No items found.
No items found.
No items found.
No items found.
'Late Night with the Devil' (2023), IFC Films, de los hermanos Cairnes.
Sin rigor ni dedicación, los hermanos Cairnes arruinan los principios básicos del realismo estilo ‘grabación perdida’, y en el camino despliegan un imaginario trillado y hasta conservador. Son flojos como cineastas, y esperan que nosotros, espectadores, también lo seamos.
Cada película es un contrato: los cineastas nos ofrecen una realidad alternativa y los espectadores cedemos a la ilusión. Pero ningún contrato es inquebrantable. Seguido he visto a espectadores levantarse e irse antes de que termine la película, aunque las razones podrían ir en dos sentidos: ellos no se entregaron a la obra, o no lo hicieron los cineastas. En algunos casos hasta podrían ser responsables los dos, pero concentrémonos en los directores, la variable que cobra en esta ecuación. Así como en el performance el dolor físico y hasta la disposición a morir muestran al artista cumpliendo su parte del contrato espectacular —pienso, por ejemplo, en Chris Burden, crucificado a un vocho por voluntad propia—, en el cine los directores deben respetar la promesa y la premisa iniciales, o las películas se desmoronan.
Apenas han pasado unos minutos de Late Night with the Devil (2023), dirigida por los hermanos Colin y Cameron Cairnes, y la promesa ya se rompió. La película se anuncia al comienzo —y esto viene desde el tráiler— como un programa de televisión que mostrará una grabación perdida de un talk show estadounidense de los años 70, como los de Dick Cavett y Johnny Carson, en el que se dio un encuentro con el diablo totalmente en vivo.
Night Owls with Jack Delroy, se nos explica, no podía competir con el programa de Carson y su anfitrión decidió preparar la subida de ratings más grande desde el aterrizaje en la Luna, pero por algún motivo inexplicable ningún espectador en la Tierra escuchó ni del programa ni de la diabólica transmisión.
Si el objetivo de los Cairnes al recrear la textura de la televisión setentera —sus composiciones visuales, sus decorados, su humor, su vestuario— es que asumamos la supuesta grabación como real, ¿cómo podríamos hacerlo cuando un evento de este calado es totalmente desconocido? Los directores dirían: porque se trata de un programa de los 70 que ya nadie recuerda, pero en YouTube se pueden ver los episodios, por ejemplo, de Dick Cavett, y todavía viven él y quien lo recuerde. Incluso al quererse aprovechar de la desmemoria, el letargo le gana a la imaginación.
Cuando apareció The Blair Witch Project (1999) muchos creímos que la película se trataba de un metraje encontrado que captaba la muerte de unos documentalistas en busca de lo paranormal. Yo tenía 10 años, pero su campaña publicitaria y el compromiso de la producción en un mundo anterior al acceso masivo a internet fue igual de efectiva ante un público mayor de edad que la de su inspiración: Cannibal Holocaust (1980), de Ruggero Deodato. Aquella película mostraba supuestas imágenes de un documental hecho por unos desafortunados cineastas que acabaron devorados por caníbales. El compromiso fue tal que Deodato hizo al elenco matar animales para la cámara con el fin de hacerle creer al público que también las muertes de los humanos eran reales. Un juez giró una orden de aprehensión contra el director por homicidio, y los actores —que se habían escondido para evitar que se rompiera la ilusión— reaparecieron en un juzgado para demostrar que estaban vivos. La intención de realismo brincó desde la pantalla hasta la justicia en Italia (aunque quizá debió enfocarse en la crueldad animal).
Los Cairnes asumen que nadie va a creerles en nuestra época de ironía y foros de internet, y por ello no se esfuerzan en la pura sinopsis; en la realización tampoco. Late Night with the Devil muestra la grabación del programa, acompañada por una narración idéntica a la de los peores programas de History Channel —Ancient Aliens, por ejemplo— y un detrás de cámaras inverosímil que captura sin dificultades el carácter y las intenciones de los protagonistas. En ocasiones este metraje muestra la misma imagen desde distintos ángulos, lo cual exigiría la presencia de al menos tres camarógrafos y un equipo de sonido estorbando y espiando cada rincón del estudio. Quizá sería demasiado pedir que los Cairnes hubieran aprovechado los distintos formatos para satirizar o ponderar las imágenes, la manipulación y la credulidad —para eso está Radu Jude—, pero ni siquiera se esfuerzan en el realismo, como Deodato, para hacer una película que vulnere nuestra certeza de estar viendo una ficción.
En una escena emblemática del fracaso, Jack Delroy (David Dastmalchian) permite que un mago y escéptico de los fenómenos paranormales hipnotice a su patiño, Gus McConnell (Rhys Auteri), y al público en el estudio para demostrar que el fenómeno de posesión presentado antes por la doctora June Ross-Mitchell (Laura Gordon) y su protegida, Lilly D’Abo (Ingrid Torelli), se puede fabricar. Carmichael Haig (Ian Bliss), el hipnotista, logra convencer a Gus de que hay gusanos saliendo de una herida en su cuello y de su estómago. La sangre y los bichos se derraman por el cuerpo de Gus hasta que Carmichael truena los dedos. En una discusión posterior, Jack pide revisar la cinta y vemos lo que realmente pasó: nada. Gus y parte del público imaginaron todo por orden del hipnotista pero, si la película entera es una grabación, ¿por qué vimos nosotros lo mismo que los hipnotizados, aunque al mostrarse la cinta en el programa se vio otra cosa? Por el efectismo y la pereza de los Cairnes.
Más allá de las contradicciones que anulan el realismo en Late Night with the Devil, los Cairnes juntan argumentos en su contra al caricaturizar la década de los 70 y escupir un imaginario que haría sentir orgullo a la derecha convencida del satanismo en la reciente inauguración de los Juegos Olímpicos de París. Un tal Szandor D’Abo aparece como parodia del famoso satanista Anton LaVey, pero si este último proponía solamente una filosofía hedonista apenas salpicada de magia, los Cairnes hacen de su versión ficticia un psicópata que cría niños para sacrificarlos. Por esta razón, la ley persigue y asedia al grupo en imágenes documentales que en realidad corresponden al tiroteo de 1974 entre policías de Los Angeles y miembros del Ejército Simbionés de Liberación. Es posible que muchos no reconozcan el metraje o al grupo revolucionario pero, al convertirse en el signo de un satanismo brutal, los Cairnes parecen igualar una organización de izquierda extrema con una maldad pura, tal como lo viene haciendo la derecha estadounidense desde antes de los 70.
También el imaginario cinematográfico de los directores resulta conservador: los temas de Late Night with the Devil son tan tradicionales en el cine de sustos que ya más bien se deben describir como trillados. Bien dijo Salvador Dalí: “El primer hombre en comparar las mejillas de una joven a una rosa fue obviamente un poeta; el primero en repetirlo fue posiblemente un idiota”. Ya decenas de películas de horror antes y después de The Exorcist (1973), de William Friedkin, han tratado el conflicto entre el escepticismo y la fe, pero los Cairnes insisten en continuar de la manera más burda: haciendo que los personajes lo discutan. La obsesión de Jack Delroy con el éxito es tan moralmente simple, que lo vemos proponer un segmento que consista en atormentar en cada episodio a Lilly, la niña poseída, y al final, cuando acepta sus errores, pide a los espectadores dejar de ver la pantalla para darnos el mensaje avasallador de que la tele es mala.
Uno quisiera atribuirle al cine contemporáneo la nostalgia de otro tiempo, cada vez más pródiga en el cine de género, o la imaginación que parte de un truco para no concretarlo; sin embargo, hay quien lo hace mejor. No solo eso —y esta es mi mayor agresión—: hay cine que sí causa miedo. En 2022, Skinamarink, de Kyle Edward Ball, regresó a los 80 y citó Poltergeist (1982) mediante imágenes de niños sentados frente a una televisión en la noche. Su compromiso con el tono de las alucinaciones hipnagógicas la hizo inescrutable y, por ello, desconcertante. Ball entendió que el horror proviene de lo incomprensible y la ausencia total de seguridad y control que esto causa.
Al querer dominar las emociones del público a partir del convencionalismo, los Cairnes solo reciclan lugares comunes —incluso en sus ideas políticas—, confiando en que hayamos olvidado sus fuentes para así impresionarnos. La nostalgia de lo olvidado hace que los imaginarios flojos nos timen, pero el contrato firmado bajo engaños se puede romper mirando al lado opuesto de la pantalla.
Sin rigor ni dedicación, los hermanos Cairnes arruinan los principios básicos del realismo estilo ‘grabación perdida’, y en el camino despliegan un imaginario trillado y hasta conservador. Son flojos como cineastas, y esperan que nosotros, espectadores, también lo seamos.
Cada película es un contrato: los cineastas nos ofrecen una realidad alternativa y los espectadores cedemos a la ilusión. Pero ningún contrato es inquebrantable. Seguido he visto a espectadores levantarse e irse antes de que termine la película, aunque las razones podrían ir en dos sentidos: ellos no se entregaron a la obra, o no lo hicieron los cineastas. En algunos casos hasta podrían ser responsables los dos, pero concentrémonos en los directores, la variable que cobra en esta ecuación. Así como en el performance el dolor físico y hasta la disposición a morir muestran al artista cumpliendo su parte del contrato espectacular —pienso, por ejemplo, en Chris Burden, crucificado a un vocho por voluntad propia—, en el cine los directores deben respetar la promesa y la premisa iniciales, o las películas se desmoronan.
Apenas han pasado unos minutos de Late Night with the Devil (2023), dirigida por los hermanos Colin y Cameron Cairnes, y la promesa ya se rompió. La película se anuncia al comienzo —y esto viene desde el tráiler— como un programa de televisión que mostrará una grabación perdida de un talk show estadounidense de los años 70, como los de Dick Cavett y Johnny Carson, en el que se dio un encuentro con el diablo totalmente en vivo.
Night Owls with Jack Delroy, se nos explica, no podía competir con el programa de Carson y su anfitrión decidió preparar la subida de ratings más grande desde el aterrizaje en la Luna, pero por algún motivo inexplicable ningún espectador en la Tierra escuchó ni del programa ni de la diabólica transmisión.
Si el objetivo de los Cairnes al recrear la textura de la televisión setentera —sus composiciones visuales, sus decorados, su humor, su vestuario— es que asumamos la supuesta grabación como real, ¿cómo podríamos hacerlo cuando un evento de este calado es totalmente desconocido? Los directores dirían: porque se trata de un programa de los 70 que ya nadie recuerda, pero en YouTube se pueden ver los episodios, por ejemplo, de Dick Cavett, y todavía viven él y quien lo recuerde. Incluso al quererse aprovechar de la desmemoria, el letargo le gana a la imaginación.
Cuando apareció The Blair Witch Project (1999) muchos creímos que la película se trataba de un metraje encontrado que captaba la muerte de unos documentalistas en busca de lo paranormal. Yo tenía 10 años, pero su campaña publicitaria y el compromiso de la producción en un mundo anterior al acceso masivo a internet fue igual de efectiva ante un público mayor de edad que la de su inspiración: Cannibal Holocaust (1980), de Ruggero Deodato. Aquella película mostraba supuestas imágenes de un documental hecho por unos desafortunados cineastas que acabaron devorados por caníbales. El compromiso fue tal que Deodato hizo al elenco matar animales para la cámara con el fin de hacerle creer al público que también las muertes de los humanos eran reales. Un juez giró una orden de aprehensión contra el director por homicidio, y los actores —que se habían escondido para evitar que se rompiera la ilusión— reaparecieron en un juzgado para demostrar que estaban vivos. La intención de realismo brincó desde la pantalla hasta la justicia en Italia (aunque quizá debió enfocarse en la crueldad animal).
Los Cairnes asumen que nadie va a creerles en nuestra época de ironía y foros de internet, y por ello no se esfuerzan en la pura sinopsis; en la realización tampoco. Late Night with the Devil muestra la grabación del programa, acompañada por una narración idéntica a la de los peores programas de History Channel —Ancient Aliens, por ejemplo— y un detrás de cámaras inverosímil que captura sin dificultades el carácter y las intenciones de los protagonistas. En ocasiones este metraje muestra la misma imagen desde distintos ángulos, lo cual exigiría la presencia de al menos tres camarógrafos y un equipo de sonido estorbando y espiando cada rincón del estudio. Quizá sería demasiado pedir que los Cairnes hubieran aprovechado los distintos formatos para satirizar o ponderar las imágenes, la manipulación y la credulidad —para eso está Radu Jude—, pero ni siquiera se esfuerzan en el realismo, como Deodato, para hacer una película que vulnere nuestra certeza de estar viendo una ficción.
En una escena emblemática del fracaso, Jack Delroy (David Dastmalchian) permite que un mago y escéptico de los fenómenos paranormales hipnotice a su patiño, Gus McConnell (Rhys Auteri), y al público en el estudio para demostrar que el fenómeno de posesión presentado antes por la doctora June Ross-Mitchell (Laura Gordon) y su protegida, Lilly D’Abo (Ingrid Torelli), se puede fabricar. Carmichael Haig (Ian Bliss), el hipnotista, logra convencer a Gus de que hay gusanos saliendo de una herida en su cuello y de su estómago. La sangre y los bichos se derraman por el cuerpo de Gus hasta que Carmichael truena los dedos. En una discusión posterior, Jack pide revisar la cinta y vemos lo que realmente pasó: nada. Gus y parte del público imaginaron todo por orden del hipnotista pero, si la película entera es una grabación, ¿por qué vimos nosotros lo mismo que los hipnotizados, aunque al mostrarse la cinta en el programa se vio otra cosa? Por el efectismo y la pereza de los Cairnes.
Más allá de las contradicciones que anulan el realismo en Late Night with the Devil, los Cairnes juntan argumentos en su contra al caricaturizar la década de los 70 y escupir un imaginario que haría sentir orgullo a la derecha convencida del satanismo en la reciente inauguración de los Juegos Olímpicos de París. Un tal Szandor D’Abo aparece como parodia del famoso satanista Anton LaVey, pero si este último proponía solamente una filosofía hedonista apenas salpicada de magia, los Cairnes hacen de su versión ficticia un psicópata que cría niños para sacrificarlos. Por esta razón, la ley persigue y asedia al grupo en imágenes documentales que en realidad corresponden al tiroteo de 1974 entre policías de Los Angeles y miembros del Ejército Simbionés de Liberación. Es posible que muchos no reconozcan el metraje o al grupo revolucionario pero, al convertirse en el signo de un satanismo brutal, los Cairnes parecen igualar una organización de izquierda extrema con una maldad pura, tal como lo viene haciendo la derecha estadounidense desde antes de los 70.
También el imaginario cinematográfico de los directores resulta conservador: los temas de Late Night with the Devil son tan tradicionales en el cine de sustos que ya más bien se deben describir como trillados. Bien dijo Salvador Dalí: “El primer hombre en comparar las mejillas de una joven a una rosa fue obviamente un poeta; el primero en repetirlo fue posiblemente un idiota”. Ya decenas de películas de horror antes y después de The Exorcist (1973), de William Friedkin, han tratado el conflicto entre el escepticismo y la fe, pero los Cairnes insisten en continuar de la manera más burda: haciendo que los personajes lo discutan. La obsesión de Jack Delroy con el éxito es tan moralmente simple, que lo vemos proponer un segmento que consista en atormentar en cada episodio a Lilly, la niña poseída, y al final, cuando acepta sus errores, pide a los espectadores dejar de ver la pantalla para darnos el mensaje avasallador de que la tele es mala.
Uno quisiera atribuirle al cine contemporáneo la nostalgia de otro tiempo, cada vez más pródiga en el cine de género, o la imaginación que parte de un truco para no concretarlo; sin embargo, hay quien lo hace mejor. No solo eso —y esta es mi mayor agresión—: hay cine que sí causa miedo. En 2022, Skinamarink, de Kyle Edward Ball, regresó a los 80 y citó Poltergeist (1982) mediante imágenes de niños sentados frente a una televisión en la noche. Su compromiso con el tono de las alucinaciones hipnagógicas la hizo inescrutable y, por ello, desconcertante. Ball entendió que el horror proviene de lo incomprensible y la ausencia total de seguridad y control que esto causa.
Al querer dominar las emociones del público a partir del convencionalismo, los Cairnes solo reciclan lugares comunes —incluso en sus ideas políticas—, confiando en que hayamos olvidado sus fuentes para así impresionarnos. La nostalgia de lo olvidado hace que los imaginarios flojos nos timen, pero el contrato firmado bajo engaños se puede romper mirando al lado opuesto de la pantalla.
'Late Night with the Devil' (2023), IFC Films, de los hermanos Cairnes.
Sin rigor ni dedicación, los hermanos Cairnes arruinan los principios básicos del realismo estilo ‘grabación perdida’, y en el camino despliegan un imaginario trillado y hasta conservador. Son flojos como cineastas, y esperan que nosotros, espectadores, también lo seamos.
Cada película es un contrato: los cineastas nos ofrecen una realidad alternativa y los espectadores cedemos a la ilusión. Pero ningún contrato es inquebrantable. Seguido he visto a espectadores levantarse e irse antes de que termine la película, aunque las razones podrían ir en dos sentidos: ellos no se entregaron a la obra, o no lo hicieron los cineastas. En algunos casos hasta podrían ser responsables los dos, pero concentrémonos en los directores, la variable que cobra en esta ecuación. Así como en el performance el dolor físico y hasta la disposición a morir muestran al artista cumpliendo su parte del contrato espectacular —pienso, por ejemplo, en Chris Burden, crucificado a un vocho por voluntad propia—, en el cine los directores deben respetar la promesa y la premisa iniciales, o las películas se desmoronan.
Apenas han pasado unos minutos de Late Night with the Devil (2023), dirigida por los hermanos Colin y Cameron Cairnes, y la promesa ya se rompió. La película se anuncia al comienzo —y esto viene desde el tráiler— como un programa de televisión que mostrará una grabación perdida de un talk show estadounidense de los años 70, como los de Dick Cavett y Johnny Carson, en el que se dio un encuentro con el diablo totalmente en vivo.
Night Owls with Jack Delroy, se nos explica, no podía competir con el programa de Carson y su anfitrión decidió preparar la subida de ratings más grande desde el aterrizaje en la Luna, pero por algún motivo inexplicable ningún espectador en la Tierra escuchó ni del programa ni de la diabólica transmisión.
Si el objetivo de los Cairnes al recrear la textura de la televisión setentera —sus composiciones visuales, sus decorados, su humor, su vestuario— es que asumamos la supuesta grabación como real, ¿cómo podríamos hacerlo cuando un evento de este calado es totalmente desconocido? Los directores dirían: porque se trata de un programa de los 70 que ya nadie recuerda, pero en YouTube se pueden ver los episodios, por ejemplo, de Dick Cavett, y todavía viven él y quien lo recuerde. Incluso al quererse aprovechar de la desmemoria, el letargo le gana a la imaginación.
Cuando apareció The Blair Witch Project (1999) muchos creímos que la película se trataba de un metraje encontrado que captaba la muerte de unos documentalistas en busca de lo paranormal. Yo tenía 10 años, pero su campaña publicitaria y el compromiso de la producción en un mundo anterior al acceso masivo a internet fue igual de efectiva ante un público mayor de edad que la de su inspiración: Cannibal Holocaust (1980), de Ruggero Deodato. Aquella película mostraba supuestas imágenes de un documental hecho por unos desafortunados cineastas que acabaron devorados por caníbales. El compromiso fue tal que Deodato hizo al elenco matar animales para la cámara con el fin de hacerle creer al público que también las muertes de los humanos eran reales. Un juez giró una orden de aprehensión contra el director por homicidio, y los actores —que se habían escondido para evitar que se rompiera la ilusión— reaparecieron en un juzgado para demostrar que estaban vivos. La intención de realismo brincó desde la pantalla hasta la justicia en Italia (aunque quizá debió enfocarse en la crueldad animal).
Los Cairnes asumen que nadie va a creerles en nuestra época de ironía y foros de internet, y por ello no se esfuerzan en la pura sinopsis; en la realización tampoco. Late Night with the Devil muestra la grabación del programa, acompañada por una narración idéntica a la de los peores programas de History Channel —Ancient Aliens, por ejemplo— y un detrás de cámaras inverosímil que captura sin dificultades el carácter y las intenciones de los protagonistas. En ocasiones este metraje muestra la misma imagen desde distintos ángulos, lo cual exigiría la presencia de al menos tres camarógrafos y un equipo de sonido estorbando y espiando cada rincón del estudio. Quizá sería demasiado pedir que los Cairnes hubieran aprovechado los distintos formatos para satirizar o ponderar las imágenes, la manipulación y la credulidad —para eso está Radu Jude—, pero ni siquiera se esfuerzan en el realismo, como Deodato, para hacer una película que vulnere nuestra certeza de estar viendo una ficción.
En una escena emblemática del fracaso, Jack Delroy (David Dastmalchian) permite que un mago y escéptico de los fenómenos paranormales hipnotice a su patiño, Gus McConnell (Rhys Auteri), y al público en el estudio para demostrar que el fenómeno de posesión presentado antes por la doctora June Ross-Mitchell (Laura Gordon) y su protegida, Lilly D’Abo (Ingrid Torelli), se puede fabricar. Carmichael Haig (Ian Bliss), el hipnotista, logra convencer a Gus de que hay gusanos saliendo de una herida en su cuello y de su estómago. La sangre y los bichos se derraman por el cuerpo de Gus hasta que Carmichael truena los dedos. En una discusión posterior, Jack pide revisar la cinta y vemos lo que realmente pasó: nada. Gus y parte del público imaginaron todo por orden del hipnotista pero, si la película entera es una grabación, ¿por qué vimos nosotros lo mismo que los hipnotizados, aunque al mostrarse la cinta en el programa se vio otra cosa? Por el efectismo y la pereza de los Cairnes.
Más allá de las contradicciones que anulan el realismo en Late Night with the Devil, los Cairnes juntan argumentos en su contra al caricaturizar la década de los 70 y escupir un imaginario que haría sentir orgullo a la derecha convencida del satanismo en la reciente inauguración de los Juegos Olímpicos de París. Un tal Szandor D’Abo aparece como parodia del famoso satanista Anton LaVey, pero si este último proponía solamente una filosofía hedonista apenas salpicada de magia, los Cairnes hacen de su versión ficticia un psicópata que cría niños para sacrificarlos. Por esta razón, la ley persigue y asedia al grupo en imágenes documentales que en realidad corresponden al tiroteo de 1974 entre policías de Los Angeles y miembros del Ejército Simbionés de Liberación. Es posible que muchos no reconozcan el metraje o al grupo revolucionario pero, al convertirse en el signo de un satanismo brutal, los Cairnes parecen igualar una organización de izquierda extrema con una maldad pura, tal como lo viene haciendo la derecha estadounidense desde antes de los 70.
También el imaginario cinematográfico de los directores resulta conservador: los temas de Late Night with the Devil son tan tradicionales en el cine de sustos que ya más bien se deben describir como trillados. Bien dijo Salvador Dalí: “El primer hombre en comparar las mejillas de una joven a una rosa fue obviamente un poeta; el primero en repetirlo fue posiblemente un idiota”. Ya decenas de películas de horror antes y después de The Exorcist (1973), de William Friedkin, han tratado el conflicto entre el escepticismo y la fe, pero los Cairnes insisten en continuar de la manera más burda: haciendo que los personajes lo discutan. La obsesión de Jack Delroy con el éxito es tan moralmente simple, que lo vemos proponer un segmento que consista en atormentar en cada episodio a Lilly, la niña poseída, y al final, cuando acepta sus errores, pide a los espectadores dejar de ver la pantalla para darnos el mensaje avasallador de que la tele es mala.
Uno quisiera atribuirle al cine contemporáneo la nostalgia de otro tiempo, cada vez más pródiga en el cine de género, o la imaginación que parte de un truco para no concretarlo; sin embargo, hay quien lo hace mejor. No solo eso —y esta es mi mayor agresión—: hay cine que sí causa miedo. En 2022, Skinamarink, de Kyle Edward Ball, regresó a los 80 y citó Poltergeist (1982) mediante imágenes de niños sentados frente a una televisión en la noche. Su compromiso con el tono de las alucinaciones hipnagógicas la hizo inescrutable y, por ello, desconcertante. Ball entendió que el horror proviene de lo incomprensible y la ausencia total de seguridad y control que esto causa.
Al querer dominar las emociones del público a partir del convencionalismo, los Cairnes solo reciclan lugares comunes —incluso en sus ideas políticas—, confiando en que hayamos olvidado sus fuentes para así impresionarnos. La nostalgia de lo olvidado hace que los imaginarios flojos nos timen, pero el contrato firmado bajo engaños se puede romper mirando al lado opuesto de la pantalla.
Sin rigor ni dedicación, los hermanos Cairnes arruinan los principios básicos del realismo estilo ‘grabación perdida’, y en el camino despliegan un imaginario trillado y hasta conservador. Son flojos como cineastas, y esperan que nosotros, espectadores, también lo seamos.
Cada película es un contrato: los cineastas nos ofrecen una realidad alternativa y los espectadores cedemos a la ilusión. Pero ningún contrato es inquebrantable. Seguido he visto a espectadores levantarse e irse antes de que termine la película, aunque las razones podrían ir en dos sentidos: ellos no se entregaron a la obra, o no lo hicieron los cineastas. En algunos casos hasta podrían ser responsables los dos, pero concentrémonos en los directores, la variable que cobra en esta ecuación. Así como en el performance el dolor físico y hasta la disposición a morir muestran al artista cumpliendo su parte del contrato espectacular —pienso, por ejemplo, en Chris Burden, crucificado a un vocho por voluntad propia—, en el cine los directores deben respetar la promesa y la premisa iniciales, o las películas se desmoronan.
Apenas han pasado unos minutos de Late Night with the Devil (2023), dirigida por los hermanos Colin y Cameron Cairnes, y la promesa ya se rompió. La película se anuncia al comienzo —y esto viene desde el tráiler— como un programa de televisión que mostrará una grabación perdida de un talk show estadounidense de los años 70, como los de Dick Cavett y Johnny Carson, en el que se dio un encuentro con el diablo totalmente en vivo.
Night Owls with Jack Delroy, se nos explica, no podía competir con el programa de Carson y su anfitrión decidió preparar la subida de ratings más grande desde el aterrizaje en la Luna, pero por algún motivo inexplicable ningún espectador en la Tierra escuchó ni del programa ni de la diabólica transmisión.
Si el objetivo de los Cairnes al recrear la textura de la televisión setentera —sus composiciones visuales, sus decorados, su humor, su vestuario— es que asumamos la supuesta grabación como real, ¿cómo podríamos hacerlo cuando un evento de este calado es totalmente desconocido? Los directores dirían: porque se trata de un programa de los 70 que ya nadie recuerda, pero en YouTube se pueden ver los episodios, por ejemplo, de Dick Cavett, y todavía viven él y quien lo recuerde. Incluso al quererse aprovechar de la desmemoria, el letargo le gana a la imaginación.
Cuando apareció The Blair Witch Project (1999) muchos creímos que la película se trataba de un metraje encontrado que captaba la muerte de unos documentalistas en busca de lo paranormal. Yo tenía 10 años, pero su campaña publicitaria y el compromiso de la producción en un mundo anterior al acceso masivo a internet fue igual de efectiva ante un público mayor de edad que la de su inspiración: Cannibal Holocaust (1980), de Ruggero Deodato. Aquella película mostraba supuestas imágenes de un documental hecho por unos desafortunados cineastas que acabaron devorados por caníbales. El compromiso fue tal que Deodato hizo al elenco matar animales para la cámara con el fin de hacerle creer al público que también las muertes de los humanos eran reales. Un juez giró una orden de aprehensión contra el director por homicidio, y los actores —que se habían escondido para evitar que se rompiera la ilusión— reaparecieron en un juzgado para demostrar que estaban vivos. La intención de realismo brincó desde la pantalla hasta la justicia en Italia (aunque quizá debió enfocarse en la crueldad animal).
Los Cairnes asumen que nadie va a creerles en nuestra época de ironía y foros de internet, y por ello no se esfuerzan en la pura sinopsis; en la realización tampoco. Late Night with the Devil muestra la grabación del programa, acompañada por una narración idéntica a la de los peores programas de History Channel —Ancient Aliens, por ejemplo— y un detrás de cámaras inverosímil que captura sin dificultades el carácter y las intenciones de los protagonistas. En ocasiones este metraje muestra la misma imagen desde distintos ángulos, lo cual exigiría la presencia de al menos tres camarógrafos y un equipo de sonido estorbando y espiando cada rincón del estudio. Quizá sería demasiado pedir que los Cairnes hubieran aprovechado los distintos formatos para satirizar o ponderar las imágenes, la manipulación y la credulidad —para eso está Radu Jude—, pero ni siquiera se esfuerzan en el realismo, como Deodato, para hacer una película que vulnere nuestra certeza de estar viendo una ficción.
En una escena emblemática del fracaso, Jack Delroy (David Dastmalchian) permite que un mago y escéptico de los fenómenos paranormales hipnotice a su patiño, Gus McConnell (Rhys Auteri), y al público en el estudio para demostrar que el fenómeno de posesión presentado antes por la doctora June Ross-Mitchell (Laura Gordon) y su protegida, Lilly D’Abo (Ingrid Torelli), se puede fabricar. Carmichael Haig (Ian Bliss), el hipnotista, logra convencer a Gus de que hay gusanos saliendo de una herida en su cuello y de su estómago. La sangre y los bichos se derraman por el cuerpo de Gus hasta que Carmichael truena los dedos. En una discusión posterior, Jack pide revisar la cinta y vemos lo que realmente pasó: nada. Gus y parte del público imaginaron todo por orden del hipnotista pero, si la película entera es una grabación, ¿por qué vimos nosotros lo mismo que los hipnotizados, aunque al mostrarse la cinta en el programa se vio otra cosa? Por el efectismo y la pereza de los Cairnes.
Más allá de las contradicciones que anulan el realismo en Late Night with the Devil, los Cairnes juntan argumentos en su contra al caricaturizar la década de los 70 y escupir un imaginario que haría sentir orgullo a la derecha convencida del satanismo en la reciente inauguración de los Juegos Olímpicos de París. Un tal Szandor D’Abo aparece como parodia del famoso satanista Anton LaVey, pero si este último proponía solamente una filosofía hedonista apenas salpicada de magia, los Cairnes hacen de su versión ficticia un psicópata que cría niños para sacrificarlos. Por esta razón, la ley persigue y asedia al grupo en imágenes documentales que en realidad corresponden al tiroteo de 1974 entre policías de Los Angeles y miembros del Ejército Simbionés de Liberación. Es posible que muchos no reconozcan el metraje o al grupo revolucionario pero, al convertirse en el signo de un satanismo brutal, los Cairnes parecen igualar una organización de izquierda extrema con una maldad pura, tal como lo viene haciendo la derecha estadounidense desde antes de los 70.
También el imaginario cinematográfico de los directores resulta conservador: los temas de Late Night with the Devil son tan tradicionales en el cine de sustos que ya más bien se deben describir como trillados. Bien dijo Salvador Dalí: “El primer hombre en comparar las mejillas de una joven a una rosa fue obviamente un poeta; el primero en repetirlo fue posiblemente un idiota”. Ya decenas de películas de horror antes y después de The Exorcist (1973), de William Friedkin, han tratado el conflicto entre el escepticismo y la fe, pero los Cairnes insisten en continuar de la manera más burda: haciendo que los personajes lo discutan. La obsesión de Jack Delroy con el éxito es tan moralmente simple, que lo vemos proponer un segmento que consista en atormentar en cada episodio a Lilly, la niña poseída, y al final, cuando acepta sus errores, pide a los espectadores dejar de ver la pantalla para darnos el mensaje avasallador de que la tele es mala.
Uno quisiera atribuirle al cine contemporáneo la nostalgia de otro tiempo, cada vez más pródiga en el cine de género, o la imaginación que parte de un truco para no concretarlo; sin embargo, hay quien lo hace mejor. No solo eso —y esta es mi mayor agresión—: hay cine que sí causa miedo. En 2022, Skinamarink, de Kyle Edward Ball, regresó a los 80 y citó Poltergeist (1982) mediante imágenes de niños sentados frente a una televisión en la noche. Su compromiso con el tono de las alucinaciones hipnagógicas la hizo inescrutable y, por ello, desconcertante. Ball entendió que el horror proviene de lo incomprensible y la ausencia total de seguridad y control que esto causa.
Al querer dominar las emociones del público a partir del convencionalismo, los Cairnes solo reciclan lugares comunes —incluso en sus ideas políticas—, confiando en que hayamos olvidado sus fuentes para así impresionarnos. La nostalgia de lo olvidado hace que los imaginarios flojos nos timen, pero el contrato firmado bajo engaños se puede romper mirando al lado opuesto de la pantalla.
'Late Night with the Devil' (2023), IFC Films, de los hermanos Cairnes.
Sin rigor ni dedicación, los hermanos Cairnes arruinan los principios básicos del realismo estilo ‘grabación perdida’, y en el camino despliegan un imaginario trillado y hasta conservador. Son flojos como cineastas, y esperan que nosotros, espectadores, también lo seamos.
Cada película es un contrato: los cineastas nos ofrecen una realidad alternativa y los espectadores cedemos a la ilusión. Pero ningún contrato es inquebrantable. Seguido he visto a espectadores levantarse e irse antes de que termine la película, aunque las razones podrían ir en dos sentidos: ellos no se entregaron a la obra, o no lo hicieron los cineastas. En algunos casos hasta podrían ser responsables los dos, pero concentrémonos en los directores, la variable que cobra en esta ecuación. Así como en el performance el dolor físico y hasta la disposición a morir muestran al artista cumpliendo su parte del contrato espectacular —pienso, por ejemplo, en Chris Burden, crucificado a un vocho por voluntad propia—, en el cine los directores deben respetar la promesa y la premisa iniciales, o las películas se desmoronan.
Apenas han pasado unos minutos de Late Night with the Devil (2023), dirigida por los hermanos Colin y Cameron Cairnes, y la promesa ya se rompió. La película se anuncia al comienzo —y esto viene desde el tráiler— como un programa de televisión que mostrará una grabación perdida de un talk show estadounidense de los años 70, como los de Dick Cavett y Johnny Carson, en el que se dio un encuentro con el diablo totalmente en vivo.
Night Owls with Jack Delroy, se nos explica, no podía competir con el programa de Carson y su anfitrión decidió preparar la subida de ratings más grande desde el aterrizaje en la Luna, pero por algún motivo inexplicable ningún espectador en la Tierra escuchó ni del programa ni de la diabólica transmisión.
Si el objetivo de los Cairnes al recrear la textura de la televisión setentera —sus composiciones visuales, sus decorados, su humor, su vestuario— es que asumamos la supuesta grabación como real, ¿cómo podríamos hacerlo cuando un evento de este calado es totalmente desconocido? Los directores dirían: porque se trata de un programa de los 70 que ya nadie recuerda, pero en YouTube se pueden ver los episodios, por ejemplo, de Dick Cavett, y todavía viven él y quien lo recuerde. Incluso al quererse aprovechar de la desmemoria, el letargo le gana a la imaginación.
Cuando apareció The Blair Witch Project (1999) muchos creímos que la película se trataba de un metraje encontrado que captaba la muerte de unos documentalistas en busca de lo paranormal. Yo tenía 10 años, pero su campaña publicitaria y el compromiso de la producción en un mundo anterior al acceso masivo a internet fue igual de efectiva ante un público mayor de edad que la de su inspiración: Cannibal Holocaust (1980), de Ruggero Deodato. Aquella película mostraba supuestas imágenes de un documental hecho por unos desafortunados cineastas que acabaron devorados por caníbales. El compromiso fue tal que Deodato hizo al elenco matar animales para la cámara con el fin de hacerle creer al público que también las muertes de los humanos eran reales. Un juez giró una orden de aprehensión contra el director por homicidio, y los actores —que se habían escondido para evitar que se rompiera la ilusión— reaparecieron en un juzgado para demostrar que estaban vivos. La intención de realismo brincó desde la pantalla hasta la justicia en Italia (aunque quizá debió enfocarse en la crueldad animal).
Los Cairnes asumen que nadie va a creerles en nuestra época de ironía y foros de internet, y por ello no se esfuerzan en la pura sinopsis; en la realización tampoco. Late Night with the Devil muestra la grabación del programa, acompañada por una narración idéntica a la de los peores programas de History Channel —Ancient Aliens, por ejemplo— y un detrás de cámaras inverosímil que captura sin dificultades el carácter y las intenciones de los protagonistas. En ocasiones este metraje muestra la misma imagen desde distintos ángulos, lo cual exigiría la presencia de al menos tres camarógrafos y un equipo de sonido estorbando y espiando cada rincón del estudio. Quizá sería demasiado pedir que los Cairnes hubieran aprovechado los distintos formatos para satirizar o ponderar las imágenes, la manipulación y la credulidad —para eso está Radu Jude—, pero ni siquiera se esfuerzan en el realismo, como Deodato, para hacer una película que vulnere nuestra certeza de estar viendo una ficción.
En una escena emblemática del fracaso, Jack Delroy (David Dastmalchian) permite que un mago y escéptico de los fenómenos paranormales hipnotice a su patiño, Gus McConnell (Rhys Auteri), y al público en el estudio para demostrar que el fenómeno de posesión presentado antes por la doctora June Ross-Mitchell (Laura Gordon) y su protegida, Lilly D’Abo (Ingrid Torelli), se puede fabricar. Carmichael Haig (Ian Bliss), el hipnotista, logra convencer a Gus de que hay gusanos saliendo de una herida en su cuello y de su estómago. La sangre y los bichos se derraman por el cuerpo de Gus hasta que Carmichael truena los dedos. En una discusión posterior, Jack pide revisar la cinta y vemos lo que realmente pasó: nada. Gus y parte del público imaginaron todo por orden del hipnotista pero, si la película entera es una grabación, ¿por qué vimos nosotros lo mismo que los hipnotizados, aunque al mostrarse la cinta en el programa se vio otra cosa? Por el efectismo y la pereza de los Cairnes.
Más allá de las contradicciones que anulan el realismo en Late Night with the Devil, los Cairnes juntan argumentos en su contra al caricaturizar la década de los 70 y escupir un imaginario que haría sentir orgullo a la derecha convencida del satanismo en la reciente inauguración de los Juegos Olímpicos de París. Un tal Szandor D’Abo aparece como parodia del famoso satanista Anton LaVey, pero si este último proponía solamente una filosofía hedonista apenas salpicada de magia, los Cairnes hacen de su versión ficticia un psicópata que cría niños para sacrificarlos. Por esta razón, la ley persigue y asedia al grupo en imágenes documentales que en realidad corresponden al tiroteo de 1974 entre policías de Los Angeles y miembros del Ejército Simbionés de Liberación. Es posible que muchos no reconozcan el metraje o al grupo revolucionario pero, al convertirse en el signo de un satanismo brutal, los Cairnes parecen igualar una organización de izquierda extrema con una maldad pura, tal como lo viene haciendo la derecha estadounidense desde antes de los 70.
También el imaginario cinematográfico de los directores resulta conservador: los temas de Late Night with the Devil son tan tradicionales en el cine de sustos que ya más bien se deben describir como trillados. Bien dijo Salvador Dalí: “El primer hombre en comparar las mejillas de una joven a una rosa fue obviamente un poeta; el primero en repetirlo fue posiblemente un idiota”. Ya decenas de películas de horror antes y después de The Exorcist (1973), de William Friedkin, han tratado el conflicto entre el escepticismo y la fe, pero los Cairnes insisten en continuar de la manera más burda: haciendo que los personajes lo discutan. La obsesión de Jack Delroy con el éxito es tan moralmente simple, que lo vemos proponer un segmento que consista en atormentar en cada episodio a Lilly, la niña poseída, y al final, cuando acepta sus errores, pide a los espectadores dejar de ver la pantalla para darnos el mensaje avasallador de que la tele es mala.
Uno quisiera atribuirle al cine contemporáneo la nostalgia de otro tiempo, cada vez más pródiga en el cine de género, o la imaginación que parte de un truco para no concretarlo; sin embargo, hay quien lo hace mejor. No solo eso —y esta es mi mayor agresión—: hay cine que sí causa miedo. En 2022, Skinamarink, de Kyle Edward Ball, regresó a los 80 y citó Poltergeist (1982) mediante imágenes de niños sentados frente a una televisión en la noche. Su compromiso con el tono de las alucinaciones hipnagógicas la hizo inescrutable y, por ello, desconcertante. Ball entendió que el horror proviene de lo incomprensible y la ausencia total de seguridad y control que esto causa.
Al querer dominar las emociones del público a partir del convencionalismo, los Cairnes solo reciclan lugares comunes —incluso en sus ideas políticas—, confiando en que hayamos olvidado sus fuentes para así impresionarnos. La nostalgia de lo olvidado hace que los imaginarios flojos nos timen, pero el contrato firmado bajo engaños se puede romper mirando al lado opuesto de la pantalla.
No items found.