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La dictadura pintada como un burdo melodrama: <i>Aún estoy aquí</i>

La dictadura pintada como un burdo melodrama: <i>Aún estoy aquí</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Eunice Paiva (Fernanda Torres) es una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña.
22
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Si la película de Walter Salles fuera revolucionaria, Glauber Rocha y el resto de los integrantes del Cinema Novo estarían orgullosos, mas no lo es.

El concepto de representación debería ser más vasto que el de inclusión, con el que se le ha pretendido confundir en los últimos años. “Representation Matters”, repite Hollywood, como respondiendo a James Baldwin, quien dijo sentirse emocionado cuando, tras años de ver a los afroestadounidenses representados como un chiste, observó a Paul Robeson despedazar los estereotipos con su voz honda y su cuerpo digno. La representación, sin embargo, no es solo un acto político, sino la naturaleza misma del cine y de todo el arte. Películas, poemas, pinturas, coreografías, canciones: todas aspiran a traducir el mundo material e inmaterial en actos de imaginación. Por ello, las obras no son copias fieles, sino objetos que valen —o no— por su infidelidad a lo que las inspira. Representar una historia real, entonces, no es un acto de reproducción, sino de interpretación, cuyos énfasis sugieren las intenciones de quien representa. 

Cuando vemos Aún estoy aquí (Ainda Estou Aqui, 2024) se nos presenta más la idea que tiene el director Walter Salles de Eunice Paiva (una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña) que la Eunice Paiva de la enciclopedia (una abogada y activista que luchó por los derechos humanos y de los indígenas en Brasil). Ninguna es la verdadera, sino dos representaciones que Salles enfrenta en favor de la suya, la cual enfatiza a la persona, más que al ícono. Salles empleó esta estrategia antes, principalmente en Diarios de motocicleta (2004), en la que narra el viaje latinoamericano del Che Guevara antes de atestiguar el golpe de estado contra Jacobo Árbenz en Guatemala. Al igual que en Aún estoy aquí, lo que intenta capturar Salles es a la persona en su etapa formativa que la convertirá más adelante en artículo enciclopédico, pero algo contradictorio persiste en ambas películas: quizá no habrían generado tanto interés si no se trataran de íconos; es decir, aunque abordan a un médico y un ama de casa, dependen de saber en quiénes se convierten para atraer al público. 

Te recomendamos leer: Anora, de Sean Baker, no es bella de noche

Paiva no es mundialmente famosa como el Che, pero su historia se está contando en un momento histórico muy similar tanto en Brasil como en el resto del mundo. La ultraderecha en contra de los derechos se impone en las elecciones en Europa, en Estados Unidos, en Latinoamérica, en Asia. La rabia es incontenible y Paiva se convierte, así, en todos los espectadores afectados por la tendencia. Aún estoy aquí narra nuestras pesadillas, a diferencia de Diarios de motocicleta, y quizá por ello la película es recibida con un entusiasmo que no logro compartir. Creo, de hecho, que no es la película de Salles la que está triunfando con audiencias de todo el mundo, sino la historia real, y el miedo a que se repita, independientemente de las formas mediante las que está narrada. 

No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte de Aún estoy aquí (2024); la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos.

Esta es la trama que ha escandalizado a la derecha brasileña, insistente en que el gobierno de los generales entre 1964 y 1985 fue una etapa democrática y apegada a la ley: Paiva (Fernanda Torres) es un ama de casa más o menos común a principios de los años setenta. Su esposo, Rubens (Selton Mello), es un exdiputado del Partido Laborista Brasileño que vuelve del exilio en Europa para ejercer su carrera de ingeniero. Ambos tienen un hogar lleno de niñas y un niño que van de la infancia a la adolescencia, y un perrito —esto es importante—. La exposición de la película es larga para subrayar el carácter juguetón y generoso de Rubens. Incluso hay una nostalgia por los setenta que provoca citas a Caetano Veloso, Gilberto Gil, los Beatles y Michelangelo Antonioni. Hay, pues, una moralización que se evidencia en cuanto pasa el incidente definitorio de la trama: Rubens es detenido y secuestrado por militares vestidos de civiles que hacen guardia en su casa mientras él no está. Luego se llevan también a Eunice y a una de sus hijas adolescentes. 

Una circunstancia como la que describe Salles debería conmover por sí misma: la dictadura, una forma del destino, aplasta la felicidad cotidiana de una familia; la separa y le deja heridas que duran hasta la muerte, pero al director no le basta eso: su montaje, insisto, moraliza al pasar de un largo rato de una familia exclusivamente feliz, a otro de una madre de familia exclusivamente desdichada. No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte; la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos. Las emociones no fluyen con libertad, sino forzadas por una dictadura más inofensiva que la de los generales —más bienintencionada— pero dictadura al fin: la del cine. Salles incluso emplea una musicalización que imprime la tristeza cuando Eunice está encerrada en su celda; cuando descubre que su esposo no ha sido liberado, y cuando averigua lo que probablemente le sucedió. Más que una película de contrastes (felicidad, infelicidad; izquierda, derecha; dictadura, libertad), Aún estoy aquí es un filme de contradicciones: busca liberarnos de los descendientes de los generales —Jair Bolsonaro y otros monstruos— usando las tácticas de manipulación masiva que les han beneficiado a ellos.

Hay que subrayarlo: no son las ideas y las afiliaciones políticas de Salles las que me generan desconfianza —de hecho, en eso estamos de acuerdo—, sino sus formas. El cine militante de los años sesenta y setenta en Brasil fue un resultado directo del gobierno militar; también de las nuevas olas que aparecían en el resto del mundo, pero hay una rabia, por ejemplo, en las películas de Glauber Rocha, de Nelson Pereira dos Santos o Ruy Guerra, que se dirige a todo, como una granada explotando: al cine hegemónico, a la dictadura, a la sociedad pasiva y a los festivales de cine, que Rocha acusó de ser parte de un statu quo que mantenía a las imágenes enjauladas al premiar siempre lo más accesible. Si el cine es un arma revolucionaria, inevitablemente se llevará a unos cuantos consigo. Pero lo que hace Salles hoy con Aún estoy aquí es una película contraria a aquella insurgencia —al cine que enfrentó directamente a los generales— en nombre de la popularidad. No transgrede ni afecta a la derecha, más que por el acto de memoria elemental de un abuso; tampoco abraza al público de una forma que permita al mismo tiempo la emoción y la libertad, sino que enternece a partir del convencionalismo ocupado por los grandes capitales para explotar a las audiencias de todo el mundo. Más que un cine popular, Salles ha llegado a representar un cine populista.

Antes mencioné la importancia del perrito de Eunice Paiva y su familia: en una escena él también acaba siendo víctima de la dictadura y provoca que Fernanda Torres pierda el control: grita y manotea, como le gusta a la Academia de Hollywood. Recientemente la película animada Flow (Straume, 2024) hizo una contribución indispensable al lenguaje fílmico: transformó al meme en cine. Sus protagonistas son las postales más enternecedoras de las redes sociales: un gato, un carpincho (o capibara, como le llaman los estadounidenses y, en consecuencia, todos los demás), un golden retriever y otros animalitos, todos puestos en peligro para controlar la emotividad de amantes de las mascotas y espectadores de memes por igual. Es difícil no preocuparse por estas criaturas porque las percibimos como inocentes e indefensas —además de bonitas—, y por eso mismo las decisiones de Flow carecen de inocencia. Salles debe saber que la escena del perrito victimizado en Aún estoy aquí va a remover las emociones del público y la usa para conmover de la manera más burda. Un cineasta más reacio a manipular a su público —menos dictatorial— habría evitado esta escena o la habría filmado restándole emoción.  

Walter Salles plantea un melodrama al que le falta la visión radical y visceral de Glauber Rocha y otros directores del Cinema Novo.

Quizá sea exagerado pedirle a un director que se controle para no controlar, a su vez, a la audiencia, sobre todo considerando que no suelo tener problema con el sentimentalismo de Steven Spielberg o Frank Capra, pero las suyas, en general, no son películas que se asuman militantes en medio de un enfrentamiento contra un enemigo que ha usado el espectáculo, la conmoción, para legitimarse (aunque, claro, ahí está la cuestionable serie propagandística Why We Fight, de Capra). Además, son películas formalmente admirables en otros aspectos, mientras que Aún estoy aquí es bastante convencional, como lo sugiere su empleo de la música o una escena que le ha traído su fama internacional a Fernanda Torres: una vez que los militares liberan a Eunice, ella intenta simular la normalidad para su familia y lleva a sus hijas e hijo a una heladería. Su mirada muestra cómo se derrumba por dentro al ver a otros comensales que parecen plenamente felices, como lo fue ella alguna vez. Salles interrumpe a Torres al insertar planos de lo que ella mira, como si no bastara un solo contraplano para entender qué la hiere: hay que insistir para esclarecer y hay que mantener al público estimulado. Alexander Payne, un director de comedia (un género mal visto por un criterio aristocrático, según el cual es vulgar), tiene mejor dominada la técnica, como lo evidencia un plano inolvidable de Entre copas (Sideways, 2004) en el que Virginia Madsen explica por qué le gusta tanto el vino. Hay más poesía en una buena comedia que en un mal melodrama.

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El colmo de Aún estoy aquí es su última escena, cuando la madre de Torres, Fernanda Montenegro, interpreta a Eunice Paiva en sus últimos años. Además del sentimentalismo de toda la escena sobre la familia reunida y la memoria de Rubens, hay una trampa en la que han caído los medios de comunicación: el vínculo de dos actrices, madre e hija, nominadas al Oscar por una película de Walter Salles —Estación central (Central Do Brasil, 1998), en el caso de Montenegro—. Ya no es ni siquiera la historia de Paiva la que emociona al público, sino la de Torres. Ante los resultados, cuesta trabajo pensar que esto no es parte de una estrategia para hacer a la película un producto más celebrado, un derivado ya ajeno a la historia real que la motiva. Si es la representación en el sentido de una importancia social la que mueve a Salles, ha fracasado; si es otra cosa, va bien, a costa de usar el miedo y la ternura de buena parte de su público para conseguir su propio éxito. Aún estoy aquí no me recordaría en ese caso al revolucionario Glauber Rocha ni a los demás miembros del Cinema Novo, sino a sus enemigos.

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Si la película de Walter Salles fuera revolucionaria, Glauber Rocha y el resto de los integrantes del Cinema Novo estarían orgullosos, mas no lo es.

El concepto de representación debería ser más vasto que el de inclusión, con el que se le ha pretendido confundir en los últimos años. “Representation Matters”, repite Hollywood, como respondiendo a James Baldwin, quien dijo sentirse emocionado cuando, tras años de ver a los afroestadounidenses representados como un chiste, observó a Paul Robeson despedazar los estereotipos con su voz honda y su cuerpo digno. La representación, sin embargo, no es solo un acto político, sino la naturaleza misma del cine y de todo el arte. Películas, poemas, pinturas, coreografías, canciones: todas aspiran a traducir el mundo material e inmaterial en actos de imaginación. Por ello, las obras no son copias fieles, sino objetos que valen —o no— por su infidelidad a lo que las inspira. Representar una historia real, entonces, no es un acto de reproducción, sino de interpretación, cuyos énfasis sugieren las intenciones de quien representa. 

Cuando vemos Aún estoy aquí (Ainda Estou Aqui, 2024) se nos presenta más la idea que tiene el director Walter Salles de Eunice Paiva (una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña) que la Eunice Paiva de la enciclopedia (una abogada y activista que luchó por los derechos humanos y de los indígenas en Brasil). Ninguna es la verdadera, sino dos representaciones que Salles enfrenta en favor de la suya, la cual enfatiza a la persona, más que al ícono. Salles empleó esta estrategia antes, principalmente en Diarios de motocicleta (2004), en la que narra el viaje latinoamericano del Che Guevara antes de atestiguar el golpe de estado contra Jacobo Árbenz en Guatemala. Al igual que en Aún estoy aquí, lo que intenta capturar Salles es a la persona en su etapa formativa que la convertirá más adelante en artículo enciclopédico, pero algo contradictorio persiste en ambas películas: quizá no habrían generado tanto interés si no se trataran de íconos; es decir, aunque abordan a un médico y un ama de casa, dependen de saber en quiénes se convierten para atraer al público. 

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Paiva no es mundialmente famosa como el Che, pero su historia se está contando en un momento histórico muy similar tanto en Brasil como en el resto del mundo. La ultraderecha en contra de los derechos se impone en las elecciones en Europa, en Estados Unidos, en Latinoamérica, en Asia. La rabia es incontenible y Paiva se convierte, así, en todos los espectadores afectados por la tendencia. Aún estoy aquí narra nuestras pesadillas, a diferencia de Diarios de motocicleta, y quizá por ello la película es recibida con un entusiasmo que no logro compartir. Creo, de hecho, que no es la película de Salles la que está triunfando con audiencias de todo el mundo, sino la historia real, y el miedo a que se repita, independientemente de las formas mediante las que está narrada. 

No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte de Aún estoy aquí (2024); la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos.

Esta es la trama que ha escandalizado a la derecha brasileña, insistente en que el gobierno de los generales entre 1964 y 1985 fue una etapa democrática y apegada a la ley: Paiva (Fernanda Torres) es un ama de casa más o menos común a principios de los años setenta. Su esposo, Rubens (Selton Mello), es un exdiputado del Partido Laborista Brasileño que vuelve del exilio en Europa para ejercer su carrera de ingeniero. Ambos tienen un hogar lleno de niñas y un niño que van de la infancia a la adolescencia, y un perrito —esto es importante—. La exposición de la película es larga para subrayar el carácter juguetón y generoso de Rubens. Incluso hay una nostalgia por los setenta que provoca citas a Caetano Veloso, Gilberto Gil, los Beatles y Michelangelo Antonioni. Hay, pues, una moralización que se evidencia en cuanto pasa el incidente definitorio de la trama: Rubens es detenido y secuestrado por militares vestidos de civiles que hacen guardia en su casa mientras él no está. Luego se llevan también a Eunice y a una de sus hijas adolescentes. 

Una circunstancia como la que describe Salles debería conmover por sí misma: la dictadura, una forma del destino, aplasta la felicidad cotidiana de una familia; la separa y le deja heridas que duran hasta la muerte, pero al director no le basta eso: su montaje, insisto, moraliza al pasar de un largo rato de una familia exclusivamente feliz, a otro de una madre de familia exclusivamente desdichada. No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte; la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos. Las emociones no fluyen con libertad, sino forzadas por una dictadura más inofensiva que la de los generales —más bienintencionada— pero dictadura al fin: la del cine. Salles incluso emplea una musicalización que imprime la tristeza cuando Eunice está encerrada en su celda; cuando descubre que su esposo no ha sido liberado, y cuando averigua lo que probablemente le sucedió. Más que una película de contrastes (felicidad, infelicidad; izquierda, derecha; dictadura, libertad), Aún estoy aquí es un filme de contradicciones: busca liberarnos de los descendientes de los generales —Jair Bolsonaro y otros monstruos— usando las tácticas de manipulación masiva que les han beneficiado a ellos.

Hay que subrayarlo: no son las ideas y las afiliaciones políticas de Salles las que me generan desconfianza —de hecho, en eso estamos de acuerdo—, sino sus formas. El cine militante de los años sesenta y setenta en Brasil fue un resultado directo del gobierno militar; también de las nuevas olas que aparecían en el resto del mundo, pero hay una rabia, por ejemplo, en las películas de Glauber Rocha, de Nelson Pereira dos Santos o Ruy Guerra, que se dirige a todo, como una granada explotando: al cine hegemónico, a la dictadura, a la sociedad pasiva y a los festivales de cine, que Rocha acusó de ser parte de un statu quo que mantenía a las imágenes enjauladas al premiar siempre lo más accesible. Si el cine es un arma revolucionaria, inevitablemente se llevará a unos cuantos consigo. Pero lo que hace Salles hoy con Aún estoy aquí es una película contraria a aquella insurgencia —al cine que enfrentó directamente a los generales— en nombre de la popularidad. No transgrede ni afecta a la derecha, más que por el acto de memoria elemental de un abuso; tampoco abraza al público de una forma que permita al mismo tiempo la emoción y la libertad, sino que enternece a partir del convencionalismo ocupado por los grandes capitales para explotar a las audiencias de todo el mundo. Más que un cine popular, Salles ha llegado a representar un cine populista.

Antes mencioné la importancia del perrito de Eunice Paiva y su familia: en una escena él también acaba siendo víctima de la dictadura y provoca que Fernanda Torres pierda el control: grita y manotea, como le gusta a la Academia de Hollywood. Recientemente la película animada Flow (Straume, 2024) hizo una contribución indispensable al lenguaje fílmico: transformó al meme en cine. Sus protagonistas son las postales más enternecedoras de las redes sociales: un gato, un carpincho (o capibara, como le llaman los estadounidenses y, en consecuencia, todos los demás), un golden retriever y otros animalitos, todos puestos en peligro para controlar la emotividad de amantes de las mascotas y espectadores de memes por igual. Es difícil no preocuparse por estas criaturas porque las percibimos como inocentes e indefensas —además de bonitas—, y por eso mismo las decisiones de Flow carecen de inocencia. Salles debe saber que la escena del perrito victimizado en Aún estoy aquí va a remover las emociones del público y la usa para conmover de la manera más burda. Un cineasta más reacio a manipular a su público —menos dictatorial— habría evitado esta escena o la habría filmado restándole emoción.  

Walter Salles plantea un melodrama al que le falta la visión radical y visceral de Glauber Rocha y otros directores del Cinema Novo.

Quizá sea exagerado pedirle a un director que se controle para no controlar, a su vez, a la audiencia, sobre todo considerando que no suelo tener problema con el sentimentalismo de Steven Spielberg o Frank Capra, pero las suyas, en general, no son películas que se asuman militantes en medio de un enfrentamiento contra un enemigo que ha usado el espectáculo, la conmoción, para legitimarse (aunque, claro, ahí está la cuestionable serie propagandística Why We Fight, de Capra). Además, son películas formalmente admirables en otros aspectos, mientras que Aún estoy aquí es bastante convencional, como lo sugiere su empleo de la música o una escena que le ha traído su fama internacional a Fernanda Torres: una vez que los militares liberan a Eunice, ella intenta simular la normalidad para su familia y lleva a sus hijas e hijo a una heladería. Su mirada muestra cómo se derrumba por dentro al ver a otros comensales que parecen plenamente felices, como lo fue ella alguna vez. Salles interrumpe a Torres al insertar planos de lo que ella mira, como si no bastara un solo contraplano para entender qué la hiere: hay que insistir para esclarecer y hay que mantener al público estimulado. Alexander Payne, un director de comedia (un género mal visto por un criterio aristocrático, según el cual es vulgar), tiene mejor dominada la técnica, como lo evidencia un plano inolvidable de Entre copas (Sideways, 2004) en el que Virginia Madsen explica por qué le gusta tanto el vino. Hay más poesía en una buena comedia que en un mal melodrama.

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El colmo de Aún estoy aquí es su última escena, cuando la madre de Torres, Fernanda Montenegro, interpreta a Eunice Paiva en sus últimos años. Además del sentimentalismo de toda la escena sobre la familia reunida y la memoria de Rubens, hay una trampa en la que han caído los medios de comunicación: el vínculo de dos actrices, madre e hija, nominadas al Oscar por una película de Walter Salles —Estación central (Central Do Brasil, 1998), en el caso de Montenegro—. Ya no es ni siquiera la historia de Paiva la que emociona al público, sino la de Torres. Ante los resultados, cuesta trabajo pensar que esto no es parte de una estrategia para hacer a la película un producto más celebrado, un derivado ya ajeno a la historia real que la motiva. Si es la representación en el sentido de una importancia social la que mueve a Salles, ha fracasado; si es otra cosa, va bien, a costa de usar el miedo y la ternura de buena parte de su público para conseguir su propio éxito. Aún estoy aquí no me recordaría en ese caso al revolucionario Glauber Rocha ni a los demás miembros del Cinema Novo, sino a sus enemigos.

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Eunice Paiva (Fernanda Torres) es una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña.
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Si la película de Walter Salles fuera revolucionaria, Glauber Rocha y el resto de los integrantes del Cinema Novo estarían orgullosos, mas no lo es.

El concepto de representación debería ser más vasto que el de inclusión, con el que se le ha pretendido confundir en los últimos años. “Representation Matters”, repite Hollywood, como respondiendo a James Baldwin, quien dijo sentirse emocionado cuando, tras años de ver a los afroestadounidenses representados como un chiste, observó a Paul Robeson despedazar los estereotipos con su voz honda y su cuerpo digno. La representación, sin embargo, no es solo un acto político, sino la naturaleza misma del cine y de todo el arte. Películas, poemas, pinturas, coreografías, canciones: todas aspiran a traducir el mundo material e inmaterial en actos de imaginación. Por ello, las obras no son copias fieles, sino objetos que valen —o no— por su infidelidad a lo que las inspira. Representar una historia real, entonces, no es un acto de reproducción, sino de interpretación, cuyos énfasis sugieren las intenciones de quien representa. 

Cuando vemos Aún estoy aquí (Ainda Estou Aqui, 2024) se nos presenta más la idea que tiene el director Walter Salles de Eunice Paiva (una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña) que la Eunice Paiva de la enciclopedia (una abogada y activista que luchó por los derechos humanos y de los indígenas en Brasil). Ninguna es la verdadera, sino dos representaciones que Salles enfrenta en favor de la suya, la cual enfatiza a la persona, más que al ícono. Salles empleó esta estrategia antes, principalmente en Diarios de motocicleta (2004), en la que narra el viaje latinoamericano del Che Guevara antes de atestiguar el golpe de estado contra Jacobo Árbenz en Guatemala. Al igual que en Aún estoy aquí, lo que intenta capturar Salles es a la persona en su etapa formativa que la convertirá más adelante en artículo enciclopédico, pero algo contradictorio persiste en ambas películas: quizá no habrían generado tanto interés si no se trataran de íconos; es decir, aunque abordan a un médico y un ama de casa, dependen de saber en quiénes se convierten para atraer al público. 

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Paiva no es mundialmente famosa como el Che, pero su historia se está contando en un momento histórico muy similar tanto en Brasil como en el resto del mundo. La ultraderecha en contra de los derechos se impone en las elecciones en Europa, en Estados Unidos, en Latinoamérica, en Asia. La rabia es incontenible y Paiva se convierte, así, en todos los espectadores afectados por la tendencia. Aún estoy aquí narra nuestras pesadillas, a diferencia de Diarios de motocicleta, y quizá por ello la película es recibida con un entusiasmo que no logro compartir. Creo, de hecho, que no es la película de Salles la que está triunfando con audiencias de todo el mundo, sino la historia real, y el miedo a que se repita, independientemente de las formas mediante las que está narrada. 

No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte de Aún estoy aquí (2024); la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos.

Esta es la trama que ha escandalizado a la derecha brasileña, insistente en que el gobierno de los generales entre 1964 y 1985 fue una etapa democrática y apegada a la ley: Paiva (Fernanda Torres) es un ama de casa más o menos común a principios de los años setenta. Su esposo, Rubens (Selton Mello), es un exdiputado del Partido Laborista Brasileño que vuelve del exilio en Europa para ejercer su carrera de ingeniero. Ambos tienen un hogar lleno de niñas y un niño que van de la infancia a la adolescencia, y un perrito —esto es importante—. La exposición de la película es larga para subrayar el carácter juguetón y generoso de Rubens. Incluso hay una nostalgia por los setenta que provoca citas a Caetano Veloso, Gilberto Gil, los Beatles y Michelangelo Antonioni. Hay, pues, una moralización que se evidencia en cuanto pasa el incidente definitorio de la trama: Rubens es detenido y secuestrado por militares vestidos de civiles que hacen guardia en su casa mientras él no está. Luego se llevan también a Eunice y a una de sus hijas adolescentes. 

Una circunstancia como la que describe Salles debería conmover por sí misma: la dictadura, una forma del destino, aplasta la felicidad cotidiana de una familia; la separa y le deja heridas que duran hasta la muerte, pero al director no le basta eso: su montaje, insisto, moraliza al pasar de un largo rato de una familia exclusivamente feliz, a otro de una madre de familia exclusivamente desdichada. No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte; la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos. Las emociones no fluyen con libertad, sino forzadas por una dictadura más inofensiva que la de los generales —más bienintencionada— pero dictadura al fin: la del cine. Salles incluso emplea una musicalización que imprime la tristeza cuando Eunice está encerrada en su celda; cuando descubre que su esposo no ha sido liberado, y cuando averigua lo que probablemente le sucedió. Más que una película de contrastes (felicidad, infelicidad; izquierda, derecha; dictadura, libertad), Aún estoy aquí es un filme de contradicciones: busca liberarnos de los descendientes de los generales —Jair Bolsonaro y otros monstruos— usando las tácticas de manipulación masiva que les han beneficiado a ellos.

Hay que subrayarlo: no son las ideas y las afiliaciones políticas de Salles las que me generan desconfianza —de hecho, en eso estamos de acuerdo—, sino sus formas. El cine militante de los años sesenta y setenta en Brasil fue un resultado directo del gobierno militar; también de las nuevas olas que aparecían en el resto del mundo, pero hay una rabia, por ejemplo, en las películas de Glauber Rocha, de Nelson Pereira dos Santos o Ruy Guerra, que se dirige a todo, como una granada explotando: al cine hegemónico, a la dictadura, a la sociedad pasiva y a los festivales de cine, que Rocha acusó de ser parte de un statu quo que mantenía a las imágenes enjauladas al premiar siempre lo más accesible. Si el cine es un arma revolucionaria, inevitablemente se llevará a unos cuantos consigo. Pero lo que hace Salles hoy con Aún estoy aquí es una película contraria a aquella insurgencia —al cine que enfrentó directamente a los generales— en nombre de la popularidad. No transgrede ni afecta a la derecha, más que por el acto de memoria elemental de un abuso; tampoco abraza al público de una forma que permita al mismo tiempo la emoción y la libertad, sino que enternece a partir del convencionalismo ocupado por los grandes capitales para explotar a las audiencias de todo el mundo. Más que un cine popular, Salles ha llegado a representar un cine populista.

Antes mencioné la importancia del perrito de Eunice Paiva y su familia: en una escena él también acaba siendo víctima de la dictadura y provoca que Fernanda Torres pierda el control: grita y manotea, como le gusta a la Academia de Hollywood. Recientemente la película animada Flow (Straume, 2024) hizo una contribución indispensable al lenguaje fílmico: transformó al meme en cine. Sus protagonistas son las postales más enternecedoras de las redes sociales: un gato, un carpincho (o capibara, como le llaman los estadounidenses y, en consecuencia, todos los demás), un golden retriever y otros animalitos, todos puestos en peligro para controlar la emotividad de amantes de las mascotas y espectadores de memes por igual. Es difícil no preocuparse por estas criaturas porque las percibimos como inocentes e indefensas —además de bonitas—, y por eso mismo las decisiones de Flow carecen de inocencia. Salles debe saber que la escena del perrito victimizado en Aún estoy aquí va a remover las emociones del público y la usa para conmover de la manera más burda. Un cineasta más reacio a manipular a su público —menos dictatorial— habría evitado esta escena o la habría filmado restándole emoción.  

Walter Salles plantea un melodrama al que le falta la visión radical y visceral de Glauber Rocha y otros directores del Cinema Novo.

Quizá sea exagerado pedirle a un director que se controle para no controlar, a su vez, a la audiencia, sobre todo considerando que no suelo tener problema con el sentimentalismo de Steven Spielberg o Frank Capra, pero las suyas, en general, no son películas que se asuman militantes en medio de un enfrentamiento contra un enemigo que ha usado el espectáculo, la conmoción, para legitimarse (aunque, claro, ahí está la cuestionable serie propagandística Why We Fight, de Capra). Además, son películas formalmente admirables en otros aspectos, mientras que Aún estoy aquí es bastante convencional, como lo sugiere su empleo de la música o una escena que le ha traído su fama internacional a Fernanda Torres: una vez que los militares liberan a Eunice, ella intenta simular la normalidad para su familia y lleva a sus hijas e hijo a una heladería. Su mirada muestra cómo se derrumba por dentro al ver a otros comensales que parecen plenamente felices, como lo fue ella alguna vez. Salles interrumpe a Torres al insertar planos de lo que ella mira, como si no bastara un solo contraplano para entender qué la hiere: hay que insistir para esclarecer y hay que mantener al público estimulado. Alexander Payne, un director de comedia (un género mal visto por un criterio aristocrático, según el cual es vulgar), tiene mejor dominada la técnica, como lo evidencia un plano inolvidable de Entre copas (Sideways, 2004) en el que Virginia Madsen explica por qué le gusta tanto el vino. Hay más poesía en una buena comedia que en un mal melodrama.

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El colmo de Aún estoy aquí es su última escena, cuando la madre de Torres, Fernanda Montenegro, interpreta a Eunice Paiva en sus últimos años. Además del sentimentalismo de toda la escena sobre la familia reunida y la memoria de Rubens, hay una trampa en la que han caído los medios de comunicación: el vínculo de dos actrices, madre e hija, nominadas al Oscar por una película de Walter Salles —Estación central (Central Do Brasil, 1998), en el caso de Montenegro—. Ya no es ni siquiera la historia de Paiva la que emociona al público, sino la de Torres. Ante los resultados, cuesta trabajo pensar que esto no es parte de una estrategia para hacer a la película un producto más celebrado, un derivado ya ajeno a la historia real que la motiva. Si es la representación en el sentido de una importancia social la que mueve a Salles, ha fracasado; si es otra cosa, va bien, a costa de usar el miedo y la ternura de buena parte de su público para conseguir su propio éxito. Aún estoy aquí no me recordaría en ese caso al revolucionario Glauber Rocha ni a los demás miembros del Cinema Novo, sino a sus enemigos.

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Si la película de Walter Salles fuera revolucionaria, Glauber Rocha y el resto de los integrantes del Cinema Novo estarían orgullosos, mas no lo es.

El concepto de representación debería ser más vasto que el de inclusión, con el que se le ha pretendido confundir en los últimos años. “Representation Matters”, repite Hollywood, como respondiendo a James Baldwin, quien dijo sentirse emocionado cuando, tras años de ver a los afroestadounidenses representados como un chiste, observó a Paul Robeson despedazar los estereotipos con su voz honda y su cuerpo digno. La representación, sin embargo, no es solo un acto político, sino la naturaleza misma del cine y de todo el arte. Películas, poemas, pinturas, coreografías, canciones: todas aspiran a traducir el mundo material e inmaterial en actos de imaginación. Por ello, las obras no son copias fieles, sino objetos que valen —o no— por su infidelidad a lo que las inspira. Representar una historia real, entonces, no es un acto de reproducción, sino de interpretación, cuyos énfasis sugieren las intenciones de quien representa. 

Cuando vemos Aún estoy aquí (Ainda Estou Aqui, 2024) se nos presenta más la idea que tiene el director Walter Salles de Eunice Paiva (una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña) que la Eunice Paiva de la enciclopedia (una abogada y activista que luchó por los derechos humanos y de los indígenas en Brasil). Ninguna es la verdadera, sino dos representaciones que Salles enfrenta en favor de la suya, la cual enfatiza a la persona, más que al ícono. Salles empleó esta estrategia antes, principalmente en Diarios de motocicleta (2004), en la que narra el viaje latinoamericano del Che Guevara antes de atestiguar el golpe de estado contra Jacobo Árbenz en Guatemala. Al igual que en Aún estoy aquí, lo que intenta capturar Salles es a la persona en su etapa formativa que la convertirá más adelante en artículo enciclopédico, pero algo contradictorio persiste en ambas películas: quizá no habrían generado tanto interés si no se trataran de íconos; es decir, aunque abordan a un médico y un ama de casa, dependen de saber en quiénes se convierten para atraer al público. 

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Paiva no es mundialmente famosa como el Che, pero su historia se está contando en un momento histórico muy similar tanto en Brasil como en el resto del mundo. La ultraderecha en contra de los derechos se impone en las elecciones en Europa, en Estados Unidos, en Latinoamérica, en Asia. La rabia es incontenible y Paiva se convierte, así, en todos los espectadores afectados por la tendencia. Aún estoy aquí narra nuestras pesadillas, a diferencia de Diarios de motocicleta, y quizá por ello la película es recibida con un entusiasmo que no logro compartir. Creo, de hecho, que no es la película de Salles la que está triunfando con audiencias de todo el mundo, sino la historia real, y el miedo a que se repita, independientemente de las formas mediante las que está narrada. 

No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte de Aún estoy aquí (2024); la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos.

Esta es la trama que ha escandalizado a la derecha brasileña, insistente en que el gobierno de los generales entre 1964 y 1985 fue una etapa democrática y apegada a la ley: Paiva (Fernanda Torres) es un ama de casa más o menos común a principios de los años setenta. Su esposo, Rubens (Selton Mello), es un exdiputado del Partido Laborista Brasileño que vuelve del exilio en Europa para ejercer su carrera de ingeniero. Ambos tienen un hogar lleno de niñas y un niño que van de la infancia a la adolescencia, y un perrito —esto es importante—. La exposición de la película es larga para subrayar el carácter juguetón y generoso de Rubens. Incluso hay una nostalgia por los setenta que provoca citas a Caetano Veloso, Gilberto Gil, los Beatles y Michelangelo Antonioni. Hay, pues, una moralización que se evidencia en cuanto pasa el incidente definitorio de la trama: Rubens es detenido y secuestrado por militares vestidos de civiles que hacen guardia en su casa mientras él no está. Luego se llevan también a Eunice y a una de sus hijas adolescentes. 

Una circunstancia como la que describe Salles debería conmover por sí misma: la dictadura, una forma del destino, aplasta la felicidad cotidiana de una familia; la separa y le deja heridas que duran hasta la muerte, pero al director no le basta eso: su montaje, insisto, moraliza al pasar de un largo rato de una familia exclusivamente feliz, a otro de una madre de familia exclusivamente desdichada. No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte; la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos. Las emociones no fluyen con libertad, sino forzadas por una dictadura más inofensiva que la de los generales —más bienintencionada— pero dictadura al fin: la del cine. Salles incluso emplea una musicalización que imprime la tristeza cuando Eunice está encerrada en su celda; cuando descubre que su esposo no ha sido liberado, y cuando averigua lo que probablemente le sucedió. Más que una película de contrastes (felicidad, infelicidad; izquierda, derecha; dictadura, libertad), Aún estoy aquí es un filme de contradicciones: busca liberarnos de los descendientes de los generales —Jair Bolsonaro y otros monstruos— usando las tácticas de manipulación masiva que les han beneficiado a ellos.

Hay que subrayarlo: no son las ideas y las afiliaciones políticas de Salles las que me generan desconfianza —de hecho, en eso estamos de acuerdo—, sino sus formas. El cine militante de los años sesenta y setenta en Brasil fue un resultado directo del gobierno militar; también de las nuevas olas que aparecían en el resto del mundo, pero hay una rabia, por ejemplo, en las películas de Glauber Rocha, de Nelson Pereira dos Santos o Ruy Guerra, que se dirige a todo, como una granada explotando: al cine hegemónico, a la dictadura, a la sociedad pasiva y a los festivales de cine, que Rocha acusó de ser parte de un statu quo que mantenía a las imágenes enjauladas al premiar siempre lo más accesible. Si el cine es un arma revolucionaria, inevitablemente se llevará a unos cuantos consigo. Pero lo que hace Salles hoy con Aún estoy aquí es una película contraria a aquella insurgencia —al cine que enfrentó directamente a los generales— en nombre de la popularidad. No transgrede ni afecta a la derecha, más que por el acto de memoria elemental de un abuso; tampoco abraza al público de una forma que permita al mismo tiempo la emoción y la libertad, sino que enternece a partir del convencionalismo ocupado por los grandes capitales para explotar a las audiencias de todo el mundo. Más que un cine popular, Salles ha llegado a representar un cine populista.

Antes mencioné la importancia del perrito de Eunice Paiva y su familia: en una escena él también acaba siendo víctima de la dictadura y provoca que Fernanda Torres pierda el control: grita y manotea, como le gusta a la Academia de Hollywood. Recientemente la película animada Flow (Straume, 2024) hizo una contribución indispensable al lenguaje fílmico: transformó al meme en cine. Sus protagonistas son las postales más enternecedoras de las redes sociales: un gato, un carpincho (o capibara, como le llaman los estadounidenses y, en consecuencia, todos los demás), un golden retriever y otros animalitos, todos puestos en peligro para controlar la emotividad de amantes de las mascotas y espectadores de memes por igual. Es difícil no preocuparse por estas criaturas porque las percibimos como inocentes e indefensas —además de bonitas—, y por eso mismo las decisiones de Flow carecen de inocencia. Salles debe saber que la escena del perrito victimizado en Aún estoy aquí va a remover las emociones del público y la usa para conmover de la manera más burda. Un cineasta más reacio a manipular a su público —menos dictatorial— habría evitado esta escena o la habría filmado restándole emoción.  

Walter Salles plantea un melodrama al que le falta la visión radical y visceral de Glauber Rocha y otros directores del Cinema Novo.

Quizá sea exagerado pedirle a un director que se controle para no controlar, a su vez, a la audiencia, sobre todo considerando que no suelo tener problema con el sentimentalismo de Steven Spielberg o Frank Capra, pero las suyas, en general, no son películas que se asuman militantes en medio de un enfrentamiento contra un enemigo que ha usado el espectáculo, la conmoción, para legitimarse (aunque, claro, ahí está la cuestionable serie propagandística Why We Fight, de Capra). Además, son películas formalmente admirables en otros aspectos, mientras que Aún estoy aquí es bastante convencional, como lo sugiere su empleo de la música o una escena que le ha traído su fama internacional a Fernanda Torres: una vez que los militares liberan a Eunice, ella intenta simular la normalidad para su familia y lleva a sus hijas e hijo a una heladería. Su mirada muestra cómo se derrumba por dentro al ver a otros comensales que parecen plenamente felices, como lo fue ella alguna vez. Salles interrumpe a Torres al insertar planos de lo que ella mira, como si no bastara un solo contraplano para entender qué la hiere: hay que insistir para esclarecer y hay que mantener al público estimulado. Alexander Payne, un director de comedia (un género mal visto por un criterio aristocrático, según el cual es vulgar), tiene mejor dominada la técnica, como lo evidencia un plano inolvidable de Entre copas (Sideways, 2004) en el que Virginia Madsen explica por qué le gusta tanto el vino. Hay más poesía en una buena comedia que en un mal melodrama.

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El colmo de Aún estoy aquí es su última escena, cuando la madre de Torres, Fernanda Montenegro, interpreta a Eunice Paiva en sus últimos años. Además del sentimentalismo de toda la escena sobre la familia reunida y la memoria de Rubens, hay una trampa en la que han caído los medios de comunicación: el vínculo de dos actrices, madre e hija, nominadas al Oscar por una película de Walter Salles —Estación central (Central Do Brasil, 1998), en el caso de Montenegro—. Ya no es ni siquiera la historia de Paiva la que emociona al público, sino la de Torres. Ante los resultados, cuesta trabajo pensar que esto no es parte de una estrategia para hacer a la película un producto más celebrado, un derivado ya ajeno a la historia real que la motiva. Si es la representación en el sentido de una importancia social la que mueve a Salles, ha fracasado; si es otra cosa, va bien, a costa de usar el miedo y la ternura de buena parte de su público para conseguir su propio éxito. Aún estoy aquí no me recordaría en ese caso al revolucionario Glauber Rocha ni a los demás miembros del Cinema Novo, sino a sus enemigos.

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Eunice Paiva (Fernanda Torres) es una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña.

La dictadura pintada como un burdo melodrama: <i>Aún estoy aquí</i>

La dictadura pintada como un burdo melodrama: <i>Aún estoy aquí</i>

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Si la película de Walter Salles fuera revolucionaria, Glauber Rocha y el resto de los integrantes del Cinema Novo estarían orgullosos, mas no lo es.

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El concepto de representación debería ser más vasto que el de inclusión, con el que se le ha pretendido confundir en los últimos años. “Representation Matters”, repite Hollywood, como respondiendo a James Baldwin, quien dijo sentirse emocionado cuando, tras años de ver a los afroestadounidenses representados como un chiste, observó a Paul Robeson despedazar los estereotipos con su voz honda y su cuerpo digno. La representación, sin embargo, no es solo un acto político, sino la naturaleza misma del cine y de todo el arte. Películas, poemas, pinturas, coreografías, canciones: todas aspiran a traducir el mundo material e inmaterial en actos de imaginación. Por ello, las obras no son copias fieles, sino objetos que valen —o no— por su infidelidad a lo que las inspira. Representar una historia real, entonces, no es un acto de reproducción, sino de interpretación, cuyos énfasis sugieren las intenciones de quien representa. 

Cuando vemos Aún estoy aquí (Ainda Estou Aqui, 2024) se nos presenta más la idea que tiene el director Walter Salles de Eunice Paiva (una mujer que pierde a su esposo en un acto de desaparición forzada, ordenado por la dictadura brasileña) que la Eunice Paiva de la enciclopedia (una abogada y activista que luchó por los derechos humanos y de los indígenas en Brasil). Ninguna es la verdadera, sino dos representaciones que Salles enfrenta en favor de la suya, la cual enfatiza a la persona, más que al ícono. Salles empleó esta estrategia antes, principalmente en Diarios de motocicleta (2004), en la que narra el viaje latinoamericano del Che Guevara antes de atestiguar el golpe de estado contra Jacobo Árbenz en Guatemala. Al igual que en Aún estoy aquí, lo que intenta capturar Salles es a la persona en su etapa formativa que la convertirá más adelante en artículo enciclopédico, pero algo contradictorio persiste en ambas películas: quizá no habrían generado tanto interés si no se trataran de íconos; es decir, aunque abordan a un médico y un ama de casa, dependen de saber en quiénes se convierten para atraer al público. 

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Paiva no es mundialmente famosa como el Che, pero su historia se está contando en un momento histórico muy similar tanto en Brasil como en el resto del mundo. La ultraderecha en contra de los derechos se impone en las elecciones en Europa, en Estados Unidos, en Latinoamérica, en Asia. La rabia es incontenible y Paiva se convierte, así, en todos los espectadores afectados por la tendencia. Aún estoy aquí narra nuestras pesadillas, a diferencia de Diarios de motocicleta, y quizá por ello la película es recibida con un entusiasmo que no logro compartir. Creo, de hecho, que no es la película de Salles la que está triunfando con audiencias de todo el mundo, sino la historia real, y el miedo a que se repita, independientemente de las formas mediante las que está narrada. 

No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte de Aún estoy aquí (2024); la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos.

Esta es la trama que ha escandalizado a la derecha brasileña, insistente en que el gobierno de los generales entre 1964 y 1985 fue una etapa democrática y apegada a la ley: Paiva (Fernanda Torres) es un ama de casa más o menos común a principios de los años setenta. Su esposo, Rubens (Selton Mello), es un exdiputado del Partido Laborista Brasileño que vuelve del exilio en Europa para ejercer su carrera de ingeniero. Ambos tienen un hogar lleno de niñas y un niño que van de la infancia a la adolescencia, y un perrito —esto es importante—. La exposición de la película es larga para subrayar el carácter juguetón y generoso de Rubens. Incluso hay una nostalgia por los setenta que provoca citas a Caetano Veloso, Gilberto Gil, los Beatles y Michelangelo Antonioni. Hay, pues, una moralización que se evidencia en cuanto pasa el incidente definitorio de la trama: Rubens es detenido y secuestrado por militares vestidos de civiles que hacen guardia en su casa mientras él no está. Luego se llevan también a Eunice y a una de sus hijas adolescentes. 

Una circunstancia como la que describe Salles debería conmover por sí misma: la dictadura, una forma del destino, aplasta la felicidad cotidiana de una familia; la separa y le deja heridas que duran hasta la muerte, pero al director no le basta eso: su montaje, insisto, moraliza al pasar de un largo rato de una familia exclusivamente feliz, a otro de una madre de familia exclusivamente desdichada. No hay pleitos ni desconfianzas en la primera parte; la ligereza que alcanza a percibirse en la segunda es una ficción creada por una madre evitando el trauma a sus hijos. Las emociones no fluyen con libertad, sino forzadas por una dictadura más inofensiva que la de los generales —más bienintencionada— pero dictadura al fin: la del cine. Salles incluso emplea una musicalización que imprime la tristeza cuando Eunice está encerrada en su celda; cuando descubre que su esposo no ha sido liberado, y cuando averigua lo que probablemente le sucedió. Más que una película de contrastes (felicidad, infelicidad; izquierda, derecha; dictadura, libertad), Aún estoy aquí es un filme de contradicciones: busca liberarnos de los descendientes de los generales —Jair Bolsonaro y otros monstruos— usando las tácticas de manipulación masiva que les han beneficiado a ellos.

Hay que subrayarlo: no son las ideas y las afiliaciones políticas de Salles las que me generan desconfianza —de hecho, en eso estamos de acuerdo—, sino sus formas. El cine militante de los años sesenta y setenta en Brasil fue un resultado directo del gobierno militar; también de las nuevas olas que aparecían en el resto del mundo, pero hay una rabia, por ejemplo, en las películas de Glauber Rocha, de Nelson Pereira dos Santos o Ruy Guerra, que se dirige a todo, como una granada explotando: al cine hegemónico, a la dictadura, a la sociedad pasiva y a los festivales de cine, que Rocha acusó de ser parte de un statu quo que mantenía a las imágenes enjauladas al premiar siempre lo más accesible. Si el cine es un arma revolucionaria, inevitablemente se llevará a unos cuantos consigo. Pero lo que hace Salles hoy con Aún estoy aquí es una película contraria a aquella insurgencia —al cine que enfrentó directamente a los generales— en nombre de la popularidad. No transgrede ni afecta a la derecha, más que por el acto de memoria elemental de un abuso; tampoco abraza al público de una forma que permita al mismo tiempo la emoción y la libertad, sino que enternece a partir del convencionalismo ocupado por los grandes capitales para explotar a las audiencias de todo el mundo. Más que un cine popular, Salles ha llegado a representar un cine populista.

Antes mencioné la importancia del perrito de Eunice Paiva y su familia: en una escena él también acaba siendo víctima de la dictadura y provoca que Fernanda Torres pierda el control: grita y manotea, como le gusta a la Academia de Hollywood. Recientemente la película animada Flow (Straume, 2024) hizo una contribución indispensable al lenguaje fílmico: transformó al meme en cine. Sus protagonistas son las postales más enternecedoras de las redes sociales: un gato, un carpincho (o capibara, como le llaman los estadounidenses y, en consecuencia, todos los demás), un golden retriever y otros animalitos, todos puestos en peligro para controlar la emotividad de amantes de las mascotas y espectadores de memes por igual. Es difícil no preocuparse por estas criaturas porque las percibimos como inocentes e indefensas —además de bonitas—, y por eso mismo las decisiones de Flow carecen de inocencia. Salles debe saber que la escena del perrito victimizado en Aún estoy aquí va a remover las emociones del público y la usa para conmover de la manera más burda. Un cineasta más reacio a manipular a su público —menos dictatorial— habría evitado esta escena o la habría filmado restándole emoción.  

Walter Salles plantea un melodrama al que le falta la visión radical y visceral de Glauber Rocha y otros directores del Cinema Novo.

Quizá sea exagerado pedirle a un director que se controle para no controlar, a su vez, a la audiencia, sobre todo considerando que no suelo tener problema con el sentimentalismo de Steven Spielberg o Frank Capra, pero las suyas, en general, no son películas que se asuman militantes en medio de un enfrentamiento contra un enemigo que ha usado el espectáculo, la conmoción, para legitimarse (aunque, claro, ahí está la cuestionable serie propagandística Why We Fight, de Capra). Además, son películas formalmente admirables en otros aspectos, mientras que Aún estoy aquí es bastante convencional, como lo sugiere su empleo de la música o una escena que le ha traído su fama internacional a Fernanda Torres: una vez que los militares liberan a Eunice, ella intenta simular la normalidad para su familia y lleva a sus hijas e hijo a una heladería. Su mirada muestra cómo se derrumba por dentro al ver a otros comensales que parecen plenamente felices, como lo fue ella alguna vez. Salles interrumpe a Torres al insertar planos de lo que ella mira, como si no bastara un solo contraplano para entender qué la hiere: hay que insistir para esclarecer y hay que mantener al público estimulado. Alexander Payne, un director de comedia (un género mal visto por un criterio aristocrático, según el cual es vulgar), tiene mejor dominada la técnica, como lo evidencia un plano inolvidable de Entre copas (Sideways, 2004) en el que Virginia Madsen explica por qué le gusta tanto el vino. Hay más poesía en una buena comedia que en un mal melodrama.

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El colmo de Aún estoy aquí es su última escena, cuando la madre de Torres, Fernanda Montenegro, interpreta a Eunice Paiva en sus últimos años. Además del sentimentalismo de toda la escena sobre la familia reunida y la memoria de Rubens, hay una trampa en la que han caído los medios de comunicación: el vínculo de dos actrices, madre e hija, nominadas al Oscar por una película de Walter Salles —Estación central (Central Do Brasil, 1998), en el caso de Montenegro—. Ya no es ni siquiera la historia de Paiva la que emociona al público, sino la de Torres. Ante los resultados, cuesta trabajo pensar que esto no es parte de una estrategia para hacer a la película un producto más celebrado, un derivado ya ajeno a la historia real que la motiva. Si es la representación en el sentido de una importancia social la que mueve a Salles, ha fracasado; si es otra cosa, va bien, a costa de usar el miedo y la ternura de buena parte de su público para conseguir su propio éxito. Aún estoy aquí no me recordaría en ese caso al revolucionario Glauber Rocha ni a los demás miembros del Cinema Novo, sino a sus enemigos.

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