La revolución como imagen de paz: Unrest, de Cyril Schäublin

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Tiempo de Lectura: 00 min

Ya se estrenó en MUBI una de las películas más celebradas de 2022: Unrest nos muestra la llegada del anarquista ruso Piotr Kropotkin a un pueblo suizo. Lo fascinante es que, en vez de narrar esta parte de su historia como una biografía convencional, el director suizo Cyril Schäublin observa la resistencia del pueblo contra el capitalismo mediante imágenes tan elocuentes como las propias discusiones políticas de los personajes.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Unrest, Cyril Schäublin (2022).

Decía el director multinacional Fritz Lang que toda gran película está contenida en la primera escena. También creo recordar que el autor estadounidense John Steinbeck decía que las mejores novelas se pueden resumir en una frase. Si tal es el caso, Unrest (2022), del cineasta suizo Cyril Schäublin, se puede describir como una respuesta insubordinada a un famoso lugar común: “El tiempo es dinero”. La oración se ha repetido tanto que quizás haya perdido su impacto. Para la mayoría no es más que una forma de apurar a la gente para que entregue un pedido, termine de armar un producto o mande un correo para convocar inmediatamente a una junta laboral, pero sus implicaciones se encuentran en cada uno de estos ejemplos: pensar que el tiempo es dinero supone darle mayor importancia a los réditos que al tránsito de cada persona por una dimensión que provoca arrugas y recuerdos, es someter las maravillas de la naturaleza al deseo de explotar sus recursos y a los trabajadores que los procesan con el fin de producir bienes que se vendan y nos abran la puerta al lujo. Schäublin parte del significado genuino de aquel dicho para hacer una película sobre la resistencia al imaginario capitalista con trabajadores que se sublevan perdiendo el tiempo.

Sería fácil decir que Unrest es una biografía cinematográfica de Piotr Kropotkin (Alexei Evstratov), pero sería equivocado. Aunque el anarquista ruso aparece en muchas escenas, buena parte del metraje le pertenece a la fuerza de trabajo de una fábrica de relojes y a la comuna anarquista que ofrece condiciones más dignas por la misma labor; importan, además, los políticos locales, los policías, la taberna y su dueño, porque el protagonista genuino —y la trama— es el espacio donde ocurre la película: un pueblo suizo al que Kropotkin llega en el siglo XIX para hacer un mapa anarquista pero se queda en él para aprender el oficio de la resistencia. Desde este planteamiento Unrest demuestra su voluntad de chocar con la norma, pues la película no se trata de una figura revolucionaria y las lecciones que da, sino de un colectivo donde la identidad se comparte.

Aunque Schäublin definió el estilo que aún usa en su primer largometraje, Those who are fine (2017), parecería que sus decisiones en Unrest brotan de las ideas expuestas en el guion: a menudo hay que escanear las imágenes para identificar quién está hablando pues los planos están poblados de muchas figuras, involucradas en distintas acciones. El sonido de una conversación particular nos acerca adonde el director quiere que fijemos la atención, pero sin negarnos la posibilidad de distraernos. Los planos son, en estas ocasiones, murales, como muchos que pintaron los artistas mexicanos: la historia se niega a centrarse en un solo individuo y a lo mucho encuentra en algún cuerpo torturado los de toda la clase obrera. La distancia entre la cámara y sus sujetos, acortada por el sonido, rima también con la historia del anarquismo: tan próxima a la utopía pero distanciada de ella por la envidia y la inconveniencia que provoca a los sistemas comunistas, liberales, monárquicos.

Schäublin se acerca también a ver manos construyendo relojes, piezas inexplicables y monedas que al ser contadas y guardadas en un sobre producen una poesía salarial. Cerca del desenlace, el cuerpo anarquista canta en conjunto un himno y, para dimensionar la fusión de estos individuos organizados, el director nos muestra un retrato en solitario tras otro. Cada una de estas personas es alguien en particular, pero la solidaridad las convierte en algo más grande, que la película aborda con un didacticismo deliberado y militante.

Es común que se ataque la idea del arte como escuela desde el pensamiento liberal o conservador, pero en la izquierda —de Aleksandr Dovzhenko y Yulia Sólntseva a Radu Jude— se considera que la militancia es inevitable pero, además, inspiradora. Schäublin se incorpora a esta tradición y se apoya en la artificialidad deliberada de los actores para justificar discusiones entre los personajes, cuyo propósito es informar al público. Aunque el elenco no es tan agarrotado como el de los llamados “modelos” de Robert Bresson o Angela Schanelec, más estatuas que seres humanos, los personajes de Unrest están muy lejos de la expresividad convencional y así discuten el auge del anarquismo, la Comuna de París y el funcionamiento de los relojes, telégrafos y horarios que abundan en el pueblo, partido entre los tiempos establecidos por la fábrica, los transportes, el municipio y las vías de comunicación. Todo es ampliamente discutido porque el fin de la película, como el de muchos personajes que la habitan, es la agitación espontánea de quienes los miramos, de ahí el título.

Unrest puede traducirse como inquietud, y alude así a la inconformidad de los anarquistas, pero también es el nombre en inglés de una pieza que da balance a los relojes. Un personaje lo explica hacia el desenlace, naturalmente, pero hay otras metáforas más discretas que Schäublin esparce en la película y que remiten a la idea del tiempo como una bestia que el capitalismo intenta domar. Los segundos se manifiestan materialmente en procesos como la captura de una fotografía —un cronómetro calcula la exposición de la imagen— o el de las trabajadoras armando las ruedas y las manecillas como cirujanas. Cuando nadie las ve, se organizan para trabajar más lento y evitar el despido de sus colegas menos diestras, porque el tiempo es usado por los capitalistas como amenaza: los retrasos en la producción o en la entrada al trabajo, a pesar de las complicaciones que producen los varios horarios que atraviesan el pueblo, son razones para despedir al personal.

Unrest
Unrest, de Cyril Schäublin (2022).

De lo anterior se vislumbra que Unrest no es, a pesar de sus imágenes utópicas y su instrucción anarquista, una crónica de la victoria obrera, sino un arco cada vez más melancólico sobre la resistencia. Aunque los personajes sonríen cuando trabajan en el taller autónomo y cuando votan por apoyar a organizaciones internacionales con el dinero de la comuna; aunque se expresan con imágenes poéticas en sus manifiestos y las autoridades burguesas los respetan por la calidad de su trabajo y su prensa, poco a poco se imponen intereses ajenos sobre su destino: un diplomático italiano invita a las autoridades locales a romper su respeto constitucional por la libertad de expresión para detener a un anarquista extranjero, y el taller descubre que sus relojes son vendidos a ejércitos. Los anarquistas intentan vivir fuera de la maquinaria de muertos, pero esta encuentra una forma de tragárselos, de hacerlos colaborar. El colmo es el desenlace, cuando un fotógrafo se entera de la fama de Kropotkin y en ese momento se dispara el precio de los retratos que le hizo.

A pesar de todo, Schäublin se niega a crear una dicotomía moralizante entre ángeles y demonios; al contrario, su casting y su escritura buscan en los policías de la localidad figuras bonachonas aunque ejerzan la opresión dictada por las leyes. Por ejemplo, debido a una reforma, los anarquistas quedan excluidos de las elecciones y es con cierta vergüenza que estos hombres de cara alegre y redonda, como la de un abuelo juguetón, les explican que no pueden votar. Incluso les desean un buen día.

Ni Schäublin ni sus personajes son sanguinarios. El cambio hacia la anarquía es un proceso amoroso que se construye con sonrisas, con trabajo que beneficia a la comunidad, con poesía y finalmente con el romance que brota entre Kropotkin y una trabajadora de la fábrica, llamada Josephine (Clara Gostynski). En Unrest, Schäublin nos instruye por medio de las conversaciones políticas de sus personajes y sus metáforas pero no nos fuerza a nada; más bien, nos enseña en sus imágenes pacíficas de la ciudad y el campo que la revolución, al menos idealmente, es un proceso desde y hacia la paz.

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Ya se estrenó en MUBI una de las películas más celebradas de 2022: Unrest nos muestra la llegada del anarquista ruso Piotr Kropotkin a un pueblo suizo. Lo fascinante es que, en vez de narrar esta parte de su historia como una biografía convencional, el director suizo Cyril Schäublin observa la resistencia del pueblo contra el capitalismo mediante imágenes tan elocuentes como las propias discusiones políticas de los personajes.

Decía el director multinacional Fritz Lang que toda gran película está contenida en la primera escena. También creo recordar que el autor estadounidense John Steinbeck decía que las mejores novelas se pueden resumir en una frase. Si tal es el caso, Unrest (2022), del cineasta suizo Cyril Schäublin, se puede describir como una respuesta insubordinada a un famoso lugar común: “El tiempo es dinero”. La oración se ha repetido tanto que quizás haya perdido su impacto. Para la mayoría no es más que una forma de apurar a la gente para que entregue un pedido, termine de armar un producto o mande un correo para convocar inmediatamente a una junta laboral, pero sus implicaciones se encuentran en cada uno de estos ejemplos: pensar que el tiempo es dinero supone darle mayor importancia a los réditos que al tránsito de cada persona por una dimensión que provoca arrugas y recuerdos, es someter las maravillas de la naturaleza al deseo de explotar sus recursos y a los trabajadores que los procesan con el fin de producir bienes que se vendan y nos abran la puerta al lujo. Schäublin parte del significado genuino de aquel dicho para hacer una película sobre la resistencia al imaginario capitalista con trabajadores que se sublevan perdiendo el tiempo.

Sería fácil decir que Unrest es una biografía cinematográfica de Piotr Kropotkin (Alexei Evstratov), pero sería equivocado. Aunque el anarquista ruso aparece en muchas escenas, buena parte del metraje le pertenece a la fuerza de trabajo de una fábrica de relojes y a la comuna anarquista que ofrece condiciones más dignas por la misma labor; importan, además, los políticos locales, los policías, la taberna y su dueño, porque el protagonista genuino —y la trama— es el espacio donde ocurre la película: un pueblo suizo al que Kropotkin llega en el siglo XIX para hacer un mapa anarquista pero se queda en él para aprender el oficio de la resistencia. Desde este planteamiento Unrest demuestra su voluntad de chocar con la norma, pues la película no se trata de una figura revolucionaria y las lecciones que da, sino de un colectivo donde la identidad se comparte.

Aunque Schäublin definió el estilo que aún usa en su primer largometraje, Those who are fine (2017), parecería que sus decisiones en Unrest brotan de las ideas expuestas en el guion: a menudo hay que escanear las imágenes para identificar quién está hablando pues los planos están poblados de muchas figuras, involucradas en distintas acciones. El sonido de una conversación particular nos acerca adonde el director quiere que fijemos la atención, pero sin negarnos la posibilidad de distraernos. Los planos son, en estas ocasiones, murales, como muchos que pintaron los artistas mexicanos: la historia se niega a centrarse en un solo individuo y a lo mucho encuentra en algún cuerpo torturado los de toda la clase obrera. La distancia entre la cámara y sus sujetos, acortada por el sonido, rima también con la historia del anarquismo: tan próxima a la utopía pero distanciada de ella por la envidia y la inconveniencia que provoca a los sistemas comunistas, liberales, monárquicos.

Schäublin se acerca también a ver manos construyendo relojes, piezas inexplicables y monedas que al ser contadas y guardadas en un sobre producen una poesía salarial. Cerca del desenlace, el cuerpo anarquista canta en conjunto un himno y, para dimensionar la fusión de estos individuos organizados, el director nos muestra un retrato en solitario tras otro. Cada una de estas personas es alguien en particular, pero la solidaridad las convierte en algo más grande, que la película aborda con un didacticismo deliberado y militante.

Es común que se ataque la idea del arte como escuela desde el pensamiento liberal o conservador, pero en la izquierda —de Aleksandr Dovzhenko y Yulia Sólntseva a Radu Jude— se considera que la militancia es inevitable pero, además, inspiradora. Schäublin se incorpora a esta tradición y se apoya en la artificialidad deliberada de los actores para justificar discusiones entre los personajes, cuyo propósito es informar al público. Aunque el elenco no es tan agarrotado como el de los llamados “modelos” de Robert Bresson o Angela Schanelec, más estatuas que seres humanos, los personajes de Unrest están muy lejos de la expresividad convencional y así discuten el auge del anarquismo, la Comuna de París y el funcionamiento de los relojes, telégrafos y horarios que abundan en el pueblo, partido entre los tiempos establecidos por la fábrica, los transportes, el municipio y las vías de comunicación. Todo es ampliamente discutido porque el fin de la película, como el de muchos personajes que la habitan, es la agitación espontánea de quienes los miramos, de ahí el título.

Unrest puede traducirse como inquietud, y alude así a la inconformidad de los anarquistas, pero también es el nombre en inglés de una pieza que da balance a los relojes. Un personaje lo explica hacia el desenlace, naturalmente, pero hay otras metáforas más discretas que Schäublin esparce en la película y que remiten a la idea del tiempo como una bestia que el capitalismo intenta domar. Los segundos se manifiestan materialmente en procesos como la captura de una fotografía —un cronómetro calcula la exposición de la imagen— o el de las trabajadoras armando las ruedas y las manecillas como cirujanas. Cuando nadie las ve, se organizan para trabajar más lento y evitar el despido de sus colegas menos diestras, porque el tiempo es usado por los capitalistas como amenaza: los retrasos en la producción o en la entrada al trabajo, a pesar de las complicaciones que producen los varios horarios que atraviesan el pueblo, son razones para despedir al personal.

Unrest
Unrest, de Cyril Schäublin (2022).

De lo anterior se vislumbra que Unrest no es, a pesar de sus imágenes utópicas y su instrucción anarquista, una crónica de la victoria obrera, sino un arco cada vez más melancólico sobre la resistencia. Aunque los personajes sonríen cuando trabajan en el taller autónomo y cuando votan por apoyar a organizaciones internacionales con el dinero de la comuna; aunque se expresan con imágenes poéticas en sus manifiestos y las autoridades burguesas los respetan por la calidad de su trabajo y su prensa, poco a poco se imponen intereses ajenos sobre su destino: un diplomático italiano invita a las autoridades locales a romper su respeto constitucional por la libertad de expresión para detener a un anarquista extranjero, y el taller descubre que sus relojes son vendidos a ejércitos. Los anarquistas intentan vivir fuera de la maquinaria de muertos, pero esta encuentra una forma de tragárselos, de hacerlos colaborar. El colmo es el desenlace, cuando un fotógrafo se entera de la fama de Kropotkin y en ese momento se dispara el precio de los retratos que le hizo.

A pesar de todo, Schäublin se niega a crear una dicotomía moralizante entre ángeles y demonios; al contrario, su casting y su escritura buscan en los policías de la localidad figuras bonachonas aunque ejerzan la opresión dictada por las leyes. Por ejemplo, debido a una reforma, los anarquistas quedan excluidos de las elecciones y es con cierta vergüenza que estos hombres de cara alegre y redonda, como la de un abuelo juguetón, les explican que no pueden votar. Incluso les desean un buen día.

Ni Schäublin ni sus personajes son sanguinarios. El cambio hacia la anarquía es un proceso amoroso que se construye con sonrisas, con trabajo que beneficia a la comunidad, con poesía y finalmente con el romance que brota entre Kropotkin y una trabajadora de la fábrica, llamada Josephine (Clara Gostynski). En Unrest, Schäublin nos instruye por medio de las conversaciones políticas de sus personajes y sus metáforas pero no nos fuerza a nada; más bien, nos enseña en sus imágenes pacíficas de la ciudad y el campo que la revolución, al menos idealmente, es un proceso desde y hacia la paz.

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Ya se estrenó en MUBI una de las películas más celebradas de 2022: Unrest nos muestra la llegada del anarquista ruso Piotr Kropotkin a un pueblo suizo. Lo fascinante es que, en vez de narrar esta parte de su historia como una biografía convencional, el director suizo Cyril Schäublin observa la resistencia del pueblo contra el capitalismo mediante imágenes tan elocuentes como las propias discusiones políticas de los personajes.

Decía el director multinacional Fritz Lang que toda gran película está contenida en la primera escena. También creo recordar que el autor estadounidense John Steinbeck decía que las mejores novelas se pueden resumir en una frase. Si tal es el caso, Unrest (2022), del cineasta suizo Cyril Schäublin, se puede describir como una respuesta insubordinada a un famoso lugar común: “El tiempo es dinero”. La oración se ha repetido tanto que quizás haya perdido su impacto. Para la mayoría no es más que una forma de apurar a la gente para que entregue un pedido, termine de armar un producto o mande un correo para convocar inmediatamente a una junta laboral, pero sus implicaciones se encuentran en cada uno de estos ejemplos: pensar que el tiempo es dinero supone darle mayor importancia a los réditos que al tránsito de cada persona por una dimensión que provoca arrugas y recuerdos, es someter las maravillas de la naturaleza al deseo de explotar sus recursos y a los trabajadores que los procesan con el fin de producir bienes que se vendan y nos abran la puerta al lujo. Schäublin parte del significado genuino de aquel dicho para hacer una película sobre la resistencia al imaginario capitalista con trabajadores que se sublevan perdiendo el tiempo.

Sería fácil decir que Unrest es una biografía cinematográfica de Piotr Kropotkin (Alexei Evstratov), pero sería equivocado. Aunque el anarquista ruso aparece en muchas escenas, buena parte del metraje le pertenece a la fuerza de trabajo de una fábrica de relojes y a la comuna anarquista que ofrece condiciones más dignas por la misma labor; importan, además, los políticos locales, los policías, la taberna y su dueño, porque el protagonista genuino —y la trama— es el espacio donde ocurre la película: un pueblo suizo al que Kropotkin llega en el siglo XIX para hacer un mapa anarquista pero se queda en él para aprender el oficio de la resistencia. Desde este planteamiento Unrest demuestra su voluntad de chocar con la norma, pues la película no se trata de una figura revolucionaria y las lecciones que da, sino de un colectivo donde la identidad se comparte.

Aunque Schäublin definió el estilo que aún usa en su primer largometraje, Those who are fine (2017), parecería que sus decisiones en Unrest brotan de las ideas expuestas en el guion: a menudo hay que escanear las imágenes para identificar quién está hablando pues los planos están poblados de muchas figuras, involucradas en distintas acciones. El sonido de una conversación particular nos acerca adonde el director quiere que fijemos la atención, pero sin negarnos la posibilidad de distraernos. Los planos son, en estas ocasiones, murales, como muchos que pintaron los artistas mexicanos: la historia se niega a centrarse en un solo individuo y a lo mucho encuentra en algún cuerpo torturado los de toda la clase obrera. La distancia entre la cámara y sus sujetos, acortada por el sonido, rima también con la historia del anarquismo: tan próxima a la utopía pero distanciada de ella por la envidia y la inconveniencia que provoca a los sistemas comunistas, liberales, monárquicos.

Schäublin se acerca también a ver manos construyendo relojes, piezas inexplicables y monedas que al ser contadas y guardadas en un sobre producen una poesía salarial. Cerca del desenlace, el cuerpo anarquista canta en conjunto un himno y, para dimensionar la fusión de estos individuos organizados, el director nos muestra un retrato en solitario tras otro. Cada una de estas personas es alguien en particular, pero la solidaridad las convierte en algo más grande, que la película aborda con un didacticismo deliberado y militante.

Es común que se ataque la idea del arte como escuela desde el pensamiento liberal o conservador, pero en la izquierda —de Aleksandr Dovzhenko y Yulia Sólntseva a Radu Jude— se considera que la militancia es inevitable pero, además, inspiradora. Schäublin se incorpora a esta tradición y se apoya en la artificialidad deliberada de los actores para justificar discusiones entre los personajes, cuyo propósito es informar al público. Aunque el elenco no es tan agarrotado como el de los llamados “modelos” de Robert Bresson o Angela Schanelec, más estatuas que seres humanos, los personajes de Unrest están muy lejos de la expresividad convencional y así discuten el auge del anarquismo, la Comuna de París y el funcionamiento de los relojes, telégrafos y horarios que abundan en el pueblo, partido entre los tiempos establecidos por la fábrica, los transportes, el municipio y las vías de comunicación. Todo es ampliamente discutido porque el fin de la película, como el de muchos personajes que la habitan, es la agitación espontánea de quienes los miramos, de ahí el título.

Unrest puede traducirse como inquietud, y alude así a la inconformidad de los anarquistas, pero también es el nombre en inglés de una pieza que da balance a los relojes. Un personaje lo explica hacia el desenlace, naturalmente, pero hay otras metáforas más discretas que Schäublin esparce en la película y que remiten a la idea del tiempo como una bestia que el capitalismo intenta domar. Los segundos se manifiestan materialmente en procesos como la captura de una fotografía —un cronómetro calcula la exposición de la imagen— o el de las trabajadoras armando las ruedas y las manecillas como cirujanas. Cuando nadie las ve, se organizan para trabajar más lento y evitar el despido de sus colegas menos diestras, porque el tiempo es usado por los capitalistas como amenaza: los retrasos en la producción o en la entrada al trabajo, a pesar de las complicaciones que producen los varios horarios que atraviesan el pueblo, son razones para despedir al personal.

Unrest
Unrest, de Cyril Schäublin (2022).

De lo anterior se vislumbra que Unrest no es, a pesar de sus imágenes utópicas y su instrucción anarquista, una crónica de la victoria obrera, sino un arco cada vez más melancólico sobre la resistencia. Aunque los personajes sonríen cuando trabajan en el taller autónomo y cuando votan por apoyar a organizaciones internacionales con el dinero de la comuna; aunque se expresan con imágenes poéticas en sus manifiestos y las autoridades burguesas los respetan por la calidad de su trabajo y su prensa, poco a poco se imponen intereses ajenos sobre su destino: un diplomático italiano invita a las autoridades locales a romper su respeto constitucional por la libertad de expresión para detener a un anarquista extranjero, y el taller descubre que sus relojes son vendidos a ejércitos. Los anarquistas intentan vivir fuera de la maquinaria de muertos, pero esta encuentra una forma de tragárselos, de hacerlos colaborar. El colmo es el desenlace, cuando un fotógrafo se entera de la fama de Kropotkin y en ese momento se dispara el precio de los retratos que le hizo.

A pesar de todo, Schäublin se niega a crear una dicotomía moralizante entre ángeles y demonios; al contrario, su casting y su escritura buscan en los policías de la localidad figuras bonachonas aunque ejerzan la opresión dictada por las leyes. Por ejemplo, debido a una reforma, los anarquistas quedan excluidos de las elecciones y es con cierta vergüenza que estos hombres de cara alegre y redonda, como la de un abuelo juguetón, les explican que no pueden votar. Incluso les desean un buen día.

Ni Schäublin ni sus personajes son sanguinarios. El cambio hacia la anarquía es un proceso amoroso que se construye con sonrisas, con trabajo que beneficia a la comunidad, con poesía y finalmente con el romance que brota entre Kropotkin y una trabajadora de la fábrica, llamada Josephine (Clara Gostynski). En Unrest, Schäublin nos instruye por medio de las conversaciones políticas de sus personajes y sus metáforas pero no nos fuerza a nada; más bien, nos enseña en sus imágenes pacíficas de la ciudad y el campo que la revolución, al menos idealmente, es un proceso desde y hacia la paz.

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Decía el director multinacional Fritz Lang que toda gran película está contenida en la primera escena. También creo recordar que el autor estadounidense John Steinbeck decía que las mejores novelas se pueden resumir en una frase. Si tal es el caso, Unrest (2022), del cineasta suizo Cyril Schäublin, se puede describir como una respuesta insubordinada a un famoso lugar común: “El tiempo es dinero”. La oración se ha repetido tanto que quizás haya perdido su impacto. Para la mayoría no es más que una forma de apurar a la gente para que entregue un pedido, termine de armar un producto o mande un correo para convocar inmediatamente a una junta laboral, pero sus implicaciones se encuentran en cada uno de estos ejemplos: pensar que el tiempo es dinero supone darle mayor importancia a los réditos que al tránsito de cada persona por una dimensión que provoca arrugas y recuerdos, es someter las maravillas de la naturaleza al deseo de explotar sus recursos y a los trabajadores que los procesan con el fin de producir bienes que se vendan y nos abran la puerta al lujo. Schäublin parte del significado genuino de aquel dicho para hacer una película sobre la resistencia al imaginario capitalista con trabajadores que se sublevan perdiendo el tiempo.

Sería fácil decir que Unrest es una biografía cinematográfica de Piotr Kropotkin (Alexei Evstratov), pero sería equivocado. Aunque el anarquista ruso aparece en muchas escenas, buena parte del metraje le pertenece a la fuerza de trabajo de una fábrica de relojes y a la comuna anarquista que ofrece condiciones más dignas por la misma labor; importan, además, los políticos locales, los policías, la taberna y su dueño, porque el protagonista genuino —y la trama— es el espacio donde ocurre la película: un pueblo suizo al que Kropotkin llega en el siglo XIX para hacer un mapa anarquista pero se queda en él para aprender el oficio de la resistencia. Desde este planteamiento Unrest demuestra su voluntad de chocar con la norma, pues la película no se trata de una figura revolucionaria y las lecciones que da, sino de un colectivo donde la identidad se comparte.

Aunque Schäublin definió el estilo que aún usa en su primer largometraje, Those who are fine (2017), parecería que sus decisiones en Unrest brotan de las ideas expuestas en el guion: a menudo hay que escanear las imágenes para identificar quién está hablando pues los planos están poblados de muchas figuras, involucradas en distintas acciones. El sonido de una conversación particular nos acerca adonde el director quiere que fijemos la atención, pero sin negarnos la posibilidad de distraernos. Los planos son, en estas ocasiones, murales, como muchos que pintaron los artistas mexicanos: la historia se niega a centrarse en un solo individuo y a lo mucho encuentra en algún cuerpo torturado los de toda la clase obrera. La distancia entre la cámara y sus sujetos, acortada por el sonido, rima también con la historia del anarquismo: tan próxima a la utopía pero distanciada de ella por la envidia y la inconveniencia que provoca a los sistemas comunistas, liberales, monárquicos.

Schäublin se acerca también a ver manos construyendo relojes, piezas inexplicables y monedas que al ser contadas y guardadas en un sobre producen una poesía salarial. Cerca del desenlace, el cuerpo anarquista canta en conjunto un himno y, para dimensionar la fusión de estos individuos organizados, el director nos muestra un retrato en solitario tras otro. Cada una de estas personas es alguien en particular, pero la solidaridad las convierte en algo más grande, que la película aborda con un didacticismo deliberado y militante.

Es común que se ataque la idea del arte como escuela desde el pensamiento liberal o conservador, pero en la izquierda —de Aleksandr Dovzhenko y Yulia Sólntseva a Radu Jude— se considera que la militancia es inevitable pero, además, inspiradora. Schäublin se incorpora a esta tradición y se apoya en la artificialidad deliberada de los actores para justificar discusiones entre los personajes, cuyo propósito es informar al público. Aunque el elenco no es tan agarrotado como el de los llamados “modelos” de Robert Bresson o Angela Schanelec, más estatuas que seres humanos, los personajes de Unrest están muy lejos de la expresividad convencional y así discuten el auge del anarquismo, la Comuna de París y el funcionamiento de los relojes, telégrafos y horarios que abundan en el pueblo, partido entre los tiempos establecidos por la fábrica, los transportes, el municipio y las vías de comunicación. Todo es ampliamente discutido porque el fin de la película, como el de muchos personajes que la habitan, es la agitación espontánea de quienes los miramos, de ahí el título.

Unrest puede traducirse como inquietud, y alude así a la inconformidad de los anarquistas, pero también es el nombre en inglés de una pieza que da balance a los relojes. Un personaje lo explica hacia el desenlace, naturalmente, pero hay otras metáforas más discretas que Schäublin esparce en la película y que remiten a la idea del tiempo como una bestia que el capitalismo intenta domar. Los segundos se manifiestan materialmente en procesos como la captura de una fotografía —un cronómetro calcula la exposición de la imagen— o el de las trabajadoras armando las ruedas y las manecillas como cirujanas. Cuando nadie las ve, se organizan para trabajar más lento y evitar el despido de sus colegas menos diestras, porque el tiempo es usado por los capitalistas como amenaza: los retrasos en la producción o en la entrada al trabajo, a pesar de las complicaciones que producen los varios horarios que atraviesan el pueblo, son razones para despedir al personal.

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A pesar de todo, Schäublin se niega a crear una dicotomía moralizante entre ángeles y demonios; al contrario, su casting y su escritura buscan en los policías de la localidad figuras bonachonas aunque ejerzan la opresión dictada por las leyes. Por ejemplo, debido a una reforma, los anarquistas quedan excluidos de las elecciones y es con cierta vergüenza que estos hombres de cara alegre y redonda, como la de un abuelo juguetón, les explican que no pueden votar. Incluso les desean un buen día.

Ni Schäublin ni sus personajes son sanguinarios. El cambio hacia la anarquía es un proceso amoroso que se construye con sonrisas, con trabajo que beneficia a la comunidad, con poesía y finalmente con el romance que brota entre Kropotkin y una trabajadora de la fábrica, llamada Josephine (Clara Gostynski). En Unrest, Schäublin nos instruye por medio de las conversaciones políticas de sus personajes y sus metáforas pero no nos fuerza a nada; más bien, nos enseña en sus imágenes pacíficas de la ciudad y el campo que la revolución, al menos idealmente, es un proceso desde y hacia la paz.

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Ya se estrenó en MUBI una de las películas más celebradas de 2022: Unrest nos muestra la llegada del anarquista ruso Piotr Kropotkin a un pueblo suizo. Lo fascinante es que, en vez de narrar esta parte de su historia como una biografía convencional, el director suizo Cyril Schäublin observa la resistencia del pueblo contra el capitalismo mediante imágenes tan elocuentes como las propias discusiones políticas de los personajes.

Decía el director multinacional Fritz Lang que toda gran película está contenida en la primera escena. También creo recordar que el autor estadounidense John Steinbeck decía que las mejores novelas se pueden resumir en una frase. Si tal es el caso, Unrest (2022), del cineasta suizo Cyril Schäublin, se puede describir como una respuesta insubordinada a un famoso lugar común: “El tiempo es dinero”. La oración se ha repetido tanto que quizás haya perdido su impacto. Para la mayoría no es más que una forma de apurar a la gente para que entregue un pedido, termine de armar un producto o mande un correo para convocar inmediatamente a una junta laboral, pero sus implicaciones se encuentran en cada uno de estos ejemplos: pensar que el tiempo es dinero supone darle mayor importancia a los réditos que al tránsito de cada persona por una dimensión que provoca arrugas y recuerdos, es someter las maravillas de la naturaleza al deseo de explotar sus recursos y a los trabajadores que los procesan con el fin de producir bienes que se vendan y nos abran la puerta al lujo. Schäublin parte del significado genuino de aquel dicho para hacer una película sobre la resistencia al imaginario capitalista con trabajadores que se sublevan perdiendo el tiempo.

Sería fácil decir que Unrest es una biografía cinematográfica de Piotr Kropotkin (Alexei Evstratov), pero sería equivocado. Aunque el anarquista ruso aparece en muchas escenas, buena parte del metraje le pertenece a la fuerza de trabajo de una fábrica de relojes y a la comuna anarquista que ofrece condiciones más dignas por la misma labor; importan, además, los políticos locales, los policías, la taberna y su dueño, porque el protagonista genuino —y la trama— es el espacio donde ocurre la película: un pueblo suizo al que Kropotkin llega en el siglo XIX para hacer un mapa anarquista pero se queda en él para aprender el oficio de la resistencia. Desde este planteamiento Unrest demuestra su voluntad de chocar con la norma, pues la película no se trata de una figura revolucionaria y las lecciones que da, sino de un colectivo donde la identidad se comparte.

Aunque Schäublin definió el estilo que aún usa en su primer largometraje, Those who are fine (2017), parecería que sus decisiones en Unrest brotan de las ideas expuestas en el guion: a menudo hay que escanear las imágenes para identificar quién está hablando pues los planos están poblados de muchas figuras, involucradas en distintas acciones. El sonido de una conversación particular nos acerca adonde el director quiere que fijemos la atención, pero sin negarnos la posibilidad de distraernos. Los planos son, en estas ocasiones, murales, como muchos que pintaron los artistas mexicanos: la historia se niega a centrarse en un solo individuo y a lo mucho encuentra en algún cuerpo torturado los de toda la clase obrera. La distancia entre la cámara y sus sujetos, acortada por el sonido, rima también con la historia del anarquismo: tan próxima a la utopía pero distanciada de ella por la envidia y la inconveniencia que provoca a los sistemas comunistas, liberales, monárquicos.

Schäublin se acerca también a ver manos construyendo relojes, piezas inexplicables y monedas que al ser contadas y guardadas en un sobre producen una poesía salarial. Cerca del desenlace, el cuerpo anarquista canta en conjunto un himno y, para dimensionar la fusión de estos individuos organizados, el director nos muestra un retrato en solitario tras otro. Cada una de estas personas es alguien en particular, pero la solidaridad las convierte en algo más grande, que la película aborda con un didacticismo deliberado y militante.

Es común que se ataque la idea del arte como escuela desde el pensamiento liberal o conservador, pero en la izquierda —de Aleksandr Dovzhenko y Yulia Sólntseva a Radu Jude— se considera que la militancia es inevitable pero, además, inspiradora. Schäublin se incorpora a esta tradición y se apoya en la artificialidad deliberada de los actores para justificar discusiones entre los personajes, cuyo propósito es informar al público. Aunque el elenco no es tan agarrotado como el de los llamados “modelos” de Robert Bresson o Angela Schanelec, más estatuas que seres humanos, los personajes de Unrest están muy lejos de la expresividad convencional y así discuten el auge del anarquismo, la Comuna de París y el funcionamiento de los relojes, telégrafos y horarios que abundan en el pueblo, partido entre los tiempos establecidos por la fábrica, los transportes, el municipio y las vías de comunicación. Todo es ampliamente discutido porque el fin de la película, como el de muchos personajes que la habitan, es la agitación espontánea de quienes los miramos, de ahí el título.

Unrest puede traducirse como inquietud, y alude así a la inconformidad de los anarquistas, pero también es el nombre en inglés de una pieza que da balance a los relojes. Un personaje lo explica hacia el desenlace, naturalmente, pero hay otras metáforas más discretas que Schäublin esparce en la película y que remiten a la idea del tiempo como una bestia que el capitalismo intenta domar. Los segundos se manifiestan materialmente en procesos como la captura de una fotografía —un cronómetro calcula la exposición de la imagen— o el de las trabajadoras armando las ruedas y las manecillas como cirujanas. Cuando nadie las ve, se organizan para trabajar más lento y evitar el despido de sus colegas menos diestras, porque el tiempo es usado por los capitalistas como amenaza: los retrasos en la producción o en la entrada al trabajo, a pesar de las complicaciones que producen los varios horarios que atraviesan el pueblo, son razones para despedir al personal.

Unrest
Unrest, de Cyril Schäublin (2022).

De lo anterior se vislumbra que Unrest no es, a pesar de sus imágenes utópicas y su instrucción anarquista, una crónica de la victoria obrera, sino un arco cada vez más melancólico sobre la resistencia. Aunque los personajes sonríen cuando trabajan en el taller autónomo y cuando votan por apoyar a organizaciones internacionales con el dinero de la comuna; aunque se expresan con imágenes poéticas en sus manifiestos y las autoridades burguesas los respetan por la calidad de su trabajo y su prensa, poco a poco se imponen intereses ajenos sobre su destino: un diplomático italiano invita a las autoridades locales a romper su respeto constitucional por la libertad de expresión para detener a un anarquista extranjero, y el taller descubre que sus relojes son vendidos a ejércitos. Los anarquistas intentan vivir fuera de la maquinaria de muertos, pero esta encuentra una forma de tragárselos, de hacerlos colaborar. El colmo es el desenlace, cuando un fotógrafo se entera de la fama de Kropotkin y en ese momento se dispara el precio de los retratos que le hizo.

A pesar de todo, Schäublin se niega a crear una dicotomía moralizante entre ángeles y demonios; al contrario, su casting y su escritura buscan en los policías de la localidad figuras bonachonas aunque ejerzan la opresión dictada por las leyes. Por ejemplo, debido a una reforma, los anarquistas quedan excluidos de las elecciones y es con cierta vergüenza que estos hombres de cara alegre y redonda, como la de un abuelo juguetón, les explican que no pueden votar. Incluso les desean un buen día.

Ni Schäublin ni sus personajes son sanguinarios. El cambio hacia la anarquía es un proceso amoroso que se construye con sonrisas, con trabajo que beneficia a la comunidad, con poesía y finalmente con el romance que brota entre Kropotkin y una trabajadora de la fábrica, llamada Josephine (Clara Gostynski). En Unrest, Schäublin nos instruye por medio de las conversaciones políticas de sus personajes y sus metáforas pero no nos fuerza a nada; más bien, nos enseña en sus imágenes pacíficas de la ciudad y el campo que la revolución, al menos idealmente, es un proceso desde y hacia la paz.

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Unrest, Cyril Schäublin (2022).

La revolución como imagen de paz: Unrest, de Cyril Schäublin

La revolución como imagen de paz: Unrest, de Cyril Schäublin

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Ya se estrenó en MUBI una de las películas más celebradas de 2022: Unrest nos muestra la llegada del anarquista ruso Piotr Kropotkin a un pueblo suizo. Lo fascinante es que, en vez de narrar esta parte de su historia como una biografía convencional, el director suizo Cyril Schäublin observa la resistencia del pueblo contra el capitalismo mediante imágenes tan elocuentes como las propias discusiones políticas de los personajes.

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Decía el director multinacional Fritz Lang que toda gran película está contenida en la primera escena. También creo recordar que el autor estadounidense John Steinbeck decía que las mejores novelas se pueden resumir en una frase. Si tal es el caso, Unrest (2022), del cineasta suizo Cyril Schäublin, se puede describir como una respuesta insubordinada a un famoso lugar común: “El tiempo es dinero”. La oración se ha repetido tanto que quizás haya perdido su impacto. Para la mayoría no es más que una forma de apurar a la gente para que entregue un pedido, termine de armar un producto o mande un correo para convocar inmediatamente a una junta laboral, pero sus implicaciones se encuentran en cada uno de estos ejemplos: pensar que el tiempo es dinero supone darle mayor importancia a los réditos que al tránsito de cada persona por una dimensión que provoca arrugas y recuerdos, es someter las maravillas de la naturaleza al deseo de explotar sus recursos y a los trabajadores que los procesan con el fin de producir bienes que se vendan y nos abran la puerta al lujo. Schäublin parte del significado genuino de aquel dicho para hacer una película sobre la resistencia al imaginario capitalista con trabajadores que se sublevan perdiendo el tiempo.

Sería fácil decir que Unrest es una biografía cinematográfica de Piotr Kropotkin (Alexei Evstratov), pero sería equivocado. Aunque el anarquista ruso aparece en muchas escenas, buena parte del metraje le pertenece a la fuerza de trabajo de una fábrica de relojes y a la comuna anarquista que ofrece condiciones más dignas por la misma labor; importan, además, los políticos locales, los policías, la taberna y su dueño, porque el protagonista genuino —y la trama— es el espacio donde ocurre la película: un pueblo suizo al que Kropotkin llega en el siglo XIX para hacer un mapa anarquista pero se queda en él para aprender el oficio de la resistencia. Desde este planteamiento Unrest demuestra su voluntad de chocar con la norma, pues la película no se trata de una figura revolucionaria y las lecciones que da, sino de un colectivo donde la identidad se comparte.

Aunque Schäublin definió el estilo que aún usa en su primer largometraje, Those who are fine (2017), parecería que sus decisiones en Unrest brotan de las ideas expuestas en el guion: a menudo hay que escanear las imágenes para identificar quién está hablando pues los planos están poblados de muchas figuras, involucradas en distintas acciones. El sonido de una conversación particular nos acerca adonde el director quiere que fijemos la atención, pero sin negarnos la posibilidad de distraernos. Los planos son, en estas ocasiones, murales, como muchos que pintaron los artistas mexicanos: la historia se niega a centrarse en un solo individuo y a lo mucho encuentra en algún cuerpo torturado los de toda la clase obrera. La distancia entre la cámara y sus sujetos, acortada por el sonido, rima también con la historia del anarquismo: tan próxima a la utopía pero distanciada de ella por la envidia y la inconveniencia que provoca a los sistemas comunistas, liberales, monárquicos.

Schäublin se acerca también a ver manos construyendo relojes, piezas inexplicables y monedas que al ser contadas y guardadas en un sobre producen una poesía salarial. Cerca del desenlace, el cuerpo anarquista canta en conjunto un himno y, para dimensionar la fusión de estos individuos organizados, el director nos muestra un retrato en solitario tras otro. Cada una de estas personas es alguien en particular, pero la solidaridad las convierte en algo más grande, que la película aborda con un didacticismo deliberado y militante.

Es común que se ataque la idea del arte como escuela desde el pensamiento liberal o conservador, pero en la izquierda —de Aleksandr Dovzhenko y Yulia Sólntseva a Radu Jude— se considera que la militancia es inevitable pero, además, inspiradora. Schäublin se incorpora a esta tradición y se apoya en la artificialidad deliberada de los actores para justificar discusiones entre los personajes, cuyo propósito es informar al público. Aunque el elenco no es tan agarrotado como el de los llamados “modelos” de Robert Bresson o Angela Schanelec, más estatuas que seres humanos, los personajes de Unrest están muy lejos de la expresividad convencional y así discuten el auge del anarquismo, la Comuna de París y el funcionamiento de los relojes, telégrafos y horarios que abundan en el pueblo, partido entre los tiempos establecidos por la fábrica, los transportes, el municipio y las vías de comunicación. Todo es ampliamente discutido porque el fin de la película, como el de muchos personajes que la habitan, es la agitación espontánea de quienes los miramos, de ahí el título.

Unrest puede traducirse como inquietud, y alude así a la inconformidad de los anarquistas, pero también es el nombre en inglés de una pieza que da balance a los relojes. Un personaje lo explica hacia el desenlace, naturalmente, pero hay otras metáforas más discretas que Schäublin esparce en la película y que remiten a la idea del tiempo como una bestia que el capitalismo intenta domar. Los segundos se manifiestan materialmente en procesos como la captura de una fotografía —un cronómetro calcula la exposición de la imagen— o el de las trabajadoras armando las ruedas y las manecillas como cirujanas. Cuando nadie las ve, se organizan para trabajar más lento y evitar el despido de sus colegas menos diestras, porque el tiempo es usado por los capitalistas como amenaza: los retrasos en la producción o en la entrada al trabajo, a pesar de las complicaciones que producen los varios horarios que atraviesan el pueblo, son razones para despedir al personal.

Unrest
Unrest, de Cyril Schäublin (2022).

De lo anterior se vislumbra que Unrest no es, a pesar de sus imágenes utópicas y su instrucción anarquista, una crónica de la victoria obrera, sino un arco cada vez más melancólico sobre la resistencia. Aunque los personajes sonríen cuando trabajan en el taller autónomo y cuando votan por apoyar a organizaciones internacionales con el dinero de la comuna; aunque se expresan con imágenes poéticas en sus manifiestos y las autoridades burguesas los respetan por la calidad de su trabajo y su prensa, poco a poco se imponen intereses ajenos sobre su destino: un diplomático italiano invita a las autoridades locales a romper su respeto constitucional por la libertad de expresión para detener a un anarquista extranjero, y el taller descubre que sus relojes son vendidos a ejércitos. Los anarquistas intentan vivir fuera de la maquinaria de muertos, pero esta encuentra una forma de tragárselos, de hacerlos colaborar. El colmo es el desenlace, cuando un fotógrafo se entera de la fama de Kropotkin y en ese momento se dispara el precio de los retratos que le hizo.

A pesar de todo, Schäublin se niega a crear una dicotomía moralizante entre ángeles y demonios; al contrario, su casting y su escritura buscan en los policías de la localidad figuras bonachonas aunque ejerzan la opresión dictada por las leyes. Por ejemplo, debido a una reforma, los anarquistas quedan excluidos de las elecciones y es con cierta vergüenza que estos hombres de cara alegre y redonda, como la de un abuelo juguetón, les explican que no pueden votar. Incluso les desean un buen día.

Ni Schäublin ni sus personajes son sanguinarios. El cambio hacia la anarquía es un proceso amoroso que se construye con sonrisas, con trabajo que beneficia a la comunidad, con poesía y finalmente con el romance que brota entre Kropotkin y una trabajadora de la fábrica, llamada Josephine (Clara Gostynski). En Unrest, Schäublin nos instruye por medio de las conversaciones políticas de sus personajes y sus metáforas pero no nos fuerza a nada; más bien, nos enseña en sus imágenes pacíficas de la ciudad y el campo que la revolución, al menos idealmente, es un proceso desde y hacia la paz.

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