanco.
Filmar una pelea de box no es fácil. Scorsese lo logró de forma magistral, con juegos de espacio y elegantes cambios de lente en Raging Bull(1980). En realidad, despreciaba el pugilismo y fue por eso que lo trató con distancia. En su película King no inventa la rueda y sigue las pautas del montaje rápido y el cambio de ejes, intercala las tomas de los boxeadores enfrentándose, con las esquinas y el público. El logro está, más bien, en lo que estas imágenes cuentan. El juego de montaje enmarca la petulancia Cassius Clay, un boxeador superdotado que se sabía encima de todos, un hombre que buscaba provocar con su grácil manera de esquivar golpes y ofreciendo al rival la quijada.
En un ángulo menos favorecedor vemos a Sam Cooke siendo humillado por una banda de blancos y un público blanco en el importante salón Copacabana. Y en otra escena, durante la visita de Jimmy Brown a su isla natal en Georgia, lo vemos conversar cordialmente con un admirador racista que, después de alabar sus éxitos deportivos, no le permite entrar a la casa (“We don’t allow niggers in this house, you understand”). Finalmente, vemos a la esposa de Malcolm X viendo a su marido en la televisión como protagonista de un reportaje en el que lo acusan de incitar al odio.
En estos cuatro momentos, que van más allá de la obra de Powers, la cinta cae en explicaciones algo evidentes y caricaturescas, aunque comprensibles.
Los personajes de esta película han sido olvidados por el mainstream hollywoodense. Fuera de la cinta de Spike Lee sobre Malcolm X (1992), alguna que otra biopic fallida de Muhammad Ali y el papel satírico de Jim Brown en Mars Attacks! (1996) de Tim Burton, estas vidas esenciales de la cultura afroamericana están relegadas a dossiers y ficheros documentales. Cuando el peso de la historia es demasiado grande y la culpa atormenta, Hollywood no permite la ficción.
Por cierto, recrear este tipo de conversaciones históricas no es un ejercicio exento de peligro. Recientemente, con su espantosa adaptación de la obra Ma Rainey’s Black Bottom (2020) de August Wilson, el director de teatro George C. Wolfe creó una caricatura contraproducente. La figura histórica de Ma Rainey aparece aquí como algo grotesco y en el último papel de Chadwick Boseman vemos una interpretación banal de la cultura del blues en el Chicago de principios de siglo XX. Ya no hablemos de la representación de la homosexualidad o la irrealidad de las relaciones raciales.
En donde George C. Wolfe tropieza, sin embargo, Regina King acierta. Tomando del manual de Robert Alman en Streamers (1983), King deja que la cámara fluya en la construcción de ejes, la alternancia entre primeros planos, planos medios y planos generales, transiciones entre la cámara en mano y la cámara fija; todo para recrear un interior y un exterior que son imposibles en el teatro.
En Ma Rainey’s Black Bottom Wolfe utiliza la cámara, como bien apunta Angelica Jade Bastién en su reseña para Vulture, como si se tratara de un reflector. Su lente se centra en los personajes que el director quiere priorizar. Esto muestra un problema de formato: el director de teatro, por fin controlando sin concesiones el interés del espectador, ejerce con torpeza su poder absoluto. La escena nos excluye, como espectadores en un teatro a la italiana, al frío de la butaca oscura. La mimesis burguesa es implacable en la construcción de la cuarta pared.
Regina King, en cambio, crea espacios imposibles para el teatro y entiende perfectamente los medios a su alcance al construir un juego que, en una puesta en escena, solo sucede en la imaginación.
King se adentra en las conversaciones del cuarto de hotel, mueve la cámara para crear un espacio vivencial, en el que estamos incluidos como espectadores. Hay un fetiche de cercanía en este recinto aislado, seguro, pero claustrofóbico.
En momentos de reflexión, de pausa, de contemplación musical, la cámara se detiene. Luego, en momentos de debate acalorado, retoma su transcurso cinético, su movimiento marcado de cámara en mano. Estas decisiones logran crear un ambiente íntimo que contrasta constantemente con el afuera, la vigilancia de Hoover y la guardia estricta de la NOI (encarnada con físico perfecto por Lance Reddick).
Cuando la cámara se aleja, sale del cuarto y filma exteriores, es como si una realidad oprimente, que se acerca de noche, acechara ese único punto iluminado en el mundo: un cuarto de hotel en el calor de Miami.
Este juego se prolonga también a la conversación que tienen los cuatro amigos en la azotea. Es aquí en donde la noche deja de ser opresiva y se abre a la propuesta combativa de Malcolm X: no deberíamos temer al mundo, el mundo debería temernos. Pero la ilusión no dura mucho y la noche regresa a ser el lugar opresivo de la vigilancia, de los otros, de las opresiones. Los personajes, desgarrados por diferencias ideológicas, no logran encontrar un acuerdo mientras el debate crece. La noche se instala, el cuarto es el último refugio.
La cámara de King permite que los actores interpreten, con toda soltura, los difíciles roles de Clay, Little, Brown y Cooke. Leslie Odom Jr., de reconocida experiencia en Broadway (Hamilton), encarna sutilmente la culpa de Sam Cooke. También, sabe tratar sus formas delicadas, su elegancia, y esa constante necesidad de recurrir a la música. Aldis Hodge encarna la corpulencia única de Jim Brown, pero también recupera el enorme sentido del humor y la duda que carcome la seguridad de un campeón en declive. Eli Goree hace un estupendo papel como el Cassius Clay más joven e impulsivo, siempre moviéndose, siempre inquieto, siempre pavoneándose (“I am such an overachiever, I sometimes forget my age”). Kingsley Ben-Adir, finalmente, hace una interesante interpretación de Malcolm X al borde de la separación con las NOI, paranoico y sabiendo que, más que argumentos, en esta conversación se juega la vida. Hay una vulnerabilidad única en la fiereza de este Malcolm X, una ternura escondida bajo la solemnidad altiva del personaje.
La intimidad de la recámara de hotel, el peligro del afuera, los movimientos de cámara que captan las relaciones entre actores, las miradas secretas, el panorama de sus presencias, permite que se transmita una necesidad apremiante: la angustia de Malcolm X. Y es a través de esta angustia que se teje todo el hilo narrativo, el suspenso y el drama de la cinta.
El motivo de la reunión en Miami es que Malcolm X necesita hablar con sus tres exitosos amigos para crear adeptos famosos: al separarse de la NOI, el ministro se enfrenta al repudio de sus maestros y de todos aquellos a los que guió, convirtió y adoctrinó. Sin una nueva base de seguidores, Malcolm X se sabe expuesto, vulnerable, el blanco perfecto de la NOI bajo la mirada complaciente de la policía. Esta noche es crucial para el activista y hay enorme tensión entre lo que quiere vender y lo que estos iconos quieren comprarle.
«One Night in Miami» de Regina King
El predicador desesperado tiene una lengua hiriente que le recuerda a Cooke que Bob Dylan escribió Blowing in the Wind, una canción de protesta que lo superó en todos los charts. Cooke, un negro que vivió la segregación en carne propia, nunca había escrito una canción de protesta y ganaba dinero cantando canciones de amor para blancos displicentes.
El cantante entiende muy bien, por otro lado, lo que quiere Malcolm X: al intentar convencerlos, está aprovechándose de su fama y fortuna. El predicador no tiene dinero, no tiene ningún talento fuera de la oratoria, no es rico y famoso por sus capacidades vocales o atléticas. Para Cooke, entonces, Malcolm X es lo mismo que el hombre blanco que vende discos: «otro tipo sin talento que quiere sacarle jugo».
En esta discusión se mezclan diferentes prejuicios, diferentes formas de concebir la negritud en medio de la lucha por los derechos civiles. Los temas políticos aquí no se diluyen, como sí sucede en Ma Rainey’s Black Bottom o, incluso, en Fences (2016), otra adaptación de Wilson. Las discusiones giran alrededor de la apropiación de la cultura gospel por el soul, la importancia del ritmos comunitarios, la explotación de atletas negros, la necesidad de ser odiado y temido por el hombre blanco para subsistir, y sobre todo, la responsabilidad de los que tienen voz en una comunidad que ha vivido en silencio.
Al igual que la película se inclina ideológicamente hacia Malcolm X, con el tiempo, sus enseñanzas han permeado mucho más profundamente en el mundo que el dudoso legado de Elijah Muhammad (recordado por su importancia cultural, claro, pero también por serias acusaciones de estupro). Y el momento icónico que retrata la película cristaliza la forma en que al perder su última batalla, Malcolm X ganó la guerra.
Muhammad Alí se declaró musulmán después de esa noche y el ministro estuvo parado junto a él en la conferencia de prensa. Sin embargo, poco tiempo después, el pugilista lo abandonó para seguir las glorias que le ofreció la NOI. Malcolm X se quedó solo y meses después lo mataron. Elijah Muhammad ganó la batalla por el alma de Cassius Clay y Malcolm X pagó los platos rotos.
Pero hay otra victoria, más importante, en el discurso final de One Night in Miami.
Sam Cooke canta, por primera vez en cadena nacional después de esta noche fatídica, una canción de protesta. Y A Change Is Gonna Come se convirtió en un himno para la lucha de los derechos civiles. Sobre todo después de que, en diciembre de 1964, pocos meses después, Sam Cooke fue asesinado en un hotel de Los Ángeles.
El foco ideológico de la película de King es evidente en la secuencia final. Malcolm X, derrotado, cierra los ojos mientras escucha a Cooke cantando A Change Is Gonna Come y toca con dedos pacientes el manuscrito de su biografía. La idea es clara: a pesar de no haber conseguido el apoyo de Ali, Malcolm X logró convencer a muchos otros artistas y deportistas afroamericanos de su responsabilidad política. La fama como plataforma de lucha.
Después de ganar el Oscar con la adaptación de una novela de James Baldwin (If Beale Street Could Talk) y el Globo de Oro por su interpretación de una secuela de Watchmen que hace una punzante crítica a la culpa liberal y al racismo americano, King sigue un camino consecuente.
Esta no es una torpe expresión de cultura negra bienintencionada (como en Ma Rainey’s Black Bottom, Antebellum o Lovecraft Country), no es una película didáctica (como BlackKklasman de Spike Lee), no es otro producto condescendiente que disfraza un racismo velado (como Green Book, The Help o Hidden Figures) y no es, finalmente, un panfleto.
En su crítica a la NOI y su respeto a las enseñanzas últimas de Malcolm X, hay un discurso reflexivo que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.
El conflicto y la crítica, la discusión y el disenso no deberían ser sorprendentes en el activismo político, pero es difícil que Hollywood retrate momentos ideológicos complejos sin reducirlos a dicotomías de bondad y maldad, justicia e injusticia. El teatro y el cine, sirven entre otras cosas, para mostrarnos que las verdades masticadas, preconcebidas, impolutas, siempre son las más sospechosas.
Soñar la historia, de manera compleja, irreal, contradictoria, crea armas reflexivas para el presente porque, como dijo James Baldwin:
“Los sueños intangibles de la gente tienen efectos tangibles en el mundo.”