Al escuchar su nombre la gente creía que se trataba de una señora mayor, pero en 1983 Estercilia Simanca era una niña de ocho años. Vivía con sus padres en Maicao, un municipio de La Guajira, al norte de Colombia, en la frontera con Venezuela, cuyo nombre viene de un vocablo wayuu que quiere decir “tierra del maíz”. Los wayuu, el pueblo indígena más numeroso de las dos naciones, llegaron a las sabanas semidesérticas de la península de La Guajira, junto al mar Caribe, desde tiempos remotos pero, a comienzos del siglo XX, la zona recibió migrantes del interior de ambos países y también del Medio Oriente —todos erróneamente denominados “turcos”— que harían de Maicao, aún en la actualidad, el principal centro árabe de Colombia.
Allí, con la acentuada aridez, la mezquita, las coloridas mantas indígenas, la vocación comercial de puerto libre, creció Estercilia Simanca, que hoy, al otro lado de la pantalla, dice que siempre le gustó el nombre que su padre le dio, aunque fuera de señora, porque definió su personalidad. Escritora y abogada, nació en el resguardo indígena Caicemapa, en el municipio de Distracción, conformado por cuatro comunidades wayuu, entre las que está la de ella, El Paraíso.
—Mi mamá vivía en Maicao con mi papá, pero conservó el rito de parir en su territorio, entonces cada vez que estaba por parir se iba a El Paraíso, con su barriga, y allá nacíamos. Mi ombligo está enterrado allá, pero yo no crecí en la comunidad, me críe en Maicao y sólo iba a temas puntuales, como el segundo velorio de mi bisabuela, Mamá Victoria —cuenta Simanca, refiriéndose a la tradición wayuu de realizar un segundo velorio, años después del primero, en el que los huesos del difunto se exhuman y se vuelven a enterrar en su lugar de origen.
Dice que a los ocho años empezó, sin saberlo, a gestar su primer cuento, el más conocido, “Manifiesta no saber firmar: nacido el 31 de diciembre”, que publicó a sus veintiún años. Entonces cursaba tercero de primaria y, cuando se veían, le enseñaba a su abuelo a escribir su nombre y se preguntaba por qué su abuela y otras personas de la familia habían nacido —sin excepción— el 31 de diciembre. A veces el abuelo invitaba a los nietos a una tienda a tomar boli —un jugo de fruta congelado— y ella escuchaba cómo algunos alijuna —palabra en lengua wayuunaiki que define a los no wayuu— se burlaban de su abuelo en español.
—Me molestaba cuando hacían chistes en español delante de mi abuelo, porque él no comprendía. Él pedía boli rojo o un pan rojo. Todo era rojo, porque en su cabeza pensaba que le daba fuerza en la sangre y en esa tienda hacían comentarios: “A los indios les gusta el color rojo”, “A los indios se les van a manchar las tripas”. Pero mi abuelo no lo procesaba.
En el cuento que ella escribió, dos políticos en campaña electoral hablan: “Esta catajarria de indios tiene hambre, ¿qué le damos?”. “Dales gaseosa roja con un pan de caña, al indio le gusta todo lo que sea de color rojo”. Simanca lo publicó cuando ya se había graduado como abogada en la Universidad Simón Bolívar de Barranquilla y, en el ejercicio de su profesión, se topó con un papel en el que leyó un extraño nombre: Raspahielo Pushaina, también nacido el 31 de diciembre. Averiguó hasta localizar al hombre, una autoridad tradicional wayuu que, en realidad, se llama Rafael, pero a quien unos años antes, al expedir su cédula de ciudadanía, los funcionarios públicos decidieron llamar, a modo de burla, “Raspahielo”. Fue el primero de muchos nombres infamemente atribuidos por empleados estatales a indígenas wayuu: Coíto, Payaso, Chorizo, Tarzán. Las cédulas, expedidas en masa para convertir a sus portadores en votantes activos, contenían notables infracciones, por ejemplo, registrar como mayores de dieciocho años a menores de edad; además, en todas figuraba una fecha única de nacimiento: el 31 de diciembre.
Estercilia Simanca escribió un cuento, incluido en su antología Por los valles de arena dorada (Loqueleo, 2017), en el que una mujer wayuu narra, recordando su juventud, con una mezcla de extrañeza, distanciamiento y estupefacción, la llegada de la comitiva del Señor Candidato a la ranchería, el asentamiento donde viven familias wayuu de un mismo clan, que se define por filiación materna. “Sentados unos y otros acostados en nuestros chinchorros, tomaban la chicha agria y hacían como si les gustara, pero al menor descuido de mi tío había gestos de desagrado en sus caras”. En ese ambiente de aparente encuentro entre culturas, la narradora evoca las distintas violencias y negligencias que aquella casta política ejerció sobre su comunidad: “El camino está dañado y el puente que hicieron el año pasado sólo sirvió por dos meses” o “sus mujeres vienen buscando niños para convertirlos en sus ahijados y así, según ellas, tener el deber cristiano de cuidarlos y educarlos. ¿Educarlos? A qué le llaman ellas educación, si lo que hacen con nuestros niños es tenerlos de sirvientes en sus casas de cemento”. La narración termina con la ofensa del lenguaje en el cambio de nombres: “que Castorila se llamaba Cosita Rica, que Kawalashiyú se llamaba Marquesa, que Anuwachón se llamaba John F. Kennedy”. Ella misma, Coleima Pushaina, ahora es Faride Abuchaibe. “Ya eres ciudadana”, le indica la funcionaria de turno, en un engañoso acto de bienvenida a la nación.
—Yo escribo mejor cuando tengo rabia que cuando estoy contenta —dice Simanca—. A mí me indignan las cosas y la indignación es eso: rabia, molestia, incomodidad por algo que sucede y que no está bien que siga sucediendo.
Por los valles de arena dorada se compone de nueve cuentos cuyas situaciones y personajes resurgen como ecos de una misma narración, con un espesor que se construye a partir de una materia liviana y ágil, incluso se permite el buen humor y, de repente, se cubre de una atmósfera onírica, irreal, llena susurros que cuentan una historia, quizá bajo la influencia de Juan Rulfo, a quien Simanca admira. Dice que su literatura, más que de los saberes ancestrales, proviene de los expedientes judiciales, de los casos que asume como abogada litigante. Uno que lleva ahora es el de Georgina Epiayú, la primera mujer trans del pueblo wayuu reconocida así desde septiembre pasado en su documento de identidad. Georgina tiene 69 años, pero a los veintitrés se vistió con una manta, se perforó las orejas y fue a la registraduría del municipio de Uribia, donde se identificó como mujer. Aunque no regresó a reclamar la cédula, aquel trámite que hizo hace 46 años —el cambio de género en la cédula colombiana sólo es posible desde 2015— fue, para Simanca, un acto de coraje y rebeldía. Ahora escribe un cuento sobre ella.
—Georgina es una mujer irama porque es una trasgresora —dice Simanca, que también se considera una irama—. Yo estoy segura de que ningún otro abogado de la etnia agarraría el caso de Georgina. Lo tomé yo y eso sólo lo hace una mujer irama.
“Irama” es el cuento que cierra el libro. La palabra en wayuunaiki significa “venado” y nombra a las mujeres que no pasaron por el encierro, la tradición wayuu que consiste en apartar de la comunidad, por semanas o años, a las jóvenes que tienen su primera menstruación. Durante el encierro la chica aprende el vital arte del tejido y es depositaria del saber ancestral. “Por no pasar por el encierro, mi espíritu de niña quedó prendido en mí. No sé cocinar y no voy a aprender, ya no me gusta llevar el cabello largo y mis joyas están mejor en la múcura que en mi garganta; no camino detrás de mis hermanos sino al lado de ellos, no sé guardar silencio, pero sí los secretos; éstos se van conmigo siempre”, dice la narradora.
Estercilia Simanca agrega:
—Las iramas son mujeres a las que les faltan los protocolos que se adquieren en el encierro y eso las vuelve rebeldes e inconsultas. Pero no estoy diciendo que en el encierro te digan que debes permanecer callada. No. Te enseñan a ser cauta. A mí me ha tocado ser esclava de cosas que he dicho en momentos de ira e intenso dolor y si hubiera pasado por el encierro sería una mujer cautelosa.
Su literatura tiene un fuerte arraigo en la denuncia, en la crítica, pero también en la autocrítica. En el cuento “Jamü” —“hambre” en wayuunaiki— el narrador, un niño de siete años, emprende, otra vez con cierto tono rulfiano, un monólogo evocativo: “Mi nombre es Jamü Epinayu Pushaina, aquí estoy esperando que hagan mi segundo velorio. Mientras tanto, pastoreo en Jepira las almas de los niños muertos”. Este cuento expone una realidad del pueblo wayuu: cientos de niños muertos por desnutrición en La Guajira.
—Cuando a un wayuu no le hacen el segundo velorio, se corre el riesgo de que ese espíritu se convierta en peste y enfermedad. Y la hambruna aquí es una peste —dice.
En su espera incesante, Jamü recuerda también lo que ha visto casi medio siglo después de fallecido y como pastor de almas: a sus hermanas “casadas apenas, salen de un encierro efímero. Llenas de hijos salen a vender mochilas” y a Catalina, la niña que conoció cuando ambos tenían siete años y que a los trece fue dada en matrimonio al padre de Jamü.
—Critico esa forma de permitir matrimonios de niñas con hombres mayores. Mientras eso ocurra habrá padres que se enamoren de las novias de sus hijos y, si el hijo no tiene capacidad económica para una dote, entregarán a la niña al mejor postor —dice Estercilia Simanca—. Cuando yo critico algo que se hace en nuestra comunidad, me estoy criticando a mí también. No puedo romantizar. Mi cultura tiene cosas bellísimas y otras que no pueden seguir sucediendo.
Guardián, de Cecilia Vicuña, 1967. Fotografía de Ricardo Vicuña
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Estercilia Simanca hace parte de una generación de escritoras wayuu contemporáneas, pero eso no quiere decir que la literatura wayuu sea nueva; al contrario, es una tradición ancestral que, como la mayoría, se origina en la oralidad. Al teléfono, el profesor Miguel Rocha Vivas, doctor en Estudios Multiculturales de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, habla de la enorme fuerza de la narración oral:
—En las narraciones orales del pueblo wayuu, que son maravillosas y muy profundas, hay todo tipo de géneros. El principal es el sueño, porque en la mañana la primera pregunta no es “¿cómo amaneciste?”, sino “¿qué soñaste?” Ése es el punto de partida de la oralidad wayuu.
También están el jayeechi, un canto lírico o histórico, y el canto curativo de las outsü, las médicas tradicionales, y aquellos que se interpretan en los velorios. El escritor y profesor Miguel Ángel Jusayú y el lingüista y poeta Ramón Paz Ipuana, ambos nacidos en Venezuela y ya fallecidos, fueron grandes representantes de la palabra wayuu y buena parte de su labor consistió en la compilación de relatos de la tradición oral.
—Si uno mira la narrativa oral transcrita por Jusayú o Paz Ipuana, hay muchísimos temas. Están las pülowi, las deidades del agua, controladoras de la caza; están las relaciones con el mundo de cara oculta, el mundo de la espiritualidad; las relaciones con el territorio, el agua; las fronteras entre lo visible y lo invisible; la narración de los abuelos y abuelas; los alimentos tradicionales; el contacto con los alijuna. Es una literatura inmensa, infinita, inabarcable —dice Rocha Vivas y menciona dos antologías. Una, bajo su cargo, es El sol babea jugo de piña, publicada en 2010 por el Ministerio de Cultura en la Biblioteca Básica de los pueblos indígenas de Colombia.
“Allá en lo alto, por encima de las nubes, está Ziruma, el cielo, donde vive Maleiwa, el buen espíritu que ha creado el agua, la tierra y todas las cosas que existen”, cuenta el relato “El origen de los guajiros” en esa antología. “También Maleiwa hizo a sus propias hijas, ya crecidas y muy hermosas, y dio a cada una de ellas una larga extensión de tierra para que tuviesen por separado frutos que comer y montañas y ríos donde hallar sombra y agua. Pero cuando pensaba el buen espíritu que las cosas estaban en orden, una de sus hijas se le acercó y le dijo:
—Padre, ¿qué tierra tendré yo? Porque a mí nada me has dado.
Entonces Maleiwa vio que se había olvidado de aquella hija y que ya no podía ofrecerle nada, porque todo estaba repartido. Mirando a su alrededor se fijó en un lago que era casi tan grande como el mar, en el cual vivía Pará, el espíritu del agua, y determinó sacar de allí una tierra para su hija. Y de las aguas del lago brotó La Guajira, curvada como un gran arco de arena”.
“Los wayuu, ‘la gente’, están profundamente ligados a la tierra de sus ancestros; sus antiguos muertos, que también son lluvias que fertilizan […] La Guajira”, escribe Rocha Vivas. La segunda antología se llama Hermosos invisibles que nos protegen (Universidad de Pittsburgh, 2015) y la compiló el escritor, profesor e investigador puertorriqueño Juan Duchesne Winter. En ella aparece la novela Los dolores de una raza de Antonio Joaquín López, publicada en Venezuela a finales de los cincuenta, la obra que inauguró una tradición literaria escrita de autores y autoras que se identifican como wayuu y que, al tiempo que reflexionan sobre sí mismos, establecen una representación propia del mundo alijuna.
—Los dolores de una raza cuenta, desde la perspectiva histórica wayuu, las guerras internas que vivieron, la esclavización en pleno siglo XX, el conflicto fronterizo, y es una de las primeras novelas, si no la primera, de un autor que se reconoce como indígena en América del Sur —asegura Rocha Vivas.
Amarrando Bogotá, de Cecilia Vicuña, 1981. Fotografía de Óscar Monsalve.
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—Nosotros no tenemos muebles en las casas y hay un mito que explica por qué. ¿Quieres que te lo cuente? Maleiwa, el creador de los wayuu, hizo un gran menaje para regalárselo a sus nietos. Él dice que nosotros somos sus nietos y que Maleiwa es nuestro abuelo. Como regalo les hizo camas, mesas, sillas, cómodas, y los citó en una enramada en la alta Guajira. Entonces llegaron los hombres y las mujeres y Maleiwa dijo: “Siéntense, nietos míos”. Los hombres dijeron: “Primero las mujeres” y las mujeres: “Qué nos vamos a sentar, si después nos caemos”. Maleiwa se ofendió y como represalia por el desprecio dijo: “Ahora ustedes se van a sentar en el suelo y los hombres van a preferir estar de pie”. Por eso las mujeres se sientan en el suelo o en chinchorros. En el chinchorro se come, se reciben las visitas, todo. Y los hombres se quedan de pie.
La escritora Vicenta Siosi habla desde Madrid, donde hace parte de la delegación colombiana invitada a la Feria Internacional del Libro. Después viajará a Copenhague para presentar su más reciente libro de cuentos, Cerezas en verano (Universidad del Valle, 2017), traducido al danés.
—Tengo una mamá narradora y yo soy una narradora que escribe —dice Siosi, casi a la medianoche de España—. La narración oral es un espectáculo con sonidos, gestos, onomatopeyas. Siempre hay un poco de humor para cautivar al público, un factor sorpresa y la musicalidad del wayuunaiki en las palabras. Creo que eso me influenció.
Vicenta Siosi, del clan Apshana por línea materna y con un antiguo pariente paterno que llegó de Italia a La Guajira a vender armas y se enamoró de una mujer wayuu, creció entre las rancherías Pancho —de la familia paterna— y La Granja —de la materna—, a trescientos metros de distancia la una de la otra y separadas por el río Ranchería. A los dieciséis viajó a Bogotá a estudiar Comunicación Social en la Universidad de la Sabana y leyó novelas rusas, españolas y argentinas, pero nada sobre el pueblo wayuu. Entonces, decidió escribir.
Su primer cuento, publicado en 1992 en la Colección Wommainpa, se llama “Esa horrible costumbre de alejarme de ti” y está narrado por una niña wayuu a la que obligan a trabajar en la casa de tres hermanas alijuna en Riohacha. “Los días aquí no me gustan. Ya no llevo la manta, la señora me dio otra ropa y guardó los collares en el jarrón blanco que está sobre la vitrina de la cocina. Aún espero a mamá; cuando me dejó, dijo que volvería pronto y que no llorara. Me engañó, volvieron las lluvias y no viene a buscarme. ‘Indiecita’, me llaman, sin saber que soy princesa y mi papá, el cacique de la ranchería”.
Tras ocho años, una noche de Navidad —esa celebración a la que ahora ella se suma— tocan a la puerta. “Era mamá. Estaba curtida y arrugada por el sol. Me abrazó y sentí su olor a humo. Me separé rápidamente pensando que podría ensuciarme el vestido de la fiesta”. La madre la lleva con los suyos. “No soy feliz en la ranchería, mucho me he acostumbrado a la ciudad, pero tampoco ella me acepta”.
Ese desencuentro con lo otro, incluso cuando lo otro es aquello que solía ser propio, surge también en el cuento “La señora iguana”, publicado en 1999, que recibió el Premio Nacional de Literatura Infantil Confamiliar del Atlántico. En medio de una sequía, la señora iguana se acerca al jardín de la señora Josefa a buscar agua y alimento. La mujer es buena con los animales y la iguana decide que quiere aprender a tejer chinchorros como ella, hasta que un viento fuerte la hace caer de un árbol: “Su piel verde contrastaba con la arena amarilla. La señora Josefa la vio y lanzó un grito: ‘Mátenla o acaba mi jardín’. Al instante los muchachos se armaron de piedras y palos”. Al final, la señora iguana aprende a leer y escribir y redacta una carta en la que le explica a la mujer que sólo quiere agua y no le hará ningún daño.
—En “La señora iguana” quise enseñarles a los niños que todos necesitamos un espacio—dice Vicenta Siosi.
En 2012 El Espectador publicó una carta que Siosi dirigió al entonces presidente, Juan Manuel Santos. Poco antes una tía suya, autoridad tradicional de Pancho, asistió a una reunión en El Cerrejón, con la empresa que opera una de las minas de carbón a cielo abierto más grandes del mundo, con una extensión de casi setenta mil hectáreas en la cuenca del río Ranchería. Por su tía, Siosi se enteró del nuevo proyecto: el río sería desviado veintiséis kilómetros para explotar el carbón bajo su lecho.
—Ella llegó con un pocotón de papeles, de libros que le habían dado, y cuando yo los leí dije: “Es terrible lo que van a hacer”. El Cerrejón venía reuniéndose con las autoridades tradicionales, pero la mayoría no sabe leer ni habla español. En la reunión en Pancho nos dijeron que iban a pedir un consentimiento, pero no nos preguntaron. Para ellos el desvío era un hecho. Llegaron representantes del Ministerio del Interior y los papeles que firmamos como asistencia decían arriba: “Acta de concertación”.
Entonces Siosi escribió la carta que hoy podría leerse como una semblanza del pueblo wayuu: “Le escribo desde Pancho, una aldea wayuu con casas de barro y techos de zinc, que se levanta en la margen derecha del río Ranchería, el único río de la Media y Alta Guajira. […] Las gentes por aquí viven de la pesca. Aún los niños capturan lizas, bagres, bocachicos y camarones, que son nuestro alimento. Las mujeres recogen cerezas, iguarayas, mamoncillos cotoprix, coas silvestres para venderlas. El otoño con sus truenos escandalosos nos avisa de las lluvias y se preparan las huertas para el frijol, la patilla, la auyama y el maíz. Recoger la cosecha es un gozo indescriptible. Algunos wayuu tienen rosas permanentes junto al río. Con gran esfuerzo, cargan el agua con baldes y riegan mata por mata. […] Criamos chivos y los rebaños van al río a tomar agua. […] Al río vamos a bañarnos. Es una diversión exultante. Allí, los jóvenes se enamoran y fundan lazos de amistad. Las mamás lavan ropa y los pequeñitos aprenden a nadar. Con el barro blando de las orillas las niñas fabrican muñecas, tacitas y platicos que secan al sol […]”.
“¿Cómo será la vida del wayuu sin el río Ranchería?”, “¿cómo nos proveerá un arroyo seco?”, “¿por qué cambiaremos nuestro único río a cambio de regalías?”, continúa.
El proyecto minero se detuvo gracias a la movilización social.
—Pero el presidente Santos jamás contestó la carta —recuerda Vicenta Siosi—. Él guardó silencio y estoy absolutamente segura de que sí la leyó.
Quipu menstrual (la sangre de los glaciares), de Cecilia Vicuña, 2006. Fotografía de James O’Hern.
*El ensayo visual que acompaña este texto reúne el registro de instalaciones y performances que la artista visual, poeta y activista Cecilia Vicuña (Santiago de Chile, 1948) ha desarrollado en diferentes partes del mundo. Desde los años sesenta, Vicuña plantea una resistencia política desde su práctica artística y ha promovido un activismo radical en defensa de los saberes y sentires del pensamiento indígena y el medio ambiente.
Lina Vargas
(Bogotá, 1985). Estudió Periodismo y Literatura en la Universidad Javeriana y Escritura Creativa en la Universidad de Tres de Febrero. En Colombia trabajó en la revista Cambio y fue periodista cultural y editora de la revista Arcadia. Vivió en Buenos Aires, donde colaboró para el diario La Nación y las revistas Don Julio, Sophia, La Agenda y Dossier, de Chile. Es coautora de los libros Voltios: la crisis energética y la deuda eléctrica y Las Principitas: la historia de las argentinas que inspiraron El Principito, ambos publicados por Planeta Argentina. Asiste al taller de periodismo narrativo de Leila Guerriero y trabaja como corresponsal en Colombia para Gatopardo.