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Civil War, Alex Garland (2024).
¿Cuál es la diferencia entre <i>Die Hard</i>, con Bruce Willis, y <i>Civil War</i>, de Alex Garland? La primera, muestra la destrucción como un satisfactor; la segunda, ambigüedad irresponsable en tiempos polarizados.
Por lo que he visto, el debate entre la audiencia idónea de Civil War (2024) —el público estadounidense— pretende resolver si se trata de una película demócrata o republicana. Como ya es típico de nuestro tiempo, la discusión no se concentra en las propias imágenes, sino en la afiliación política de sus autores, que determina, claro, las cualidades estéticas de la obra. Si es una película que confronta a Donald Trump, sugiere el público demócrata, Civil War es buena; si no, no. Ojalá todo fuera tan fácil como notar el desprecio con el que el director Alex Garland trata al expresidente en la trama: apenas en la primera escena vemos una parodia que habla como él —es poco elocuente, arroja adverbios sin decoro— y, por no revelar mucho de la trama, digamos ambiguamente que es tratado como algunos líderes fascistas de la historia. Está claro que Garland, director de películas tópicas —y más prometedoras que logradas— como Ex Machina (2014), Annihilation (2018) y la repudiada Men (2022), detesta a Trump, pero en los detalles que pocos están discutiendo se revela su postura moral ante la violencia política y la forma de representarla.
Civil War se sitúa en lo que parece el siguiente cuatrienio estadounidense, cuando el presidente anónimo (Nick Offerman) causará una fiebre separatista en la nación. Hay varios grupos de estados —algunos tan implausibles como la unión formada por la reaccionaria Texas y los liberales de California— peleando contra las fuerzas federales, que parecen a punto de ser derrotadas. Mientras tanto, tres periodistas y una novata en Nueva York toman la decisión de atravesar la Costa Este para llegar a Washington y entrevistar al presidente antes de que caiga su gobierno.
La película no dice mucho más que esta breve sinopsis a lo largo de unos 100 minutos en los que se niega a detallar su futuro imaginario, concediendo así lo ridículas que son algunas de sus circunstancias políticas. Sus temas son todavía más burdos. Al concentrarse en las dos fotógrafas del grupo, Garland queda obligado a abordar el testimonio y la mirada de la prensa, que construye el imaginario público de un conflicto. Sin embargo, el nivel alegórico de la película es tan simple que parece decirnos, a lo mucho, lo mismo que el famoso eslogan de The Washington Post: “La democracia muere en la oscuridad”. A pesar de ello no vemos a los periodistas provocando absolutamente nada, y no porque el director se proponga señalar la futilidad de la prensa en medio del caos provocado por organizaciones paramilitares. Al mostrar lo que significa para él la labor de un fotógrafo de guerra, Garland aclara todas las dudas: una y otra vez las imágenes más significativas de la novata Jessie (Cailee Spaeny) son muertos. La mentalidad del director es, por decir lo menos, pornográfica, similar a la del Alarma! o el Semanario de lo Insólito, que le dicen “búsqueda de la verdad” a la publicación de imágenes mórbidas.
En su libro War is Beautiful, el escritor David Shields cuestiona la cobertura bélica de The New York Times por embellecer la destrucción para un público que consume sus fotografías como una forma de entretenimiento. Más que cerrar la distancia entre el horror y los lectores para que lo detengan, lo que logra el Times es trivializar la guerra y ensanchar el abismo. En Civil War, Garland celebra todo lo que cuestiona Shields: tanto, que acaba construyendo la película como un acto de fetichización. Más que repugnarnos ante una potencial guerra civil en Estados Unidos, Garland nos entretiene con ella. Aunque parezca guiado por el ideal realista de mostrar los hechos para que el público los experimente e interprete como si fueran un fenómeno auténtico, no es el caso.
Basta observar las diferencias entre películas que buscan ser un testimonio objetivo de la violencia y Civil War. En sus ficciones fuertemente influenciadas por el cine documental, el director inglés Peter Watkins sabía que, si su intención era el realismo, debía repeler, no apaciguar al público. Por ello filmó la brutalidad sin consideración en Punishment Park (1971), un documental falso sobre una cacería humana autorizada por el gobierno de Richard Nixon en contra de prisioneros políticos. Las torturas, los cadáveres, son captados por una cámara en mano como si realmente hubieran sucedido. Su influencia se puede ver en Bloody Sunday (2002), de Paul Greengrass, que recrea la masacre homónima de 1972, cuando paracaidistas ingleses balearon a manifestantes católicos en Irlanda del Norte. Al observar los eventos desde su interior, ambas películas contienen una franqueza que podría caer en un disfrute sádico. Sus directores se arriesgan a saturarnos de imágenes violentas que podrían inmunizarnos a ellas, pero lo hacen partiendo de una congruencia en sus ideas y su intención de sacudirnos.
También te puede interesar leer: "La chimera: el éxtasis de Santa Rohrwacher".
Garland no intenta eso siquiera, sin importar lo que diga al respecto. Su ralentización de varias imágenes es tan irresponsable como su musicalización irónica. En cuanto a lo primero, el director tiende a desacelerar los cuadros a lo largo de la película, pero estos planos no contienen imágenes de horror tan duras que nos hagan cerrar los ojos. Más bien, la técnica parece motivada por el disfrute de ver cosas estallando y el cuidado de no espantar mucho al espectador, ya que una película comercial que evite ser mirada implicaría una traición: ¿cómo generaría ingresos si ahuyenta a su público?
En cuanto a la música, Garland parece movido por un deseo de producir contrastes entre imágenes crueles —tan crueles como lo permite una película de distribución masiva— y canciones emocionantes. Martin Scorsese hizo algo similar con el fin de perturbar al público en Bringing Out the Dead (1999). Cuando un traficante cae de su departamento y termina atravesado por una reja, el perverso sentido del humor de Scorsese ilumina la pantalla: vemos un corredor regado con peces moribundos mientras suena en el fondo “Red Red Wine”, de UB40, un tema alegre que piensa al color rojo como signo de fiesta y alegría, pero que alude en esta circunstancia a un charco de sangre. La combinación resulta escalofriante. En cambio, en el momento más torpe de Civil War, Garland musicaliza unos fusilamientos con “Say No Go”, una canción fiestera de hip hop interpretada por De La Soul. Más que una contradicción, encuentro ahí una armonía que apunta a la lógica del videojuego: matar es emocionante, trivial.
Se puede argumentar que mi sensibilidad está desorientada, claro, pero sostengo mis sospechas hacia Garland al tomar en cuenta los momentos humorísticos en Civil War que rebasan la incertidumbre, la pestilencia y el desorden. Quizá más por torpeza que por malicia, y motivado por el deseo de tranquilizar al público ante los eventos más crueles, Garland muestra una cantidad sorprendente de gags para una película bélica. Entre el humor de los personajes y momentos en los que incluso se divierten brincando de un coche en movimiento a otro, se nota su distancia de las grandes películas de guerra de Gillo Pontecorvo, Andrzej Wajda o Larisa Shepitko. Normalmente el combate es visto con melancolía o miedo, y con buena razón. Al trivializarlo, Garland revela un imaginario irresponsable y poco reflexivo, quizá tanto como el de la ficción política de Michel Franco, aunque esta vez del lado liberal.
La última imagen de Civil War, una ejecución musicalizada con “Dream Baby Dream”, de Suicide, nos pregunta: ¿no es lo que acabamos de ver un hermoso sueño? Como caricatura política tendría sentido, pero plantear esta imagen seriamente demuestra que en el imaginario demócrata de Garland habita el mismo temperamento sanguinario que en los peores republicanos. Al desbordarse su inconsciente, el director nos demuestra que no es mucho lo que distingue a un partido de otro, pero es demasiado lo que aleja a un cine revolucionario como el de Pier Paolo Pasolini —en La rabbia (1963) pedía gritar: “¡Viva la libertad!” con amor— de una industria acostumbrada a vender la destrucción como un gozo. Atravesada por la fantasía, la violencia de un Bruce Willis siquiera terminaba siendo un artefacto brechtiano: era tan excesiva que hasta daba risa; no pretendía inspirar a nadie a matar. Con Garland no se sabe, y esa ambigüedad es la que debería preocuparnos.
¿Cuál es la diferencia entre <i>Die Hard</i>, con Bruce Willis, y <i>Civil War</i>, de Alex Garland? La primera, muestra la destrucción como un satisfactor; la segunda, ambigüedad irresponsable en tiempos polarizados.
Por lo que he visto, el debate entre la audiencia idónea de Civil War (2024) —el público estadounidense— pretende resolver si se trata de una película demócrata o republicana. Como ya es típico de nuestro tiempo, la discusión no se concentra en las propias imágenes, sino en la afiliación política de sus autores, que determina, claro, las cualidades estéticas de la obra. Si es una película que confronta a Donald Trump, sugiere el público demócrata, Civil War es buena; si no, no. Ojalá todo fuera tan fácil como notar el desprecio con el que el director Alex Garland trata al expresidente en la trama: apenas en la primera escena vemos una parodia que habla como él —es poco elocuente, arroja adverbios sin decoro— y, por no revelar mucho de la trama, digamos ambiguamente que es tratado como algunos líderes fascistas de la historia. Está claro que Garland, director de películas tópicas —y más prometedoras que logradas— como Ex Machina (2014), Annihilation (2018) y la repudiada Men (2022), detesta a Trump, pero en los detalles que pocos están discutiendo se revela su postura moral ante la violencia política y la forma de representarla.
Civil War se sitúa en lo que parece el siguiente cuatrienio estadounidense, cuando el presidente anónimo (Nick Offerman) causará una fiebre separatista en la nación. Hay varios grupos de estados —algunos tan implausibles como la unión formada por la reaccionaria Texas y los liberales de California— peleando contra las fuerzas federales, que parecen a punto de ser derrotadas. Mientras tanto, tres periodistas y una novata en Nueva York toman la decisión de atravesar la Costa Este para llegar a Washington y entrevistar al presidente antes de que caiga su gobierno.
La película no dice mucho más que esta breve sinopsis a lo largo de unos 100 minutos en los que se niega a detallar su futuro imaginario, concediendo así lo ridículas que son algunas de sus circunstancias políticas. Sus temas son todavía más burdos. Al concentrarse en las dos fotógrafas del grupo, Garland queda obligado a abordar el testimonio y la mirada de la prensa, que construye el imaginario público de un conflicto. Sin embargo, el nivel alegórico de la película es tan simple que parece decirnos, a lo mucho, lo mismo que el famoso eslogan de The Washington Post: “La democracia muere en la oscuridad”. A pesar de ello no vemos a los periodistas provocando absolutamente nada, y no porque el director se proponga señalar la futilidad de la prensa en medio del caos provocado por organizaciones paramilitares. Al mostrar lo que significa para él la labor de un fotógrafo de guerra, Garland aclara todas las dudas: una y otra vez las imágenes más significativas de la novata Jessie (Cailee Spaeny) son muertos. La mentalidad del director es, por decir lo menos, pornográfica, similar a la del Alarma! o el Semanario de lo Insólito, que le dicen “búsqueda de la verdad” a la publicación de imágenes mórbidas.
En su libro War is Beautiful, el escritor David Shields cuestiona la cobertura bélica de The New York Times por embellecer la destrucción para un público que consume sus fotografías como una forma de entretenimiento. Más que cerrar la distancia entre el horror y los lectores para que lo detengan, lo que logra el Times es trivializar la guerra y ensanchar el abismo. En Civil War, Garland celebra todo lo que cuestiona Shields: tanto, que acaba construyendo la película como un acto de fetichización. Más que repugnarnos ante una potencial guerra civil en Estados Unidos, Garland nos entretiene con ella. Aunque parezca guiado por el ideal realista de mostrar los hechos para que el público los experimente e interprete como si fueran un fenómeno auténtico, no es el caso.
Basta observar las diferencias entre películas que buscan ser un testimonio objetivo de la violencia y Civil War. En sus ficciones fuertemente influenciadas por el cine documental, el director inglés Peter Watkins sabía que, si su intención era el realismo, debía repeler, no apaciguar al público. Por ello filmó la brutalidad sin consideración en Punishment Park (1971), un documental falso sobre una cacería humana autorizada por el gobierno de Richard Nixon en contra de prisioneros políticos. Las torturas, los cadáveres, son captados por una cámara en mano como si realmente hubieran sucedido. Su influencia se puede ver en Bloody Sunday (2002), de Paul Greengrass, que recrea la masacre homónima de 1972, cuando paracaidistas ingleses balearon a manifestantes católicos en Irlanda del Norte. Al observar los eventos desde su interior, ambas películas contienen una franqueza que podría caer en un disfrute sádico. Sus directores se arriesgan a saturarnos de imágenes violentas que podrían inmunizarnos a ellas, pero lo hacen partiendo de una congruencia en sus ideas y su intención de sacudirnos.
También te puede interesar leer: "La chimera: el éxtasis de Santa Rohrwacher".
Garland no intenta eso siquiera, sin importar lo que diga al respecto. Su ralentización de varias imágenes es tan irresponsable como su musicalización irónica. En cuanto a lo primero, el director tiende a desacelerar los cuadros a lo largo de la película, pero estos planos no contienen imágenes de horror tan duras que nos hagan cerrar los ojos. Más bien, la técnica parece motivada por el disfrute de ver cosas estallando y el cuidado de no espantar mucho al espectador, ya que una película comercial que evite ser mirada implicaría una traición: ¿cómo generaría ingresos si ahuyenta a su público?
En cuanto a la música, Garland parece movido por un deseo de producir contrastes entre imágenes crueles —tan crueles como lo permite una película de distribución masiva— y canciones emocionantes. Martin Scorsese hizo algo similar con el fin de perturbar al público en Bringing Out the Dead (1999). Cuando un traficante cae de su departamento y termina atravesado por una reja, el perverso sentido del humor de Scorsese ilumina la pantalla: vemos un corredor regado con peces moribundos mientras suena en el fondo “Red Red Wine”, de UB40, un tema alegre que piensa al color rojo como signo de fiesta y alegría, pero que alude en esta circunstancia a un charco de sangre. La combinación resulta escalofriante. En cambio, en el momento más torpe de Civil War, Garland musicaliza unos fusilamientos con “Say No Go”, una canción fiestera de hip hop interpretada por De La Soul. Más que una contradicción, encuentro ahí una armonía que apunta a la lógica del videojuego: matar es emocionante, trivial.
Se puede argumentar que mi sensibilidad está desorientada, claro, pero sostengo mis sospechas hacia Garland al tomar en cuenta los momentos humorísticos en Civil War que rebasan la incertidumbre, la pestilencia y el desorden. Quizá más por torpeza que por malicia, y motivado por el deseo de tranquilizar al público ante los eventos más crueles, Garland muestra una cantidad sorprendente de gags para una película bélica. Entre el humor de los personajes y momentos en los que incluso se divierten brincando de un coche en movimiento a otro, se nota su distancia de las grandes películas de guerra de Gillo Pontecorvo, Andrzej Wajda o Larisa Shepitko. Normalmente el combate es visto con melancolía o miedo, y con buena razón. Al trivializarlo, Garland revela un imaginario irresponsable y poco reflexivo, quizá tanto como el de la ficción política de Michel Franco, aunque esta vez del lado liberal.
La última imagen de Civil War, una ejecución musicalizada con “Dream Baby Dream”, de Suicide, nos pregunta: ¿no es lo que acabamos de ver un hermoso sueño? Como caricatura política tendría sentido, pero plantear esta imagen seriamente demuestra que en el imaginario demócrata de Garland habita el mismo temperamento sanguinario que en los peores republicanos. Al desbordarse su inconsciente, el director nos demuestra que no es mucho lo que distingue a un partido de otro, pero es demasiado lo que aleja a un cine revolucionario como el de Pier Paolo Pasolini —en La rabbia (1963) pedía gritar: “¡Viva la libertad!” con amor— de una industria acostumbrada a vender la destrucción como un gozo. Atravesada por la fantasía, la violencia de un Bruce Willis siquiera terminaba siendo un artefacto brechtiano: era tan excesiva que hasta daba risa; no pretendía inspirar a nadie a matar. Con Garland no se sabe, y esa ambigüedad es la que debería preocuparnos.
Civil War, Alex Garland (2024).
¿Cuál es la diferencia entre <i>Die Hard</i>, con Bruce Willis, y <i>Civil War</i>, de Alex Garland? La primera, muestra la destrucción como un satisfactor; la segunda, ambigüedad irresponsable en tiempos polarizados.
Por lo que he visto, el debate entre la audiencia idónea de Civil War (2024) —el público estadounidense— pretende resolver si se trata de una película demócrata o republicana. Como ya es típico de nuestro tiempo, la discusión no se concentra en las propias imágenes, sino en la afiliación política de sus autores, que determina, claro, las cualidades estéticas de la obra. Si es una película que confronta a Donald Trump, sugiere el público demócrata, Civil War es buena; si no, no. Ojalá todo fuera tan fácil como notar el desprecio con el que el director Alex Garland trata al expresidente en la trama: apenas en la primera escena vemos una parodia que habla como él —es poco elocuente, arroja adverbios sin decoro— y, por no revelar mucho de la trama, digamos ambiguamente que es tratado como algunos líderes fascistas de la historia. Está claro que Garland, director de películas tópicas —y más prometedoras que logradas— como Ex Machina (2014), Annihilation (2018) y la repudiada Men (2022), detesta a Trump, pero en los detalles que pocos están discutiendo se revela su postura moral ante la violencia política y la forma de representarla.
Civil War se sitúa en lo que parece el siguiente cuatrienio estadounidense, cuando el presidente anónimo (Nick Offerman) causará una fiebre separatista en la nación. Hay varios grupos de estados —algunos tan implausibles como la unión formada por la reaccionaria Texas y los liberales de California— peleando contra las fuerzas federales, que parecen a punto de ser derrotadas. Mientras tanto, tres periodistas y una novata en Nueva York toman la decisión de atravesar la Costa Este para llegar a Washington y entrevistar al presidente antes de que caiga su gobierno.
La película no dice mucho más que esta breve sinopsis a lo largo de unos 100 minutos en los que se niega a detallar su futuro imaginario, concediendo así lo ridículas que son algunas de sus circunstancias políticas. Sus temas son todavía más burdos. Al concentrarse en las dos fotógrafas del grupo, Garland queda obligado a abordar el testimonio y la mirada de la prensa, que construye el imaginario público de un conflicto. Sin embargo, el nivel alegórico de la película es tan simple que parece decirnos, a lo mucho, lo mismo que el famoso eslogan de The Washington Post: “La democracia muere en la oscuridad”. A pesar de ello no vemos a los periodistas provocando absolutamente nada, y no porque el director se proponga señalar la futilidad de la prensa en medio del caos provocado por organizaciones paramilitares. Al mostrar lo que significa para él la labor de un fotógrafo de guerra, Garland aclara todas las dudas: una y otra vez las imágenes más significativas de la novata Jessie (Cailee Spaeny) son muertos. La mentalidad del director es, por decir lo menos, pornográfica, similar a la del Alarma! o el Semanario de lo Insólito, que le dicen “búsqueda de la verdad” a la publicación de imágenes mórbidas.
En su libro War is Beautiful, el escritor David Shields cuestiona la cobertura bélica de The New York Times por embellecer la destrucción para un público que consume sus fotografías como una forma de entretenimiento. Más que cerrar la distancia entre el horror y los lectores para que lo detengan, lo que logra el Times es trivializar la guerra y ensanchar el abismo. En Civil War, Garland celebra todo lo que cuestiona Shields: tanto, que acaba construyendo la película como un acto de fetichización. Más que repugnarnos ante una potencial guerra civil en Estados Unidos, Garland nos entretiene con ella. Aunque parezca guiado por el ideal realista de mostrar los hechos para que el público los experimente e interprete como si fueran un fenómeno auténtico, no es el caso.
Basta observar las diferencias entre películas que buscan ser un testimonio objetivo de la violencia y Civil War. En sus ficciones fuertemente influenciadas por el cine documental, el director inglés Peter Watkins sabía que, si su intención era el realismo, debía repeler, no apaciguar al público. Por ello filmó la brutalidad sin consideración en Punishment Park (1971), un documental falso sobre una cacería humana autorizada por el gobierno de Richard Nixon en contra de prisioneros políticos. Las torturas, los cadáveres, son captados por una cámara en mano como si realmente hubieran sucedido. Su influencia se puede ver en Bloody Sunday (2002), de Paul Greengrass, que recrea la masacre homónima de 1972, cuando paracaidistas ingleses balearon a manifestantes católicos en Irlanda del Norte. Al observar los eventos desde su interior, ambas películas contienen una franqueza que podría caer en un disfrute sádico. Sus directores se arriesgan a saturarnos de imágenes violentas que podrían inmunizarnos a ellas, pero lo hacen partiendo de una congruencia en sus ideas y su intención de sacudirnos.
También te puede interesar leer: "La chimera: el éxtasis de Santa Rohrwacher".
Garland no intenta eso siquiera, sin importar lo que diga al respecto. Su ralentización de varias imágenes es tan irresponsable como su musicalización irónica. En cuanto a lo primero, el director tiende a desacelerar los cuadros a lo largo de la película, pero estos planos no contienen imágenes de horror tan duras que nos hagan cerrar los ojos. Más bien, la técnica parece motivada por el disfrute de ver cosas estallando y el cuidado de no espantar mucho al espectador, ya que una película comercial que evite ser mirada implicaría una traición: ¿cómo generaría ingresos si ahuyenta a su público?
En cuanto a la música, Garland parece movido por un deseo de producir contrastes entre imágenes crueles —tan crueles como lo permite una película de distribución masiva— y canciones emocionantes. Martin Scorsese hizo algo similar con el fin de perturbar al público en Bringing Out the Dead (1999). Cuando un traficante cae de su departamento y termina atravesado por una reja, el perverso sentido del humor de Scorsese ilumina la pantalla: vemos un corredor regado con peces moribundos mientras suena en el fondo “Red Red Wine”, de UB40, un tema alegre que piensa al color rojo como signo de fiesta y alegría, pero que alude en esta circunstancia a un charco de sangre. La combinación resulta escalofriante. En cambio, en el momento más torpe de Civil War, Garland musicaliza unos fusilamientos con “Say No Go”, una canción fiestera de hip hop interpretada por De La Soul. Más que una contradicción, encuentro ahí una armonía que apunta a la lógica del videojuego: matar es emocionante, trivial.
Se puede argumentar que mi sensibilidad está desorientada, claro, pero sostengo mis sospechas hacia Garland al tomar en cuenta los momentos humorísticos en Civil War que rebasan la incertidumbre, la pestilencia y el desorden. Quizá más por torpeza que por malicia, y motivado por el deseo de tranquilizar al público ante los eventos más crueles, Garland muestra una cantidad sorprendente de gags para una película bélica. Entre el humor de los personajes y momentos en los que incluso se divierten brincando de un coche en movimiento a otro, se nota su distancia de las grandes películas de guerra de Gillo Pontecorvo, Andrzej Wajda o Larisa Shepitko. Normalmente el combate es visto con melancolía o miedo, y con buena razón. Al trivializarlo, Garland revela un imaginario irresponsable y poco reflexivo, quizá tanto como el de la ficción política de Michel Franco, aunque esta vez del lado liberal.
La última imagen de Civil War, una ejecución musicalizada con “Dream Baby Dream”, de Suicide, nos pregunta: ¿no es lo que acabamos de ver un hermoso sueño? Como caricatura política tendría sentido, pero plantear esta imagen seriamente demuestra que en el imaginario demócrata de Garland habita el mismo temperamento sanguinario que en los peores republicanos. Al desbordarse su inconsciente, el director nos demuestra que no es mucho lo que distingue a un partido de otro, pero es demasiado lo que aleja a un cine revolucionario como el de Pier Paolo Pasolini —en La rabbia (1963) pedía gritar: “¡Viva la libertad!” con amor— de una industria acostumbrada a vender la destrucción como un gozo. Atravesada por la fantasía, la violencia de un Bruce Willis siquiera terminaba siendo un artefacto brechtiano: era tan excesiva que hasta daba risa; no pretendía inspirar a nadie a matar. Con Garland no se sabe, y esa ambigüedad es la que debería preocuparnos.
¿Cuál es la diferencia entre <i>Die Hard</i>, con Bruce Willis, y <i>Civil War</i>, de Alex Garland? La primera, muestra la destrucción como un satisfactor; la segunda, ambigüedad irresponsable en tiempos polarizados.
Por lo que he visto, el debate entre la audiencia idónea de Civil War (2024) —el público estadounidense— pretende resolver si se trata de una película demócrata o republicana. Como ya es típico de nuestro tiempo, la discusión no se concentra en las propias imágenes, sino en la afiliación política de sus autores, que determina, claro, las cualidades estéticas de la obra. Si es una película que confronta a Donald Trump, sugiere el público demócrata, Civil War es buena; si no, no. Ojalá todo fuera tan fácil como notar el desprecio con el que el director Alex Garland trata al expresidente en la trama: apenas en la primera escena vemos una parodia que habla como él —es poco elocuente, arroja adverbios sin decoro— y, por no revelar mucho de la trama, digamos ambiguamente que es tratado como algunos líderes fascistas de la historia. Está claro que Garland, director de películas tópicas —y más prometedoras que logradas— como Ex Machina (2014), Annihilation (2018) y la repudiada Men (2022), detesta a Trump, pero en los detalles que pocos están discutiendo se revela su postura moral ante la violencia política y la forma de representarla.
Civil War se sitúa en lo que parece el siguiente cuatrienio estadounidense, cuando el presidente anónimo (Nick Offerman) causará una fiebre separatista en la nación. Hay varios grupos de estados —algunos tan implausibles como la unión formada por la reaccionaria Texas y los liberales de California— peleando contra las fuerzas federales, que parecen a punto de ser derrotadas. Mientras tanto, tres periodistas y una novata en Nueva York toman la decisión de atravesar la Costa Este para llegar a Washington y entrevistar al presidente antes de que caiga su gobierno.
La película no dice mucho más que esta breve sinopsis a lo largo de unos 100 minutos en los que se niega a detallar su futuro imaginario, concediendo así lo ridículas que son algunas de sus circunstancias políticas. Sus temas son todavía más burdos. Al concentrarse en las dos fotógrafas del grupo, Garland queda obligado a abordar el testimonio y la mirada de la prensa, que construye el imaginario público de un conflicto. Sin embargo, el nivel alegórico de la película es tan simple que parece decirnos, a lo mucho, lo mismo que el famoso eslogan de The Washington Post: “La democracia muere en la oscuridad”. A pesar de ello no vemos a los periodistas provocando absolutamente nada, y no porque el director se proponga señalar la futilidad de la prensa en medio del caos provocado por organizaciones paramilitares. Al mostrar lo que significa para él la labor de un fotógrafo de guerra, Garland aclara todas las dudas: una y otra vez las imágenes más significativas de la novata Jessie (Cailee Spaeny) son muertos. La mentalidad del director es, por decir lo menos, pornográfica, similar a la del Alarma! o el Semanario de lo Insólito, que le dicen “búsqueda de la verdad” a la publicación de imágenes mórbidas.
En su libro War is Beautiful, el escritor David Shields cuestiona la cobertura bélica de The New York Times por embellecer la destrucción para un público que consume sus fotografías como una forma de entretenimiento. Más que cerrar la distancia entre el horror y los lectores para que lo detengan, lo que logra el Times es trivializar la guerra y ensanchar el abismo. En Civil War, Garland celebra todo lo que cuestiona Shields: tanto, que acaba construyendo la película como un acto de fetichización. Más que repugnarnos ante una potencial guerra civil en Estados Unidos, Garland nos entretiene con ella. Aunque parezca guiado por el ideal realista de mostrar los hechos para que el público los experimente e interprete como si fueran un fenómeno auténtico, no es el caso.
Basta observar las diferencias entre películas que buscan ser un testimonio objetivo de la violencia y Civil War. En sus ficciones fuertemente influenciadas por el cine documental, el director inglés Peter Watkins sabía que, si su intención era el realismo, debía repeler, no apaciguar al público. Por ello filmó la brutalidad sin consideración en Punishment Park (1971), un documental falso sobre una cacería humana autorizada por el gobierno de Richard Nixon en contra de prisioneros políticos. Las torturas, los cadáveres, son captados por una cámara en mano como si realmente hubieran sucedido. Su influencia se puede ver en Bloody Sunday (2002), de Paul Greengrass, que recrea la masacre homónima de 1972, cuando paracaidistas ingleses balearon a manifestantes católicos en Irlanda del Norte. Al observar los eventos desde su interior, ambas películas contienen una franqueza que podría caer en un disfrute sádico. Sus directores se arriesgan a saturarnos de imágenes violentas que podrían inmunizarnos a ellas, pero lo hacen partiendo de una congruencia en sus ideas y su intención de sacudirnos.
También te puede interesar leer: "La chimera: el éxtasis de Santa Rohrwacher".
Garland no intenta eso siquiera, sin importar lo que diga al respecto. Su ralentización de varias imágenes es tan irresponsable como su musicalización irónica. En cuanto a lo primero, el director tiende a desacelerar los cuadros a lo largo de la película, pero estos planos no contienen imágenes de horror tan duras que nos hagan cerrar los ojos. Más bien, la técnica parece motivada por el disfrute de ver cosas estallando y el cuidado de no espantar mucho al espectador, ya que una película comercial que evite ser mirada implicaría una traición: ¿cómo generaría ingresos si ahuyenta a su público?
En cuanto a la música, Garland parece movido por un deseo de producir contrastes entre imágenes crueles —tan crueles como lo permite una película de distribución masiva— y canciones emocionantes. Martin Scorsese hizo algo similar con el fin de perturbar al público en Bringing Out the Dead (1999). Cuando un traficante cae de su departamento y termina atravesado por una reja, el perverso sentido del humor de Scorsese ilumina la pantalla: vemos un corredor regado con peces moribundos mientras suena en el fondo “Red Red Wine”, de UB40, un tema alegre que piensa al color rojo como signo de fiesta y alegría, pero que alude en esta circunstancia a un charco de sangre. La combinación resulta escalofriante. En cambio, en el momento más torpe de Civil War, Garland musicaliza unos fusilamientos con “Say No Go”, una canción fiestera de hip hop interpretada por De La Soul. Más que una contradicción, encuentro ahí una armonía que apunta a la lógica del videojuego: matar es emocionante, trivial.
Se puede argumentar que mi sensibilidad está desorientada, claro, pero sostengo mis sospechas hacia Garland al tomar en cuenta los momentos humorísticos en Civil War que rebasan la incertidumbre, la pestilencia y el desorden. Quizá más por torpeza que por malicia, y motivado por el deseo de tranquilizar al público ante los eventos más crueles, Garland muestra una cantidad sorprendente de gags para una película bélica. Entre el humor de los personajes y momentos en los que incluso se divierten brincando de un coche en movimiento a otro, se nota su distancia de las grandes películas de guerra de Gillo Pontecorvo, Andrzej Wajda o Larisa Shepitko. Normalmente el combate es visto con melancolía o miedo, y con buena razón. Al trivializarlo, Garland revela un imaginario irresponsable y poco reflexivo, quizá tanto como el de la ficción política de Michel Franco, aunque esta vez del lado liberal.
La última imagen de Civil War, una ejecución musicalizada con “Dream Baby Dream”, de Suicide, nos pregunta: ¿no es lo que acabamos de ver un hermoso sueño? Como caricatura política tendría sentido, pero plantear esta imagen seriamente demuestra que en el imaginario demócrata de Garland habita el mismo temperamento sanguinario que en los peores republicanos. Al desbordarse su inconsciente, el director nos demuestra que no es mucho lo que distingue a un partido de otro, pero es demasiado lo que aleja a un cine revolucionario como el de Pier Paolo Pasolini —en La rabbia (1963) pedía gritar: “¡Viva la libertad!” con amor— de una industria acostumbrada a vender la destrucción como un gozo. Atravesada por la fantasía, la violencia de un Bruce Willis siquiera terminaba siendo un artefacto brechtiano: era tan excesiva que hasta daba risa; no pretendía inspirar a nadie a matar. Con Garland no se sabe, y esa ambigüedad es la que debería preocuparnos.
Civil War, Alex Garland (2024).
¿Cuál es la diferencia entre <i>Die Hard</i>, con Bruce Willis, y <i>Civil War</i>, de Alex Garland? La primera, muestra la destrucción como un satisfactor; la segunda, ambigüedad irresponsable en tiempos polarizados.
Por lo que he visto, el debate entre la audiencia idónea de Civil War (2024) —el público estadounidense— pretende resolver si se trata de una película demócrata o republicana. Como ya es típico de nuestro tiempo, la discusión no se concentra en las propias imágenes, sino en la afiliación política de sus autores, que determina, claro, las cualidades estéticas de la obra. Si es una película que confronta a Donald Trump, sugiere el público demócrata, Civil War es buena; si no, no. Ojalá todo fuera tan fácil como notar el desprecio con el que el director Alex Garland trata al expresidente en la trama: apenas en la primera escena vemos una parodia que habla como él —es poco elocuente, arroja adverbios sin decoro— y, por no revelar mucho de la trama, digamos ambiguamente que es tratado como algunos líderes fascistas de la historia. Está claro que Garland, director de películas tópicas —y más prometedoras que logradas— como Ex Machina (2014), Annihilation (2018) y la repudiada Men (2022), detesta a Trump, pero en los detalles que pocos están discutiendo se revela su postura moral ante la violencia política y la forma de representarla.
Civil War se sitúa en lo que parece el siguiente cuatrienio estadounidense, cuando el presidente anónimo (Nick Offerman) causará una fiebre separatista en la nación. Hay varios grupos de estados —algunos tan implausibles como la unión formada por la reaccionaria Texas y los liberales de California— peleando contra las fuerzas federales, que parecen a punto de ser derrotadas. Mientras tanto, tres periodistas y una novata en Nueva York toman la decisión de atravesar la Costa Este para llegar a Washington y entrevistar al presidente antes de que caiga su gobierno.
La película no dice mucho más que esta breve sinopsis a lo largo de unos 100 minutos en los que se niega a detallar su futuro imaginario, concediendo así lo ridículas que son algunas de sus circunstancias políticas. Sus temas son todavía más burdos. Al concentrarse en las dos fotógrafas del grupo, Garland queda obligado a abordar el testimonio y la mirada de la prensa, que construye el imaginario público de un conflicto. Sin embargo, el nivel alegórico de la película es tan simple que parece decirnos, a lo mucho, lo mismo que el famoso eslogan de The Washington Post: “La democracia muere en la oscuridad”. A pesar de ello no vemos a los periodistas provocando absolutamente nada, y no porque el director se proponga señalar la futilidad de la prensa en medio del caos provocado por organizaciones paramilitares. Al mostrar lo que significa para él la labor de un fotógrafo de guerra, Garland aclara todas las dudas: una y otra vez las imágenes más significativas de la novata Jessie (Cailee Spaeny) son muertos. La mentalidad del director es, por decir lo menos, pornográfica, similar a la del Alarma! o el Semanario de lo Insólito, que le dicen “búsqueda de la verdad” a la publicación de imágenes mórbidas.
En su libro War is Beautiful, el escritor David Shields cuestiona la cobertura bélica de The New York Times por embellecer la destrucción para un público que consume sus fotografías como una forma de entretenimiento. Más que cerrar la distancia entre el horror y los lectores para que lo detengan, lo que logra el Times es trivializar la guerra y ensanchar el abismo. En Civil War, Garland celebra todo lo que cuestiona Shields: tanto, que acaba construyendo la película como un acto de fetichización. Más que repugnarnos ante una potencial guerra civil en Estados Unidos, Garland nos entretiene con ella. Aunque parezca guiado por el ideal realista de mostrar los hechos para que el público los experimente e interprete como si fueran un fenómeno auténtico, no es el caso.
Basta observar las diferencias entre películas que buscan ser un testimonio objetivo de la violencia y Civil War. En sus ficciones fuertemente influenciadas por el cine documental, el director inglés Peter Watkins sabía que, si su intención era el realismo, debía repeler, no apaciguar al público. Por ello filmó la brutalidad sin consideración en Punishment Park (1971), un documental falso sobre una cacería humana autorizada por el gobierno de Richard Nixon en contra de prisioneros políticos. Las torturas, los cadáveres, son captados por una cámara en mano como si realmente hubieran sucedido. Su influencia se puede ver en Bloody Sunday (2002), de Paul Greengrass, que recrea la masacre homónima de 1972, cuando paracaidistas ingleses balearon a manifestantes católicos en Irlanda del Norte. Al observar los eventos desde su interior, ambas películas contienen una franqueza que podría caer en un disfrute sádico. Sus directores se arriesgan a saturarnos de imágenes violentas que podrían inmunizarnos a ellas, pero lo hacen partiendo de una congruencia en sus ideas y su intención de sacudirnos.
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Garland no intenta eso siquiera, sin importar lo que diga al respecto. Su ralentización de varias imágenes es tan irresponsable como su musicalización irónica. En cuanto a lo primero, el director tiende a desacelerar los cuadros a lo largo de la película, pero estos planos no contienen imágenes de horror tan duras que nos hagan cerrar los ojos. Más bien, la técnica parece motivada por el disfrute de ver cosas estallando y el cuidado de no espantar mucho al espectador, ya que una película comercial que evite ser mirada implicaría una traición: ¿cómo generaría ingresos si ahuyenta a su público?
En cuanto a la música, Garland parece movido por un deseo de producir contrastes entre imágenes crueles —tan crueles como lo permite una película de distribución masiva— y canciones emocionantes. Martin Scorsese hizo algo similar con el fin de perturbar al público en Bringing Out the Dead (1999). Cuando un traficante cae de su departamento y termina atravesado por una reja, el perverso sentido del humor de Scorsese ilumina la pantalla: vemos un corredor regado con peces moribundos mientras suena en el fondo “Red Red Wine”, de UB40, un tema alegre que piensa al color rojo como signo de fiesta y alegría, pero que alude en esta circunstancia a un charco de sangre. La combinación resulta escalofriante. En cambio, en el momento más torpe de Civil War, Garland musicaliza unos fusilamientos con “Say No Go”, una canción fiestera de hip hop interpretada por De La Soul. Más que una contradicción, encuentro ahí una armonía que apunta a la lógica del videojuego: matar es emocionante, trivial.
Se puede argumentar que mi sensibilidad está desorientada, claro, pero sostengo mis sospechas hacia Garland al tomar en cuenta los momentos humorísticos en Civil War que rebasan la incertidumbre, la pestilencia y el desorden. Quizá más por torpeza que por malicia, y motivado por el deseo de tranquilizar al público ante los eventos más crueles, Garland muestra una cantidad sorprendente de gags para una película bélica. Entre el humor de los personajes y momentos en los que incluso se divierten brincando de un coche en movimiento a otro, se nota su distancia de las grandes películas de guerra de Gillo Pontecorvo, Andrzej Wajda o Larisa Shepitko. Normalmente el combate es visto con melancolía o miedo, y con buena razón. Al trivializarlo, Garland revela un imaginario irresponsable y poco reflexivo, quizá tanto como el de la ficción política de Michel Franco, aunque esta vez del lado liberal.
La última imagen de Civil War, una ejecución musicalizada con “Dream Baby Dream”, de Suicide, nos pregunta: ¿no es lo que acabamos de ver un hermoso sueño? Como caricatura política tendría sentido, pero plantear esta imagen seriamente demuestra que en el imaginario demócrata de Garland habita el mismo temperamento sanguinario que en los peores republicanos. Al desbordarse su inconsciente, el director nos demuestra que no es mucho lo que distingue a un partido de otro, pero es demasiado lo que aleja a un cine revolucionario como el de Pier Paolo Pasolini —en La rabbia (1963) pedía gritar: “¡Viva la libertad!” con amor— de una industria acostumbrada a vender la destrucción como un gozo. Atravesada por la fantasía, la violencia de un Bruce Willis siquiera terminaba siendo un artefacto brechtiano: era tan excesiva que hasta daba risa; no pretendía inspirar a nadie a matar. Con Garland no se sabe, y esa ambigüedad es la que debería preocuparnos.
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