IMPULSO: Desobediencia Sonora

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24
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08
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18
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El festival IMPULSO de la UNAM llevará al escenario una de las composiciones más célebres del gran artista sonoro John Cage.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

Los espectadores no habrán de buscar una línea narrativa, sino simplemente unirse a la experimentación desde sus butacas, y aprender a escuchar nuevos sonidos sin juzgarlos. Abrir los sentidos y desobedecer.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

Los espectadores no habrán de buscar una línea narrativa, sino simplemente unirse a la experimentación desde sus butacas, y aprender a escuchar nuevos sonidos sin juzgarlos. Abrir los sentidos y desobedecer.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

Los espectadores no habrán de buscar una línea narrativa, sino simplemente unirse a la experimentación desde sus butacas, y aprender a escuchar nuevos sonidos sin juzgarlos. Abrir los sentidos y desobedecer.

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IMPULSO: Desobediencia Sonora

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Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
24
.
08
.
18
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El festival IMPULSO de la UNAM llevará al escenario una de las composiciones más célebres del gran artista sonoro John Cage.

La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

Los espectadores no habrán de buscar una línea narrativa, sino simplemente unirse a la experimentación desde sus butacas, y aprender a escuchar nuevos sonidos sin juzgarlos. Abrir los sentidos y desobedecer.

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El festival IMPULSO de la UNAM llevará al escenario una de las composiciones más célebres del gran artista sonoro John Cage.

La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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La mayoría de los sonidos que se escuchan en la vida no son considerados música. Pero, ¿qué pasaría si lo fueran? En la década de los 70 , John Cage, un artista reconocido principalmente por sus composiciones extrañas y difíciles de comprender, hizo un compendio de canciones que presentan la posibilidad de considerar cualquier sonido (y los silencios) como música, el proyecto se llamó Songbook.

Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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Casi un lustro después, en el marco del festival IMPULSO, Belén Aguilar y Silvia Dávalos (directora de escena y directora musical, respectivamente) llevan al escenario el Songbook de John Cage, bajo el nombre de Desobediencia sonora. La composición esta formada de 90 piezas, muchas de las cuales contienen instrucciones para presentarse en un teatro. Sin embargo son partituras y diálogos normales, muchos de ellos son puntos, rayas y tipografías que cambian de tamaño, que los directores, músicos y actores tienen que interpretar para replicar. “Lo primero que hicimos fue sentarnos a entenderlo, ir descifrando, desmenuzando, conociendo la filosofía de John Cage; leer su pensamiento, lo que para él era importante”, cuenta Dávalos, quién está encargada de la dirección musical de los seis actores en escena.

Cage nació en Los Ángeles en 1912. Era gran aficionado a la micología y reconocido recolector de setas en su país. Fue pionero en la música electrónica y aleatoria; es probablemente una de las personas que ha hecho los experimentos musicales más arriesgados, más difíciles de comprender y con más profundidad teórica. Era un gran académico, lector y amante de la música, por lo que para él, la composición se trataba de la apreciación del sonido y el silencio por su mera existencia, por lo que comunican más allá del juicio de lo bello. En ese sentido, no es posible categorizar como “ruido” algunas expresiones del sonido, porque todo viene del mismo mundo.

Ambas directoras coinciden que no hay manera de deslindar la parte actoral con la musical en su obra. Nunca lograron ensayar por separado, pues la fuerza de un espectáculo de Cage esta en la comunicación que logra la simbiosis entre cuerpo y el sonido: son uno, creadores y consecuencia uno del otro. Para entender partituras con esa complejidad, hay que entender al creador. No se puede desasociar la obra de la percepción que Cage tenía del mundo, de su amor por la naturaleza y la admiración que sentía por ciertos artistas, como Erik Satie, su compositor favorito, o Henry David Thoreay, autor del libro Walden, fundamental en el pensamiento sobre el hombre y la naturaleza como uno solo.

Tras la exploración bibliográfica y biográfica de John Cage, como creador, las directoras se acercaron a los actores, los cuales tienen capacidades musicales extraordinarias, rangos de voz muy impresionantes, que van desde lo más bajo, hasta los agudos que lastiman los oídos. Entre todos hicieron una exploración más profunda del trabajo de Cage, incluso desarrollaron partituras complementarias. “Tienen una gran sensibilidad para la parte escénica y actoral, entonces explorar a John Cage de la mano de este elenco fue una cosa muy enriquecedora para nosotros. Fue como encontrarlo, no sólo a partir de sus instrucciones, sino a partir de nuestra propia mirada y la de los actores”.

El resultado no es una representación exacta de lo que dictan las partituras, sino una interpretación adaptada a la realidad. Cuando Cage escribió estas piezas también estaba en el proceso de descubrir el mundo electrónico, la música creada a partir de aparatos y no de instrumentos. La evolución en estos 50 años ha sido enorme, por supuesto, así que interpretar la parte electrónica que el compositor describe al pie de la letra dejaría un hueco, no estaría en resonancia con la actualidad. Por ello, de la mano de Mario Espinoza, quién se encargó de todo el diseño electrónico, se crearon piezas que siguen la filosofía de Cage, pero que no son una calca de lo que él hizo. “El título de Desobediencia Sonora nos hace sentido porque él propone las instrucciones, pero si estamos de acuerdo con la filosofía de John Cage, hay que desobedecerlas”.

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