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Ilustración de Tania Nieto.
El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, presentó nuevas contribuciones para reducir las emisiones GEI en 35% hacia 2030. El presidente colombiano, Gustavo Petro, se comprometió a combatir el calentamiento global mediante un decálogo. Ninguna de estas propuestas asume con seriedad el reto de descarbonizar las economías de ambos países.
Al hablar de los esfuerzos que deben hacer los países para lidiar con el calentamiento global —y que ahora mismo se discuten en la COP—, el 2022 tendrá que ser recordado como un año confuso. La mitigación del cambio climático y la adaptación a sus efectos están amarrados al uso de la energía —en específico, a la transición del carbón y el petróleo a las fuentes “limpias”—, pero la fragilidad y las grietas de muchos sistemas energéticos quedaron en evidencia con la dislocación en los mercados que provocó la invasión rusa a Ucrania, mientras la economía mundial demandaba más energía. Es cierto que los países desarrollados tienen mucho por hacer, pero a la vez preocupan los casos de México y Colombia: los compromisos que anunció el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, simplemente no son realistas, y lo mismo se puede decir del discurso que dio el presidente colombiano.
Mientras Europa padece los elevados precios del gas y el mundo se enfrenta a que los precios de los combustibles derivados del petróleo se han mantenido altos durante varios meses, políticos, empresarios y ciudadanos de todas partes se preguntan si la transición a las economías con una mayor electrificación y el uso más intensivo de fuentes renovables es causa o remedio de la inseguridad energética. Al reverso de esa moneda está la pregunta que se hizo la Agencia Internacional de Energía (IEA por sus siglas en inglés) en su “Perspectiva energética mundial 2022”: ¿la crisis actual impulsa o retrasa la transición energética?
La pregunta no es gratuita y las respuestas no pueden ser solamente técnicas ni económicas, pero tampoco pueden prescindir del conocimiento especializado sobre tecnologías, su financiamiento y el impacto que estas pueden tener en el desarrollo de las personas y su entorno. La IEA delineó, por ejemplo, diez guías para una transición energética segura, que incluyen desde los paradigmas de inversión, la eficiencia en el uso de la energía y la reutilización de la infraestructura existente hasta la corrección de mercados, pasando por políticas de inclusión para la población de los países cuyo crecimiento está en la senda de los hidrocarburos.
No busco extenderme mucho sobre estas diez guías, pero sí vale la pena hablar al menos de las inversiones que se requieren para alcanzar algunas metas globales, en particular mientras la COP se desarrolla en Egipto, pues como lo previó Andrea Bizberg en un texto publicado por Gatopardo recientemente, la conferencia de este año tiene uno de sus núcleos más densos en el financiamiento requerido por los países con menos recursos y más vulnerabilidad ante el calentamiento global.
La gráfica 1 muestra las inversiones en 2021 y tres escenarios más para 2025 y 2030. El escenario STEPS (Stated Policies Scenario), de manera simple, refleja la inercia de las políticas implementadas y sus inversiones resultantes. En el escenario APS (Announces Pledged Scenario), los países cumplen con sus metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), lo que no necesariamente basta para detener el calentamiento global antes de que sus riesgos sean demasiado altos. En el escenario NZE (Net Zero Emissions) se alcanzan a eliminar las emisiones netas de GEI para 2050, lo que implica que todas las emisiones se capturen de alguna manera y el calentamiento global no supere los 1.5 °C.
Como se puede observar, en 2021 la inversión en energías limpias (con menos o nulas emisiones GEI asociadas) y en eficiencia energética ya superó los 1.2 billones de dólares (trillones en inglés) y a las inversiones en combustibles fósiles en menos de 2 a 1 (ese cociente se lee con el eje derecho de la gráfica). De seguir con la inercia (STEPS), para 2030 la razón entre energías limpias y fósiles será apenas de 2 a 1; si los países se apegan a sus compromisos (APS), esa razón tendrá que ser de más de 4; y, para lograr un escenario de emisiones netas cero (NZE), por cada dólar que se invierta en energías fósiles, se tendrán que invertir nueve en energías limpias.
Esta es una de las razones por las que las COP y su objetivo de atenuar el calentamiento global van perdiendo credibilidad, sobre todo entre muchos activistas ambientales y más todavía en un año en que la geopolítica y algunas relaciones comerciales han sido muy tensas, pues ambas reducen la posibilidad de la cooperación y del financiamiento a las economías que más lo requieren.
En este escenario llaman la atención las posturas de dos países latinoamericanos. El discurso del presidente colombiano, Gustavo Petro, y la presentación de los compromisos renovados de México difieren de tono, pero coinciden en avanzar en el camino a la descarbonización. Desafortunadamente, también coinciden en la dificultad para alcanzar esa meta, aunque por motivos distintos: al discurso del presidente Petro le falta realismo y a las promesas de México les falta seriedad.
En su discurso, el presidente colombiano enunció un decálogo “para enfrentar la crisis climática”. Con un mensaje apasionado y rebelde ante lo que identifica como el fracaso de las COP, llamó a la movilización. Dijo que es “la hora de la humanidad, no de los mercados” y que “la solución es un mundo sin petróleo y sin carbón”. En esto redundan los puntos 1, 2, 4 y 6 de su decálogo, que de varias formas coinciden en el propósito que tienen los Acuerdos de París: avanzar con compromisos diferenciados hacia la descarbonización para proteger a la humanidad.
En sus planteamientos más concretos, Petro afirmó, en el punto 3, que solo una “planificación pública, global y multilateral permite avanzar a una economía descarbonizada”. Puede ser que el presidente de Colombia estuviera describiendo una vez más las tareas de las COP, aunque leyendo entre líneas podría interpretarse que está sugiriendo una economía planificada, lo cual no sería garantía de nada salvo de que se hará la voluntad de los planificadores.
Los puntos 7, 8 y 9 apuntan a que los organismos multilaterales (en particular, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional) y la banca privada dejen de financiar o promover el uso de energías fósiles y a que cambien “deuda por inversión para la adaptación y mitigación del cambio climático en los países en desarrollo”. Sin embargo, Colombia enfrenta un reto —que comparte con muchos países— a la hora de reducir la escala de su producción de hidrocarburos.
El reto se ha dibujado por lo que primero fue una pugna entre la viceministra de Energía, Belizza Ruiz, y el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo. En octubre Ruiz dijo que “no habrá más exploración ni explotación de hidrocarburos. No sé qué parte de esa frase no han entendido”, pero Ocampo la desmintió en aquella ocasión y en fechas más recientes ha dicho que “las exportaciones de petróleo tienen que continuar”. Mientras tanto, entre junio y octubre de este año el peso colombiano se ha depreciado 24% frente al dólar y 14% frente a otras divisas latinoamericanas, un fenómeno multifactorial, pero al que no ayuda la incertidumbre en un sector tan importante como el energético.
El discurso de Gustavo Petro y de muchos activistas no tiene mayor problema en su contenido más básico, aquel que clama por una transición energética y económica que tome en cuenta la vida de las personas como un criterio ético más importante que las transacciones comerciales. El problema, más allá de los lugares comunes —como pedir la paz mundial, algo que lo mismo han hecho Petro, López Obrador y las Miss Universo—, está en que esos discursos no reconocen la escala y la funcionalidad —así sea limitada o defectuosa, si se quiere— de una economía basada en el carbono. La adicción al petróleo de las economías contemporáneas no se puede curar de un día para otro y menos sin ofrecer un parche contra el síndrome de abstinencia que se haría sentir en el poder político, en las rentas masivas y en las derramas de eficiencia económica que representan el petróleo y el gas. Por eso no se puede, así nomás, “desvalorizar la economía de los hidrocarburos y valorizar las ramas de la economía descarbonizada”, por atractiva que sea la frase, puesto que esos cambios de valor ocurren de manera fundamental en los mercados.
Una muestra clara de esa adicción al petróleo se halla en México. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard —en conjunto con el enviado presidencial de Estados Unidos, John Kerry— presentó nuevas contribuciones determinadas a nivel nacional para reducir las emisiones GEI ya no en 22%, sino en 35% hacia 2030 (risas grabadas).
Para lograrlo, se supone que Pemex dejará de quemar y ventear* en las operaciones rutinarias, lo que requiere una inversión de más de dos mil millones de dólares. El primer problema es que ese plan ya existía desde 2016, pero fue abandonado. Además, se pretende añadir treinta gigawatts (GW) de capacidad de generación eléctrica a través de las fuentes eólica, solar, hidroeléctrica y geotérmica. Sin embargo, de acuerdo con el Programa de Desarrollo del Sistema Eléctrico Nacional 2022-2036 (Prodesen), las metas de adición de capacidad instalada entre 2026 y 2035 serían de 32 GW, y de estas solo el 72% provendría de esas fuentes consideradas limpias. La viabilidad del Prodesen ha sido cuestionada simplemente por el desempeño de México en cuanto a las energías renovables durante los últimos años, pues se ha bloqueado la inversión privada en este sector y la CFE no tiene centrales renovables, mientras que sus planes contemplan solamente incorporar una planta fotovoltaica en Sonora, donde las líneas de transmisión están saturadas. Así, los compromisos anunciados para México por Ebrard son inverosímiles.
En el comunicado conjunto también se anunció “una meta compartida de lograr que, para el 2030, el 50 % de las ventas [de automóviles] sean de vehículos de cero emisiones”. Hace unos días el presidente López Obrador dijo que sería el 50 % pero de la producción de automóviles, por lo cual la meta es ambigua. En cualquier caso, si esto se consigue será gracias al despliegue de electromovilidad en el mercado estadounidense, pero México está haciendo muy poco por mejorar en ese aspecto. Las principales pruebas son la insistencia del gobierno en incrementar la producción de combustibles —motivo por el cual se está construyendo una refinería y se compró otra— y el descuido en la transmisión y distribución eléctrica, sectores clave para que la electromovilidad y su demanda de energía pueda ser abastecida.
Como decía, si al discurso de Petro le falta realismo, a los compromisos de México les falta seriedad. Lo desolador, me parece, es que incluso si nuestro país cumpliera con esos compromisos, quedaría lejos de sus contribuciones necesarias para que el calentamiento global se mantenga por debajo de los 2 °C, como se puede ver en la siguiente gráfica, que muestra el escenario de las emisiones bajo las contribuciones previas (la proyección en 2020), el escenario con las nuevas proyecciones, que implican reducir más las emisiones, y los requerimientos estimados por Climate Action Tracker para que México contribuya efectivamente a desacelerar el calentamiento global.
El 2022 ha sido un año de muchos desafíos económicos y políticos por todas partes. En lo que respecta a desacelerar el calentamiento global, ha puesto a prueba la solidez de la cooperación multilateral, ha mostrado que las buenas intenciones son insuficientes y ha dejado al descubierto las dificultades que nos impone la inercia de las instituciones, la tecnología y las finanzas. En situaciones como esta, el escepticismo y un saludable pesimismo no están tan mal. A lo mejor así se nos ocurren cosas nuevas, no solo en México y en Colombia, sino a nivel mundial.
*El venteo es la liberación de gas metano, usualmente producido en conjunto con el petróleo, a la atmósfera.
El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, presentó nuevas contribuciones para reducir las emisiones GEI en 35% hacia 2030. El presidente colombiano, Gustavo Petro, se comprometió a combatir el calentamiento global mediante un decálogo. Ninguna de estas propuestas asume con seriedad el reto de descarbonizar las economías de ambos países.
Al hablar de los esfuerzos que deben hacer los países para lidiar con el calentamiento global —y que ahora mismo se discuten en la COP—, el 2022 tendrá que ser recordado como un año confuso. La mitigación del cambio climático y la adaptación a sus efectos están amarrados al uso de la energía —en específico, a la transición del carbón y el petróleo a las fuentes “limpias”—, pero la fragilidad y las grietas de muchos sistemas energéticos quedaron en evidencia con la dislocación en los mercados que provocó la invasión rusa a Ucrania, mientras la economía mundial demandaba más energía. Es cierto que los países desarrollados tienen mucho por hacer, pero a la vez preocupan los casos de México y Colombia: los compromisos que anunció el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, simplemente no son realistas, y lo mismo se puede decir del discurso que dio el presidente colombiano.
Mientras Europa padece los elevados precios del gas y el mundo se enfrenta a que los precios de los combustibles derivados del petróleo se han mantenido altos durante varios meses, políticos, empresarios y ciudadanos de todas partes se preguntan si la transición a las economías con una mayor electrificación y el uso más intensivo de fuentes renovables es causa o remedio de la inseguridad energética. Al reverso de esa moneda está la pregunta que se hizo la Agencia Internacional de Energía (IEA por sus siglas en inglés) en su “Perspectiva energética mundial 2022”: ¿la crisis actual impulsa o retrasa la transición energética?
La pregunta no es gratuita y las respuestas no pueden ser solamente técnicas ni económicas, pero tampoco pueden prescindir del conocimiento especializado sobre tecnologías, su financiamiento y el impacto que estas pueden tener en el desarrollo de las personas y su entorno. La IEA delineó, por ejemplo, diez guías para una transición energética segura, que incluyen desde los paradigmas de inversión, la eficiencia en el uso de la energía y la reutilización de la infraestructura existente hasta la corrección de mercados, pasando por políticas de inclusión para la población de los países cuyo crecimiento está en la senda de los hidrocarburos.
No busco extenderme mucho sobre estas diez guías, pero sí vale la pena hablar al menos de las inversiones que se requieren para alcanzar algunas metas globales, en particular mientras la COP se desarrolla en Egipto, pues como lo previó Andrea Bizberg en un texto publicado por Gatopardo recientemente, la conferencia de este año tiene uno de sus núcleos más densos en el financiamiento requerido por los países con menos recursos y más vulnerabilidad ante el calentamiento global.
La gráfica 1 muestra las inversiones en 2021 y tres escenarios más para 2025 y 2030. El escenario STEPS (Stated Policies Scenario), de manera simple, refleja la inercia de las políticas implementadas y sus inversiones resultantes. En el escenario APS (Announces Pledged Scenario), los países cumplen con sus metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), lo que no necesariamente basta para detener el calentamiento global antes de que sus riesgos sean demasiado altos. En el escenario NZE (Net Zero Emissions) se alcanzan a eliminar las emisiones netas de GEI para 2050, lo que implica que todas las emisiones se capturen de alguna manera y el calentamiento global no supere los 1.5 °C.
Como se puede observar, en 2021 la inversión en energías limpias (con menos o nulas emisiones GEI asociadas) y en eficiencia energética ya superó los 1.2 billones de dólares (trillones en inglés) y a las inversiones en combustibles fósiles en menos de 2 a 1 (ese cociente se lee con el eje derecho de la gráfica). De seguir con la inercia (STEPS), para 2030 la razón entre energías limpias y fósiles será apenas de 2 a 1; si los países se apegan a sus compromisos (APS), esa razón tendrá que ser de más de 4; y, para lograr un escenario de emisiones netas cero (NZE), por cada dólar que se invierta en energías fósiles, se tendrán que invertir nueve en energías limpias.
Esta es una de las razones por las que las COP y su objetivo de atenuar el calentamiento global van perdiendo credibilidad, sobre todo entre muchos activistas ambientales y más todavía en un año en que la geopolítica y algunas relaciones comerciales han sido muy tensas, pues ambas reducen la posibilidad de la cooperación y del financiamiento a las economías que más lo requieren.
En este escenario llaman la atención las posturas de dos países latinoamericanos. El discurso del presidente colombiano, Gustavo Petro, y la presentación de los compromisos renovados de México difieren de tono, pero coinciden en avanzar en el camino a la descarbonización. Desafortunadamente, también coinciden en la dificultad para alcanzar esa meta, aunque por motivos distintos: al discurso del presidente Petro le falta realismo y a las promesas de México les falta seriedad.
En su discurso, el presidente colombiano enunció un decálogo “para enfrentar la crisis climática”. Con un mensaje apasionado y rebelde ante lo que identifica como el fracaso de las COP, llamó a la movilización. Dijo que es “la hora de la humanidad, no de los mercados” y que “la solución es un mundo sin petróleo y sin carbón”. En esto redundan los puntos 1, 2, 4 y 6 de su decálogo, que de varias formas coinciden en el propósito que tienen los Acuerdos de París: avanzar con compromisos diferenciados hacia la descarbonización para proteger a la humanidad.
En sus planteamientos más concretos, Petro afirmó, en el punto 3, que solo una “planificación pública, global y multilateral permite avanzar a una economía descarbonizada”. Puede ser que el presidente de Colombia estuviera describiendo una vez más las tareas de las COP, aunque leyendo entre líneas podría interpretarse que está sugiriendo una economía planificada, lo cual no sería garantía de nada salvo de que se hará la voluntad de los planificadores.
Los puntos 7, 8 y 9 apuntan a que los organismos multilaterales (en particular, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional) y la banca privada dejen de financiar o promover el uso de energías fósiles y a que cambien “deuda por inversión para la adaptación y mitigación del cambio climático en los países en desarrollo”. Sin embargo, Colombia enfrenta un reto —que comparte con muchos países— a la hora de reducir la escala de su producción de hidrocarburos.
El reto se ha dibujado por lo que primero fue una pugna entre la viceministra de Energía, Belizza Ruiz, y el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo. En octubre Ruiz dijo que “no habrá más exploración ni explotación de hidrocarburos. No sé qué parte de esa frase no han entendido”, pero Ocampo la desmintió en aquella ocasión y en fechas más recientes ha dicho que “las exportaciones de petróleo tienen que continuar”. Mientras tanto, entre junio y octubre de este año el peso colombiano se ha depreciado 24% frente al dólar y 14% frente a otras divisas latinoamericanas, un fenómeno multifactorial, pero al que no ayuda la incertidumbre en un sector tan importante como el energético.
El discurso de Gustavo Petro y de muchos activistas no tiene mayor problema en su contenido más básico, aquel que clama por una transición energética y económica que tome en cuenta la vida de las personas como un criterio ético más importante que las transacciones comerciales. El problema, más allá de los lugares comunes —como pedir la paz mundial, algo que lo mismo han hecho Petro, López Obrador y las Miss Universo—, está en que esos discursos no reconocen la escala y la funcionalidad —así sea limitada o defectuosa, si se quiere— de una economía basada en el carbono. La adicción al petróleo de las economías contemporáneas no se puede curar de un día para otro y menos sin ofrecer un parche contra el síndrome de abstinencia que se haría sentir en el poder político, en las rentas masivas y en las derramas de eficiencia económica que representan el petróleo y el gas. Por eso no se puede, así nomás, “desvalorizar la economía de los hidrocarburos y valorizar las ramas de la economía descarbonizada”, por atractiva que sea la frase, puesto que esos cambios de valor ocurren de manera fundamental en los mercados.
Una muestra clara de esa adicción al petróleo se halla en México. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard —en conjunto con el enviado presidencial de Estados Unidos, John Kerry— presentó nuevas contribuciones determinadas a nivel nacional para reducir las emisiones GEI ya no en 22%, sino en 35% hacia 2030 (risas grabadas).
Para lograrlo, se supone que Pemex dejará de quemar y ventear* en las operaciones rutinarias, lo que requiere una inversión de más de dos mil millones de dólares. El primer problema es que ese plan ya existía desde 2016, pero fue abandonado. Además, se pretende añadir treinta gigawatts (GW) de capacidad de generación eléctrica a través de las fuentes eólica, solar, hidroeléctrica y geotérmica. Sin embargo, de acuerdo con el Programa de Desarrollo del Sistema Eléctrico Nacional 2022-2036 (Prodesen), las metas de adición de capacidad instalada entre 2026 y 2035 serían de 32 GW, y de estas solo el 72% provendría de esas fuentes consideradas limpias. La viabilidad del Prodesen ha sido cuestionada simplemente por el desempeño de México en cuanto a las energías renovables durante los últimos años, pues se ha bloqueado la inversión privada en este sector y la CFE no tiene centrales renovables, mientras que sus planes contemplan solamente incorporar una planta fotovoltaica en Sonora, donde las líneas de transmisión están saturadas. Así, los compromisos anunciados para México por Ebrard son inverosímiles.
En el comunicado conjunto también se anunció “una meta compartida de lograr que, para el 2030, el 50 % de las ventas [de automóviles] sean de vehículos de cero emisiones”. Hace unos días el presidente López Obrador dijo que sería el 50 % pero de la producción de automóviles, por lo cual la meta es ambigua. En cualquier caso, si esto se consigue será gracias al despliegue de electromovilidad en el mercado estadounidense, pero México está haciendo muy poco por mejorar en ese aspecto. Las principales pruebas son la insistencia del gobierno en incrementar la producción de combustibles —motivo por el cual se está construyendo una refinería y se compró otra— y el descuido en la transmisión y distribución eléctrica, sectores clave para que la electromovilidad y su demanda de energía pueda ser abastecida.
Como decía, si al discurso de Petro le falta realismo, a los compromisos de México les falta seriedad. Lo desolador, me parece, es que incluso si nuestro país cumpliera con esos compromisos, quedaría lejos de sus contribuciones necesarias para que el calentamiento global se mantenga por debajo de los 2 °C, como se puede ver en la siguiente gráfica, que muestra el escenario de las emisiones bajo las contribuciones previas (la proyección en 2020), el escenario con las nuevas proyecciones, que implican reducir más las emisiones, y los requerimientos estimados por Climate Action Tracker para que México contribuya efectivamente a desacelerar el calentamiento global.
El 2022 ha sido un año de muchos desafíos económicos y políticos por todas partes. En lo que respecta a desacelerar el calentamiento global, ha puesto a prueba la solidez de la cooperación multilateral, ha mostrado que las buenas intenciones son insuficientes y ha dejado al descubierto las dificultades que nos impone la inercia de las instituciones, la tecnología y las finanzas. En situaciones como esta, el escepticismo y un saludable pesimismo no están tan mal. A lo mejor así se nos ocurren cosas nuevas, no solo en México y en Colombia, sino a nivel mundial.
*El venteo es la liberación de gas metano, usualmente producido en conjunto con el petróleo, a la atmósfera.
Ilustración de Tania Nieto.
El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, presentó nuevas contribuciones para reducir las emisiones GEI en 35% hacia 2030. El presidente colombiano, Gustavo Petro, se comprometió a combatir el calentamiento global mediante un decálogo. Ninguna de estas propuestas asume con seriedad el reto de descarbonizar las economías de ambos países.
Al hablar de los esfuerzos que deben hacer los países para lidiar con el calentamiento global —y que ahora mismo se discuten en la COP—, el 2022 tendrá que ser recordado como un año confuso. La mitigación del cambio climático y la adaptación a sus efectos están amarrados al uso de la energía —en específico, a la transición del carbón y el petróleo a las fuentes “limpias”—, pero la fragilidad y las grietas de muchos sistemas energéticos quedaron en evidencia con la dislocación en los mercados que provocó la invasión rusa a Ucrania, mientras la economía mundial demandaba más energía. Es cierto que los países desarrollados tienen mucho por hacer, pero a la vez preocupan los casos de México y Colombia: los compromisos que anunció el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, simplemente no son realistas, y lo mismo se puede decir del discurso que dio el presidente colombiano.
Mientras Europa padece los elevados precios del gas y el mundo se enfrenta a que los precios de los combustibles derivados del petróleo se han mantenido altos durante varios meses, políticos, empresarios y ciudadanos de todas partes se preguntan si la transición a las economías con una mayor electrificación y el uso más intensivo de fuentes renovables es causa o remedio de la inseguridad energética. Al reverso de esa moneda está la pregunta que se hizo la Agencia Internacional de Energía (IEA por sus siglas en inglés) en su “Perspectiva energética mundial 2022”: ¿la crisis actual impulsa o retrasa la transición energética?
La pregunta no es gratuita y las respuestas no pueden ser solamente técnicas ni económicas, pero tampoco pueden prescindir del conocimiento especializado sobre tecnologías, su financiamiento y el impacto que estas pueden tener en el desarrollo de las personas y su entorno. La IEA delineó, por ejemplo, diez guías para una transición energética segura, que incluyen desde los paradigmas de inversión, la eficiencia en el uso de la energía y la reutilización de la infraestructura existente hasta la corrección de mercados, pasando por políticas de inclusión para la población de los países cuyo crecimiento está en la senda de los hidrocarburos.
No busco extenderme mucho sobre estas diez guías, pero sí vale la pena hablar al menos de las inversiones que se requieren para alcanzar algunas metas globales, en particular mientras la COP se desarrolla en Egipto, pues como lo previó Andrea Bizberg en un texto publicado por Gatopardo recientemente, la conferencia de este año tiene uno de sus núcleos más densos en el financiamiento requerido por los países con menos recursos y más vulnerabilidad ante el calentamiento global.
La gráfica 1 muestra las inversiones en 2021 y tres escenarios más para 2025 y 2030. El escenario STEPS (Stated Policies Scenario), de manera simple, refleja la inercia de las políticas implementadas y sus inversiones resultantes. En el escenario APS (Announces Pledged Scenario), los países cumplen con sus metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), lo que no necesariamente basta para detener el calentamiento global antes de que sus riesgos sean demasiado altos. En el escenario NZE (Net Zero Emissions) se alcanzan a eliminar las emisiones netas de GEI para 2050, lo que implica que todas las emisiones se capturen de alguna manera y el calentamiento global no supere los 1.5 °C.
Como se puede observar, en 2021 la inversión en energías limpias (con menos o nulas emisiones GEI asociadas) y en eficiencia energética ya superó los 1.2 billones de dólares (trillones en inglés) y a las inversiones en combustibles fósiles en menos de 2 a 1 (ese cociente se lee con el eje derecho de la gráfica). De seguir con la inercia (STEPS), para 2030 la razón entre energías limpias y fósiles será apenas de 2 a 1; si los países se apegan a sus compromisos (APS), esa razón tendrá que ser de más de 4; y, para lograr un escenario de emisiones netas cero (NZE), por cada dólar que se invierta en energías fósiles, se tendrán que invertir nueve en energías limpias.
Esta es una de las razones por las que las COP y su objetivo de atenuar el calentamiento global van perdiendo credibilidad, sobre todo entre muchos activistas ambientales y más todavía en un año en que la geopolítica y algunas relaciones comerciales han sido muy tensas, pues ambas reducen la posibilidad de la cooperación y del financiamiento a las economías que más lo requieren.
En este escenario llaman la atención las posturas de dos países latinoamericanos. El discurso del presidente colombiano, Gustavo Petro, y la presentación de los compromisos renovados de México difieren de tono, pero coinciden en avanzar en el camino a la descarbonización. Desafortunadamente, también coinciden en la dificultad para alcanzar esa meta, aunque por motivos distintos: al discurso del presidente Petro le falta realismo y a las promesas de México les falta seriedad.
En su discurso, el presidente colombiano enunció un decálogo “para enfrentar la crisis climática”. Con un mensaje apasionado y rebelde ante lo que identifica como el fracaso de las COP, llamó a la movilización. Dijo que es “la hora de la humanidad, no de los mercados” y que “la solución es un mundo sin petróleo y sin carbón”. En esto redundan los puntos 1, 2, 4 y 6 de su decálogo, que de varias formas coinciden en el propósito que tienen los Acuerdos de París: avanzar con compromisos diferenciados hacia la descarbonización para proteger a la humanidad.
En sus planteamientos más concretos, Petro afirmó, en el punto 3, que solo una “planificación pública, global y multilateral permite avanzar a una economía descarbonizada”. Puede ser que el presidente de Colombia estuviera describiendo una vez más las tareas de las COP, aunque leyendo entre líneas podría interpretarse que está sugiriendo una economía planificada, lo cual no sería garantía de nada salvo de que se hará la voluntad de los planificadores.
Los puntos 7, 8 y 9 apuntan a que los organismos multilaterales (en particular, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional) y la banca privada dejen de financiar o promover el uso de energías fósiles y a que cambien “deuda por inversión para la adaptación y mitigación del cambio climático en los países en desarrollo”. Sin embargo, Colombia enfrenta un reto —que comparte con muchos países— a la hora de reducir la escala de su producción de hidrocarburos.
El reto se ha dibujado por lo que primero fue una pugna entre la viceministra de Energía, Belizza Ruiz, y el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo. En octubre Ruiz dijo que “no habrá más exploración ni explotación de hidrocarburos. No sé qué parte de esa frase no han entendido”, pero Ocampo la desmintió en aquella ocasión y en fechas más recientes ha dicho que “las exportaciones de petróleo tienen que continuar”. Mientras tanto, entre junio y octubre de este año el peso colombiano se ha depreciado 24% frente al dólar y 14% frente a otras divisas latinoamericanas, un fenómeno multifactorial, pero al que no ayuda la incertidumbre en un sector tan importante como el energético.
El discurso de Gustavo Petro y de muchos activistas no tiene mayor problema en su contenido más básico, aquel que clama por una transición energética y económica que tome en cuenta la vida de las personas como un criterio ético más importante que las transacciones comerciales. El problema, más allá de los lugares comunes —como pedir la paz mundial, algo que lo mismo han hecho Petro, López Obrador y las Miss Universo—, está en que esos discursos no reconocen la escala y la funcionalidad —así sea limitada o defectuosa, si se quiere— de una economía basada en el carbono. La adicción al petróleo de las economías contemporáneas no se puede curar de un día para otro y menos sin ofrecer un parche contra el síndrome de abstinencia que se haría sentir en el poder político, en las rentas masivas y en las derramas de eficiencia económica que representan el petróleo y el gas. Por eso no se puede, así nomás, “desvalorizar la economía de los hidrocarburos y valorizar las ramas de la economía descarbonizada”, por atractiva que sea la frase, puesto que esos cambios de valor ocurren de manera fundamental en los mercados.
Una muestra clara de esa adicción al petróleo se halla en México. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard —en conjunto con el enviado presidencial de Estados Unidos, John Kerry— presentó nuevas contribuciones determinadas a nivel nacional para reducir las emisiones GEI ya no en 22%, sino en 35% hacia 2030 (risas grabadas).
Para lograrlo, se supone que Pemex dejará de quemar y ventear* en las operaciones rutinarias, lo que requiere una inversión de más de dos mil millones de dólares. El primer problema es que ese plan ya existía desde 2016, pero fue abandonado. Además, se pretende añadir treinta gigawatts (GW) de capacidad de generación eléctrica a través de las fuentes eólica, solar, hidroeléctrica y geotérmica. Sin embargo, de acuerdo con el Programa de Desarrollo del Sistema Eléctrico Nacional 2022-2036 (Prodesen), las metas de adición de capacidad instalada entre 2026 y 2035 serían de 32 GW, y de estas solo el 72% provendría de esas fuentes consideradas limpias. La viabilidad del Prodesen ha sido cuestionada simplemente por el desempeño de México en cuanto a las energías renovables durante los últimos años, pues se ha bloqueado la inversión privada en este sector y la CFE no tiene centrales renovables, mientras que sus planes contemplan solamente incorporar una planta fotovoltaica en Sonora, donde las líneas de transmisión están saturadas. Así, los compromisos anunciados para México por Ebrard son inverosímiles.
En el comunicado conjunto también se anunció “una meta compartida de lograr que, para el 2030, el 50 % de las ventas [de automóviles] sean de vehículos de cero emisiones”. Hace unos días el presidente López Obrador dijo que sería el 50 % pero de la producción de automóviles, por lo cual la meta es ambigua. En cualquier caso, si esto se consigue será gracias al despliegue de electromovilidad en el mercado estadounidense, pero México está haciendo muy poco por mejorar en ese aspecto. Las principales pruebas son la insistencia del gobierno en incrementar la producción de combustibles —motivo por el cual se está construyendo una refinería y se compró otra— y el descuido en la transmisión y distribución eléctrica, sectores clave para que la electromovilidad y su demanda de energía pueda ser abastecida.
Como decía, si al discurso de Petro le falta realismo, a los compromisos de México les falta seriedad. Lo desolador, me parece, es que incluso si nuestro país cumpliera con esos compromisos, quedaría lejos de sus contribuciones necesarias para que el calentamiento global se mantenga por debajo de los 2 °C, como se puede ver en la siguiente gráfica, que muestra el escenario de las emisiones bajo las contribuciones previas (la proyección en 2020), el escenario con las nuevas proyecciones, que implican reducir más las emisiones, y los requerimientos estimados por Climate Action Tracker para que México contribuya efectivamente a desacelerar el calentamiento global.
El 2022 ha sido un año de muchos desafíos económicos y políticos por todas partes. En lo que respecta a desacelerar el calentamiento global, ha puesto a prueba la solidez de la cooperación multilateral, ha mostrado que las buenas intenciones son insuficientes y ha dejado al descubierto las dificultades que nos impone la inercia de las instituciones, la tecnología y las finanzas. En situaciones como esta, el escepticismo y un saludable pesimismo no están tan mal. A lo mejor así se nos ocurren cosas nuevas, no solo en México y en Colombia, sino a nivel mundial.
*El venteo es la liberación de gas metano, usualmente producido en conjunto con el petróleo, a la atmósfera.
El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, presentó nuevas contribuciones para reducir las emisiones GEI en 35% hacia 2030. El presidente colombiano, Gustavo Petro, se comprometió a combatir el calentamiento global mediante un decálogo. Ninguna de estas propuestas asume con seriedad el reto de descarbonizar las economías de ambos países.
Al hablar de los esfuerzos que deben hacer los países para lidiar con el calentamiento global —y que ahora mismo se discuten en la COP—, el 2022 tendrá que ser recordado como un año confuso. La mitigación del cambio climático y la adaptación a sus efectos están amarrados al uso de la energía —en específico, a la transición del carbón y el petróleo a las fuentes “limpias”—, pero la fragilidad y las grietas de muchos sistemas energéticos quedaron en evidencia con la dislocación en los mercados que provocó la invasión rusa a Ucrania, mientras la economía mundial demandaba más energía. Es cierto que los países desarrollados tienen mucho por hacer, pero a la vez preocupan los casos de México y Colombia: los compromisos que anunció el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, simplemente no son realistas, y lo mismo se puede decir del discurso que dio el presidente colombiano.
Mientras Europa padece los elevados precios del gas y el mundo se enfrenta a que los precios de los combustibles derivados del petróleo se han mantenido altos durante varios meses, políticos, empresarios y ciudadanos de todas partes se preguntan si la transición a las economías con una mayor electrificación y el uso más intensivo de fuentes renovables es causa o remedio de la inseguridad energética. Al reverso de esa moneda está la pregunta que se hizo la Agencia Internacional de Energía (IEA por sus siglas en inglés) en su “Perspectiva energética mundial 2022”: ¿la crisis actual impulsa o retrasa la transición energética?
La pregunta no es gratuita y las respuestas no pueden ser solamente técnicas ni económicas, pero tampoco pueden prescindir del conocimiento especializado sobre tecnologías, su financiamiento y el impacto que estas pueden tener en el desarrollo de las personas y su entorno. La IEA delineó, por ejemplo, diez guías para una transición energética segura, que incluyen desde los paradigmas de inversión, la eficiencia en el uso de la energía y la reutilización de la infraestructura existente hasta la corrección de mercados, pasando por políticas de inclusión para la población de los países cuyo crecimiento está en la senda de los hidrocarburos.
No busco extenderme mucho sobre estas diez guías, pero sí vale la pena hablar al menos de las inversiones que se requieren para alcanzar algunas metas globales, en particular mientras la COP se desarrolla en Egipto, pues como lo previó Andrea Bizberg en un texto publicado por Gatopardo recientemente, la conferencia de este año tiene uno de sus núcleos más densos en el financiamiento requerido por los países con menos recursos y más vulnerabilidad ante el calentamiento global.
La gráfica 1 muestra las inversiones en 2021 y tres escenarios más para 2025 y 2030. El escenario STEPS (Stated Policies Scenario), de manera simple, refleja la inercia de las políticas implementadas y sus inversiones resultantes. En el escenario APS (Announces Pledged Scenario), los países cumplen con sus metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), lo que no necesariamente basta para detener el calentamiento global antes de que sus riesgos sean demasiado altos. En el escenario NZE (Net Zero Emissions) se alcanzan a eliminar las emisiones netas de GEI para 2050, lo que implica que todas las emisiones se capturen de alguna manera y el calentamiento global no supere los 1.5 °C.
Como se puede observar, en 2021 la inversión en energías limpias (con menos o nulas emisiones GEI asociadas) y en eficiencia energética ya superó los 1.2 billones de dólares (trillones en inglés) y a las inversiones en combustibles fósiles en menos de 2 a 1 (ese cociente se lee con el eje derecho de la gráfica). De seguir con la inercia (STEPS), para 2030 la razón entre energías limpias y fósiles será apenas de 2 a 1; si los países se apegan a sus compromisos (APS), esa razón tendrá que ser de más de 4; y, para lograr un escenario de emisiones netas cero (NZE), por cada dólar que se invierta en energías fósiles, se tendrán que invertir nueve en energías limpias.
Esta es una de las razones por las que las COP y su objetivo de atenuar el calentamiento global van perdiendo credibilidad, sobre todo entre muchos activistas ambientales y más todavía en un año en que la geopolítica y algunas relaciones comerciales han sido muy tensas, pues ambas reducen la posibilidad de la cooperación y del financiamiento a las economías que más lo requieren.
En este escenario llaman la atención las posturas de dos países latinoamericanos. El discurso del presidente colombiano, Gustavo Petro, y la presentación de los compromisos renovados de México difieren de tono, pero coinciden en avanzar en el camino a la descarbonización. Desafortunadamente, también coinciden en la dificultad para alcanzar esa meta, aunque por motivos distintos: al discurso del presidente Petro le falta realismo y a las promesas de México les falta seriedad.
En su discurso, el presidente colombiano enunció un decálogo “para enfrentar la crisis climática”. Con un mensaje apasionado y rebelde ante lo que identifica como el fracaso de las COP, llamó a la movilización. Dijo que es “la hora de la humanidad, no de los mercados” y que “la solución es un mundo sin petróleo y sin carbón”. En esto redundan los puntos 1, 2, 4 y 6 de su decálogo, que de varias formas coinciden en el propósito que tienen los Acuerdos de París: avanzar con compromisos diferenciados hacia la descarbonización para proteger a la humanidad.
En sus planteamientos más concretos, Petro afirmó, en el punto 3, que solo una “planificación pública, global y multilateral permite avanzar a una economía descarbonizada”. Puede ser que el presidente de Colombia estuviera describiendo una vez más las tareas de las COP, aunque leyendo entre líneas podría interpretarse que está sugiriendo una economía planificada, lo cual no sería garantía de nada salvo de que se hará la voluntad de los planificadores.
Los puntos 7, 8 y 9 apuntan a que los organismos multilaterales (en particular, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional) y la banca privada dejen de financiar o promover el uso de energías fósiles y a que cambien “deuda por inversión para la adaptación y mitigación del cambio climático en los países en desarrollo”. Sin embargo, Colombia enfrenta un reto —que comparte con muchos países— a la hora de reducir la escala de su producción de hidrocarburos.
El reto se ha dibujado por lo que primero fue una pugna entre la viceministra de Energía, Belizza Ruiz, y el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo. En octubre Ruiz dijo que “no habrá más exploración ni explotación de hidrocarburos. No sé qué parte de esa frase no han entendido”, pero Ocampo la desmintió en aquella ocasión y en fechas más recientes ha dicho que “las exportaciones de petróleo tienen que continuar”. Mientras tanto, entre junio y octubre de este año el peso colombiano se ha depreciado 24% frente al dólar y 14% frente a otras divisas latinoamericanas, un fenómeno multifactorial, pero al que no ayuda la incertidumbre en un sector tan importante como el energético.
El discurso de Gustavo Petro y de muchos activistas no tiene mayor problema en su contenido más básico, aquel que clama por una transición energética y económica que tome en cuenta la vida de las personas como un criterio ético más importante que las transacciones comerciales. El problema, más allá de los lugares comunes —como pedir la paz mundial, algo que lo mismo han hecho Petro, López Obrador y las Miss Universo—, está en que esos discursos no reconocen la escala y la funcionalidad —así sea limitada o defectuosa, si se quiere— de una economía basada en el carbono. La adicción al petróleo de las economías contemporáneas no se puede curar de un día para otro y menos sin ofrecer un parche contra el síndrome de abstinencia que se haría sentir en el poder político, en las rentas masivas y en las derramas de eficiencia económica que representan el petróleo y el gas. Por eso no se puede, así nomás, “desvalorizar la economía de los hidrocarburos y valorizar las ramas de la economía descarbonizada”, por atractiva que sea la frase, puesto que esos cambios de valor ocurren de manera fundamental en los mercados.
Una muestra clara de esa adicción al petróleo se halla en México. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard —en conjunto con el enviado presidencial de Estados Unidos, John Kerry— presentó nuevas contribuciones determinadas a nivel nacional para reducir las emisiones GEI ya no en 22%, sino en 35% hacia 2030 (risas grabadas).
Para lograrlo, se supone que Pemex dejará de quemar y ventear* en las operaciones rutinarias, lo que requiere una inversión de más de dos mil millones de dólares. El primer problema es que ese plan ya existía desde 2016, pero fue abandonado. Además, se pretende añadir treinta gigawatts (GW) de capacidad de generación eléctrica a través de las fuentes eólica, solar, hidroeléctrica y geotérmica. Sin embargo, de acuerdo con el Programa de Desarrollo del Sistema Eléctrico Nacional 2022-2036 (Prodesen), las metas de adición de capacidad instalada entre 2026 y 2035 serían de 32 GW, y de estas solo el 72% provendría de esas fuentes consideradas limpias. La viabilidad del Prodesen ha sido cuestionada simplemente por el desempeño de México en cuanto a las energías renovables durante los últimos años, pues se ha bloqueado la inversión privada en este sector y la CFE no tiene centrales renovables, mientras que sus planes contemplan solamente incorporar una planta fotovoltaica en Sonora, donde las líneas de transmisión están saturadas. Así, los compromisos anunciados para México por Ebrard son inverosímiles.
En el comunicado conjunto también se anunció “una meta compartida de lograr que, para el 2030, el 50 % de las ventas [de automóviles] sean de vehículos de cero emisiones”. Hace unos días el presidente López Obrador dijo que sería el 50 % pero de la producción de automóviles, por lo cual la meta es ambigua. En cualquier caso, si esto se consigue será gracias al despliegue de electromovilidad en el mercado estadounidense, pero México está haciendo muy poco por mejorar en ese aspecto. Las principales pruebas son la insistencia del gobierno en incrementar la producción de combustibles —motivo por el cual se está construyendo una refinería y se compró otra— y el descuido en la transmisión y distribución eléctrica, sectores clave para que la electromovilidad y su demanda de energía pueda ser abastecida.
Como decía, si al discurso de Petro le falta realismo, a los compromisos de México les falta seriedad. Lo desolador, me parece, es que incluso si nuestro país cumpliera con esos compromisos, quedaría lejos de sus contribuciones necesarias para que el calentamiento global se mantenga por debajo de los 2 °C, como se puede ver en la siguiente gráfica, que muestra el escenario de las emisiones bajo las contribuciones previas (la proyección en 2020), el escenario con las nuevas proyecciones, que implican reducir más las emisiones, y los requerimientos estimados por Climate Action Tracker para que México contribuya efectivamente a desacelerar el calentamiento global.
El 2022 ha sido un año de muchos desafíos económicos y políticos por todas partes. En lo que respecta a desacelerar el calentamiento global, ha puesto a prueba la solidez de la cooperación multilateral, ha mostrado que las buenas intenciones son insuficientes y ha dejado al descubierto las dificultades que nos impone la inercia de las instituciones, la tecnología y las finanzas. En situaciones como esta, el escepticismo y un saludable pesimismo no están tan mal. A lo mejor así se nos ocurren cosas nuevas, no solo en México y en Colombia, sino a nivel mundial.
*El venteo es la liberación de gas metano, usualmente producido en conjunto con el petróleo, a la atmósfera.
Ilustración de Tania Nieto.
El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, presentó nuevas contribuciones para reducir las emisiones GEI en 35% hacia 2030. El presidente colombiano, Gustavo Petro, se comprometió a combatir el calentamiento global mediante un decálogo. Ninguna de estas propuestas asume con seriedad el reto de descarbonizar las economías de ambos países.
Al hablar de los esfuerzos que deben hacer los países para lidiar con el calentamiento global —y que ahora mismo se discuten en la COP—, el 2022 tendrá que ser recordado como un año confuso. La mitigación del cambio climático y la adaptación a sus efectos están amarrados al uso de la energía —en específico, a la transición del carbón y el petróleo a las fuentes “limpias”—, pero la fragilidad y las grietas de muchos sistemas energéticos quedaron en evidencia con la dislocación en los mercados que provocó la invasión rusa a Ucrania, mientras la economía mundial demandaba más energía. Es cierto que los países desarrollados tienen mucho por hacer, pero a la vez preocupan los casos de México y Colombia: los compromisos que anunció el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, simplemente no son realistas, y lo mismo se puede decir del discurso que dio el presidente colombiano.
Mientras Europa padece los elevados precios del gas y el mundo se enfrenta a que los precios de los combustibles derivados del petróleo se han mantenido altos durante varios meses, políticos, empresarios y ciudadanos de todas partes se preguntan si la transición a las economías con una mayor electrificación y el uso más intensivo de fuentes renovables es causa o remedio de la inseguridad energética. Al reverso de esa moneda está la pregunta que se hizo la Agencia Internacional de Energía (IEA por sus siglas en inglés) en su “Perspectiva energética mundial 2022”: ¿la crisis actual impulsa o retrasa la transición energética?
La pregunta no es gratuita y las respuestas no pueden ser solamente técnicas ni económicas, pero tampoco pueden prescindir del conocimiento especializado sobre tecnologías, su financiamiento y el impacto que estas pueden tener en el desarrollo de las personas y su entorno. La IEA delineó, por ejemplo, diez guías para una transición energética segura, que incluyen desde los paradigmas de inversión, la eficiencia en el uso de la energía y la reutilización de la infraestructura existente hasta la corrección de mercados, pasando por políticas de inclusión para la población de los países cuyo crecimiento está en la senda de los hidrocarburos.
No busco extenderme mucho sobre estas diez guías, pero sí vale la pena hablar al menos de las inversiones que se requieren para alcanzar algunas metas globales, en particular mientras la COP se desarrolla en Egipto, pues como lo previó Andrea Bizberg en un texto publicado por Gatopardo recientemente, la conferencia de este año tiene uno de sus núcleos más densos en el financiamiento requerido por los países con menos recursos y más vulnerabilidad ante el calentamiento global.
La gráfica 1 muestra las inversiones en 2021 y tres escenarios más para 2025 y 2030. El escenario STEPS (Stated Policies Scenario), de manera simple, refleja la inercia de las políticas implementadas y sus inversiones resultantes. En el escenario APS (Announces Pledged Scenario), los países cumplen con sus metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), lo que no necesariamente basta para detener el calentamiento global antes de que sus riesgos sean demasiado altos. En el escenario NZE (Net Zero Emissions) se alcanzan a eliminar las emisiones netas de GEI para 2050, lo que implica que todas las emisiones se capturen de alguna manera y el calentamiento global no supere los 1.5 °C.
Como se puede observar, en 2021 la inversión en energías limpias (con menos o nulas emisiones GEI asociadas) y en eficiencia energética ya superó los 1.2 billones de dólares (trillones en inglés) y a las inversiones en combustibles fósiles en menos de 2 a 1 (ese cociente se lee con el eje derecho de la gráfica). De seguir con la inercia (STEPS), para 2030 la razón entre energías limpias y fósiles será apenas de 2 a 1; si los países se apegan a sus compromisos (APS), esa razón tendrá que ser de más de 4; y, para lograr un escenario de emisiones netas cero (NZE), por cada dólar que se invierta en energías fósiles, se tendrán que invertir nueve en energías limpias.
Esta es una de las razones por las que las COP y su objetivo de atenuar el calentamiento global van perdiendo credibilidad, sobre todo entre muchos activistas ambientales y más todavía en un año en que la geopolítica y algunas relaciones comerciales han sido muy tensas, pues ambas reducen la posibilidad de la cooperación y del financiamiento a las economías que más lo requieren.
En este escenario llaman la atención las posturas de dos países latinoamericanos. El discurso del presidente colombiano, Gustavo Petro, y la presentación de los compromisos renovados de México difieren de tono, pero coinciden en avanzar en el camino a la descarbonización. Desafortunadamente, también coinciden en la dificultad para alcanzar esa meta, aunque por motivos distintos: al discurso del presidente Petro le falta realismo y a las promesas de México les falta seriedad.
En su discurso, el presidente colombiano enunció un decálogo “para enfrentar la crisis climática”. Con un mensaje apasionado y rebelde ante lo que identifica como el fracaso de las COP, llamó a la movilización. Dijo que es “la hora de la humanidad, no de los mercados” y que “la solución es un mundo sin petróleo y sin carbón”. En esto redundan los puntos 1, 2, 4 y 6 de su decálogo, que de varias formas coinciden en el propósito que tienen los Acuerdos de París: avanzar con compromisos diferenciados hacia la descarbonización para proteger a la humanidad.
En sus planteamientos más concretos, Petro afirmó, en el punto 3, que solo una “planificación pública, global y multilateral permite avanzar a una economía descarbonizada”. Puede ser que el presidente de Colombia estuviera describiendo una vez más las tareas de las COP, aunque leyendo entre líneas podría interpretarse que está sugiriendo una economía planificada, lo cual no sería garantía de nada salvo de que se hará la voluntad de los planificadores.
Los puntos 7, 8 y 9 apuntan a que los organismos multilaterales (en particular, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional) y la banca privada dejen de financiar o promover el uso de energías fósiles y a que cambien “deuda por inversión para la adaptación y mitigación del cambio climático en los países en desarrollo”. Sin embargo, Colombia enfrenta un reto —que comparte con muchos países— a la hora de reducir la escala de su producción de hidrocarburos.
El reto se ha dibujado por lo que primero fue una pugna entre la viceministra de Energía, Belizza Ruiz, y el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo. En octubre Ruiz dijo que “no habrá más exploración ni explotación de hidrocarburos. No sé qué parte de esa frase no han entendido”, pero Ocampo la desmintió en aquella ocasión y en fechas más recientes ha dicho que “las exportaciones de petróleo tienen que continuar”. Mientras tanto, entre junio y octubre de este año el peso colombiano se ha depreciado 24% frente al dólar y 14% frente a otras divisas latinoamericanas, un fenómeno multifactorial, pero al que no ayuda la incertidumbre en un sector tan importante como el energético.
El discurso de Gustavo Petro y de muchos activistas no tiene mayor problema en su contenido más básico, aquel que clama por una transición energética y económica que tome en cuenta la vida de las personas como un criterio ético más importante que las transacciones comerciales. El problema, más allá de los lugares comunes —como pedir la paz mundial, algo que lo mismo han hecho Petro, López Obrador y las Miss Universo—, está en que esos discursos no reconocen la escala y la funcionalidad —así sea limitada o defectuosa, si se quiere— de una economía basada en el carbono. La adicción al petróleo de las economías contemporáneas no se puede curar de un día para otro y menos sin ofrecer un parche contra el síndrome de abstinencia que se haría sentir en el poder político, en las rentas masivas y en las derramas de eficiencia económica que representan el petróleo y el gas. Por eso no se puede, así nomás, “desvalorizar la economía de los hidrocarburos y valorizar las ramas de la economía descarbonizada”, por atractiva que sea la frase, puesto que esos cambios de valor ocurren de manera fundamental en los mercados.
Una muestra clara de esa adicción al petróleo se halla en México. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard —en conjunto con el enviado presidencial de Estados Unidos, John Kerry— presentó nuevas contribuciones determinadas a nivel nacional para reducir las emisiones GEI ya no en 22%, sino en 35% hacia 2030 (risas grabadas).
Para lograrlo, se supone que Pemex dejará de quemar y ventear* en las operaciones rutinarias, lo que requiere una inversión de más de dos mil millones de dólares. El primer problema es que ese plan ya existía desde 2016, pero fue abandonado. Además, se pretende añadir treinta gigawatts (GW) de capacidad de generación eléctrica a través de las fuentes eólica, solar, hidroeléctrica y geotérmica. Sin embargo, de acuerdo con el Programa de Desarrollo del Sistema Eléctrico Nacional 2022-2036 (Prodesen), las metas de adición de capacidad instalada entre 2026 y 2035 serían de 32 GW, y de estas solo el 72% provendría de esas fuentes consideradas limpias. La viabilidad del Prodesen ha sido cuestionada simplemente por el desempeño de México en cuanto a las energías renovables durante los últimos años, pues se ha bloqueado la inversión privada en este sector y la CFE no tiene centrales renovables, mientras que sus planes contemplan solamente incorporar una planta fotovoltaica en Sonora, donde las líneas de transmisión están saturadas. Así, los compromisos anunciados para México por Ebrard son inverosímiles.
En el comunicado conjunto también se anunció “una meta compartida de lograr que, para el 2030, el 50 % de las ventas [de automóviles] sean de vehículos de cero emisiones”. Hace unos días el presidente López Obrador dijo que sería el 50 % pero de la producción de automóviles, por lo cual la meta es ambigua. En cualquier caso, si esto se consigue será gracias al despliegue de electromovilidad en el mercado estadounidense, pero México está haciendo muy poco por mejorar en ese aspecto. Las principales pruebas son la insistencia del gobierno en incrementar la producción de combustibles —motivo por el cual se está construyendo una refinería y se compró otra— y el descuido en la transmisión y distribución eléctrica, sectores clave para que la electromovilidad y su demanda de energía pueda ser abastecida.
Como decía, si al discurso de Petro le falta realismo, a los compromisos de México les falta seriedad. Lo desolador, me parece, es que incluso si nuestro país cumpliera con esos compromisos, quedaría lejos de sus contribuciones necesarias para que el calentamiento global se mantenga por debajo de los 2 °C, como se puede ver en la siguiente gráfica, que muestra el escenario de las emisiones bajo las contribuciones previas (la proyección en 2020), el escenario con las nuevas proyecciones, que implican reducir más las emisiones, y los requerimientos estimados por Climate Action Tracker para que México contribuya efectivamente a desacelerar el calentamiento global.
El 2022 ha sido un año de muchos desafíos económicos y políticos por todas partes. En lo que respecta a desacelerar el calentamiento global, ha puesto a prueba la solidez de la cooperación multilateral, ha mostrado que las buenas intenciones son insuficientes y ha dejado al descubierto las dificultades que nos impone la inercia de las instituciones, la tecnología y las finanzas. En situaciones como esta, el escepticismo y un saludable pesimismo no están tan mal. A lo mejor así se nos ocurren cosas nuevas, no solo en México y en Colombia, sino a nivel mundial.
*El venteo es la liberación de gas metano, usualmente producido en conjunto con el petróleo, a la atmósfera.
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