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Un tanque ruso destruido en la plaza de San Miguel, en el centro de Kiev.
Excavaciones fortuitas en el frente de batalla revelan vestigios del pasado de Ucrania. Mientras la guerra amenaza la historia, académicos y soldados se convierten en guardianes de su memoria.
Oleh Bilynskyi revisa con delicadeza las cajas con algunos de los hallazgos recientes del Departamento de Arqueología de la Universidad Nacional de la Academia de Kiev-Mohyla, en el antiguo barrio de Podil, en el centro de la ciudad. Las cajas han sido colocadas sobre la mesa, en el piso y en otros rincones de la biblioteca del Departamento.
El recinto tiene una pequeña ventana al fondo y en los costados están los libros que abordan las distintas eras de la humanidad, culturas antiguas de Europa y la historia de Ucrania, un país que va para tres años de enfrentar una invasión a gran escala de Rusia. Bilynskyi, director del Departamento de Arqueología, saca un pieza de cerámica similar a un platón, luego otras más, hasta que apila cuatro de ellas en el centro de la mesa. Son de color marrón con tonos grises, otras se aproximan al color negro. Dos de las piezas tienen orificios en el borde, como si se hubieran perforado desde el interior hacia afuera. Estos dos platones han sido restaurados y de ello dan fe las numerosas líneas que marcan la unión de las piezas rotas. Los cuatro utensilios son del siglo VI antes de Cristo.
“Mis estudiantes están en el Ejército, y cuando los mandaron a construir fortificaciones, encontraron un entierro escita”, explica el académico de pie en la biblioteca, mientras observa las piezas. Junto a ellas fueron hallados los restos de dos personas, un hombre 50 años y un niño de 12, aproximadamente. El pueblo escita, originalmente nómada, se formó en la Estepa euroasiática —desde Hungría hasta China— y se asentó al norte del Mar Negro, alrededor de 600 años antes de Cristo, donde hoy está Ucrania. Estos entierros se acompañaban con alimentos para los muertos, que eran rodeados de piezas de cerámica como las que tiene Bilynskyi en sus manos.
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El hallazgo en Cherkasy a más de 150 kilómetros al oriente de Kiev, no fue casualidad. Maksym Zhylenko y Anna Argunova, una pareja de arqueólogos y estudiantes de Bilynskyi, se enlistaron en el Ejército durante los primeros días de la invasión, en febrero de 2022. Mientras construían trincheras, notaron algo extraño en el suelo. La tierra removida dejaba entrever fragmentos de cerámica y huesos humanos. Al darse cuenta de que se trataba de un entierro antiguo, contactaron a su profesor. “[Una de las estudiantes] me marcó, me mandó fotografías. Tenían miedo: ‘no sabemos qué hacer’”, dice Bilynskyi. Pero él y su equipo no pudieron llegar hasta meses después. Para entonces, el entierro ya era una trinchera más en la guerra.
Zhylenko cursaba la maestría antes de enlistarse. Él y Argunova siguen en activo en las fuerzas armadas ucranianas, operando en distintas partes del país. En mensajes de Telegram, Zhylenko me explica que uno de sus amigos del ejército empezó con la construcción de las trincheras para la defensa antiaérea y le dijo que encontró “algo”. La policía intervino y dijeron que buscarían a posibles familiares en la zona, “pero no sabían que eran huesos de hace casi 2 500 años”.
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Cuando avisaron a Bilynskyi sobre las osamentas y las piezas, mandaron una selfie. Argunova sujeta el celular con una ligera sonrisa. Al fondo, Zhylenko está hincado sobre una rodilla, sonriendo. Entre ambos está el hallazgo.
Enviaron también un video mostrando cómo se realizó el trabajo para extraer los artefactos. Con palas y brochas que compraron en una ferretería cercana, como si fueran arqueólogos en la vida civil, los jóvenes soldados excavaron con cuidado y paciencia para despejar la tierra. Por unos momentos, la construcción de una trinchera se convirtió en un sitio arqueológico.
Cuando terminaron, la pareja resguardó las piezas de cerámica y las osamentas durante meses, hasta que pudieron entregarlas a Bilynskyi. El problema fue que no podían mostrarlas al director del Departamento en persona, por razones de seguridad. “Los examinamos tanto como pudimos, lo registramos con fotografía, tomamos medidas y lo preservamos hasta que se les pudiera hacer más investigación”, narra Zhylenko.
En la primavera de 2023, la pareja fue movilizada a zonas de combate y tuvo que dejar atrás el sitio. Cuando regresaron, notaron que se perdieron algunas piezas del hallazgo, por lo que decidieron ayudar en lo posible con la burocracia para entregar todo a Bilynskyi.
Zhylenko considera que el trabajo arqueológico se encuentra amenazado. “Además de los elementos explosivos, nos enfrentamos con la incompetencia de la gente; es decir, una persona hace una trinchera y encuentra un hueso. La persona piensa que es una raíz, lo rompe y sigue adelante”, dice.
El soldado entiende que, en general, la población sabe poco sobre esta disciplina y el valor de las piezas. Él y su esposa, Anna, han hecho lo posible por compartir su conocimiento con otros soldados, y precisamente eso fue lo que permitió que no destruyeran los artefactos y osamentas durante las primeras excavaciones en Cherkasy. Sabían que algo importante se guardaba bajo la tierra.
Zhylenko y Bilynskyi señalan que la guerra contra Rusia es un riesgo para la existencia de Ucrania como nación, pero entienden también lo que significa la pérdida del patrimonio que durante siglos ha construido la identidad de su país.
Primero por los estudiantes
El 24 de febrero de 2022, a las cinco de la mañana, Bilynskyi recibió la llamada telefónica de una amiga que anunciaba el comienzo de la invasión rusa. El académico, que apenas tenía 30 años, recogió sus cosas y avisó a los estudiantes que si necesitaban transporte para salir de Kiev fueran a la universidad. “Ya había pensando desde antes: si algo sucede, primero hay que recoger a los estudiantes”, escribió Bilynskyi en un texto publicado más tarde en ese año en un boletín digital universitario, en el que habla sobre su experiencia en los primeros días de la invasión.
Alrededor de 100 000 civiles ucranianos se enlistaron en las fuerzas armadas durante las primeras semanas de la invasión. Bilynskyi fue uno de ellos y se unió a la Defensa Territorial, una división militar encargada de tareas en lugares fuera de zonas de combate, como la protección de las ciudades o el adiestramiento de nuevas tropas. Nunca había disparado un rifle y su decisión de sumarse al Ejército no surgió por un deseo de matar rusos. “Tengo que estar aquí y defender lo que amo”, escribió en el boletín. Mientras sus amistades abandonaban el país, él eligió quedarse y pasó las siguientes semanas ayudando a construir defensas —trincheras y barricadas de costales y concreto— y apoyando a la comunidad de Podil, uno de los vecindarios más antiguos de Kiev y donde se encuentra el Departamento de Arqueología.
Durante estos primeros días de guerra, el Ejército ruso se acercó a Kiev y estuvo a menos de 30 kilómetros del centro de la ciudad. Zonas como Hostómel, Bucha e Irpin, en la misma región donde está la capital, fueron escenarios de intenso combate, e incluso de crímenes de guerra contra la población civil. En Bucha, al noroeste de la ciudad, las autoridades ucranianas reportaron la ejecución de más de 400 civiles.
En una de las fotografías que Bilynskyi publicó en el boletín, se ven costales de tierra apilados, enmarcando la vista que tenía hacia las calles de la ciudad en Podil. El vecindario luce vacío, con pequeños charcos y más barricadas de costales de tierra en diferentes puntos. En una segunda fotografía, el profesor universitario aparece sonriendo con la misma amabilidad que siempre muestra cuando socializa, vestido con un uniforme verde y un chaleco antibalas camuflado, cargando un rifle Kalashnikov que recibió de los militares.
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Esta imagen dista de cómo luce hoy. Cuando va al laboratorio se sienta al fondo de la oficina, dando la espalda a las ventanas que iluminan el espacio. El mismo día en que revisa los artefactos escitas conmigo, a finales de enero de 2025, lleva una sudadera morada y pantalones de mezclilla. Tiene un abrigo negro, largo, listo para cuando salga al frío de la calle. Su cabello despeinado le da un aspecto desenfadado, relajado. A esto se suman tres perforaciones en la oreja izquierda. Una tiene forma de triángulo, en el lóbulo, las otras dos son argollas atravesando la espina de su hélix.
En las horas de trabajo, se concentra en asuntos administrativos, en las investigaciones pendientes que debe publicar, hallazgos recientes y el trabajo de sus alumnos. Si alguien le marca al teléfono o le pregunta algo desde el otro lado de la oficina, detiene lo que hace y les entrega su atención. Responde en un tono suave pero firme, el mismo que uno imagina de un profesor en un salón de clase, no de alguien en las trincheras.
Durante los días iniciales de la invasión fue a buscar un rifle a un punto de distribución del Ejército. Cuando llegó ya no quedaban más armas, se repartían a mansalva; así que resolvió su papel como soldado de otra manera. Cerca del sitio había un grupo de jóvenes cavando trincheras y se unió a ellos. “Luego decidí que podía recolectar ayuda humanitaria porque vi cómo los chicos pasaban frío [...] y, al pasar junto a ellos, oí: ‘sería muy bueno un poco de té’”.
El académico solicitó ayuda en redes sociales. Al cabo de unas horas recolectó en bicicleta 50 kilogramos de caramelos, conservas y otros artículos. Todo lo entregó a los mismos jóvenes que cavaban las trincheras. Al poco tiempo la Defensa Territorial le entregó su rifle.
Dos meses después Bilynskyi descubrió que los estudiantes lo necesitaban más en las aulas. Sería más útil ahí que con un uniforme. Durante la pandemia de covid-19, en 2020, creó “una expedición”, un laboratorio de investigación, donde los estudiantes del Departamento de Arqueología podían conocerse, pasar tiempo juntos y, sobre todo, hacer comunidad. Esas fueron las bases que le permitieron acercarse más con los alumnos durante la crisis que sería peor que la pandemia.
“Cuando comenzó la invasión a gran escala, sentí que eran mi responsabilidad, así que debía ayudarlos, salvarlos. Un estudiante se quedó [a vivir] conmigo y vi que muchos estaban angustiados. Estaban en diferentes partes del mundo porque eran refugiados”, dice Bilynskyi desde la biblioteca del Departamento de Arqueología.
Un laboratorio llamado “casa”
La oficina del Departamento de Arqueología se encuentra en un edificio histórico de Kiev. De acuerdo con el sitio oficial de la universidad, en 1615 la academia fue fundada como un monasterio, hospital y escuela. Se mantuvo como centro educativo durante siglos. En los tiempos en que Ucrania formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fue una academia de la marina. Fue hasta 1992, tras la disolución de la URSS y la independencia del país, que la Academia de Kiev-Mohyla reabrió sus puertas a los primeros estudiantes.
El edificio principal tiene una fachada de estilo barroco, con seis columnas y un frontón rematando el acabado. A ambos lados, la estructura se despliega en una disposición circular. En su interior, el ambiente es frío y silencioso; la escasa iluminación proyecta una luz blanca y tenue sobre los pasillos vacíos. Es periodo de vacaciones y, con muchas clases aún impartidas a distancia debido a la guerra, la penumbra refuerza la sensación de abandono. Los muros blancos, despojados de todo adorno, acentúan aún más la impresión de soledad.
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El pasillo, que sigue la forma circular del edificio, encamina a diferentes habitaciones. Una es la oficina y laboratorio del Departamento de Arqueología que encabeza Oleh Bilynskyi. No es un espacio grande, pero resulta acogedor. Hay algunos libreros, con trabajos sobre culturas ibéricas, bálticas o de los Balcanes, o las obras de historiadores clásicos como Heródoto, quien habló de los escitas hace casi 2 500 años. En los muros destacan algunas plantas, un mapa de Ucrania y un retrato de Zeus.
Aunque es el periodo vacacional hay tres alumnos en la oficina. Sus nombres son Valeri Moroz, Anna Hamuza y Yaroslav Malyk, de 22, 19 y 18 años. Al fondo se sienta también Alisa Demina, otra de las investigadoras del Departamento de Arqueología.
Durante un descanso para fumar, Moroz habla de qué harán el resto del día. “Podemos regresar a mi casa”, dice, antes de detenerse y guardar un momento en silencio. Hamuza y Malyk comienzan a reír. Moroz explica que lo que dijo fue un error, se refería al laboratorio, no a su hogar. Los tres prefieren ir a trabajar con la expedición —al laboratorio—, y ayudar a Bilynskyi y los demás investigadores con distintas actividades, que sentarse en casa a no hacer nada.
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Hamuza, por ejemplo, está fascinada con la historia de los escitas, quiere que sea su área de especialización y algún día terminar su licenciatura, una maestría y un doctorado. Apenas cursa su segundo año de universidad. “Siento mariposas en el estómago cuando descubro algo nuevo de ellos. Pienso que es el sentimiento que debería tener cuando hago cualquier cosa”. Hamuza y sus amigos de la infancia querían dedicarse a la arqueología desde los 13 años, pero la invasión provocó que ella fuera la única que cumpliera la promesa. Los demás son refugiados en otros países y no los ha visto desde 2022.
En los casos de Moroz y Malyk, sus padres son miembros activos en el Ejército. A Moroz, a quien le interesa la historia del pueblo eslavo, le preocupa que su padre está en el frente. También teme por su familia, que vive cerca de Dnipró, una ciudad en el oriente del país a 100 kilómetros de las zonas de combate. A veces piensa en unirse a las fuerzas armadas para hacer más por su país, pero de lo que está seguro es que desea ser un arqueólogo. “Me quedaré en Ucrania y me convertiré en un científico ucraniano. Es lo que deseo. [...]. Pienso que ser un científico ucraniano, un arqueólogo ucraniano, es muy importante”. Moroz y otros colegas estiman que habría poco más de 200 científicos de esta disciplina en todo el país. Engrosar esta cifra haría más rápida la investigación sobre el pasado humano en este territorio.
Malyk vivió un tiempo en Polonia como refugiado, al inicio de la invasión. Por su edad, no puede salir de Ucrania. Según la ley marcial los hombres entre 18 y 60 tienen que permanecer en el país. Considera que en un futuro también se podría enlistar, y ha pensado que sería buena opción girar su educación hacia la administración urbana o asuntos de combate a la corrupción. Mientras tanto, acude todos los días al Departamento de Arqueología para ayudar en lo que sea posible. “Sentarse en casa viendo TikTok… Pienso que es más útil estar aquí que en casa”.
De regreso al laboratorio, mientras Demina y Bilynskyi están fuera atendiendo reuniones, los tres jóvenes preparan una caja de luz y toman fotografías de los hallazgos del año pasado en distintas partes de Ucrania. Mientras Hamuza acomoda todo en la caja y hace la captura, Malyk descarga las imágenes en una computadora, donde las revisa con Moroz para tomar medidas y preparar diapositivas de los artefactos. Avanzan tanto como pueden en el día, hasta después de que oscurece.
Guerra y arqueología
Al final de la jornada, Demina y Bilynskyi se quedan en la oficina. Los estudiantes se han retirado y ellos preparan una conferencia para el mes de febrero. El tema es la importancia de la arqueología en tiempos de guerra. Bilynskyi estima que solo permanece activa una tercera parte de todas las expediciones arqueológicas. Si bien las autoridades y organismos internacionales llevan un registro del patrimonio histórico dañado desde que comenzó la invasión, quizá nunca se sepa cuánto de la historia de Ucrania se ha perdido.
La invasión rusa ha llevado no solamente a que el ejercicio arqueológico sea peligroso, Bilynskyi señala que también la burocracia se ha vuelto más complicada. Se deben mandar cartas a distintas instituciones, como la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania (NAN, por sus siglas en ucraniano), y a las fuerzas armadas. Los procesos son cada vez más lentos. “Es muy entendible. Ahora tienen muchas cosas que hacer”, dice.
Pese a la ralentización de la arqueología, Bilynskyi, colegas y estudiantes insisten en que no se debe dejar de lado. Zhylenko, el estudiante y soldado, cita al intelectual ucraniano Oleksander Dovzhenko para explicarlo mejor: “Una nación que no conoce su historia es una nación de gente ciega”.
“Durante la existencia de nuestro Estado, las ideas imperialistas de Rusia son que no tenemos historia, que nuestra cultura es prestada o inventada. Por eso, en mi opinión, la posición principal de un científico debe ser investigar, preservar y popularizar la herencia cultural de nuestro país, especialmente bajo condiciones de guerra, cuando los monumentos culturales e históricos son destruidos durante las hostilidades, o por la ignorancia de la gente sobre lo que está bajo sus pies”, dice el soldado.
El 1 de febrero de este año, Rusia realizó ataques con misiles y drones contra Ucrania. Medios locales reportaron que los ataques fueron contra Poltava y Odesa, en el oriente y sur del país. En Poltava 14 personas murieron, incluyendo un bebé y toda su familia. En Odesa no se reportaron muertes; sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) advirtió que al menos dos edificios considerados patrimonio histórico fueron destruidos.
Esta institución ha denunciado durante décadas la destrucción o daños al patrimonio histórico en tiempos de guerra: ocurrió en Irak, en Afganistán y en Palestina. En Siria, por ejemplo, el órgano documentó en 2014 la pérdida o daños de recintos históricos en casi 300 lugares, incluyendo la pérdida de todos los sitios considerados patrimonio de la humanidad. En Ucrania han confirmado daños contra 476 lugares, incluyendo sitios religiosos, históricos, artísticos y arqueológicos.
Antes de la invasión rusa en 2022, la expedición de Bilynskyi trabajaba en otro sitio escita: un montículo de cenizas, un lugar sagrado de la cultura antigua, según el académico. Estaba en el noreste del país, a ocho kilómetros de la frontera con Rusia. “Cuando empezó la invasión a gran escala, ya no podíamos llegar ahí, [...] había muchos bombardeos”, explica. “No es como que me diera miedo, pero no puedo esperar eso de otros equipos y de estudiantes.”
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Conviviendo con la memoria
La historia ucraniana se sigue escribiendo y en su documentación se ha involucrado el Departamento de Arqueología que encabeza Bilynskyi. Entre las piezas de la oficina no solo están las que han recuperado en meses o años recientes sobre culturas antiguas. En la biblioteca, por ejemplo, además de cajas, piezas milenarias y libros, hay un tubo verde con una serie de inscripciones que advierten que dentro había explosivos. En la oficina, Bilynskyi muestra una munición de mortero destruida, y dentro de una caja de chocolates hay un montón de casquillos de municiones de diferentes calibres. Estos objetos fueron recuperados en los alrededores de Kiev, en las zonas de combate.
Imágenes como estas no son extrañas. En el centro de Kiev, en la plaza de San Miguel, se instaló desde mayo de 2022 una exposición de equipo militar ruso destruido durante la guerra. Tanques y otros vehículos incendiados y destartalados fueron acomodados en batería. Han sido decorados con banderas ucranianas y marcados con frases en apoyo al país o condenando a su enemigo. En la parte trasera, frente a la Academia de Teología Ortodoxa de Kiev, hay una serie de mamparas que exponen la historia de las atrocidades de la guerra, como la masacre de Bucha o la muerte de civiles en la ciudad de Mariupol, que actualmente está ocupada por Rusia.
Demina, una de las investigadoras principales del equipo, se ha dedicado precisamente a estudiar y entender cómo ha evolucionado la relación entre los ucranianos y todos los artefactos de la guerra; cómo han pasado a convertirse en parte de la vida cotidiana y cómo son percibidos por la población. La investigación continúa, pero explica que usa la misma aproximación que ha utilizado en el estudio de memoriales de culturas antiguas.
“Mi muestra de estudio no es enorme, es una prueba de estudio de caso. Recorrí Kiev y también algunas ciudades y pueblos a las afueras de la capital que experimentaron la ocupación, como Vórzel y Bucha”, dice la investigadora. Narra que uno de los hallazgos principales fue que la gente trata los objetos militares y civiles de manera diferente. “Creo que lo que hace a estos objetos un memorial es que básicamente están cambiando la ubicación. Si fueran dejados en el campo de batalla, solo serían escombros”.
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La investigadora observó que los artefactos que solían ser civiles se convierten de alguna manera en memoriales “espontáneos” sin mensajes políticos, por ejemplo, sino con dibujos de ángeles o flores. Demina ha documentado cómo algunas bardas dañadas en Bucha durante la ocupación han sido intervenidas por artistas con pinturas de flores. En Irpin, hay un puente que fue destruido para prevenir el avance de tropas rusas y debajo fue instalado un memorial con juguetes de peluche, velas y otros artefactos, dedicado a las infancias que han muerto en el conflicto (más de 2 500 niños y niñas han perecido en Ucrania desde 2022). En Podil fue colocado, casi frente a la Academia de Kiev-Mohyla, un transformador eléctrico que alimentaba a la ciudad, destruido por Rusia en 2024.
“El hecho de que hayan sido creados con un propósito completamente diferente, pero que este evento violento sucedió en su biografía, cambió por completo la forma en que son percibidos ahora. [...] Se convierten en un memorial y algo sagrado por este acontecimiento violento”, concluye.
Como los estudiantes, Demina ha redoblado esfuerzos desde la academia. Se pregunta si de alguna manera es escapismo, pero, como los demás, considera que Rusia busca convertir el territorio en un espacio en blanco donde se imprimirá la historia que ellos quieran. “Es una de esas formas de recordar que esto es importante para la gente, que como comunidad tenemos esta historia propia, esta herencia, y debemos cuidarla, estudiarla y enseñársela al mundo”.
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Excavaciones fortuitas en el frente de batalla revelan vestigios del pasado de Ucrania. Mientras la guerra amenaza la historia, académicos y soldados se convierten en guardianes de su memoria.
Oleh Bilynskyi revisa con delicadeza las cajas con algunos de los hallazgos recientes del Departamento de Arqueología de la Universidad Nacional de la Academia de Kiev-Mohyla, en el antiguo barrio de Podil, en el centro de la ciudad. Las cajas han sido colocadas sobre la mesa, en el piso y en otros rincones de la biblioteca del Departamento.
El recinto tiene una pequeña ventana al fondo y en los costados están los libros que abordan las distintas eras de la humanidad, culturas antiguas de Europa y la historia de Ucrania, un país que va para tres años de enfrentar una invasión a gran escala de Rusia. Bilynskyi, director del Departamento de Arqueología, saca un pieza de cerámica similar a un platón, luego otras más, hasta que apila cuatro de ellas en el centro de la mesa. Son de color marrón con tonos grises, otras se aproximan al color negro. Dos de las piezas tienen orificios en el borde, como si se hubieran perforado desde el interior hacia afuera. Estos dos platones han sido restaurados y de ello dan fe las numerosas líneas que marcan la unión de las piezas rotas. Los cuatro utensilios son del siglo VI antes de Cristo.
“Mis estudiantes están en el Ejército, y cuando los mandaron a construir fortificaciones, encontraron un entierro escita”, explica el académico de pie en la biblioteca, mientras observa las piezas. Junto a ellas fueron hallados los restos de dos personas, un hombre 50 años y un niño de 12, aproximadamente. El pueblo escita, originalmente nómada, se formó en la Estepa euroasiática —desde Hungría hasta China— y se asentó al norte del Mar Negro, alrededor de 600 años antes de Cristo, donde hoy está Ucrania. Estos entierros se acompañaban con alimentos para los muertos, que eran rodeados de piezas de cerámica como las que tiene Bilynskyi en sus manos.
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El hallazgo en Cherkasy a más de 150 kilómetros al oriente de Kiev, no fue casualidad. Maksym Zhylenko y Anna Argunova, una pareja de arqueólogos y estudiantes de Bilynskyi, se enlistaron en el Ejército durante los primeros días de la invasión, en febrero de 2022. Mientras construían trincheras, notaron algo extraño en el suelo. La tierra removida dejaba entrever fragmentos de cerámica y huesos humanos. Al darse cuenta de que se trataba de un entierro antiguo, contactaron a su profesor. “[Una de las estudiantes] me marcó, me mandó fotografías. Tenían miedo: ‘no sabemos qué hacer’”, dice Bilynskyi. Pero él y su equipo no pudieron llegar hasta meses después. Para entonces, el entierro ya era una trinchera más en la guerra.
Zhylenko cursaba la maestría antes de enlistarse. Él y Argunova siguen en activo en las fuerzas armadas ucranianas, operando en distintas partes del país. En mensajes de Telegram, Zhylenko me explica que uno de sus amigos del ejército empezó con la construcción de las trincheras para la defensa antiaérea y le dijo que encontró “algo”. La policía intervino y dijeron que buscarían a posibles familiares en la zona, “pero no sabían que eran huesos de hace casi 2 500 años”.
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Cuando avisaron a Bilynskyi sobre las osamentas y las piezas, mandaron una selfie. Argunova sujeta el celular con una ligera sonrisa. Al fondo, Zhylenko está hincado sobre una rodilla, sonriendo. Entre ambos está el hallazgo.
Enviaron también un video mostrando cómo se realizó el trabajo para extraer los artefactos. Con palas y brochas que compraron en una ferretería cercana, como si fueran arqueólogos en la vida civil, los jóvenes soldados excavaron con cuidado y paciencia para despejar la tierra. Por unos momentos, la construcción de una trinchera se convirtió en un sitio arqueológico.
Cuando terminaron, la pareja resguardó las piezas de cerámica y las osamentas durante meses, hasta que pudieron entregarlas a Bilynskyi. El problema fue que no podían mostrarlas al director del Departamento en persona, por razones de seguridad. “Los examinamos tanto como pudimos, lo registramos con fotografía, tomamos medidas y lo preservamos hasta que se les pudiera hacer más investigación”, narra Zhylenko.
En la primavera de 2023, la pareja fue movilizada a zonas de combate y tuvo que dejar atrás el sitio. Cuando regresaron, notaron que se perdieron algunas piezas del hallazgo, por lo que decidieron ayudar en lo posible con la burocracia para entregar todo a Bilynskyi.
Zhylenko considera que el trabajo arqueológico se encuentra amenazado. “Además de los elementos explosivos, nos enfrentamos con la incompetencia de la gente; es decir, una persona hace una trinchera y encuentra un hueso. La persona piensa que es una raíz, lo rompe y sigue adelante”, dice.
El soldado entiende que, en general, la población sabe poco sobre esta disciplina y el valor de las piezas. Él y su esposa, Anna, han hecho lo posible por compartir su conocimiento con otros soldados, y precisamente eso fue lo que permitió que no destruyeran los artefactos y osamentas durante las primeras excavaciones en Cherkasy. Sabían que algo importante se guardaba bajo la tierra.
Zhylenko y Bilynskyi señalan que la guerra contra Rusia es un riesgo para la existencia de Ucrania como nación, pero entienden también lo que significa la pérdida del patrimonio que durante siglos ha construido la identidad de su país.
Primero por los estudiantes
El 24 de febrero de 2022, a las cinco de la mañana, Bilynskyi recibió la llamada telefónica de una amiga que anunciaba el comienzo de la invasión rusa. El académico, que apenas tenía 30 años, recogió sus cosas y avisó a los estudiantes que si necesitaban transporte para salir de Kiev fueran a la universidad. “Ya había pensando desde antes: si algo sucede, primero hay que recoger a los estudiantes”, escribió Bilynskyi en un texto publicado más tarde en ese año en un boletín digital universitario, en el que habla sobre su experiencia en los primeros días de la invasión.
Alrededor de 100 000 civiles ucranianos se enlistaron en las fuerzas armadas durante las primeras semanas de la invasión. Bilynskyi fue uno de ellos y se unió a la Defensa Territorial, una división militar encargada de tareas en lugares fuera de zonas de combate, como la protección de las ciudades o el adiestramiento de nuevas tropas. Nunca había disparado un rifle y su decisión de sumarse al Ejército no surgió por un deseo de matar rusos. “Tengo que estar aquí y defender lo que amo”, escribió en el boletín. Mientras sus amistades abandonaban el país, él eligió quedarse y pasó las siguientes semanas ayudando a construir defensas —trincheras y barricadas de costales y concreto— y apoyando a la comunidad de Podil, uno de los vecindarios más antiguos de Kiev y donde se encuentra el Departamento de Arqueología.
Durante estos primeros días de guerra, el Ejército ruso se acercó a Kiev y estuvo a menos de 30 kilómetros del centro de la ciudad. Zonas como Hostómel, Bucha e Irpin, en la misma región donde está la capital, fueron escenarios de intenso combate, e incluso de crímenes de guerra contra la población civil. En Bucha, al noroeste de la ciudad, las autoridades ucranianas reportaron la ejecución de más de 400 civiles.
En una de las fotografías que Bilynskyi publicó en el boletín, se ven costales de tierra apilados, enmarcando la vista que tenía hacia las calles de la ciudad en Podil. El vecindario luce vacío, con pequeños charcos y más barricadas de costales de tierra en diferentes puntos. En una segunda fotografía, el profesor universitario aparece sonriendo con la misma amabilidad que siempre muestra cuando socializa, vestido con un uniforme verde y un chaleco antibalas camuflado, cargando un rifle Kalashnikov que recibió de los militares.
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Esta imagen dista de cómo luce hoy. Cuando va al laboratorio se sienta al fondo de la oficina, dando la espalda a las ventanas que iluminan el espacio. El mismo día en que revisa los artefactos escitas conmigo, a finales de enero de 2025, lleva una sudadera morada y pantalones de mezclilla. Tiene un abrigo negro, largo, listo para cuando salga al frío de la calle. Su cabello despeinado le da un aspecto desenfadado, relajado. A esto se suman tres perforaciones en la oreja izquierda. Una tiene forma de triángulo, en el lóbulo, las otras dos son argollas atravesando la espina de su hélix.
En las horas de trabajo, se concentra en asuntos administrativos, en las investigaciones pendientes que debe publicar, hallazgos recientes y el trabajo de sus alumnos. Si alguien le marca al teléfono o le pregunta algo desde el otro lado de la oficina, detiene lo que hace y les entrega su atención. Responde en un tono suave pero firme, el mismo que uno imagina de un profesor en un salón de clase, no de alguien en las trincheras.
Durante los días iniciales de la invasión fue a buscar un rifle a un punto de distribución del Ejército. Cuando llegó ya no quedaban más armas, se repartían a mansalva; así que resolvió su papel como soldado de otra manera. Cerca del sitio había un grupo de jóvenes cavando trincheras y se unió a ellos. “Luego decidí que podía recolectar ayuda humanitaria porque vi cómo los chicos pasaban frío [...] y, al pasar junto a ellos, oí: ‘sería muy bueno un poco de té’”.
El académico solicitó ayuda en redes sociales. Al cabo de unas horas recolectó en bicicleta 50 kilogramos de caramelos, conservas y otros artículos. Todo lo entregó a los mismos jóvenes que cavaban las trincheras. Al poco tiempo la Defensa Territorial le entregó su rifle.
Dos meses después Bilynskyi descubrió que los estudiantes lo necesitaban más en las aulas. Sería más útil ahí que con un uniforme. Durante la pandemia de covid-19, en 2020, creó “una expedición”, un laboratorio de investigación, donde los estudiantes del Departamento de Arqueología podían conocerse, pasar tiempo juntos y, sobre todo, hacer comunidad. Esas fueron las bases que le permitieron acercarse más con los alumnos durante la crisis que sería peor que la pandemia.
“Cuando comenzó la invasión a gran escala, sentí que eran mi responsabilidad, así que debía ayudarlos, salvarlos. Un estudiante se quedó [a vivir] conmigo y vi que muchos estaban angustiados. Estaban en diferentes partes del mundo porque eran refugiados”, dice Bilynskyi desde la biblioteca del Departamento de Arqueología.
Un laboratorio llamado “casa”
La oficina del Departamento de Arqueología se encuentra en un edificio histórico de Kiev. De acuerdo con el sitio oficial de la universidad, en 1615 la academia fue fundada como un monasterio, hospital y escuela. Se mantuvo como centro educativo durante siglos. En los tiempos en que Ucrania formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fue una academia de la marina. Fue hasta 1992, tras la disolución de la URSS y la independencia del país, que la Academia de Kiev-Mohyla reabrió sus puertas a los primeros estudiantes.
El edificio principal tiene una fachada de estilo barroco, con seis columnas y un frontón rematando el acabado. A ambos lados, la estructura se despliega en una disposición circular. En su interior, el ambiente es frío y silencioso; la escasa iluminación proyecta una luz blanca y tenue sobre los pasillos vacíos. Es periodo de vacaciones y, con muchas clases aún impartidas a distancia debido a la guerra, la penumbra refuerza la sensación de abandono. Los muros blancos, despojados de todo adorno, acentúan aún más la impresión de soledad.
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El pasillo, que sigue la forma circular del edificio, encamina a diferentes habitaciones. Una es la oficina y laboratorio del Departamento de Arqueología que encabeza Oleh Bilynskyi. No es un espacio grande, pero resulta acogedor. Hay algunos libreros, con trabajos sobre culturas ibéricas, bálticas o de los Balcanes, o las obras de historiadores clásicos como Heródoto, quien habló de los escitas hace casi 2 500 años. En los muros destacan algunas plantas, un mapa de Ucrania y un retrato de Zeus.
Aunque es el periodo vacacional hay tres alumnos en la oficina. Sus nombres son Valeri Moroz, Anna Hamuza y Yaroslav Malyk, de 22, 19 y 18 años. Al fondo se sienta también Alisa Demina, otra de las investigadoras del Departamento de Arqueología.
Durante un descanso para fumar, Moroz habla de qué harán el resto del día. “Podemos regresar a mi casa”, dice, antes de detenerse y guardar un momento en silencio. Hamuza y Malyk comienzan a reír. Moroz explica que lo que dijo fue un error, se refería al laboratorio, no a su hogar. Los tres prefieren ir a trabajar con la expedición —al laboratorio—, y ayudar a Bilynskyi y los demás investigadores con distintas actividades, que sentarse en casa a no hacer nada.
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Hamuza, por ejemplo, está fascinada con la historia de los escitas, quiere que sea su área de especialización y algún día terminar su licenciatura, una maestría y un doctorado. Apenas cursa su segundo año de universidad. “Siento mariposas en el estómago cuando descubro algo nuevo de ellos. Pienso que es el sentimiento que debería tener cuando hago cualquier cosa”. Hamuza y sus amigos de la infancia querían dedicarse a la arqueología desde los 13 años, pero la invasión provocó que ella fuera la única que cumpliera la promesa. Los demás son refugiados en otros países y no los ha visto desde 2022.
En los casos de Moroz y Malyk, sus padres son miembros activos en el Ejército. A Moroz, a quien le interesa la historia del pueblo eslavo, le preocupa que su padre está en el frente. También teme por su familia, que vive cerca de Dnipró, una ciudad en el oriente del país a 100 kilómetros de las zonas de combate. A veces piensa en unirse a las fuerzas armadas para hacer más por su país, pero de lo que está seguro es que desea ser un arqueólogo. “Me quedaré en Ucrania y me convertiré en un científico ucraniano. Es lo que deseo. [...]. Pienso que ser un científico ucraniano, un arqueólogo ucraniano, es muy importante”. Moroz y otros colegas estiman que habría poco más de 200 científicos de esta disciplina en todo el país. Engrosar esta cifra haría más rápida la investigación sobre el pasado humano en este territorio.
Malyk vivió un tiempo en Polonia como refugiado, al inicio de la invasión. Por su edad, no puede salir de Ucrania. Según la ley marcial los hombres entre 18 y 60 tienen que permanecer en el país. Considera que en un futuro también se podría enlistar, y ha pensado que sería buena opción girar su educación hacia la administración urbana o asuntos de combate a la corrupción. Mientras tanto, acude todos los días al Departamento de Arqueología para ayudar en lo que sea posible. “Sentarse en casa viendo TikTok… Pienso que es más útil estar aquí que en casa”.
De regreso al laboratorio, mientras Demina y Bilynskyi están fuera atendiendo reuniones, los tres jóvenes preparan una caja de luz y toman fotografías de los hallazgos del año pasado en distintas partes de Ucrania. Mientras Hamuza acomoda todo en la caja y hace la captura, Malyk descarga las imágenes en una computadora, donde las revisa con Moroz para tomar medidas y preparar diapositivas de los artefactos. Avanzan tanto como pueden en el día, hasta después de que oscurece.
Guerra y arqueología
Al final de la jornada, Demina y Bilynskyi se quedan en la oficina. Los estudiantes se han retirado y ellos preparan una conferencia para el mes de febrero. El tema es la importancia de la arqueología en tiempos de guerra. Bilynskyi estima que solo permanece activa una tercera parte de todas las expediciones arqueológicas. Si bien las autoridades y organismos internacionales llevan un registro del patrimonio histórico dañado desde que comenzó la invasión, quizá nunca se sepa cuánto de la historia de Ucrania se ha perdido.
La invasión rusa ha llevado no solamente a que el ejercicio arqueológico sea peligroso, Bilynskyi señala que también la burocracia se ha vuelto más complicada. Se deben mandar cartas a distintas instituciones, como la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania (NAN, por sus siglas en ucraniano), y a las fuerzas armadas. Los procesos son cada vez más lentos. “Es muy entendible. Ahora tienen muchas cosas que hacer”, dice.
Pese a la ralentización de la arqueología, Bilynskyi, colegas y estudiantes insisten en que no se debe dejar de lado. Zhylenko, el estudiante y soldado, cita al intelectual ucraniano Oleksander Dovzhenko para explicarlo mejor: “Una nación que no conoce su historia es una nación de gente ciega”.
“Durante la existencia de nuestro Estado, las ideas imperialistas de Rusia son que no tenemos historia, que nuestra cultura es prestada o inventada. Por eso, en mi opinión, la posición principal de un científico debe ser investigar, preservar y popularizar la herencia cultural de nuestro país, especialmente bajo condiciones de guerra, cuando los monumentos culturales e históricos son destruidos durante las hostilidades, o por la ignorancia de la gente sobre lo que está bajo sus pies”, dice el soldado.
El 1 de febrero de este año, Rusia realizó ataques con misiles y drones contra Ucrania. Medios locales reportaron que los ataques fueron contra Poltava y Odesa, en el oriente y sur del país. En Poltava 14 personas murieron, incluyendo un bebé y toda su familia. En Odesa no se reportaron muertes; sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) advirtió que al menos dos edificios considerados patrimonio histórico fueron destruidos.
Esta institución ha denunciado durante décadas la destrucción o daños al patrimonio histórico en tiempos de guerra: ocurrió en Irak, en Afganistán y en Palestina. En Siria, por ejemplo, el órgano documentó en 2014 la pérdida o daños de recintos históricos en casi 300 lugares, incluyendo la pérdida de todos los sitios considerados patrimonio de la humanidad. En Ucrania han confirmado daños contra 476 lugares, incluyendo sitios religiosos, históricos, artísticos y arqueológicos.
Antes de la invasión rusa en 2022, la expedición de Bilynskyi trabajaba en otro sitio escita: un montículo de cenizas, un lugar sagrado de la cultura antigua, según el académico. Estaba en el noreste del país, a ocho kilómetros de la frontera con Rusia. “Cuando empezó la invasión a gran escala, ya no podíamos llegar ahí, [...] había muchos bombardeos”, explica. “No es como que me diera miedo, pero no puedo esperar eso de otros equipos y de estudiantes.”
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Conviviendo con la memoria
La historia ucraniana se sigue escribiendo y en su documentación se ha involucrado el Departamento de Arqueología que encabeza Bilynskyi. Entre las piezas de la oficina no solo están las que han recuperado en meses o años recientes sobre culturas antiguas. En la biblioteca, por ejemplo, además de cajas, piezas milenarias y libros, hay un tubo verde con una serie de inscripciones que advierten que dentro había explosivos. En la oficina, Bilynskyi muestra una munición de mortero destruida, y dentro de una caja de chocolates hay un montón de casquillos de municiones de diferentes calibres. Estos objetos fueron recuperados en los alrededores de Kiev, en las zonas de combate.
Imágenes como estas no son extrañas. En el centro de Kiev, en la plaza de San Miguel, se instaló desde mayo de 2022 una exposición de equipo militar ruso destruido durante la guerra. Tanques y otros vehículos incendiados y destartalados fueron acomodados en batería. Han sido decorados con banderas ucranianas y marcados con frases en apoyo al país o condenando a su enemigo. En la parte trasera, frente a la Academia de Teología Ortodoxa de Kiev, hay una serie de mamparas que exponen la historia de las atrocidades de la guerra, como la masacre de Bucha o la muerte de civiles en la ciudad de Mariupol, que actualmente está ocupada por Rusia.
Demina, una de las investigadoras principales del equipo, se ha dedicado precisamente a estudiar y entender cómo ha evolucionado la relación entre los ucranianos y todos los artefactos de la guerra; cómo han pasado a convertirse en parte de la vida cotidiana y cómo son percibidos por la población. La investigación continúa, pero explica que usa la misma aproximación que ha utilizado en el estudio de memoriales de culturas antiguas.
“Mi muestra de estudio no es enorme, es una prueba de estudio de caso. Recorrí Kiev y también algunas ciudades y pueblos a las afueras de la capital que experimentaron la ocupación, como Vórzel y Bucha”, dice la investigadora. Narra que uno de los hallazgos principales fue que la gente trata los objetos militares y civiles de manera diferente. “Creo que lo que hace a estos objetos un memorial es que básicamente están cambiando la ubicación. Si fueran dejados en el campo de batalla, solo serían escombros”.
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La investigadora observó que los artefactos que solían ser civiles se convierten de alguna manera en memoriales “espontáneos” sin mensajes políticos, por ejemplo, sino con dibujos de ángeles o flores. Demina ha documentado cómo algunas bardas dañadas en Bucha durante la ocupación han sido intervenidas por artistas con pinturas de flores. En Irpin, hay un puente que fue destruido para prevenir el avance de tropas rusas y debajo fue instalado un memorial con juguetes de peluche, velas y otros artefactos, dedicado a las infancias que han muerto en el conflicto (más de 2 500 niños y niñas han perecido en Ucrania desde 2022). En Podil fue colocado, casi frente a la Academia de Kiev-Mohyla, un transformador eléctrico que alimentaba a la ciudad, destruido por Rusia en 2024.
“El hecho de que hayan sido creados con un propósito completamente diferente, pero que este evento violento sucedió en su biografía, cambió por completo la forma en que son percibidos ahora. [...] Se convierten en un memorial y algo sagrado por este acontecimiento violento”, concluye.
Como los estudiantes, Demina ha redoblado esfuerzos desde la academia. Se pregunta si de alguna manera es escapismo, pero, como los demás, considera que Rusia busca convertir el territorio en un espacio en blanco donde se imprimirá la historia que ellos quieran. “Es una de esas formas de recordar que esto es importante para la gente, que como comunidad tenemos esta historia propia, esta herencia, y debemos cuidarla, estudiarla y enseñársela al mundo”.
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Un tanque ruso destruido en la plaza de San Miguel, en el centro de Kiev.
Excavaciones fortuitas en el frente de batalla revelan vestigios del pasado de Ucrania. Mientras la guerra amenaza la historia, académicos y soldados se convierten en guardianes de su memoria.
Oleh Bilynskyi revisa con delicadeza las cajas con algunos de los hallazgos recientes del Departamento de Arqueología de la Universidad Nacional de la Academia de Kiev-Mohyla, en el antiguo barrio de Podil, en el centro de la ciudad. Las cajas han sido colocadas sobre la mesa, en el piso y en otros rincones de la biblioteca del Departamento.
El recinto tiene una pequeña ventana al fondo y en los costados están los libros que abordan las distintas eras de la humanidad, culturas antiguas de Europa y la historia de Ucrania, un país que va para tres años de enfrentar una invasión a gran escala de Rusia. Bilynskyi, director del Departamento de Arqueología, saca un pieza de cerámica similar a un platón, luego otras más, hasta que apila cuatro de ellas en el centro de la mesa. Son de color marrón con tonos grises, otras se aproximan al color negro. Dos de las piezas tienen orificios en el borde, como si se hubieran perforado desde el interior hacia afuera. Estos dos platones han sido restaurados y de ello dan fe las numerosas líneas que marcan la unión de las piezas rotas. Los cuatro utensilios son del siglo VI antes de Cristo.
“Mis estudiantes están en el Ejército, y cuando los mandaron a construir fortificaciones, encontraron un entierro escita”, explica el académico de pie en la biblioteca, mientras observa las piezas. Junto a ellas fueron hallados los restos de dos personas, un hombre 50 años y un niño de 12, aproximadamente. El pueblo escita, originalmente nómada, se formó en la Estepa euroasiática —desde Hungría hasta China— y se asentó al norte del Mar Negro, alrededor de 600 años antes de Cristo, donde hoy está Ucrania. Estos entierros se acompañaban con alimentos para los muertos, que eran rodeados de piezas de cerámica como las que tiene Bilynskyi en sus manos.
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El hallazgo en Cherkasy a más de 150 kilómetros al oriente de Kiev, no fue casualidad. Maksym Zhylenko y Anna Argunova, una pareja de arqueólogos y estudiantes de Bilynskyi, se enlistaron en el Ejército durante los primeros días de la invasión, en febrero de 2022. Mientras construían trincheras, notaron algo extraño en el suelo. La tierra removida dejaba entrever fragmentos de cerámica y huesos humanos. Al darse cuenta de que se trataba de un entierro antiguo, contactaron a su profesor. “[Una de las estudiantes] me marcó, me mandó fotografías. Tenían miedo: ‘no sabemos qué hacer’”, dice Bilynskyi. Pero él y su equipo no pudieron llegar hasta meses después. Para entonces, el entierro ya era una trinchera más en la guerra.
Zhylenko cursaba la maestría antes de enlistarse. Él y Argunova siguen en activo en las fuerzas armadas ucranianas, operando en distintas partes del país. En mensajes de Telegram, Zhylenko me explica que uno de sus amigos del ejército empezó con la construcción de las trincheras para la defensa antiaérea y le dijo que encontró “algo”. La policía intervino y dijeron que buscarían a posibles familiares en la zona, “pero no sabían que eran huesos de hace casi 2 500 años”.
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Cuando avisaron a Bilynskyi sobre las osamentas y las piezas, mandaron una selfie. Argunova sujeta el celular con una ligera sonrisa. Al fondo, Zhylenko está hincado sobre una rodilla, sonriendo. Entre ambos está el hallazgo.
Enviaron también un video mostrando cómo se realizó el trabajo para extraer los artefactos. Con palas y brochas que compraron en una ferretería cercana, como si fueran arqueólogos en la vida civil, los jóvenes soldados excavaron con cuidado y paciencia para despejar la tierra. Por unos momentos, la construcción de una trinchera se convirtió en un sitio arqueológico.
Cuando terminaron, la pareja resguardó las piezas de cerámica y las osamentas durante meses, hasta que pudieron entregarlas a Bilynskyi. El problema fue que no podían mostrarlas al director del Departamento en persona, por razones de seguridad. “Los examinamos tanto como pudimos, lo registramos con fotografía, tomamos medidas y lo preservamos hasta que se les pudiera hacer más investigación”, narra Zhylenko.
En la primavera de 2023, la pareja fue movilizada a zonas de combate y tuvo que dejar atrás el sitio. Cuando regresaron, notaron que se perdieron algunas piezas del hallazgo, por lo que decidieron ayudar en lo posible con la burocracia para entregar todo a Bilynskyi.
Zhylenko considera que el trabajo arqueológico se encuentra amenazado. “Además de los elementos explosivos, nos enfrentamos con la incompetencia de la gente; es decir, una persona hace una trinchera y encuentra un hueso. La persona piensa que es una raíz, lo rompe y sigue adelante”, dice.
El soldado entiende que, en general, la población sabe poco sobre esta disciplina y el valor de las piezas. Él y su esposa, Anna, han hecho lo posible por compartir su conocimiento con otros soldados, y precisamente eso fue lo que permitió que no destruyeran los artefactos y osamentas durante las primeras excavaciones en Cherkasy. Sabían que algo importante se guardaba bajo la tierra.
Zhylenko y Bilynskyi señalan que la guerra contra Rusia es un riesgo para la existencia de Ucrania como nación, pero entienden también lo que significa la pérdida del patrimonio que durante siglos ha construido la identidad de su país.
Primero por los estudiantes
El 24 de febrero de 2022, a las cinco de la mañana, Bilynskyi recibió la llamada telefónica de una amiga que anunciaba el comienzo de la invasión rusa. El académico, que apenas tenía 30 años, recogió sus cosas y avisó a los estudiantes que si necesitaban transporte para salir de Kiev fueran a la universidad. “Ya había pensando desde antes: si algo sucede, primero hay que recoger a los estudiantes”, escribió Bilynskyi en un texto publicado más tarde en ese año en un boletín digital universitario, en el que habla sobre su experiencia en los primeros días de la invasión.
Alrededor de 100 000 civiles ucranianos se enlistaron en las fuerzas armadas durante las primeras semanas de la invasión. Bilynskyi fue uno de ellos y se unió a la Defensa Territorial, una división militar encargada de tareas en lugares fuera de zonas de combate, como la protección de las ciudades o el adiestramiento de nuevas tropas. Nunca había disparado un rifle y su decisión de sumarse al Ejército no surgió por un deseo de matar rusos. “Tengo que estar aquí y defender lo que amo”, escribió en el boletín. Mientras sus amistades abandonaban el país, él eligió quedarse y pasó las siguientes semanas ayudando a construir defensas —trincheras y barricadas de costales y concreto— y apoyando a la comunidad de Podil, uno de los vecindarios más antiguos de Kiev y donde se encuentra el Departamento de Arqueología.
Durante estos primeros días de guerra, el Ejército ruso se acercó a Kiev y estuvo a menos de 30 kilómetros del centro de la ciudad. Zonas como Hostómel, Bucha e Irpin, en la misma región donde está la capital, fueron escenarios de intenso combate, e incluso de crímenes de guerra contra la población civil. En Bucha, al noroeste de la ciudad, las autoridades ucranianas reportaron la ejecución de más de 400 civiles.
En una de las fotografías que Bilynskyi publicó en el boletín, se ven costales de tierra apilados, enmarcando la vista que tenía hacia las calles de la ciudad en Podil. El vecindario luce vacío, con pequeños charcos y más barricadas de costales de tierra en diferentes puntos. En una segunda fotografía, el profesor universitario aparece sonriendo con la misma amabilidad que siempre muestra cuando socializa, vestido con un uniforme verde y un chaleco antibalas camuflado, cargando un rifle Kalashnikov que recibió de los militares.
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Esta imagen dista de cómo luce hoy. Cuando va al laboratorio se sienta al fondo de la oficina, dando la espalda a las ventanas que iluminan el espacio. El mismo día en que revisa los artefactos escitas conmigo, a finales de enero de 2025, lleva una sudadera morada y pantalones de mezclilla. Tiene un abrigo negro, largo, listo para cuando salga al frío de la calle. Su cabello despeinado le da un aspecto desenfadado, relajado. A esto se suman tres perforaciones en la oreja izquierda. Una tiene forma de triángulo, en el lóbulo, las otras dos son argollas atravesando la espina de su hélix.
En las horas de trabajo, se concentra en asuntos administrativos, en las investigaciones pendientes que debe publicar, hallazgos recientes y el trabajo de sus alumnos. Si alguien le marca al teléfono o le pregunta algo desde el otro lado de la oficina, detiene lo que hace y les entrega su atención. Responde en un tono suave pero firme, el mismo que uno imagina de un profesor en un salón de clase, no de alguien en las trincheras.
Durante los días iniciales de la invasión fue a buscar un rifle a un punto de distribución del Ejército. Cuando llegó ya no quedaban más armas, se repartían a mansalva; así que resolvió su papel como soldado de otra manera. Cerca del sitio había un grupo de jóvenes cavando trincheras y se unió a ellos. “Luego decidí que podía recolectar ayuda humanitaria porque vi cómo los chicos pasaban frío [...] y, al pasar junto a ellos, oí: ‘sería muy bueno un poco de té’”.
El académico solicitó ayuda en redes sociales. Al cabo de unas horas recolectó en bicicleta 50 kilogramos de caramelos, conservas y otros artículos. Todo lo entregó a los mismos jóvenes que cavaban las trincheras. Al poco tiempo la Defensa Territorial le entregó su rifle.
Dos meses después Bilynskyi descubrió que los estudiantes lo necesitaban más en las aulas. Sería más útil ahí que con un uniforme. Durante la pandemia de covid-19, en 2020, creó “una expedición”, un laboratorio de investigación, donde los estudiantes del Departamento de Arqueología podían conocerse, pasar tiempo juntos y, sobre todo, hacer comunidad. Esas fueron las bases que le permitieron acercarse más con los alumnos durante la crisis que sería peor que la pandemia.
“Cuando comenzó la invasión a gran escala, sentí que eran mi responsabilidad, así que debía ayudarlos, salvarlos. Un estudiante se quedó [a vivir] conmigo y vi que muchos estaban angustiados. Estaban en diferentes partes del mundo porque eran refugiados”, dice Bilynskyi desde la biblioteca del Departamento de Arqueología.
Un laboratorio llamado “casa”
La oficina del Departamento de Arqueología se encuentra en un edificio histórico de Kiev. De acuerdo con el sitio oficial de la universidad, en 1615 la academia fue fundada como un monasterio, hospital y escuela. Se mantuvo como centro educativo durante siglos. En los tiempos en que Ucrania formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fue una academia de la marina. Fue hasta 1992, tras la disolución de la URSS y la independencia del país, que la Academia de Kiev-Mohyla reabrió sus puertas a los primeros estudiantes.
El edificio principal tiene una fachada de estilo barroco, con seis columnas y un frontón rematando el acabado. A ambos lados, la estructura se despliega en una disposición circular. En su interior, el ambiente es frío y silencioso; la escasa iluminación proyecta una luz blanca y tenue sobre los pasillos vacíos. Es periodo de vacaciones y, con muchas clases aún impartidas a distancia debido a la guerra, la penumbra refuerza la sensación de abandono. Los muros blancos, despojados de todo adorno, acentúan aún más la impresión de soledad.
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Aunque es el periodo vacacional hay tres alumnos en la oficina. Sus nombres son Valeri Moroz, Anna Hamuza y Yaroslav Malyk, de 22, 19 y 18 años. Al fondo se sienta también Alisa Demina, otra de las investigadoras del Departamento de Arqueología.
Durante un descanso para fumar, Moroz habla de qué harán el resto del día. “Podemos regresar a mi casa”, dice, antes de detenerse y guardar un momento en silencio. Hamuza y Malyk comienzan a reír. Moroz explica que lo que dijo fue un error, se refería al laboratorio, no a su hogar. Los tres prefieren ir a trabajar con la expedición —al laboratorio—, y ayudar a Bilynskyi y los demás investigadores con distintas actividades, que sentarse en casa a no hacer nada.
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Hamuza, por ejemplo, está fascinada con la historia de los escitas, quiere que sea su área de especialización y algún día terminar su licenciatura, una maestría y un doctorado. Apenas cursa su segundo año de universidad. “Siento mariposas en el estómago cuando descubro algo nuevo de ellos. Pienso que es el sentimiento que debería tener cuando hago cualquier cosa”. Hamuza y sus amigos de la infancia querían dedicarse a la arqueología desde los 13 años, pero la invasión provocó que ella fuera la única que cumpliera la promesa. Los demás son refugiados en otros países y no los ha visto desde 2022.
En los casos de Moroz y Malyk, sus padres son miembros activos en el Ejército. A Moroz, a quien le interesa la historia del pueblo eslavo, le preocupa que su padre está en el frente. También teme por su familia, que vive cerca de Dnipró, una ciudad en el oriente del país a 100 kilómetros de las zonas de combate. A veces piensa en unirse a las fuerzas armadas para hacer más por su país, pero de lo que está seguro es que desea ser un arqueólogo. “Me quedaré en Ucrania y me convertiré en un científico ucraniano. Es lo que deseo. [...]. Pienso que ser un científico ucraniano, un arqueólogo ucraniano, es muy importante”. Moroz y otros colegas estiman que habría poco más de 200 científicos de esta disciplina en todo el país. Engrosar esta cifra haría más rápida la investigación sobre el pasado humano en este territorio.
Malyk vivió un tiempo en Polonia como refugiado, al inicio de la invasión. Por su edad, no puede salir de Ucrania. Según la ley marcial los hombres entre 18 y 60 tienen que permanecer en el país. Considera que en un futuro también se podría enlistar, y ha pensado que sería buena opción girar su educación hacia la administración urbana o asuntos de combate a la corrupción. Mientras tanto, acude todos los días al Departamento de Arqueología para ayudar en lo que sea posible. “Sentarse en casa viendo TikTok… Pienso que es más útil estar aquí que en casa”.
De regreso al laboratorio, mientras Demina y Bilynskyi están fuera atendiendo reuniones, los tres jóvenes preparan una caja de luz y toman fotografías de los hallazgos del año pasado en distintas partes de Ucrania. Mientras Hamuza acomoda todo en la caja y hace la captura, Malyk descarga las imágenes en una computadora, donde las revisa con Moroz para tomar medidas y preparar diapositivas de los artefactos. Avanzan tanto como pueden en el día, hasta después de que oscurece.
Guerra y arqueología
Al final de la jornada, Demina y Bilynskyi se quedan en la oficina. Los estudiantes se han retirado y ellos preparan una conferencia para el mes de febrero. El tema es la importancia de la arqueología en tiempos de guerra. Bilynskyi estima que solo permanece activa una tercera parte de todas las expediciones arqueológicas. Si bien las autoridades y organismos internacionales llevan un registro del patrimonio histórico dañado desde que comenzó la invasión, quizá nunca se sepa cuánto de la historia de Ucrania se ha perdido.
La invasión rusa ha llevado no solamente a que el ejercicio arqueológico sea peligroso, Bilynskyi señala que también la burocracia se ha vuelto más complicada. Se deben mandar cartas a distintas instituciones, como la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania (NAN, por sus siglas en ucraniano), y a las fuerzas armadas. Los procesos son cada vez más lentos. “Es muy entendible. Ahora tienen muchas cosas que hacer”, dice.
Pese a la ralentización de la arqueología, Bilynskyi, colegas y estudiantes insisten en que no se debe dejar de lado. Zhylenko, el estudiante y soldado, cita al intelectual ucraniano Oleksander Dovzhenko para explicarlo mejor: “Una nación que no conoce su historia es una nación de gente ciega”.
“Durante la existencia de nuestro Estado, las ideas imperialistas de Rusia son que no tenemos historia, que nuestra cultura es prestada o inventada. Por eso, en mi opinión, la posición principal de un científico debe ser investigar, preservar y popularizar la herencia cultural de nuestro país, especialmente bajo condiciones de guerra, cuando los monumentos culturales e históricos son destruidos durante las hostilidades, o por la ignorancia de la gente sobre lo que está bajo sus pies”, dice el soldado.
El 1 de febrero de este año, Rusia realizó ataques con misiles y drones contra Ucrania. Medios locales reportaron que los ataques fueron contra Poltava y Odesa, en el oriente y sur del país. En Poltava 14 personas murieron, incluyendo un bebé y toda su familia. En Odesa no se reportaron muertes; sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) advirtió que al menos dos edificios considerados patrimonio histórico fueron destruidos.
Esta institución ha denunciado durante décadas la destrucción o daños al patrimonio histórico en tiempos de guerra: ocurrió en Irak, en Afganistán y en Palestina. En Siria, por ejemplo, el órgano documentó en 2014 la pérdida o daños de recintos históricos en casi 300 lugares, incluyendo la pérdida de todos los sitios considerados patrimonio de la humanidad. En Ucrania han confirmado daños contra 476 lugares, incluyendo sitios religiosos, históricos, artísticos y arqueológicos.
Antes de la invasión rusa en 2022, la expedición de Bilynskyi trabajaba en otro sitio escita: un montículo de cenizas, un lugar sagrado de la cultura antigua, según el académico. Estaba en el noreste del país, a ocho kilómetros de la frontera con Rusia. “Cuando empezó la invasión a gran escala, ya no podíamos llegar ahí, [...] había muchos bombardeos”, explica. “No es como que me diera miedo, pero no puedo esperar eso de otros equipos y de estudiantes.”
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Conviviendo con la memoria
La historia ucraniana se sigue escribiendo y en su documentación se ha involucrado el Departamento de Arqueología que encabeza Bilynskyi. Entre las piezas de la oficina no solo están las que han recuperado en meses o años recientes sobre culturas antiguas. En la biblioteca, por ejemplo, además de cajas, piezas milenarias y libros, hay un tubo verde con una serie de inscripciones que advierten que dentro había explosivos. En la oficina, Bilynskyi muestra una munición de mortero destruida, y dentro de una caja de chocolates hay un montón de casquillos de municiones de diferentes calibres. Estos objetos fueron recuperados en los alrededores de Kiev, en las zonas de combate.
Imágenes como estas no son extrañas. En el centro de Kiev, en la plaza de San Miguel, se instaló desde mayo de 2022 una exposición de equipo militar ruso destruido durante la guerra. Tanques y otros vehículos incendiados y destartalados fueron acomodados en batería. Han sido decorados con banderas ucranianas y marcados con frases en apoyo al país o condenando a su enemigo. En la parte trasera, frente a la Academia de Teología Ortodoxa de Kiev, hay una serie de mamparas que exponen la historia de las atrocidades de la guerra, como la masacre de Bucha o la muerte de civiles en la ciudad de Mariupol, que actualmente está ocupada por Rusia.
Demina, una de las investigadoras principales del equipo, se ha dedicado precisamente a estudiar y entender cómo ha evolucionado la relación entre los ucranianos y todos los artefactos de la guerra; cómo han pasado a convertirse en parte de la vida cotidiana y cómo son percibidos por la población. La investigación continúa, pero explica que usa la misma aproximación que ha utilizado en el estudio de memoriales de culturas antiguas.
“Mi muestra de estudio no es enorme, es una prueba de estudio de caso. Recorrí Kiev y también algunas ciudades y pueblos a las afueras de la capital que experimentaron la ocupación, como Vórzel y Bucha”, dice la investigadora. Narra que uno de los hallazgos principales fue que la gente trata los objetos militares y civiles de manera diferente. “Creo que lo que hace a estos objetos un memorial es que básicamente están cambiando la ubicación. Si fueran dejados en el campo de batalla, solo serían escombros”.
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La investigadora observó que los artefactos que solían ser civiles se convierten de alguna manera en memoriales “espontáneos” sin mensajes políticos, por ejemplo, sino con dibujos de ángeles o flores. Demina ha documentado cómo algunas bardas dañadas en Bucha durante la ocupación han sido intervenidas por artistas con pinturas de flores. En Irpin, hay un puente que fue destruido para prevenir el avance de tropas rusas y debajo fue instalado un memorial con juguetes de peluche, velas y otros artefactos, dedicado a las infancias que han muerto en el conflicto (más de 2 500 niños y niñas han perecido en Ucrania desde 2022). En Podil fue colocado, casi frente a la Academia de Kiev-Mohyla, un transformador eléctrico que alimentaba a la ciudad, destruido por Rusia en 2024.
“El hecho de que hayan sido creados con un propósito completamente diferente, pero que este evento violento sucedió en su biografía, cambió por completo la forma en que son percibidos ahora. [...] Se convierten en un memorial y algo sagrado por este acontecimiento violento”, concluye.
Como los estudiantes, Demina ha redoblado esfuerzos desde la academia. Se pregunta si de alguna manera es escapismo, pero, como los demás, considera que Rusia busca convertir el territorio en un espacio en blanco donde se imprimirá la historia que ellos quieran. “Es una de esas formas de recordar que esto es importante para la gente, que como comunidad tenemos esta historia propia, esta herencia, y debemos cuidarla, estudiarla y enseñársela al mundo”.
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Excavaciones fortuitas en el frente de batalla revelan vestigios del pasado de Ucrania. Mientras la guerra amenaza la historia, académicos y soldados se convierten en guardianes de su memoria.
Oleh Bilynskyi revisa con delicadeza las cajas con algunos de los hallazgos recientes del Departamento de Arqueología de la Universidad Nacional de la Academia de Kiev-Mohyla, en el antiguo barrio de Podil, en el centro de la ciudad. Las cajas han sido colocadas sobre la mesa, en el piso y en otros rincones de la biblioteca del Departamento.
El recinto tiene una pequeña ventana al fondo y en los costados están los libros que abordan las distintas eras de la humanidad, culturas antiguas de Europa y la historia de Ucrania, un país que va para tres años de enfrentar una invasión a gran escala de Rusia. Bilynskyi, director del Departamento de Arqueología, saca un pieza de cerámica similar a un platón, luego otras más, hasta que apila cuatro de ellas en el centro de la mesa. Son de color marrón con tonos grises, otras se aproximan al color negro. Dos de las piezas tienen orificios en el borde, como si se hubieran perforado desde el interior hacia afuera. Estos dos platones han sido restaurados y de ello dan fe las numerosas líneas que marcan la unión de las piezas rotas. Los cuatro utensilios son del siglo VI antes de Cristo.
“Mis estudiantes están en el Ejército, y cuando los mandaron a construir fortificaciones, encontraron un entierro escita”, explica el académico de pie en la biblioteca, mientras observa las piezas. Junto a ellas fueron hallados los restos de dos personas, un hombre 50 años y un niño de 12, aproximadamente. El pueblo escita, originalmente nómada, se formó en la Estepa euroasiática —desde Hungría hasta China— y se asentó al norte del Mar Negro, alrededor de 600 años antes de Cristo, donde hoy está Ucrania. Estos entierros se acompañaban con alimentos para los muertos, que eran rodeados de piezas de cerámica como las que tiene Bilynskyi en sus manos.
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El hallazgo en Cherkasy a más de 150 kilómetros al oriente de Kiev, no fue casualidad. Maksym Zhylenko y Anna Argunova, una pareja de arqueólogos y estudiantes de Bilynskyi, se enlistaron en el Ejército durante los primeros días de la invasión, en febrero de 2022. Mientras construían trincheras, notaron algo extraño en el suelo. La tierra removida dejaba entrever fragmentos de cerámica y huesos humanos. Al darse cuenta de que se trataba de un entierro antiguo, contactaron a su profesor. “[Una de las estudiantes] me marcó, me mandó fotografías. Tenían miedo: ‘no sabemos qué hacer’”, dice Bilynskyi. Pero él y su equipo no pudieron llegar hasta meses después. Para entonces, el entierro ya era una trinchera más en la guerra.
Zhylenko cursaba la maestría antes de enlistarse. Él y Argunova siguen en activo en las fuerzas armadas ucranianas, operando en distintas partes del país. En mensajes de Telegram, Zhylenko me explica que uno de sus amigos del ejército empezó con la construcción de las trincheras para la defensa antiaérea y le dijo que encontró “algo”. La policía intervino y dijeron que buscarían a posibles familiares en la zona, “pero no sabían que eran huesos de hace casi 2 500 años”.
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Cuando avisaron a Bilynskyi sobre las osamentas y las piezas, mandaron una selfie. Argunova sujeta el celular con una ligera sonrisa. Al fondo, Zhylenko está hincado sobre una rodilla, sonriendo. Entre ambos está el hallazgo.
Enviaron también un video mostrando cómo se realizó el trabajo para extraer los artefactos. Con palas y brochas que compraron en una ferretería cercana, como si fueran arqueólogos en la vida civil, los jóvenes soldados excavaron con cuidado y paciencia para despejar la tierra. Por unos momentos, la construcción de una trinchera se convirtió en un sitio arqueológico.
Cuando terminaron, la pareja resguardó las piezas de cerámica y las osamentas durante meses, hasta que pudieron entregarlas a Bilynskyi. El problema fue que no podían mostrarlas al director del Departamento en persona, por razones de seguridad. “Los examinamos tanto como pudimos, lo registramos con fotografía, tomamos medidas y lo preservamos hasta que se les pudiera hacer más investigación”, narra Zhylenko.
En la primavera de 2023, la pareja fue movilizada a zonas de combate y tuvo que dejar atrás el sitio. Cuando regresaron, notaron que se perdieron algunas piezas del hallazgo, por lo que decidieron ayudar en lo posible con la burocracia para entregar todo a Bilynskyi.
Zhylenko considera que el trabajo arqueológico se encuentra amenazado. “Además de los elementos explosivos, nos enfrentamos con la incompetencia de la gente; es decir, una persona hace una trinchera y encuentra un hueso. La persona piensa que es una raíz, lo rompe y sigue adelante”, dice.
El soldado entiende que, en general, la población sabe poco sobre esta disciplina y el valor de las piezas. Él y su esposa, Anna, han hecho lo posible por compartir su conocimiento con otros soldados, y precisamente eso fue lo que permitió que no destruyeran los artefactos y osamentas durante las primeras excavaciones en Cherkasy. Sabían que algo importante se guardaba bajo la tierra.
Zhylenko y Bilynskyi señalan que la guerra contra Rusia es un riesgo para la existencia de Ucrania como nación, pero entienden también lo que significa la pérdida del patrimonio que durante siglos ha construido la identidad de su país.
Primero por los estudiantes
El 24 de febrero de 2022, a las cinco de la mañana, Bilynskyi recibió la llamada telefónica de una amiga que anunciaba el comienzo de la invasión rusa. El académico, que apenas tenía 30 años, recogió sus cosas y avisó a los estudiantes que si necesitaban transporte para salir de Kiev fueran a la universidad. “Ya había pensando desde antes: si algo sucede, primero hay que recoger a los estudiantes”, escribió Bilynskyi en un texto publicado más tarde en ese año en un boletín digital universitario, en el que habla sobre su experiencia en los primeros días de la invasión.
Alrededor de 100 000 civiles ucranianos se enlistaron en las fuerzas armadas durante las primeras semanas de la invasión. Bilynskyi fue uno de ellos y se unió a la Defensa Territorial, una división militar encargada de tareas en lugares fuera de zonas de combate, como la protección de las ciudades o el adiestramiento de nuevas tropas. Nunca había disparado un rifle y su decisión de sumarse al Ejército no surgió por un deseo de matar rusos. “Tengo que estar aquí y defender lo que amo”, escribió en el boletín. Mientras sus amistades abandonaban el país, él eligió quedarse y pasó las siguientes semanas ayudando a construir defensas —trincheras y barricadas de costales y concreto— y apoyando a la comunidad de Podil, uno de los vecindarios más antiguos de Kiev y donde se encuentra el Departamento de Arqueología.
Durante estos primeros días de guerra, el Ejército ruso se acercó a Kiev y estuvo a menos de 30 kilómetros del centro de la ciudad. Zonas como Hostómel, Bucha e Irpin, en la misma región donde está la capital, fueron escenarios de intenso combate, e incluso de crímenes de guerra contra la población civil. En Bucha, al noroeste de la ciudad, las autoridades ucranianas reportaron la ejecución de más de 400 civiles.
En una de las fotografías que Bilynskyi publicó en el boletín, se ven costales de tierra apilados, enmarcando la vista que tenía hacia las calles de la ciudad en Podil. El vecindario luce vacío, con pequeños charcos y más barricadas de costales de tierra en diferentes puntos. En una segunda fotografía, el profesor universitario aparece sonriendo con la misma amabilidad que siempre muestra cuando socializa, vestido con un uniforme verde y un chaleco antibalas camuflado, cargando un rifle Kalashnikov que recibió de los militares.
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Esta imagen dista de cómo luce hoy. Cuando va al laboratorio se sienta al fondo de la oficina, dando la espalda a las ventanas que iluminan el espacio. El mismo día en que revisa los artefactos escitas conmigo, a finales de enero de 2025, lleva una sudadera morada y pantalones de mezclilla. Tiene un abrigo negro, largo, listo para cuando salga al frío de la calle. Su cabello despeinado le da un aspecto desenfadado, relajado. A esto se suman tres perforaciones en la oreja izquierda. Una tiene forma de triángulo, en el lóbulo, las otras dos son argollas atravesando la espina de su hélix.
En las horas de trabajo, se concentra en asuntos administrativos, en las investigaciones pendientes que debe publicar, hallazgos recientes y el trabajo de sus alumnos. Si alguien le marca al teléfono o le pregunta algo desde el otro lado de la oficina, detiene lo que hace y les entrega su atención. Responde en un tono suave pero firme, el mismo que uno imagina de un profesor en un salón de clase, no de alguien en las trincheras.
Durante los días iniciales de la invasión fue a buscar un rifle a un punto de distribución del Ejército. Cuando llegó ya no quedaban más armas, se repartían a mansalva; así que resolvió su papel como soldado de otra manera. Cerca del sitio había un grupo de jóvenes cavando trincheras y se unió a ellos. “Luego decidí que podía recolectar ayuda humanitaria porque vi cómo los chicos pasaban frío [...] y, al pasar junto a ellos, oí: ‘sería muy bueno un poco de té’”.
El académico solicitó ayuda en redes sociales. Al cabo de unas horas recolectó en bicicleta 50 kilogramos de caramelos, conservas y otros artículos. Todo lo entregó a los mismos jóvenes que cavaban las trincheras. Al poco tiempo la Defensa Territorial le entregó su rifle.
Dos meses después Bilynskyi descubrió que los estudiantes lo necesitaban más en las aulas. Sería más útil ahí que con un uniforme. Durante la pandemia de covid-19, en 2020, creó “una expedición”, un laboratorio de investigación, donde los estudiantes del Departamento de Arqueología podían conocerse, pasar tiempo juntos y, sobre todo, hacer comunidad. Esas fueron las bases que le permitieron acercarse más con los alumnos durante la crisis que sería peor que la pandemia.
“Cuando comenzó la invasión a gran escala, sentí que eran mi responsabilidad, así que debía ayudarlos, salvarlos. Un estudiante se quedó [a vivir] conmigo y vi que muchos estaban angustiados. Estaban en diferentes partes del mundo porque eran refugiados”, dice Bilynskyi desde la biblioteca del Departamento de Arqueología.
Un laboratorio llamado “casa”
La oficina del Departamento de Arqueología se encuentra en un edificio histórico de Kiev. De acuerdo con el sitio oficial de la universidad, en 1615 la academia fue fundada como un monasterio, hospital y escuela. Se mantuvo como centro educativo durante siglos. En los tiempos en que Ucrania formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fue una academia de la marina. Fue hasta 1992, tras la disolución de la URSS y la independencia del país, que la Academia de Kiev-Mohyla reabrió sus puertas a los primeros estudiantes.
El edificio principal tiene una fachada de estilo barroco, con seis columnas y un frontón rematando el acabado. A ambos lados, la estructura se despliega en una disposición circular. En su interior, el ambiente es frío y silencioso; la escasa iluminación proyecta una luz blanca y tenue sobre los pasillos vacíos. Es periodo de vacaciones y, con muchas clases aún impartidas a distancia debido a la guerra, la penumbra refuerza la sensación de abandono. Los muros blancos, despojados de todo adorno, acentúan aún más la impresión de soledad.
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El pasillo, que sigue la forma circular del edificio, encamina a diferentes habitaciones. Una es la oficina y laboratorio del Departamento de Arqueología que encabeza Oleh Bilynskyi. No es un espacio grande, pero resulta acogedor. Hay algunos libreros, con trabajos sobre culturas ibéricas, bálticas o de los Balcanes, o las obras de historiadores clásicos como Heródoto, quien habló de los escitas hace casi 2 500 años. En los muros destacan algunas plantas, un mapa de Ucrania y un retrato de Zeus.
Aunque es el periodo vacacional hay tres alumnos en la oficina. Sus nombres son Valeri Moroz, Anna Hamuza y Yaroslav Malyk, de 22, 19 y 18 años. Al fondo se sienta también Alisa Demina, otra de las investigadoras del Departamento de Arqueología.
Durante un descanso para fumar, Moroz habla de qué harán el resto del día. “Podemos regresar a mi casa”, dice, antes de detenerse y guardar un momento en silencio. Hamuza y Malyk comienzan a reír. Moroz explica que lo que dijo fue un error, se refería al laboratorio, no a su hogar. Los tres prefieren ir a trabajar con la expedición —al laboratorio—, y ayudar a Bilynskyi y los demás investigadores con distintas actividades, que sentarse en casa a no hacer nada.
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Hamuza, por ejemplo, está fascinada con la historia de los escitas, quiere que sea su área de especialización y algún día terminar su licenciatura, una maestría y un doctorado. Apenas cursa su segundo año de universidad. “Siento mariposas en el estómago cuando descubro algo nuevo de ellos. Pienso que es el sentimiento que debería tener cuando hago cualquier cosa”. Hamuza y sus amigos de la infancia querían dedicarse a la arqueología desde los 13 años, pero la invasión provocó que ella fuera la única que cumpliera la promesa. Los demás son refugiados en otros países y no los ha visto desde 2022.
En los casos de Moroz y Malyk, sus padres son miembros activos en el Ejército. A Moroz, a quien le interesa la historia del pueblo eslavo, le preocupa que su padre está en el frente. También teme por su familia, que vive cerca de Dnipró, una ciudad en el oriente del país a 100 kilómetros de las zonas de combate. A veces piensa en unirse a las fuerzas armadas para hacer más por su país, pero de lo que está seguro es que desea ser un arqueólogo. “Me quedaré en Ucrania y me convertiré en un científico ucraniano. Es lo que deseo. [...]. Pienso que ser un científico ucraniano, un arqueólogo ucraniano, es muy importante”. Moroz y otros colegas estiman que habría poco más de 200 científicos de esta disciplina en todo el país. Engrosar esta cifra haría más rápida la investigación sobre el pasado humano en este territorio.
Malyk vivió un tiempo en Polonia como refugiado, al inicio de la invasión. Por su edad, no puede salir de Ucrania. Según la ley marcial los hombres entre 18 y 60 tienen que permanecer en el país. Considera que en un futuro también se podría enlistar, y ha pensado que sería buena opción girar su educación hacia la administración urbana o asuntos de combate a la corrupción. Mientras tanto, acude todos los días al Departamento de Arqueología para ayudar en lo que sea posible. “Sentarse en casa viendo TikTok… Pienso que es más útil estar aquí que en casa”.
De regreso al laboratorio, mientras Demina y Bilynskyi están fuera atendiendo reuniones, los tres jóvenes preparan una caja de luz y toman fotografías de los hallazgos del año pasado en distintas partes de Ucrania. Mientras Hamuza acomoda todo en la caja y hace la captura, Malyk descarga las imágenes en una computadora, donde las revisa con Moroz para tomar medidas y preparar diapositivas de los artefactos. Avanzan tanto como pueden en el día, hasta después de que oscurece.
Guerra y arqueología
Al final de la jornada, Demina y Bilynskyi se quedan en la oficina. Los estudiantes se han retirado y ellos preparan una conferencia para el mes de febrero. El tema es la importancia de la arqueología en tiempos de guerra. Bilynskyi estima que solo permanece activa una tercera parte de todas las expediciones arqueológicas. Si bien las autoridades y organismos internacionales llevan un registro del patrimonio histórico dañado desde que comenzó la invasión, quizá nunca se sepa cuánto de la historia de Ucrania se ha perdido.
La invasión rusa ha llevado no solamente a que el ejercicio arqueológico sea peligroso, Bilynskyi señala que también la burocracia se ha vuelto más complicada. Se deben mandar cartas a distintas instituciones, como la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania (NAN, por sus siglas en ucraniano), y a las fuerzas armadas. Los procesos son cada vez más lentos. “Es muy entendible. Ahora tienen muchas cosas que hacer”, dice.
Pese a la ralentización de la arqueología, Bilynskyi, colegas y estudiantes insisten en que no se debe dejar de lado. Zhylenko, el estudiante y soldado, cita al intelectual ucraniano Oleksander Dovzhenko para explicarlo mejor: “Una nación que no conoce su historia es una nación de gente ciega”.
“Durante la existencia de nuestro Estado, las ideas imperialistas de Rusia son que no tenemos historia, que nuestra cultura es prestada o inventada. Por eso, en mi opinión, la posición principal de un científico debe ser investigar, preservar y popularizar la herencia cultural de nuestro país, especialmente bajo condiciones de guerra, cuando los monumentos culturales e históricos son destruidos durante las hostilidades, o por la ignorancia de la gente sobre lo que está bajo sus pies”, dice el soldado.
El 1 de febrero de este año, Rusia realizó ataques con misiles y drones contra Ucrania. Medios locales reportaron que los ataques fueron contra Poltava y Odesa, en el oriente y sur del país. En Poltava 14 personas murieron, incluyendo un bebé y toda su familia. En Odesa no se reportaron muertes; sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) advirtió que al menos dos edificios considerados patrimonio histórico fueron destruidos.
Esta institución ha denunciado durante décadas la destrucción o daños al patrimonio histórico en tiempos de guerra: ocurrió en Irak, en Afganistán y en Palestina. En Siria, por ejemplo, el órgano documentó en 2014 la pérdida o daños de recintos históricos en casi 300 lugares, incluyendo la pérdida de todos los sitios considerados patrimonio de la humanidad. En Ucrania han confirmado daños contra 476 lugares, incluyendo sitios religiosos, históricos, artísticos y arqueológicos.
Antes de la invasión rusa en 2022, la expedición de Bilynskyi trabajaba en otro sitio escita: un montículo de cenizas, un lugar sagrado de la cultura antigua, según el académico. Estaba en el noreste del país, a ocho kilómetros de la frontera con Rusia. “Cuando empezó la invasión a gran escala, ya no podíamos llegar ahí, [...] había muchos bombardeos”, explica. “No es como que me diera miedo, pero no puedo esperar eso de otros equipos y de estudiantes.”
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Conviviendo con la memoria
La historia ucraniana se sigue escribiendo y en su documentación se ha involucrado el Departamento de Arqueología que encabeza Bilynskyi. Entre las piezas de la oficina no solo están las que han recuperado en meses o años recientes sobre culturas antiguas. En la biblioteca, por ejemplo, además de cajas, piezas milenarias y libros, hay un tubo verde con una serie de inscripciones que advierten que dentro había explosivos. En la oficina, Bilynskyi muestra una munición de mortero destruida, y dentro de una caja de chocolates hay un montón de casquillos de municiones de diferentes calibres. Estos objetos fueron recuperados en los alrededores de Kiev, en las zonas de combate.
Imágenes como estas no son extrañas. En el centro de Kiev, en la plaza de San Miguel, se instaló desde mayo de 2022 una exposición de equipo militar ruso destruido durante la guerra. Tanques y otros vehículos incendiados y destartalados fueron acomodados en batería. Han sido decorados con banderas ucranianas y marcados con frases en apoyo al país o condenando a su enemigo. En la parte trasera, frente a la Academia de Teología Ortodoxa de Kiev, hay una serie de mamparas que exponen la historia de las atrocidades de la guerra, como la masacre de Bucha o la muerte de civiles en la ciudad de Mariupol, que actualmente está ocupada por Rusia.
Demina, una de las investigadoras principales del equipo, se ha dedicado precisamente a estudiar y entender cómo ha evolucionado la relación entre los ucranianos y todos los artefactos de la guerra; cómo han pasado a convertirse en parte de la vida cotidiana y cómo son percibidos por la población. La investigación continúa, pero explica que usa la misma aproximación que ha utilizado en el estudio de memoriales de culturas antiguas.
“Mi muestra de estudio no es enorme, es una prueba de estudio de caso. Recorrí Kiev y también algunas ciudades y pueblos a las afueras de la capital que experimentaron la ocupación, como Vórzel y Bucha”, dice la investigadora. Narra que uno de los hallazgos principales fue que la gente trata los objetos militares y civiles de manera diferente. “Creo que lo que hace a estos objetos un memorial es que básicamente están cambiando la ubicación. Si fueran dejados en el campo de batalla, solo serían escombros”.
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La investigadora observó que los artefactos que solían ser civiles se convierten de alguna manera en memoriales “espontáneos” sin mensajes políticos, por ejemplo, sino con dibujos de ángeles o flores. Demina ha documentado cómo algunas bardas dañadas en Bucha durante la ocupación han sido intervenidas por artistas con pinturas de flores. En Irpin, hay un puente que fue destruido para prevenir el avance de tropas rusas y debajo fue instalado un memorial con juguetes de peluche, velas y otros artefactos, dedicado a las infancias que han muerto en el conflicto (más de 2 500 niños y niñas han perecido en Ucrania desde 2022). En Podil fue colocado, casi frente a la Academia de Kiev-Mohyla, un transformador eléctrico que alimentaba a la ciudad, destruido por Rusia en 2024.
“El hecho de que hayan sido creados con un propósito completamente diferente, pero que este evento violento sucedió en su biografía, cambió por completo la forma en que son percibidos ahora. [...] Se convierten en un memorial y algo sagrado por este acontecimiento violento”, concluye.
Como los estudiantes, Demina ha redoblado esfuerzos desde la academia. Se pregunta si de alguna manera es escapismo, pero, como los demás, considera que Rusia busca convertir el territorio en un espacio en blanco donde se imprimirá la historia que ellos quieran. “Es una de esas formas de recordar que esto es importante para la gente, que como comunidad tenemos esta historia propia, esta herencia, y debemos cuidarla, estudiarla y enseñársela al mundo”.
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Un tanque ruso destruido en la plaza de San Miguel, en el centro de Kiev.
Excavaciones fortuitas en el frente de batalla revelan vestigios del pasado de Ucrania. Mientras la guerra amenaza la historia, académicos y soldados se convierten en guardianes de su memoria.
Oleh Bilynskyi revisa con delicadeza las cajas con algunos de los hallazgos recientes del Departamento de Arqueología de la Universidad Nacional de la Academia de Kiev-Mohyla, en el antiguo barrio de Podil, en el centro de la ciudad. Las cajas han sido colocadas sobre la mesa, en el piso y en otros rincones de la biblioteca del Departamento.
El recinto tiene una pequeña ventana al fondo y en los costados están los libros que abordan las distintas eras de la humanidad, culturas antiguas de Europa y la historia de Ucrania, un país que va para tres años de enfrentar una invasión a gran escala de Rusia. Bilynskyi, director del Departamento de Arqueología, saca un pieza de cerámica similar a un platón, luego otras más, hasta que apila cuatro de ellas en el centro de la mesa. Son de color marrón con tonos grises, otras se aproximan al color negro. Dos de las piezas tienen orificios en el borde, como si se hubieran perforado desde el interior hacia afuera. Estos dos platones han sido restaurados y de ello dan fe las numerosas líneas que marcan la unión de las piezas rotas. Los cuatro utensilios son del siglo VI antes de Cristo.
“Mis estudiantes están en el Ejército, y cuando los mandaron a construir fortificaciones, encontraron un entierro escita”, explica el académico de pie en la biblioteca, mientras observa las piezas. Junto a ellas fueron hallados los restos de dos personas, un hombre 50 años y un niño de 12, aproximadamente. El pueblo escita, originalmente nómada, se formó en la Estepa euroasiática —desde Hungría hasta China— y se asentó al norte del Mar Negro, alrededor de 600 años antes de Cristo, donde hoy está Ucrania. Estos entierros se acompañaban con alimentos para los muertos, que eran rodeados de piezas de cerámica como las que tiene Bilynskyi en sus manos.
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El hallazgo en Cherkasy a más de 150 kilómetros al oriente de Kiev, no fue casualidad. Maksym Zhylenko y Anna Argunova, una pareja de arqueólogos y estudiantes de Bilynskyi, se enlistaron en el Ejército durante los primeros días de la invasión, en febrero de 2022. Mientras construían trincheras, notaron algo extraño en el suelo. La tierra removida dejaba entrever fragmentos de cerámica y huesos humanos. Al darse cuenta de que se trataba de un entierro antiguo, contactaron a su profesor. “[Una de las estudiantes] me marcó, me mandó fotografías. Tenían miedo: ‘no sabemos qué hacer’”, dice Bilynskyi. Pero él y su equipo no pudieron llegar hasta meses después. Para entonces, el entierro ya era una trinchera más en la guerra.
Zhylenko cursaba la maestría antes de enlistarse. Él y Argunova siguen en activo en las fuerzas armadas ucranianas, operando en distintas partes del país. En mensajes de Telegram, Zhylenko me explica que uno de sus amigos del ejército empezó con la construcción de las trincheras para la defensa antiaérea y le dijo que encontró “algo”. La policía intervino y dijeron que buscarían a posibles familiares en la zona, “pero no sabían que eran huesos de hace casi 2 500 años”.
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Cuando avisaron a Bilynskyi sobre las osamentas y las piezas, mandaron una selfie. Argunova sujeta el celular con una ligera sonrisa. Al fondo, Zhylenko está hincado sobre una rodilla, sonriendo. Entre ambos está el hallazgo.
Enviaron también un video mostrando cómo se realizó el trabajo para extraer los artefactos. Con palas y brochas que compraron en una ferretería cercana, como si fueran arqueólogos en la vida civil, los jóvenes soldados excavaron con cuidado y paciencia para despejar la tierra. Por unos momentos, la construcción de una trinchera se convirtió en un sitio arqueológico.
Cuando terminaron, la pareja resguardó las piezas de cerámica y las osamentas durante meses, hasta que pudieron entregarlas a Bilynskyi. El problema fue que no podían mostrarlas al director del Departamento en persona, por razones de seguridad. “Los examinamos tanto como pudimos, lo registramos con fotografía, tomamos medidas y lo preservamos hasta que se les pudiera hacer más investigación”, narra Zhylenko.
En la primavera de 2023, la pareja fue movilizada a zonas de combate y tuvo que dejar atrás el sitio. Cuando regresaron, notaron que se perdieron algunas piezas del hallazgo, por lo que decidieron ayudar en lo posible con la burocracia para entregar todo a Bilynskyi.
Zhylenko considera que el trabajo arqueológico se encuentra amenazado. “Además de los elementos explosivos, nos enfrentamos con la incompetencia de la gente; es decir, una persona hace una trinchera y encuentra un hueso. La persona piensa que es una raíz, lo rompe y sigue adelante”, dice.
El soldado entiende que, en general, la población sabe poco sobre esta disciplina y el valor de las piezas. Él y su esposa, Anna, han hecho lo posible por compartir su conocimiento con otros soldados, y precisamente eso fue lo que permitió que no destruyeran los artefactos y osamentas durante las primeras excavaciones en Cherkasy. Sabían que algo importante se guardaba bajo la tierra.
Zhylenko y Bilynskyi señalan que la guerra contra Rusia es un riesgo para la existencia de Ucrania como nación, pero entienden también lo que significa la pérdida del patrimonio que durante siglos ha construido la identidad de su país.
Primero por los estudiantes
El 24 de febrero de 2022, a las cinco de la mañana, Bilynskyi recibió la llamada telefónica de una amiga que anunciaba el comienzo de la invasión rusa. El académico, que apenas tenía 30 años, recogió sus cosas y avisó a los estudiantes que si necesitaban transporte para salir de Kiev fueran a la universidad. “Ya había pensando desde antes: si algo sucede, primero hay que recoger a los estudiantes”, escribió Bilynskyi en un texto publicado más tarde en ese año en un boletín digital universitario, en el que habla sobre su experiencia en los primeros días de la invasión.
Alrededor de 100 000 civiles ucranianos se enlistaron en las fuerzas armadas durante las primeras semanas de la invasión. Bilynskyi fue uno de ellos y se unió a la Defensa Territorial, una división militar encargada de tareas en lugares fuera de zonas de combate, como la protección de las ciudades o el adiestramiento de nuevas tropas. Nunca había disparado un rifle y su decisión de sumarse al Ejército no surgió por un deseo de matar rusos. “Tengo que estar aquí y defender lo que amo”, escribió en el boletín. Mientras sus amistades abandonaban el país, él eligió quedarse y pasó las siguientes semanas ayudando a construir defensas —trincheras y barricadas de costales y concreto— y apoyando a la comunidad de Podil, uno de los vecindarios más antiguos de Kiev y donde se encuentra el Departamento de Arqueología.
Durante estos primeros días de guerra, el Ejército ruso se acercó a Kiev y estuvo a menos de 30 kilómetros del centro de la ciudad. Zonas como Hostómel, Bucha e Irpin, en la misma región donde está la capital, fueron escenarios de intenso combate, e incluso de crímenes de guerra contra la población civil. En Bucha, al noroeste de la ciudad, las autoridades ucranianas reportaron la ejecución de más de 400 civiles.
En una de las fotografías que Bilynskyi publicó en el boletín, se ven costales de tierra apilados, enmarcando la vista que tenía hacia las calles de la ciudad en Podil. El vecindario luce vacío, con pequeños charcos y más barricadas de costales de tierra en diferentes puntos. En una segunda fotografía, el profesor universitario aparece sonriendo con la misma amabilidad que siempre muestra cuando socializa, vestido con un uniforme verde y un chaleco antibalas camuflado, cargando un rifle Kalashnikov que recibió de los militares.
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Esta imagen dista de cómo luce hoy. Cuando va al laboratorio se sienta al fondo de la oficina, dando la espalda a las ventanas que iluminan el espacio. El mismo día en que revisa los artefactos escitas conmigo, a finales de enero de 2025, lleva una sudadera morada y pantalones de mezclilla. Tiene un abrigo negro, largo, listo para cuando salga al frío de la calle. Su cabello despeinado le da un aspecto desenfadado, relajado. A esto se suman tres perforaciones en la oreja izquierda. Una tiene forma de triángulo, en el lóbulo, las otras dos son argollas atravesando la espina de su hélix.
En las horas de trabajo, se concentra en asuntos administrativos, en las investigaciones pendientes que debe publicar, hallazgos recientes y el trabajo de sus alumnos. Si alguien le marca al teléfono o le pregunta algo desde el otro lado de la oficina, detiene lo que hace y les entrega su atención. Responde en un tono suave pero firme, el mismo que uno imagina de un profesor en un salón de clase, no de alguien en las trincheras.
Durante los días iniciales de la invasión fue a buscar un rifle a un punto de distribución del Ejército. Cuando llegó ya no quedaban más armas, se repartían a mansalva; así que resolvió su papel como soldado de otra manera. Cerca del sitio había un grupo de jóvenes cavando trincheras y se unió a ellos. “Luego decidí que podía recolectar ayuda humanitaria porque vi cómo los chicos pasaban frío [...] y, al pasar junto a ellos, oí: ‘sería muy bueno un poco de té’”.
El académico solicitó ayuda en redes sociales. Al cabo de unas horas recolectó en bicicleta 50 kilogramos de caramelos, conservas y otros artículos. Todo lo entregó a los mismos jóvenes que cavaban las trincheras. Al poco tiempo la Defensa Territorial le entregó su rifle.
Dos meses después Bilynskyi descubrió que los estudiantes lo necesitaban más en las aulas. Sería más útil ahí que con un uniforme. Durante la pandemia de covid-19, en 2020, creó “una expedición”, un laboratorio de investigación, donde los estudiantes del Departamento de Arqueología podían conocerse, pasar tiempo juntos y, sobre todo, hacer comunidad. Esas fueron las bases que le permitieron acercarse más con los alumnos durante la crisis que sería peor que la pandemia.
“Cuando comenzó la invasión a gran escala, sentí que eran mi responsabilidad, así que debía ayudarlos, salvarlos. Un estudiante se quedó [a vivir] conmigo y vi que muchos estaban angustiados. Estaban en diferentes partes del mundo porque eran refugiados”, dice Bilynskyi desde la biblioteca del Departamento de Arqueología.
Un laboratorio llamado “casa”
La oficina del Departamento de Arqueología se encuentra en un edificio histórico de Kiev. De acuerdo con el sitio oficial de la universidad, en 1615 la academia fue fundada como un monasterio, hospital y escuela. Se mantuvo como centro educativo durante siglos. En los tiempos en que Ucrania formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fue una academia de la marina. Fue hasta 1992, tras la disolución de la URSS y la independencia del país, que la Academia de Kiev-Mohyla reabrió sus puertas a los primeros estudiantes.
El edificio principal tiene una fachada de estilo barroco, con seis columnas y un frontón rematando el acabado. A ambos lados, la estructura se despliega en una disposición circular. En su interior, el ambiente es frío y silencioso; la escasa iluminación proyecta una luz blanca y tenue sobre los pasillos vacíos. Es periodo de vacaciones y, con muchas clases aún impartidas a distancia debido a la guerra, la penumbra refuerza la sensación de abandono. Los muros blancos, despojados de todo adorno, acentúan aún más la impresión de soledad.
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El pasillo, que sigue la forma circular del edificio, encamina a diferentes habitaciones. Una es la oficina y laboratorio del Departamento de Arqueología que encabeza Oleh Bilynskyi. No es un espacio grande, pero resulta acogedor. Hay algunos libreros, con trabajos sobre culturas ibéricas, bálticas o de los Balcanes, o las obras de historiadores clásicos como Heródoto, quien habló de los escitas hace casi 2 500 años. En los muros destacan algunas plantas, un mapa de Ucrania y un retrato de Zeus.
Aunque es el periodo vacacional hay tres alumnos en la oficina. Sus nombres son Valeri Moroz, Anna Hamuza y Yaroslav Malyk, de 22, 19 y 18 años. Al fondo se sienta también Alisa Demina, otra de las investigadoras del Departamento de Arqueología.
Durante un descanso para fumar, Moroz habla de qué harán el resto del día. “Podemos regresar a mi casa”, dice, antes de detenerse y guardar un momento en silencio. Hamuza y Malyk comienzan a reír. Moroz explica que lo que dijo fue un error, se refería al laboratorio, no a su hogar. Los tres prefieren ir a trabajar con la expedición —al laboratorio—, y ayudar a Bilynskyi y los demás investigadores con distintas actividades, que sentarse en casa a no hacer nada.
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Hamuza, por ejemplo, está fascinada con la historia de los escitas, quiere que sea su área de especialización y algún día terminar su licenciatura, una maestría y un doctorado. Apenas cursa su segundo año de universidad. “Siento mariposas en el estómago cuando descubro algo nuevo de ellos. Pienso que es el sentimiento que debería tener cuando hago cualquier cosa”. Hamuza y sus amigos de la infancia querían dedicarse a la arqueología desde los 13 años, pero la invasión provocó que ella fuera la única que cumpliera la promesa. Los demás son refugiados en otros países y no los ha visto desde 2022.
En los casos de Moroz y Malyk, sus padres son miembros activos en el Ejército. A Moroz, a quien le interesa la historia del pueblo eslavo, le preocupa que su padre está en el frente. También teme por su familia, que vive cerca de Dnipró, una ciudad en el oriente del país a 100 kilómetros de las zonas de combate. A veces piensa en unirse a las fuerzas armadas para hacer más por su país, pero de lo que está seguro es que desea ser un arqueólogo. “Me quedaré en Ucrania y me convertiré en un científico ucraniano. Es lo que deseo. [...]. Pienso que ser un científico ucraniano, un arqueólogo ucraniano, es muy importante”. Moroz y otros colegas estiman que habría poco más de 200 científicos de esta disciplina en todo el país. Engrosar esta cifra haría más rápida la investigación sobre el pasado humano en este territorio.
Malyk vivió un tiempo en Polonia como refugiado, al inicio de la invasión. Por su edad, no puede salir de Ucrania. Según la ley marcial los hombres entre 18 y 60 tienen que permanecer en el país. Considera que en un futuro también se podría enlistar, y ha pensado que sería buena opción girar su educación hacia la administración urbana o asuntos de combate a la corrupción. Mientras tanto, acude todos los días al Departamento de Arqueología para ayudar en lo que sea posible. “Sentarse en casa viendo TikTok… Pienso que es más útil estar aquí que en casa”.
De regreso al laboratorio, mientras Demina y Bilynskyi están fuera atendiendo reuniones, los tres jóvenes preparan una caja de luz y toman fotografías de los hallazgos del año pasado en distintas partes de Ucrania. Mientras Hamuza acomoda todo en la caja y hace la captura, Malyk descarga las imágenes en una computadora, donde las revisa con Moroz para tomar medidas y preparar diapositivas de los artefactos. Avanzan tanto como pueden en el día, hasta después de que oscurece.
Guerra y arqueología
Al final de la jornada, Demina y Bilynskyi se quedan en la oficina. Los estudiantes se han retirado y ellos preparan una conferencia para el mes de febrero. El tema es la importancia de la arqueología en tiempos de guerra. Bilynskyi estima que solo permanece activa una tercera parte de todas las expediciones arqueológicas. Si bien las autoridades y organismos internacionales llevan un registro del patrimonio histórico dañado desde que comenzó la invasión, quizá nunca se sepa cuánto de la historia de Ucrania se ha perdido.
La invasión rusa ha llevado no solamente a que el ejercicio arqueológico sea peligroso, Bilynskyi señala que también la burocracia se ha vuelto más complicada. Se deben mandar cartas a distintas instituciones, como la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania (NAN, por sus siglas en ucraniano), y a las fuerzas armadas. Los procesos son cada vez más lentos. “Es muy entendible. Ahora tienen muchas cosas que hacer”, dice.
Pese a la ralentización de la arqueología, Bilynskyi, colegas y estudiantes insisten en que no se debe dejar de lado. Zhylenko, el estudiante y soldado, cita al intelectual ucraniano Oleksander Dovzhenko para explicarlo mejor: “Una nación que no conoce su historia es una nación de gente ciega”.
“Durante la existencia de nuestro Estado, las ideas imperialistas de Rusia son que no tenemos historia, que nuestra cultura es prestada o inventada. Por eso, en mi opinión, la posición principal de un científico debe ser investigar, preservar y popularizar la herencia cultural de nuestro país, especialmente bajo condiciones de guerra, cuando los monumentos culturales e históricos son destruidos durante las hostilidades, o por la ignorancia de la gente sobre lo que está bajo sus pies”, dice el soldado.
El 1 de febrero de este año, Rusia realizó ataques con misiles y drones contra Ucrania. Medios locales reportaron que los ataques fueron contra Poltava y Odesa, en el oriente y sur del país. En Poltava 14 personas murieron, incluyendo un bebé y toda su familia. En Odesa no se reportaron muertes; sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) advirtió que al menos dos edificios considerados patrimonio histórico fueron destruidos.
Esta institución ha denunciado durante décadas la destrucción o daños al patrimonio histórico en tiempos de guerra: ocurrió en Irak, en Afganistán y en Palestina. En Siria, por ejemplo, el órgano documentó en 2014 la pérdida o daños de recintos históricos en casi 300 lugares, incluyendo la pérdida de todos los sitios considerados patrimonio de la humanidad. En Ucrania han confirmado daños contra 476 lugares, incluyendo sitios religiosos, históricos, artísticos y arqueológicos.
Antes de la invasión rusa en 2022, la expedición de Bilynskyi trabajaba en otro sitio escita: un montículo de cenizas, un lugar sagrado de la cultura antigua, según el académico. Estaba en el noreste del país, a ocho kilómetros de la frontera con Rusia. “Cuando empezó la invasión a gran escala, ya no podíamos llegar ahí, [...] había muchos bombardeos”, explica. “No es como que me diera miedo, pero no puedo esperar eso de otros equipos y de estudiantes.”
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Conviviendo con la memoria
La historia ucraniana se sigue escribiendo y en su documentación se ha involucrado el Departamento de Arqueología que encabeza Bilynskyi. Entre las piezas de la oficina no solo están las que han recuperado en meses o años recientes sobre culturas antiguas. En la biblioteca, por ejemplo, además de cajas, piezas milenarias y libros, hay un tubo verde con una serie de inscripciones que advierten que dentro había explosivos. En la oficina, Bilynskyi muestra una munición de mortero destruida, y dentro de una caja de chocolates hay un montón de casquillos de municiones de diferentes calibres. Estos objetos fueron recuperados en los alrededores de Kiev, en las zonas de combate.
Imágenes como estas no son extrañas. En el centro de Kiev, en la plaza de San Miguel, se instaló desde mayo de 2022 una exposición de equipo militar ruso destruido durante la guerra. Tanques y otros vehículos incendiados y destartalados fueron acomodados en batería. Han sido decorados con banderas ucranianas y marcados con frases en apoyo al país o condenando a su enemigo. En la parte trasera, frente a la Academia de Teología Ortodoxa de Kiev, hay una serie de mamparas que exponen la historia de las atrocidades de la guerra, como la masacre de Bucha o la muerte de civiles en la ciudad de Mariupol, que actualmente está ocupada por Rusia.
Demina, una de las investigadoras principales del equipo, se ha dedicado precisamente a estudiar y entender cómo ha evolucionado la relación entre los ucranianos y todos los artefactos de la guerra; cómo han pasado a convertirse en parte de la vida cotidiana y cómo son percibidos por la población. La investigación continúa, pero explica que usa la misma aproximación que ha utilizado en el estudio de memoriales de culturas antiguas.
“Mi muestra de estudio no es enorme, es una prueba de estudio de caso. Recorrí Kiev y también algunas ciudades y pueblos a las afueras de la capital que experimentaron la ocupación, como Vórzel y Bucha”, dice la investigadora. Narra que uno de los hallazgos principales fue que la gente trata los objetos militares y civiles de manera diferente. “Creo que lo que hace a estos objetos un memorial es que básicamente están cambiando la ubicación. Si fueran dejados en el campo de batalla, solo serían escombros”.
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La investigadora observó que los artefactos que solían ser civiles se convierten de alguna manera en memoriales “espontáneos” sin mensajes políticos, por ejemplo, sino con dibujos de ángeles o flores. Demina ha documentado cómo algunas bardas dañadas en Bucha durante la ocupación han sido intervenidas por artistas con pinturas de flores. En Irpin, hay un puente que fue destruido para prevenir el avance de tropas rusas y debajo fue instalado un memorial con juguetes de peluche, velas y otros artefactos, dedicado a las infancias que han muerto en el conflicto (más de 2 500 niños y niñas han perecido en Ucrania desde 2022). En Podil fue colocado, casi frente a la Academia de Kiev-Mohyla, un transformador eléctrico que alimentaba a la ciudad, destruido por Rusia en 2024.
“El hecho de que hayan sido creados con un propósito completamente diferente, pero que este evento violento sucedió en su biografía, cambió por completo la forma en que son percibidos ahora. [...] Se convierten en un memorial y algo sagrado por este acontecimiento violento”, concluye.
Como los estudiantes, Demina ha redoblado esfuerzos desde la academia. Se pregunta si de alguna manera es escapismo, pero, como los demás, considera que Rusia busca convertir el territorio en un espacio en blanco donde se imprimirá la historia que ellos quieran. “Es una de esas formas de recordar que esto es importante para la gente, que como comunidad tenemos esta historia propia, esta herencia, y debemos cuidarla, estudiarla y enseñársela al mundo”.
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