El día que

El día que

06
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01
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22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

Texto de
Fotografía de
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Traducción de

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

El día que aprendí que no sé amar
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El día que

El día que

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Texto de
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Traducción de

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

El día que aprendí que no sé amar
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El día que

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Fotografía de
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Ilustración de
Traducción de
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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

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¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

El día que aprendí que no sé amar
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El día que

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Reflexiones en torno a "El día que aprendí que no sé amar", de Aura García-Junco. (La autora de este libro es mi pareja y lo que sigue está escrito desde un cariño profundo)

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¿Cuántos eldíasques acumulamos en este camino no lineal de la existencia breve? El día que nació mi hija, el día que dejé de beber, el día que rompí un corazón, el día que murió una amiga, el día que acepté que estoy enfermo de mis emociones, el día que comprendí que la melancolía se combate también con la gesta irónica, el día que desapareceré para siempre dejando una sonrisa quebrada en el aire.

Por ejemplo, el día que mis adres nos comunicaron a mí y a mis hermanxs que se iban a divorciar yo me levanté y salí corriendo. Bajé unas escaleras de piedra, crucé el jardín, trepé una barda, brinqué al arroyo seco del valle de Atongo, repté bajo un alambre de púas, esquivé plantas y seguí corriendo, atravesé un terreno baldío, llegué a otra calle y continué la carrera sin detenerme. Nunca me iba a cansar, nunca me volverían a ver. “Que se jodan”, pensé. Un sol crepuscular me veía desde el horizonte. Ese sol me bastaba, no requería nada más que ese sol, más que mi rabia y mis piernas veloces. Un poco después mi hermano me alcanzó y no sé exactamente cómo me convenció de regresar a casa, pero lo cierto es que no he logrado encontrar el camino para volver. Esto es hiperbólico y sentimental, pero fue así. Nada me había preparado para encarar ese momento donde, de un día para otro, la vida como la conocía había llegado a un final. Desde entonces, y eso fue hace treinta años, me he empeñado sin éxito en recuperar el paraíso perdido.

No es casualidad que años después, cuando estudié la carrera de filosofía, haya encontrado en el Miguel de Unamuno de El sentimiento trágico de la vida a un hermano de dolor. No es fortuito que la idea de la muerte me abismara tanto que haya encontrado en el alcohol y las drogas un falso refugio. Y no solo me refiero a la Muerte con M mayúscula, sino a cualquier tipo de final. Me rebelé contra la muerte, contra el final de las noches y quise, como mi querido Unamuno, que la fiesta siguiera para siempre, que la vida después de la muerte no fuera una promesa de misticismo energético, sino una resurrección fincada en la carne y en el hueso, que la vida continuara de bastón y bombín, en el caso de Unamuno, con tatuajes y cicatrices en el mío.

No fue azaroso que terminara escribiendo una tesis sobre la melancolía, donde una de las zonas medulares que exploré era la concepción de la melancolía como un movimiento del espíritu inaugurado por la búsqueda infructuosa del objeto amoroso, ese objeto (sujeto) siempre inalcanzable del que deriva la locura de la bilis negra. Nadie me había anticipado —no lo digo como un reclamo ni lamiéndome las heridas— que ese camino era espinoso y abría espacio a la violencia, a la decepción, al conflicto perenne. Si acaso lo había intentado Epicuro cuando en su Carta a Meneceo me invitó a observar “que la muerte nada es para nosotrxs”, pero no lo escuché o no pude hacerlo en su momento. En suma, como probablemente a muchas personas, nadie me había enseñado a amar. Ni a amar ni a relacionarme ni cómo acercarme a una persona que me gustara.

El día que aprendí que no sé amar, de Aura García-Junco, es un ensayo literario labrado con lenguaje diáfano, valentía emocional y pensamiento poderoso. El día que lo comencé a leer sobrevino el vértigo. El día que lo terminé me sentí, al mismo tiempo, perplejo y resuelto.

Sé que Aura comenzó a escribirlo con la intención de investigar su propia experiencia y entorno, pero pronto entendió que debía ampliar esa mirada y valerse también de la historia y la teoría. El resultado de su proceso dio lugar a un libro lúdico que va mezclando la teoría, la crónica íntima y la estadística para tejer reflexiones urgentes en los tiempos que corren. Ideas y cuestionamientos sobre el amor y las relaciones desde una óptica amena, compasiva, que resultan imprescindibles para pensarnos de otra manera, para modificar formas de concebir y vivir las relaciones de pareja que a menudo dan lugar a la violencia, a la discriminación y, en última instancia, a la injusticia.

Ya lo dijo bell hooks, a quien Dios tenga en su santa gloria, en All About Love (libro que, por cierto, me regaló Aura):

“Como los niños pueden, de forma innata, ofrecer afecto o responder al cuidado afectuoso de la misma manera, se suele asumir que saben amar y que no necesitan aprender ese arte. Aunque la voluntad de amar está presente en cada niño, ellos necesitan ser guiados sobre las formas de hacerlo. Los adultos son esa guía”.

¿Por qué nadie me dijo que leyera ese libro hace veinte años? ¿Por qué no leí entonces Pensamiento monógamo, terror poliamoroso de Brigitte Vasallo? Bueno, ya sé, de entrada porque no había sido escrito. Pero también quisiera saber, ¿por qué no pude seguir mis instintos contra la monogamia a mis veinticuatro años?, ¿por qué me inclino al pensamiento cristiano?, ¿por qué me reconozco en esa cruz?, ¿por qué tiendo a volcarme con monoteísmo sobre un solo sujeto amoroso?, ¿por qué me tatué mamadoramente la palabra melancholia sobre del corazón?, ¿por qué me ha llevado el amor indefectiblemente al sufrimiento?

Porque en cada relación he forzado situaciones, aun a costa de mí mismo, para que esos vínculos continuaran sin romperse y desafiando el viento y la marea. Claramente, de los terrenos donde he intentado encontrar y recuperar el paraíso perdido, el más doloroso y el más violento, es el de mis relaciones de pareja. A pesar de que la relación de mis adres se había roto, a pesar de que mi madre había tenido un violento matrimonio anterior del cual nacieron dos de mis amadxs hermanxs, a pesar de que la evidencia siempre mostró lo contrario, yo traía los ideales del amor romántico y el machismo incrustados en el ADN, además de que los he aspirado cual rayas de cocaína en mi contexto social y cultural. No fue hasta hace relativamente poco que comencé un intento personal, político y emocional, para reconfigurar esas estructuras. Es desde ahí —un proceso cotidiano y que continuará hasta el fin— que he podido incorporar a mi propio trabajo creativo una mirada que intenta no soslayar cuestiones de género,  y es sin duda solo desde ahí que he logrado relacionarme con alguien como Aura y también, por ejemplo, construido un vínculo que procura equidad con la madre de mi hija.

Con todo, la experiencia de leer este libro no fue fácil para mí. En primer lugar porque confrontó una y otra vez mi machismo; en segundo, porque la ventana hacia partes del historial amoroso y sexual de mi actual pareja dio lugar, por ratos, a los celos y a la frustración. Observar aquello en la arena pública de un libro me conducía inevitablemente a situarme en esas historias, a imaginar cómo habría hecho Aura el relato de nuestra relación, a compararme con otros, a sentirme muy enfermo de mi amor romántico. Sin embargo, eso sí, nunca me sentí juzgado. El discurso, tejido con minucia, no solo es complejo y compasivo, sino que además interpela casi siempre con humor y suavidad, así como es Aura. Caminé y observé de su mano las esquinas incómodas del pensamiento y la práctica del amor, sus racismos en forma de criterios de belleza, la discriminación machista constatada en cifras; pero también las luces a lo lejos, las posibilidades de construir vínculos no violentos que permitan el flujo intenso del amor y los placeres,  sin olvidar la importancia de los límites, lo imprescindible que resulta sacudirnos de encima concepciones individualistas a las que el capitalismo nos conduce inexorablemente, trabajar nuestra consciencia comunitaria  y subrayar aquello que nos une. Al leerlo, me sentí cuidado, no en mi machismo, pero sí en mis traumas.

El tono de esta pieza, que va de lo confesional a lo reflexivo, hecho a base de una escritura sin costuras — a veces coloquial, otras filosófico, pero siempre claro y distinto— permite que estos temas hipersensibles vayan navegándose con serenidad y precisión de bisturí. Porque, escribe Aura, “es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos”.

Tal vez poco a poco, en este sendero no lineal, desde esa mezcla de perplejidad y resolución que experimenté el día que terminé de leer este libro, sí logre volver a casa.

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