¿Cuántas veces hemos escuchado a los políticos hablar de su decisión de someterse al “juicio de la Historia”? Bien se trate de gobernantes de izquierda o derecha, la conciben así, con mayúscula, para denotar que han dado un paso irreversible, que son conscientes de lo que están haciendo, han arriesgado mucho y esperan la severa sentencia que, al parecer indefectiblemente, habrá de pronunciarse. El anuncio también revela su actitud para arrostrar las adversidades que puedan sobrevenir. En sus desplantes no hay cobardía, dudas o asomos de vergüenza, pero tampoco hay soberbia. Todo lo que existe es el sereno orgullo de saber que uno tiene razón y que esto sólo se podrá apreciar en un tiempo por venir, cuando las cosas adquieran la perspectiva que los hombres y las mujeres del presente no pueden darle ahora, ya sea por sus límites, cobardías, intereses o envidias.
Al pronunciar tan consabida frase, el político suele encontrarse en el ejercicio del poder o lo estuvo recientemente. Desde esa tribuna pública habla y espera que así se le escuche. En ese sitial es donde ha podido comprender la magnitud de su obra y las pobrezas de quienes le reclaman o dudan de lo que hizo o está por hacer. Cuestionado o atrapado por la crítica, decide dar una especie de paso al frente, en medio de un gesto de arrojo, para apelar, en esos momentos críticos, a lo que entiende como el último juez: una entidad conformada por la humanidad pero que la trasciende.
Muy disímbolos personajes han invocado la capacidad de juicio de la Historia. Señalo sólo algunos ejemplos recientes: Díaz Ordaz, después de octubre del 68; Fidel Castro en el proceso de 1953; el director del FBI, James Comey, tras dar a conocer los correos de Hillary Clinton en plena campaña electoral; quien fuera director de Tránsito del municipio de Cárdenas, Tabasco, luego de ser despedido del cargo en junio de 2019. La lista podría continuar, pero lo único que mostraría son más personajes y contextos distintos; en el fondo, siempre estamos ante la misma advocación.
A fuerza de repetirlo, el acto de pronunciarse por el juicio de la Historia ha perdido gravedad. Salvo que uno esté ante una situación extrema, en uno de esos momentos que, al menos para quienes los presencian, parecen redirigir los acontecimientos, es poco lo que la frase significa. Sin embargo, no debería de ser así. Su uso es de gran valor para comprender muchas cosas de importancia dada la posición de quien lo dice y las posibilidades que tiene de afectar nuestras vidas.
Desde luego, está el tema del sujeto mismo. Quien decide someterse al juicio de la Historia considera que está en una posición particular. Nadie que no se sienta en una situación relevante o se imagine especial recurriría a tal expediente. Después está el asunto del contexto, es decir, aun cuando alguien se considere importante, no somete todos los días cada uno de sus actos a tan serio juicio; lo hace cuando juzga que está ante una situación tan grave que tiene que sujetarse de algo que trascienda la cotidianeidad. En tercer lugar, están las razones y pueden ser variadas: la incomprensión de otros acerca de la grandeza personal, su ceguera ante la relevancia de la obra emprendida o reducir todo al carácter miserable que puede haber en las oposiciones.
Cuando la respuesta se dispara, todos los obstáculos, todas las “pequeñeces”, todos los límites tienen que transgredirse –o lo fueron ya— porque la voluntad impositiva no puede detenerse, ya se trate de normas jurídicas, usos y costumbres o intereses simples y transitorios. Se tiene que hacer como el poderoso determine, tanto así que hay que escapar del presente y sus limitantes. Es necesario ir más allá. Hasta someterse al juicio final. Al de la Historia misma. Al de la humanidad hecha experiencia. Y ponerse frente a lo único que se admite como seguro, imparcial y total: el juicio de los hombres de mañana, quienes –se supone– tendrán la perspectiva, sabiduría y generosidad suficientes para poner a cada cual en su lugar.
“Ahora sí que la historia nos juzgará y hay que esperarnos porque falta mucho”, dijo Andrés Manuel López Obrador hace algunos días. El paso era inevitable, sólo había duda sobre cuándo lo daría, en qué contexto y, más difícil de determinar, por qué razones. El momento fue a la mitad de su periodo presidencial, no tanto por el tiempo transcurrido, sino por el que está por transcurrir. ¿Las razones?, que mucho de lo ya intentado no se consiguió de la manera prevista; aun así, lo que continúe se basa en las mismas ideas. El problema, finalmente, no está en lo que se piensa ni en lo que se desea, sino en las malas implementaciones y, más aún, en las conjuras para desviar a este hombre de su manifiesto destino.
Conviene destacar ciertos elementos de todo esto. El primero es la idea de la Historia como gran juzgadora. Se trata de una reminiscencia del juicio final en el que todos habrán de recibir lo que merecen, para siempre. Que el juicio de la Historia tenga notas seculares no evita la subsistencia de una moral entendida como universal, es decir, de una Moral que finalmente habrá de imponerse y realizarse por las personas que actúan como instrumentos de la Historia. Como dice Joan Wallach Scott (On the Judgment of History, Columbia University Press, 2020), la idea del juicio de la Historia supone que el devenir humano tiene un fin y que éste es moral. Si todo avanza para que ese fin se logre, entonces es posible considerar cada acto como propicio o contrario a su realización. Así se está en posibilidad de juzgar los actos de quien decidió someterse al juicio de la Historia.
Los problemas de esta decisión son serios: ¿la historia que juzgará es universal o nacional? Si es la primera, los parámetros son altos; con ellos se ha juzgado a Hitler, Stalin o Churchill, por señalar a tres contemporáneos. Si se trata de la nacional –y creo que así es– los estándares son los de las figuras que López Obrador ha querido vincular con el movimiento transformador que encabeza. Teniendo a la Historia nacional como gran parámetro, ¿qué es lo que quiere someter a juicio? No son sus acciones cotidianas, su ir y venir por Palacio Nacional, sus conflictos familiares; son las decisiones que toma y las conductas que realiza para lograr la transformación del país entero, tanto de los usos y costumbres de la política como de las prácticas y mentalidades de las personas. Todo lo que él haya hecho –y dejado de hacer— en aras de esa transformación es lo que finalmente someterá al juicio de la Historia. Al hacerlo también pondrá sobre esa balanza a su persona, a sus posibilidades de ser absuelto y reconocido.
Con independencia de que la Historia se piense como trascendencia, lo cierto es que su veredicto es terrenal. Serán, simplemente, los hombres y las mujeres del futuro quienes emitirán ese juicio y determinen el signo de lo que hoy está haciendo López Obrador. A la vez, el carácter terrenal del proceso permite advertir que el presidente quiere influir en la construcción de las condiciones historiográficas que sobrevendrán, es decir, no sólo está trabajando para obtener su lugar en la historia, también está trabajando en las condiciones mediante las que esa historia se narrará y construirá.
López Obrador no aguarda paciente y milenarista la sentencia, trabaja activamente para ordenar los factores que, estima, pueden reconocerle su tan ansiado destino. No es trivial que algunos de los sujetos que más han recibido sus ataques son aquellos con narrativas que critican, compiten y cuestionan al personaje y sus obras; pueden colocar elementos negativos en la balanza. Hay ya una competencia por la historia, es evidente; también la hay en las narraciones que están construyéndose sobre ella, aunque esto es un poco menos obvio.
Para quien busca la trascendencia histórica, es poco lo que el tiempo presente y sus circunstancias pueden decirle. Prácticamente todo lo que acontezca quedará instrumentalizado a sus pretensiones. Las personas, las normas, las ideas y mucho de lo que es humano será desplazado por los objetivos, elegidos consciente o inconscientemente, de López Obrador.
A los demás no nos queda más remedio que exigir que las cuentas se rindan aquí en la tierra. Que lo hagan conforme a las normas y reglas que a todos nos rigen. Que limiten sus actos de escapismo y se queden aquí con nosotros. Que no nos hablen de un juicio futuro, sino que llanamente se sometan al juicio cotidiano.
Por modesto que pueda parecer, exigir el cumplimiento pleno de lo que el derecho establece es un buen principio. La justicia no debe ser entendida como una evasión del presente. Únicamente el derecho, modesto y terrenal, ése que –con todo y sus limitaciones– hemos podido ir construyendo dentro de la democracia, contiene las bases para que ésta se expanda y mejore conforme a los ritmos que las mayorías y las minorías vayan dictando.
En nuestro orden jurídico hay un amplio catálogo de derechos humanos, distintas vías para ejercer la democracia, la previsión de un modelo de economía mixta y los fundamentos para la redistribución de la riqueza mediante el sistema impositivo y de gasto gubernamental, el reconocimiento de un gobierno republicano y laico, un sistema razonable de división de poderes y de frenos y contrapesos, mecanismos de protección de derechos, las líneas básicas de la distribución territorial del poder, un modelo de combate a la corrupción y de protección al patrimonio nacional, la limitación del papel de las fuerzas armadas y las formas de modificación del propio orden jurídico.
López Obrador ha decidido que él, su movimiento, sus acciones y su biografía misma no pueden ni deben entenderse conforme a los parámetros de hoy, de quienes somos gobernados por él. Como lo suyo es la trascendencia, sólo ésta podrá juzgarlo. ¿No es más deseable que le exijamos a nuestros gobernantes, el presidente de la República incluido, que se sometan cabalmente al cumplimiento de estas normas concretas y no al etéreo y ventajoso juicio de su historia?