Bailar para sacudir la crisis

Bailar para sacudir la crisis

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Tiempo de Lectura: 00 min

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Fernanda Jiménez.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Ilustración de Fernanda Jiménez.

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“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Archivo Gatopardo

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Bailar para sacudir la crisis

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“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Ilustración de Fernanda Jiménez.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Ilustración de Fernanda Jiménez.

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Bailar para sacudir la crisis

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Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
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.
06
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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05
.
06
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Ilustración de Fernanda Jiménez.
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Bailar para sacudir la crisis

Texto de
Fotografía de
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Traducción de

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Bailar para sacudir la crisis

Bailar para sacudir la crisis

05
.
06
.
23
AAAA
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“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Bailar para sacudir la crisis

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Fernanda Jiménez.
05
.
06
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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05
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06
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23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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Bailar para sacudir la crisis

Bailar para sacudir la crisis

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Fernanda Jiménez.
05
.
06
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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“Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer”, escribe la autora de este ensayo. ¿Comer a solas?, ¿quién no lo ha hecho? ¿Ir al cine sin compañía?, es más común de lo que parece. Pero ¿bailar sin pareja unas cumbias? Las mujeres siguen explorando actividades que pueden reivindicar para sí mismas.

Texto de
Fotografía de
Realización de
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Traducción de

Fui a bailar sola unas cumbias. Me dio flojera investigar si alguien iba conmigo porque poca gente a mi alrededor se deja llevar por esos ritmos. El evento sucedería a tres calles de mi casa, en la colonia Portales, al sur de la ciudad, así que llegué y regresé a pie muy a gusto, acompañada de mis amigas Noche y Madrugada. Ocurrió el último día de marzo, en el California Dancing Club, mejor conocido como El Califas, abierto al público en 1954 para rechinar el piso con pasos de mambo, swing, danzón y chachachá, y en años recientes ha permitido el ingreso de los fans de la música tropical, con bandas como Grupo Kual?, que tocaría, esa velada, junto con Sonido Gallo Negro.

Tengo amigos, novio y familia, de quienes disfruto su compañía, tanto como mi soledad. Resuenan en mí las palabras de la escritora estadounidense, de origen belga, May Sarton, quien confiesa un 15 de septiembre de 1972 en Diario de una soledad (Gallo Nero, 2021): “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido […]. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Nada como ver una película en el cine con la mirada fija en la pantalla sin distracciones, y qué maravilla también mirar a mi acompañante, para reírnos de cierta escena. Comer a solas es una oportunidad para avanzar en mis lecturas, aunque jamás rechazaría la invitación de alguien a charlar a la hora de la comida. He oído en los audífonos mis discos favoritos mientras hago la rutina de cardio en el gimnasio sin ninguna interrupción, pero aprecio cuando cualquiera chifla al ritmo de la música ambiental, dando ánimos para terminar las sentadillas. Mi único roomie es Agustín, un perrito chihuahua, así que, salvo por el tiempo destinado a sus paseos, juegos y comidas, realizo mis diligencias a la hora que quiero, mas la vida al lado de una pareja igualmente ordena los días con belleza. Bailo a la menor provocación en mi casa, sobre todo cuando pruebo un postre rico; me faltaba hacer lo mismo en un lugar público y se me hizo fácil invitarme a bailar.

Hacerme a la idea de bailar conmigo misma, como Billy Idol en su famosa canción “Dancing with Myself”, fue más sencillo que ponerla en práctica, sobre todo al principio, cuando mi soledad y yo (como dice otra canción pop) nos encontramos en la pista. El salón entero, con el resto de los bailarines presentes, se me figuró a la bolita esa que te avienta al centro entre gritos y aplausos, para que muestres tus mejores pasos. El peso de la Historia del arte me cayó encima cuando, en una insospechada asociación, por demás contradictoria, producto de los nervios, relacioné lo que sentía en ese instante con la pintura de Matisse en la que cinco mujeres bailan desnudas, tomadas de la mano, contorsionándose entusiastas, en colores vibrantes. En La danse, ellas transmiten energía, la mía, en cambio, era solo la suficiente para salir corriendo de ahí. Seguramente les di lástima a las parejitas que me veían bailar sola sobre mi propio eje. El deber de ser sexy me corroía el cuerpo, ¿por?, supongo que porque buscaba aceptación o demostrar que la soledad era una elección propia. Me aterró que alguien pudiera pensar que nadie había querido acompañarme a bailar. Qué horror. Cómo sudé. Revivieron mis inseguridades de cuando “tenía dos pies izquierdos”, heredados de mis padres, a quienes nunca vi bailar en las reuniones familiares, y a los que, de algún modo, seguí en su ejemplo. Me acordé de la playlist en Spotify que se llama Canciones para bailar solo EN TU CASA. La casa donde debía haberme quedado.

En El baile y el incendio (Anagrama, 2021), de Daniel Saldaña Paris, Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias, ensaya con su compañía una pieza inspirada en los aquelarres de Blockula, durante la segunda mitad del siglo XVII, y en Frau Troffea. Frau Troffea es la única mujer en el mundo que ha bailado sola, a la mitad de la calle, sin acompañante, razón o excusa, tampoco música. Su caso está documentado como uno de los ejemplos de la epidemia de danza en la Europa posmedieval, donde la gente bailó sin parar hasta desfallecer en el verano de 1518, en Estrasburgo. Al parecer habían contraído lo que hoy se conoce como enfermedad de Huntington o mal de San Vito, en el que se pierde el control de las extremidades. Aunque el historiador John Waller, en su artículo “A forgotten plague: making sense of dancing mania” de 2009, publicado en la revista médica británica The Lancet, plantea la posibilidad de que se hubieran puesto a bailar de la nada más bien por la ansiedad, debido a las condiciones en las que vivían: “una sucesión de cosechas terribles, los precios de los cereales más altos en una generación, el advenimiento de la sífilis y la reaparición de la lepra y la peste”. Entraban en estado de trance.

Para nada soy la Frau Troffea de estos tiempos ni pretendo comparar mis condiciones con las de ella, pero la explicación de Waller a su comportamiento disolvió de pronto mis preocupaciones acerca de lo que los otros pudieran pensar de mí esa noche, por bailar sola, y me permitió poner atención en lo que mi cuerpo sentía al moverlo acompasadamente, pese a los gritos de “¡Abuelita, ya llegó tu nieto!”, del vocalista del Grupo Kual? No diré obviedades sobre el contexto mundial que vivimos tras la pandemia de covid-19, lo que sí es que, al parecer, los tres años de encierro e inmovilidad encendieron inconscientemente nuestros deseos de sacudir los brazos y las piernas. No cabía un alma ahí, estaba llenísimo.

El calor me recorrió el cuerpo al menear las caderas; ondeé las manos y me relajé; algo tan simple como zapatear contra el piso me hizo reír. ¿Qué estaba bailando? Según esto, cumbia psicodélica, lo que toca Sonido Gallo Negro, pero mis movimientos obedecían más a un ritmo interno, parecido al que se me reveló a mí misma el día que aprendí a bailar. “El cuerpo tiene memoria, una memoria independiente y poderosa. […] Se trata de una memoria más densa y confiable, una memoria inconsciente, incluso divina”, intuye la escritora y bailarina Bibiana Camacho. A mis quince años no tuve vals ni chambelanes, sino que me enamoré. Mi noviecito de la prepa, dotado bailarín adolescente, me enseñó los placeres del merengue, la salsa y la cumbia. El amor pudo más que la tradición familiar. Recordé que sabía bailar y ahora además decidí bailar sola, en medio de miles de personas. Nadie me peló, salvo un señor que quiso bailar conmigo y al que le agradecí la invitación pero me negué, cada quien estaba en lo suyo. Bailar es obedecer al propio cuerpo, sin importar el ruido externo. Me entregué al momento.

Quise cantar, pero sonaba una canción sin letra, así que casi como un exabrupto grité, y otras chicas a unos metros imitaron el gesto también, estábamos disfrutando. Nunca aprendí a chiflar con los dedos, esos chiflidos que convierten el aire en un sonido agudo al fruncir los labios, que les rompe el tímpano a los presentes. Entonces aplaudí al ritmo del güiro. Qué libertad: mi tiempo, mi espacio, mi yo. Las morras vivimos angustiadas la mayor parte del tiempo por las violencias que nos atraviesan a diario en este país, pero en ese momento ahí sentí que estábamos seguras. Dejó de doler. Bailar sola, pero acompañada por todas las demás, aunque seamos desconocidas. Una hermosa tregua.

La poeta Elizabeth Bishop creía que todos debemos experimentar un periodo prolongado de soledad en la vida, lo da a entender en una de las cartas que le escribió a su amigo, el también poeta, Robert Lowell, en julio de 1948, compiladas en Words in Air (Thomas Travisano and Saskia Hamilton, 2008): “Siempre he tenido el deseo de ser la vigilante de un faro, absolutamente sola, sin que nadie interrumpa mi lectura. […] Quizá sea una necesidad recurrente”. La soledad es un lugar fértil para la creatividad, dice la escultora Louise Bourgeois. Las doctrinas orientales consideran el silencio como propicio para indagar en nuestro mundo interior. Pienso que la presencia de los otros contribuye a que nuestra soledad tenga sentido.

El espectáculo terminó. Mientras desocupábamos el salón, entre risas, la canción de moda retumbó en las bocinas: “Compa, ¿qué le parece esa morra?/ La que anda bailando sola/ me gusta pa’ mí”. ¡Qué coincidencia, ni mandada a hacer!, pensé. Había escuchado antes la tonadilla sin prestar mucha atención a la letra. Pero nuestro andar hacia la salida era tan lento que pude concentrarme en lo que Peso Pluma y Eslabón Armado platican al ritmo de su corrido tumbado. Me incomodó un poco lo que oí. Su lírica reproduce el estereotipo de que las mujeres siempre estaremos a la espera de un príncipe azul que nos lleve a la pista de baile, y nos convierta en princesas: “Le dije/ voy a conquistar tu familia/ que en unos días vas a ser mía./ Me dijo que estoy muy loco pero le gusta/ que ningún vato como yo actúa”. En segundos, la chica que bailaba sola (quien claramente es la fantasía de un hombre que se enamoró en su niñez de Jessica Rabbit y su vestido rojo de noche) deja todo para tomarse unos tragos con el nuevo galán y tomarlo de la mano, como si hubiera ido a la fiesta para enamorarse de él. La memoria hizo de las suyas conmigo. Recordé unas líneas de la canción “Bailar sola”, de Andrés Calamaro: “Nadie te acompaña,/ te falló toda la raza humana,/ tenés que bailar sola”. ¿O sea que bailar sola es un castigo? “No, tranqui, / yo perreo sola”, pensé en otro famoso estribillo. Hay algo mejor que la aprobación masculina, y es eso de revolucionario en el hecho de necesitarnos solo a nosotras mismas. “He llegado a mí”, me dije de regreso a casa. Nunca me había sentido tan dueña de mi propio recreo y placer. Precisaba una experiencia así. Bailar para sacudir la crisis.

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