Un lugar para dormir tranquilas
Alejandra González Romo
Fotografía de Andrea Murcia
Desde el 4 de septiembre, cuando el edificio de la CNDH quedó oficialmente tomado, la fotoperiodista Andrea Murcia ha pasado ahí todos los días para documentar lo que interpreta como una señal de que las mujeres están recuperando su lugar en la historia, por ellas y por las que ya no están.
Marcela Alemán se amarró a una silla en la sede de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) cuando su titular, Rosario Piedra Ibarra, les dijo a ella y a otras madres de vidas rotas que las carpetas de investigación con los casos de sus hijos estaban mal integradas y que tendrían que volver a San Luis Potosí, de donde salieron para llegar a esta reunión, otra vez sin respuestas. Se amarró a esa silla para exigir justicia por la violación de su hija de cuatro años. Esa decisión, que tomó el 2 de septiembre de este convulso 2020, fue el parteaguas que tiene a la sede de la CNDH, en la Ciudad de México, ocupada hasta el día de hoy por mujeres hartas de la injusticia. Se quedaron ahí, abanderadas por el colectivo Bloque Negro, porque durante décadas este recinto no les ha servido de mucho: se llenó de expendientes, que se cubrieron de polvo; páginas y páginas con las historias de seres humanos a los que violaron, asesinaron o desaparecieron en desoladora impunidad.
Son tantas las víctimas de violencia en este país y tan poca la atención que reciben que, al menos así, refugiando físicamente a algunas de ellas, la CNDH honra hoy más que antes su nombre. Este grupo de feministas, después de años de gritar esta realidad en las calles, marchando y pintando paredes, concluyó que la situación en el país, donde asesinan a 10 mujeres cada día, había llegado a tal punto que era necesario sacar de sus cubículos a funcionarios tibios para que Marcela, Erika, Yesenia y otras mujeres en su situación pudieran al menos descansar ahí.
Desde el 4 de septiembre, cuando el edificio quedó oficialmente tomado, la fotoperiodista Andrea Murcia ha pasado ahí todos los días para documentar lo que interpreta como una señal de que las mujeres están recuperando su lugar en la historia, por ellas y por las que ya no están.
Las oficinas se han convertido en dormitorios y salas para talleres o clases para los hijos de las refugiadas. La vida adentro transcurre con relativa normalidad: se reciben donaciones, pero también se trabaja para obtener recursos que alcancen para todas y aseguran que siempre habrá lugar para otras mujeres que lo necesiten. Las ocupantes afirman que están allí por una deuda histórica y que, por lo tanto, la toma del edificio será permanente. La carga simbólica de lo que pasa adentro es inmensa y muchas chicas que hoy viven ahí aseguran que, por primera vez en mucho tiempo, duermen tranquilas.
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