Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

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Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

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Ilustración de
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Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

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Ilustración de
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Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

Un coro de voces desesperadas: los venezolanos en <i>GoFundMe</i>

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Ante el colapso del sistema público de salud, los venezolanos acuden a <i>GoFundMe</i> para pedir dinero y poder costear cirugías y tratamientos. La plataforma se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis.

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Sentada en la sala de espera, la doctora Widney Contreras se esforzaba por mantener la mente en blanco. Quería deslastrarse de sus conocimientos médicos, esperar tranquila y no pensar en los posibles diagnósticos de su esposo, el doctor Jhonny Mejías. Ese viernes, 15 de julio de 2022, mientras a él le hacían una endoscopia, ella se sentía un poco atormentada. El padre de su marido había muerto meses atrás. En medio del duelo, no quería recibir una mala noticia, pero sospechaba que algo andaba mal.

Jhonny Mejías, traumatólogo de 32 años, llevaba tiempo desganado. Había dejado de ir al gimnasio, su principal afición, porque siempre estaba exhausto, somnoliento, con el cuerpo pesado. Comía poco, pues se llenaba apenas probaba bocado, y los alimentos le caían mal. Además, tenía un fuerte dolor de espalda, que persistía a pesar de los analgésicos que él mismo se recetaba.

Widney y Jhonny llegaron a pensar que eran secuelas del covid-19, que él había padecido meses antes, pero como los síntomas no solo se mantuvieron sino que empeoraron, decidieron ir con uno de sus colegas, gastroenterólogo, para que le hiciera una endoscopia.

Allí estaba ella, en esa sala de espera, como tantos otros pacientes, cuando al cabo de un rato la secretaria del consultorio le pidió que entrara. No hizo falta que le dieran el diagnóstico. Apenas cruzó el vano de la puerta, vio, en el monitor que mostraba las imágenes del tracto digestivo de su esposo, lesiones gástricas con características malignas. Sintió que se quedó sin el piso debajo de sus pies, y que se le terminaron de extraviar las palabras, el aliento.

—Ahí comenzó toda esta historia —me cuenta ahora, meses después.

He hablado con Widney durante días. Como ella anda ajetreada atendiendo su consulta médica privada y el montón de diligencias por la enfermedad de su esposo, la nuestra es una conversación intermitente que retomamos, por notas de voz y mensajes de texto, cada vez que tiene tiempo: muy tarde por las noches, algún día temprano en la mañana, los domingos.

Widney y Jhonny son de Barinas, un caluroso estado de los llanos occidentales venezolanos. Estudiaron Medicina en universidades diferentes y se conocieron en Socopó, un pequeño pueblo agropecuario, mientras hacían la pasantía rural obligatoria para poder ejercer como médicos. Sus vidas tomaron rumbos distintos cuando terminaron la pasantía. Dos años después, en 2015, se encontraron de nuevo en Socopó. Hablaron mucho, se pusieron al día, y entre salidas y conversaciones amenas iniciaron una relación sentimental que avanzó veloz: al mes, él le pidió matrimonio y ella, de inmediato, le dijo que sí.

Comenzaron a pensar en el futuro juntos. Hacer una familia, especializarse, viajar. Esa era la vida soñada. Él iba a postularse para estudiar Traumatología en el Hospital Central de San Cristóbal, la capital del estado andino de Táchira, así que ella optó por un cupo para cursar Medicina Interna en un hospital de esa ciudad.

Quedaron seleccionados en sus respectivos posgrados, se casaron el 4 de diciembre de 2015, y se fueron a vivir a San Cristóbal.

No hubo luna de miel. Un día de comienzos de 2016 a él le sobrevino una hemorragia digestiva. Pensaron que se debía al estrés. Ocupados con las guardias y las clases, los recién casados apenas se veían en las noches o los fines de semana. Él andaba ojeroso, demacrado, cada vez más flaco. Como muchos en el país. En Venezuela se había desatado una espiral inflacionaria que no dejaría de crecer. (Tiempo después, en noviembre de 2017, llegaría a la abismal cifra de 56.7 % mensual y 1370 % interanual, y se comenzaría a considerar, formalmente, como hiperinflación, algo sin precedentes en la historia contemporánea de Venezuela, un país que, apenas décadas atrás, llegó a tener la economía más robusta de Latinoamérica.)

Los días se convirtieron en un trajinar continuo. La gente hacía, durante horas y horas, kilométricas filas bajo el sol a las afueras de los comercios para tratar de comprar artículos de primera necesidad que escaseaban. Ocho de cada diez medicamentos esenciales estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Analgésicos, antidiarreicos, suero, protectores gástricos, supositorios, antialérgicos. Una vez recorrí siete farmacias buscando el antihipertensivo que tomaba mi madre, y cuando lo encontré solo me vendieron un blíster de diez pastillas. La farmaceuta me explicó que estaban controlando la venta para que el menguado inventario alcanzara para más personas.

Widney, pendiente de la salud de su esposo, le recomendó que fuera a que le hicieran una endoscopia. Él mismo sabía que era importante conocer el origen de sus síntomas. Pero el estudio no arrojó indicios de malignidad. Entonces se despreocuparon. Y continuaron sobrellevando, con la mejor actitud que podían, aquellos días pesados.

Lograron graduarse y comenzar a ejercer sus especialidades. En eso andaban cuando un tiempo después, en 2020, llegó la pandemia de covid-19, y el estrés de los médicos aumentó todavía más. Cuando su padre murió a causa del virus, los malestares estomacales de Jhonny se acentuaron. Indigestiones y náuseas y pesadez y sensación de llenura y dolor de espalda. Entonces recordaron el antecedente de la hemorragia. Y fueron de nuevo con un especialista.

Aquel viernes 15 de julio de 2022 en que se enteraron de que tenía cáncer, Widney y Jhonny fueron conscientes de que debían actuar rápido. Ese mismo día le hicieron más análisis: una biopsia precisó que la lesión era un adenocarcinoma, una neoplasia estomacal muy frecuente; y una tomografía evidenció que había infiltración en los ganglios de esa zona. El oncólogo le indicó quimioterapia e inmunoterapia. Les dijo que si el cáncer se reducía con ese tratamiento quizá podrían operarlo.

Ante este panorama, una de las primeras decisiones que tomó la pareja fue tratar la enfermedad en clínicas privadas.

—No queríamos perder tiempo —me explica Widney—. Los hospitales públicos, abarrotados, desabastecidos, no eran la mejor opción. Ni siquiera por ser médicos estaríamos exentos de eso.

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La preocupación que sintieron Widney y Jhonny tenía suficiente fundamento. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en sus informes sobre Venezuela, ha señalado que el Estado es incapaz de cumplir con sus obligaciones para evitar que la gente muera a causa de la falta de medicinas, insumos y atención. La Federación Médica Venezolana (FMV) estima que los hospitales están trabajando a cerca del 10 % de su capacidad operativa, una cifra que no dista mucho de la que maneja HumVenezuela. Según esta plataforma —que reúne datos recopilados por organizaciones de la sociedad civil ante la opacidad informativa que ha impuesto el régimen de Nicolás Maduro—, 82 % de los centros de salud tienen servicios inoperativos o cerrados.

“Tenemos 301 hospitales tipo 1 y 4, y alrededor de unos catorce mil ambulatorios, medicaturas y servicios rurales. De estos hospitales, serán unos diez los que funcionan a más del 10 %”, explica el doctor Douglas León Natera, presidente de la FMV.

Y lo dice con pesar. Porque muchos miembros del gremio, como él, vieron venir la tormenta. La advirtieron, pero no los escucharon.

Durante la época de Hugo Chávez —el militar que gobernó el país con brazo de hierro desde 1999 hasta que murió en 2013 de un cáncer del que todavía la población no conoce mayores detalles—, la inversión pública se concentró en las misiones sociales financiadas gracias a la bonanza petrolera que hubo cuando estaba en el poder. La temporada de vacas gordas tuvo su punto cumbre en 2008, cuando el barril de crudo llegó a cotizarse en la histórica cifra de 129.54 dólares.

Gracias a los jugosos ingresos petroleros, se levantaron miles de ambulatorios asistenciales y centros de rehabilitación en cientos de zonas vulnerables. A través de convenios binacionales con Cuba, vinieron centenares de médicos integrales comunitarios a cambio de que Venezuela le vendiera petróleo a precio preferencial a la isla. Pero a contrapelo de ese movimiento, enfocado sobre todo en la atención médica primaria, se abandonaron obras de envergadura que tenían como objetivo brindar salud a la población, y quedaron como enormes elefantes blancos. Los hospitales públicos, casi todos levantados durante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, —esos que ahora lucen como cascarones vacíos— comenzaron a resquebrajarse: cada vez se sentía más la falta de insumos, el deterioro de la infraestructura, la necesidad de mantenimiento y la falta de planificación.

Esto ocurrió incluso antes del desplome del precio del crudo (que en 2014 cerró en un promedio de 88.42 dólares), mucho antes, también, de que en 2015 distintos países comenzaran a sancionar a funcionarios del régimen de Maduro, heredero político de Chávez. Por ejemplo, en 2011 la propia Contraloría General de la República (CGR) reportó que había encontrado, en hospitales públicos, medicamentos e insumos quirúrgicos que habían vencido hasta seis años antes. En 2013 la CGR concluyó que el Ministerio de Salud no había liberado fármacos que estaban en la aduana, por lo cual, en septiembre de ese año, los hospitales habían recibido solo 0.84 % de los medicamentos previstos, mientras que el cronograma indicaba que para entonces el 74 % ya debía haber estado disponible.

Al país le tocaba importar la mayoría de los medicamentos e insumos médicos porque no los producía. En un contexto de control de cambio, suponía una tarea titánica: los proveedores internacionales exigían pagos en moneda extranjera, pero las farmacéuticas privadas en Venezuela necesitaban autorización gubernamental para comprar las divisas; no podían hacerlo por su cuenta, era ilegal.

Todo es parte de lo que explica la escasez de aquellos años en que se iba acercando el cataclismo.

“Hoy en día ni nuestros hospitales son capaces de atender y diagnosticar de manera eficiente. Tampoco ofrecen un servicio gratuito, pues uno de los requisitos para que un paciente pueda ser atendido es que lleve al centro hospitalario alguno de los insumos que necesita el personal para atenderlo”, apunta el boletín de junio de 2022 de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada por una red de médicos en ejercicio.

No en vano en años recientes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha otorgado medidas cautelares de protección a los pacientes de dos centros de referencia nacional que han devenido en el epicentro de las malas noticias por su debacle: el Hospital José Manuel de Los Ríos, principal pediátrico del país, y la Maternidad Concepción Palacios, la más importante de Venezuela.

“El sistema sanitario público se encuentra en una situación de colapso sin precedentes, que ha dejado desprovista a la población de centros, bienes y servicios de salud [...] En este sentido, fueron constantes las denuncias de servicios inoperativos o con fallas en la atención de usuarios por escasez de insumos, medicinas, personal de salud y servicios públicos”, reporta el informe Salud en Emergencia, preparado por la asociación civil Acción Solidaria, en el cual se documentaron 1,314 vulneraciones al derecho a la salud entre enero y septiembre de 2021: una de cada cinco ocurrieron en centros públicos.

Era de esa devastación que querían alejarse Widney y Jhonny. Pero se encontraron con que, como a muchos, a ellos también se les haría cuesta arriba mantenerse en el terreno de la salud privada. Lo supieron el día que tuvieron que pagar 780 dólares por un examen que requería Jhonny.

—Era demasiado para nosotros, que somos médicos comenzando nuestras carreras. Johnny no puede trabajar, solo estoy produciendo yo. Mantengo la consulta en los ratos libres. Pero no es suficiente, todo es muy costoso. Y no tenemos más ingresos  —me dice Widney.

Antes de iniciar el tratamiento, se quedaron sin los pocos ahorros con que contaban. Los gastos que avizoraban en el horizonte eran inabordables. Por ejemplo, cada dosis de 240 miligramos de nivolumab, que él requiere para reducir el tumor, cuesta 2,300 dólares. Lo necesita cada quince días. Es un medicamento que el Estado venezolano no distribuye gratuitamente.

Así fue que se decidieron a pedir dinero: organizaron rifas, colectas entre amigos y familiares. Y apelando a la buena fe de la gente, crearon el 3 de agosto de 2022 una campaña de recolección de fondos.

—A veces tengo bajones —me cuenta Widney—. Este es un proceso extenuante. Unos días me siento bien, otros me siento mal. Pero no somos los únicos que estamos en esto. Tú sabes bien que en este país somos muchos los que tenemos que pedir. Lo sabes porque lo viviste en carne propia.

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Widney sabe que soy sobreviviente de cáncer.

En 2015 me diagnosticaron un linfoma no Hodgkin. En ese entonces era reportero de la fuente de salud de un medio informativo, y tenía claro que el sistema sanitario público se estaba desmoronando. Casi todas mis pautas eran en las entrañas de hospitales. Como habían sido militarizados por el régimen de Maduro, muchas veces entraba escondido para que los funcionarios no me impidieran el paso. Una vez me descubrieron entrevistando a unos doctores que me contaban sobre el desabastecimiento de válvulas para pacientes con hidrocefalia. Los militares interrumpieron la entrevista y me llevaron escoltado hasta la salida. “Ustedes saben que no se puede hablar con la prensa”, les dijeron a los médicos. Y a mí me advirtieron: “Por acá no vuelva. Si quiere hacer entrevistas, debe estar autorizado por la directora del hospital”.

Pero volví. Sin permiso, obvio, porque la directora nunca respondió a mi solicitud. Solo me concedió una entrevista, breve, en la que me dijo que todo lo que denunciaban los trabajadores y pacientes del centro no era cierto, y que el hospital estaba “como una tacita de plata”. Pero lo que yo encontraba en los pasillos era otra cosa: médicos desesperados, decenas de pacientes quejándose de que a veces ni siquiera había soluciones fisiológicas.

Cuando me enfermé, tenía un seguro médico que el medio de comunicación en el que trabajaba contrató para mí. Gracias a ello, logré atender el inicio de mi enfermedad en una clínica privada. Pero mi póliza se agotó muy rápido, antes de comenzar el tratamiento que requería. Gracias a las donaciones de mi círculo afectivo más cercano pude continuar en esa clínica.

Ocurrió que después de mi primer ciclo de quimioterapia mis valores sanguíneos se desplomaron. Estaba muy débil, hinchado, me costaba respirar. Los médicos dijeron que necesitaba transfusiones de sangre e insistieron en que debía permanecer hospitalizado. Pero la realidad era que no podíamos costear la hospitalización: era demasiado dinero, casi imposible calcular cuánto porque el monto iba a depender de los cuidados que me dieran durante mi estadía.

Mi doctora, que rápidamente entendió nuestra situación económica, nos ayudó a que me ingresaran en el Hospital Universitario de Caracas, un centro médico de referencia nacional, donde ella trabajaba en el Servicio de Hematología.

Entonces vi las tripas del monstruo.

Los cuartos, los pasillos y los baños malolientes. Poquísimos médicos: un solo residente atendía a más de cien pacientes hospitalizados, en jornadas de más de veinte horas seguidas. No había agua corriente en las tuberías. El desayuno, el almuerzo y la cena eran siempre lo mismo: un pan francés sin relleno. Mi familia y mis amigos me hacían llegar todo lo que necesitaba, desde libros para que me distrajera leyendo historias hasta algodones e inyectadoras. Me llevaban suficiente comida caliente para que compartiera con los enfermos que no tenían nada.

La atención de los médicos y las enfermeras, sin embargo, fue estupenda. Jamás olvidaré la calidez con que me trataron. Allí estuve unos veinticinco días. Salí ya recuperado, listo para continuar con mis quimios en la clínica. Podía retirar los medicamentos en las farmacias donde el Estado venezolano distribuye los fármacos de alto costo, y con mi sueldo y más ayudas económicas de mis allegados costeaba la aplicación del tratamiento.

En enero de 2016 entré en remisión: no había células malignas en mi cuerpo.

Ese mismo año, todavía muy delgado, aún tratando de recuperarme por completo, recibí la noticia de que mi madre tenía cáncer de cuello uterino. Debían practicarle una histerectomía radical para extirpar el tumor, un sarcoma estromal de alto grado que medía cinco centímetros. “Es urgente”,  nos dijo la doctora del consultorio privado donde la diagnosticaron. Nos recomendó que tratáramos de encontrar dinero para llevar a cabo el procedimiento en una clínica.

—... Porque los hospitales… ustedes saben cómo están —dijo y suspiró con pesar.

Mi mamá no tenía seguro médico. Y los hospitales, ciertamente, eran un infierno. Poco después, José Félix Oletta, exministro de Salud y médico internista, integrante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, me resumió la situación de la atención al cáncer así: “Las salas de radioterapia están prácticamente paralizadas, el desabastecimiento de quimios está por encima del 90 %, las cirugías oncológicas se han reducido en un 50 %… Todo eso es un caldo de cultivo fatal”.

En el hospital anotaron el nombre de mi mamá en una lista de espera, y le dijeron que en unos seis meses la llamarían para abordar su caso. No podíamos quedarnos de brazos cruzados. Seis meses era demasiado tiempo. Así las cosas, no tuvimos más opción que pedir dinero. Prestado o donado, como fuera.

La operación costaba cerca de mil dólares. En aquel entonces me parecía una cifra inalcanzable. Creo que yo ganaba unos veinte dólares al mes, mucho más que otros profesionales, pero insuficiente para cubrir mis necesidades. En mi familia nos tardaríamos meses, quién sabe cuántos, reuniendo el monto. Entonces toqué muchas puertas. Hasta que una fundación nos ayudó con un donativo y varios amigos me apoyaron. Gracias a eso llegamos a la meta.

A mi madre la operaron en febrero de 2017.
Pensamos que ya todo había pasado.
Y celebramos.

Pero a veces el cáncer es esquivo, terco.

En diciembre de ese año el tumor reapareció en el mismo lugar de donde lo habían arrancado meses antes. Esta vez mi mamá logró que la atendieran en el Luis Razetti, uno de los tres centros oncológicos públicos que hay en Caracas. Los médicos le indicaron doce ciclos de quimioterapia y cuarenta sesiones de radioterapia. Le advirtieron que no tenían los fármacos para las quimios y que la sala de radioterapia de la institución no funcionaba.

—Si no tienen plata, pidan, pidan, pidan… pidan como hacen todos los pacientes. Pidan, porque aquí en el hospital no hay nada —me dijo la oncóloga de mi madre, visiblemente consternada, una mañana en la que una fila de pacientes esperaba a que los atendiera—. ¿Con qué cara les digo a todos los que están afuera que no tengo nada que ponerles?, ¿cómo les digo eso si yo sé que el cáncer no espera? Yo creo que tenemos que salir todos, enfermos, enfermeras, médicos, camilleros, todos, a trancar las calles, a protestar, porque algo tenemos que hacer.

Salí de ahí confundido. Me daba mucha pena pedir dinero. Sobre todo porque, con mi experiencia todavía tan fresca, sentía que no quería volver a molestar a los demás. Comenzamos a consultar precios de lo que requeríamos. Solo uno de los medicamentos del cóctel costaba unos sesenta dólares y necesitábamos cinco ampollas cada veintiún días. Otro de ellos, la doxorrubicina, que solía ser distribuida sin costo alguno por el Estado (de hecho, está en una lista de medicamentos esenciales decretada por el régimen), no había vuelto a llegar al país. Es decir, teníamos que importarlo por cuenta propia.

Recuerdo que todo el tratamiento (quimio, radio y braquiterapia) nos salía en alrededor de diez mil dólares.

Una noche, mi hermana, mi padre y yo entendimos que no podíamos solos. Dejé la vergüenza a un lado. Recordé que saliendo de una consulta le prometí a mi mamá que no le faltaría nada. Que haría todo lo que estuviera a nuestro alcance. Lo que estaba a nuestro alcance era rezar y pedir dinero. Un amigo que vive en el exterior me ayudó a organizar una campaña de recolección de fondos. Creo que fue una decisión acertada. Gracias a las redes sociales, la campaña se masificó y recibimos mucho apoyo. No solo dinero. También nos regalaron una peluca para mi mamá, recetas caseras para aminorar las náuseas que producen las quimios, medicinas contra el dolor, abrazos, mensajes de gente que no conocíamos dándonos ánimo.

Mi madre falleció en mayo de 2018.

Todavía siento enorme gratitud hacia quienes nos ayudaron.

—Deben sentirse orgullosos. Hicieron lo que estaba en sus manos para que ella no padeciera todo el horror que se vive en este hospital —me escribió la oncóloga, consolándome, cuando se enteró de que mi mamá, la paciente que siempre le llevaba galletas, había muerto.

Del oncológico me llamaron dos años después, en 2019, para preguntarme si mi madre aún necesitaba medicamentos.

—Dígale que venga. Al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les dije que no, que ya no hacían falta, que ella había muerto.

—Ay, lo siento —me respondieron, y colgaron el teléfono.

Semanas después volvieron a llamar, diciéndome exactamente el mismo mensaje:

—Que venga. Que, al parecer, va a llegar una dotación la semana entrante.

Les tuve que repetir que mi mamá había muerto.

Y les pedí que, por favor, ya no me llamaran más.

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—Quién sabe cuántos estamos pidiendo auxilio en Venezuela. Hay demasiadas historias en GoFundMe.

Eso me dijo Widney en una de nuestras conversaciones. Lo recuerdo ahora mientras repaso los testimonios que encuentro en la plataforma. Escribo en el buscador “Venezuela” y me aparecen unas mil campañas. Paso horas, más bien días, leyendo los relatos. En una hoja organizo quinientos de ellos: 373 (74.6%) son peticiones de ayuda para personas que viven en Venezuela y necesitan atender sus enfermedades. Las repaso, me detengo en cada una, pienso en esas personas. Es un enorme coro de voces desesperadas que dicen tanto: que piden tanto. Radioterapia, quimioterapia, inmunoterapia, diálisis, un marcapasos, una válvula, un catéter, una silla de ruedas, un examen muy costoso, una prótesis, medicamentos, medicamentos, medicamentos, operaciones de la columna, del estómago, de la mano, del brazo, del pie, del ojo, de la vesícula, de los riñones, de la cadera, de los ovarios, de la próstata, de los pulmones, del corazón… GoFundMe es la caja de resonancia de la crisis de salud en Venezuela.

La plataforma de crowdfunding, lanzada en 2010 por los estadounidenses Brad Damphousse y Andrew Ballester, permite que las personas describan sus necesidades y soliciten ayuda. Una de cada tres campañas que abren los usuarios, según GoFundMe, está destinada a recaudar fondos para gastos médicos. “No fue creada ni construida para ser un sustituto del seguro médico [...] Pero con el tiempo, la gente ha utilizado GoFundMe para los problemas más importantes que enfrentan”, ha dicho Rob Solomon, CEO de la empresa.

Problemas que, en Venezuela, son de salud. Al respecto, contratar una póliza privada básica individual puede costar unos quinientos dólares anuales. Para marzo de 2022, más del 91 % de la población no contaba con protección financiera para afrontar gastos de enfermedad, según HumVenezuela. Es decir, nueve de cada diez personas no tienen ni ahorros ni seguro médico.

¿Por qué alguien decide darle parte de su dinero a otro?
¿A un otro que, muchas veces, ni siquiera conoce?
¿A un otro que ni siquiera podrá devolver ese dinero?

Quizá sea, como me dijo Widney, por la caridad intrínseca de la condición humana. De acuerdo con datos de GoFundMe, a través de este mecanismo se han recaudado más de diez mil millones de dólares en más de 150 millones de donaciones desde 2010. ¿Cuánto de ese dinero ha venido a parar aquí? Es difícil saberlo. La plataforma tiene presencia en diecinueve países, entre los que no se encuentra Venezuela. Por ello, quienes deciden recurrir a esta plataforma para levantar fondos deben pedirle a algún allegado, en uno de esos diecinueve países, que cree la campaña y se haga responsable de las donaciones.

Y ¿cómo hacen quienes no tienen a alguien en uno de esos países? No pueden usar GoFundMe. Igual he visto que terminan solicitando ayuda, pero de un modo menos estructurado, usando los recursos que tienen a su alcance. Piden en la calle. O en las redes sociales. Envían sus datos bancarios en mensajes masivos por WhatsApp. Ruegan a la gente que corra la voz.

Todos, unos y otros, esperan lo mismo: que la solidaridad sea expresada con algo de dinero.

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—He pensado en ponerle un nombre a mi dolor. Todavía no lo encuentro. A veces digo: Dios mío, esto es como mucho, pero después me respondo: Hay gente peor que yo. Y entonces sigo aguantando.

Moraima Morales es católica, divertida, amante de los animales. A sus 65 años, ama bailar, pero ya casi no puede hacerlo. La artritis reumatoide, enfermedad ósea que produce inflamación, dolor y deformidad de las articulaciones, la ha inmovilizado. Para sentarse en la cama, para ponerse de pie y para bañarse necesita ayuda. Camina, a duras penas, apoyada en una andadera. Siente que su esqueleto la aprisiona.

—Cada día estoy más deshabilitada, no tengo fuerzas, duermo poco y con dolor —me dice—. Un dolor que ninguna pastilla calma. De allí la urgencia que tengo de operarme.

A su familia no le quedó más remedio que organizar una campaña de recolección de fondos, también en GoFundMe, para poder pagar la cirugía.

—Ha sido una historia larga, extenuante. Eso sí, mi condición espiritual y anímica son otra cosa: yo hago chistes, me río. En este momento se me doblaron las manos, y me río de mí misma como una forma de terapia.

Moraima fue diagnosticada a los veinte años. Pasó su juventud con un dolor constante en las manos y las rodillas. Se agravó cuando se casó con un ingeniero, con quien se fue a vivir a Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela, entusiasmados con el proyecto industrial que emergió alrededor de las empresas procesadoras de los recursos minerales que se extraen de los cientos de yacimientos que hay en esa zona del país.

Allí formaron una familia. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón, que al crecer estudiaron Periodismo y Medicina, respectivamente. Moraima siempre contó con el tratamiento que necesitaba, una terapia que controlaba el avance de su condición. Hasta que en 2015 el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, el ente estatal que distribuye esos medicamentos de alto costo, dejó de importarlo.

Sus dos hijos debieron organizarse para que los fármacos no faltaran y para costear en clínicas privadas las cirugías que comenzó a necesitar la madre. La artritis desgastó las rodillas de Moraima, por lo que requería que le implantaran prótesis. Pero en los hospitales cercanos no podían llevar a cabo esos procedimientos, los médicos siempre le decían que los quirófanos estaban contaminados con bacterias.

Las cosas para ellos se comenzaron a complicar todavía más en 2018, cuando Moraima viajó a Barquisimeto, la ciudad del noroccidente venezolano de la que es oriunda, para unirse a la multitudinaria procesión de su patrona, la virgen de la Divina Pastora, y allá se cayó de unas escaleras. Se fracturó la cabeza del fémur de la pierna izquierda. Necesitaba una prótesis con urgencia. Su hija gastó sus ahorros comprándola. El médico le dijo que le funcionaría de por vida, pero tres años después comenzó a molestarle: Moraima cojeaba, le dolía.

Los doctores confirmaron que la prótesis se había aflojado. Ese desperfecto es lo que ocasionó que ahora, en 2022, ella tenga un desgaste en la cadera y no pueda caminar ni bailar ni hacer casi nada.

Para la familia esta ha sido una época particularmente compleja. Porque los huesos del padre también se revelaron frágiles. A sus 72 años, el esposo de Moraima era una persona sana. Ya había dejado de trabajar como ingeniero y de dar clases en universidades porque más dinero invertía yendo a las aulas que lo que ganaba por ello. En octubre de 2021 tuvo un pequeño accidente doméstico y comenzó a cojear. Quince días después todavía le dolían mucho la pierna izquierda, la ingle y la columna. El especialista que lo examinó le indicó una placa a través de la cual vio que tenía dañados la cadera y el fémur.

Su hijo médico trabaja en un hospital, y logró que un compañero residente lo operara. La familia tuvo que llevar todos los insumos que se necesitaban. El señor salió bien, pero el postoperatorio ha sido lento, muy lento. En parte es por esta contingencia que cuando se hizo urgente la operación de Moraima, ya la familia no contaba con  recursos.

—Mi hijo no me puede ayudar en el hospital porque la operación que requiero es distinta a la que necesitó mi esposo —me explica Moraima—. Por un lado, soy hipertensa, razón por la cual hay que tener unos cuidados especiales, que en el hospital no me pueden garantizar. Además, requiero una prótesis, que está en 7,800 dólares, y en otra casa médica cuesta 5,100 dólares. Eso sin contar los demás gastos: los honorarios médicos, la rehabilitación. El monto total llega a los catorce mil dólares. Que es mucho.

Moraima quizá no lo sabe, pero el día de agosto de 2022 en que Clavel, su hija, publicó la campaña de recolección de fondos, lloró mucho. Sentía impotencia, frustración.

—Yo estoy acostumbrada a resolver por mis propios medios, ¿cómo es posible que ahora no puedo? —se preguntaba Clavel mientras no paraba de llorar.

Una vez —era 2010 o 2011, no recuerda— llevó a su madre a un hospital por un dolor abdominal muy fuerte. Recuerda que tuvo que esperar durante horas para que la atendieran. Y allí, en un rincón de esa sala de espera, se sintió desamparada (como se sentiría tantas otras veces). Su madre era una más entre decenas de personas que estaban en la sala de urgencias. Sintiéndose ignorada, lloró mucho. Y aunque aquel episodio no pasó a mayores, salió convencida de que debía contratar un seguro médico privado para su madre. Le quedaba difícil pagarlo, pero prefería intentarlo como fuera.

Lo hizo, pero al cabo de pocos años se aceleró el desplome de la economía en Venezuela. Los seguros cubrían montos irrisorios que no servían ni para costear el ingreso a emergencias. Mantenerlo ya no tenía sentido, así que Clavel dejó de pagarlo.

—Es por eso que nos quedamos sin forma de costear esto. Esos catorce mil dólares que requiere mi mamá son una cifra que me rebasa por completo.

Clavel vive en Miami. Migró en 2020, como han hecho más de 6.8 millones de venezolanos, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Ha seguido la convalecencia de sus padres desde el exterior.

—No estoy aquí consolidada, no estoy holgada… —me dice—. No puedo quedarme en bancarrota porque sigo siendo el sostén de mis papás: si yo me hundo, nos hundimos todos. Seguir avanzando, seguir sosteniéndolos es algo que no puedo hacer sola. Me gustaría poder resolver esto rápido… Yo sé que soy una más de mucha gente que necesita. La campaña sirve sobre todo para visibilizar la causa. Para que la gente que conoces se entere y ayude con lo que pueda. Así sea solo difundiendo. Cuando uno está en esto, todo cuenta. Todo suma. Todo.

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—Me siento como una mendiga —me dice Osdalys Vera.

Tiene 75 años, 45 de los cuales los pasó dando clases en universidades. Ahora está jubilada. Como a Moraima Morales, a ella se le dificulta mucho moverse. Pasa los días, las tardes, las noches acostada porque le duele al caminar. Sale muy poco de su casa, ubicada en Valencia, estado de Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas.

A ella lo que la tiene paralizada es un desgaste en la columna. El médico le explicó que una vértebra se desplazó de su lugar y, mediante una cirugía, debe llevarla de nuevo a su sitio. “Debe ser cuanto antes”, le ha insistido. Solo así se evitará que esa vértebra se ponga rígida, cosa que complicaría el cuadro clínico de Osdalys. El doctor también le ha dicho que, como es una paciente de alto riesgo (por el desfibrilador que tiene en el corazón desde hace años), no es buena idea que se someta a esa operación en un hospital público, donde en caso de una emergencia no tendrán los insumos para solventarla. Le ha recomendado que haga hasta lo imposible por conseguir dinero para que la intervengan en una clínica privada.

—Nosotros, los profesores, teníamos beneficios laborales, buenos seguros médicos. Pero todo eso fue desapareciendo.

Osdalys requiere, como Moraima, unos catorce mil dólares. Sin ahorros, y con una póliza de seguro de apenas dos mil dólares, comenzó a pedirles dinero a sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a sus amigos. No tuvo éxito, le dieron muy poco.

—Y lo entiendo —me dice—. En Venezuela las cosas no son fáciles. Aunque a uno quieran apoyarlo, la gente está muy apretada económicamente. El país está mal aunque algunos digan que ya se arregló.

Fue entonces cuando alguien le habló de GoFundMe. Le contaron que en el mundo hay filántropos que donan dinero a causas desconocidas. Le recomendaron que contara ahí su historia, a ver si conmovía a alguien. Y fue lo que hizo. Así, como si lanzara una botella al mar.

—Me daba pena. Pero el médico me dice que mi lesión es progresiva, que no se estanca, que evoluciona, que incluso puedo dejar de caminar. Y yo quiero caminar. Quedarme detenida compromete mi futuro y el de mi hija, que tiene una discapacidad. Estoy muy angustiada. Necesito ayuda.

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Una noche, mientras se palpaba los senos, Luisa Maracara se dio cuenta de que tenía una pelotita en la mama derecha. De inmediato llamó a su mejor amiga, que es cirujana oncóloga, quien la citó en su consultorio al día siguiente. Al examinarla, le dijo que, en efecto, tenía una protuberancia en ese seno. Le indicó una mamografía y le hizo una biopsia que estuvo lista semanas después.

Luisa, que es periodista, abrió el sobre con los resultados en el estacionamiento de la redacción en la que trabajaba, leyó el informe que decía “positivo para carcinoma mucinoso”, un tipo de cáncer de mama muy agresivo, y se puso a llorar.

Eso ocurrió a finales de 2008. El 12 de enero de 2009 le hicieron una mastectomía parcial en la que le extirparon el tumor. Se sometió a doce ciclos de quimioterapia y treinta de radioterapia. Pudo hacerlo porque contó con el seguro médico que el periódico había contratado para ella. Después de meses de tratamiento, en los que se le cayó el pelo, padeció náuseas, diarreas y deshidrataciones, no encontraron en su cuerpo rastros de enfermedad: fue declarada en remisión.

Pasaron diez años. Fue una década de constante vigilancia clínica. La doctora le explicó que, según la literatura médica, después de ese tiempo, una recaída es poco probable. Luisa se puso feliz. Celebró que finalmente estaba parada en un terreno más seguro.

Pero seis meses después de esa consulta, volvió a sentirse una pelotica en el seno. Los exámenes confirmaron que un nuevo tumor estaba comenzando a crecer. Era diminuto, medía apenas milímetros. La oncóloga decidió que había que hacer una mastectomía total.

Ya era 2020. Había comenzado la pandemia de covid-19 y tanto las clínicas privadas como los hospitales públicos no se daban abasto ante la alta demanda de pacientes. En las clínicas a las que fue a pedir presupuesto le dijeron que no aceptaban su póliza. Su corredor de seguros le aconsejó que se operara contra reembolso. Es decir, que ella pagara la operación con su dinero, y que el seguro luego se lo reponía.

—Yo soy coordinadora editorial de un medio de comunicación y le hago seguimiento a la crisis sanitaria. Sé que en Caracas hay un solo mamógrafo que sirve, y es de tecnología antigua; no hay un sitio público donde hacerse radioterapias; no hay dónde hacerse una tomografía; sé que en las farmacias de alto costo están entregando las quimios vencidas... Por eso, no me planteé ir al sistema público. Yo tenía urgencia de operarme. Porque, tú sabes, la enfermedad no espera.

La cirugía, en octubre de 2020, costó siete mil dólares. Ella no tenía cómo pagarla, pero un amigo le prestó el dinero con la condición de que se lo devolviera apenas el seguro le reembolsara. Pero cuando eso ocurrió, en diciembre, al fragor de la hiperinflación en la que estaba sumida Venezuela, el seguro solo le reconoció una cantidad de bolívares equivalente a tres mil dólares. Faltaban cuatro mil, que Luisa no tenía de dónde sacar. Aparte de la deuda, había gastos asociados al proceso postoperatorio y, por si fuera poco, los médicos le dijeron que era probable que requiriera quimioterapia de nuevo.

Luisa estaba agobiada. Sus allegados le insistieron en que debía estar tranquila, que al cáncer no le sumara problemas económicos. Y le sugirieron que hiciera una campaña de recolección de dinero en GoFundMe. A ella no le agradó la idea, pero no vio otra opción. Les hizo caso y en tres semanas logró reunir el monto y pagarle a su amigo.

—Sin la solidaridad de la gente no lo hubiese podido lograr —me dice ahora, aliviada.

Luisa ya está sana. Ha retomado su rutina. Como periodista sigue llevándole el pulso a ese desastre que es la salud pública en Venezuela y que ella pudo evitar. Su campaña ya no está en línea. La cerró una vez que llegó a la meta, tal como yo hice cuando mi madre falleció y dejé de necesitar dinero para su enfermedad.

He estado revisando las de Widney, Osdalys y Moraima. Hay gente que dona tan poco como cinco dólares. Hay gente que dona montos gruesos, como quinientos dólares. Hay gente que conoce a los pacientes o a sus familias, y hace aportes. Hay gente anónima que colabora. Hay gente que pone dinero sin emitir mensaje alguno. Hay gente que pone dinero y escribe cosas así:

“Como paciente recientemente diagnosticada con esta enfermedad y compañera de clases de Clavel, les mando a las dos un fuerte abrazo y mucho ánimo para salir adelante y que esta operación suponga una gran mejora de calidad de vida.”

“Todo va a salir muy bien.”

“Poco a poco lo lograremos :)”

Y lo lograron. Me emocioné al saber que el lunes 14 de noviembre Moraima fue operada. “Estoy bien, ya en casa”, me escribió cuando le pregunté cómo había salido. Clavel me contó que a través de GoFundMe no llegaron al monto total que necesitaban. Pero con los 3,464 dólares que recolectaron por esa vía, más los donativos que vinieron de otras partes, más un préstamo que pidió, más parte de su dinero propio, pudieron pagar la cuenta.

Clavel escribió un mensaje en Instagram que dice: “¡Gracias a mi familia y a los amigos que colaboraron con un RT y con una llamada para que mi mamá pudiese operarse! [...] La operaron y le dieron de alta. Y, como ven, está excelente”. Es verdad: en el video que acompaña el texto, Moraima aparece caminando con una andadera, poco a poco, sin dolor.

Vuelvo a pensar entonces en una frase que, cuando tuve que pedir dinero, me animó mucho. “Hay milagros en la bondad.” Hay milagros en la bondad y, en medio de la tribulación, es bueno dejar que pasen. Es bueno permitirse verlos. Existen. El hecho de que yo esté aquí contando esta historia quizá sea una prueba. Porque creo que estoy vivo, en buena medida, gracias a la generosidad de tantos.

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