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Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

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Reconstrucción paleoartística de una cría de mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin, en el Estado de México.
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El descubrimiento de un tesoro paleontológico en la profundidad de la Cuenca de México provocó el despliegue de un operativo científico nunca antes visto en el país.

El arqueólogo mexicano Rubén Manzanilla se encontraba fuera del país cuando recibió la noticia. En una fosa, a escasos metros del primer hallazgo, habían comenzado a emerger más esqueletos cubiertos de gravilla, muchísimos más. Un punzante colmillo junto a un enorme cráneo; a un lado, otros dos más pequeños; los restos de unas afiladas garras que, mucho tiempo atrás, en un remoto pasado, inmovilizaron a una temblorosa presa bajo su fuerza. Fue en ese momento que tomó conciencia de la envergadura del descubrimiento que estaba liderando.

Lo que yacía bajo el terreno militar de Santa Lucía abría una ventana mucho más amplia al pasado prehistórico de México, cuando, a principios de 2019, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) se puso en contacto con el equipo de la Dirección de Salvamento Arqueológico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la cual estaba bajo la responsabilidad de Manzanilla.

El Cuerpo de Ingenieros de la Sedena tenía planeado comenzar la ampliación de la Base Aérea Militar N.º 1 de Santa Lucía, así como la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), uno de los proyectos más ambiciosos anunciados por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que se construiría en los terrenos cedidos por la Sedena. Para avanzar en sus objetivos, necesitaban los permisos del INAH: “Había que asegurar que el terreno estaba limpio de vestigios”, aclara el arqueólogo. Cualquier obra pública o privada sobre un inmueble considerado monumento histórico o que colinda con él debe contar con una exploración previa del equipo de Salvamento. Y se sabía que aquella zona, administrada por los militares, estaba bajo sospecha de serlo.

Las obras aeroportuarias, que avanzaban bajo la orden de hacerlo a paso acelerado, debieron detenerse a cada rato según salían a la superficie más y más piezas óseas. A poca distancia de donde había asomado lo que parecía el fragmento de un hueso de tamaño considerable aparecía otro de mayor dimensión; para cuando un grupo de trabajadores daba por concluida la faena de retirar con mucho cuidado otro armazón, sus compañeros ya habían detectado otra unidad cercana con más restos.

Tan solo unos días antes, el 5 de noviembre de 2019, del colosal socavón, entre el polvo y la tierra removida, y con el ruido ensordecedor de la maquinaria pesada de fondo, había surgido aquella impresionante osamenta de mamut, la primera de todas. ¿Cuánto tiempo llevaría sepultada ahí, resguardada en aquellas tierras agrestes del Estado de México?

Hace 1.2 millones de años, durante el Pleistoceno tardío, la época de las últimas glaciaciones y de las incontables fluctuaciones de temperatura que dieron origen a una gran variedad de ecosistemas, los mamuts llegaron al continente americano y se extendieron desde el suroeste de Canadá hasta Costa Rica. A lo largo de todo México, desde Baja California hasta Oaxaca, poco a poco se han ido recuperando algunos de sus restos. Los últimos años, pero especialmente los noventa del siglo pasado, fueron realmente prolíficos en el descubrimiento de osamentas de estos grandes mamíferos, parientes de los elefantes. La Cuenca de México, un paisaje constituido por bosques, pastizales y matorrales, donde se erige una de las megaurbes más pobladas del mundo, es la zona del país con el mayor número de hallazgos de fauna prehistórica.

La urbanización desbocada de una ciudad que se fue expandiendo sin orden, dilatando a su vez las periferias hacia los cerros más empinados, y la ejecución de obras civiles a disposición de una construcción rapaz y sin control alguno fueron factores clave para desvelar y recuperar vestigios de gran relevancia histórica y cultural en el país, entre ellos tantos fósiles.

Desde Guayaquil, Ecuador, donde se encontraba por un viaje profesional, justo en los días en los que la obra de Santa Lucía comenzó a arrojar más y más evidencias de un pasado tan fascinante como revelador, Manzanilla, responsable de la excavación, seguía pendiente de cada uno de los progresos sobre el terreno. “Cuando la maquinaria y trabajadores de la obra detectaban algo, se detenía todo y entraban arqueólogos con su equipo”, explica el investigador del INAH.

En los últimos años, hallazgos ocurridos en diversos municipios de la zona metropolitana de la Cuenca de México, como en los municipios de Tultepec y Zumpango, en el que se asienta precisamente Santa Lucía, habían evidenciado la presencia de yacimientos. Desde los años cincuenta, cuando se edificó la base militar, “este terreno ya figuraba como uno de los sitios de la Cuenca de México con registros fósiles de mamuts”, explica el director del equipo de Salvamento, quien, en mayo de 2019, junto a otros dos compañeros arqueólogos, llevó a cabo un recorrido de prospección del polígono donde se iba a levantar la nueva construcción. Bajo aquellos suelos se extendía el lago Xaltocan, uno de los más importantes del México antiguo, habitado por diversos pueblos, como el otomí y el nahua, aquellos que dejaron un hermoso legado alrededor de la fabricación de textiles y su cosmovisión, entre otros saberes. Pero antes, mucho antes, hace unos 10 000 a 11 000 años, existió un cuerpo de agua aún más extenso que aquel conocido por los españoles del siglo XVI, un lago inmenso en el que mamíferos colosales deambularon por sus orillas para saciar la sed, como descubrirían los investigadores después.

Durante el recorrido de prospección por el terreno, el equipo de expertos se percató de que había indicios de vestigios que rescatar y elaboró su dictamen: la obra podría seguir adelante solo con su rigurosa supervisión. Así llegaron al lugar para dar comienzo a la excavación arqueológica. “Los antecedentes nos hacían pensar que podríamos encontrar al menos cinco o seis mamuts aislados. ¡No nos imaginábamos que todo el polígono estuviera tapizado con los esqueletos de estos animales!”, expresa Manzanilla, todavía sorprendido por aquella revelación. “Lo que se empezó a encontrar bajo ese suelo rebasó todas las expectativas”, destaca también Joaquín Arroyo, uno de los paleontólogos responsables de coordinar el proyecto paralelo que se ejecutó con el del equipo de Salvamento según se iba ampliando la obra aeroportuaria y los hallazgos empezaban a medrar de forma exponencial.

Una vez de regreso en México para seguir dirigiendo la misión, Manzanilla vería con sus propios ojos cómo de todos los frentes de excavación salía a diario una sorpresa detrás de otra, reliquia tras reliquia. Ante la atónita mirada de asombro y admiración de los peones de la obra, a menos de cinco metros de profundidad, de las canteras asomaban a cada rato cuantiosos restos de mamuts, entre otros de gliptodontes, dientes de sable, perezosos, osos, camellos, caballos, lobos, bisontes: las especies más grandes que durante el Pleistoceno tardío —cuando la configuración de los continentes tal como los conocemos ya se había establecido, la época más cercana a nosotros, a nuestra civilización— constituyeron la fauna que habitaba esta región del país.

Tras la revelación de aquel tremendo acervo óseo se creó el proyecto de investigación “Prehistoria y paleoambientes en el noroeste de la Cuenca de México”, para el que Arroyo fue comisionado junto a otros dos expertos en el ámbito. Con el fin de que aquellas reliquias fueran retiradas sin sufrir ningún daño en el proceso y poder desvelar con ellas cómo evolucionó la vida que una vez habitó los terrenos que ahora sobrevuelan los aviones del AIFA, se formó un equipo multidisciplinario nunca antes visto en el país, un grupo de expertos en diversas disciplinas que están permitiendo ofrecer fascinantes lecturas del paisaje actual en el que se enmarca el aeropuerto, flanqueado aún por los volcanes de antaño.

El trabajo en las zonas de excavación empezó a ser tan inabarcable para el equipo de Salvamento que el número que conformaba originalmente la plantilla de rescate se disparó de la noche a la mañana. “Tuvimos que acordar con la Sedena que nos ampliaran el número de arqueólogos, que pasamos de seis a más de 50, cada uno con ocho trabajadores bajo su cargo”, detalla Manzanilla. “¡Nadie sospechaba la dimensión que alcanzaría este proyecto!”, exclama todavía emocionado Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, codirector del nuevo proyecto de investigación que se creó y quien ejercería un papel imprescindible en todo el proceso de resguardo y curaduría de los restos rescatados. Además de la coordinación de restauración paleontológica se tuvo que contratar personal de muchos otros ámbitos: el número de trabajadores en la excavación se llegó a contar en un promedio de 400 por jornada, y alcanzó la cifra de 800 en algunas ocasiones; peones y albañiles que, como expresa Corona, no tenían formación académica, “pero sí con mucha experiencia y saberes que los capacitaban como los mejores para aquella delicada labor”.

Temporada de mamuts en Santa Lucía
El paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez muestra el dibujo de un mamut que realizó como parte de la investigación científica del yacimiento en Santa Lucía. Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq), Estado de México.
Restos de mamut en el Cipaq.
Restos fósiles de mamut envueltos en plástico protector en el Cipaq, Santa Lucía, Estado de México.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores y Ángel Alejandro Ramírez, en el Cipaq.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores (izquierda) y Ángel Alejandro Ramírez (derecha), en el Cipaq.

A aquella titánica tarea de rescate que tantos obstáculos tuvo que sortear, como las prisas y presión ejercidas desde los altos mandos del Gobierno por acabar la megaobra, se le atravesó otra circunstancia impredecible. El proyecto de investigación fue aprobado justo después de que se declarara la pandemia por covid-19 en México, a principios de 2020, un periodo de mucha incertidumbre y temor. A pesar de encarar un brote en el que más de 20 arqueólogos y trabajadores se enfermaron, además de la baja de algunos ingenieros militares y gente del equipo de Salvamento que no sobrevivieron al virus, el proyecto siguió adelante sin descanso.

“Algunas de las áreas de exploración se podían concluir en dos semanas, pero otras tenían tanta acumulación de restos que las labores de excavación se extendieron hasta más de 10 meses”, relata Arroyo. Entre ellas, la localizada en lo que fue la orilla del lago de Xaltocan, donde se contaron más de 7 000 restos óseos, de entre los que salieron las osamentas mejor conservadas.

Tras dos años y medio de obras, de Santa Lucía se llegaron a rescatar unos 60 000 huesos pertenecientes a uno de los mamíferos más inmensos que habitaron el planeta, lo que convirtió el terreno militar no solo en el sitio paleontológico de mayor tamaño del país, sino en el acervo más grande en territorio latinoamericano, uno de los depósitos con restos de mamuts más extensos de Norteamérica. “Decimos que es uno de los yacimientos más importantes del Pleistoceno tardío de todo el continente por mantenernos humildes. Porque, en realidad, se trata de uno de los más importantes del mundo”, asegura Corona con una voz en que la emoción solapa la timidez con la que enuncia sus palabras y refleja la magnitud del descubrimiento.

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“En un principio, al observar la gran cantidad de ejemplares que salieron, se manejó la hipótesis de que podría tratarse de un cementerio, sobre todo asumiendo el comportamiento de sus parientes vivos más cercanos, los elefantes, que entierran a los miembros de la manada en un lugar específico”, explica la paleontóloga Felisa J. Aguilar, investigadora del INAH en Coahuila. Aquella prematura suposición enseguida fue desechada, pues los restos óseos extraídos de las obras incluían a ejemplares de joven edad, también crías. “Pensamos que los animales pudieron morir al quedar atrapados en el lago debido a que su profundidad variaba e, incluso, llegaba a desecarse hasta quedar convertido en un espacio pantanoso”, puntualiza la especialista.

Lo más llamativo de la compilación ósea de aquellos animales era la diversidad que presentaba, calculada en unos 500 ejemplares. “No todos ellos vivieron al mismo tiempo, del yacimiento salieron piezas de diferentes capas estratificadas, que nos hablan de 1 000 años o cientos de miles de años de diferencia, lo que nos está permitiendo investigar cambios de ecosistemas”, desvela Aguilar.

Lo que cuentan las capas del suelo

Precisamente en esa singularidad radica la trascendencia de los depósitos del AIFA, “en la importancia de la sucesión de paisajes, en la Cuenca de México, en una extensa brecha de tiempo”, desvela Corona. En las excavaciones para la construcción de las pistas de aterrizaje se pudo observar una secuencia estratigráfica de gran profundidad que muestra la evolución del lago, desde su constitución como un cuerpo de agua profundo durante el Pleistoceno, su transición hacia un pantano y su desecación durante el Holoceno, la época geológica que comenzó al final de la última glaciación, “la época más fría de las frías”, como Corona se refiere a ella: el tiempo en el que nuestra especie pudo observar esa diversidad de fauna y ser testigo de su desaparición. Tras este cambio temporal en el que tuvo lugar la quinta extinción masiva de grandes mamíferos, el clima se volvió después más suave para la supervivencia, y la especie humana desarrolló la agricultura y la civilización.

Se trata de episodios de la historia que se van completando no solo con la información que arrojan los fósiles, también con los testimonios que atesora el suelo bajo el aeropuerto, un testigo cuyo lenguaje se articula de sedimentos. “Es la primera vez que tenemos acceso a un modelo estratificado que permite investigar la vida en distintas etapas por las que pasó la región, que nos posibilita hacer estudios diacrónicos, es decir, análisis de fenómenos a lo largo de un periodo de tiempo para verificar los cambios que se produjeron. ¡Algo muy extraordinario!”, refiere Corona conmovido.

En Santa Lucía, los geólogos partícipes de la investigación tuvieron acceso a paredes con perfiles de más de 15 metros que les han permitido tener una lectura estratigráfica de lo que los expertos creen —porque no se han determinado fechas absolutas— que sucedió hasta 200 000 años atrás en la Cuenca de México. “Un libro de historia que podemos ir poco a poco hojeando, analizando, interpretando”, refiere el paleontólogo.

Y si bien no en toda la extensa fracción de sedimentos hay presencia de fauna en los depósitos, otro tipo de pistas pueden ayudar a la reconstrucción de los ambientes en esos intervalos de tiempo, como los restos de flora que también se preservaron o los elementos químicos que analizan los expertos. Estudios de polen obtenido de otra secuencia estratigráfica excavada hace más de 40 años, muy cerca de los terrenos del AIFA, ya arrojaron evidencias de la variación que sufrió el clima en aquella época, que pasó de frío a cálido y seco, lo que causó el descenso del lago. Y así, con el escrutinio de una pista y otra, los investigadores van descifrando la evolución paleoambiental del terreno. “Es como si tuviéramos un pastel abierto frente a nosotros, del que podemos observar sus distintas capas: la de chocolate, la de crema, la de fresa… Cada una de ellas con sus sabores y texturas, con una composición diferente muy determinada, permite entender cómo fueron modificándose las condiciones de los ecosistemas”, ejemplifica el paleontólogo.

En la capa más cercana a la superficie de los yacimientos, al sur del terreno, se encontraron los vestigios arqueológicos, donde ahora están construidas las principales pistas de aterrizaje del aeropuerto. “Y nos cuentan que Xaltocan fue un lago salado que ocuparon los diferentes grupos que llegaron a la Cuenca”, revela Manzanilla. Aquellos antiguos habitantes dedicados a la agricultura también cazaban aves de las que se alimentaban. “En el yacimiento encontramos evidencias de trampas y restos de pelícanos y garzas cocinados”, relata el experto, cuyo equipo también descubrió un sitio teotihuacano repleto de restos mexicas y remanencias de chinampas, justo donde la Sedena iba a construir una planta de basalto. “Aquel lugar había sido reportado hace tiempo por una arqueóloga norteamericana, pero nunca se dijo dónde estaba. ¡Y nosotros lo encontramos!, manifiesta orgulloso el director de Salvamento.

En las siguientes capas de los sedimentos se puede leer un salto de tiempo de más de 10 000 años, donde quedaban cenizas, las huellas de la gran actividad volcánica que vivió la región entonces. Y tres estratos más por debajo de los restos de aquellas erupciones de fuego, los investigadores encontraron la evidencia de un lago somero, de poca profundidad, muy lodoso, y que perduró 11 000 o 15 000 años antes del presente, el extenso periodo en el que vivieron los mamuts y otros mamíferos encontrados en el yacimiento. “A excepción de la correspondiente al Holoceno, estos animales estaban distribuidos a lo largo de distintas capas, líneas de tiempo”, explica Corona.

El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
Huevo fosilizado de un flamenco, en el Cipaq, Estado de México.
El paleontólogo Moreno Flores sostiene en su mano el huevo fosilizado de un flamenco. Hasta ahora solo se han encontrado dos fósiles de este tipo en el mundo. Este ejemplar es el único en América Latina y lo resguarda el Cipaq.
Temporada de mamuts en Santa Lucía: etiqueta de registro del INAH.
Etiqueta de registro del INAH colocada en un fósil de mamut, la cual facilita su clasificación en el Cipaq.

La delicada y cuidadosa labor de conservación

Tal fue la cantidad de megafauna que apareció debajo de donde hoy se erige un aeropuerto —un paisaje en el que la mayoría de personas solo vemos pistas de aterrizaje, edificios, avenidas y cerros— que el material tuvo que ser trasladado hasta tres veces a distintos espacios para asegurar su conservación. “¡Salían tantos huesos de las excavaciones que no sabíamos qué hacer con ellos!”, recuerda Arroyo. La logística para guardar la colección fue una de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los científicos.

Cada uno de los elementos que surgieron del complejo, de los más de 500 puntos de hallazgo desenterrados bajo la superficie de la base aérea y el futuro aeropuerto, debía ser resguardado en algún lugar seguro. “Empezamos a llevarlos a un pequeño hangar, pero pronto se volvió muy pequeño. Después, las traspasamos a un cuartel militar más grande, que pronto resultó también insuficiente”, relata Arroyo. “El cráneo de un solo ejemplar de mamut con sedimento adherido llega a pesar los 400 kilos”, detalla Corona, dando cuenta de las dimensiones que deben ser gestionadas. Debido a la falta de espacio para guardar los huesos surgió la idea de crear tanto un área de colección como un centro de investigación, el moderno edificio color piedra que hoy se alza a pocos metros del aeropuerto. Frente a su puerta principal, se eleva la escultura de un mamut en tamaño real.

Una de las principales actividades del Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq) es la preparación de los restos óseos recuperados en el AIFA. “Esta intervención es fundamental para que una colección pueda llegar al fin último de su destino, ya sea en una exhibición o como parte de un acervo de consulta. ¡Y que nos duren por cientos de años!”, manifiesta Aguilar. “Todo el proceso de curación, la extracción de cada pieza de los embalajes, conservarlas con los químicos, catalogarlas, dejar todo el material preparado para la posteridad es un proyecto que va a llevar varias generaciones”, opina Arroyo.

Tan pronto como se descubre el material óseo, los huesos comienzan un proceso de desecado y deterioro, “por lo que es necesario un tratamiento que evite que acaben pulverizados”, explica el biólogo José Omar Moreno Flores mientras camina por el taller de restauración y conservación donde se aplican las estrategias de preservación preventiva.

Durante las exploraciones en campo se brindaron estos primeros auxilios para estabilizar los huesos y poderlos extraer de las unidades de excavación, pero los procesos de conservación, tan detallados y cuidadosos, requieren un mantenimiento constante para poder preservarse en las mejores condiciones a largo plazo. “El objetivo es proteger la forma de los huesos y reforzar la estructura de los materiales, pero procurando que no se pierda la información que proporcionan para las investigaciones en curso y futuras —revela el biólogo mientras señala unos frascos con las distintas mezclas—. Antes de intervenir los restos óseos se debe hacer una identificación de sales para saber cuál es la mejor fórmula para tratarlos y no romperlos —aclara. El proceso curatorial no es nada sencillo—. Hay que observar bien qué tenemos en cada pieza, cómo se conservó, decidir qué es lo más urgente con lo que trabajar”, cuenta el experto encargado de las colecciones y uno de los ocho especialistas que trabajan actualmente en el Cipaq. Como explica este experto, que también participó en la fase de identificación del material durante las excavaciones como parte del equipo de Salvamento, “todo el complejo está climatizado”, con la temperatura y la humedad controladas para que no dañen las muestras guardadas en bolsas, tubos, cajitas especiales. La especialidad de Moreno Flores son los vertebrados pequeños: peces, serpientes, tortugas, ajolotes, ratoncitos… Se trata de uno de los campos que más información pueden aportar sobre el noroeste de la Cuenca de México y que reafirma la existencia del gran paleolago en esta región.

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De entre las joyas de la colección destaca un huevo de flamenco en un excepcional estado de conservación. “En el mundo, solo se han encontrado dos fósiles así, este es el único de América Latina —anuncia Corona, uno de los autores del descubrimiento. El huevo fósil se halló en la séptima capa estratigráfica del yacimiento, aproximadamente a 30 centímetros de profundidad, dentro de arcillas y lutitas con algunas raíces mineralizadas de los sedimentos lacustres—. Es muy raro encontrar huevos enteros, siempre se descubren en pedacitos, en cascaritas. Pero lo más interesante es lo que revela”, asegura.

El cascarón fosilizado de estas aves, que en la actualidad solo se hallan de forma endémica en la península de Yucatán y el Caribe, “nos hace asumir que los flamencos formaron parte de este antiguo paisaje lacustre. Que las aguas de la Cuenca de México fueron una vez cálidas y altas en salinidad y alcalinidad, condiciones para que pudieran existir, que los lagos sufrieron después una cantidad importante de cambios, posiblemente por la influencia ambiental derivada de las glaciaciones y la intensa actividad volcánica”, aclara el paleontólogo mientras regresa la delicada pieza con mucho cuidado a su envoltura.

A su lado, sobre una larga mesa se extienden centenares de pequeñas bolsitas transparentes con los diminutos y frágiles huesos, cada una con una etiqueta en la que se escribió a mano la especie y fragmento óseo al que pertenece, la unidad de excavación, la fecha de rescate, la capa y profundidad a la que se encontró, el nombre del científico que la curó. “Los huesos de los mamuts son los más llamativos, pero los pequeños, algunos microscópicos, son los que más información aportan de cómo les afectaban los cambios a diferentes organismos de un mismo ecosistema”, expone Moreno Flores, al tiempo que se asoma a las lentes de un microscopio que apunta con su luz blanca a la vértebra de una culebra.

“Mientras que en otros países el estudio paleontológico de microvertebrados es más sistemático, en México batallamos con esta línea de investigación, a pesar de lo valiosa que es”, reconoce Aguilar, responsable académica del centro de investigación. Con el paso del tiempo sobre la Tierra, cada especie, por insignificante que parezca, viviente o extinta, forma parte de todo un conjunto, envuelta en una interrelación mutable con el resto. “Y al ser de un tamaño pequeño no se desplazan tanto y están mucho más especializados a las condiciones del ambiente en el que vivieron, por lo que reflejan muy bien el paisaje. Y los datos que brindan sirven para complementar o corroborar la información extraída de los propios sedimentos, cuentan de la temperatura, de la salinidad, de la humedad, nos ayudan a entender la salud del lago”, expone.

La asociación de los restos de organismos fósiles con los eventos tanto climáticos como geológicos a nivel mundial y en escalas locales permiten no solo entender cómo era el pasado, sino compararlo con el presente. “También conocer cómo se dieron los cambios geográficos debido a la actividad volcánica que impactó en todos los organismos y en los cuerpos de agua”, aclara la experta. Un aspecto fascinante de la investigación resultante de este proyecto, asegura Corona, “es poder extraer una visión más integral de la fauna y el ambiente, de forma que los datos paleontológicos se conecten con la actualidad”. El origen, la evolución y la distribución de las especies están fuertemente influidos por las condiciones climatológicas en las cuales viven los organismos. “Y esta investigación debería servir para hacernos reflexionar sobre los posibles impactos del cambio climático”, sentencia.

Réplicas paleoartísticas de defensas de mamut exhibidas en el estacionamiento del Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Estatua en honor a los trabajadores de la Sedena que construyeron el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles en la Base Aérea Militar N.º 1, Santa Lucía.

Historias de vida en cada hueso

Una de las líneas de investigación más prometedoras que se están desarrollando a raíz de todos los esqueletos exhumados en Santa Lucía es el análisis de enfermedades, liderado por el paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez. “¡Tras el trabajo de curación viene el de la interpretación ósea!”, anuncia el biólogo en un tono apasionado mientras muestra las páginas de su libreta, junto a dos enormes fémures, sobre la mesa metálica.

El cuaderno, repleto de esqueletos completos y de extremidades de diversas especies de mamíferos, exhibe la admirable destreza del científico para el dibujo, pero también los interesantes conocimientos de anatomía patológica generados en torno a los fósiles que ha ido poco a poco identificando. A los márgenes de las finas ilustraciones se pueden leer las anotaciones realizadas por el científico: el número de vértebras conservadas, la medida de una escápula, la longitud de un esternón, cálculos aproximados de las edades, entre otros tantos datos. De algunos esbozos se disparan flechas que apuntan hacia unos signos de interrogación. ¿Qué pasó en este fragmento de costilla que parece astillada? ¿Qué significa esta mancha oscura en un costado del tórax? “Contamos con la colección más grande de América Latina para hacer estudios de anatomía prehistórica”, afirma el zoólogo con la mirada sobre el esbozo de un camello americano, una de las especies que conforman la megafauna encontrada en el yacimiento.

El primer informe que recibió Ramírez cuando se instaló en el laboratorio mencionaba que habían sido encontrados tres ejemplares de camellos. “Pero, nada más revisar los fragmentos, a simple vista me di cuenta de que eran muchos más”, explica mientras toma en sus manos una fracción del enorme hueso del animal y lo acerca a otro. Las dos piezas encajan a la perfección. “Los huesos de mamíferos se caracterizan por amoldarse de forma única en cada cuerpo, ya que presentan poco cartílago articular y cuando se fosilizan, embonan. Por eso es fácil reconocer a qué esqueleto pertenece cada pedazo”, sentencia el especialista.

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La fortuna de encontrar distintos individuos de una especie en un mismo lugar, tal como ha sucedido en los terrenos del AIFA, ha posibilitado que los investigadores puedan llevar a cabo estudios comparativos e interpretar no solo la historia de vida de una manada, sino de cada animal, leerla en la particularidad de sus huesos. “Cada elemento que observamos en el material nos permite hacer la recuperación de lo que le sucedió al organismo: si sufría osteoporosis, si desarrolló una lesión tras una caída o una pelea, si se fracturó un fémur que luego soldó”, explica Ramírez. En las anotaciones de su cuaderno destacan algunas curiosidades: ejemplares con malformaciones en los miembros inferiores, un camello con una hernia en la cabeza femoral, un posible tumor en la cadera de uno de los mamuts...

“Tras descubrimientos de restos paleontológicos, la mayoría de las veces nos quedamos con solo la identificación de la especie, con el sexo, si fue una hembra o un macho, con la edad. Pero aquí estamos yendo mucho más allá, tratando de interpretar la existencia que desarrolló cada animal, qué condiciones ambientales propiciaron las malformaciones, qué detonó un posible cáncer. Estamos tratando de imaginar los dolores que tuvieron que sufrir aquellos organismos, trascendiendo de verlos como algo fantástico a seres que tuvieron una vida en la que enfermaban, que tuvieron que enfrentar una situación de supervivencia en un hábitat del que lo queremos conocer todo”, explica Aguilar.

Para ello, los científicos también están tratando de determinar, con diversas técnicas, de qué se alimentaban aquellos animales, si se desplazaban a otros sitios en búsqueda de comida o resguardo, y cuáles eran las condiciones ambientales que existían cuando se fosilizaron. Algunas de esas metodologías se basan en el análisis de ciertos elementos químicos presentes en el hueso o en el examen de desgaste dental tanto a nivel microscópico como macro, “en la observación de las marcas que dejan las ramas, por ejemplo”, aclara Ramírez.

Diversos estudios realizados en ejemplares de Estados Unidos y también en México en las últimas décadas han revelado que la dieta de los mamuts incluía, además de pasto, su alimento principal, hojas de árboles, arbustos y cactáceas, familia botánica a la que pertenecen los agaves del jardín que decora el pasillo principal que vertebra las salas y laboratorios del Cipaq.

Toda la información derivada de los análisis de molares y fechamientos de elementos químicos puede complementarse analizando otros rastros que fueron parte de aquel ecosistema prehistórico, como las bacterias que crecieron y cuya huella quedó petrificada en una roca. “Con más investigación podríamos hasta saber si las dietas afectaban al desarrollo de enfermedades”, cuenta Ramírez, emocionado al pensar que en su laboratorio se pueda desarrollar una especialidad científica tan particular como la paleopatología, una disciplina que posicione a su equipo a la vanguardia, como lo está siendo la paleogenómica, el estudio de ADN antiguo de mamuts degradado, el cual está presente en el material orgánico y depositado en el registro fósil. “Mediante los datos genéticos de los mamuts recuperados durante la construcción del AIFA, los que vivieron en la Cuenca de México, se está logrando saber cómo se relacionan evolutivamente con aquellos del resto de América y el mundo”, esclarece Corona.

Pintura que representa a los mamuts que alguna vez habitaron la Cuenca de México, exhibida en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, para Gatopardo.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, frente al Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

A la búsqueda de linajes en las huellas genéticas

Los mamuts se originaron hace aproximadamente seis millones de años en África, cuna de la humanidad y de tantas especies. Pero fue en el Pleistoceno tardío, tres millones de años después, cuando emigraron a Eurasia, donde se diversificaron. Una de las especies derivadas fue el estepario, que cruzó hasta el continente americano a través del puente de hielo que se formó durante las glaciaciones. “De aquella especie se generó el mamut colombino, el que pobló todo el norte de Estados Unidos, Canadá y el centro de México, el Altiplano, hasta llegar a Costa Rica”, detalla Corona. Las muestras de ADN antiguo encontrado durante las obras del aeropuerto empiezan a descifrar los posibles linajes que habitaron aquel enorme lago. “Los primeros resultados ya nos hablan de hasta tres poblaciones diferentes. Pero todavía queda mucho más por conocer, esperamos ver si los datos genéticos de los mamuts proveen información sobre la estructura social y familiar de estos individuos, así como estudiar si hay algún cambio en su diversidad genética que pudiera correlacionarse con cambios en el clima o la actividad humana”, afirma.

Para cuando los primeros pobladores llegaron a las tierras que hoy forman todo el territorio que abarca América, a finales del Pleistoceno, los mamuts ya llevaban tiempo habitándolas. Los restos humanos, líticos, las huellas de uso de los recursos faunísticos como alimento encontrados por arqueólogos en distintos yacimientos han dado cuenta de cómo aquellas poblaciones estaban especializadas en su caza. Los grupos que se instalaron en la Cuenca de México también convivieron con estos colosales mamíferos. “Pero en Santa Lucía las evidencias de su posible interacción son muy escasas”, aclara Corona. Aunque se conocen más de 200 localidades con fósiles de estos animales en el país, en menos de una veintena de ellas se han reportado evidencias de una asociación humano-mamut. Entre los pocos sitios que presentan hueso modificado de este mamífero destacan Santa Isabel Ixtapan, Valsequillo, Villa de Guadalupe, Santa Ana Tlacotenco y Tocuila, “donde se encontraron herramientas elaboradas con los restos, huesos cortados y afilados que sirvieron como raspadores”, explica el paleontólogo. En las excavaciones en San Antonio Xahuento, en Tultepec, muy cerca del aeropuerto, en 2019 se descubrió lo que podría ser un lugar de cacería y destazamiento de mamuts. En aquel lugar, los investigadores localizaron dos fosas de 1.70 metros de profundidad y 25 metros de diámetro que, aseguran, se utilizaron como trampas para la captura de los animales.

La única muestra de una relación prehistórica entre mamuts y humanos en el terreno de la Sedena es Yotzin. Su esqueleto, del que se recuperó 80%, pertenece a un hombre que llegó a medir 1.75 metros de estatura y que murió entre los 25 y los 30 años, según lo revelado por los estudios de antropología física. “Yotzin fue un posible cazador que, pensamos, pudo morir durante una cacería, ya que apareció sin rostro, ¡se lo desbarataron!”, relata Manzanilla. Entre la tierra excavada, en la misma capa donde se hallaron restos de mamuts, el equipo de Salvamento encontró a este hombre del Pleistoceno flexionado, con el tórax destruido y el cráneo roto a la altura de la nariz y el ojo izquierdo.

Un grupo escolar mira el esqueleto fosilizado de un mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
El fémur izquierdo fosilizado de un mamut, exhibido en el mismo museo.

Quinametzin: los gigantes que habitaron la Cuenca de México

Entender los distintos nexos que las poblaciones humanas desarrollaron con el resto de los animales constituye uno de los episodios más fascinantes de la antropología. No solo saber cómo fue esa relación de convivencia, sino la comprensión del valor que los distintos pueblos dieron a los remanentes petrificados de otras especies que vivieron antes que ellos y que solo conocieron en aspecto de fósil. “¿Te imaginas la reacción de un mexica al encontrarse un hueso de semejante tamaño mientras sacaba material para construir el Templo Mayor?”, pregunta Corona. Es posible, sostienen algunos expertos, que durante la construcción de las ciudades del México antiguo se hicieran hallazgos de animales que para entonces ya se habían extinguido. “Debió de causarles mucho asombro descubrir restos fósiles de mamuts, dientes de sable o mastodontes, esa megafauna que nunca conocieron con vida y cuyo aspecto tuvieron que imaginar”, reflexiona el paleontólogo.

Las únicas alusiones que han permitido crear narrativas de cómo fueron aquellos imaginarios culturales se encuentran en las crónicas que dejaron los españoles, en las Cartas de relación escritas por Hernán Cortés, en que describe la aparición de enormes molares en su propia casa erigida en lo que hoy es Coyoacán. O en La historia natural de la nueva España, las crónicas del explorador Francisco Hernández, “que cuentan las primeras expediciones científicas de la época, una enciclopedia donde se recogen pinturas, especies, la alimentación de aquellos pueblos originarios que les enseñaban enormes huesos que habían encontrado”, señala Corona. En esos escritos, los europeos dan referencia de la interpretación que los antiguos mexicanos pudieron hacer al encontrarse con estos colosales esqueletos, creados antes que ellos y a los que llamaron quinametzin, raza de gigantes. De origen nahua, es el nombre que recibe el museo del mamut del AIFA.

Inaugurado a principios de 2022, este espacio cultural, cuyo diseño estuvo a cargo de los especialistas del INAH, entre ellos Corona —responsable de elaborar su guion temático—, se conforma por seis salas con exposiciones permanentes. A lo largo de ellas, los visitantes pueden disfrutar uno de los pasajes más apasionantes de la prehistoria, desde una gran variedad de ámbitos que se van complementando: la cronología geológica de la región, el origen de la Cuenca de México, la biodiversidad de la zona y todo lo relativo a la existencia de mamuts, desde cómo fueron evolucionando o su interacción con los humanos hasta el imaginario cultural que generaron.

El centro museístico, creado con parte del presupuesto destinado al aeropuerto y en el que las visitas están a cargo de soldados del Ejército mexicano, también cuenta con un espacio virtual inmersivo a la megafauna y el ambiente del Pleistoceno, que se va reproduciendo las 24 horas del día, modelando la luz para emular el paisaje de entonces según la puesta o salida del sol.

Pero la sala más fascinante de todas es la que exhibe a animales que habitaron la zona en el Pleistoceno, paleoesculturas diseñadas con gran esmero y muestras óseas expuestas en vitrinas: la vértebra de un perezoso gigante, mandíbulas y garras, el diente de leche de un tigre dientes de sable y muchos fragmentos distintos de mamuts.

Una representación en miniatura de la era glacial en la región de la Cuenca de México, expuesta en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

Entre todas ellas, hay una pieza que parece custodiar al resto. Se trata de Nochipa, el esqueleto de mamut más completo que existe no solo en el museo, sino en todo el continente americano. “Salvo el cráneo, del que hicieron una réplica del original, y un hueso de la cola, está prácticamente todo el ejemplar”, explica Ramírez mientras señala la rodilla del enorme animal, una hembra de más de tres metros y medio de alto que vivió más de 40 años y que llevó más de ocho meses curar. En el hueso hacia el que apunta con el dedo el paleontólogo se puede observar una especie de discontinuidad, como una distorsión de color más amarillento que Ramírez ilustró en su cuaderno y que estaría evidenciando una malformación ósea en la última parte del fémur, “un problema de artritis”, señala el especialista. No es el único esqueleto de la muestra con algún indicio de enfermedad.

En la última sala, una ventana al suelo que recrea el proceso de excavación, los visitantes pueden mirar bajo sus pies y observar tras el vidrio el escenario reproducido en el que durante meses trabajó el equipo de Salvamento, una unidad de excavación donde yace otro de los ejemplares de mamut más completos. En este espacio también se puede apreciar una de las principales aportaciones del Agrupamiento de Ingenieros Felipe Ángeles de la Sedena. Se trata del Modelado de la Información de la Construcción (MIC), el equipo tecnológico que mediante escáner láser permitió recrear la evolución del yacimiento según se avanzaba en la excavación. Se trata de un modelo tridimensional para analizar cualquier proporción y detalle, tanto de los huesos como del contexto, durante las diferentes etapas de los trabajos. “Además de la información que aportaron los drones del Ejército, con sus potentes equipos se pudo producir virtualmente una excavación”, cuenta Manzanilla.

Investigación de frontera para construir hitos históricos

En la Cuenca de México, la mayoría de los hallazgos de restos humanos antiguos han sido accidentales, producto de intervenciones para la construcción de obras públicas y privadas o para la adecuación de los espacios. Lo que también sucede con los registros fósiles. “Los esqueletos de mamut que se han localizado en gran parte de todo el país son frecuentemente reportados por la gente que efectúa algún tipo de construcción”, señala Corona. El Museo Paleontológico de Tocuila, por ejemplo, a menos de 50 kilómetros del de Santa Lucía, surgió porque un habitante de la localidad decidió construir un pozo en su casa para extraer agua y se encontró unos huesos. “Gracias a que su vecino era arqueólogo, se pudo saber que eran de mamuts. La noticia corrió como pólvora por el pueblo y muchos otros vecinos empezaron a reportar más restos, con los que se creó la colección”, relata.

A diferencia del anterior, el proyecto de Santa Lucía no fue un hallazgo fortuito: “Salió adelante gracias a la existencia de un equipo de Salvamento que desveló el lugar paleontológico más inmenso de todo el país. ¡Y supone una llamada de atención! Debajo de este subsuelo hay mucha historia y, si hacemos la recuperación adecuada, podemos entender un poco mejor lo que sucedió en la tierra que pisamos y utilizamos”, manifiesta Aguilar. Aunque ella no participó en el trabajo de campo, “la parte más romántica del proyecto”, es una de las encargadas de la segunda fase. “La más desconocida e invisibilizada y que tiene una gran responsabilidad. Hablamos de buscar la permanencia de esas evidencias que ya forman parte de la colección o que esperan ser investigadas”, asegura. Muchos de los materiales recuperados siguen tal cual fueron encontrados en una cápsula, en su envoltura. “El trabajo fuerte es ver ahora cómo tratar de estabilizar las muestras e innovar con nuevas tecnologías con el fin de conservar en buenas condiciones todo lo extraído del yacimiento”.

Además de conseguir financiación para poder seguir investigando, otro de los retos más grandes que representa el descubrimiento del yacimiento es poder acceder al contenido de los materiales sin extraerlos de su protección. “Para evitar que por una mala praxis se nos destruyan”, expone la paleontóloga. Su equipo todavía trata de entender cuánto llevará este proceso de una curación tan grande en tan poco tiempo. “Recordemos que en dos años y medio se han sacado más de 50 000 restos de Santa Lucía, el mismo número de piezas de otras colecciones con 100 años de trabajos de excavación”, resalta. “Se trata de la andanza paleontológica más extraordinaria de la que podemos presumir como país”, asegura su colega Corona, para quien la construcción del AIFA ha servido como una gran oportunidad para llevar a cabo una investigación a gran escala y pionera en todo el país, con especialistas en las más diversas disciplinas: zoólogos, vulcanólogos, botánicos, físicos, geólogos y genetistas, entre tantas otras ramas del conocimiento. Para conocer México antes de que fuera México y poder crear el gran rompecabezas de un lejano pasado a través del análisis de la microfauna y los suelos, con los restos de ADN y vegetación antigua, con las pistas que dejaron unos gigantes como testigos de una vida que se extinguió.

Como explica Aguilar, los elementos hallados bajo el terreno militar “resultan muy valiosos para conocer lo que pasó en esta región hace muchos años y saber más sobre la llegada del hombre a la Cuenca de México, así como su impacto sobre la biodiversidad”. Pero también para reconstruir procesos de cambio en plantas y animales, para saber cómo fueron afectados por los cambios climáticos, conocimientos que pueden ayudar a entender “cómo las actividades de urbanización y expansión de la megaurbe de los últimos siglos han afectado al ecosistema actual”, puntualiza Corona.

Un hombre rehabilita la orilla de la laguna, donde miles de años atrás bebieron agua los mamuts.

Desde que Aguilar comenzó sus estudios en Paleontología, la importancia de esta disciplina ha ido evolucionando. “En mis primeras clases nos enseñaban que el presente es la clave del pasado. Si quiero entender lo que sucedió hace tanto tiempo tengo que usar herramientas del presente”. En los últimos años ese planteamiento ha ido permutando, “porque si bien lo anterior es cierto, el pasado es igual de importante para comprender el presente y pensar el futuro”, plantea la investigadora.

Cada relato que aguarda en un paquetito de los anaqueles de los laboratorios servirá para ello; desde el párrafo que describa la vértebra cancerosa de un mamut o el minúsculo fragmento de la vértebra de un ajolote hasta los microscópicos granos de polen prehistórico que quedaron atrapados entre rocas o las cenizas de los volcanes, eslabones que se mantuvieron ocultos durante tanto tiempo y que los científicos han vuelto a la luz. Expertos que, desde la rica variedad de sus investigaciones, tratan de crear una trama conjunta con base en hipótesis y certezas: en una cadena de causas y efectos ningún hecho puede estudiarse aisladamente.

A pesar de toda la información que ya ha arrojado el hallazgo de Santa Lucía, “las cuestiones más interesantes alrededor del yacimiento todavía no están resueltas, entre ellas, la razón por la que murieron aquellos gigantes”, confiesa Aguilar, volcada en un proyecto científico “que acaba de echar a andar y que producirá mucho contenido para las nuevas generaciones dedicadas a la investigación paleontológica”. Lo más apasionante que nos desvelan los restos de un terreno por el que hoy transitan viajeros y sobrevuelan los aviones es la cuantía de conocimiento surgido de sus entrañas, que espera a ser interpretado. La promesa de un relato apasionante sobre un pasado enigmático que aún está por escribirse.

Panorámica de la Laguna de Zumpango, un vestigio vivo de lo que fue el inmenso lago de Xaltocan.

Las fotografías que ilustran este reportaje fueron capturadas en película Kodak Portra 400, cortesía del laboratorio Foto Hércules, donde se revelaron y digitalizaron. Agradecemos su apoyo.

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Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

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El descubrimiento de un tesoro paleontológico en la profundidad de la Cuenca de México provocó el despliegue de un operativo científico nunca antes visto en el país.

El arqueólogo mexicano Rubén Manzanilla se encontraba fuera del país cuando recibió la noticia. En una fosa, a escasos metros del primer hallazgo, habían comenzado a emerger más esqueletos cubiertos de gravilla, muchísimos más. Un punzante colmillo junto a un enorme cráneo; a un lado, otros dos más pequeños; los restos de unas afiladas garras que, mucho tiempo atrás, en un remoto pasado, inmovilizaron a una temblorosa presa bajo su fuerza. Fue en ese momento que tomó conciencia de la envergadura del descubrimiento que estaba liderando.

Lo que yacía bajo el terreno militar de Santa Lucía abría una ventana mucho más amplia al pasado prehistórico de México, cuando, a principios de 2019, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) se puso en contacto con el equipo de la Dirección de Salvamento Arqueológico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la cual estaba bajo la responsabilidad de Manzanilla.

El Cuerpo de Ingenieros de la Sedena tenía planeado comenzar la ampliación de la Base Aérea Militar N.º 1 de Santa Lucía, así como la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), uno de los proyectos más ambiciosos anunciados por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que se construiría en los terrenos cedidos por la Sedena. Para avanzar en sus objetivos, necesitaban los permisos del INAH: “Había que asegurar que el terreno estaba limpio de vestigios”, aclara el arqueólogo. Cualquier obra pública o privada sobre un inmueble considerado monumento histórico o que colinda con él debe contar con una exploración previa del equipo de Salvamento. Y se sabía que aquella zona, administrada por los militares, estaba bajo sospecha de serlo.

Las obras aeroportuarias, que avanzaban bajo la orden de hacerlo a paso acelerado, debieron detenerse a cada rato según salían a la superficie más y más piezas óseas. A poca distancia de donde había asomado lo que parecía el fragmento de un hueso de tamaño considerable aparecía otro de mayor dimensión; para cuando un grupo de trabajadores daba por concluida la faena de retirar con mucho cuidado otro armazón, sus compañeros ya habían detectado otra unidad cercana con más restos.

Tan solo unos días antes, el 5 de noviembre de 2019, del colosal socavón, entre el polvo y la tierra removida, y con el ruido ensordecedor de la maquinaria pesada de fondo, había surgido aquella impresionante osamenta de mamut, la primera de todas. ¿Cuánto tiempo llevaría sepultada ahí, resguardada en aquellas tierras agrestes del Estado de México?

Hace 1.2 millones de años, durante el Pleistoceno tardío, la época de las últimas glaciaciones y de las incontables fluctuaciones de temperatura que dieron origen a una gran variedad de ecosistemas, los mamuts llegaron al continente americano y se extendieron desde el suroeste de Canadá hasta Costa Rica. A lo largo de todo México, desde Baja California hasta Oaxaca, poco a poco se han ido recuperando algunos de sus restos. Los últimos años, pero especialmente los noventa del siglo pasado, fueron realmente prolíficos en el descubrimiento de osamentas de estos grandes mamíferos, parientes de los elefantes. La Cuenca de México, un paisaje constituido por bosques, pastizales y matorrales, donde se erige una de las megaurbes más pobladas del mundo, es la zona del país con el mayor número de hallazgos de fauna prehistórica.

La urbanización desbocada de una ciudad que se fue expandiendo sin orden, dilatando a su vez las periferias hacia los cerros más empinados, y la ejecución de obras civiles a disposición de una construcción rapaz y sin control alguno fueron factores clave para desvelar y recuperar vestigios de gran relevancia histórica y cultural en el país, entre ellos tantos fósiles.

Desde Guayaquil, Ecuador, donde se encontraba por un viaje profesional, justo en los días en los que la obra de Santa Lucía comenzó a arrojar más y más evidencias de un pasado tan fascinante como revelador, Manzanilla, responsable de la excavación, seguía pendiente de cada uno de los progresos sobre el terreno. “Cuando la maquinaria y trabajadores de la obra detectaban algo, se detenía todo y entraban arqueólogos con su equipo”, explica el investigador del INAH.

En los últimos años, hallazgos ocurridos en diversos municipios de la zona metropolitana de la Cuenca de México, como en los municipios de Tultepec y Zumpango, en el que se asienta precisamente Santa Lucía, habían evidenciado la presencia de yacimientos. Desde los años cincuenta, cuando se edificó la base militar, “este terreno ya figuraba como uno de los sitios de la Cuenca de México con registros fósiles de mamuts”, explica el director del equipo de Salvamento, quien, en mayo de 2019, junto a otros dos compañeros arqueólogos, llevó a cabo un recorrido de prospección del polígono donde se iba a levantar la nueva construcción. Bajo aquellos suelos se extendía el lago Xaltocan, uno de los más importantes del México antiguo, habitado por diversos pueblos, como el otomí y el nahua, aquellos que dejaron un hermoso legado alrededor de la fabricación de textiles y su cosmovisión, entre otros saberes. Pero antes, mucho antes, hace unos 10 000 a 11 000 años, existió un cuerpo de agua aún más extenso que aquel conocido por los españoles del siglo XVI, un lago inmenso en el que mamíferos colosales deambularon por sus orillas para saciar la sed, como descubrirían los investigadores después.

Durante el recorrido de prospección por el terreno, el equipo de expertos se percató de que había indicios de vestigios que rescatar y elaboró su dictamen: la obra podría seguir adelante solo con su rigurosa supervisión. Así llegaron al lugar para dar comienzo a la excavación arqueológica. “Los antecedentes nos hacían pensar que podríamos encontrar al menos cinco o seis mamuts aislados. ¡No nos imaginábamos que todo el polígono estuviera tapizado con los esqueletos de estos animales!”, expresa Manzanilla, todavía sorprendido por aquella revelación. “Lo que se empezó a encontrar bajo ese suelo rebasó todas las expectativas”, destaca también Joaquín Arroyo, uno de los paleontólogos responsables de coordinar el proyecto paralelo que se ejecutó con el del equipo de Salvamento según se iba ampliando la obra aeroportuaria y los hallazgos empezaban a medrar de forma exponencial.

Una vez de regreso en México para seguir dirigiendo la misión, Manzanilla vería con sus propios ojos cómo de todos los frentes de excavación salía a diario una sorpresa detrás de otra, reliquia tras reliquia. Ante la atónita mirada de asombro y admiración de los peones de la obra, a menos de cinco metros de profundidad, de las canteras asomaban a cada rato cuantiosos restos de mamuts, entre otros de gliptodontes, dientes de sable, perezosos, osos, camellos, caballos, lobos, bisontes: las especies más grandes que durante el Pleistoceno tardío —cuando la configuración de los continentes tal como los conocemos ya se había establecido, la época más cercana a nosotros, a nuestra civilización— constituyeron la fauna que habitaba esta región del país.

Tras la revelación de aquel tremendo acervo óseo se creó el proyecto de investigación “Prehistoria y paleoambientes en el noroeste de la Cuenca de México”, para el que Arroyo fue comisionado junto a otros dos expertos en el ámbito. Con el fin de que aquellas reliquias fueran retiradas sin sufrir ningún daño en el proceso y poder desvelar con ellas cómo evolucionó la vida que una vez habitó los terrenos que ahora sobrevuelan los aviones del AIFA, se formó un equipo multidisciplinario nunca antes visto en el país, un grupo de expertos en diversas disciplinas que están permitiendo ofrecer fascinantes lecturas del paisaje actual en el que se enmarca el aeropuerto, flanqueado aún por los volcanes de antaño.

El trabajo en las zonas de excavación empezó a ser tan inabarcable para el equipo de Salvamento que el número que conformaba originalmente la plantilla de rescate se disparó de la noche a la mañana. “Tuvimos que acordar con la Sedena que nos ampliaran el número de arqueólogos, que pasamos de seis a más de 50, cada uno con ocho trabajadores bajo su cargo”, detalla Manzanilla. “¡Nadie sospechaba la dimensión que alcanzaría este proyecto!”, exclama todavía emocionado Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, codirector del nuevo proyecto de investigación que se creó y quien ejercería un papel imprescindible en todo el proceso de resguardo y curaduría de los restos rescatados. Además de la coordinación de restauración paleontológica se tuvo que contratar personal de muchos otros ámbitos: el número de trabajadores en la excavación se llegó a contar en un promedio de 400 por jornada, y alcanzó la cifra de 800 en algunas ocasiones; peones y albañiles que, como expresa Corona, no tenían formación académica, “pero sí con mucha experiencia y saberes que los capacitaban como los mejores para aquella delicada labor”.

Temporada de mamuts en Santa Lucía
El paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez muestra el dibujo de un mamut que realizó como parte de la investigación científica del yacimiento en Santa Lucía. Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq), Estado de México.
Restos de mamut en el Cipaq.
Restos fósiles de mamut envueltos en plástico protector en el Cipaq, Santa Lucía, Estado de México.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores y Ángel Alejandro Ramírez, en el Cipaq.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores (izquierda) y Ángel Alejandro Ramírez (derecha), en el Cipaq.

A aquella titánica tarea de rescate que tantos obstáculos tuvo que sortear, como las prisas y presión ejercidas desde los altos mandos del Gobierno por acabar la megaobra, se le atravesó otra circunstancia impredecible. El proyecto de investigación fue aprobado justo después de que se declarara la pandemia por covid-19 en México, a principios de 2020, un periodo de mucha incertidumbre y temor. A pesar de encarar un brote en el que más de 20 arqueólogos y trabajadores se enfermaron, además de la baja de algunos ingenieros militares y gente del equipo de Salvamento que no sobrevivieron al virus, el proyecto siguió adelante sin descanso.

“Algunas de las áreas de exploración se podían concluir en dos semanas, pero otras tenían tanta acumulación de restos que las labores de excavación se extendieron hasta más de 10 meses”, relata Arroyo. Entre ellas, la localizada en lo que fue la orilla del lago de Xaltocan, donde se contaron más de 7 000 restos óseos, de entre los que salieron las osamentas mejor conservadas.

Tras dos años y medio de obras, de Santa Lucía se llegaron a rescatar unos 60 000 huesos pertenecientes a uno de los mamíferos más inmensos que habitaron el planeta, lo que convirtió el terreno militar no solo en el sitio paleontológico de mayor tamaño del país, sino en el acervo más grande en territorio latinoamericano, uno de los depósitos con restos de mamuts más extensos de Norteamérica. “Decimos que es uno de los yacimientos más importantes del Pleistoceno tardío de todo el continente por mantenernos humildes. Porque, en realidad, se trata de uno de los más importantes del mundo”, asegura Corona con una voz en que la emoción solapa la timidez con la que enuncia sus palabras y refleja la magnitud del descubrimiento.

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“En un principio, al observar la gran cantidad de ejemplares que salieron, se manejó la hipótesis de que podría tratarse de un cementerio, sobre todo asumiendo el comportamiento de sus parientes vivos más cercanos, los elefantes, que entierran a los miembros de la manada en un lugar específico”, explica la paleontóloga Felisa J. Aguilar, investigadora del INAH en Coahuila. Aquella prematura suposición enseguida fue desechada, pues los restos óseos extraídos de las obras incluían a ejemplares de joven edad, también crías. “Pensamos que los animales pudieron morir al quedar atrapados en el lago debido a que su profundidad variaba e, incluso, llegaba a desecarse hasta quedar convertido en un espacio pantanoso”, puntualiza la especialista.

Lo más llamativo de la compilación ósea de aquellos animales era la diversidad que presentaba, calculada en unos 500 ejemplares. “No todos ellos vivieron al mismo tiempo, del yacimiento salieron piezas de diferentes capas estratificadas, que nos hablan de 1 000 años o cientos de miles de años de diferencia, lo que nos está permitiendo investigar cambios de ecosistemas”, desvela Aguilar.

Lo que cuentan las capas del suelo

Precisamente en esa singularidad radica la trascendencia de los depósitos del AIFA, “en la importancia de la sucesión de paisajes, en la Cuenca de México, en una extensa brecha de tiempo”, desvela Corona. En las excavaciones para la construcción de las pistas de aterrizaje se pudo observar una secuencia estratigráfica de gran profundidad que muestra la evolución del lago, desde su constitución como un cuerpo de agua profundo durante el Pleistoceno, su transición hacia un pantano y su desecación durante el Holoceno, la época geológica que comenzó al final de la última glaciación, “la época más fría de las frías”, como Corona se refiere a ella: el tiempo en el que nuestra especie pudo observar esa diversidad de fauna y ser testigo de su desaparición. Tras este cambio temporal en el que tuvo lugar la quinta extinción masiva de grandes mamíferos, el clima se volvió después más suave para la supervivencia, y la especie humana desarrolló la agricultura y la civilización.

Se trata de episodios de la historia que se van completando no solo con la información que arrojan los fósiles, también con los testimonios que atesora el suelo bajo el aeropuerto, un testigo cuyo lenguaje se articula de sedimentos. “Es la primera vez que tenemos acceso a un modelo estratificado que permite investigar la vida en distintas etapas por las que pasó la región, que nos posibilita hacer estudios diacrónicos, es decir, análisis de fenómenos a lo largo de un periodo de tiempo para verificar los cambios que se produjeron. ¡Algo muy extraordinario!”, refiere Corona conmovido.

En Santa Lucía, los geólogos partícipes de la investigación tuvieron acceso a paredes con perfiles de más de 15 metros que les han permitido tener una lectura estratigráfica de lo que los expertos creen —porque no se han determinado fechas absolutas— que sucedió hasta 200 000 años atrás en la Cuenca de México. “Un libro de historia que podemos ir poco a poco hojeando, analizando, interpretando”, refiere el paleontólogo.

Y si bien no en toda la extensa fracción de sedimentos hay presencia de fauna en los depósitos, otro tipo de pistas pueden ayudar a la reconstrucción de los ambientes en esos intervalos de tiempo, como los restos de flora que también se preservaron o los elementos químicos que analizan los expertos. Estudios de polen obtenido de otra secuencia estratigráfica excavada hace más de 40 años, muy cerca de los terrenos del AIFA, ya arrojaron evidencias de la variación que sufrió el clima en aquella época, que pasó de frío a cálido y seco, lo que causó el descenso del lago. Y así, con el escrutinio de una pista y otra, los investigadores van descifrando la evolución paleoambiental del terreno. “Es como si tuviéramos un pastel abierto frente a nosotros, del que podemos observar sus distintas capas: la de chocolate, la de crema, la de fresa… Cada una de ellas con sus sabores y texturas, con una composición diferente muy determinada, permite entender cómo fueron modificándose las condiciones de los ecosistemas”, ejemplifica el paleontólogo.

En la capa más cercana a la superficie de los yacimientos, al sur del terreno, se encontraron los vestigios arqueológicos, donde ahora están construidas las principales pistas de aterrizaje del aeropuerto. “Y nos cuentan que Xaltocan fue un lago salado que ocuparon los diferentes grupos que llegaron a la Cuenca”, revela Manzanilla. Aquellos antiguos habitantes dedicados a la agricultura también cazaban aves de las que se alimentaban. “En el yacimiento encontramos evidencias de trampas y restos de pelícanos y garzas cocinados”, relata el experto, cuyo equipo también descubrió un sitio teotihuacano repleto de restos mexicas y remanencias de chinampas, justo donde la Sedena iba a construir una planta de basalto. “Aquel lugar había sido reportado hace tiempo por una arqueóloga norteamericana, pero nunca se dijo dónde estaba. ¡Y nosotros lo encontramos!, manifiesta orgulloso el director de Salvamento.

En las siguientes capas de los sedimentos se puede leer un salto de tiempo de más de 10 000 años, donde quedaban cenizas, las huellas de la gran actividad volcánica que vivió la región entonces. Y tres estratos más por debajo de los restos de aquellas erupciones de fuego, los investigadores encontraron la evidencia de un lago somero, de poca profundidad, muy lodoso, y que perduró 11 000 o 15 000 años antes del presente, el extenso periodo en el que vivieron los mamuts y otros mamíferos encontrados en el yacimiento. “A excepción de la correspondiente al Holoceno, estos animales estaban distribuidos a lo largo de distintas capas, líneas de tiempo”, explica Corona.

El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
Huevo fosilizado de un flamenco, en el Cipaq, Estado de México.
El paleontólogo Moreno Flores sostiene en su mano el huevo fosilizado de un flamenco. Hasta ahora solo se han encontrado dos fósiles de este tipo en el mundo. Este ejemplar es el único en América Latina y lo resguarda el Cipaq.
Temporada de mamuts en Santa Lucía: etiqueta de registro del INAH.
Etiqueta de registro del INAH colocada en un fósil de mamut, la cual facilita su clasificación en el Cipaq.

La delicada y cuidadosa labor de conservación

Tal fue la cantidad de megafauna que apareció debajo de donde hoy se erige un aeropuerto —un paisaje en el que la mayoría de personas solo vemos pistas de aterrizaje, edificios, avenidas y cerros— que el material tuvo que ser trasladado hasta tres veces a distintos espacios para asegurar su conservación. “¡Salían tantos huesos de las excavaciones que no sabíamos qué hacer con ellos!”, recuerda Arroyo. La logística para guardar la colección fue una de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los científicos.

Cada uno de los elementos que surgieron del complejo, de los más de 500 puntos de hallazgo desenterrados bajo la superficie de la base aérea y el futuro aeropuerto, debía ser resguardado en algún lugar seguro. “Empezamos a llevarlos a un pequeño hangar, pero pronto se volvió muy pequeño. Después, las traspasamos a un cuartel militar más grande, que pronto resultó también insuficiente”, relata Arroyo. “El cráneo de un solo ejemplar de mamut con sedimento adherido llega a pesar los 400 kilos”, detalla Corona, dando cuenta de las dimensiones que deben ser gestionadas. Debido a la falta de espacio para guardar los huesos surgió la idea de crear tanto un área de colección como un centro de investigación, el moderno edificio color piedra que hoy se alza a pocos metros del aeropuerto. Frente a su puerta principal, se eleva la escultura de un mamut en tamaño real.

Una de las principales actividades del Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq) es la preparación de los restos óseos recuperados en el AIFA. “Esta intervención es fundamental para que una colección pueda llegar al fin último de su destino, ya sea en una exhibición o como parte de un acervo de consulta. ¡Y que nos duren por cientos de años!”, manifiesta Aguilar. “Todo el proceso de curación, la extracción de cada pieza de los embalajes, conservarlas con los químicos, catalogarlas, dejar todo el material preparado para la posteridad es un proyecto que va a llevar varias generaciones”, opina Arroyo.

Tan pronto como se descubre el material óseo, los huesos comienzan un proceso de desecado y deterioro, “por lo que es necesario un tratamiento que evite que acaben pulverizados”, explica el biólogo José Omar Moreno Flores mientras camina por el taller de restauración y conservación donde se aplican las estrategias de preservación preventiva.

Durante las exploraciones en campo se brindaron estos primeros auxilios para estabilizar los huesos y poderlos extraer de las unidades de excavación, pero los procesos de conservación, tan detallados y cuidadosos, requieren un mantenimiento constante para poder preservarse en las mejores condiciones a largo plazo. “El objetivo es proteger la forma de los huesos y reforzar la estructura de los materiales, pero procurando que no se pierda la información que proporcionan para las investigaciones en curso y futuras —revela el biólogo mientras señala unos frascos con las distintas mezclas—. Antes de intervenir los restos óseos se debe hacer una identificación de sales para saber cuál es la mejor fórmula para tratarlos y no romperlos —aclara. El proceso curatorial no es nada sencillo—. Hay que observar bien qué tenemos en cada pieza, cómo se conservó, decidir qué es lo más urgente con lo que trabajar”, cuenta el experto encargado de las colecciones y uno de los ocho especialistas que trabajan actualmente en el Cipaq. Como explica este experto, que también participó en la fase de identificación del material durante las excavaciones como parte del equipo de Salvamento, “todo el complejo está climatizado”, con la temperatura y la humedad controladas para que no dañen las muestras guardadas en bolsas, tubos, cajitas especiales. La especialidad de Moreno Flores son los vertebrados pequeños: peces, serpientes, tortugas, ajolotes, ratoncitos… Se trata de uno de los campos que más información pueden aportar sobre el noroeste de la Cuenca de México y que reafirma la existencia del gran paleolago en esta región.

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De entre las joyas de la colección destaca un huevo de flamenco en un excepcional estado de conservación. “En el mundo, solo se han encontrado dos fósiles así, este es el único de América Latina —anuncia Corona, uno de los autores del descubrimiento. El huevo fósil se halló en la séptima capa estratigráfica del yacimiento, aproximadamente a 30 centímetros de profundidad, dentro de arcillas y lutitas con algunas raíces mineralizadas de los sedimentos lacustres—. Es muy raro encontrar huevos enteros, siempre se descubren en pedacitos, en cascaritas. Pero lo más interesante es lo que revela”, asegura.

El cascarón fosilizado de estas aves, que en la actualidad solo se hallan de forma endémica en la península de Yucatán y el Caribe, “nos hace asumir que los flamencos formaron parte de este antiguo paisaje lacustre. Que las aguas de la Cuenca de México fueron una vez cálidas y altas en salinidad y alcalinidad, condiciones para que pudieran existir, que los lagos sufrieron después una cantidad importante de cambios, posiblemente por la influencia ambiental derivada de las glaciaciones y la intensa actividad volcánica”, aclara el paleontólogo mientras regresa la delicada pieza con mucho cuidado a su envoltura.

A su lado, sobre una larga mesa se extienden centenares de pequeñas bolsitas transparentes con los diminutos y frágiles huesos, cada una con una etiqueta en la que se escribió a mano la especie y fragmento óseo al que pertenece, la unidad de excavación, la fecha de rescate, la capa y profundidad a la que se encontró, el nombre del científico que la curó. “Los huesos de los mamuts son los más llamativos, pero los pequeños, algunos microscópicos, son los que más información aportan de cómo les afectaban los cambios a diferentes organismos de un mismo ecosistema”, expone Moreno Flores, al tiempo que se asoma a las lentes de un microscopio que apunta con su luz blanca a la vértebra de una culebra.

“Mientras que en otros países el estudio paleontológico de microvertebrados es más sistemático, en México batallamos con esta línea de investigación, a pesar de lo valiosa que es”, reconoce Aguilar, responsable académica del centro de investigación. Con el paso del tiempo sobre la Tierra, cada especie, por insignificante que parezca, viviente o extinta, forma parte de todo un conjunto, envuelta en una interrelación mutable con el resto. “Y al ser de un tamaño pequeño no se desplazan tanto y están mucho más especializados a las condiciones del ambiente en el que vivieron, por lo que reflejan muy bien el paisaje. Y los datos que brindan sirven para complementar o corroborar la información extraída de los propios sedimentos, cuentan de la temperatura, de la salinidad, de la humedad, nos ayudan a entender la salud del lago”, expone.

La asociación de los restos de organismos fósiles con los eventos tanto climáticos como geológicos a nivel mundial y en escalas locales permiten no solo entender cómo era el pasado, sino compararlo con el presente. “También conocer cómo se dieron los cambios geográficos debido a la actividad volcánica que impactó en todos los organismos y en los cuerpos de agua”, aclara la experta. Un aspecto fascinante de la investigación resultante de este proyecto, asegura Corona, “es poder extraer una visión más integral de la fauna y el ambiente, de forma que los datos paleontológicos se conecten con la actualidad”. El origen, la evolución y la distribución de las especies están fuertemente influidos por las condiciones climatológicas en las cuales viven los organismos. “Y esta investigación debería servir para hacernos reflexionar sobre los posibles impactos del cambio climático”, sentencia.

Réplicas paleoartísticas de defensas de mamut exhibidas en el estacionamiento del Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Estatua en honor a los trabajadores de la Sedena que construyeron el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles en la Base Aérea Militar N.º 1, Santa Lucía.

Historias de vida en cada hueso

Una de las líneas de investigación más prometedoras que se están desarrollando a raíz de todos los esqueletos exhumados en Santa Lucía es el análisis de enfermedades, liderado por el paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez. “¡Tras el trabajo de curación viene el de la interpretación ósea!”, anuncia el biólogo en un tono apasionado mientras muestra las páginas de su libreta, junto a dos enormes fémures, sobre la mesa metálica.

El cuaderno, repleto de esqueletos completos y de extremidades de diversas especies de mamíferos, exhibe la admirable destreza del científico para el dibujo, pero también los interesantes conocimientos de anatomía patológica generados en torno a los fósiles que ha ido poco a poco identificando. A los márgenes de las finas ilustraciones se pueden leer las anotaciones realizadas por el científico: el número de vértebras conservadas, la medida de una escápula, la longitud de un esternón, cálculos aproximados de las edades, entre otros tantos datos. De algunos esbozos se disparan flechas que apuntan hacia unos signos de interrogación. ¿Qué pasó en este fragmento de costilla que parece astillada? ¿Qué significa esta mancha oscura en un costado del tórax? “Contamos con la colección más grande de América Latina para hacer estudios de anatomía prehistórica”, afirma el zoólogo con la mirada sobre el esbozo de un camello americano, una de las especies que conforman la megafauna encontrada en el yacimiento.

El primer informe que recibió Ramírez cuando se instaló en el laboratorio mencionaba que habían sido encontrados tres ejemplares de camellos. “Pero, nada más revisar los fragmentos, a simple vista me di cuenta de que eran muchos más”, explica mientras toma en sus manos una fracción del enorme hueso del animal y lo acerca a otro. Las dos piezas encajan a la perfección. “Los huesos de mamíferos se caracterizan por amoldarse de forma única en cada cuerpo, ya que presentan poco cartílago articular y cuando se fosilizan, embonan. Por eso es fácil reconocer a qué esqueleto pertenece cada pedazo”, sentencia el especialista.

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La fortuna de encontrar distintos individuos de una especie en un mismo lugar, tal como ha sucedido en los terrenos del AIFA, ha posibilitado que los investigadores puedan llevar a cabo estudios comparativos e interpretar no solo la historia de vida de una manada, sino de cada animal, leerla en la particularidad de sus huesos. “Cada elemento que observamos en el material nos permite hacer la recuperación de lo que le sucedió al organismo: si sufría osteoporosis, si desarrolló una lesión tras una caída o una pelea, si se fracturó un fémur que luego soldó”, explica Ramírez. En las anotaciones de su cuaderno destacan algunas curiosidades: ejemplares con malformaciones en los miembros inferiores, un camello con una hernia en la cabeza femoral, un posible tumor en la cadera de uno de los mamuts...

“Tras descubrimientos de restos paleontológicos, la mayoría de las veces nos quedamos con solo la identificación de la especie, con el sexo, si fue una hembra o un macho, con la edad. Pero aquí estamos yendo mucho más allá, tratando de interpretar la existencia que desarrolló cada animal, qué condiciones ambientales propiciaron las malformaciones, qué detonó un posible cáncer. Estamos tratando de imaginar los dolores que tuvieron que sufrir aquellos organismos, trascendiendo de verlos como algo fantástico a seres que tuvieron una vida en la que enfermaban, que tuvieron que enfrentar una situación de supervivencia en un hábitat del que lo queremos conocer todo”, explica Aguilar.

Para ello, los científicos también están tratando de determinar, con diversas técnicas, de qué se alimentaban aquellos animales, si se desplazaban a otros sitios en búsqueda de comida o resguardo, y cuáles eran las condiciones ambientales que existían cuando se fosilizaron. Algunas de esas metodologías se basan en el análisis de ciertos elementos químicos presentes en el hueso o en el examen de desgaste dental tanto a nivel microscópico como macro, “en la observación de las marcas que dejan las ramas, por ejemplo”, aclara Ramírez.

Diversos estudios realizados en ejemplares de Estados Unidos y también en México en las últimas décadas han revelado que la dieta de los mamuts incluía, además de pasto, su alimento principal, hojas de árboles, arbustos y cactáceas, familia botánica a la que pertenecen los agaves del jardín que decora el pasillo principal que vertebra las salas y laboratorios del Cipaq.

Toda la información derivada de los análisis de molares y fechamientos de elementos químicos puede complementarse analizando otros rastros que fueron parte de aquel ecosistema prehistórico, como las bacterias que crecieron y cuya huella quedó petrificada en una roca. “Con más investigación podríamos hasta saber si las dietas afectaban al desarrollo de enfermedades”, cuenta Ramírez, emocionado al pensar que en su laboratorio se pueda desarrollar una especialidad científica tan particular como la paleopatología, una disciplina que posicione a su equipo a la vanguardia, como lo está siendo la paleogenómica, el estudio de ADN antiguo de mamuts degradado, el cual está presente en el material orgánico y depositado en el registro fósil. “Mediante los datos genéticos de los mamuts recuperados durante la construcción del AIFA, los que vivieron en la Cuenca de México, se está logrando saber cómo se relacionan evolutivamente con aquellos del resto de América y el mundo”, esclarece Corona.

Pintura que representa a los mamuts que alguna vez habitaron la Cuenca de México, exhibida en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, para Gatopardo.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, frente al Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

A la búsqueda de linajes en las huellas genéticas

Los mamuts se originaron hace aproximadamente seis millones de años en África, cuna de la humanidad y de tantas especies. Pero fue en el Pleistoceno tardío, tres millones de años después, cuando emigraron a Eurasia, donde se diversificaron. Una de las especies derivadas fue el estepario, que cruzó hasta el continente americano a través del puente de hielo que se formó durante las glaciaciones. “De aquella especie se generó el mamut colombino, el que pobló todo el norte de Estados Unidos, Canadá y el centro de México, el Altiplano, hasta llegar a Costa Rica”, detalla Corona. Las muestras de ADN antiguo encontrado durante las obras del aeropuerto empiezan a descifrar los posibles linajes que habitaron aquel enorme lago. “Los primeros resultados ya nos hablan de hasta tres poblaciones diferentes. Pero todavía queda mucho más por conocer, esperamos ver si los datos genéticos de los mamuts proveen información sobre la estructura social y familiar de estos individuos, así como estudiar si hay algún cambio en su diversidad genética que pudiera correlacionarse con cambios en el clima o la actividad humana”, afirma.

Para cuando los primeros pobladores llegaron a las tierras que hoy forman todo el territorio que abarca América, a finales del Pleistoceno, los mamuts ya llevaban tiempo habitándolas. Los restos humanos, líticos, las huellas de uso de los recursos faunísticos como alimento encontrados por arqueólogos en distintos yacimientos han dado cuenta de cómo aquellas poblaciones estaban especializadas en su caza. Los grupos que se instalaron en la Cuenca de México también convivieron con estos colosales mamíferos. “Pero en Santa Lucía las evidencias de su posible interacción son muy escasas”, aclara Corona. Aunque se conocen más de 200 localidades con fósiles de estos animales en el país, en menos de una veintena de ellas se han reportado evidencias de una asociación humano-mamut. Entre los pocos sitios que presentan hueso modificado de este mamífero destacan Santa Isabel Ixtapan, Valsequillo, Villa de Guadalupe, Santa Ana Tlacotenco y Tocuila, “donde se encontraron herramientas elaboradas con los restos, huesos cortados y afilados que sirvieron como raspadores”, explica el paleontólogo. En las excavaciones en San Antonio Xahuento, en Tultepec, muy cerca del aeropuerto, en 2019 se descubrió lo que podría ser un lugar de cacería y destazamiento de mamuts. En aquel lugar, los investigadores localizaron dos fosas de 1.70 metros de profundidad y 25 metros de diámetro que, aseguran, se utilizaron como trampas para la captura de los animales.

La única muestra de una relación prehistórica entre mamuts y humanos en el terreno de la Sedena es Yotzin. Su esqueleto, del que se recuperó 80%, pertenece a un hombre que llegó a medir 1.75 metros de estatura y que murió entre los 25 y los 30 años, según lo revelado por los estudios de antropología física. “Yotzin fue un posible cazador que, pensamos, pudo morir durante una cacería, ya que apareció sin rostro, ¡se lo desbarataron!”, relata Manzanilla. Entre la tierra excavada, en la misma capa donde se hallaron restos de mamuts, el equipo de Salvamento encontró a este hombre del Pleistoceno flexionado, con el tórax destruido y el cráneo roto a la altura de la nariz y el ojo izquierdo.

Un grupo escolar mira el esqueleto fosilizado de un mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
El fémur izquierdo fosilizado de un mamut, exhibido en el mismo museo.

Quinametzin: los gigantes que habitaron la Cuenca de México

Entender los distintos nexos que las poblaciones humanas desarrollaron con el resto de los animales constituye uno de los episodios más fascinantes de la antropología. No solo saber cómo fue esa relación de convivencia, sino la comprensión del valor que los distintos pueblos dieron a los remanentes petrificados de otras especies que vivieron antes que ellos y que solo conocieron en aspecto de fósil. “¿Te imaginas la reacción de un mexica al encontrarse un hueso de semejante tamaño mientras sacaba material para construir el Templo Mayor?”, pregunta Corona. Es posible, sostienen algunos expertos, que durante la construcción de las ciudades del México antiguo se hicieran hallazgos de animales que para entonces ya se habían extinguido. “Debió de causarles mucho asombro descubrir restos fósiles de mamuts, dientes de sable o mastodontes, esa megafauna que nunca conocieron con vida y cuyo aspecto tuvieron que imaginar”, reflexiona el paleontólogo.

Las únicas alusiones que han permitido crear narrativas de cómo fueron aquellos imaginarios culturales se encuentran en las crónicas que dejaron los españoles, en las Cartas de relación escritas por Hernán Cortés, en que describe la aparición de enormes molares en su propia casa erigida en lo que hoy es Coyoacán. O en La historia natural de la nueva España, las crónicas del explorador Francisco Hernández, “que cuentan las primeras expediciones científicas de la época, una enciclopedia donde se recogen pinturas, especies, la alimentación de aquellos pueblos originarios que les enseñaban enormes huesos que habían encontrado”, señala Corona. En esos escritos, los europeos dan referencia de la interpretación que los antiguos mexicanos pudieron hacer al encontrarse con estos colosales esqueletos, creados antes que ellos y a los que llamaron quinametzin, raza de gigantes. De origen nahua, es el nombre que recibe el museo del mamut del AIFA.

Inaugurado a principios de 2022, este espacio cultural, cuyo diseño estuvo a cargo de los especialistas del INAH, entre ellos Corona —responsable de elaborar su guion temático—, se conforma por seis salas con exposiciones permanentes. A lo largo de ellas, los visitantes pueden disfrutar uno de los pasajes más apasionantes de la prehistoria, desde una gran variedad de ámbitos que se van complementando: la cronología geológica de la región, el origen de la Cuenca de México, la biodiversidad de la zona y todo lo relativo a la existencia de mamuts, desde cómo fueron evolucionando o su interacción con los humanos hasta el imaginario cultural que generaron.

El centro museístico, creado con parte del presupuesto destinado al aeropuerto y en el que las visitas están a cargo de soldados del Ejército mexicano, también cuenta con un espacio virtual inmersivo a la megafauna y el ambiente del Pleistoceno, que se va reproduciendo las 24 horas del día, modelando la luz para emular el paisaje de entonces según la puesta o salida del sol.

Pero la sala más fascinante de todas es la que exhibe a animales que habitaron la zona en el Pleistoceno, paleoesculturas diseñadas con gran esmero y muestras óseas expuestas en vitrinas: la vértebra de un perezoso gigante, mandíbulas y garras, el diente de leche de un tigre dientes de sable y muchos fragmentos distintos de mamuts.

Una representación en miniatura de la era glacial en la región de la Cuenca de México, expuesta en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

Entre todas ellas, hay una pieza que parece custodiar al resto. Se trata de Nochipa, el esqueleto de mamut más completo que existe no solo en el museo, sino en todo el continente americano. “Salvo el cráneo, del que hicieron una réplica del original, y un hueso de la cola, está prácticamente todo el ejemplar”, explica Ramírez mientras señala la rodilla del enorme animal, una hembra de más de tres metros y medio de alto que vivió más de 40 años y que llevó más de ocho meses curar. En el hueso hacia el que apunta con el dedo el paleontólogo se puede observar una especie de discontinuidad, como una distorsión de color más amarillento que Ramírez ilustró en su cuaderno y que estaría evidenciando una malformación ósea en la última parte del fémur, “un problema de artritis”, señala el especialista. No es el único esqueleto de la muestra con algún indicio de enfermedad.

En la última sala, una ventana al suelo que recrea el proceso de excavación, los visitantes pueden mirar bajo sus pies y observar tras el vidrio el escenario reproducido en el que durante meses trabajó el equipo de Salvamento, una unidad de excavación donde yace otro de los ejemplares de mamut más completos. En este espacio también se puede apreciar una de las principales aportaciones del Agrupamiento de Ingenieros Felipe Ángeles de la Sedena. Se trata del Modelado de la Información de la Construcción (MIC), el equipo tecnológico que mediante escáner láser permitió recrear la evolución del yacimiento según se avanzaba en la excavación. Se trata de un modelo tridimensional para analizar cualquier proporción y detalle, tanto de los huesos como del contexto, durante las diferentes etapas de los trabajos. “Además de la información que aportaron los drones del Ejército, con sus potentes equipos se pudo producir virtualmente una excavación”, cuenta Manzanilla.

Investigación de frontera para construir hitos históricos

En la Cuenca de México, la mayoría de los hallazgos de restos humanos antiguos han sido accidentales, producto de intervenciones para la construcción de obras públicas y privadas o para la adecuación de los espacios. Lo que también sucede con los registros fósiles. “Los esqueletos de mamut que se han localizado en gran parte de todo el país son frecuentemente reportados por la gente que efectúa algún tipo de construcción”, señala Corona. El Museo Paleontológico de Tocuila, por ejemplo, a menos de 50 kilómetros del de Santa Lucía, surgió porque un habitante de la localidad decidió construir un pozo en su casa para extraer agua y se encontró unos huesos. “Gracias a que su vecino era arqueólogo, se pudo saber que eran de mamuts. La noticia corrió como pólvora por el pueblo y muchos otros vecinos empezaron a reportar más restos, con los que se creó la colección”, relata.

A diferencia del anterior, el proyecto de Santa Lucía no fue un hallazgo fortuito: “Salió adelante gracias a la existencia de un equipo de Salvamento que desveló el lugar paleontológico más inmenso de todo el país. ¡Y supone una llamada de atención! Debajo de este subsuelo hay mucha historia y, si hacemos la recuperación adecuada, podemos entender un poco mejor lo que sucedió en la tierra que pisamos y utilizamos”, manifiesta Aguilar. Aunque ella no participó en el trabajo de campo, “la parte más romántica del proyecto”, es una de las encargadas de la segunda fase. “La más desconocida e invisibilizada y que tiene una gran responsabilidad. Hablamos de buscar la permanencia de esas evidencias que ya forman parte de la colección o que esperan ser investigadas”, asegura. Muchos de los materiales recuperados siguen tal cual fueron encontrados en una cápsula, en su envoltura. “El trabajo fuerte es ver ahora cómo tratar de estabilizar las muestras e innovar con nuevas tecnologías con el fin de conservar en buenas condiciones todo lo extraído del yacimiento”.

Además de conseguir financiación para poder seguir investigando, otro de los retos más grandes que representa el descubrimiento del yacimiento es poder acceder al contenido de los materiales sin extraerlos de su protección. “Para evitar que por una mala praxis se nos destruyan”, expone la paleontóloga. Su equipo todavía trata de entender cuánto llevará este proceso de una curación tan grande en tan poco tiempo. “Recordemos que en dos años y medio se han sacado más de 50 000 restos de Santa Lucía, el mismo número de piezas de otras colecciones con 100 años de trabajos de excavación”, resalta. “Se trata de la andanza paleontológica más extraordinaria de la que podemos presumir como país”, asegura su colega Corona, para quien la construcción del AIFA ha servido como una gran oportunidad para llevar a cabo una investigación a gran escala y pionera en todo el país, con especialistas en las más diversas disciplinas: zoólogos, vulcanólogos, botánicos, físicos, geólogos y genetistas, entre tantas otras ramas del conocimiento. Para conocer México antes de que fuera México y poder crear el gran rompecabezas de un lejano pasado a través del análisis de la microfauna y los suelos, con los restos de ADN y vegetación antigua, con las pistas que dejaron unos gigantes como testigos de una vida que se extinguió.

Como explica Aguilar, los elementos hallados bajo el terreno militar “resultan muy valiosos para conocer lo que pasó en esta región hace muchos años y saber más sobre la llegada del hombre a la Cuenca de México, así como su impacto sobre la biodiversidad”. Pero también para reconstruir procesos de cambio en plantas y animales, para saber cómo fueron afectados por los cambios climáticos, conocimientos que pueden ayudar a entender “cómo las actividades de urbanización y expansión de la megaurbe de los últimos siglos han afectado al ecosistema actual”, puntualiza Corona.

Un hombre rehabilita la orilla de la laguna, donde miles de años atrás bebieron agua los mamuts.

Desde que Aguilar comenzó sus estudios en Paleontología, la importancia de esta disciplina ha ido evolucionando. “En mis primeras clases nos enseñaban que el presente es la clave del pasado. Si quiero entender lo que sucedió hace tanto tiempo tengo que usar herramientas del presente”. En los últimos años ese planteamiento ha ido permutando, “porque si bien lo anterior es cierto, el pasado es igual de importante para comprender el presente y pensar el futuro”, plantea la investigadora.

Cada relato que aguarda en un paquetito de los anaqueles de los laboratorios servirá para ello; desde el párrafo que describa la vértebra cancerosa de un mamut o el minúsculo fragmento de la vértebra de un ajolote hasta los microscópicos granos de polen prehistórico que quedaron atrapados entre rocas o las cenizas de los volcanes, eslabones que se mantuvieron ocultos durante tanto tiempo y que los científicos han vuelto a la luz. Expertos que, desde la rica variedad de sus investigaciones, tratan de crear una trama conjunta con base en hipótesis y certezas: en una cadena de causas y efectos ningún hecho puede estudiarse aisladamente.

A pesar de toda la información que ya ha arrojado el hallazgo de Santa Lucía, “las cuestiones más interesantes alrededor del yacimiento todavía no están resueltas, entre ellas, la razón por la que murieron aquellos gigantes”, confiesa Aguilar, volcada en un proyecto científico “que acaba de echar a andar y que producirá mucho contenido para las nuevas generaciones dedicadas a la investigación paleontológica”. Lo más apasionante que nos desvelan los restos de un terreno por el que hoy transitan viajeros y sobrevuelan los aviones es la cuantía de conocimiento surgido de sus entrañas, que espera a ser interpretado. La promesa de un relato apasionante sobre un pasado enigmático que aún está por escribirse.

Panorámica de la Laguna de Zumpango, un vestigio vivo de lo que fue el inmenso lago de Xaltocan.

Las fotografías que ilustran este reportaje fueron capturadas en película Kodak Portra 400, cortesía del laboratorio Foto Hércules, donde se revelaron y digitalizaron. Agradecemos su apoyo.

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Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

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Reconstrucción paleoartística de una cría de mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin, en el Estado de México.
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El descubrimiento de un tesoro paleontológico en la profundidad de la Cuenca de México provocó el despliegue de un operativo científico nunca antes visto en el país.

El arqueólogo mexicano Rubén Manzanilla se encontraba fuera del país cuando recibió la noticia. En una fosa, a escasos metros del primer hallazgo, habían comenzado a emerger más esqueletos cubiertos de gravilla, muchísimos más. Un punzante colmillo junto a un enorme cráneo; a un lado, otros dos más pequeños; los restos de unas afiladas garras que, mucho tiempo atrás, en un remoto pasado, inmovilizaron a una temblorosa presa bajo su fuerza. Fue en ese momento que tomó conciencia de la envergadura del descubrimiento que estaba liderando.

Lo que yacía bajo el terreno militar de Santa Lucía abría una ventana mucho más amplia al pasado prehistórico de México, cuando, a principios de 2019, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) se puso en contacto con el equipo de la Dirección de Salvamento Arqueológico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la cual estaba bajo la responsabilidad de Manzanilla.

El Cuerpo de Ingenieros de la Sedena tenía planeado comenzar la ampliación de la Base Aérea Militar N.º 1 de Santa Lucía, así como la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), uno de los proyectos más ambiciosos anunciados por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que se construiría en los terrenos cedidos por la Sedena. Para avanzar en sus objetivos, necesitaban los permisos del INAH: “Había que asegurar que el terreno estaba limpio de vestigios”, aclara el arqueólogo. Cualquier obra pública o privada sobre un inmueble considerado monumento histórico o que colinda con él debe contar con una exploración previa del equipo de Salvamento. Y se sabía que aquella zona, administrada por los militares, estaba bajo sospecha de serlo.

Las obras aeroportuarias, que avanzaban bajo la orden de hacerlo a paso acelerado, debieron detenerse a cada rato según salían a la superficie más y más piezas óseas. A poca distancia de donde había asomado lo que parecía el fragmento de un hueso de tamaño considerable aparecía otro de mayor dimensión; para cuando un grupo de trabajadores daba por concluida la faena de retirar con mucho cuidado otro armazón, sus compañeros ya habían detectado otra unidad cercana con más restos.

Tan solo unos días antes, el 5 de noviembre de 2019, del colosal socavón, entre el polvo y la tierra removida, y con el ruido ensordecedor de la maquinaria pesada de fondo, había surgido aquella impresionante osamenta de mamut, la primera de todas. ¿Cuánto tiempo llevaría sepultada ahí, resguardada en aquellas tierras agrestes del Estado de México?

Hace 1.2 millones de años, durante el Pleistoceno tardío, la época de las últimas glaciaciones y de las incontables fluctuaciones de temperatura que dieron origen a una gran variedad de ecosistemas, los mamuts llegaron al continente americano y se extendieron desde el suroeste de Canadá hasta Costa Rica. A lo largo de todo México, desde Baja California hasta Oaxaca, poco a poco se han ido recuperando algunos de sus restos. Los últimos años, pero especialmente los noventa del siglo pasado, fueron realmente prolíficos en el descubrimiento de osamentas de estos grandes mamíferos, parientes de los elefantes. La Cuenca de México, un paisaje constituido por bosques, pastizales y matorrales, donde se erige una de las megaurbes más pobladas del mundo, es la zona del país con el mayor número de hallazgos de fauna prehistórica.

La urbanización desbocada de una ciudad que se fue expandiendo sin orden, dilatando a su vez las periferias hacia los cerros más empinados, y la ejecución de obras civiles a disposición de una construcción rapaz y sin control alguno fueron factores clave para desvelar y recuperar vestigios de gran relevancia histórica y cultural en el país, entre ellos tantos fósiles.

Desde Guayaquil, Ecuador, donde se encontraba por un viaje profesional, justo en los días en los que la obra de Santa Lucía comenzó a arrojar más y más evidencias de un pasado tan fascinante como revelador, Manzanilla, responsable de la excavación, seguía pendiente de cada uno de los progresos sobre el terreno. “Cuando la maquinaria y trabajadores de la obra detectaban algo, se detenía todo y entraban arqueólogos con su equipo”, explica el investigador del INAH.

En los últimos años, hallazgos ocurridos en diversos municipios de la zona metropolitana de la Cuenca de México, como en los municipios de Tultepec y Zumpango, en el que se asienta precisamente Santa Lucía, habían evidenciado la presencia de yacimientos. Desde los años cincuenta, cuando se edificó la base militar, “este terreno ya figuraba como uno de los sitios de la Cuenca de México con registros fósiles de mamuts”, explica el director del equipo de Salvamento, quien, en mayo de 2019, junto a otros dos compañeros arqueólogos, llevó a cabo un recorrido de prospección del polígono donde se iba a levantar la nueva construcción. Bajo aquellos suelos se extendía el lago Xaltocan, uno de los más importantes del México antiguo, habitado por diversos pueblos, como el otomí y el nahua, aquellos que dejaron un hermoso legado alrededor de la fabricación de textiles y su cosmovisión, entre otros saberes. Pero antes, mucho antes, hace unos 10 000 a 11 000 años, existió un cuerpo de agua aún más extenso que aquel conocido por los españoles del siglo XVI, un lago inmenso en el que mamíferos colosales deambularon por sus orillas para saciar la sed, como descubrirían los investigadores después.

Durante el recorrido de prospección por el terreno, el equipo de expertos se percató de que había indicios de vestigios que rescatar y elaboró su dictamen: la obra podría seguir adelante solo con su rigurosa supervisión. Así llegaron al lugar para dar comienzo a la excavación arqueológica. “Los antecedentes nos hacían pensar que podríamos encontrar al menos cinco o seis mamuts aislados. ¡No nos imaginábamos que todo el polígono estuviera tapizado con los esqueletos de estos animales!”, expresa Manzanilla, todavía sorprendido por aquella revelación. “Lo que se empezó a encontrar bajo ese suelo rebasó todas las expectativas”, destaca también Joaquín Arroyo, uno de los paleontólogos responsables de coordinar el proyecto paralelo que se ejecutó con el del equipo de Salvamento según se iba ampliando la obra aeroportuaria y los hallazgos empezaban a medrar de forma exponencial.

Una vez de regreso en México para seguir dirigiendo la misión, Manzanilla vería con sus propios ojos cómo de todos los frentes de excavación salía a diario una sorpresa detrás de otra, reliquia tras reliquia. Ante la atónita mirada de asombro y admiración de los peones de la obra, a menos de cinco metros de profundidad, de las canteras asomaban a cada rato cuantiosos restos de mamuts, entre otros de gliptodontes, dientes de sable, perezosos, osos, camellos, caballos, lobos, bisontes: las especies más grandes que durante el Pleistoceno tardío —cuando la configuración de los continentes tal como los conocemos ya se había establecido, la época más cercana a nosotros, a nuestra civilización— constituyeron la fauna que habitaba esta región del país.

Tras la revelación de aquel tremendo acervo óseo se creó el proyecto de investigación “Prehistoria y paleoambientes en el noroeste de la Cuenca de México”, para el que Arroyo fue comisionado junto a otros dos expertos en el ámbito. Con el fin de que aquellas reliquias fueran retiradas sin sufrir ningún daño en el proceso y poder desvelar con ellas cómo evolucionó la vida que una vez habitó los terrenos que ahora sobrevuelan los aviones del AIFA, se formó un equipo multidisciplinario nunca antes visto en el país, un grupo de expertos en diversas disciplinas que están permitiendo ofrecer fascinantes lecturas del paisaje actual en el que se enmarca el aeropuerto, flanqueado aún por los volcanes de antaño.

El trabajo en las zonas de excavación empezó a ser tan inabarcable para el equipo de Salvamento que el número que conformaba originalmente la plantilla de rescate se disparó de la noche a la mañana. “Tuvimos que acordar con la Sedena que nos ampliaran el número de arqueólogos, que pasamos de seis a más de 50, cada uno con ocho trabajadores bajo su cargo”, detalla Manzanilla. “¡Nadie sospechaba la dimensión que alcanzaría este proyecto!”, exclama todavía emocionado Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, codirector del nuevo proyecto de investigación que se creó y quien ejercería un papel imprescindible en todo el proceso de resguardo y curaduría de los restos rescatados. Además de la coordinación de restauración paleontológica se tuvo que contratar personal de muchos otros ámbitos: el número de trabajadores en la excavación se llegó a contar en un promedio de 400 por jornada, y alcanzó la cifra de 800 en algunas ocasiones; peones y albañiles que, como expresa Corona, no tenían formación académica, “pero sí con mucha experiencia y saberes que los capacitaban como los mejores para aquella delicada labor”.

Temporada de mamuts en Santa Lucía
El paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez muestra el dibujo de un mamut que realizó como parte de la investigación científica del yacimiento en Santa Lucía. Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq), Estado de México.
Restos de mamut en el Cipaq.
Restos fósiles de mamut envueltos en plástico protector en el Cipaq, Santa Lucía, Estado de México.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores y Ángel Alejandro Ramírez, en el Cipaq.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores (izquierda) y Ángel Alejandro Ramírez (derecha), en el Cipaq.

A aquella titánica tarea de rescate que tantos obstáculos tuvo que sortear, como las prisas y presión ejercidas desde los altos mandos del Gobierno por acabar la megaobra, se le atravesó otra circunstancia impredecible. El proyecto de investigación fue aprobado justo después de que se declarara la pandemia por covid-19 en México, a principios de 2020, un periodo de mucha incertidumbre y temor. A pesar de encarar un brote en el que más de 20 arqueólogos y trabajadores se enfermaron, además de la baja de algunos ingenieros militares y gente del equipo de Salvamento que no sobrevivieron al virus, el proyecto siguió adelante sin descanso.

“Algunas de las áreas de exploración se podían concluir en dos semanas, pero otras tenían tanta acumulación de restos que las labores de excavación se extendieron hasta más de 10 meses”, relata Arroyo. Entre ellas, la localizada en lo que fue la orilla del lago de Xaltocan, donde se contaron más de 7 000 restos óseos, de entre los que salieron las osamentas mejor conservadas.

Tras dos años y medio de obras, de Santa Lucía se llegaron a rescatar unos 60 000 huesos pertenecientes a uno de los mamíferos más inmensos que habitaron el planeta, lo que convirtió el terreno militar no solo en el sitio paleontológico de mayor tamaño del país, sino en el acervo más grande en territorio latinoamericano, uno de los depósitos con restos de mamuts más extensos de Norteamérica. “Decimos que es uno de los yacimientos más importantes del Pleistoceno tardío de todo el continente por mantenernos humildes. Porque, en realidad, se trata de uno de los más importantes del mundo”, asegura Corona con una voz en que la emoción solapa la timidez con la que enuncia sus palabras y refleja la magnitud del descubrimiento.

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“En un principio, al observar la gran cantidad de ejemplares que salieron, se manejó la hipótesis de que podría tratarse de un cementerio, sobre todo asumiendo el comportamiento de sus parientes vivos más cercanos, los elefantes, que entierran a los miembros de la manada en un lugar específico”, explica la paleontóloga Felisa J. Aguilar, investigadora del INAH en Coahuila. Aquella prematura suposición enseguida fue desechada, pues los restos óseos extraídos de las obras incluían a ejemplares de joven edad, también crías. “Pensamos que los animales pudieron morir al quedar atrapados en el lago debido a que su profundidad variaba e, incluso, llegaba a desecarse hasta quedar convertido en un espacio pantanoso”, puntualiza la especialista.

Lo más llamativo de la compilación ósea de aquellos animales era la diversidad que presentaba, calculada en unos 500 ejemplares. “No todos ellos vivieron al mismo tiempo, del yacimiento salieron piezas de diferentes capas estratificadas, que nos hablan de 1 000 años o cientos de miles de años de diferencia, lo que nos está permitiendo investigar cambios de ecosistemas”, desvela Aguilar.

Lo que cuentan las capas del suelo

Precisamente en esa singularidad radica la trascendencia de los depósitos del AIFA, “en la importancia de la sucesión de paisajes, en la Cuenca de México, en una extensa brecha de tiempo”, desvela Corona. En las excavaciones para la construcción de las pistas de aterrizaje se pudo observar una secuencia estratigráfica de gran profundidad que muestra la evolución del lago, desde su constitución como un cuerpo de agua profundo durante el Pleistoceno, su transición hacia un pantano y su desecación durante el Holoceno, la época geológica que comenzó al final de la última glaciación, “la época más fría de las frías”, como Corona se refiere a ella: el tiempo en el que nuestra especie pudo observar esa diversidad de fauna y ser testigo de su desaparición. Tras este cambio temporal en el que tuvo lugar la quinta extinción masiva de grandes mamíferos, el clima se volvió después más suave para la supervivencia, y la especie humana desarrolló la agricultura y la civilización.

Se trata de episodios de la historia que se van completando no solo con la información que arrojan los fósiles, también con los testimonios que atesora el suelo bajo el aeropuerto, un testigo cuyo lenguaje se articula de sedimentos. “Es la primera vez que tenemos acceso a un modelo estratificado que permite investigar la vida en distintas etapas por las que pasó la región, que nos posibilita hacer estudios diacrónicos, es decir, análisis de fenómenos a lo largo de un periodo de tiempo para verificar los cambios que se produjeron. ¡Algo muy extraordinario!”, refiere Corona conmovido.

En Santa Lucía, los geólogos partícipes de la investigación tuvieron acceso a paredes con perfiles de más de 15 metros que les han permitido tener una lectura estratigráfica de lo que los expertos creen —porque no se han determinado fechas absolutas— que sucedió hasta 200 000 años atrás en la Cuenca de México. “Un libro de historia que podemos ir poco a poco hojeando, analizando, interpretando”, refiere el paleontólogo.

Y si bien no en toda la extensa fracción de sedimentos hay presencia de fauna en los depósitos, otro tipo de pistas pueden ayudar a la reconstrucción de los ambientes en esos intervalos de tiempo, como los restos de flora que también se preservaron o los elementos químicos que analizan los expertos. Estudios de polen obtenido de otra secuencia estratigráfica excavada hace más de 40 años, muy cerca de los terrenos del AIFA, ya arrojaron evidencias de la variación que sufrió el clima en aquella época, que pasó de frío a cálido y seco, lo que causó el descenso del lago. Y así, con el escrutinio de una pista y otra, los investigadores van descifrando la evolución paleoambiental del terreno. “Es como si tuviéramos un pastel abierto frente a nosotros, del que podemos observar sus distintas capas: la de chocolate, la de crema, la de fresa… Cada una de ellas con sus sabores y texturas, con una composición diferente muy determinada, permite entender cómo fueron modificándose las condiciones de los ecosistemas”, ejemplifica el paleontólogo.

En la capa más cercana a la superficie de los yacimientos, al sur del terreno, se encontraron los vestigios arqueológicos, donde ahora están construidas las principales pistas de aterrizaje del aeropuerto. “Y nos cuentan que Xaltocan fue un lago salado que ocuparon los diferentes grupos que llegaron a la Cuenca”, revela Manzanilla. Aquellos antiguos habitantes dedicados a la agricultura también cazaban aves de las que se alimentaban. “En el yacimiento encontramos evidencias de trampas y restos de pelícanos y garzas cocinados”, relata el experto, cuyo equipo también descubrió un sitio teotihuacano repleto de restos mexicas y remanencias de chinampas, justo donde la Sedena iba a construir una planta de basalto. “Aquel lugar había sido reportado hace tiempo por una arqueóloga norteamericana, pero nunca se dijo dónde estaba. ¡Y nosotros lo encontramos!, manifiesta orgulloso el director de Salvamento.

En las siguientes capas de los sedimentos se puede leer un salto de tiempo de más de 10 000 años, donde quedaban cenizas, las huellas de la gran actividad volcánica que vivió la región entonces. Y tres estratos más por debajo de los restos de aquellas erupciones de fuego, los investigadores encontraron la evidencia de un lago somero, de poca profundidad, muy lodoso, y que perduró 11 000 o 15 000 años antes del presente, el extenso periodo en el que vivieron los mamuts y otros mamíferos encontrados en el yacimiento. “A excepción de la correspondiente al Holoceno, estos animales estaban distribuidos a lo largo de distintas capas, líneas de tiempo”, explica Corona.

El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
Huevo fosilizado de un flamenco, en el Cipaq, Estado de México.
El paleontólogo Moreno Flores sostiene en su mano el huevo fosilizado de un flamenco. Hasta ahora solo se han encontrado dos fósiles de este tipo en el mundo. Este ejemplar es el único en América Latina y lo resguarda el Cipaq.
Temporada de mamuts en Santa Lucía: etiqueta de registro del INAH.
Etiqueta de registro del INAH colocada en un fósil de mamut, la cual facilita su clasificación en el Cipaq.

La delicada y cuidadosa labor de conservación

Tal fue la cantidad de megafauna que apareció debajo de donde hoy se erige un aeropuerto —un paisaje en el que la mayoría de personas solo vemos pistas de aterrizaje, edificios, avenidas y cerros— que el material tuvo que ser trasladado hasta tres veces a distintos espacios para asegurar su conservación. “¡Salían tantos huesos de las excavaciones que no sabíamos qué hacer con ellos!”, recuerda Arroyo. La logística para guardar la colección fue una de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los científicos.

Cada uno de los elementos que surgieron del complejo, de los más de 500 puntos de hallazgo desenterrados bajo la superficie de la base aérea y el futuro aeropuerto, debía ser resguardado en algún lugar seguro. “Empezamos a llevarlos a un pequeño hangar, pero pronto se volvió muy pequeño. Después, las traspasamos a un cuartel militar más grande, que pronto resultó también insuficiente”, relata Arroyo. “El cráneo de un solo ejemplar de mamut con sedimento adherido llega a pesar los 400 kilos”, detalla Corona, dando cuenta de las dimensiones que deben ser gestionadas. Debido a la falta de espacio para guardar los huesos surgió la idea de crear tanto un área de colección como un centro de investigación, el moderno edificio color piedra que hoy se alza a pocos metros del aeropuerto. Frente a su puerta principal, se eleva la escultura de un mamut en tamaño real.

Una de las principales actividades del Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq) es la preparación de los restos óseos recuperados en el AIFA. “Esta intervención es fundamental para que una colección pueda llegar al fin último de su destino, ya sea en una exhibición o como parte de un acervo de consulta. ¡Y que nos duren por cientos de años!”, manifiesta Aguilar. “Todo el proceso de curación, la extracción de cada pieza de los embalajes, conservarlas con los químicos, catalogarlas, dejar todo el material preparado para la posteridad es un proyecto que va a llevar varias generaciones”, opina Arroyo.

Tan pronto como se descubre el material óseo, los huesos comienzan un proceso de desecado y deterioro, “por lo que es necesario un tratamiento que evite que acaben pulverizados”, explica el biólogo José Omar Moreno Flores mientras camina por el taller de restauración y conservación donde se aplican las estrategias de preservación preventiva.

Durante las exploraciones en campo se brindaron estos primeros auxilios para estabilizar los huesos y poderlos extraer de las unidades de excavación, pero los procesos de conservación, tan detallados y cuidadosos, requieren un mantenimiento constante para poder preservarse en las mejores condiciones a largo plazo. “El objetivo es proteger la forma de los huesos y reforzar la estructura de los materiales, pero procurando que no se pierda la información que proporcionan para las investigaciones en curso y futuras —revela el biólogo mientras señala unos frascos con las distintas mezclas—. Antes de intervenir los restos óseos se debe hacer una identificación de sales para saber cuál es la mejor fórmula para tratarlos y no romperlos —aclara. El proceso curatorial no es nada sencillo—. Hay que observar bien qué tenemos en cada pieza, cómo se conservó, decidir qué es lo más urgente con lo que trabajar”, cuenta el experto encargado de las colecciones y uno de los ocho especialistas que trabajan actualmente en el Cipaq. Como explica este experto, que también participó en la fase de identificación del material durante las excavaciones como parte del equipo de Salvamento, “todo el complejo está climatizado”, con la temperatura y la humedad controladas para que no dañen las muestras guardadas en bolsas, tubos, cajitas especiales. La especialidad de Moreno Flores son los vertebrados pequeños: peces, serpientes, tortugas, ajolotes, ratoncitos… Se trata de uno de los campos que más información pueden aportar sobre el noroeste de la Cuenca de México y que reafirma la existencia del gran paleolago en esta región.

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De entre las joyas de la colección destaca un huevo de flamenco en un excepcional estado de conservación. “En el mundo, solo se han encontrado dos fósiles así, este es el único de América Latina —anuncia Corona, uno de los autores del descubrimiento. El huevo fósil se halló en la séptima capa estratigráfica del yacimiento, aproximadamente a 30 centímetros de profundidad, dentro de arcillas y lutitas con algunas raíces mineralizadas de los sedimentos lacustres—. Es muy raro encontrar huevos enteros, siempre se descubren en pedacitos, en cascaritas. Pero lo más interesante es lo que revela”, asegura.

El cascarón fosilizado de estas aves, que en la actualidad solo se hallan de forma endémica en la península de Yucatán y el Caribe, “nos hace asumir que los flamencos formaron parte de este antiguo paisaje lacustre. Que las aguas de la Cuenca de México fueron una vez cálidas y altas en salinidad y alcalinidad, condiciones para que pudieran existir, que los lagos sufrieron después una cantidad importante de cambios, posiblemente por la influencia ambiental derivada de las glaciaciones y la intensa actividad volcánica”, aclara el paleontólogo mientras regresa la delicada pieza con mucho cuidado a su envoltura.

A su lado, sobre una larga mesa se extienden centenares de pequeñas bolsitas transparentes con los diminutos y frágiles huesos, cada una con una etiqueta en la que se escribió a mano la especie y fragmento óseo al que pertenece, la unidad de excavación, la fecha de rescate, la capa y profundidad a la que se encontró, el nombre del científico que la curó. “Los huesos de los mamuts son los más llamativos, pero los pequeños, algunos microscópicos, son los que más información aportan de cómo les afectaban los cambios a diferentes organismos de un mismo ecosistema”, expone Moreno Flores, al tiempo que se asoma a las lentes de un microscopio que apunta con su luz blanca a la vértebra de una culebra.

“Mientras que en otros países el estudio paleontológico de microvertebrados es más sistemático, en México batallamos con esta línea de investigación, a pesar de lo valiosa que es”, reconoce Aguilar, responsable académica del centro de investigación. Con el paso del tiempo sobre la Tierra, cada especie, por insignificante que parezca, viviente o extinta, forma parte de todo un conjunto, envuelta en una interrelación mutable con el resto. “Y al ser de un tamaño pequeño no se desplazan tanto y están mucho más especializados a las condiciones del ambiente en el que vivieron, por lo que reflejan muy bien el paisaje. Y los datos que brindan sirven para complementar o corroborar la información extraída de los propios sedimentos, cuentan de la temperatura, de la salinidad, de la humedad, nos ayudan a entender la salud del lago”, expone.

La asociación de los restos de organismos fósiles con los eventos tanto climáticos como geológicos a nivel mundial y en escalas locales permiten no solo entender cómo era el pasado, sino compararlo con el presente. “También conocer cómo se dieron los cambios geográficos debido a la actividad volcánica que impactó en todos los organismos y en los cuerpos de agua”, aclara la experta. Un aspecto fascinante de la investigación resultante de este proyecto, asegura Corona, “es poder extraer una visión más integral de la fauna y el ambiente, de forma que los datos paleontológicos se conecten con la actualidad”. El origen, la evolución y la distribución de las especies están fuertemente influidos por las condiciones climatológicas en las cuales viven los organismos. “Y esta investigación debería servir para hacernos reflexionar sobre los posibles impactos del cambio climático”, sentencia.

Réplicas paleoartísticas de defensas de mamut exhibidas en el estacionamiento del Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Estatua en honor a los trabajadores de la Sedena que construyeron el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles en la Base Aérea Militar N.º 1, Santa Lucía.

Historias de vida en cada hueso

Una de las líneas de investigación más prometedoras que se están desarrollando a raíz de todos los esqueletos exhumados en Santa Lucía es el análisis de enfermedades, liderado por el paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez. “¡Tras el trabajo de curación viene el de la interpretación ósea!”, anuncia el biólogo en un tono apasionado mientras muestra las páginas de su libreta, junto a dos enormes fémures, sobre la mesa metálica.

El cuaderno, repleto de esqueletos completos y de extremidades de diversas especies de mamíferos, exhibe la admirable destreza del científico para el dibujo, pero también los interesantes conocimientos de anatomía patológica generados en torno a los fósiles que ha ido poco a poco identificando. A los márgenes de las finas ilustraciones se pueden leer las anotaciones realizadas por el científico: el número de vértebras conservadas, la medida de una escápula, la longitud de un esternón, cálculos aproximados de las edades, entre otros tantos datos. De algunos esbozos se disparan flechas que apuntan hacia unos signos de interrogación. ¿Qué pasó en este fragmento de costilla que parece astillada? ¿Qué significa esta mancha oscura en un costado del tórax? “Contamos con la colección más grande de América Latina para hacer estudios de anatomía prehistórica”, afirma el zoólogo con la mirada sobre el esbozo de un camello americano, una de las especies que conforman la megafauna encontrada en el yacimiento.

El primer informe que recibió Ramírez cuando se instaló en el laboratorio mencionaba que habían sido encontrados tres ejemplares de camellos. “Pero, nada más revisar los fragmentos, a simple vista me di cuenta de que eran muchos más”, explica mientras toma en sus manos una fracción del enorme hueso del animal y lo acerca a otro. Las dos piezas encajan a la perfección. “Los huesos de mamíferos se caracterizan por amoldarse de forma única en cada cuerpo, ya que presentan poco cartílago articular y cuando se fosilizan, embonan. Por eso es fácil reconocer a qué esqueleto pertenece cada pedazo”, sentencia el especialista.

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La fortuna de encontrar distintos individuos de una especie en un mismo lugar, tal como ha sucedido en los terrenos del AIFA, ha posibilitado que los investigadores puedan llevar a cabo estudios comparativos e interpretar no solo la historia de vida de una manada, sino de cada animal, leerla en la particularidad de sus huesos. “Cada elemento que observamos en el material nos permite hacer la recuperación de lo que le sucedió al organismo: si sufría osteoporosis, si desarrolló una lesión tras una caída o una pelea, si se fracturó un fémur que luego soldó”, explica Ramírez. En las anotaciones de su cuaderno destacan algunas curiosidades: ejemplares con malformaciones en los miembros inferiores, un camello con una hernia en la cabeza femoral, un posible tumor en la cadera de uno de los mamuts...

“Tras descubrimientos de restos paleontológicos, la mayoría de las veces nos quedamos con solo la identificación de la especie, con el sexo, si fue una hembra o un macho, con la edad. Pero aquí estamos yendo mucho más allá, tratando de interpretar la existencia que desarrolló cada animal, qué condiciones ambientales propiciaron las malformaciones, qué detonó un posible cáncer. Estamos tratando de imaginar los dolores que tuvieron que sufrir aquellos organismos, trascendiendo de verlos como algo fantástico a seres que tuvieron una vida en la que enfermaban, que tuvieron que enfrentar una situación de supervivencia en un hábitat del que lo queremos conocer todo”, explica Aguilar.

Para ello, los científicos también están tratando de determinar, con diversas técnicas, de qué se alimentaban aquellos animales, si se desplazaban a otros sitios en búsqueda de comida o resguardo, y cuáles eran las condiciones ambientales que existían cuando se fosilizaron. Algunas de esas metodologías se basan en el análisis de ciertos elementos químicos presentes en el hueso o en el examen de desgaste dental tanto a nivel microscópico como macro, “en la observación de las marcas que dejan las ramas, por ejemplo”, aclara Ramírez.

Diversos estudios realizados en ejemplares de Estados Unidos y también en México en las últimas décadas han revelado que la dieta de los mamuts incluía, además de pasto, su alimento principal, hojas de árboles, arbustos y cactáceas, familia botánica a la que pertenecen los agaves del jardín que decora el pasillo principal que vertebra las salas y laboratorios del Cipaq.

Toda la información derivada de los análisis de molares y fechamientos de elementos químicos puede complementarse analizando otros rastros que fueron parte de aquel ecosistema prehistórico, como las bacterias que crecieron y cuya huella quedó petrificada en una roca. “Con más investigación podríamos hasta saber si las dietas afectaban al desarrollo de enfermedades”, cuenta Ramírez, emocionado al pensar que en su laboratorio se pueda desarrollar una especialidad científica tan particular como la paleopatología, una disciplina que posicione a su equipo a la vanguardia, como lo está siendo la paleogenómica, el estudio de ADN antiguo de mamuts degradado, el cual está presente en el material orgánico y depositado en el registro fósil. “Mediante los datos genéticos de los mamuts recuperados durante la construcción del AIFA, los que vivieron en la Cuenca de México, se está logrando saber cómo se relacionan evolutivamente con aquellos del resto de América y el mundo”, esclarece Corona.

Pintura que representa a los mamuts que alguna vez habitaron la Cuenca de México, exhibida en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, para Gatopardo.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, frente al Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

A la búsqueda de linajes en las huellas genéticas

Los mamuts se originaron hace aproximadamente seis millones de años en África, cuna de la humanidad y de tantas especies. Pero fue en el Pleistoceno tardío, tres millones de años después, cuando emigraron a Eurasia, donde se diversificaron. Una de las especies derivadas fue el estepario, que cruzó hasta el continente americano a través del puente de hielo que se formó durante las glaciaciones. “De aquella especie se generó el mamut colombino, el que pobló todo el norte de Estados Unidos, Canadá y el centro de México, el Altiplano, hasta llegar a Costa Rica”, detalla Corona. Las muestras de ADN antiguo encontrado durante las obras del aeropuerto empiezan a descifrar los posibles linajes que habitaron aquel enorme lago. “Los primeros resultados ya nos hablan de hasta tres poblaciones diferentes. Pero todavía queda mucho más por conocer, esperamos ver si los datos genéticos de los mamuts proveen información sobre la estructura social y familiar de estos individuos, así como estudiar si hay algún cambio en su diversidad genética que pudiera correlacionarse con cambios en el clima o la actividad humana”, afirma.

Para cuando los primeros pobladores llegaron a las tierras que hoy forman todo el territorio que abarca América, a finales del Pleistoceno, los mamuts ya llevaban tiempo habitándolas. Los restos humanos, líticos, las huellas de uso de los recursos faunísticos como alimento encontrados por arqueólogos en distintos yacimientos han dado cuenta de cómo aquellas poblaciones estaban especializadas en su caza. Los grupos que se instalaron en la Cuenca de México también convivieron con estos colosales mamíferos. “Pero en Santa Lucía las evidencias de su posible interacción son muy escasas”, aclara Corona. Aunque se conocen más de 200 localidades con fósiles de estos animales en el país, en menos de una veintena de ellas se han reportado evidencias de una asociación humano-mamut. Entre los pocos sitios que presentan hueso modificado de este mamífero destacan Santa Isabel Ixtapan, Valsequillo, Villa de Guadalupe, Santa Ana Tlacotenco y Tocuila, “donde se encontraron herramientas elaboradas con los restos, huesos cortados y afilados que sirvieron como raspadores”, explica el paleontólogo. En las excavaciones en San Antonio Xahuento, en Tultepec, muy cerca del aeropuerto, en 2019 se descubrió lo que podría ser un lugar de cacería y destazamiento de mamuts. En aquel lugar, los investigadores localizaron dos fosas de 1.70 metros de profundidad y 25 metros de diámetro que, aseguran, se utilizaron como trampas para la captura de los animales.

La única muestra de una relación prehistórica entre mamuts y humanos en el terreno de la Sedena es Yotzin. Su esqueleto, del que se recuperó 80%, pertenece a un hombre que llegó a medir 1.75 metros de estatura y que murió entre los 25 y los 30 años, según lo revelado por los estudios de antropología física. “Yotzin fue un posible cazador que, pensamos, pudo morir durante una cacería, ya que apareció sin rostro, ¡se lo desbarataron!”, relata Manzanilla. Entre la tierra excavada, en la misma capa donde se hallaron restos de mamuts, el equipo de Salvamento encontró a este hombre del Pleistoceno flexionado, con el tórax destruido y el cráneo roto a la altura de la nariz y el ojo izquierdo.

Un grupo escolar mira el esqueleto fosilizado de un mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
El fémur izquierdo fosilizado de un mamut, exhibido en el mismo museo.

Quinametzin: los gigantes que habitaron la Cuenca de México

Entender los distintos nexos que las poblaciones humanas desarrollaron con el resto de los animales constituye uno de los episodios más fascinantes de la antropología. No solo saber cómo fue esa relación de convivencia, sino la comprensión del valor que los distintos pueblos dieron a los remanentes petrificados de otras especies que vivieron antes que ellos y que solo conocieron en aspecto de fósil. “¿Te imaginas la reacción de un mexica al encontrarse un hueso de semejante tamaño mientras sacaba material para construir el Templo Mayor?”, pregunta Corona. Es posible, sostienen algunos expertos, que durante la construcción de las ciudades del México antiguo se hicieran hallazgos de animales que para entonces ya se habían extinguido. “Debió de causarles mucho asombro descubrir restos fósiles de mamuts, dientes de sable o mastodontes, esa megafauna que nunca conocieron con vida y cuyo aspecto tuvieron que imaginar”, reflexiona el paleontólogo.

Las únicas alusiones que han permitido crear narrativas de cómo fueron aquellos imaginarios culturales se encuentran en las crónicas que dejaron los españoles, en las Cartas de relación escritas por Hernán Cortés, en que describe la aparición de enormes molares en su propia casa erigida en lo que hoy es Coyoacán. O en La historia natural de la nueva España, las crónicas del explorador Francisco Hernández, “que cuentan las primeras expediciones científicas de la época, una enciclopedia donde se recogen pinturas, especies, la alimentación de aquellos pueblos originarios que les enseñaban enormes huesos que habían encontrado”, señala Corona. En esos escritos, los europeos dan referencia de la interpretación que los antiguos mexicanos pudieron hacer al encontrarse con estos colosales esqueletos, creados antes que ellos y a los que llamaron quinametzin, raza de gigantes. De origen nahua, es el nombre que recibe el museo del mamut del AIFA.

Inaugurado a principios de 2022, este espacio cultural, cuyo diseño estuvo a cargo de los especialistas del INAH, entre ellos Corona —responsable de elaborar su guion temático—, se conforma por seis salas con exposiciones permanentes. A lo largo de ellas, los visitantes pueden disfrutar uno de los pasajes más apasionantes de la prehistoria, desde una gran variedad de ámbitos que se van complementando: la cronología geológica de la región, el origen de la Cuenca de México, la biodiversidad de la zona y todo lo relativo a la existencia de mamuts, desde cómo fueron evolucionando o su interacción con los humanos hasta el imaginario cultural que generaron.

El centro museístico, creado con parte del presupuesto destinado al aeropuerto y en el que las visitas están a cargo de soldados del Ejército mexicano, también cuenta con un espacio virtual inmersivo a la megafauna y el ambiente del Pleistoceno, que se va reproduciendo las 24 horas del día, modelando la luz para emular el paisaje de entonces según la puesta o salida del sol.

Pero la sala más fascinante de todas es la que exhibe a animales que habitaron la zona en el Pleistoceno, paleoesculturas diseñadas con gran esmero y muestras óseas expuestas en vitrinas: la vértebra de un perezoso gigante, mandíbulas y garras, el diente de leche de un tigre dientes de sable y muchos fragmentos distintos de mamuts.

Una representación en miniatura de la era glacial en la región de la Cuenca de México, expuesta en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

Entre todas ellas, hay una pieza que parece custodiar al resto. Se trata de Nochipa, el esqueleto de mamut más completo que existe no solo en el museo, sino en todo el continente americano. “Salvo el cráneo, del que hicieron una réplica del original, y un hueso de la cola, está prácticamente todo el ejemplar”, explica Ramírez mientras señala la rodilla del enorme animal, una hembra de más de tres metros y medio de alto que vivió más de 40 años y que llevó más de ocho meses curar. En el hueso hacia el que apunta con el dedo el paleontólogo se puede observar una especie de discontinuidad, como una distorsión de color más amarillento que Ramírez ilustró en su cuaderno y que estaría evidenciando una malformación ósea en la última parte del fémur, “un problema de artritis”, señala el especialista. No es el único esqueleto de la muestra con algún indicio de enfermedad.

En la última sala, una ventana al suelo que recrea el proceso de excavación, los visitantes pueden mirar bajo sus pies y observar tras el vidrio el escenario reproducido en el que durante meses trabajó el equipo de Salvamento, una unidad de excavación donde yace otro de los ejemplares de mamut más completos. En este espacio también se puede apreciar una de las principales aportaciones del Agrupamiento de Ingenieros Felipe Ángeles de la Sedena. Se trata del Modelado de la Información de la Construcción (MIC), el equipo tecnológico que mediante escáner láser permitió recrear la evolución del yacimiento según se avanzaba en la excavación. Se trata de un modelo tridimensional para analizar cualquier proporción y detalle, tanto de los huesos como del contexto, durante las diferentes etapas de los trabajos. “Además de la información que aportaron los drones del Ejército, con sus potentes equipos se pudo producir virtualmente una excavación”, cuenta Manzanilla.

Investigación de frontera para construir hitos históricos

En la Cuenca de México, la mayoría de los hallazgos de restos humanos antiguos han sido accidentales, producto de intervenciones para la construcción de obras públicas y privadas o para la adecuación de los espacios. Lo que también sucede con los registros fósiles. “Los esqueletos de mamut que se han localizado en gran parte de todo el país son frecuentemente reportados por la gente que efectúa algún tipo de construcción”, señala Corona. El Museo Paleontológico de Tocuila, por ejemplo, a menos de 50 kilómetros del de Santa Lucía, surgió porque un habitante de la localidad decidió construir un pozo en su casa para extraer agua y se encontró unos huesos. “Gracias a que su vecino era arqueólogo, se pudo saber que eran de mamuts. La noticia corrió como pólvora por el pueblo y muchos otros vecinos empezaron a reportar más restos, con los que se creó la colección”, relata.

A diferencia del anterior, el proyecto de Santa Lucía no fue un hallazgo fortuito: “Salió adelante gracias a la existencia de un equipo de Salvamento que desveló el lugar paleontológico más inmenso de todo el país. ¡Y supone una llamada de atención! Debajo de este subsuelo hay mucha historia y, si hacemos la recuperación adecuada, podemos entender un poco mejor lo que sucedió en la tierra que pisamos y utilizamos”, manifiesta Aguilar. Aunque ella no participó en el trabajo de campo, “la parte más romántica del proyecto”, es una de las encargadas de la segunda fase. “La más desconocida e invisibilizada y que tiene una gran responsabilidad. Hablamos de buscar la permanencia de esas evidencias que ya forman parte de la colección o que esperan ser investigadas”, asegura. Muchos de los materiales recuperados siguen tal cual fueron encontrados en una cápsula, en su envoltura. “El trabajo fuerte es ver ahora cómo tratar de estabilizar las muestras e innovar con nuevas tecnologías con el fin de conservar en buenas condiciones todo lo extraído del yacimiento”.

Además de conseguir financiación para poder seguir investigando, otro de los retos más grandes que representa el descubrimiento del yacimiento es poder acceder al contenido de los materiales sin extraerlos de su protección. “Para evitar que por una mala praxis se nos destruyan”, expone la paleontóloga. Su equipo todavía trata de entender cuánto llevará este proceso de una curación tan grande en tan poco tiempo. “Recordemos que en dos años y medio se han sacado más de 50 000 restos de Santa Lucía, el mismo número de piezas de otras colecciones con 100 años de trabajos de excavación”, resalta. “Se trata de la andanza paleontológica más extraordinaria de la que podemos presumir como país”, asegura su colega Corona, para quien la construcción del AIFA ha servido como una gran oportunidad para llevar a cabo una investigación a gran escala y pionera en todo el país, con especialistas en las más diversas disciplinas: zoólogos, vulcanólogos, botánicos, físicos, geólogos y genetistas, entre tantas otras ramas del conocimiento. Para conocer México antes de que fuera México y poder crear el gran rompecabezas de un lejano pasado a través del análisis de la microfauna y los suelos, con los restos de ADN y vegetación antigua, con las pistas que dejaron unos gigantes como testigos de una vida que se extinguió.

Como explica Aguilar, los elementos hallados bajo el terreno militar “resultan muy valiosos para conocer lo que pasó en esta región hace muchos años y saber más sobre la llegada del hombre a la Cuenca de México, así como su impacto sobre la biodiversidad”. Pero también para reconstruir procesos de cambio en plantas y animales, para saber cómo fueron afectados por los cambios climáticos, conocimientos que pueden ayudar a entender “cómo las actividades de urbanización y expansión de la megaurbe de los últimos siglos han afectado al ecosistema actual”, puntualiza Corona.

Un hombre rehabilita la orilla de la laguna, donde miles de años atrás bebieron agua los mamuts.

Desde que Aguilar comenzó sus estudios en Paleontología, la importancia de esta disciplina ha ido evolucionando. “En mis primeras clases nos enseñaban que el presente es la clave del pasado. Si quiero entender lo que sucedió hace tanto tiempo tengo que usar herramientas del presente”. En los últimos años ese planteamiento ha ido permutando, “porque si bien lo anterior es cierto, el pasado es igual de importante para comprender el presente y pensar el futuro”, plantea la investigadora.

Cada relato que aguarda en un paquetito de los anaqueles de los laboratorios servirá para ello; desde el párrafo que describa la vértebra cancerosa de un mamut o el minúsculo fragmento de la vértebra de un ajolote hasta los microscópicos granos de polen prehistórico que quedaron atrapados entre rocas o las cenizas de los volcanes, eslabones que se mantuvieron ocultos durante tanto tiempo y que los científicos han vuelto a la luz. Expertos que, desde la rica variedad de sus investigaciones, tratan de crear una trama conjunta con base en hipótesis y certezas: en una cadena de causas y efectos ningún hecho puede estudiarse aisladamente.

A pesar de toda la información que ya ha arrojado el hallazgo de Santa Lucía, “las cuestiones más interesantes alrededor del yacimiento todavía no están resueltas, entre ellas, la razón por la que murieron aquellos gigantes”, confiesa Aguilar, volcada en un proyecto científico “que acaba de echar a andar y que producirá mucho contenido para las nuevas generaciones dedicadas a la investigación paleontológica”. Lo más apasionante que nos desvelan los restos de un terreno por el que hoy transitan viajeros y sobrevuelan los aviones es la cuantía de conocimiento surgido de sus entrañas, que espera a ser interpretado. La promesa de un relato apasionante sobre un pasado enigmático que aún está por escribirse.

Panorámica de la Laguna de Zumpango, un vestigio vivo de lo que fue el inmenso lago de Xaltocan.

Las fotografías que ilustran este reportaje fueron capturadas en película Kodak Portra 400, cortesía del laboratorio Foto Hércules, donde se revelaron y digitalizaron. Agradecemos su apoyo.

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Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

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El descubrimiento de un tesoro paleontológico en la profundidad de la Cuenca de México provocó el despliegue de un operativo científico nunca antes visto en el país.

El arqueólogo mexicano Rubén Manzanilla se encontraba fuera del país cuando recibió la noticia. En una fosa, a escasos metros del primer hallazgo, habían comenzado a emerger más esqueletos cubiertos de gravilla, muchísimos más. Un punzante colmillo junto a un enorme cráneo; a un lado, otros dos más pequeños; los restos de unas afiladas garras que, mucho tiempo atrás, en un remoto pasado, inmovilizaron a una temblorosa presa bajo su fuerza. Fue en ese momento que tomó conciencia de la envergadura del descubrimiento que estaba liderando.

Lo que yacía bajo el terreno militar de Santa Lucía abría una ventana mucho más amplia al pasado prehistórico de México, cuando, a principios de 2019, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) se puso en contacto con el equipo de la Dirección de Salvamento Arqueológico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la cual estaba bajo la responsabilidad de Manzanilla.

El Cuerpo de Ingenieros de la Sedena tenía planeado comenzar la ampliación de la Base Aérea Militar N.º 1 de Santa Lucía, así como la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), uno de los proyectos más ambiciosos anunciados por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que se construiría en los terrenos cedidos por la Sedena. Para avanzar en sus objetivos, necesitaban los permisos del INAH: “Había que asegurar que el terreno estaba limpio de vestigios”, aclara el arqueólogo. Cualquier obra pública o privada sobre un inmueble considerado monumento histórico o que colinda con él debe contar con una exploración previa del equipo de Salvamento. Y se sabía que aquella zona, administrada por los militares, estaba bajo sospecha de serlo.

Las obras aeroportuarias, que avanzaban bajo la orden de hacerlo a paso acelerado, debieron detenerse a cada rato según salían a la superficie más y más piezas óseas. A poca distancia de donde había asomado lo que parecía el fragmento de un hueso de tamaño considerable aparecía otro de mayor dimensión; para cuando un grupo de trabajadores daba por concluida la faena de retirar con mucho cuidado otro armazón, sus compañeros ya habían detectado otra unidad cercana con más restos.

Tan solo unos días antes, el 5 de noviembre de 2019, del colosal socavón, entre el polvo y la tierra removida, y con el ruido ensordecedor de la maquinaria pesada de fondo, había surgido aquella impresionante osamenta de mamut, la primera de todas. ¿Cuánto tiempo llevaría sepultada ahí, resguardada en aquellas tierras agrestes del Estado de México?

Hace 1.2 millones de años, durante el Pleistoceno tardío, la época de las últimas glaciaciones y de las incontables fluctuaciones de temperatura que dieron origen a una gran variedad de ecosistemas, los mamuts llegaron al continente americano y se extendieron desde el suroeste de Canadá hasta Costa Rica. A lo largo de todo México, desde Baja California hasta Oaxaca, poco a poco se han ido recuperando algunos de sus restos. Los últimos años, pero especialmente los noventa del siglo pasado, fueron realmente prolíficos en el descubrimiento de osamentas de estos grandes mamíferos, parientes de los elefantes. La Cuenca de México, un paisaje constituido por bosques, pastizales y matorrales, donde se erige una de las megaurbes más pobladas del mundo, es la zona del país con el mayor número de hallazgos de fauna prehistórica.

La urbanización desbocada de una ciudad que se fue expandiendo sin orden, dilatando a su vez las periferias hacia los cerros más empinados, y la ejecución de obras civiles a disposición de una construcción rapaz y sin control alguno fueron factores clave para desvelar y recuperar vestigios de gran relevancia histórica y cultural en el país, entre ellos tantos fósiles.

Desde Guayaquil, Ecuador, donde se encontraba por un viaje profesional, justo en los días en los que la obra de Santa Lucía comenzó a arrojar más y más evidencias de un pasado tan fascinante como revelador, Manzanilla, responsable de la excavación, seguía pendiente de cada uno de los progresos sobre el terreno. “Cuando la maquinaria y trabajadores de la obra detectaban algo, se detenía todo y entraban arqueólogos con su equipo”, explica el investigador del INAH.

En los últimos años, hallazgos ocurridos en diversos municipios de la zona metropolitana de la Cuenca de México, como en los municipios de Tultepec y Zumpango, en el que se asienta precisamente Santa Lucía, habían evidenciado la presencia de yacimientos. Desde los años cincuenta, cuando se edificó la base militar, “este terreno ya figuraba como uno de los sitios de la Cuenca de México con registros fósiles de mamuts”, explica el director del equipo de Salvamento, quien, en mayo de 2019, junto a otros dos compañeros arqueólogos, llevó a cabo un recorrido de prospección del polígono donde se iba a levantar la nueva construcción. Bajo aquellos suelos se extendía el lago Xaltocan, uno de los más importantes del México antiguo, habitado por diversos pueblos, como el otomí y el nahua, aquellos que dejaron un hermoso legado alrededor de la fabricación de textiles y su cosmovisión, entre otros saberes. Pero antes, mucho antes, hace unos 10 000 a 11 000 años, existió un cuerpo de agua aún más extenso que aquel conocido por los españoles del siglo XVI, un lago inmenso en el que mamíferos colosales deambularon por sus orillas para saciar la sed, como descubrirían los investigadores después.

Durante el recorrido de prospección por el terreno, el equipo de expertos se percató de que había indicios de vestigios que rescatar y elaboró su dictamen: la obra podría seguir adelante solo con su rigurosa supervisión. Así llegaron al lugar para dar comienzo a la excavación arqueológica. “Los antecedentes nos hacían pensar que podríamos encontrar al menos cinco o seis mamuts aislados. ¡No nos imaginábamos que todo el polígono estuviera tapizado con los esqueletos de estos animales!”, expresa Manzanilla, todavía sorprendido por aquella revelación. “Lo que se empezó a encontrar bajo ese suelo rebasó todas las expectativas”, destaca también Joaquín Arroyo, uno de los paleontólogos responsables de coordinar el proyecto paralelo que se ejecutó con el del equipo de Salvamento según se iba ampliando la obra aeroportuaria y los hallazgos empezaban a medrar de forma exponencial.

Una vez de regreso en México para seguir dirigiendo la misión, Manzanilla vería con sus propios ojos cómo de todos los frentes de excavación salía a diario una sorpresa detrás de otra, reliquia tras reliquia. Ante la atónita mirada de asombro y admiración de los peones de la obra, a menos de cinco metros de profundidad, de las canteras asomaban a cada rato cuantiosos restos de mamuts, entre otros de gliptodontes, dientes de sable, perezosos, osos, camellos, caballos, lobos, bisontes: las especies más grandes que durante el Pleistoceno tardío —cuando la configuración de los continentes tal como los conocemos ya se había establecido, la época más cercana a nosotros, a nuestra civilización— constituyeron la fauna que habitaba esta región del país.

Tras la revelación de aquel tremendo acervo óseo se creó el proyecto de investigación “Prehistoria y paleoambientes en el noroeste de la Cuenca de México”, para el que Arroyo fue comisionado junto a otros dos expertos en el ámbito. Con el fin de que aquellas reliquias fueran retiradas sin sufrir ningún daño en el proceso y poder desvelar con ellas cómo evolucionó la vida que una vez habitó los terrenos que ahora sobrevuelan los aviones del AIFA, se formó un equipo multidisciplinario nunca antes visto en el país, un grupo de expertos en diversas disciplinas que están permitiendo ofrecer fascinantes lecturas del paisaje actual en el que se enmarca el aeropuerto, flanqueado aún por los volcanes de antaño.

El trabajo en las zonas de excavación empezó a ser tan inabarcable para el equipo de Salvamento que el número que conformaba originalmente la plantilla de rescate se disparó de la noche a la mañana. “Tuvimos que acordar con la Sedena que nos ampliaran el número de arqueólogos, que pasamos de seis a más de 50, cada uno con ocho trabajadores bajo su cargo”, detalla Manzanilla. “¡Nadie sospechaba la dimensión que alcanzaría este proyecto!”, exclama todavía emocionado Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, codirector del nuevo proyecto de investigación que se creó y quien ejercería un papel imprescindible en todo el proceso de resguardo y curaduría de los restos rescatados. Además de la coordinación de restauración paleontológica se tuvo que contratar personal de muchos otros ámbitos: el número de trabajadores en la excavación se llegó a contar en un promedio de 400 por jornada, y alcanzó la cifra de 800 en algunas ocasiones; peones y albañiles que, como expresa Corona, no tenían formación académica, “pero sí con mucha experiencia y saberes que los capacitaban como los mejores para aquella delicada labor”.

Temporada de mamuts en Santa Lucía
El paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez muestra el dibujo de un mamut que realizó como parte de la investigación científica del yacimiento en Santa Lucía. Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq), Estado de México.
Restos de mamut en el Cipaq.
Restos fósiles de mamut envueltos en plástico protector en el Cipaq, Santa Lucía, Estado de México.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores y Ángel Alejandro Ramírez, en el Cipaq.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores (izquierda) y Ángel Alejandro Ramírez (derecha), en el Cipaq.

A aquella titánica tarea de rescate que tantos obstáculos tuvo que sortear, como las prisas y presión ejercidas desde los altos mandos del Gobierno por acabar la megaobra, se le atravesó otra circunstancia impredecible. El proyecto de investigación fue aprobado justo después de que se declarara la pandemia por covid-19 en México, a principios de 2020, un periodo de mucha incertidumbre y temor. A pesar de encarar un brote en el que más de 20 arqueólogos y trabajadores se enfermaron, además de la baja de algunos ingenieros militares y gente del equipo de Salvamento que no sobrevivieron al virus, el proyecto siguió adelante sin descanso.

“Algunas de las áreas de exploración se podían concluir en dos semanas, pero otras tenían tanta acumulación de restos que las labores de excavación se extendieron hasta más de 10 meses”, relata Arroyo. Entre ellas, la localizada en lo que fue la orilla del lago de Xaltocan, donde se contaron más de 7 000 restos óseos, de entre los que salieron las osamentas mejor conservadas.

Tras dos años y medio de obras, de Santa Lucía se llegaron a rescatar unos 60 000 huesos pertenecientes a uno de los mamíferos más inmensos que habitaron el planeta, lo que convirtió el terreno militar no solo en el sitio paleontológico de mayor tamaño del país, sino en el acervo más grande en territorio latinoamericano, uno de los depósitos con restos de mamuts más extensos de Norteamérica. “Decimos que es uno de los yacimientos más importantes del Pleistoceno tardío de todo el continente por mantenernos humildes. Porque, en realidad, se trata de uno de los más importantes del mundo”, asegura Corona con una voz en que la emoción solapa la timidez con la que enuncia sus palabras y refleja la magnitud del descubrimiento.

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“En un principio, al observar la gran cantidad de ejemplares que salieron, se manejó la hipótesis de que podría tratarse de un cementerio, sobre todo asumiendo el comportamiento de sus parientes vivos más cercanos, los elefantes, que entierran a los miembros de la manada en un lugar específico”, explica la paleontóloga Felisa J. Aguilar, investigadora del INAH en Coahuila. Aquella prematura suposición enseguida fue desechada, pues los restos óseos extraídos de las obras incluían a ejemplares de joven edad, también crías. “Pensamos que los animales pudieron morir al quedar atrapados en el lago debido a que su profundidad variaba e, incluso, llegaba a desecarse hasta quedar convertido en un espacio pantanoso”, puntualiza la especialista.

Lo más llamativo de la compilación ósea de aquellos animales era la diversidad que presentaba, calculada en unos 500 ejemplares. “No todos ellos vivieron al mismo tiempo, del yacimiento salieron piezas de diferentes capas estratificadas, que nos hablan de 1 000 años o cientos de miles de años de diferencia, lo que nos está permitiendo investigar cambios de ecosistemas”, desvela Aguilar.

Lo que cuentan las capas del suelo

Precisamente en esa singularidad radica la trascendencia de los depósitos del AIFA, “en la importancia de la sucesión de paisajes, en la Cuenca de México, en una extensa brecha de tiempo”, desvela Corona. En las excavaciones para la construcción de las pistas de aterrizaje se pudo observar una secuencia estratigráfica de gran profundidad que muestra la evolución del lago, desde su constitución como un cuerpo de agua profundo durante el Pleistoceno, su transición hacia un pantano y su desecación durante el Holoceno, la época geológica que comenzó al final de la última glaciación, “la época más fría de las frías”, como Corona se refiere a ella: el tiempo en el que nuestra especie pudo observar esa diversidad de fauna y ser testigo de su desaparición. Tras este cambio temporal en el que tuvo lugar la quinta extinción masiva de grandes mamíferos, el clima se volvió después más suave para la supervivencia, y la especie humana desarrolló la agricultura y la civilización.

Se trata de episodios de la historia que se van completando no solo con la información que arrojan los fósiles, también con los testimonios que atesora el suelo bajo el aeropuerto, un testigo cuyo lenguaje se articula de sedimentos. “Es la primera vez que tenemos acceso a un modelo estratificado que permite investigar la vida en distintas etapas por las que pasó la región, que nos posibilita hacer estudios diacrónicos, es decir, análisis de fenómenos a lo largo de un periodo de tiempo para verificar los cambios que se produjeron. ¡Algo muy extraordinario!”, refiere Corona conmovido.

En Santa Lucía, los geólogos partícipes de la investigación tuvieron acceso a paredes con perfiles de más de 15 metros que les han permitido tener una lectura estratigráfica de lo que los expertos creen —porque no se han determinado fechas absolutas— que sucedió hasta 200 000 años atrás en la Cuenca de México. “Un libro de historia que podemos ir poco a poco hojeando, analizando, interpretando”, refiere el paleontólogo.

Y si bien no en toda la extensa fracción de sedimentos hay presencia de fauna en los depósitos, otro tipo de pistas pueden ayudar a la reconstrucción de los ambientes en esos intervalos de tiempo, como los restos de flora que también se preservaron o los elementos químicos que analizan los expertos. Estudios de polen obtenido de otra secuencia estratigráfica excavada hace más de 40 años, muy cerca de los terrenos del AIFA, ya arrojaron evidencias de la variación que sufrió el clima en aquella época, que pasó de frío a cálido y seco, lo que causó el descenso del lago. Y así, con el escrutinio de una pista y otra, los investigadores van descifrando la evolución paleoambiental del terreno. “Es como si tuviéramos un pastel abierto frente a nosotros, del que podemos observar sus distintas capas: la de chocolate, la de crema, la de fresa… Cada una de ellas con sus sabores y texturas, con una composición diferente muy determinada, permite entender cómo fueron modificándose las condiciones de los ecosistemas”, ejemplifica el paleontólogo.

En la capa más cercana a la superficie de los yacimientos, al sur del terreno, se encontraron los vestigios arqueológicos, donde ahora están construidas las principales pistas de aterrizaje del aeropuerto. “Y nos cuentan que Xaltocan fue un lago salado que ocuparon los diferentes grupos que llegaron a la Cuenca”, revela Manzanilla. Aquellos antiguos habitantes dedicados a la agricultura también cazaban aves de las que se alimentaban. “En el yacimiento encontramos evidencias de trampas y restos de pelícanos y garzas cocinados”, relata el experto, cuyo equipo también descubrió un sitio teotihuacano repleto de restos mexicas y remanencias de chinampas, justo donde la Sedena iba a construir una planta de basalto. “Aquel lugar había sido reportado hace tiempo por una arqueóloga norteamericana, pero nunca se dijo dónde estaba. ¡Y nosotros lo encontramos!, manifiesta orgulloso el director de Salvamento.

En las siguientes capas de los sedimentos se puede leer un salto de tiempo de más de 10 000 años, donde quedaban cenizas, las huellas de la gran actividad volcánica que vivió la región entonces. Y tres estratos más por debajo de los restos de aquellas erupciones de fuego, los investigadores encontraron la evidencia de un lago somero, de poca profundidad, muy lodoso, y que perduró 11 000 o 15 000 años antes del presente, el extenso periodo en el que vivieron los mamuts y otros mamíferos encontrados en el yacimiento. “A excepción de la correspondiente al Holoceno, estos animales estaban distribuidos a lo largo de distintas capas, líneas de tiempo”, explica Corona.

El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
Huevo fosilizado de un flamenco, en el Cipaq, Estado de México.
El paleontólogo Moreno Flores sostiene en su mano el huevo fosilizado de un flamenco. Hasta ahora solo se han encontrado dos fósiles de este tipo en el mundo. Este ejemplar es el único en América Latina y lo resguarda el Cipaq.
Temporada de mamuts en Santa Lucía: etiqueta de registro del INAH.
Etiqueta de registro del INAH colocada en un fósil de mamut, la cual facilita su clasificación en el Cipaq.

La delicada y cuidadosa labor de conservación

Tal fue la cantidad de megafauna que apareció debajo de donde hoy se erige un aeropuerto —un paisaje en el que la mayoría de personas solo vemos pistas de aterrizaje, edificios, avenidas y cerros— que el material tuvo que ser trasladado hasta tres veces a distintos espacios para asegurar su conservación. “¡Salían tantos huesos de las excavaciones que no sabíamos qué hacer con ellos!”, recuerda Arroyo. La logística para guardar la colección fue una de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los científicos.

Cada uno de los elementos que surgieron del complejo, de los más de 500 puntos de hallazgo desenterrados bajo la superficie de la base aérea y el futuro aeropuerto, debía ser resguardado en algún lugar seguro. “Empezamos a llevarlos a un pequeño hangar, pero pronto se volvió muy pequeño. Después, las traspasamos a un cuartel militar más grande, que pronto resultó también insuficiente”, relata Arroyo. “El cráneo de un solo ejemplar de mamut con sedimento adherido llega a pesar los 400 kilos”, detalla Corona, dando cuenta de las dimensiones que deben ser gestionadas. Debido a la falta de espacio para guardar los huesos surgió la idea de crear tanto un área de colección como un centro de investigación, el moderno edificio color piedra que hoy se alza a pocos metros del aeropuerto. Frente a su puerta principal, se eleva la escultura de un mamut en tamaño real.

Una de las principales actividades del Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq) es la preparación de los restos óseos recuperados en el AIFA. “Esta intervención es fundamental para que una colección pueda llegar al fin último de su destino, ya sea en una exhibición o como parte de un acervo de consulta. ¡Y que nos duren por cientos de años!”, manifiesta Aguilar. “Todo el proceso de curación, la extracción de cada pieza de los embalajes, conservarlas con los químicos, catalogarlas, dejar todo el material preparado para la posteridad es un proyecto que va a llevar varias generaciones”, opina Arroyo.

Tan pronto como se descubre el material óseo, los huesos comienzan un proceso de desecado y deterioro, “por lo que es necesario un tratamiento que evite que acaben pulverizados”, explica el biólogo José Omar Moreno Flores mientras camina por el taller de restauración y conservación donde se aplican las estrategias de preservación preventiva.

Durante las exploraciones en campo se brindaron estos primeros auxilios para estabilizar los huesos y poderlos extraer de las unidades de excavación, pero los procesos de conservación, tan detallados y cuidadosos, requieren un mantenimiento constante para poder preservarse en las mejores condiciones a largo plazo. “El objetivo es proteger la forma de los huesos y reforzar la estructura de los materiales, pero procurando que no se pierda la información que proporcionan para las investigaciones en curso y futuras —revela el biólogo mientras señala unos frascos con las distintas mezclas—. Antes de intervenir los restos óseos se debe hacer una identificación de sales para saber cuál es la mejor fórmula para tratarlos y no romperlos —aclara. El proceso curatorial no es nada sencillo—. Hay que observar bien qué tenemos en cada pieza, cómo se conservó, decidir qué es lo más urgente con lo que trabajar”, cuenta el experto encargado de las colecciones y uno de los ocho especialistas que trabajan actualmente en el Cipaq. Como explica este experto, que también participó en la fase de identificación del material durante las excavaciones como parte del equipo de Salvamento, “todo el complejo está climatizado”, con la temperatura y la humedad controladas para que no dañen las muestras guardadas en bolsas, tubos, cajitas especiales. La especialidad de Moreno Flores son los vertebrados pequeños: peces, serpientes, tortugas, ajolotes, ratoncitos… Se trata de uno de los campos que más información pueden aportar sobre el noroeste de la Cuenca de México y que reafirma la existencia del gran paleolago en esta región.

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De entre las joyas de la colección destaca un huevo de flamenco en un excepcional estado de conservación. “En el mundo, solo se han encontrado dos fósiles así, este es el único de América Latina —anuncia Corona, uno de los autores del descubrimiento. El huevo fósil se halló en la séptima capa estratigráfica del yacimiento, aproximadamente a 30 centímetros de profundidad, dentro de arcillas y lutitas con algunas raíces mineralizadas de los sedimentos lacustres—. Es muy raro encontrar huevos enteros, siempre se descubren en pedacitos, en cascaritas. Pero lo más interesante es lo que revela”, asegura.

El cascarón fosilizado de estas aves, que en la actualidad solo se hallan de forma endémica en la península de Yucatán y el Caribe, “nos hace asumir que los flamencos formaron parte de este antiguo paisaje lacustre. Que las aguas de la Cuenca de México fueron una vez cálidas y altas en salinidad y alcalinidad, condiciones para que pudieran existir, que los lagos sufrieron después una cantidad importante de cambios, posiblemente por la influencia ambiental derivada de las glaciaciones y la intensa actividad volcánica”, aclara el paleontólogo mientras regresa la delicada pieza con mucho cuidado a su envoltura.

A su lado, sobre una larga mesa se extienden centenares de pequeñas bolsitas transparentes con los diminutos y frágiles huesos, cada una con una etiqueta en la que se escribió a mano la especie y fragmento óseo al que pertenece, la unidad de excavación, la fecha de rescate, la capa y profundidad a la que se encontró, el nombre del científico que la curó. “Los huesos de los mamuts son los más llamativos, pero los pequeños, algunos microscópicos, son los que más información aportan de cómo les afectaban los cambios a diferentes organismos de un mismo ecosistema”, expone Moreno Flores, al tiempo que se asoma a las lentes de un microscopio que apunta con su luz blanca a la vértebra de una culebra.

“Mientras que en otros países el estudio paleontológico de microvertebrados es más sistemático, en México batallamos con esta línea de investigación, a pesar de lo valiosa que es”, reconoce Aguilar, responsable académica del centro de investigación. Con el paso del tiempo sobre la Tierra, cada especie, por insignificante que parezca, viviente o extinta, forma parte de todo un conjunto, envuelta en una interrelación mutable con el resto. “Y al ser de un tamaño pequeño no se desplazan tanto y están mucho más especializados a las condiciones del ambiente en el que vivieron, por lo que reflejan muy bien el paisaje. Y los datos que brindan sirven para complementar o corroborar la información extraída de los propios sedimentos, cuentan de la temperatura, de la salinidad, de la humedad, nos ayudan a entender la salud del lago”, expone.

La asociación de los restos de organismos fósiles con los eventos tanto climáticos como geológicos a nivel mundial y en escalas locales permiten no solo entender cómo era el pasado, sino compararlo con el presente. “También conocer cómo se dieron los cambios geográficos debido a la actividad volcánica que impactó en todos los organismos y en los cuerpos de agua”, aclara la experta. Un aspecto fascinante de la investigación resultante de este proyecto, asegura Corona, “es poder extraer una visión más integral de la fauna y el ambiente, de forma que los datos paleontológicos se conecten con la actualidad”. El origen, la evolución y la distribución de las especies están fuertemente influidos por las condiciones climatológicas en las cuales viven los organismos. “Y esta investigación debería servir para hacernos reflexionar sobre los posibles impactos del cambio climático”, sentencia.

Réplicas paleoartísticas de defensas de mamut exhibidas en el estacionamiento del Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Estatua en honor a los trabajadores de la Sedena que construyeron el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles en la Base Aérea Militar N.º 1, Santa Lucía.

Historias de vida en cada hueso

Una de las líneas de investigación más prometedoras que se están desarrollando a raíz de todos los esqueletos exhumados en Santa Lucía es el análisis de enfermedades, liderado por el paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez. “¡Tras el trabajo de curación viene el de la interpretación ósea!”, anuncia el biólogo en un tono apasionado mientras muestra las páginas de su libreta, junto a dos enormes fémures, sobre la mesa metálica.

El cuaderno, repleto de esqueletos completos y de extremidades de diversas especies de mamíferos, exhibe la admirable destreza del científico para el dibujo, pero también los interesantes conocimientos de anatomía patológica generados en torno a los fósiles que ha ido poco a poco identificando. A los márgenes de las finas ilustraciones se pueden leer las anotaciones realizadas por el científico: el número de vértebras conservadas, la medida de una escápula, la longitud de un esternón, cálculos aproximados de las edades, entre otros tantos datos. De algunos esbozos se disparan flechas que apuntan hacia unos signos de interrogación. ¿Qué pasó en este fragmento de costilla que parece astillada? ¿Qué significa esta mancha oscura en un costado del tórax? “Contamos con la colección más grande de América Latina para hacer estudios de anatomía prehistórica”, afirma el zoólogo con la mirada sobre el esbozo de un camello americano, una de las especies que conforman la megafauna encontrada en el yacimiento.

El primer informe que recibió Ramírez cuando se instaló en el laboratorio mencionaba que habían sido encontrados tres ejemplares de camellos. “Pero, nada más revisar los fragmentos, a simple vista me di cuenta de que eran muchos más”, explica mientras toma en sus manos una fracción del enorme hueso del animal y lo acerca a otro. Las dos piezas encajan a la perfección. “Los huesos de mamíferos se caracterizan por amoldarse de forma única en cada cuerpo, ya que presentan poco cartílago articular y cuando se fosilizan, embonan. Por eso es fácil reconocer a qué esqueleto pertenece cada pedazo”, sentencia el especialista.

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La fortuna de encontrar distintos individuos de una especie en un mismo lugar, tal como ha sucedido en los terrenos del AIFA, ha posibilitado que los investigadores puedan llevar a cabo estudios comparativos e interpretar no solo la historia de vida de una manada, sino de cada animal, leerla en la particularidad de sus huesos. “Cada elemento que observamos en el material nos permite hacer la recuperación de lo que le sucedió al organismo: si sufría osteoporosis, si desarrolló una lesión tras una caída o una pelea, si se fracturó un fémur que luego soldó”, explica Ramírez. En las anotaciones de su cuaderno destacan algunas curiosidades: ejemplares con malformaciones en los miembros inferiores, un camello con una hernia en la cabeza femoral, un posible tumor en la cadera de uno de los mamuts...

“Tras descubrimientos de restos paleontológicos, la mayoría de las veces nos quedamos con solo la identificación de la especie, con el sexo, si fue una hembra o un macho, con la edad. Pero aquí estamos yendo mucho más allá, tratando de interpretar la existencia que desarrolló cada animal, qué condiciones ambientales propiciaron las malformaciones, qué detonó un posible cáncer. Estamos tratando de imaginar los dolores que tuvieron que sufrir aquellos organismos, trascendiendo de verlos como algo fantástico a seres que tuvieron una vida en la que enfermaban, que tuvieron que enfrentar una situación de supervivencia en un hábitat del que lo queremos conocer todo”, explica Aguilar.

Para ello, los científicos también están tratando de determinar, con diversas técnicas, de qué se alimentaban aquellos animales, si se desplazaban a otros sitios en búsqueda de comida o resguardo, y cuáles eran las condiciones ambientales que existían cuando se fosilizaron. Algunas de esas metodologías se basan en el análisis de ciertos elementos químicos presentes en el hueso o en el examen de desgaste dental tanto a nivel microscópico como macro, “en la observación de las marcas que dejan las ramas, por ejemplo”, aclara Ramírez.

Diversos estudios realizados en ejemplares de Estados Unidos y también en México en las últimas décadas han revelado que la dieta de los mamuts incluía, además de pasto, su alimento principal, hojas de árboles, arbustos y cactáceas, familia botánica a la que pertenecen los agaves del jardín que decora el pasillo principal que vertebra las salas y laboratorios del Cipaq.

Toda la información derivada de los análisis de molares y fechamientos de elementos químicos puede complementarse analizando otros rastros que fueron parte de aquel ecosistema prehistórico, como las bacterias que crecieron y cuya huella quedó petrificada en una roca. “Con más investigación podríamos hasta saber si las dietas afectaban al desarrollo de enfermedades”, cuenta Ramírez, emocionado al pensar que en su laboratorio se pueda desarrollar una especialidad científica tan particular como la paleopatología, una disciplina que posicione a su equipo a la vanguardia, como lo está siendo la paleogenómica, el estudio de ADN antiguo de mamuts degradado, el cual está presente en el material orgánico y depositado en el registro fósil. “Mediante los datos genéticos de los mamuts recuperados durante la construcción del AIFA, los que vivieron en la Cuenca de México, se está logrando saber cómo se relacionan evolutivamente con aquellos del resto de América y el mundo”, esclarece Corona.

Pintura que representa a los mamuts que alguna vez habitaron la Cuenca de México, exhibida en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, para Gatopardo.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, frente al Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

A la búsqueda de linajes en las huellas genéticas

Los mamuts se originaron hace aproximadamente seis millones de años en África, cuna de la humanidad y de tantas especies. Pero fue en el Pleistoceno tardío, tres millones de años después, cuando emigraron a Eurasia, donde se diversificaron. Una de las especies derivadas fue el estepario, que cruzó hasta el continente americano a través del puente de hielo que se formó durante las glaciaciones. “De aquella especie se generó el mamut colombino, el que pobló todo el norte de Estados Unidos, Canadá y el centro de México, el Altiplano, hasta llegar a Costa Rica”, detalla Corona. Las muestras de ADN antiguo encontrado durante las obras del aeropuerto empiezan a descifrar los posibles linajes que habitaron aquel enorme lago. “Los primeros resultados ya nos hablan de hasta tres poblaciones diferentes. Pero todavía queda mucho más por conocer, esperamos ver si los datos genéticos de los mamuts proveen información sobre la estructura social y familiar de estos individuos, así como estudiar si hay algún cambio en su diversidad genética que pudiera correlacionarse con cambios en el clima o la actividad humana”, afirma.

Para cuando los primeros pobladores llegaron a las tierras que hoy forman todo el territorio que abarca América, a finales del Pleistoceno, los mamuts ya llevaban tiempo habitándolas. Los restos humanos, líticos, las huellas de uso de los recursos faunísticos como alimento encontrados por arqueólogos en distintos yacimientos han dado cuenta de cómo aquellas poblaciones estaban especializadas en su caza. Los grupos que se instalaron en la Cuenca de México también convivieron con estos colosales mamíferos. “Pero en Santa Lucía las evidencias de su posible interacción son muy escasas”, aclara Corona. Aunque se conocen más de 200 localidades con fósiles de estos animales en el país, en menos de una veintena de ellas se han reportado evidencias de una asociación humano-mamut. Entre los pocos sitios que presentan hueso modificado de este mamífero destacan Santa Isabel Ixtapan, Valsequillo, Villa de Guadalupe, Santa Ana Tlacotenco y Tocuila, “donde se encontraron herramientas elaboradas con los restos, huesos cortados y afilados que sirvieron como raspadores”, explica el paleontólogo. En las excavaciones en San Antonio Xahuento, en Tultepec, muy cerca del aeropuerto, en 2019 se descubrió lo que podría ser un lugar de cacería y destazamiento de mamuts. En aquel lugar, los investigadores localizaron dos fosas de 1.70 metros de profundidad y 25 metros de diámetro que, aseguran, se utilizaron como trampas para la captura de los animales.

La única muestra de una relación prehistórica entre mamuts y humanos en el terreno de la Sedena es Yotzin. Su esqueleto, del que se recuperó 80%, pertenece a un hombre que llegó a medir 1.75 metros de estatura y que murió entre los 25 y los 30 años, según lo revelado por los estudios de antropología física. “Yotzin fue un posible cazador que, pensamos, pudo morir durante una cacería, ya que apareció sin rostro, ¡se lo desbarataron!”, relata Manzanilla. Entre la tierra excavada, en la misma capa donde se hallaron restos de mamuts, el equipo de Salvamento encontró a este hombre del Pleistoceno flexionado, con el tórax destruido y el cráneo roto a la altura de la nariz y el ojo izquierdo.

Un grupo escolar mira el esqueleto fosilizado de un mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
El fémur izquierdo fosilizado de un mamut, exhibido en el mismo museo.

Quinametzin: los gigantes que habitaron la Cuenca de México

Entender los distintos nexos que las poblaciones humanas desarrollaron con el resto de los animales constituye uno de los episodios más fascinantes de la antropología. No solo saber cómo fue esa relación de convivencia, sino la comprensión del valor que los distintos pueblos dieron a los remanentes petrificados de otras especies que vivieron antes que ellos y que solo conocieron en aspecto de fósil. “¿Te imaginas la reacción de un mexica al encontrarse un hueso de semejante tamaño mientras sacaba material para construir el Templo Mayor?”, pregunta Corona. Es posible, sostienen algunos expertos, que durante la construcción de las ciudades del México antiguo se hicieran hallazgos de animales que para entonces ya se habían extinguido. “Debió de causarles mucho asombro descubrir restos fósiles de mamuts, dientes de sable o mastodontes, esa megafauna que nunca conocieron con vida y cuyo aspecto tuvieron que imaginar”, reflexiona el paleontólogo.

Las únicas alusiones que han permitido crear narrativas de cómo fueron aquellos imaginarios culturales se encuentran en las crónicas que dejaron los españoles, en las Cartas de relación escritas por Hernán Cortés, en que describe la aparición de enormes molares en su propia casa erigida en lo que hoy es Coyoacán. O en La historia natural de la nueva España, las crónicas del explorador Francisco Hernández, “que cuentan las primeras expediciones científicas de la época, una enciclopedia donde se recogen pinturas, especies, la alimentación de aquellos pueblos originarios que les enseñaban enormes huesos que habían encontrado”, señala Corona. En esos escritos, los europeos dan referencia de la interpretación que los antiguos mexicanos pudieron hacer al encontrarse con estos colosales esqueletos, creados antes que ellos y a los que llamaron quinametzin, raza de gigantes. De origen nahua, es el nombre que recibe el museo del mamut del AIFA.

Inaugurado a principios de 2022, este espacio cultural, cuyo diseño estuvo a cargo de los especialistas del INAH, entre ellos Corona —responsable de elaborar su guion temático—, se conforma por seis salas con exposiciones permanentes. A lo largo de ellas, los visitantes pueden disfrutar uno de los pasajes más apasionantes de la prehistoria, desde una gran variedad de ámbitos que se van complementando: la cronología geológica de la región, el origen de la Cuenca de México, la biodiversidad de la zona y todo lo relativo a la existencia de mamuts, desde cómo fueron evolucionando o su interacción con los humanos hasta el imaginario cultural que generaron.

El centro museístico, creado con parte del presupuesto destinado al aeropuerto y en el que las visitas están a cargo de soldados del Ejército mexicano, también cuenta con un espacio virtual inmersivo a la megafauna y el ambiente del Pleistoceno, que se va reproduciendo las 24 horas del día, modelando la luz para emular el paisaje de entonces según la puesta o salida del sol.

Pero la sala más fascinante de todas es la que exhibe a animales que habitaron la zona en el Pleistoceno, paleoesculturas diseñadas con gran esmero y muestras óseas expuestas en vitrinas: la vértebra de un perezoso gigante, mandíbulas y garras, el diente de leche de un tigre dientes de sable y muchos fragmentos distintos de mamuts.

Una representación en miniatura de la era glacial en la región de la Cuenca de México, expuesta en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

Entre todas ellas, hay una pieza que parece custodiar al resto. Se trata de Nochipa, el esqueleto de mamut más completo que existe no solo en el museo, sino en todo el continente americano. “Salvo el cráneo, del que hicieron una réplica del original, y un hueso de la cola, está prácticamente todo el ejemplar”, explica Ramírez mientras señala la rodilla del enorme animal, una hembra de más de tres metros y medio de alto que vivió más de 40 años y que llevó más de ocho meses curar. En el hueso hacia el que apunta con el dedo el paleontólogo se puede observar una especie de discontinuidad, como una distorsión de color más amarillento que Ramírez ilustró en su cuaderno y que estaría evidenciando una malformación ósea en la última parte del fémur, “un problema de artritis”, señala el especialista. No es el único esqueleto de la muestra con algún indicio de enfermedad.

En la última sala, una ventana al suelo que recrea el proceso de excavación, los visitantes pueden mirar bajo sus pies y observar tras el vidrio el escenario reproducido en el que durante meses trabajó el equipo de Salvamento, una unidad de excavación donde yace otro de los ejemplares de mamut más completos. En este espacio también se puede apreciar una de las principales aportaciones del Agrupamiento de Ingenieros Felipe Ángeles de la Sedena. Se trata del Modelado de la Información de la Construcción (MIC), el equipo tecnológico que mediante escáner láser permitió recrear la evolución del yacimiento según se avanzaba en la excavación. Se trata de un modelo tridimensional para analizar cualquier proporción y detalle, tanto de los huesos como del contexto, durante las diferentes etapas de los trabajos. “Además de la información que aportaron los drones del Ejército, con sus potentes equipos se pudo producir virtualmente una excavación”, cuenta Manzanilla.

Investigación de frontera para construir hitos históricos

En la Cuenca de México, la mayoría de los hallazgos de restos humanos antiguos han sido accidentales, producto de intervenciones para la construcción de obras públicas y privadas o para la adecuación de los espacios. Lo que también sucede con los registros fósiles. “Los esqueletos de mamut que se han localizado en gran parte de todo el país son frecuentemente reportados por la gente que efectúa algún tipo de construcción”, señala Corona. El Museo Paleontológico de Tocuila, por ejemplo, a menos de 50 kilómetros del de Santa Lucía, surgió porque un habitante de la localidad decidió construir un pozo en su casa para extraer agua y se encontró unos huesos. “Gracias a que su vecino era arqueólogo, se pudo saber que eran de mamuts. La noticia corrió como pólvora por el pueblo y muchos otros vecinos empezaron a reportar más restos, con los que se creó la colección”, relata.

A diferencia del anterior, el proyecto de Santa Lucía no fue un hallazgo fortuito: “Salió adelante gracias a la existencia de un equipo de Salvamento que desveló el lugar paleontológico más inmenso de todo el país. ¡Y supone una llamada de atención! Debajo de este subsuelo hay mucha historia y, si hacemos la recuperación adecuada, podemos entender un poco mejor lo que sucedió en la tierra que pisamos y utilizamos”, manifiesta Aguilar. Aunque ella no participó en el trabajo de campo, “la parte más romántica del proyecto”, es una de las encargadas de la segunda fase. “La más desconocida e invisibilizada y que tiene una gran responsabilidad. Hablamos de buscar la permanencia de esas evidencias que ya forman parte de la colección o que esperan ser investigadas”, asegura. Muchos de los materiales recuperados siguen tal cual fueron encontrados en una cápsula, en su envoltura. “El trabajo fuerte es ver ahora cómo tratar de estabilizar las muestras e innovar con nuevas tecnologías con el fin de conservar en buenas condiciones todo lo extraído del yacimiento”.

Además de conseguir financiación para poder seguir investigando, otro de los retos más grandes que representa el descubrimiento del yacimiento es poder acceder al contenido de los materiales sin extraerlos de su protección. “Para evitar que por una mala praxis se nos destruyan”, expone la paleontóloga. Su equipo todavía trata de entender cuánto llevará este proceso de una curación tan grande en tan poco tiempo. “Recordemos que en dos años y medio se han sacado más de 50 000 restos de Santa Lucía, el mismo número de piezas de otras colecciones con 100 años de trabajos de excavación”, resalta. “Se trata de la andanza paleontológica más extraordinaria de la que podemos presumir como país”, asegura su colega Corona, para quien la construcción del AIFA ha servido como una gran oportunidad para llevar a cabo una investigación a gran escala y pionera en todo el país, con especialistas en las más diversas disciplinas: zoólogos, vulcanólogos, botánicos, físicos, geólogos y genetistas, entre tantas otras ramas del conocimiento. Para conocer México antes de que fuera México y poder crear el gran rompecabezas de un lejano pasado a través del análisis de la microfauna y los suelos, con los restos de ADN y vegetación antigua, con las pistas que dejaron unos gigantes como testigos de una vida que se extinguió.

Como explica Aguilar, los elementos hallados bajo el terreno militar “resultan muy valiosos para conocer lo que pasó en esta región hace muchos años y saber más sobre la llegada del hombre a la Cuenca de México, así como su impacto sobre la biodiversidad”. Pero también para reconstruir procesos de cambio en plantas y animales, para saber cómo fueron afectados por los cambios climáticos, conocimientos que pueden ayudar a entender “cómo las actividades de urbanización y expansión de la megaurbe de los últimos siglos han afectado al ecosistema actual”, puntualiza Corona.

Un hombre rehabilita la orilla de la laguna, donde miles de años atrás bebieron agua los mamuts.

Desde que Aguilar comenzó sus estudios en Paleontología, la importancia de esta disciplina ha ido evolucionando. “En mis primeras clases nos enseñaban que el presente es la clave del pasado. Si quiero entender lo que sucedió hace tanto tiempo tengo que usar herramientas del presente”. En los últimos años ese planteamiento ha ido permutando, “porque si bien lo anterior es cierto, el pasado es igual de importante para comprender el presente y pensar el futuro”, plantea la investigadora.

Cada relato que aguarda en un paquetito de los anaqueles de los laboratorios servirá para ello; desde el párrafo que describa la vértebra cancerosa de un mamut o el minúsculo fragmento de la vértebra de un ajolote hasta los microscópicos granos de polen prehistórico que quedaron atrapados entre rocas o las cenizas de los volcanes, eslabones que se mantuvieron ocultos durante tanto tiempo y que los científicos han vuelto a la luz. Expertos que, desde la rica variedad de sus investigaciones, tratan de crear una trama conjunta con base en hipótesis y certezas: en una cadena de causas y efectos ningún hecho puede estudiarse aisladamente.

A pesar de toda la información que ya ha arrojado el hallazgo de Santa Lucía, “las cuestiones más interesantes alrededor del yacimiento todavía no están resueltas, entre ellas, la razón por la que murieron aquellos gigantes”, confiesa Aguilar, volcada en un proyecto científico “que acaba de echar a andar y que producirá mucho contenido para las nuevas generaciones dedicadas a la investigación paleontológica”. Lo más apasionante que nos desvelan los restos de un terreno por el que hoy transitan viajeros y sobrevuelan los aviones es la cuantía de conocimiento surgido de sus entrañas, que espera a ser interpretado. La promesa de un relato apasionante sobre un pasado enigmático que aún está por escribirse.

Panorámica de la Laguna de Zumpango, un vestigio vivo de lo que fue el inmenso lago de Xaltocan.

Las fotografías que ilustran este reportaje fueron capturadas en película Kodak Portra 400, cortesía del laboratorio Foto Hércules, donde se revelaron y digitalizaron. Agradecemos su apoyo.

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Reconstrucción paleoartística de una cría de mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin, en el Estado de México.

Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

Temporada de mamuts: la prehistoria mexicana que están escribiendo los fósiles de Santa Lucía

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El descubrimiento de un tesoro paleontológico en la profundidad de la Cuenca de México provocó el despliegue de un operativo científico nunca antes visto en el país.

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El arqueólogo mexicano Rubén Manzanilla se encontraba fuera del país cuando recibió la noticia. En una fosa, a escasos metros del primer hallazgo, habían comenzado a emerger más esqueletos cubiertos de gravilla, muchísimos más. Un punzante colmillo junto a un enorme cráneo; a un lado, otros dos más pequeños; los restos de unas afiladas garras que, mucho tiempo atrás, en un remoto pasado, inmovilizaron a una temblorosa presa bajo su fuerza. Fue en ese momento que tomó conciencia de la envergadura del descubrimiento que estaba liderando.

Lo que yacía bajo el terreno militar de Santa Lucía abría una ventana mucho más amplia al pasado prehistórico de México, cuando, a principios de 2019, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) se puso en contacto con el equipo de la Dirección de Salvamento Arqueológico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la cual estaba bajo la responsabilidad de Manzanilla.

El Cuerpo de Ingenieros de la Sedena tenía planeado comenzar la ampliación de la Base Aérea Militar N.º 1 de Santa Lucía, así como la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), uno de los proyectos más ambiciosos anunciados por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que se construiría en los terrenos cedidos por la Sedena. Para avanzar en sus objetivos, necesitaban los permisos del INAH: “Había que asegurar que el terreno estaba limpio de vestigios”, aclara el arqueólogo. Cualquier obra pública o privada sobre un inmueble considerado monumento histórico o que colinda con él debe contar con una exploración previa del equipo de Salvamento. Y se sabía que aquella zona, administrada por los militares, estaba bajo sospecha de serlo.

Las obras aeroportuarias, que avanzaban bajo la orden de hacerlo a paso acelerado, debieron detenerse a cada rato según salían a la superficie más y más piezas óseas. A poca distancia de donde había asomado lo que parecía el fragmento de un hueso de tamaño considerable aparecía otro de mayor dimensión; para cuando un grupo de trabajadores daba por concluida la faena de retirar con mucho cuidado otro armazón, sus compañeros ya habían detectado otra unidad cercana con más restos.

Tan solo unos días antes, el 5 de noviembre de 2019, del colosal socavón, entre el polvo y la tierra removida, y con el ruido ensordecedor de la maquinaria pesada de fondo, había surgido aquella impresionante osamenta de mamut, la primera de todas. ¿Cuánto tiempo llevaría sepultada ahí, resguardada en aquellas tierras agrestes del Estado de México?

Hace 1.2 millones de años, durante el Pleistoceno tardío, la época de las últimas glaciaciones y de las incontables fluctuaciones de temperatura que dieron origen a una gran variedad de ecosistemas, los mamuts llegaron al continente americano y se extendieron desde el suroeste de Canadá hasta Costa Rica. A lo largo de todo México, desde Baja California hasta Oaxaca, poco a poco se han ido recuperando algunos de sus restos. Los últimos años, pero especialmente los noventa del siglo pasado, fueron realmente prolíficos en el descubrimiento de osamentas de estos grandes mamíferos, parientes de los elefantes. La Cuenca de México, un paisaje constituido por bosques, pastizales y matorrales, donde se erige una de las megaurbes más pobladas del mundo, es la zona del país con el mayor número de hallazgos de fauna prehistórica.

La urbanización desbocada de una ciudad que se fue expandiendo sin orden, dilatando a su vez las periferias hacia los cerros más empinados, y la ejecución de obras civiles a disposición de una construcción rapaz y sin control alguno fueron factores clave para desvelar y recuperar vestigios de gran relevancia histórica y cultural en el país, entre ellos tantos fósiles.

Desde Guayaquil, Ecuador, donde se encontraba por un viaje profesional, justo en los días en los que la obra de Santa Lucía comenzó a arrojar más y más evidencias de un pasado tan fascinante como revelador, Manzanilla, responsable de la excavación, seguía pendiente de cada uno de los progresos sobre el terreno. “Cuando la maquinaria y trabajadores de la obra detectaban algo, se detenía todo y entraban arqueólogos con su equipo”, explica el investigador del INAH.

En los últimos años, hallazgos ocurridos en diversos municipios de la zona metropolitana de la Cuenca de México, como en los municipios de Tultepec y Zumpango, en el que se asienta precisamente Santa Lucía, habían evidenciado la presencia de yacimientos. Desde los años cincuenta, cuando se edificó la base militar, “este terreno ya figuraba como uno de los sitios de la Cuenca de México con registros fósiles de mamuts”, explica el director del equipo de Salvamento, quien, en mayo de 2019, junto a otros dos compañeros arqueólogos, llevó a cabo un recorrido de prospección del polígono donde se iba a levantar la nueva construcción. Bajo aquellos suelos se extendía el lago Xaltocan, uno de los más importantes del México antiguo, habitado por diversos pueblos, como el otomí y el nahua, aquellos que dejaron un hermoso legado alrededor de la fabricación de textiles y su cosmovisión, entre otros saberes. Pero antes, mucho antes, hace unos 10 000 a 11 000 años, existió un cuerpo de agua aún más extenso que aquel conocido por los españoles del siglo XVI, un lago inmenso en el que mamíferos colosales deambularon por sus orillas para saciar la sed, como descubrirían los investigadores después.

Durante el recorrido de prospección por el terreno, el equipo de expertos se percató de que había indicios de vestigios que rescatar y elaboró su dictamen: la obra podría seguir adelante solo con su rigurosa supervisión. Así llegaron al lugar para dar comienzo a la excavación arqueológica. “Los antecedentes nos hacían pensar que podríamos encontrar al menos cinco o seis mamuts aislados. ¡No nos imaginábamos que todo el polígono estuviera tapizado con los esqueletos de estos animales!”, expresa Manzanilla, todavía sorprendido por aquella revelación. “Lo que se empezó a encontrar bajo ese suelo rebasó todas las expectativas”, destaca también Joaquín Arroyo, uno de los paleontólogos responsables de coordinar el proyecto paralelo que se ejecutó con el del equipo de Salvamento según se iba ampliando la obra aeroportuaria y los hallazgos empezaban a medrar de forma exponencial.

Una vez de regreso en México para seguir dirigiendo la misión, Manzanilla vería con sus propios ojos cómo de todos los frentes de excavación salía a diario una sorpresa detrás de otra, reliquia tras reliquia. Ante la atónita mirada de asombro y admiración de los peones de la obra, a menos de cinco metros de profundidad, de las canteras asomaban a cada rato cuantiosos restos de mamuts, entre otros de gliptodontes, dientes de sable, perezosos, osos, camellos, caballos, lobos, bisontes: las especies más grandes que durante el Pleistoceno tardío —cuando la configuración de los continentes tal como los conocemos ya se había establecido, la época más cercana a nosotros, a nuestra civilización— constituyeron la fauna que habitaba esta región del país.

Tras la revelación de aquel tremendo acervo óseo se creó el proyecto de investigación “Prehistoria y paleoambientes en el noroeste de la Cuenca de México”, para el que Arroyo fue comisionado junto a otros dos expertos en el ámbito. Con el fin de que aquellas reliquias fueran retiradas sin sufrir ningún daño en el proceso y poder desvelar con ellas cómo evolucionó la vida que una vez habitó los terrenos que ahora sobrevuelan los aviones del AIFA, se formó un equipo multidisciplinario nunca antes visto en el país, un grupo de expertos en diversas disciplinas que están permitiendo ofrecer fascinantes lecturas del paisaje actual en el que se enmarca el aeropuerto, flanqueado aún por los volcanes de antaño.

El trabajo en las zonas de excavación empezó a ser tan inabarcable para el equipo de Salvamento que el número que conformaba originalmente la plantilla de rescate se disparó de la noche a la mañana. “Tuvimos que acordar con la Sedena que nos ampliaran el número de arqueólogos, que pasamos de seis a más de 50, cada uno con ocho trabajadores bajo su cargo”, detalla Manzanilla. “¡Nadie sospechaba la dimensión que alcanzaría este proyecto!”, exclama todavía emocionado Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, codirector del nuevo proyecto de investigación que se creó y quien ejercería un papel imprescindible en todo el proceso de resguardo y curaduría de los restos rescatados. Además de la coordinación de restauración paleontológica se tuvo que contratar personal de muchos otros ámbitos: el número de trabajadores en la excavación se llegó a contar en un promedio de 400 por jornada, y alcanzó la cifra de 800 en algunas ocasiones; peones y albañiles que, como expresa Corona, no tenían formación académica, “pero sí con mucha experiencia y saberes que los capacitaban como los mejores para aquella delicada labor”.

Temporada de mamuts en Santa Lucía
El paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez muestra el dibujo de un mamut que realizó como parte de la investigación científica del yacimiento en Santa Lucía. Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq), Estado de México.
Restos de mamut en el Cipaq.
Restos fósiles de mamut envueltos en plástico protector en el Cipaq, Santa Lucía, Estado de México.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores y Ángel Alejandro Ramírez, en el Cipaq.
Los paleontólogos José Omar Moreno Flores (izquierda) y Ángel Alejandro Ramírez (derecha), en el Cipaq.

A aquella titánica tarea de rescate que tantos obstáculos tuvo que sortear, como las prisas y presión ejercidas desde los altos mandos del Gobierno por acabar la megaobra, se le atravesó otra circunstancia impredecible. El proyecto de investigación fue aprobado justo después de que se declarara la pandemia por covid-19 en México, a principios de 2020, un periodo de mucha incertidumbre y temor. A pesar de encarar un brote en el que más de 20 arqueólogos y trabajadores se enfermaron, además de la baja de algunos ingenieros militares y gente del equipo de Salvamento que no sobrevivieron al virus, el proyecto siguió adelante sin descanso.

“Algunas de las áreas de exploración se podían concluir en dos semanas, pero otras tenían tanta acumulación de restos que las labores de excavación se extendieron hasta más de 10 meses”, relata Arroyo. Entre ellas, la localizada en lo que fue la orilla del lago de Xaltocan, donde se contaron más de 7 000 restos óseos, de entre los que salieron las osamentas mejor conservadas.

Tras dos años y medio de obras, de Santa Lucía se llegaron a rescatar unos 60 000 huesos pertenecientes a uno de los mamíferos más inmensos que habitaron el planeta, lo que convirtió el terreno militar no solo en el sitio paleontológico de mayor tamaño del país, sino en el acervo más grande en territorio latinoamericano, uno de los depósitos con restos de mamuts más extensos de Norteamérica. “Decimos que es uno de los yacimientos más importantes del Pleistoceno tardío de todo el continente por mantenernos humildes. Porque, en realidad, se trata de uno de los más importantes del mundo”, asegura Corona con una voz en que la emoción solapa la timidez con la que enuncia sus palabras y refleja la magnitud del descubrimiento.

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“En un principio, al observar la gran cantidad de ejemplares que salieron, se manejó la hipótesis de que podría tratarse de un cementerio, sobre todo asumiendo el comportamiento de sus parientes vivos más cercanos, los elefantes, que entierran a los miembros de la manada en un lugar específico”, explica la paleontóloga Felisa J. Aguilar, investigadora del INAH en Coahuila. Aquella prematura suposición enseguida fue desechada, pues los restos óseos extraídos de las obras incluían a ejemplares de joven edad, también crías. “Pensamos que los animales pudieron morir al quedar atrapados en el lago debido a que su profundidad variaba e, incluso, llegaba a desecarse hasta quedar convertido en un espacio pantanoso”, puntualiza la especialista.

Lo más llamativo de la compilación ósea de aquellos animales era la diversidad que presentaba, calculada en unos 500 ejemplares. “No todos ellos vivieron al mismo tiempo, del yacimiento salieron piezas de diferentes capas estratificadas, que nos hablan de 1 000 años o cientos de miles de años de diferencia, lo que nos está permitiendo investigar cambios de ecosistemas”, desvela Aguilar.

Lo que cuentan las capas del suelo

Precisamente en esa singularidad radica la trascendencia de los depósitos del AIFA, “en la importancia de la sucesión de paisajes, en la Cuenca de México, en una extensa brecha de tiempo”, desvela Corona. En las excavaciones para la construcción de las pistas de aterrizaje se pudo observar una secuencia estratigráfica de gran profundidad que muestra la evolución del lago, desde su constitución como un cuerpo de agua profundo durante el Pleistoceno, su transición hacia un pantano y su desecación durante el Holoceno, la época geológica que comenzó al final de la última glaciación, “la época más fría de las frías”, como Corona se refiere a ella: el tiempo en el que nuestra especie pudo observar esa diversidad de fauna y ser testigo de su desaparición. Tras este cambio temporal en el que tuvo lugar la quinta extinción masiva de grandes mamíferos, el clima se volvió después más suave para la supervivencia, y la especie humana desarrolló la agricultura y la civilización.

Se trata de episodios de la historia que se van completando no solo con la información que arrojan los fósiles, también con los testimonios que atesora el suelo bajo el aeropuerto, un testigo cuyo lenguaje se articula de sedimentos. “Es la primera vez que tenemos acceso a un modelo estratificado que permite investigar la vida en distintas etapas por las que pasó la región, que nos posibilita hacer estudios diacrónicos, es decir, análisis de fenómenos a lo largo de un periodo de tiempo para verificar los cambios que se produjeron. ¡Algo muy extraordinario!”, refiere Corona conmovido.

En Santa Lucía, los geólogos partícipes de la investigación tuvieron acceso a paredes con perfiles de más de 15 metros que les han permitido tener una lectura estratigráfica de lo que los expertos creen —porque no se han determinado fechas absolutas— que sucedió hasta 200 000 años atrás en la Cuenca de México. “Un libro de historia que podemos ir poco a poco hojeando, analizando, interpretando”, refiere el paleontólogo.

Y si bien no en toda la extensa fracción de sedimentos hay presencia de fauna en los depósitos, otro tipo de pistas pueden ayudar a la reconstrucción de los ambientes en esos intervalos de tiempo, como los restos de flora que también se preservaron o los elementos químicos que analizan los expertos. Estudios de polen obtenido de otra secuencia estratigráfica excavada hace más de 40 años, muy cerca de los terrenos del AIFA, ya arrojaron evidencias de la variación que sufrió el clima en aquella época, que pasó de frío a cálido y seco, lo que causó el descenso del lago. Y así, con el escrutinio de una pista y otra, los investigadores van descifrando la evolución paleoambiental del terreno. “Es como si tuviéramos un pastel abierto frente a nosotros, del que podemos observar sus distintas capas: la de chocolate, la de crema, la de fresa… Cada una de ellas con sus sabores y texturas, con una composición diferente muy determinada, permite entender cómo fueron modificándose las condiciones de los ecosistemas”, ejemplifica el paleontólogo.

En la capa más cercana a la superficie de los yacimientos, al sur del terreno, se encontraron los vestigios arqueológicos, donde ahora están construidas las principales pistas de aterrizaje del aeropuerto. “Y nos cuentan que Xaltocan fue un lago salado que ocuparon los diferentes grupos que llegaron a la Cuenca”, revela Manzanilla. Aquellos antiguos habitantes dedicados a la agricultura también cazaban aves de las que se alimentaban. “En el yacimiento encontramos evidencias de trampas y restos de pelícanos y garzas cocinados”, relata el experto, cuyo equipo también descubrió un sitio teotihuacano repleto de restos mexicas y remanencias de chinampas, justo donde la Sedena iba a construir una planta de basalto. “Aquel lugar había sido reportado hace tiempo por una arqueóloga norteamericana, pero nunca se dijo dónde estaba. ¡Y nosotros lo encontramos!, manifiesta orgulloso el director de Salvamento.

En las siguientes capas de los sedimentos se puede leer un salto de tiempo de más de 10 000 años, donde quedaban cenizas, las huellas de la gran actividad volcánica que vivió la región entonces. Y tres estratos más por debajo de los restos de aquellas erupciones de fuego, los investigadores encontraron la evidencia de un lago somero, de poca profundidad, muy lodoso, y que perduró 11 000 o 15 000 años antes del presente, el extenso periodo en el que vivieron los mamuts y otros mamíferos encontrados en el yacimiento. “A excepción de la correspondiente al Holoceno, estos animales estaban distribuidos a lo largo de distintas capas, líneas de tiempo”, explica Corona.

El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
El paleontólogo Moreno Flores observa fragmentos de restos fósiles a través de un microscopio en el Cipaq.
Huevo fosilizado de un flamenco, en el Cipaq, Estado de México.
El paleontólogo Moreno Flores sostiene en su mano el huevo fosilizado de un flamenco. Hasta ahora solo se han encontrado dos fósiles de este tipo en el mundo. Este ejemplar es el único en América Latina y lo resguarda el Cipaq.
Temporada de mamuts en Santa Lucía: etiqueta de registro del INAH.
Etiqueta de registro del INAH colocada en un fósil de mamut, la cual facilita su clasificación en el Cipaq.

La delicada y cuidadosa labor de conservación

Tal fue la cantidad de megafauna que apareció debajo de donde hoy se erige un aeropuerto —un paisaje en el que la mayoría de personas solo vemos pistas de aterrizaje, edificios, avenidas y cerros— que el material tuvo que ser trasladado hasta tres veces a distintos espacios para asegurar su conservación. “¡Salían tantos huesos de las excavaciones que no sabíamos qué hacer con ellos!”, recuerda Arroyo. La logística para guardar la colección fue una de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los científicos.

Cada uno de los elementos que surgieron del complejo, de los más de 500 puntos de hallazgo desenterrados bajo la superficie de la base aérea y el futuro aeropuerto, debía ser resguardado en algún lugar seguro. “Empezamos a llevarlos a un pequeño hangar, pero pronto se volvió muy pequeño. Después, las traspasamos a un cuartel militar más grande, que pronto resultó también insuficiente”, relata Arroyo. “El cráneo de un solo ejemplar de mamut con sedimento adherido llega a pesar los 400 kilos”, detalla Corona, dando cuenta de las dimensiones que deben ser gestionadas. Debido a la falta de espacio para guardar los huesos surgió la idea de crear tanto un área de colección como un centro de investigación, el moderno edificio color piedra que hoy se alza a pocos metros del aeropuerto. Frente a su puerta principal, se eleva la escultura de un mamut en tamaño real.

Una de las principales actividades del Centro de Investigación Paleontológica Quinametzin (Cipaq) es la preparación de los restos óseos recuperados en el AIFA. “Esta intervención es fundamental para que una colección pueda llegar al fin último de su destino, ya sea en una exhibición o como parte de un acervo de consulta. ¡Y que nos duren por cientos de años!”, manifiesta Aguilar. “Todo el proceso de curación, la extracción de cada pieza de los embalajes, conservarlas con los químicos, catalogarlas, dejar todo el material preparado para la posteridad es un proyecto que va a llevar varias generaciones”, opina Arroyo.

Tan pronto como se descubre el material óseo, los huesos comienzan un proceso de desecado y deterioro, “por lo que es necesario un tratamiento que evite que acaben pulverizados”, explica el biólogo José Omar Moreno Flores mientras camina por el taller de restauración y conservación donde se aplican las estrategias de preservación preventiva.

Durante las exploraciones en campo se brindaron estos primeros auxilios para estabilizar los huesos y poderlos extraer de las unidades de excavación, pero los procesos de conservación, tan detallados y cuidadosos, requieren un mantenimiento constante para poder preservarse en las mejores condiciones a largo plazo. “El objetivo es proteger la forma de los huesos y reforzar la estructura de los materiales, pero procurando que no se pierda la información que proporcionan para las investigaciones en curso y futuras —revela el biólogo mientras señala unos frascos con las distintas mezclas—. Antes de intervenir los restos óseos se debe hacer una identificación de sales para saber cuál es la mejor fórmula para tratarlos y no romperlos —aclara. El proceso curatorial no es nada sencillo—. Hay que observar bien qué tenemos en cada pieza, cómo se conservó, decidir qué es lo más urgente con lo que trabajar”, cuenta el experto encargado de las colecciones y uno de los ocho especialistas que trabajan actualmente en el Cipaq. Como explica este experto, que también participó en la fase de identificación del material durante las excavaciones como parte del equipo de Salvamento, “todo el complejo está climatizado”, con la temperatura y la humedad controladas para que no dañen las muestras guardadas en bolsas, tubos, cajitas especiales. La especialidad de Moreno Flores son los vertebrados pequeños: peces, serpientes, tortugas, ajolotes, ratoncitos… Se trata de uno de los campos que más información pueden aportar sobre el noroeste de la Cuenca de México y que reafirma la existencia del gran paleolago en esta región.

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De entre las joyas de la colección destaca un huevo de flamenco en un excepcional estado de conservación. “En el mundo, solo se han encontrado dos fósiles así, este es el único de América Latina —anuncia Corona, uno de los autores del descubrimiento. El huevo fósil se halló en la séptima capa estratigráfica del yacimiento, aproximadamente a 30 centímetros de profundidad, dentro de arcillas y lutitas con algunas raíces mineralizadas de los sedimentos lacustres—. Es muy raro encontrar huevos enteros, siempre se descubren en pedacitos, en cascaritas. Pero lo más interesante es lo que revela”, asegura.

El cascarón fosilizado de estas aves, que en la actualidad solo se hallan de forma endémica en la península de Yucatán y el Caribe, “nos hace asumir que los flamencos formaron parte de este antiguo paisaje lacustre. Que las aguas de la Cuenca de México fueron una vez cálidas y altas en salinidad y alcalinidad, condiciones para que pudieran existir, que los lagos sufrieron después una cantidad importante de cambios, posiblemente por la influencia ambiental derivada de las glaciaciones y la intensa actividad volcánica”, aclara el paleontólogo mientras regresa la delicada pieza con mucho cuidado a su envoltura.

A su lado, sobre una larga mesa se extienden centenares de pequeñas bolsitas transparentes con los diminutos y frágiles huesos, cada una con una etiqueta en la que se escribió a mano la especie y fragmento óseo al que pertenece, la unidad de excavación, la fecha de rescate, la capa y profundidad a la que se encontró, el nombre del científico que la curó. “Los huesos de los mamuts son los más llamativos, pero los pequeños, algunos microscópicos, son los que más información aportan de cómo les afectaban los cambios a diferentes organismos de un mismo ecosistema”, expone Moreno Flores, al tiempo que se asoma a las lentes de un microscopio que apunta con su luz blanca a la vértebra de una culebra.

“Mientras que en otros países el estudio paleontológico de microvertebrados es más sistemático, en México batallamos con esta línea de investigación, a pesar de lo valiosa que es”, reconoce Aguilar, responsable académica del centro de investigación. Con el paso del tiempo sobre la Tierra, cada especie, por insignificante que parezca, viviente o extinta, forma parte de todo un conjunto, envuelta en una interrelación mutable con el resto. “Y al ser de un tamaño pequeño no se desplazan tanto y están mucho más especializados a las condiciones del ambiente en el que vivieron, por lo que reflejan muy bien el paisaje. Y los datos que brindan sirven para complementar o corroborar la información extraída de los propios sedimentos, cuentan de la temperatura, de la salinidad, de la humedad, nos ayudan a entender la salud del lago”, expone.

La asociación de los restos de organismos fósiles con los eventos tanto climáticos como geológicos a nivel mundial y en escalas locales permiten no solo entender cómo era el pasado, sino compararlo con el presente. “También conocer cómo se dieron los cambios geográficos debido a la actividad volcánica que impactó en todos los organismos y en los cuerpos de agua”, aclara la experta. Un aspecto fascinante de la investigación resultante de este proyecto, asegura Corona, “es poder extraer una visión más integral de la fauna y el ambiente, de forma que los datos paleontológicos se conecten con la actualidad”. El origen, la evolución y la distribución de las especies están fuertemente influidos por las condiciones climatológicas en las cuales viven los organismos. “Y esta investigación debería servir para hacernos reflexionar sobre los posibles impactos del cambio climático”, sentencia.

Réplicas paleoartísticas de defensas de mamut exhibidas en el estacionamiento del Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Estatua en honor a los trabajadores de la Sedena que construyeron el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles en la Base Aérea Militar N.º 1, Santa Lucía.

Historias de vida en cada hueso

Una de las líneas de investigación más prometedoras que se están desarrollando a raíz de todos los esqueletos exhumados en Santa Lucía es el análisis de enfermedades, liderado por el paleontólogo Ángel Alejandro Ramírez. “¡Tras el trabajo de curación viene el de la interpretación ósea!”, anuncia el biólogo en un tono apasionado mientras muestra las páginas de su libreta, junto a dos enormes fémures, sobre la mesa metálica.

El cuaderno, repleto de esqueletos completos y de extremidades de diversas especies de mamíferos, exhibe la admirable destreza del científico para el dibujo, pero también los interesantes conocimientos de anatomía patológica generados en torno a los fósiles que ha ido poco a poco identificando. A los márgenes de las finas ilustraciones se pueden leer las anotaciones realizadas por el científico: el número de vértebras conservadas, la medida de una escápula, la longitud de un esternón, cálculos aproximados de las edades, entre otros tantos datos. De algunos esbozos se disparan flechas que apuntan hacia unos signos de interrogación. ¿Qué pasó en este fragmento de costilla que parece astillada? ¿Qué significa esta mancha oscura en un costado del tórax? “Contamos con la colección más grande de América Latina para hacer estudios de anatomía prehistórica”, afirma el zoólogo con la mirada sobre el esbozo de un camello americano, una de las especies que conforman la megafauna encontrada en el yacimiento.

El primer informe que recibió Ramírez cuando se instaló en el laboratorio mencionaba que habían sido encontrados tres ejemplares de camellos. “Pero, nada más revisar los fragmentos, a simple vista me di cuenta de que eran muchos más”, explica mientras toma en sus manos una fracción del enorme hueso del animal y lo acerca a otro. Las dos piezas encajan a la perfección. “Los huesos de mamíferos se caracterizan por amoldarse de forma única en cada cuerpo, ya que presentan poco cartílago articular y cuando se fosilizan, embonan. Por eso es fácil reconocer a qué esqueleto pertenece cada pedazo”, sentencia el especialista.

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La fortuna de encontrar distintos individuos de una especie en un mismo lugar, tal como ha sucedido en los terrenos del AIFA, ha posibilitado que los investigadores puedan llevar a cabo estudios comparativos e interpretar no solo la historia de vida de una manada, sino de cada animal, leerla en la particularidad de sus huesos. “Cada elemento que observamos en el material nos permite hacer la recuperación de lo que le sucedió al organismo: si sufría osteoporosis, si desarrolló una lesión tras una caída o una pelea, si se fracturó un fémur que luego soldó”, explica Ramírez. En las anotaciones de su cuaderno destacan algunas curiosidades: ejemplares con malformaciones en los miembros inferiores, un camello con una hernia en la cabeza femoral, un posible tumor en la cadera de uno de los mamuts...

“Tras descubrimientos de restos paleontológicos, la mayoría de las veces nos quedamos con solo la identificación de la especie, con el sexo, si fue una hembra o un macho, con la edad. Pero aquí estamos yendo mucho más allá, tratando de interpretar la existencia que desarrolló cada animal, qué condiciones ambientales propiciaron las malformaciones, qué detonó un posible cáncer. Estamos tratando de imaginar los dolores que tuvieron que sufrir aquellos organismos, trascendiendo de verlos como algo fantástico a seres que tuvieron una vida en la que enfermaban, que tuvieron que enfrentar una situación de supervivencia en un hábitat del que lo queremos conocer todo”, explica Aguilar.

Para ello, los científicos también están tratando de determinar, con diversas técnicas, de qué se alimentaban aquellos animales, si se desplazaban a otros sitios en búsqueda de comida o resguardo, y cuáles eran las condiciones ambientales que existían cuando se fosilizaron. Algunas de esas metodologías se basan en el análisis de ciertos elementos químicos presentes en el hueso o en el examen de desgaste dental tanto a nivel microscópico como macro, “en la observación de las marcas que dejan las ramas, por ejemplo”, aclara Ramírez.

Diversos estudios realizados en ejemplares de Estados Unidos y también en México en las últimas décadas han revelado que la dieta de los mamuts incluía, además de pasto, su alimento principal, hojas de árboles, arbustos y cactáceas, familia botánica a la que pertenecen los agaves del jardín que decora el pasillo principal que vertebra las salas y laboratorios del Cipaq.

Toda la información derivada de los análisis de molares y fechamientos de elementos químicos puede complementarse analizando otros rastros que fueron parte de aquel ecosistema prehistórico, como las bacterias que crecieron y cuya huella quedó petrificada en una roca. “Con más investigación podríamos hasta saber si las dietas afectaban al desarrollo de enfermedades”, cuenta Ramírez, emocionado al pensar que en su laboratorio se pueda desarrollar una especialidad científica tan particular como la paleopatología, una disciplina que posicione a su equipo a la vanguardia, como lo está siendo la paleogenómica, el estudio de ADN antiguo de mamuts degradado, el cual está presente en el material orgánico y depositado en el registro fósil. “Mediante los datos genéticos de los mamuts recuperados durante la construcción del AIFA, los que vivieron en la Cuenca de México, se está logrando saber cómo se relacionan evolutivamente con aquellos del resto de América y el mundo”, esclarece Corona.

Pintura que representa a los mamuts que alguna vez habitaron la Cuenca de México, exhibida en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, para Gatopardo.
Eduardo Corona, presidente del Consejo de Paleontología del INAH, frente al Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

A la búsqueda de linajes en las huellas genéticas

Los mamuts se originaron hace aproximadamente seis millones de años en África, cuna de la humanidad y de tantas especies. Pero fue en el Pleistoceno tardío, tres millones de años después, cuando emigraron a Eurasia, donde se diversificaron. Una de las especies derivadas fue el estepario, que cruzó hasta el continente americano a través del puente de hielo que se formó durante las glaciaciones. “De aquella especie se generó el mamut colombino, el que pobló todo el norte de Estados Unidos, Canadá y el centro de México, el Altiplano, hasta llegar a Costa Rica”, detalla Corona. Las muestras de ADN antiguo encontrado durante las obras del aeropuerto empiezan a descifrar los posibles linajes que habitaron aquel enorme lago. “Los primeros resultados ya nos hablan de hasta tres poblaciones diferentes. Pero todavía queda mucho más por conocer, esperamos ver si los datos genéticos de los mamuts proveen información sobre la estructura social y familiar de estos individuos, así como estudiar si hay algún cambio en su diversidad genética que pudiera correlacionarse con cambios en el clima o la actividad humana”, afirma.

Para cuando los primeros pobladores llegaron a las tierras que hoy forman todo el territorio que abarca América, a finales del Pleistoceno, los mamuts ya llevaban tiempo habitándolas. Los restos humanos, líticos, las huellas de uso de los recursos faunísticos como alimento encontrados por arqueólogos en distintos yacimientos han dado cuenta de cómo aquellas poblaciones estaban especializadas en su caza. Los grupos que se instalaron en la Cuenca de México también convivieron con estos colosales mamíferos. “Pero en Santa Lucía las evidencias de su posible interacción son muy escasas”, aclara Corona. Aunque se conocen más de 200 localidades con fósiles de estos animales en el país, en menos de una veintena de ellas se han reportado evidencias de una asociación humano-mamut. Entre los pocos sitios que presentan hueso modificado de este mamífero destacan Santa Isabel Ixtapan, Valsequillo, Villa de Guadalupe, Santa Ana Tlacotenco y Tocuila, “donde se encontraron herramientas elaboradas con los restos, huesos cortados y afilados que sirvieron como raspadores”, explica el paleontólogo. En las excavaciones en San Antonio Xahuento, en Tultepec, muy cerca del aeropuerto, en 2019 se descubrió lo que podría ser un lugar de cacería y destazamiento de mamuts. En aquel lugar, los investigadores localizaron dos fosas de 1.70 metros de profundidad y 25 metros de diámetro que, aseguran, se utilizaron como trampas para la captura de los animales.

La única muestra de una relación prehistórica entre mamuts y humanos en el terreno de la Sedena es Yotzin. Su esqueleto, del que se recuperó 80%, pertenece a un hombre que llegó a medir 1.75 metros de estatura y que murió entre los 25 y los 30 años, según lo revelado por los estudios de antropología física. “Yotzin fue un posible cazador que, pensamos, pudo morir durante una cacería, ya que apareció sin rostro, ¡se lo desbarataron!”, relata Manzanilla. Entre la tierra excavada, en la misma capa donde se hallaron restos de mamuts, el equipo de Salvamento encontró a este hombre del Pleistoceno flexionado, con el tórax destruido y el cráneo roto a la altura de la nariz y el ojo izquierdo.

Un grupo escolar mira el esqueleto fosilizado de un mamut en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.
El fémur izquierdo fosilizado de un mamut, exhibido en el mismo museo.

Quinametzin: los gigantes que habitaron la Cuenca de México

Entender los distintos nexos que las poblaciones humanas desarrollaron con el resto de los animales constituye uno de los episodios más fascinantes de la antropología. No solo saber cómo fue esa relación de convivencia, sino la comprensión del valor que los distintos pueblos dieron a los remanentes petrificados de otras especies que vivieron antes que ellos y que solo conocieron en aspecto de fósil. “¿Te imaginas la reacción de un mexica al encontrarse un hueso de semejante tamaño mientras sacaba material para construir el Templo Mayor?”, pregunta Corona. Es posible, sostienen algunos expertos, que durante la construcción de las ciudades del México antiguo se hicieran hallazgos de animales que para entonces ya se habían extinguido. “Debió de causarles mucho asombro descubrir restos fósiles de mamuts, dientes de sable o mastodontes, esa megafauna que nunca conocieron con vida y cuyo aspecto tuvieron que imaginar”, reflexiona el paleontólogo.

Las únicas alusiones que han permitido crear narrativas de cómo fueron aquellos imaginarios culturales se encuentran en las crónicas que dejaron los españoles, en las Cartas de relación escritas por Hernán Cortés, en que describe la aparición de enormes molares en su propia casa erigida en lo que hoy es Coyoacán. O en La historia natural de la nueva España, las crónicas del explorador Francisco Hernández, “que cuentan las primeras expediciones científicas de la época, una enciclopedia donde se recogen pinturas, especies, la alimentación de aquellos pueblos originarios que les enseñaban enormes huesos que habían encontrado”, señala Corona. En esos escritos, los europeos dan referencia de la interpretación que los antiguos mexicanos pudieron hacer al encontrarse con estos colosales esqueletos, creados antes que ellos y a los que llamaron quinametzin, raza de gigantes. De origen nahua, es el nombre que recibe el museo del mamut del AIFA.

Inaugurado a principios de 2022, este espacio cultural, cuyo diseño estuvo a cargo de los especialistas del INAH, entre ellos Corona —responsable de elaborar su guion temático—, se conforma por seis salas con exposiciones permanentes. A lo largo de ellas, los visitantes pueden disfrutar uno de los pasajes más apasionantes de la prehistoria, desde una gran variedad de ámbitos que se van complementando: la cronología geológica de la región, el origen de la Cuenca de México, la biodiversidad de la zona y todo lo relativo a la existencia de mamuts, desde cómo fueron evolucionando o su interacción con los humanos hasta el imaginario cultural que generaron.

El centro museístico, creado con parte del presupuesto destinado al aeropuerto y en el que las visitas están a cargo de soldados del Ejército mexicano, también cuenta con un espacio virtual inmersivo a la megafauna y el ambiente del Pleistoceno, que se va reproduciendo las 24 horas del día, modelando la luz para emular el paisaje de entonces según la puesta o salida del sol.

Pero la sala más fascinante de todas es la que exhibe a animales que habitaron la zona en el Pleistoceno, paleoesculturas diseñadas con gran esmero y muestras óseas expuestas en vitrinas: la vértebra de un perezoso gigante, mandíbulas y garras, el diente de leche de un tigre dientes de sable y muchos fragmentos distintos de mamuts.

Una representación en miniatura de la era glacial en la región de la Cuenca de México, expuesta en el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin.

Entre todas ellas, hay una pieza que parece custodiar al resto. Se trata de Nochipa, el esqueleto de mamut más completo que existe no solo en el museo, sino en todo el continente americano. “Salvo el cráneo, del que hicieron una réplica del original, y un hueso de la cola, está prácticamente todo el ejemplar”, explica Ramírez mientras señala la rodilla del enorme animal, una hembra de más de tres metros y medio de alto que vivió más de 40 años y que llevó más de ocho meses curar. En el hueso hacia el que apunta con el dedo el paleontólogo se puede observar una especie de discontinuidad, como una distorsión de color más amarillento que Ramírez ilustró en su cuaderno y que estaría evidenciando una malformación ósea en la última parte del fémur, “un problema de artritis”, señala el especialista. No es el único esqueleto de la muestra con algún indicio de enfermedad.

En la última sala, una ventana al suelo que recrea el proceso de excavación, los visitantes pueden mirar bajo sus pies y observar tras el vidrio el escenario reproducido en el que durante meses trabajó el equipo de Salvamento, una unidad de excavación donde yace otro de los ejemplares de mamut más completos. En este espacio también se puede apreciar una de las principales aportaciones del Agrupamiento de Ingenieros Felipe Ángeles de la Sedena. Se trata del Modelado de la Información de la Construcción (MIC), el equipo tecnológico que mediante escáner láser permitió recrear la evolución del yacimiento según se avanzaba en la excavación. Se trata de un modelo tridimensional para analizar cualquier proporción y detalle, tanto de los huesos como del contexto, durante las diferentes etapas de los trabajos. “Además de la información que aportaron los drones del Ejército, con sus potentes equipos se pudo producir virtualmente una excavación”, cuenta Manzanilla.

Investigación de frontera para construir hitos históricos

En la Cuenca de México, la mayoría de los hallazgos de restos humanos antiguos han sido accidentales, producto de intervenciones para la construcción de obras públicas y privadas o para la adecuación de los espacios. Lo que también sucede con los registros fósiles. “Los esqueletos de mamut que se han localizado en gran parte de todo el país son frecuentemente reportados por la gente que efectúa algún tipo de construcción”, señala Corona. El Museo Paleontológico de Tocuila, por ejemplo, a menos de 50 kilómetros del de Santa Lucía, surgió porque un habitante de la localidad decidió construir un pozo en su casa para extraer agua y se encontró unos huesos. “Gracias a que su vecino era arqueólogo, se pudo saber que eran de mamuts. La noticia corrió como pólvora por el pueblo y muchos otros vecinos empezaron a reportar más restos, con los que se creó la colección”, relata.

A diferencia del anterior, el proyecto de Santa Lucía no fue un hallazgo fortuito: “Salió adelante gracias a la existencia de un equipo de Salvamento que desveló el lugar paleontológico más inmenso de todo el país. ¡Y supone una llamada de atención! Debajo de este subsuelo hay mucha historia y, si hacemos la recuperación adecuada, podemos entender un poco mejor lo que sucedió en la tierra que pisamos y utilizamos”, manifiesta Aguilar. Aunque ella no participó en el trabajo de campo, “la parte más romántica del proyecto”, es una de las encargadas de la segunda fase. “La más desconocida e invisibilizada y que tiene una gran responsabilidad. Hablamos de buscar la permanencia de esas evidencias que ya forman parte de la colección o que esperan ser investigadas”, asegura. Muchos de los materiales recuperados siguen tal cual fueron encontrados en una cápsula, en su envoltura. “El trabajo fuerte es ver ahora cómo tratar de estabilizar las muestras e innovar con nuevas tecnologías con el fin de conservar en buenas condiciones todo lo extraído del yacimiento”.

Además de conseguir financiación para poder seguir investigando, otro de los retos más grandes que representa el descubrimiento del yacimiento es poder acceder al contenido de los materiales sin extraerlos de su protección. “Para evitar que por una mala praxis se nos destruyan”, expone la paleontóloga. Su equipo todavía trata de entender cuánto llevará este proceso de una curación tan grande en tan poco tiempo. “Recordemos que en dos años y medio se han sacado más de 50 000 restos de Santa Lucía, el mismo número de piezas de otras colecciones con 100 años de trabajos de excavación”, resalta. “Se trata de la andanza paleontológica más extraordinaria de la que podemos presumir como país”, asegura su colega Corona, para quien la construcción del AIFA ha servido como una gran oportunidad para llevar a cabo una investigación a gran escala y pionera en todo el país, con especialistas en las más diversas disciplinas: zoólogos, vulcanólogos, botánicos, físicos, geólogos y genetistas, entre tantas otras ramas del conocimiento. Para conocer México antes de que fuera México y poder crear el gran rompecabezas de un lejano pasado a través del análisis de la microfauna y los suelos, con los restos de ADN y vegetación antigua, con las pistas que dejaron unos gigantes como testigos de una vida que se extinguió.

Como explica Aguilar, los elementos hallados bajo el terreno militar “resultan muy valiosos para conocer lo que pasó en esta región hace muchos años y saber más sobre la llegada del hombre a la Cuenca de México, así como su impacto sobre la biodiversidad”. Pero también para reconstruir procesos de cambio en plantas y animales, para saber cómo fueron afectados por los cambios climáticos, conocimientos que pueden ayudar a entender “cómo las actividades de urbanización y expansión de la megaurbe de los últimos siglos han afectado al ecosistema actual”, puntualiza Corona.

Un hombre rehabilita la orilla de la laguna, donde miles de años atrás bebieron agua los mamuts.

Desde que Aguilar comenzó sus estudios en Paleontología, la importancia de esta disciplina ha ido evolucionando. “En mis primeras clases nos enseñaban que el presente es la clave del pasado. Si quiero entender lo que sucedió hace tanto tiempo tengo que usar herramientas del presente”. En los últimos años ese planteamiento ha ido permutando, “porque si bien lo anterior es cierto, el pasado es igual de importante para comprender el presente y pensar el futuro”, plantea la investigadora.

Cada relato que aguarda en un paquetito de los anaqueles de los laboratorios servirá para ello; desde el párrafo que describa la vértebra cancerosa de un mamut o el minúsculo fragmento de la vértebra de un ajolote hasta los microscópicos granos de polen prehistórico que quedaron atrapados entre rocas o las cenizas de los volcanes, eslabones que se mantuvieron ocultos durante tanto tiempo y que los científicos han vuelto a la luz. Expertos que, desde la rica variedad de sus investigaciones, tratan de crear una trama conjunta con base en hipótesis y certezas: en una cadena de causas y efectos ningún hecho puede estudiarse aisladamente.

A pesar de toda la información que ya ha arrojado el hallazgo de Santa Lucía, “las cuestiones más interesantes alrededor del yacimiento todavía no están resueltas, entre ellas, la razón por la que murieron aquellos gigantes”, confiesa Aguilar, volcada en un proyecto científico “que acaba de echar a andar y que producirá mucho contenido para las nuevas generaciones dedicadas a la investigación paleontológica”. Lo más apasionante que nos desvelan los restos de un terreno por el que hoy transitan viajeros y sobrevuelan los aviones es la cuantía de conocimiento surgido de sus entrañas, que espera a ser interpretado. La promesa de un relato apasionante sobre un pasado enigmático que aún está por escribirse.

Panorámica de la Laguna de Zumpango, un vestigio vivo de lo que fue el inmenso lago de Xaltocan.

Las fotografías que ilustran este reportaje fueron capturadas en película Kodak Portra 400, cortesía del laboratorio Foto Hércules, donde se revelaron y digitalizaron. Agradecemos su apoyo.

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