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Uncertain kingdom. The Queen is dead

Uncertain kingdom. The Queen is dead

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Michael Kappeler / REUTERS.
30
.
09
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Desde Londres y Bilbao, la autora de esta crónica nos acerca a los sentimientos de los británicos ante la muerte de la reina Isabel II. Atinadamente, apunta que tal vez desde América, un continente de repúblicas, la conmoción por la monarca resulte incomprensible, pero detrás de esa aparente irracionalidad hay un sinfín de motivos por los que la reina se ganó el cariño y el respeto de la gente, aunque a la vez es cierto que a los más jóvenes la monarquía les parece lejana y cada vez más carente de poder real. Ante la llegada de Carlos III y sus planes de reducir el presupuesto de la Casa real, ¿el Reino Unido seguirá siéndolo?

Ayer, 8 de septiembre, llovió en Londres, una lluvia bienvenida después de un verano en el que el pasto siempre verde de los parques londinenses se veía amarillo. Por la tarde, un arcoíris doble apareció sobre el Palacio de Buckingham, contrastando con el cielo gris oscuro. Desde el mediodía los rumores sobre la preocupación de los doctores por la salud de la reina Isabel II empezaron a circular en el Parlamento y en la calle. Colegas de la BBC fueron convocados a reuniones especiales, y el silencio de los noticieros del mediodía fue más elocuente que cualquier comunicado. Una mujer con una salud de hierro, que apenas había tenido problemas médicos en su vida, finalmente daba señas de su propia mortalidad. Antes de que se anunciara oficialmente su fallecimiento, el pueblo británico ya lo sabía: su reina agonizaba.

Yo recibo la noticia en Bilbao, en casa de mi madre, quien me mira atónita. Ella tiene 93 años, tres menos que Isabel II. Era una niña durante la guerra civil española, y a los siete años su evacuación a la URSS se transformó en un exilio de dos décadas. Además, es atea, antimonárquica y no cree en los horóscopos. Ella no simpatiza con los británicos “porque traicionaron a la República”. Le replico que Marx publicó su manifiesto en Londres… Empiezo a entender que esta semana no va a ser fácil. Me proponen escribir algo sobre la muerte de esta reina. Bajo al bar a conectarme (mi madre no tiene internet en casa) y me entra el llanto de pronto.

Tal vez en América, continente de repúblicas, se hace difícil entender o simpatizar con la conmoción que significa para el pueblo británico el fallecimiento de la reina Isabel II. El cariño y el respeto profundo que se le profesa a esta mujer que ascendió al trono por una serie de accidentes, con apenas veinticinco años, son aparentemente irracionales, pero en realidad detrás de esta aparente irracionalidad hay setenta años de explicaciones calculadas (y, bueno, alguno que otro accidente afortunado).

Yo vivo en Londres desde 2018 (me casé con un señor medio británico), y he visto de primera mano cómo Isabel II forma parte del paisaje de la ciudad, y de todo el país. Una amiga me escribe desde México: “Cuéntame el chisme de London and the queen, y cómo estás”. Le respondo que todo parece indicar que se ha muerto, y que estoy un poco triste. Me pregunta: “Pero ¿por qué la muerte de la reina afecta?, cuenta”.

Algo así como el 80 % de la población británica no había nacido cuando ella fue coronada. Isabel II fue el eslabón vivo entre la generación que vivió la Segunda Guerra Mundial (y que aún recuerda cómo sus padres lucharon en la primera) y las nuevas generaciones hiperconectadas; entre un país imperialista y otro que lleva ya tiempo tratando de enfrentar ese pasado de imperio criminal (aparentemente, sin mucho éxito).

“Siempre ha estado allí, ¿sabes?”, dicen las personas que entrevistan para el noticiero y los amigos de Londres con quienes hablo por teléfono. Yo misma, siendo española y antimonárquica y republicana, también me siento sorprendentemente devastada, y me da apuro sentirme así, mientras mi madre, mis hermanos y mis amigos alucinan con mi reacción. “Es como si se hubiera muerto mi abuelita”, dice otro chico en la fila de Edimburgo. Esto lo dicen muchas personas. Todos están pensando en las generaciones anteriores a ellos, en sus padres y abuelos (dependiendo de sus edades), sintiendo esa cosa fuerte que se siente cuando estás unido a algo más grande que tú (a tus ancestros).

Con voz de niña, cuando cumplió veintiún años en abril de 1947, hizo la promesa de servir a su gente toda su vida, “fuera corta o larga”. Su vida, finalmente, fue larga. Cumplió con el reinado más extenso de la historia del Reino Unido, un país que parece tener suerte con las reinas. Isabel II se une al club de Isabel I (la de Shakespeare) y de la reina Victoria (la de Dickens). Esta fue la de David Bowie y los Sex Pistols, los Beatles y los Rolling Stones, pero también —como ya mencioné— la de la Segunda Guerra Mundial. Cuando a principios del 2020 dio un discurso a la nación que enfrentaba el confinamiento de la pandemia, terminó con un “We will meet again” (una frase de una canción de Vera Lynn).

El mito fundacional de la Gran Bretaña moderna es precisamente esa Segunda Guerra Mundial, cuando el Reino Unido luchó supuestamente “solo ante el peligro” contra el fascismo en Europa, una guerra que Isabel II vivió y en la que se estrenó en sus obligaciones como princesa con su presencia en actos oficiales (y no oficiales: salió de incógnito con su hermana a celebrar entre la gente en el VE-Day).

Murió con las botas puestas, dicen. Fue una profesional hasta el final: solo tres días antes de su muerte, vimos a Isabel II despedir al primer ministro que se iba e invitar a la siguiente a formar un gobierno. Sonriente, flaquita, pero parada sobre sus pies calzados con sus clásicos zapatos sensatos y su bolso (¿qué habrá ahí dentro?), recibió a Liz Truss y a Boris Johnson en su residencia de verano en las montañas de los Cairngorms.

¿Y qué es ser una reina profesional, una buena reina? Una pregunta difícil. La monarquía tiene muchos puntos débiles, pero tal vez el principal es que sea hereditaria. Un buen rey o una buena reina son, como los genes y las circunstancias, cosa de suerte.

Tal vez este no sea el mejor momento para hacerse preguntas sobre el futuro de la monarquía, que, en el gran esquema de las cosas, es el menor de nuestros problemas, sino de unirse en sentimiento a todos los que salen a dar muestras de agradecimiento hacia esta mujer que (en una época muy machista) supo llevar el timón de una familia y de una nación muy complejas en una serie de épocas convulsas. Tal vez sea mejor tomarse estos días como un momento de reflexión, y concentrarse en los arcoíris que se ven en el cielo de Londres, como si fueran una especie de respuesta.

God Save the King
15 de septiembre

Ya van lo que se siente como demasiados días de duelo, de ritos, de banderas a media asta, campanadas, cañonazos. Es curioso ver todo esto desde Bilbao a través de las noticias del telediario junto a mi madre: las filas de gente en Edimburgo, los diferentes uniformes de todos los involucrados, los extraños rituales británicos, los gestos tan cuidados. Sabemos que primero pusieron en marcha la Operación Unicornio porque Isabel II murió en Balmoral. Después sigue la Operación London Bridge. Todo esto lo llevan ensayando durante años, y la propia reina organizó los detalles.

Por el mismo hecho de que su reinado fue tan largo, muy poca gente en el Reino Unido recuerda la última vez que sucedió esto (la muerte de un monarca) y la nación parece no estar preparada para esta pérdida. Los británicos, famosamente nada emotivos, se derraman en una “incontinencia emocional”, como lo describe David Olusoga.

Olusoga es un eminente historiador del Imperio británico. El 11 de septiembre publicó un artículo en el periódico The Guardian que repasa una parte del legado de la Casa real: la esclavitud, la supremacía blanca, el robo y la participación en un genocidio, entre otras lindezas. Los hechos son los hechos: la reina Isabel I (la de Shakespeare) y los reyes Carlos II y Jacobo II estuvieron directamente involucrados en el saqueo de otras tierras y en el tráfico de humanos, y la prosperidad que aún gozamos en este país se debe en parte a estos crímenes. Días después, en un pódcast, escucho que Olusoga a veces tiene que llevar guardaespaldas en eventos públicos. Definitivamente, este es un asunto que a los británicos no les gusta tocar.

En la calle sí se habla del tema. En las redes sociales, entre la gente joven, entre los que no están participando del luto y el dolor por Isabel II, se habla mucho de este asunto. Pero para los grandes medios (como la BBC o el periódico The Times) este no parece ser el momento de hacer esa reflexión.

También, claro, han sido días de memes, esos breves dispositivos que tan bien describen en pocas palabras e imágenes lo que está sucediendo. Son días de escudriñar al nuevo rey, que sube al trono en el momento en que se muere la reina Isabel II. Tiene dedos de salchicha y malas maneras. Y setenta y pico años.

La ciudad de Londres, aunque no se detiene, ralentiza un poco su ritmo, me cuenta mi esposo. En su trayecto diario al trabajo dice que por todos lados, en el metro y en las calles, hay retratos de la reina, en cada espacio publicitario digital, en cada página web que abras. Es imposible no sentirse arrastrado por el sentimiento de pérdida. Aparecen todo tipo de historias enternecedoras sobre su majestad. Todo los que conocieron a Isabel II resaltan siempre su carácter sencillo, humilde y austero, y su sentido del humor.

Al mismo tiempo, empiezan a aparecer anécdotas que ilustran el mal carácter y la mamonería de Carlos. Que si le tienen que poner la pasta dentífrica en el cepillo de dientes porque le da cosa tocar el tubo, que si le sirven dos ciruelas cada mañana para que él escoja una. Leo también que es el primer monarca británico que ha ido a la escuela, y que cuando en los setenta empezó con su activismo medioambiental, lo tacharon de excéntrico.

El 11 se muere Javier Marías. El 13, Godard. El estribillo que se repite estos días es que estamos en “el final de una era”. Solo que cuando me olvido de Isabel II, de Godard y de Javier Marías, y regreso a la otra realidad que no se ha detenido (la guerra en Ucrania, Andalucía en llamas, Italia inundada, por no hablar de los varios países en África y en el Medio Oriente que también están al borde de lo que llaman en las noticias “una crisis humanitaria”), me da la sensación de que las eras tienen la tendencia a repetirse, a girar como una noria, y me mareo.

Uncertain kingdom
19 de septiembre

Llego a Londres el sábado 17 por la tarde. Todo tranquilo, los trenes sin retraso, ningún problema, frescor londinense y un atardecer anaranjado. Efectivamente, la reina está por todos lados. Dos reinas, para ser exactos: la joven y la anciana, en blanco y negro, mirándose, y dos fechas debajo: la de su nacimiento y la de su muerte.

El domingo por la mañana vamos mi esposo y yo a ver una exposición en la Hayward Gallery, una galería dentro del complejo de recintos culturales que es el Southbank Center, a orillas del río, un lugar que Isabel II inauguró en 1951, cuando aún era una princesa. Habíamos comprado las entradas hacía semanas, era el último día para ver la exposición In the Black Fantastic. Sopla un viento frío, pero no llueve y las nubes rápidas dejan que de vez en cuando caliente un poco el sol.

La fila de gente que llevo viendo en la tele de mi madre desde hace dos días pasa por delante de este lugar. Se mueve constantemente y, como todas las filas británicas, es tranquila, ordenada y estrechamente vigilada (pero sin que sea demasiado obvio). Efectivamente, y como reportaban los noticieros españoles, en la fila está representado todo el país: niños, ancianos, gente de todas las razas y colores.

Comentamos mi esposo y yo que poca gente en esta fila no será consciente de que en nombre de los reyes y reinas británicos se cometieron actos atroces. Sin embargo, ahí están hoy, esperando catorce horas (dicen que es el tiempo de espera en este momento, domingo al mediodía) para ver a su reina, Isabel II, una última vez. Tal vez vienen para demostrar su agradecimiento a una mujer. No a un imperio.

Nuestro patriotismo no llega a tanto, pero, además, tenemos una junta de vecinos de nuestro condominio, afectado por el sismo del 2017 y desde entonces “en reconstrucción”. La junta dura más de dos horas. Mañana se cumplen cinco años desde que perdimos nuestro depto en la Ciudad de México.

El lunes 19, día del funeral, ya un poco cansada de todo este asunto de la reina, prendo la BBC “para ver solo un ratito” y después ponerme a terminar este texto. Es día de fiesta nacional y no tenemos que ir a trabajar. Me quedo pegada a la tele todo el día, absorta con la música y los comentarios del locutor con detalles sobre los nombres de los diferentes batallones y órdenes presentes en el funeral, sobre las canciones y los himnos, los números de los salmos. En el último desfile del día, por la tarde, en Windsor, han traído a Emma, el poni de la reina que amaba los caballos, los perros y las montañas de Escocia. La maldita gaita tocando “The Skye Boat Song” me hace llorar de nuevo.

Habíamos quedado con nuestra amiga Josephine y su hija Emilia, de veinte años, para pasear por la tarde, pero les cambio la jugada. “¿Por qué no mejor vienen a tomar un té y a ver la última parte del funeral conmigo?”, les digo. Reticentes, aceptan la invitación.

Emilia estudia historia en Oxford. Como muchos chicos jóvenes, está asombrada ante la furia de emociones que embargan a muchos de los adultos a su alrededor. Para mi hijo, mis sobrinos (ciudadanos británicos nacidos en el tercer milenio), la monarquía se siente lejana, de otro planeta, inexplicable.

Emilia muestra calma y hasta tal vez indiferencia ante este hecho histórico que está viviendo. Le pregunto qué piensa de todo esto, de la familia real, de la monarquía británica. “No sé, no siento que son relevantes”, me dice. “No puedo creer que todavía existan. Creo que sus días están contados, cada vez tienen un poder menos real.” (Y ahí se detiene, y señala al príncipe Andrés, el pedófilo, que camina detrás del féretro con sus tres hermanos.)

Pero como buena historiadora, Emilia también considera el hecho de que la reina Isabel II fue excepcional. “She was the last thing that was holding it together”. Y sí, puede que esta reina fuera lo único que mantenía este incierto reino unido. Ahora que se ha muerto, veremos cuántos “reinos” deciden convertirse en repúblicas.

Dicen que Carlos III tiene planes de reducir el presupuesto de la Casa real, que su coronación no va a ser el evento extravagante que fue la de su madre. La amiga historiadora de una amiga mía se divierte conjeturando: “Imagínate que la monarquía británica, que técnicamente empezó con un Guillermo (el Conquistador, 1066-1087), termine con otro Guillermo (el hijo del presente rey).”

Cuando se van Emilia y Jo, con mucha emoción (algo que seguramente no sea bueno) me pongo a trabajar. Pero a la hora (a las 19:17 de Londres) me llegan mensajes de México: ha habido un fuerte temblor, más o menos a la misma hora que el del 2017.

Entre el temblor de México y la muerte de la monarca del Reino Unido hay algunas similitudes, pienso. Son momentos que nos sacan de la cotidianeidad y nos enfrentan a las grandes paradojas de la vida y de la historia. Un terremoto puede al mismo tiempo ser terrorífico y emocionante (cuando se termina, uno se siente eufórico), y una reina, como Isabel II, que personifica una institución con un pasado oscuro puede ser también muy querida. Luz y sombra, sol y lluvia, todo al mismo tiempo.

Y ahí sigue el cielo londinense insistiendo con sus arcoíris otoñales…

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Desde Londres y Bilbao, la autora de esta crónica nos acerca a los sentimientos de los británicos ante la muerte de la reina Isabel II. Atinadamente, apunta que tal vez desde América, un continente de repúblicas, la conmoción por la monarca resulte incomprensible, pero detrás de esa aparente irracionalidad hay un sinfín de motivos por los que la reina se ganó el cariño y el respeto de la gente, aunque a la vez es cierto que a los más jóvenes la monarquía les parece lejana y cada vez más carente de poder real. Ante la llegada de Carlos III y sus planes de reducir el presupuesto de la Casa real, ¿el Reino Unido seguirá siéndolo?

Ayer, 8 de septiembre, llovió en Londres, una lluvia bienvenida después de un verano en el que el pasto siempre verde de los parques londinenses se veía amarillo. Por la tarde, un arcoíris doble apareció sobre el Palacio de Buckingham, contrastando con el cielo gris oscuro. Desde el mediodía los rumores sobre la preocupación de los doctores por la salud de la reina Isabel II empezaron a circular en el Parlamento y en la calle. Colegas de la BBC fueron convocados a reuniones especiales, y el silencio de los noticieros del mediodía fue más elocuente que cualquier comunicado. Una mujer con una salud de hierro, que apenas había tenido problemas médicos en su vida, finalmente daba señas de su propia mortalidad. Antes de que se anunciara oficialmente su fallecimiento, el pueblo británico ya lo sabía: su reina agonizaba.

Yo recibo la noticia en Bilbao, en casa de mi madre, quien me mira atónita. Ella tiene 93 años, tres menos que Isabel II. Era una niña durante la guerra civil española, y a los siete años su evacuación a la URSS se transformó en un exilio de dos décadas. Además, es atea, antimonárquica y no cree en los horóscopos. Ella no simpatiza con los británicos “porque traicionaron a la República”. Le replico que Marx publicó su manifiesto en Londres… Empiezo a entender que esta semana no va a ser fácil. Me proponen escribir algo sobre la muerte de esta reina. Bajo al bar a conectarme (mi madre no tiene internet en casa) y me entra el llanto de pronto.

Tal vez en América, continente de repúblicas, se hace difícil entender o simpatizar con la conmoción que significa para el pueblo británico el fallecimiento de la reina Isabel II. El cariño y el respeto profundo que se le profesa a esta mujer que ascendió al trono por una serie de accidentes, con apenas veinticinco años, son aparentemente irracionales, pero en realidad detrás de esta aparente irracionalidad hay setenta años de explicaciones calculadas (y, bueno, alguno que otro accidente afortunado).

Yo vivo en Londres desde 2018 (me casé con un señor medio británico), y he visto de primera mano cómo Isabel II forma parte del paisaje de la ciudad, y de todo el país. Una amiga me escribe desde México: “Cuéntame el chisme de London and the queen, y cómo estás”. Le respondo que todo parece indicar que se ha muerto, y que estoy un poco triste. Me pregunta: “Pero ¿por qué la muerte de la reina afecta?, cuenta”.

Algo así como el 80 % de la población británica no había nacido cuando ella fue coronada. Isabel II fue el eslabón vivo entre la generación que vivió la Segunda Guerra Mundial (y que aún recuerda cómo sus padres lucharon en la primera) y las nuevas generaciones hiperconectadas; entre un país imperialista y otro que lleva ya tiempo tratando de enfrentar ese pasado de imperio criminal (aparentemente, sin mucho éxito).

“Siempre ha estado allí, ¿sabes?”, dicen las personas que entrevistan para el noticiero y los amigos de Londres con quienes hablo por teléfono. Yo misma, siendo española y antimonárquica y republicana, también me siento sorprendentemente devastada, y me da apuro sentirme así, mientras mi madre, mis hermanos y mis amigos alucinan con mi reacción. “Es como si se hubiera muerto mi abuelita”, dice otro chico en la fila de Edimburgo. Esto lo dicen muchas personas. Todos están pensando en las generaciones anteriores a ellos, en sus padres y abuelos (dependiendo de sus edades), sintiendo esa cosa fuerte que se siente cuando estás unido a algo más grande que tú (a tus ancestros).

Con voz de niña, cuando cumplió veintiún años en abril de 1947, hizo la promesa de servir a su gente toda su vida, “fuera corta o larga”. Su vida, finalmente, fue larga. Cumplió con el reinado más extenso de la historia del Reino Unido, un país que parece tener suerte con las reinas. Isabel II se une al club de Isabel I (la de Shakespeare) y de la reina Victoria (la de Dickens). Esta fue la de David Bowie y los Sex Pistols, los Beatles y los Rolling Stones, pero también —como ya mencioné— la de la Segunda Guerra Mundial. Cuando a principios del 2020 dio un discurso a la nación que enfrentaba el confinamiento de la pandemia, terminó con un “We will meet again” (una frase de una canción de Vera Lynn).

El mito fundacional de la Gran Bretaña moderna es precisamente esa Segunda Guerra Mundial, cuando el Reino Unido luchó supuestamente “solo ante el peligro” contra el fascismo en Europa, una guerra que Isabel II vivió y en la que se estrenó en sus obligaciones como princesa con su presencia en actos oficiales (y no oficiales: salió de incógnito con su hermana a celebrar entre la gente en el VE-Day).

Murió con las botas puestas, dicen. Fue una profesional hasta el final: solo tres días antes de su muerte, vimos a Isabel II despedir al primer ministro que se iba e invitar a la siguiente a formar un gobierno. Sonriente, flaquita, pero parada sobre sus pies calzados con sus clásicos zapatos sensatos y su bolso (¿qué habrá ahí dentro?), recibió a Liz Truss y a Boris Johnson en su residencia de verano en las montañas de los Cairngorms.

¿Y qué es ser una reina profesional, una buena reina? Una pregunta difícil. La monarquía tiene muchos puntos débiles, pero tal vez el principal es que sea hereditaria. Un buen rey o una buena reina son, como los genes y las circunstancias, cosa de suerte.

Tal vez este no sea el mejor momento para hacerse preguntas sobre el futuro de la monarquía, que, en el gran esquema de las cosas, es el menor de nuestros problemas, sino de unirse en sentimiento a todos los que salen a dar muestras de agradecimiento hacia esta mujer que (en una época muy machista) supo llevar el timón de una familia y de una nación muy complejas en una serie de épocas convulsas. Tal vez sea mejor tomarse estos días como un momento de reflexión, y concentrarse en los arcoíris que se ven en el cielo de Londres, como si fueran una especie de respuesta.

God Save the King
15 de septiembre

Ya van lo que se siente como demasiados días de duelo, de ritos, de banderas a media asta, campanadas, cañonazos. Es curioso ver todo esto desde Bilbao a través de las noticias del telediario junto a mi madre: las filas de gente en Edimburgo, los diferentes uniformes de todos los involucrados, los extraños rituales británicos, los gestos tan cuidados. Sabemos que primero pusieron en marcha la Operación Unicornio porque Isabel II murió en Balmoral. Después sigue la Operación London Bridge. Todo esto lo llevan ensayando durante años, y la propia reina organizó los detalles.

Por el mismo hecho de que su reinado fue tan largo, muy poca gente en el Reino Unido recuerda la última vez que sucedió esto (la muerte de un monarca) y la nación parece no estar preparada para esta pérdida. Los británicos, famosamente nada emotivos, se derraman en una “incontinencia emocional”, como lo describe David Olusoga.

Olusoga es un eminente historiador del Imperio británico. El 11 de septiembre publicó un artículo en el periódico The Guardian que repasa una parte del legado de la Casa real: la esclavitud, la supremacía blanca, el robo y la participación en un genocidio, entre otras lindezas. Los hechos son los hechos: la reina Isabel I (la de Shakespeare) y los reyes Carlos II y Jacobo II estuvieron directamente involucrados en el saqueo de otras tierras y en el tráfico de humanos, y la prosperidad que aún gozamos en este país se debe en parte a estos crímenes. Días después, en un pódcast, escucho que Olusoga a veces tiene que llevar guardaespaldas en eventos públicos. Definitivamente, este es un asunto que a los británicos no les gusta tocar.

En la calle sí se habla del tema. En las redes sociales, entre la gente joven, entre los que no están participando del luto y el dolor por Isabel II, se habla mucho de este asunto. Pero para los grandes medios (como la BBC o el periódico The Times) este no parece ser el momento de hacer esa reflexión.

También, claro, han sido días de memes, esos breves dispositivos que tan bien describen en pocas palabras e imágenes lo que está sucediendo. Son días de escudriñar al nuevo rey, que sube al trono en el momento en que se muere la reina Isabel II. Tiene dedos de salchicha y malas maneras. Y setenta y pico años.

La ciudad de Londres, aunque no se detiene, ralentiza un poco su ritmo, me cuenta mi esposo. En su trayecto diario al trabajo dice que por todos lados, en el metro y en las calles, hay retratos de la reina, en cada espacio publicitario digital, en cada página web que abras. Es imposible no sentirse arrastrado por el sentimiento de pérdida. Aparecen todo tipo de historias enternecedoras sobre su majestad. Todo los que conocieron a Isabel II resaltan siempre su carácter sencillo, humilde y austero, y su sentido del humor.

Al mismo tiempo, empiezan a aparecer anécdotas que ilustran el mal carácter y la mamonería de Carlos. Que si le tienen que poner la pasta dentífrica en el cepillo de dientes porque le da cosa tocar el tubo, que si le sirven dos ciruelas cada mañana para que él escoja una. Leo también que es el primer monarca británico que ha ido a la escuela, y que cuando en los setenta empezó con su activismo medioambiental, lo tacharon de excéntrico.

El 11 se muere Javier Marías. El 13, Godard. El estribillo que se repite estos días es que estamos en “el final de una era”. Solo que cuando me olvido de Isabel II, de Godard y de Javier Marías, y regreso a la otra realidad que no se ha detenido (la guerra en Ucrania, Andalucía en llamas, Italia inundada, por no hablar de los varios países en África y en el Medio Oriente que también están al borde de lo que llaman en las noticias “una crisis humanitaria”), me da la sensación de que las eras tienen la tendencia a repetirse, a girar como una noria, y me mareo.

Uncertain kingdom
19 de septiembre

Llego a Londres el sábado 17 por la tarde. Todo tranquilo, los trenes sin retraso, ningún problema, frescor londinense y un atardecer anaranjado. Efectivamente, la reina está por todos lados. Dos reinas, para ser exactos: la joven y la anciana, en blanco y negro, mirándose, y dos fechas debajo: la de su nacimiento y la de su muerte.

El domingo por la mañana vamos mi esposo y yo a ver una exposición en la Hayward Gallery, una galería dentro del complejo de recintos culturales que es el Southbank Center, a orillas del río, un lugar que Isabel II inauguró en 1951, cuando aún era una princesa. Habíamos comprado las entradas hacía semanas, era el último día para ver la exposición In the Black Fantastic. Sopla un viento frío, pero no llueve y las nubes rápidas dejan que de vez en cuando caliente un poco el sol.

La fila de gente que llevo viendo en la tele de mi madre desde hace dos días pasa por delante de este lugar. Se mueve constantemente y, como todas las filas británicas, es tranquila, ordenada y estrechamente vigilada (pero sin que sea demasiado obvio). Efectivamente, y como reportaban los noticieros españoles, en la fila está representado todo el país: niños, ancianos, gente de todas las razas y colores.

Comentamos mi esposo y yo que poca gente en esta fila no será consciente de que en nombre de los reyes y reinas británicos se cometieron actos atroces. Sin embargo, ahí están hoy, esperando catorce horas (dicen que es el tiempo de espera en este momento, domingo al mediodía) para ver a su reina, Isabel II, una última vez. Tal vez vienen para demostrar su agradecimiento a una mujer. No a un imperio.

Nuestro patriotismo no llega a tanto, pero, además, tenemos una junta de vecinos de nuestro condominio, afectado por el sismo del 2017 y desde entonces “en reconstrucción”. La junta dura más de dos horas. Mañana se cumplen cinco años desde que perdimos nuestro depto en la Ciudad de México.

El lunes 19, día del funeral, ya un poco cansada de todo este asunto de la reina, prendo la BBC “para ver solo un ratito” y después ponerme a terminar este texto. Es día de fiesta nacional y no tenemos que ir a trabajar. Me quedo pegada a la tele todo el día, absorta con la música y los comentarios del locutor con detalles sobre los nombres de los diferentes batallones y órdenes presentes en el funeral, sobre las canciones y los himnos, los números de los salmos. En el último desfile del día, por la tarde, en Windsor, han traído a Emma, el poni de la reina que amaba los caballos, los perros y las montañas de Escocia. La maldita gaita tocando “The Skye Boat Song” me hace llorar de nuevo.

Habíamos quedado con nuestra amiga Josephine y su hija Emilia, de veinte años, para pasear por la tarde, pero les cambio la jugada. “¿Por qué no mejor vienen a tomar un té y a ver la última parte del funeral conmigo?”, les digo. Reticentes, aceptan la invitación.

Emilia estudia historia en Oxford. Como muchos chicos jóvenes, está asombrada ante la furia de emociones que embargan a muchos de los adultos a su alrededor. Para mi hijo, mis sobrinos (ciudadanos británicos nacidos en el tercer milenio), la monarquía se siente lejana, de otro planeta, inexplicable.

Emilia muestra calma y hasta tal vez indiferencia ante este hecho histórico que está viviendo. Le pregunto qué piensa de todo esto, de la familia real, de la monarquía británica. “No sé, no siento que son relevantes”, me dice. “No puedo creer que todavía existan. Creo que sus días están contados, cada vez tienen un poder menos real.” (Y ahí se detiene, y señala al príncipe Andrés, el pedófilo, que camina detrás del féretro con sus tres hermanos.)

Pero como buena historiadora, Emilia también considera el hecho de que la reina Isabel II fue excepcional. “She was the last thing that was holding it together”. Y sí, puede que esta reina fuera lo único que mantenía este incierto reino unido. Ahora que se ha muerto, veremos cuántos “reinos” deciden convertirse en repúblicas.

Dicen que Carlos III tiene planes de reducir el presupuesto de la Casa real, que su coronación no va a ser el evento extravagante que fue la de su madre. La amiga historiadora de una amiga mía se divierte conjeturando: “Imagínate que la monarquía británica, que técnicamente empezó con un Guillermo (el Conquistador, 1066-1087), termine con otro Guillermo (el hijo del presente rey).”

Cuando se van Emilia y Jo, con mucha emoción (algo que seguramente no sea bueno) me pongo a trabajar. Pero a la hora (a las 19:17 de Londres) me llegan mensajes de México: ha habido un fuerte temblor, más o menos a la misma hora que el del 2017.

Entre el temblor de México y la muerte de la monarca del Reino Unido hay algunas similitudes, pienso. Son momentos que nos sacan de la cotidianeidad y nos enfrentan a las grandes paradojas de la vida y de la historia. Un terremoto puede al mismo tiempo ser terrorífico y emocionante (cuando se termina, uno se siente eufórico), y una reina, como Isabel II, que personifica una institución con un pasado oscuro puede ser también muy querida. Luz y sombra, sol y lluvia, todo al mismo tiempo.

Y ahí sigue el cielo londinense insistiendo con sus arcoíris otoñales…

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Desde Londres y Bilbao, la autora de esta crónica nos acerca a los sentimientos de los británicos ante la muerte de la reina Isabel II. Atinadamente, apunta que tal vez desde América, un continente de repúblicas, la conmoción por la monarca resulte incomprensible, pero detrás de esa aparente irracionalidad hay un sinfín de motivos por los que la reina se ganó el cariño y el respeto de la gente, aunque a la vez es cierto que a los más jóvenes la monarquía les parece lejana y cada vez más carente de poder real. Ante la llegada de Carlos III y sus planes de reducir el presupuesto de la Casa real, ¿el Reino Unido seguirá siéndolo?

Ayer, 8 de septiembre, llovió en Londres, una lluvia bienvenida después de un verano en el que el pasto siempre verde de los parques londinenses se veía amarillo. Por la tarde, un arcoíris doble apareció sobre el Palacio de Buckingham, contrastando con el cielo gris oscuro. Desde el mediodía los rumores sobre la preocupación de los doctores por la salud de la reina Isabel II empezaron a circular en el Parlamento y en la calle. Colegas de la BBC fueron convocados a reuniones especiales, y el silencio de los noticieros del mediodía fue más elocuente que cualquier comunicado. Una mujer con una salud de hierro, que apenas había tenido problemas médicos en su vida, finalmente daba señas de su propia mortalidad. Antes de que se anunciara oficialmente su fallecimiento, el pueblo británico ya lo sabía: su reina agonizaba.

Yo recibo la noticia en Bilbao, en casa de mi madre, quien me mira atónita. Ella tiene 93 años, tres menos que Isabel II. Era una niña durante la guerra civil española, y a los siete años su evacuación a la URSS se transformó en un exilio de dos décadas. Además, es atea, antimonárquica y no cree en los horóscopos. Ella no simpatiza con los británicos “porque traicionaron a la República”. Le replico que Marx publicó su manifiesto en Londres… Empiezo a entender que esta semana no va a ser fácil. Me proponen escribir algo sobre la muerte de esta reina. Bajo al bar a conectarme (mi madre no tiene internet en casa) y me entra el llanto de pronto.

Tal vez en América, continente de repúblicas, se hace difícil entender o simpatizar con la conmoción que significa para el pueblo británico el fallecimiento de la reina Isabel II. El cariño y el respeto profundo que se le profesa a esta mujer que ascendió al trono por una serie de accidentes, con apenas veinticinco años, son aparentemente irracionales, pero en realidad detrás de esta aparente irracionalidad hay setenta años de explicaciones calculadas (y, bueno, alguno que otro accidente afortunado).

Yo vivo en Londres desde 2018 (me casé con un señor medio británico), y he visto de primera mano cómo Isabel II forma parte del paisaje de la ciudad, y de todo el país. Una amiga me escribe desde México: “Cuéntame el chisme de London and the queen, y cómo estás”. Le respondo que todo parece indicar que se ha muerto, y que estoy un poco triste. Me pregunta: “Pero ¿por qué la muerte de la reina afecta?, cuenta”.

Algo así como el 80 % de la población británica no había nacido cuando ella fue coronada. Isabel II fue el eslabón vivo entre la generación que vivió la Segunda Guerra Mundial (y que aún recuerda cómo sus padres lucharon en la primera) y las nuevas generaciones hiperconectadas; entre un país imperialista y otro que lleva ya tiempo tratando de enfrentar ese pasado de imperio criminal (aparentemente, sin mucho éxito).

“Siempre ha estado allí, ¿sabes?”, dicen las personas que entrevistan para el noticiero y los amigos de Londres con quienes hablo por teléfono. Yo misma, siendo española y antimonárquica y republicana, también me siento sorprendentemente devastada, y me da apuro sentirme así, mientras mi madre, mis hermanos y mis amigos alucinan con mi reacción. “Es como si se hubiera muerto mi abuelita”, dice otro chico en la fila de Edimburgo. Esto lo dicen muchas personas. Todos están pensando en las generaciones anteriores a ellos, en sus padres y abuelos (dependiendo de sus edades), sintiendo esa cosa fuerte que se siente cuando estás unido a algo más grande que tú (a tus ancestros).

Con voz de niña, cuando cumplió veintiún años en abril de 1947, hizo la promesa de servir a su gente toda su vida, “fuera corta o larga”. Su vida, finalmente, fue larga. Cumplió con el reinado más extenso de la historia del Reino Unido, un país que parece tener suerte con las reinas. Isabel II se une al club de Isabel I (la de Shakespeare) y de la reina Victoria (la de Dickens). Esta fue la de David Bowie y los Sex Pistols, los Beatles y los Rolling Stones, pero también —como ya mencioné— la de la Segunda Guerra Mundial. Cuando a principios del 2020 dio un discurso a la nación que enfrentaba el confinamiento de la pandemia, terminó con un “We will meet again” (una frase de una canción de Vera Lynn).

El mito fundacional de la Gran Bretaña moderna es precisamente esa Segunda Guerra Mundial, cuando el Reino Unido luchó supuestamente “solo ante el peligro” contra el fascismo en Europa, una guerra que Isabel II vivió y en la que se estrenó en sus obligaciones como princesa con su presencia en actos oficiales (y no oficiales: salió de incógnito con su hermana a celebrar entre la gente en el VE-Day).

Murió con las botas puestas, dicen. Fue una profesional hasta el final: solo tres días antes de su muerte, vimos a Isabel II despedir al primer ministro que se iba e invitar a la siguiente a formar un gobierno. Sonriente, flaquita, pero parada sobre sus pies calzados con sus clásicos zapatos sensatos y su bolso (¿qué habrá ahí dentro?), recibió a Liz Truss y a Boris Johnson en su residencia de verano en las montañas de los Cairngorms.

¿Y qué es ser una reina profesional, una buena reina? Una pregunta difícil. La monarquía tiene muchos puntos débiles, pero tal vez el principal es que sea hereditaria. Un buen rey o una buena reina son, como los genes y las circunstancias, cosa de suerte.

Tal vez este no sea el mejor momento para hacerse preguntas sobre el futuro de la monarquía, que, en el gran esquema de las cosas, es el menor de nuestros problemas, sino de unirse en sentimiento a todos los que salen a dar muestras de agradecimiento hacia esta mujer que (en una época muy machista) supo llevar el timón de una familia y de una nación muy complejas en una serie de épocas convulsas. Tal vez sea mejor tomarse estos días como un momento de reflexión, y concentrarse en los arcoíris que se ven en el cielo de Londres, como si fueran una especie de respuesta.

God Save the King
15 de septiembre

Ya van lo que se siente como demasiados días de duelo, de ritos, de banderas a media asta, campanadas, cañonazos. Es curioso ver todo esto desde Bilbao a través de las noticias del telediario junto a mi madre: las filas de gente en Edimburgo, los diferentes uniformes de todos los involucrados, los extraños rituales británicos, los gestos tan cuidados. Sabemos que primero pusieron en marcha la Operación Unicornio porque Isabel II murió en Balmoral. Después sigue la Operación London Bridge. Todo esto lo llevan ensayando durante años, y la propia reina organizó los detalles.

Por el mismo hecho de que su reinado fue tan largo, muy poca gente en el Reino Unido recuerda la última vez que sucedió esto (la muerte de un monarca) y la nación parece no estar preparada para esta pérdida. Los británicos, famosamente nada emotivos, se derraman en una “incontinencia emocional”, como lo describe David Olusoga.

Olusoga es un eminente historiador del Imperio británico. El 11 de septiembre publicó un artículo en el periódico The Guardian que repasa una parte del legado de la Casa real: la esclavitud, la supremacía blanca, el robo y la participación en un genocidio, entre otras lindezas. Los hechos son los hechos: la reina Isabel I (la de Shakespeare) y los reyes Carlos II y Jacobo II estuvieron directamente involucrados en el saqueo de otras tierras y en el tráfico de humanos, y la prosperidad que aún gozamos en este país se debe en parte a estos crímenes. Días después, en un pódcast, escucho que Olusoga a veces tiene que llevar guardaespaldas en eventos públicos. Definitivamente, este es un asunto que a los británicos no les gusta tocar.

En la calle sí se habla del tema. En las redes sociales, entre la gente joven, entre los que no están participando del luto y el dolor por Isabel II, se habla mucho de este asunto. Pero para los grandes medios (como la BBC o el periódico The Times) este no parece ser el momento de hacer esa reflexión.

También, claro, han sido días de memes, esos breves dispositivos que tan bien describen en pocas palabras e imágenes lo que está sucediendo. Son días de escudriñar al nuevo rey, que sube al trono en el momento en que se muere la reina Isabel II. Tiene dedos de salchicha y malas maneras. Y setenta y pico años.

La ciudad de Londres, aunque no se detiene, ralentiza un poco su ritmo, me cuenta mi esposo. En su trayecto diario al trabajo dice que por todos lados, en el metro y en las calles, hay retratos de la reina, en cada espacio publicitario digital, en cada página web que abras. Es imposible no sentirse arrastrado por el sentimiento de pérdida. Aparecen todo tipo de historias enternecedoras sobre su majestad. Todo los que conocieron a Isabel II resaltan siempre su carácter sencillo, humilde y austero, y su sentido del humor.

Al mismo tiempo, empiezan a aparecer anécdotas que ilustran el mal carácter y la mamonería de Carlos. Que si le tienen que poner la pasta dentífrica en el cepillo de dientes porque le da cosa tocar el tubo, que si le sirven dos ciruelas cada mañana para que él escoja una. Leo también que es el primer monarca británico que ha ido a la escuela, y que cuando en los setenta empezó con su activismo medioambiental, lo tacharon de excéntrico.

El 11 se muere Javier Marías. El 13, Godard. El estribillo que se repite estos días es que estamos en “el final de una era”. Solo que cuando me olvido de Isabel II, de Godard y de Javier Marías, y regreso a la otra realidad que no se ha detenido (la guerra en Ucrania, Andalucía en llamas, Italia inundada, por no hablar de los varios países en África y en el Medio Oriente que también están al borde de lo que llaman en las noticias “una crisis humanitaria”), me da la sensación de que las eras tienen la tendencia a repetirse, a girar como una noria, y me mareo.

Uncertain kingdom
19 de septiembre

Llego a Londres el sábado 17 por la tarde. Todo tranquilo, los trenes sin retraso, ningún problema, frescor londinense y un atardecer anaranjado. Efectivamente, la reina está por todos lados. Dos reinas, para ser exactos: la joven y la anciana, en blanco y negro, mirándose, y dos fechas debajo: la de su nacimiento y la de su muerte.

El domingo por la mañana vamos mi esposo y yo a ver una exposición en la Hayward Gallery, una galería dentro del complejo de recintos culturales que es el Southbank Center, a orillas del río, un lugar que Isabel II inauguró en 1951, cuando aún era una princesa. Habíamos comprado las entradas hacía semanas, era el último día para ver la exposición In the Black Fantastic. Sopla un viento frío, pero no llueve y las nubes rápidas dejan que de vez en cuando caliente un poco el sol.

La fila de gente que llevo viendo en la tele de mi madre desde hace dos días pasa por delante de este lugar. Se mueve constantemente y, como todas las filas británicas, es tranquila, ordenada y estrechamente vigilada (pero sin que sea demasiado obvio). Efectivamente, y como reportaban los noticieros españoles, en la fila está representado todo el país: niños, ancianos, gente de todas las razas y colores.

Comentamos mi esposo y yo que poca gente en esta fila no será consciente de que en nombre de los reyes y reinas británicos se cometieron actos atroces. Sin embargo, ahí están hoy, esperando catorce horas (dicen que es el tiempo de espera en este momento, domingo al mediodía) para ver a su reina, Isabel II, una última vez. Tal vez vienen para demostrar su agradecimiento a una mujer. No a un imperio.

Nuestro patriotismo no llega a tanto, pero, además, tenemos una junta de vecinos de nuestro condominio, afectado por el sismo del 2017 y desde entonces “en reconstrucción”. La junta dura más de dos horas. Mañana se cumplen cinco años desde que perdimos nuestro depto en la Ciudad de México.

El lunes 19, día del funeral, ya un poco cansada de todo este asunto de la reina, prendo la BBC “para ver solo un ratito” y después ponerme a terminar este texto. Es día de fiesta nacional y no tenemos que ir a trabajar. Me quedo pegada a la tele todo el día, absorta con la música y los comentarios del locutor con detalles sobre los nombres de los diferentes batallones y órdenes presentes en el funeral, sobre las canciones y los himnos, los números de los salmos. En el último desfile del día, por la tarde, en Windsor, han traído a Emma, el poni de la reina que amaba los caballos, los perros y las montañas de Escocia. La maldita gaita tocando “The Skye Boat Song” me hace llorar de nuevo.

Habíamos quedado con nuestra amiga Josephine y su hija Emilia, de veinte años, para pasear por la tarde, pero les cambio la jugada. “¿Por qué no mejor vienen a tomar un té y a ver la última parte del funeral conmigo?”, les digo. Reticentes, aceptan la invitación.

Emilia estudia historia en Oxford. Como muchos chicos jóvenes, está asombrada ante la furia de emociones que embargan a muchos de los adultos a su alrededor. Para mi hijo, mis sobrinos (ciudadanos británicos nacidos en el tercer milenio), la monarquía se siente lejana, de otro planeta, inexplicable.

Emilia muestra calma y hasta tal vez indiferencia ante este hecho histórico que está viviendo. Le pregunto qué piensa de todo esto, de la familia real, de la monarquía británica. “No sé, no siento que son relevantes”, me dice. “No puedo creer que todavía existan. Creo que sus días están contados, cada vez tienen un poder menos real.” (Y ahí se detiene, y señala al príncipe Andrés, el pedófilo, que camina detrás del féretro con sus tres hermanos.)

Pero como buena historiadora, Emilia también considera el hecho de que la reina Isabel II fue excepcional. “She was the last thing that was holding it together”. Y sí, puede que esta reina fuera lo único que mantenía este incierto reino unido. Ahora que se ha muerto, veremos cuántos “reinos” deciden convertirse en repúblicas.

Dicen que Carlos III tiene planes de reducir el presupuesto de la Casa real, que su coronación no va a ser el evento extravagante que fue la de su madre. La amiga historiadora de una amiga mía se divierte conjeturando: “Imagínate que la monarquía británica, que técnicamente empezó con un Guillermo (el Conquistador, 1066-1087), termine con otro Guillermo (el hijo del presente rey).”

Cuando se van Emilia y Jo, con mucha emoción (algo que seguramente no sea bueno) me pongo a trabajar. Pero a la hora (a las 19:17 de Londres) me llegan mensajes de México: ha habido un fuerte temblor, más o menos a la misma hora que el del 2017.

Entre el temblor de México y la muerte de la monarca del Reino Unido hay algunas similitudes, pienso. Son momentos que nos sacan de la cotidianeidad y nos enfrentan a las grandes paradojas de la vida y de la historia. Un terremoto puede al mismo tiempo ser terrorífico y emocionante (cuando se termina, uno se siente eufórico), y una reina, como Isabel II, que personifica una institución con un pasado oscuro puede ser también muy querida. Luz y sombra, sol y lluvia, todo al mismo tiempo.

Y ahí sigue el cielo londinense insistiendo con sus arcoíris otoñales…

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Uncertain kingdom. The Queen is dead

Uncertain kingdom. The Queen is dead

30
.
09
.
22
2022
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Desde Londres y Bilbao, la autora de esta crónica nos acerca a los sentimientos de los británicos ante la muerte de la reina Isabel II. Atinadamente, apunta que tal vez desde América, un continente de repúblicas, la conmoción por la monarca resulte incomprensible, pero detrás de esa aparente irracionalidad hay un sinfín de motivos por los que la reina se ganó el cariño y el respeto de la gente, aunque a la vez es cierto que a los más jóvenes la monarquía les parece lejana y cada vez más carente de poder real. Ante la llegada de Carlos III y sus planes de reducir el presupuesto de la Casa real, ¿el Reino Unido seguirá siéndolo?

Ayer, 8 de septiembre, llovió en Londres, una lluvia bienvenida después de un verano en el que el pasto siempre verde de los parques londinenses se veía amarillo. Por la tarde, un arcoíris doble apareció sobre el Palacio de Buckingham, contrastando con el cielo gris oscuro. Desde el mediodía los rumores sobre la preocupación de los doctores por la salud de la reina Isabel II empezaron a circular en el Parlamento y en la calle. Colegas de la BBC fueron convocados a reuniones especiales, y el silencio de los noticieros del mediodía fue más elocuente que cualquier comunicado. Una mujer con una salud de hierro, que apenas había tenido problemas médicos en su vida, finalmente daba señas de su propia mortalidad. Antes de que se anunciara oficialmente su fallecimiento, el pueblo británico ya lo sabía: su reina agonizaba.

Yo recibo la noticia en Bilbao, en casa de mi madre, quien me mira atónita. Ella tiene 93 años, tres menos que Isabel II. Era una niña durante la guerra civil española, y a los siete años su evacuación a la URSS se transformó en un exilio de dos décadas. Además, es atea, antimonárquica y no cree en los horóscopos. Ella no simpatiza con los británicos “porque traicionaron a la República”. Le replico que Marx publicó su manifiesto en Londres… Empiezo a entender que esta semana no va a ser fácil. Me proponen escribir algo sobre la muerte de esta reina. Bajo al bar a conectarme (mi madre no tiene internet en casa) y me entra el llanto de pronto.

Tal vez en América, continente de repúblicas, se hace difícil entender o simpatizar con la conmoción que significa para el pueblo británico el fallecimiento de la reina Isabel II. El cariño y el respeto profundo que se le profesa a esta mujer que ascendió al trono por una serie de accidentes, con apenas veinticinco años, son aparentemente irracionales, pero en realidad detrás de esta aparente irracionalidad hay setenta años de explicaciones calculadas (y, bueno, alguno que otro accidente afortunado).

Yo vivo en Londres desde 2018 (me casé con un señor medio británico), y he visto de primera mano cómo Isabel II forma parte del paisaje de la ciudad, y de todo el país. Una amiga me escribe desde México: “Cuéntame el chisme de London and the queen, y cómo estás”. Le respondo que todo parece indicar que se ha muerto, y que estoy un poco triste. Me pregunta: “Pero ¿por qué la muerte de la reina afecta?, cuenta”.

Algo así como el 80 % de la población británica no había nacido cuando ella fue coronada. Isabel II fue el eslabón vivo entre la generación que vivió la Segunda Guerra Mundial (y que aún recuerda cómo sus padres lucharon en la primera) y las nuevas generaciones hiperconectadas; entre un país imperialista y otro que lleva ya tiempo tratando de enfrentar ese pasado de imperio criminal (aparentemente, sin mucho éxito).

“Siempre ha estado allí, ¿sabes?”, dicen las personas que entrevistan para el noticiero y los amigos de Londres con quienes hablo por teléfono. Yo misma, siendo española y antimonárquica y republicana, también me siento sorprendentemente devastada, y me da apuro sentirme así, mientras mi madre, mis hermanos y mis amigos alucinan con mi reacción. “Es como si se hubiera muerto mi abuelita”, dice otro chico en la fila de Edimburgo. Esto lo dicen muchas personas. Todos están pensando en las generaciones anteriores a ellos, en sus padres y abuelos (dependiendo de sus edades), sintiendo esa cosa fuerte que se siente cuando estás unido a algo más grande que tú (a tus ancestros).

Con voz de niña, cuando cumplió veintiún años en abril de 1947, hizo la promesa de servir a su gente toda su vida, “fuera corta o larga”. Su vida, finalmente, fue larga. Cumplió con el reinado más extenso de la historia del Reino Unido, un país que parece tener suerte con las reinas. Isabel II se une al club de Isabel I (la de Shakespeare) y de la reina Victoria (la de Dickens). Esta fue la de David Bowie y los Sex Pistols, los Beatles y los Rolling Stones, pero también —como ya mencioné— la de la Segunda Guerra Mundial. Cuando a principios del 2020 dio un discurso a la nación que enfrentaba el confinamiento de la pandemia, terminó con un “We will meet again” (una frase de una canción de Vera Lynn).

El mito fundacional de la Gran Bretaña moderna es precisamente esa Segunda Guerra Mundial, cuando el Reino Unido luchó supuestamente “solo ante el peligro” contra el fascismo en Europa, una guerra que Isabel II vivió y en la que se estrenó en sus obligaciones como princesa con su presencia en actos oficiales (y no oficiales: salió de incógnito con su hermana a celebrar entre la gente en el VE-Day).

Murió con las botas puestas, dicen. Fue una profesional hasta el final: solo tres días antes de su muerte, vimos a Isabel II despedir al primer ministro que se iba e invitar a la siguiente a formar un gobierno. Sonriente, flaquita, pero parada sobre sus pies calzados con sus clásicos zapatos sensatos y su bolso (¿qué habrá ahí dentro?), recibió a Liz Truss y a Boris Johnson en su residencia de verano en las montañas de los Cairngorms.

¿Y qué es ser una reina profesional, una buena reina? Una pregunta difícil. La monarquía tiene muchos puntos débiles, pero tal vez el principal es que sea hereditaria. Un buen rey o una buena reina son, como los genes y las circunstancias, cosa de suerte.

Tal vez este no sea el mejor momento para hacerse preguntas sobre el futuro de la monarquía, que, en el gran esquema de las cosas, es el menor de nuestros problemas, sino de unirse en sentimiento a todos los que salen a dar muestras de agradecimiento hacia esta mujer que (en una época muy machista) supo llevar el timón de una familia y de una nación muy complejas en una serie de épocas convulsas. Tal vez sea mejor tomarse estos días como un momento de reflexión, y concentrarse en los arcoíris que se ven en el cielo de Londres, como si fueran una especie de respuesta.

God Save the King
15 de septiembre

Ya van lo que se siente como demasiados días de duelo, de ritos, de banderas a media asta, campanadas, cañonazos. Es curioso ver todo esto desde Bilbao a través de las noticias del telediario junto a mi madre: las filas de gente en Edimburgo, los diferentes uniformes de todos los involucrados, los extraños rituales británicos, los gestos tan cuidados. Sabemos que primero pusieron en marcha la Operación Unicornio porque Isabel II murió en Balmoral. Después sigue la Operación London Bridge. Todo esto lo llevan ensayando durante años, y la propia reina organizó los detalles.

Por el mismo hecho de que su reinado fue tan largo, muy poca gente en el Reino Unido recuerda la última vez que sucedió esto (la muerte de un monarca) y la nación parece no estar preparada para esta pérdida. Los británicos, famosamente nada emotivos, se derraman en una “incontinencia emocional”, como lo describe David Olusoga.

Olusoga es un eminente historiador del Imperio británico. El 11 de septiembre publicó un artículo en el periódico The Guardian que repasa una parte del legado de la Casa real: la esclavitud, la supremacía blanca, el robo y la participación en un genocidio, entre otras lindezas. Los hechos son los hechos: la reina Isabel I (la de Shakespeare) y los reyes Carlos II y Jacobo II estuvieron directamente involucrados en el saqueo de otras tierras y en el tráfico de humanos, y la prosperidad que aún gozamos en este país se debe en parte a estos crímenes. Días después, en un pódcast, escucho que Olusoga a veces tiene que llevar guardaespaldas en eventos públicos. Definitivamente, este es un asunto que a los británicos no les gusta tocar.

En la calle sí se habla del tema. En las redes sociales, entre la gente joven, entre los que no están participando del luto y el dolor por Isabel II, se habla mucho de este asunto. Pero para los grandes medios (como la BBC o el periódico The Times) este no parece ser el momento de hacer esa reflexión.

También, claro, han sido días de memes, esos breves dispositivos que tan bien describen en pocas palabras e imágenes lo que está sucediendo. Son días de escudriñar al nuevo rey, que sube al trono en el momento en que se muere la reina Isabel II. Tiene dedos de salchicha y malas maneras. Y setenta y pico años.

La ciudad de Londres, aunque no se detiene, ralentiza un poco su ritmo, me cuenta mi esposo. En su trayecto diario al trabajo dice que por todos lados, en el metro y en las calles, hay retratos de la reina, en cada espacio publicitario digital, en cada página web que abras. Es imposible no sentirse arrastrado por el sentimiento de pérdida. Aparecen todo tipo de historias enternecedoras sobre su majestad. Todo los que conocieron a Isabel II resaltan siempre su carácter sencillo, humilde y austero, y su sentido del humor.

Al mismo tiempo, empiezan a aparecer anécdotas que ilustran el mal carácter y la mamonería de Carlos. Que si le tienen que poner la pasta dentífrica en el cepillo de dientes porque le da cosa tocar el tubo, que si le sirven dos ciruelas cada mañana para que él escoja una. Leo también que es el primer monarca británico que ha ido a la escuela, y que cuando en los setenta empezó con su activismo medioambiental, lo tacharon de excéntrico.

El 11 se muere Javier Marías. El 13, Godard. El estribillo que se repite estos días es que estamos en “el final de una era”. Solo que cuando me olvido de Isabel II, de Godard y de Javier Marías, y regreso a la otra realidad que no se ha detenido (la guerra en Ucrania, Andalucía en llamas, Italia inundada, por no hablar de los varios países en África y en el Medio Oriente que también están al borde de lo que llaman en las noticias “una crisis humanitaria”), me da la sensación de que las eras tienen la tendencia a repetirse, a girar como una noria, y me mareo.

Uncertain kingdom
19 de septiembre

Llego a Londres el sábado 17 por la tarde. Todo tranquilo, los trenes sin retraso, ningún problema, frescor londinense y un atardecer anaranjado. Efectivamente, la reina está por todos lados. Dos reinas, para ser exactos: la joven y la anciana, en blanco y negro, mirándose, y dos fechas debajo: la de su nacimiento y la de su muerte.

El domingo por la mañana vamos mi esposo y yo a ver una exposición en la Hayward Gallery, una galería dentro del complejo de recintos culturales que es el Southbank Center, a orillas del río, un lugar que Isabel II inauguró en 1951, cuando aún era una princesa. Habíamos comprado las entradas hacía semanas, era el último día para ver la exposición In the Black Fantastic. Sopla un viento frío, pero no llueve y las nubes rápidas dejan que de vez en cuando caliente un poco el sol.

La fila de gente que llevo viendo en la tele de mi madre desde hace dos días pasa por delante de este lugar. Se mueve constantemente y, como todas las filas británicas, es tranquila, ordenada y estrechamente vigilada (pero sin que sea demasiado obvio). Efectivamente, y como reportaban los noticieros españoles, en la fila está representado todo el país: niños, ancianos, gente de todas las razas y colores.

Comentamos mi esposo y yo que poca gente en esta fila no será consciente de que en nombre de los reyes y reinas británicos se cometieron actos atroces. Sin embargo, ahí están hoy, esperando catorce horas (dicen que es el tiempo de espera en este momento, domingo al mediodía) para ver a su reina, Isabel II, una última vez. Tal vez vienen para demostrar su agradecimiento a una mujer. No a un imperio.

Nuestro patriotismo no llega a tanto, pero, además, tenemos una junta de vecinos de nuestro condominio, afectado por el sismo del 2017 y desde entonces “en reconstrucción”. La junta dura más de dos horas. Mañana se cumplen cinco años desde que perdimos nuestro depto en la Ciudad de México.

El lunes 19, día del funeral, ya un poco cansada de todo este asunto de la reina, prendo la BBC “para ver solo un ratito” y después ponerme a terminar este texto. Es día de fiesta nacional y no tenemos que ir a trabajar. Me quedo pegada a la tele todo el día, absorta con la música y los comentarios del locutor con detalles sobre los nombres de los diferentes batallones y órdenes presentes en el funeral, sobre las canciones y los himnos, los números de los salmos. En el último desfile del día, por la tarde, en Windsor, han traído a Emma, el poni de la reina que amaba los caballos, los perros y las montañas de Escocia. La maldita gaita tocando “The Skye Boat Song” me hace llorar de nuevo.

Habíamos quedado con nuestra amiga Josephine y su hija Emilia, de veinte años, para pasear por la tarde, pero les cambio la jugada. “¿Por qué no mejor vienen a tomar un té y a ver la última parte del funeral conmigo?”, les digo. Reticentes, aceptan la invitación.

Emilia estudia historia en Oxford. Como muchos chicos jóvenes, está asombrada ante la furia de emociones que embargan a muchos de los adultos a su alrededor. Para mi hijo, mis sobrinos (ciudadanos británicos nacidos en el tercer milenio), la monarquía se siente lejana, de otro planeta, inexplicable.

Emilia muestra calma y hasta tal vez indiferencia ante este hecho histórico que está viviendo. Le pregunto qué piensa de todo esto, de la familia real, de la monarquía británica. “No sé, no siento que son relevantes”, me dice. “No puedo creer que todavía existan. Creo que sus días están contados, cada vez tienen un poder menos real.” (Y ahí se detiene, y señala al príncipe Andrés, el pedófilo, que camina detrás del féretro con sus tres hermanos.)

Pero como buena historiadora, Emilia también considera el hecho de que la reina Isabel II fue excepcional. “She was the last thing that was holding it together”. Y sí, puede que esta reina fuera lo único que mantenía este incierto reino unido. Ahora que se ha muerto, veremos cuántos “reinos” deciden convertirse en repúblicas.

Dicen que Carlos III tiene planes de reducir el presupuesto de la Casa real, que su coronación no va a ser el evento extravagante que fue la de su madre. La amiga historiadora de una amiga mía se divierte conjeturando: “Imagínate que la monarquía británica, que técnicamente empezó con un Guillermo (el Conquistador, 1066-1087), termine con otro Guillermo (el hijo del presente rey).”

Cuando se van Emilia y Jo, con mucha emoción (algo que seguramente no sea bueno) me pongo a trabajar. Pero a la hora (a las 19:17 de Londres) me llegan mensajes de México: ha habido un fuerte temblor, más o menos a la misma hora que el del 2017.

Entre el temblor de México y la muerte de la monarca del Reino Unido hay algunas similitudes, pienso. Son momentos que nos sacan de la cotidianeidad y nos enfrentan a las grandes paradojas de la vida y de la historia. Un terremoto puede al mismo tiempo ser terrorífico y emocionante (cuando se termina, uno se siente eufórico), y una reina, como Isabel II, que personifica una institución con un pasado oscuro puede ser también muy querida. Luz y sombra, sol y lluvia, todo al mismo tiempo.

Y ahí sigue el cielo londinense insistiendo con sus arcoíris otoñales…

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Fotografía de Michael Kappeler / REUTERS.

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Tiempo de Lectura: 00 min

Desde Londres y Bilbao, la autora de esta crónica nos acerca a los sentimientos de los británicos ante la muerte de la reina Isabel II. Atinadamente, apunta que tal vez desde América, un continente de repúblicas, la conmoción por la monarca resulte incomprensible, pero detrás de esa aparente irracionalidad hay un sinfín de motivos por los que la reina se ganó el cariño y el respeto de la gente, aunque a la vez es cierto que a los más jóvenes la monarquía les parece lejana y cada vez más carente de poder real. Ante la llegada de Carlos III y sus planes de reducir el presupuesto de la Casa real, ¿el Reino Unido seguirá siéndolo?

Texto de
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Realización de
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Traducción de

Ayer, 8 de septiembre, llovió en Londres, una lluvia bienvenida después de un verano en el que el pasto siempre verde de los parques londinenses se veía amarillo. Por la tarde, un arcoíris doble apareció sobre el Palacio de Buckingham, contrastando con el cielo gris oscuro. Desde el mediodía los rumores sobre la preocupación de los doctores por la salud de la reina Isabel II empezaron a circular en el Parlamento y en la calle. Colegas de la BBC fueron convocados a reuniones especiales, y el silencio de los noticieros del mediodía fue más elocuente que cualquier comunicado. Una mujer con una salud de hierro, que apenas había tenido problemas médicos en su vida, finalmente daba señas de su propia mortalidad. Antes de que se anunciara oficialmente su fallecimiento, el pueblo británico ya lo sabía: su reina agonizaba.

Yo recibo la noticia en Bilbao, en casa de mi madre, quien me mira atónita. Ella tiene 93 años, tres menos que Isabel II. Era una niña durante la guerra civil española, y a los siete años su evacuación a la URSS se transformó en un exilio de dos décadas. Además, es atea, antimonárquica y no cree en los horóscopos. Ella no simpatiza con los británicos “porque traicionaron a la República”. Le replico que Marx publicó su manifiesto en Londres… Empiezo a entender que esta semana no va a ser fácil. Me proponen escribir algo sobre la muerte de esta reina. Bajo al bar a conectarme (mi madre no tiene internet en casa) y me entra el llanto de pronto.

Tal vez en América, continente de repúblicas, se hace difícil entender o simpatizar con la conmoción que significa para el pueblo británico el fallecimiento de la reina Isabel II. El cariño y el respeto profundo que se le profesa a esta mujer que ascendió al trono por una serie de accidentes, con apenas veinticinco años, son aparentemente irracionales, pero en realidad detrás de esta aparente irracionalidad hay setenta años de explicaciones calculadas (y, bueno, alguno que otro accidente afortunado).

Yo vivo en Londres desde 2018 (me casé con un señor medio británico), y he visto de primera mano cómo Isabel II forma parte del paisaje de la ciudad, y de todo el país. Una amiga me escribe desde México: “Cuéntame el chisme de London and the queen, y cómo estás”. Le respondo que todo parece indicar que se ha muerto, y que estoy un poco triste. Me pregunta: “Pero ¿por qué la muerte de la reina afecta?, cuenta”.

Algo así como el 80 % de la población británica no había nacido cuando ella fue coronada. Isabel II fue el eslabón vivo entre la generación que vivió la Segunda Guerra Mundial (y que aún recuerda cómo sus padres lucharon en la primera) y las nuevas generaciones hiperconectadas; entre un país imperialista y otro que lleva ya tiempo tratando de enfrentar ese pasado de imperio criminal (aparentemente, sin mucho éxito).

“Siempre ha estado allí, ¿sabes?”, dicen las personas que entrevistan para el noticiero y los amigos de Londres con quienes hablo por teléfono. Yo misma, siendo española y antimonárquica y republicana, también me siento sorprendentemente devastada, y me da apuro sentirme así, mientras mi madre, mis hermanos y mis amigos alucinan con mi reacción. “Es como si se hubiera muerto mi abuelita”, dice otro chico en la fila de Edimburgo. Esto lo dicen muchas personas. Todos están pensando en las generaciones anteriores a ellos, en sus padres y abuelos (dependiendo de sus edades), sintiendo esa cosa fuerte que se siente cuando estás unido a algo más grande que tú (a tus ancestros).

Con voz de niña, cuando cumplió veintiún años en abril de 1947, hizo la promesa de servir a su gente toda su vida, “fuera corta o larga”. Su vida, finalmente, fue larga. Cumplió con el reinado más extenso de la historia del Reino Unido, un país que parece tener suerte con las reinas. Isabel II se une al club de Isabel I (la de Shakespeare) y de la reina Victoria (la de Dickens). Esta fue la de David Bowie y los Sex Pistols, los Beatles y los Rolling Stones, pero también —como ya mencioné— la de la Segunda Guerra Mundial. Cuando a principios del 2020 dio un discurso a la nación que enfrentaba el confinamiento de la pandemia, terminó con un “We will meet again” (una frase de una canción de Vera Lynn).

El mito fundacional de la Gran Bretaña moderna es precisamente esa Segunda Guerra Mundial, cuando el Reino Unido luchó supuestamente “solo ante el peligro” contra el fascismo en Europa, una guerra que Isabel II vivió y en la que se estrenó en sus obligaciones como princesa con su presencia en actos oficiales (y no oficiales: salió de incógnito con su hermana a celebrar entre la gente en el VE-Day).

Murió con las botas puestas, dicen. Fue una profesional hasta el final: solo tres días antes de su muerte, vimos a Isabel II despedir al primer ministro que se iba e invitar a la siguiente a formar un gobierno. Sonriente, flaquita, pero parada sobre sus pies calzados con sus clásicos zapatos sensatos y su bolso (¿qué habrá ahí dentro?), recibió a Liz Truss y a Boris Johnson en su residencia de verano en las montañas de los Cairngorms.

¿Y qué es ser una reina profesional, una buena reina? Una pregunta difícil. La monarquía tiene muchos puntos débiles, pero tal vez el principal es que sea hereditaria. Un buen rey o una buena reina son, como los genes y las circunstancias, cosa de suerte.

Tal vez este no sea el mejor momento para hacerse preguntas sobre el futuro de la monarquía, que, en el gran esquema de las cosas, es el menor de nuestros problemas, sino de unirse en sentimiento a todos los que salen a dar muestras de agradecimiento hacia esta mujer que (en una época muy machista) supo llevar el timón de una familia y de una nación muy complejas en una serie de épocas convulsas. Tal vez sea mejor tomarse estos días como un momento de reflexión, y concentrarse en los arcoíris que se ven en el cielo de Londres, como si fueran una especie de respuesta.

God Save the King
15 de septiembre

Ya van lo que se siente como demasiados días de duelo, de ritos, de banderas a media asta, campanadas, cañonazos. Es curioso ver todo esto desde Bilbao a través de las noticias del telediario junto a mi madre: las filas de gente en Edimburgo, los diferentes uniformes de todos los involucrados, los extraños rituales británicos, los gestos tan cuidados. Sabemos que primero pusieron en marcha la Operación Unicornio porque Isabel II murió en Balmoral. Después sigue la Operación London Bridge. Todo esto lo llevan ensayando durante años, y la propia reina organizó los detalles.

Por el mismo hecho de que su reinado fue tan largo, muy poca gente en el Reino Unido recuerda la última vez que sucedió esto (la muerte de un monarca) y la nación parece no estar preparada para esta pérdida. Los británicos, famosamente nada emotivos, se derraman en una “incontinencia emocional”, como lo describe David Olusoga.

Olusoga es un eminente historiador del Imperio británico. El 11 de septiembre publicó un artículo en el periódico The Guardian que repasa una parte del legado de la Casa real: la esclavitud, la supremacía blanca, el robo y la participación en un genocidio, entre otras lindezas. Los hechos son los hechos: la reina Isabel I (la de Shakespeare) y los reyes Carlos II y Jacobo II estuvieron directamente involucrados en el saqueo de otras tierras y en el tráfico de humanos, y la prosperidad que aún gozamos en este país se debe en parte a estos crímenes. Días después, en un pódcast, escucho que Olusoga a veces tiene que llevar guardaespaldas en eventos públicos. Definitivamente, este es un asunto que a los británicos no les gusta tocar.

En la calle sí se habla del tema. En las redes sociales, entre la gente joven, entre los que no están participando del luto y el dolor por Isabel II, se habla mucho de este asunto. Pero para los grandes medios (como la BBC o el periódico The Times) este no parece ser el momento de hacer esa reflexión.

También, claro, han sido días de memes, esos breves dispositivos que tan bien describen en pocas palabras e imágenes lo que está sucediendo. Son días de escudriñar al nuevo rey, que sube al trono en el momento en que se muere la reina Isabel II. Tiene dedos de salchicha y malas maneras. Y setenta y pico años.

La ciudad de Londres, aunque no se detiene, ralentiza un poco su ritmo, me cuenta mi esposo. En su trayecto diario al trabajo dice que por todos lados, en el metro y en las calles, hay retratos de la reina, en cada espacio publicitario digital, en cada página web que abras. Es imposible no sentirse arrastrado por el sentimiento de pérdida. Aparecen todo tipo de historias enternecedoras sobre su majestad. Todo los que conocieron a Isabel II resaltan siempre su carácter sencillo, humilde y austero, y su sentido del humor.

Al mismo tiempo, empiezan a aparecer anécdotas que ilustran el mal carácter y la mamonería de Carlos. Que si le tienen que poner la pasta dentífrica en el cepillo de dientes porque le da cosa tocar el tubo, que si le sirven dos ciruelas cada mañana para que él escoja una. Leo también que es el primer monarca británico que ha ido a la escuela, y que cuando en los setenta empezó con su activismo medioambiental, lo tacharon de excéntrico.

El 11 se muere Javier Marías. El 13, Godard. El estribillo que se repite estos días es que estamos en “el final de una era”. Solo que cuando me olvido de Isabel II, de Godard y de Javier Marías, y regreso a la otra realidad que no se ha detenido (la guerra en Ucrania, Andalucía en llamas, Italia inundada, por no hablar de los varios países en África y en el Medio Oriente que también están al borde de lo que llaman en las noticias “una crisis humanitaria”), me da la sensación de que las eras tienen la tendencia a repetirse, a girar como una noria, y me mareo.

Uncertain kingdom
19 de septiembre

Llego a Londres el sábado 17 por la tarde. Todo tranquilo, los trenes sin retraso, ningún problema, frescor londinense y un atardecer anaranjado. Efectivamente, la reina está por todos lados. Dos reinas, para ser exactos: la joven y la anciana, en blanco y negro, mirándose, y dos fechas debajo: la de su nacimiento y la de su muerte.

El domingo por la mañana vamos mi esposo y yo a ver una exposición en la Hayward Gallery, una galería dentro del complejo de recintos culturales que es el Southbank Center, a orillas del río, un lugar que Isabel II inauguró en 1951, cuando aún era una princesa. Habíamos comprado las entradas hacía semanas, era el último día para ver la exposición In the Black Fantastic. Sopla un viento frío, pero no llueve y las nubes rápidas dejan que de vez en cuando caliente un poco el sol.

La fila de gente que llevo viendo en la tele de mi madre desde hace dos días pasa por delante de este lugar. Se mueve constantemente y, como todas las filas británicas, es tranquila, ordenada y estrechamente vigilada (pero sin que sea demasiado obvio). Efectivamente, y como reportaban los noticieros españoles, en la fila está representado todo el país: niños, ancianos, gente de todas las razas y colores.

Comentamos mi esposo y yo que poca gente en esta fila no será consciente de que en nombre de los reyes y reinas británicos se cometieron actos atroces. Sin embargo, ahí están hoy, esperando catorce horas (dicen que es el tiempo de espera en este momento, domingo al mediodía) para ver a su reina, Isabel II, una última vez. Tal vez vienen para demostrar su agradecimiento a una mujer. No a un imperio.

Nuestro patriotismo no llega a tanto, pero, además, tenemos una junta de vecinos de nuestro condominio, afectado por el sismo del 2017 y desde entonces “en reconstrucción”. La junta dura más de dos horas. Mañana se cumplen cinco años desde que perdimos nuestro depto en la Ciudad de México.

El lunes 19, día del funeral, ya un poco cansada de todo este asunto de la reina, prendo la BBC “para ver solo un ratito” y después ponerme a terminar este texto. Es día de fiesta nacional y no tenemos que ir a trabajar. Me quedo pegada a la tele todo el día, absorta con la música y los comentarios del locutor con detalles sobre los nombres de los diferentes batallones y órdenes presentes en el funeral, sobre las canciones y los himnos, los números de los salmos. En el último desfile del día, por la tarde, en Windsor, han traído a Emma, el poni de la reina que amaba los caballos, los perros y las montañas de Escocia. La maldita gaita tocando “The Skye Boat Song” me hace llorar de nuevo.

Habíamos quedado con nuestra amiga Josephine y su hija Emilia, de veinte años, para pasear por la tarde, pero les cambio la jugada. “¿Por qué no mejor vienen a tomar un té y a ver la última parte del funeral conmigo?”, les digo. Reticentes, aceptan la invitación.

Emilia estudia historia en Oxford. Como muchos chicos jóvenes, está asombrada ante la furia de emociones que embargan a muchos de los adultos a su alrededor. Para mi hijo, mis sobrinos (ciudadanos británicos nacidos en el tercer milenio), la monarquía se siente lejana, de otro planeta, inexplicable.

Emilia muestra calma y hasta tal vez indiferencia ante este hecho histórico que está viviendo. Le pregunto qué piensa de todo esto, de la familia real, de la monarquía británica. “No sé, no siento que son relevantes”, me dice. “No puedo creer que todavía existan. Creo que sus días están contados, cada vez tienen un poder menos real.” (Y ahí se detiene, y señala al príncipe Andrés, el pedófilo, que camina detrás del féretro con sus tres hermanos.)

Pero como buena historiadora, Emilia también considera el hecho de que la reina Isabel II fue excepcional. “She was the last thing that was holding it together”. Y sí, puede que esta reina fuera lo único que mantenía este incierto reino unido. Ahora que se ha muerto, veremos cuántos “reinos” deciden convertirse en repúblicas.

Dicen que Carlos III tiene planes de reducir el presupuesto de la Casa real, que su coronación no va a ser el evento extravagante que fue la de su madre. La amiga historiadora de una amiga mía se divierte conjeturando: “Imagínate que la monarquía británica, que técnicamente empezó con un Guillermo (el Conquistador, 1066-1087), termine con otro Guillermo (el hijo del presente rey).”

Cuando se van Emilia y Jo, con mucha emoción (algo que seguramente no sea bueno) me pongo a trabajar. Pero a la hora (a las 19:17 de Londres) me llegan mensajes de México: ha habido un fuerte temblor, más o menos a la misma hora que el del 2017.

Entre el temblor de México y la muerte de la monarca del Reino Unido hay algunas similitudes, pienso. Son momentos que nos sacan de la cotidianeidad y nos enfrentan a las grandes paradojas de la vida y de la historia. Un terremoto puede al mismo tiempo ser terrorífico y emocionante (cuando se termina, uno se siente eufórico), y una reina, como Isabel II, que personifica una institución con un pasado oscuro puede ser también muy querida. Luz y sombra, sol y lluvia, todo al mismo tiempo.

Y ahí sigue el cielo londinense insistiendo con sus arcoíris otoñales…

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