En México y gran parte de la ruta por el continente americano, es más acuciante la probabilidad de que una persona migrante, que viaja de forma irregular, sea víctima de violencia. Durante su tránsito se han recrudecido las agresiones, delitos y las violaciones a sus derechos, lo que ha impactado en la movilidad humana: cada vez más personas deciden permanecer en la capital mexicana y solicitar cita para pedir asilo en Estados Unidos, según un reciente monitoreo de la Agencia de la ONU para los Refugiados. Así, se sienten más resguardadas.
Esos análisis arrojaron que el 56% de los migrantes que atravesaron el país el año pasado sufrieron algún tipo de abuso. Además, quienes transitan sin documentos son más propensos a ser extorsionados por parte de funcionarios públicos. Para algunas personas transitar por México es tan peligroso como hacerlo por la selva del Darién. Los delitos más comunes que sufre la población migrante son robo, extorsión y lesiones, aunque se enfrentan a menudo con abusos de autoridad, violencia sexual, secuestro y a que los maten.
Esta siniestralidad va en aumento en la medida en que las políticas migratorias son más restrictivas; entre otras razones, porque criminalizan y exponen a las personas a esperas demasiado largas en ciudades con altos índices de inseguridad como Reynosa o Matamoros. Esos infiernos impactan, no sólo en la integridad física, sino también en la salud mental.
Ante ese abandono institucional en lugares extremos, cientos de esas personas traumatizadas son atendidas por Médicos Sin Fronteras (MSF) desde hace más de una década en diferentes puntos de la ruta migratoria y específicamente en el Centro de Atención Integral (CAI). Esas paredes, que dan forma a una especie de vecindad en la colonia Guerrero, fueron el salvavidas para Luis y Maguedala, que como tantos más han padecido una cadena de tratos inhumanos y tortura.
Solo en 2023, la organización humanitaria atendió en todo México a 10 842 personas migrantes con afectaciones en su salud mental, casi el doble que en 2022. El principal trastorno detectado fue el estrés postraumático: una sensación de miedo constante en la que el cerebro libera adrenalina. Otros diagnósticos recurrentes son la reacción al estrés agudo, el desorden de ansiedad y la depresión.
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Cuando Luis Vásquez llegó de Tijuana al CAI acarreaba todos esos daños. Estaba en hiperalerta. No caminaba por la calle, porque pensaba que lo podían volver a secuestrar. Y, de hecho, así fue. Una vez en Ciudad de México y antes de ingresar al CAI, lo intentaron levantar de nuevo. No podía salir a trabajar, ni comer ni dormir. Conocía a pocos y no confiaba en nadie. Era muy cerrado, distante, y cualquier situación sospechosa le despertaba ideas destructivas y suicidas. Su psicóloga, Patricia Martínez, describe todo eso como una historia de politrauma que comienza en su infancia.
¿Por qué un mismo episodio traumático en el camino tiene un efecto diferente en cada persona? Para responderlo, el equipo interdisciplinario de MSF, antes de iniciar la terapia, realiza un cuestionario exhaustivo sobre su pasado y contexto. "Eso nos ayuda a descifrar por qué no puede manejar el estrés o por qué cierto incidente termina por desbalancear su funcionalidad cerebral", explica Martínez. Con esa necesidad de atención psicológica o psiquiátrica ingresan todos los pacientes al CAI.
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Sin embargo, antes de empezar su tratamiento, deben tener garantizada su seguridad y unas condiciones mínimas de vida. En el caso de Luis, lo apoyaron para conseguir alojamiento. "Antes de llegar al CAI no hablaba por temor a lo que pudiera suceder y porque nadie me iba a creer. No confiaba en los psicólogos —dice Luis—. En cambio, aquí me comprendieron. Sentí esa satisfacción de que alguien creía en mí y lo que decía les parecía importante”. Tratar a una persona como si no fuera enferma, sino un ser humano, permite que se tome en serio la terapia. Para este salvadoreño fue sanador. Tras su primer secuestro en Tapachula, renunció a su identidad. Llevaba barba larga o se rapaba el pelo para esconderse. Después de las primeras sesiones semanales con Patricia, pudo reconocer nuevas partes de sí mismo, como que es un actor nato.
La dinámica se basa en un enfoque psicosocial que, además de tratar aspectos del pasado, ahonda en espacios del día a día. "Procuro recuperar sus saberes y trabajar con ellos. Las conversaciones horizontales, de igual a igual, logran cercanía y contribuyen a desestigmatizar la salud mental convencional", asegura Martínez. El objetivo a mediano plazo es que esas conversaciones se den también de forma colectiva, es decir, que compartan su proceso con otras personas de su entorno.
Nada de esto sería posible sin la intervención también de la psiquiatría. Los psicofármacos que toma Luis le ayudaron a ver su vida con más paciencia y fuerza. Antes era muy impulsivo y, si no le salía algo, se deprimía con facilidad. Entonces, abandonaba su terapia. "Entendí que la psicología no me va a solucionar la vida, o sea, te sirve para encontrar el orden", dice. Empezó a hacer meditación, a alimentarse mejor y a concentrarse. Comprendió que él no es el culpable de lo que le pasó.
El síndrome Ulises
Tal es el padecimiento emocional de las personas migrantes que a su estrés crónico y reactivo se le puso un nombre, el síndrome de Ulises. El Grupo de Estudios de Seguridad Internacional lo define como un duelo extremo que se expresa en el límite entre el área de la salud mental y de la enfermedad. No son los duelos comunes. Están agudizados por el cierre de fronteras, la incertidumbre de las políticas migratorias, la falta de acceso a información, a la realización de trámites y su lucha por sobrevivir. La migración en sí no es una causa directa de los trastornos, lo son todo el cúmulo de obstáculos a los que se enfrentan.
La ruta migratoria tiene tres etapas: El antes, cuando se preparan para abandonar su lugar de origen. El durante, el trayecto. Y el después, una vez que tratan de integrarse. Todas las etapas conducen a una angustia psicológica, aunque no en todas las personas repercute de la misma manera. Quienes viajan para vivir y trabajar en otro país y terminan bajo explotación y aislamiento, o quienes buscan refugio para huir de la violencia, sufren consecuencias severas en su salud.
A Maguedala Police la violaron varias veces en Haití. Se acostumbró a ir al centro médico para hacerse análisis de enfermedades de transmisión sexual. Dejó atrás a su marido y a su madre para darle una vida digna al bebé que crecía en su vientre. "En el recorrido tuve una experiencia muy humillante y fuerte. Los agentes y otros migrantes me culpaban por viajar embarazada. Me sentí triste y sola", cuenta Maguedala, pero no da más detalles de lo que vivió. Jayzen nació en un hospital público de Ciudad de México y regresó al albergue Casa Mambré sin haberse recuperado por completo de la cesárea. Los tres meses siguientes de dolores, insomnio y de una cotidianeidad reducida a un colchón en el suelo y un baño compartido, detonaron una severa depresión.
Un equipo de MSF acudió al albergue para conocer su estado y tenderle la mano. En sus visitas al CAI la han escuchado e, igual de importante, ha podido participar en talleres lúdicos, lavar su ropa y conocer a otras personas. "Para mí este lugar representa paz. Me he aferrado a una rutina que me ayuda a confiar en mí y recuperar mis proyectos de vida", dice a sus 35 años. Maguedala buscaba un lugar seguro donde rehacer su vida, pero, cuando se acercó a la Comisión de Atención al Refugiado (Comar), sólo le dieron largas y un papelito con la dirección de un albergue. Es una de las más de 140 000 personas que el pasado año pidieron protección al gobierno de México, el quinto país con más solicitudes de asilo en el mundo.
Servicios médicos insuficientes
La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda crear servicios multidisciplinarios e integrales para atender la salud física y mental de la población migrante. Sin embargo, esto parece inviable en países de tránsito y recepción, como México, incluso para sus propios habitantes. Si bien existe un marco jurídico para asegurar la salud universal, en la práctica, la atención es precaria. México destina alrededor del 2% de su presupuesto sanitario para atender los problemas psicosociales, según la Secretaría de Salud.
“Eso ya nos habla de que existen muy pocas instituciones con atención especializada y muy pocos profesionales formados en esa área, que, además, sigue siendo estigmatizada por la sociedad en general e incluso por los mismos equipos médicos”, afirma una de las psiquiatras de MSF, Betsabé Velásquez, quien da seguimiento a los casos de Luis y Maguedala. La dimensión de la emergencia migratoria y el agravamiento de las condiciones de tránsito vuelven al fenómeno una cuestión de salud pública.
Los países se ven desbordados y también las organizaciones no gubernamentales que tratan de cubrir ese vacío. "Resulta muy difícil identificar los casos en grandes concentraciones de personas (varadas por las trabas administrativas impuestas por México) y requieren de una atención extensa y específica", explica Velásquez. Los procesos de terapia en el CAI suelen durar de tres a seis meses. Por eso, al año acompañan a poco más de un centenar de personas migrantes. Parece poco en cifras, pero el impacto es enorme en cada una de esas vidas.
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Luis y Maguedala entraron en procesos terapéuticos que les ayudaron a recuperar su funcionalidad y, sobre todo, la confianza en sí mismos y en el prójimo. La relación que entablaron con su psicóloga les permitió hablar de las situaciones dolorosas que vivieron y comprender que todos los días deben esforzarse para seguir adelante, dejando algunos recuerdos guardados, porque ahora son más que eso.
Luis entró como extra en una serie de humor mexicana y por su actitud y dotes consiguió un papel secundario. Representa a un policía, conocido como "La flor más bella". Así se siente él también cuando sale del rodaje. Maguedala tiene algo de tiempo para descansar y pensar en su futuro cuando otras migrantes le cuidan a su hijo. Quiere abrir un salón de maquillaje y vender ropa, como hacía en su país. Y que su pequeño pueda ir a la escuela. Ambos llegaron a la Ciudad de México el año pasado. Estaban emocionalmente destruidos, tan secos por dentro como el jardín donde se conocieron. Y, como ellos, esas flores se resistían a borrarse. El patio del CAI es hoy su hogar, o el refugio que buscaban, al menos para su alma.