Los bastones de mentira: apropiación cultural de los pueblos indígenas
A inicios de año corrió la noticia de bastones de mando que eran obsequiados a ciertos “aliados” de los pueblos indígenas y causó indignación en las redes sociales. Era otro episodio más de la apropiación cultural que estas naciones vienen padeciendo desde hace siglos. ¿Qué hay detrás de los verdaderos tajk que entregan las asambleas comunitarias y son una resignificación de los ayuntamientos de la Nueva España?
El drama de todos los años
Es el primer domingo de septiembre de cualquier año en Totontepec Mixe, en el norte de Oaxaca. Podría ser 1995, 2010 o 2014, da igual. Sólo necesitamos, para la credibilidad de esta parábola, que el teléfono haya sido inventado. Muchos hogares totontepecanos se hallan en ascuas, esperando saber si Anyukääts escuchó sus plegarias y se salvaron.
De ser elegidos la noticia llegará pronto: alguien correrá hacia el “domicilio conocido” o se apresurará a realizar esa llamada que nadie quiere recibir: “mëx, tëm yaknekojtspet (oye, ya te nombraron)”. La noticia cae estruendosa e inicia un vaivén, que sucede siempre de la misma manera y en estricto orden. Primero, la voz resentida, encorajinada y vengativa: “¿pën ëts tixnekojtspaaty? (¿quién me propuso?)”; luego, la indignación: “¿nipëna ëts tix kakuva’any? (¿y nadie me defendió?)”; pasada ésta, llega la autorecriminación: “nyujk’oy ëts tev kin’ëts (mejor sí hubiera ido a la junta)”; y, finalmente, la resignación. Habrá que mentalizarse e iniciar los preparativos, se trata de una prueba difícil, ingrata e incierta.
El drama se repite año con año y nadie sabe qué es lo más preferible: si ausentarse de la asamblea para no ser tan visible y, con suerte, no ser mencionado durante la elección, o asistir para defenderse, arguyendo cuestiones económicas o falta de preparación. La segunda opción da oportunidad de exponer tus argumentos, pero también te pone en la mira: terrible dilema.
Al final de la asamblea habrá gente elegida para servir en cada uno los cargos comunitarios. Todos son de gran compromiso pero los principales, aquellos a los que les confieren un tajk —el bastón de mando—, conllevan mayor responsabilidad y generan mucha más preocupación. Con todo, alguien debe ser elegido: es la costumbre y así lo enseñaron los abuelos. Pero nadie quiere ser ese alguien. Nadie quiere disponer un año de su trabajo sin recibir remuneración; nadie quiere enemistarse con sus familiares o paisanos por alguna resolución (todas las decisiones importantes acarrean alguna molestia, se decida lo que se decida); nadie quiere quedarse sin ahorros y endeudarse, o enfrentarse al infierno burocrático mexicano; nadie quiere ser reprobado o injuriado públicamente si toma alguna determinación equivocada o cuyas consecuencias no alcanzó a prever; nadie quiere tanta responsabilidad. En suma, nadie quiere recibir el tajk: “es mucho problema”.
Sobre el tajk
Símbolo del servicio comunitario entre mixes y muchos otros pueblos, el tajk se otorga en el tajk pük (la ceremonia del cambio de autoridades) a las personas elegidas en las asambleas comunitarias. Existe gran variedad de cargos a cumplir —civiles, judiciales, de bienes comunales o religiosos—, distintos en criterios de elección y en duración, así como en el escalafón en el que se desempeñan. Comparten, sin embargo, algunos rasgos como los siguientes: son gratuitos (sin goce de sueldo), honoríficos (son el camino hacia la respetabilidad en la comunidad), escalafonarios (se va ascendiendo, después de un cargo bien realizado corresponderá hacer otro, de mayor responsabilidad) y sólo los pueden desempeñar personas de la comunidad (que hayan nacido ahí o, habiéndose avecindado, hayan sido aceptados como comuneros)[1].
Aunque el bastón tiene correspondencias en los cetros de casi todas las culturas del mundo —algunos estudiosos han encontrado referencias en distintos momentos de Mesoamérica—, la manera en la que existen hoy en las comunidades es una resignificación de los ayuntamientos establecidos en la Nueva España. Los pueblos, como lo han hecho con tantas otras cosas, tomaron algo que les fue impuesto y lo hicieron suyo. Con los siglos lo transformaron en un espacio que, aunque lejos de la armonía que se le ha atribuido en ocasiones, les permitió mantenerse vivos ante los embates virreinales y mexicanos. La existencia actual (y sobrevivencia) de los pueblos no puede entenderse sin estas formas de autogobierno. Los mayores, capillos, alcaldes, fiscales, regidores, topiles, policías, presidentes, síndicos o secretarios (y un largo etcétera, de acuerdo a la costumbre de cada comunidad) son nombrados, en la mayoría de los casos, en asambleas comunitarias. Porque por definición son eso, comunitarias: se delimitan al territorio y a la vida comunal.
Nunca ha existido, en el caso de los mixes, una asamblea que determine al “representante” de toda la nación mixe; aunque sí hubo quien lo intentó, por la fuerza, autoasignarse el título de jefe de los mixes: Luis Rodríguez, autonombrado “patriarca mixe”, cacique de la primera mitad del siglo XX que, con argucia, negociación y, sobre todo, brutal violencia, logró consolidar un poder en el territorio mixe con una pequeña milicia a su disposición y apoyo de los gobiernos posrevolucionarios mexicanos. También han existido —y siguen existiendo— intentos, unos más bienintencionados que otros, de construir asambleas o niveles de gobierno mixe supracomunitario (en algunos casos, instancias de representación del pueblo mixe legitimadas e impulsadas por el mismo Estado, aunque sean enarbolados por personas autoadscritas y reconocidas como mixes). En cualquier caso, la misma idea de un “gobierno mixe” no puede escapar a la lógica estatal desde donde se ha propuesto[2].
El Estado mexicano ha intentado destruir los sistemas de gobierno comunitario, al minimizarlos cuando los nombra despectivamente usos y costumbres. Las estrategias del Estado han seguido, mayormente, tres caminos: primero, denostar el autogobierno de las comunidades, acusándolo de arcaico, salvaje, primitivo, abusivo, cosa de indios y peligroso para los derechos humanos; segundo, infiltrar en las comunidades a individuos que responden a los intereses de los gobiernos —caballos de Troya—, de los partidos políticos o, actualmente con las partidas gubernamentales, de las constructoras (o mejor dicho: las destructoras, cáncer de nuestros tiempos); y tercero, mediante la apropiación cultural de los símbolos y estructuras más fuertes de esas otras maneras de gobernar(se).
El corporativismo priísta —esa Hidra inmortal de mil cabezas— pronto integró a muchos indígenas en las grandes organizaciones clientelares como la Confederación Nacional Campesina (CNC) pero, más aún, creó diversas organizaciones a las que designó “indígenas” y autorizó como entes interlocutores ante el Estado, es decir, ante sí mismo. Dicho de otro modo: se inventó organismos de representación de los pueblos y, de facto, dialogó con ellos como si lo hiciera con las comunidades[3].
A estas organizaciones indígenas que no tuvieron nada de comunitarias —pues las comunidades no las construyeron (aunque muchos indígenas sí participaron en ellas, por ignorancia o servilismo)—, les asignaron nombres rimbombantes como: “consejos”, “concejos”, “federaciones”, “centrales”, o “gobernaturas”; y acompañaron el título con algún adjetivo más ostentoso: “supremo”, “auténtico”, “verdadero” o “legítimo”. Luego, para culminar la simulación y en sintonía con la doctrina nacionalista, las apellidó a todas con el epíteto de “nacional” o “mexicano”. Así nació toda una plaga de organizaciones piratas llamadas, por poner ejemplos y jugando con las palabras enumeradas, Consejo Legítimo Indígena Nacional, Gobernatura Auténtica Indígena de México, Federación Suprema Mexicana de Indios, o tonterías similares.
El siguiente paso fue obvio para la lógica priísta. ¿Cómo legitimar estos entes espurios carentes de verdadera representatividad? Sencillo: con el símbolo máximo de la autoridad en las comunidades indígenas, el bastón de mando.
A la par de los tajk que se entregaban en el sistema comunitario de cargos, se convirtió en práctica común el otorgamiento de otros bastones a los titulares de estas organizaciones investidas de indígenas (y lo que entendieron por indígena siempre tuvo un tufo paternalista, exotista y racista). Peor aún: los indígenas afiliados a la maquinaria estatal generalizaron la triste práctica de obsequiar bastones a cualquier politiquillo de poca monta que visitaba los poblados: candidatos, delegados, supervisores, jefes de partido, diputados; o, con suerte, a los gobernadores y presidentes de la República. Hasta la actualidad, la mayor parte de las iniciativas estatales respecto a la organización de los pueblos y comunidades indígenas recurre al simbolismo del bastón de mando, pues su poder simbólico sigue siendo muy potente en muchas comunidades indígenas. A diferencia de los tajk que pasan de quien termina un cargo al siguiente responsable, estos töna tajk (bastones de mentira) son mandados a hacer exprofeso para cada mítin o evento, y terminan en la posesión personal de los obsequiados, cuando no se deshacen de ellos cuando termina el evento.
De manera que la entrega del bastón se volvió la actividad olímpica favorita. Cualquiera de nosotros guarda en su memoria la entrega de algún töna tajk a personajes ajenos a las comunidades y en eventos que se han ido convirtiendo más y más en pantomimas performáticas, payasadas histriónicas o comedias mal actuadas (no por ello menos trágicas), como aquella afamada obra teatral de 2018, en donde el recién electo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, recibió un bastón de mando de manos de algunos activistas indígenas —con credenciales en las luchas indígenas pero sin ninguna representatividad—. Al final de ese triste acto, organizado por el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), recuerdo a uno de los “representantes indios” hablando entre lloriqueos, arrodillado ante el presidente, en una escena desbordada de pleitesía. Yo tengo para mí, según enseñanza de mi padre, que ningún arrodillado es hermano nuestro y menos nos representa.
Bastones de juguete
A inicios de 2021, específicamente en febrero, surgió una nota que corrió como pólvora en las redes sociales. La noticia daba cuenta de unos bastones de mando obsequiados a algunos “aliados” de las comunidades, según decían, entregadas por entes autopropuestos como representantes indígenas. Imaginen la sorpresa, primero, luego la muina —y después, demasiado rápido, el olvido, pues la indignación colectiva se depositó pronto en un nuevo suceso—, surgidas cuando se dio a conocer la existencia de una campaña llamada Bastón de Mando, la cual otorgaba muchos töna tajk (bastones de mentira), a nombre de “las 68 lenguas maternas y pueblos afromexicanos”, de cuya tradición se consideraban «posesionarios legítimos”.
Esta campaña elegía personas destacadas (bajo sus criterios) en sus campos laborales para abanderar la causa de los pueblos indígenas y afromexicanos y los nombraba embajadores de los mismos, sin que los pueblos supieran que tenían tales representantes, por supuesto. Las redes sociales estallaron. La historia era ridícula y absurda. La cuestión pareció inusitada, sólo que, vista a detalle, no lo es: se trató tan sólo de la encarnación —en ese extraño mundo de la moda y el emprendurismo—, de la apropiación cultural y el extractivismo ampliado (como lo ha llamado Verónica Gago) que han venido padeciendo, desde hace siglos, las naciones indígenas que tuvieron el infortunio de quedar atrapadas (de muy malos modos) en la nación hoy llamada México. Entre las “organizaciones indígenas” inventadas para desestabilizar la articulación de los movimientos indígenas, las pantomimas de entrega de bastones con fines de política electoral y el extractivismo textil, hay una continuidad que no puede ser soslayada.
Casi todas las críticas se dirigieron hacia Daniel Furlong, el modelo que recibió el Bastón de Mando Indígena, junto con Driel Molmont, y quien encabezó el reportaje de Vogue (firmado por Ricardo Alemán). En una entrevista que le hizo Melodramamx a Furlong, éste mostró el desconocimiento profundo que tiene de los pueblos, así como su postura de salvador blanco ante una realidad que —admitió— ni siquiera conocía. Sin embargo, a mí me pareció que había una cuestión más turbia e interesante que se estaba dejando en segundo plano: ¿quién otorga estos tonä tajk y por qué los entregan?
Encontré a tres entes extraños: Mexiutopic, una empresa dedicada a la compraventa de textiles y, según ellos mismos afirman, los creadores de la idea de la entrega de este bastón; un Consejo Nacional Indígena, (también llamado Consejo Nacional de Pueblos Originarios y Comunidades Indígenas), quien “legitima” las ceremonias y al cual Vogue México confundió con el Congreso Nacional Indígena (de afiliación neozapatista); y Carlos Flores Guillén, oscuro personaje, maestro masón, doctor, psicólogo, empresario, sumo sacerdote yoruba y una retahíla de títulos sólo equiparables a la cantidad de denuncias por fraudes que el personaje tiene en su contra.
El móvil quedaba claro: ese bastón de mando era una estafa (sigue siendo), impulsada desde estas entidades (aparentemente creadas por el mismo grupo de personas). Porque, no seamos inocentes, Mexiutopic, el consejo patito y todas las “organizaciones” de este tipo, reciben “donaciones” de personas fatuas, a quienes embaucan o con quienes se coluden, apelando a su ego, interés o ignorancia, de preferencia todas juntas. Esto además de los negocios surgen por “abanderar” esta causa.
En toda esta maraña de sinsentidos y abusos, los medios tuvieron una participación importante: reprodujeron (o crearon) los discursos con que el bastón pirata se sigue vendiendo. Tanto Vogue México como Forbes México escribieron sendos artículos en los que justificaron y ensalzaron toda la estafa y la burla hacia los pueblos indígenas. También Fernanda Familiar le dio cobertura, mediante una entrevista (en la cual no se le ocurrió cuestionar el asunto) a otra de las seleccionadas para recibir el bastón: la etnocoreógrafa (así se define ella) Jennifer Cabrera Fernández, nueva víctima-cómplice de la estafa. Actrices reconocidas, como Adriana Barraza y Vanessa Bauche, aparecen también fotografiadas como receptoras del cetro o báculo, o en lo que se haya convertido. Y la lista continúa, larga, entre personajes que lo han recibido y los medios de comunicación que han cubierto y difundido la campaña sin cuestionarse, siquiera, la legitimidad del asunto.
Juego de niños
Cuando éramos niños, en mi pueblo, jugábamos a las cosas que veíamos en nuestro entorno: la Ranga (carnaval de disfraces realizado en la octava de la fiesta patronal), las danzas, el jaripeo, las bodas, el labrado de velas, la escuelita. También jugábamos al tajk pük y nos entregábamos, unos a otros, pequeños töna tajk de juguete, aunque nuestros cargos duraban si acaso horas. Los mayores no nos regañaban pues no había malicia, era un pasatiempo con fines lúdicos.
Daniel Furlong, después de anunciar el lanzamiento —junto con Macrina Carranza— de una colección que “dará voz” a los pueblos indígenas, alegó lo mismo: “nunca tuve mala intención”. Probablemente muchos de los involucrados en esa campaña dirían lo mismo, si un día deciden disculparse. El problema es que ellos no son niños que puedan escaparse, hablando de buenas intenciones, de una merecida reprimenda. Si estuviéramos en un país más justo, los organizadores y participantes de la campaña deberían enfrentar las consecuencias de sus actos y las correspondientes sanciones legales, además del escarnio público que parece no hacer mella en ellos y — siendo más soñadores— la famosa reparación del daño. Por el contrario, todos los actores de la comedia continuaron incólumnes sus carreras y/o estafas: Daniel Furlong en el modelaje bajo la bandera de la diversidad y la lucha contra la discriminación; mientras Mexiutopic y el “Consejo” continúan creando otros consejos y líderes supremos.
Los töna tajk seguirán existiendo. Las empresas y los organismos estatales los seguirán utilizando para fines comerciales o políticos, así como hacen con la ropa y la historia de los pueblos indígenas. No existe un marco legal al cual puedan recurrir los pueblos para denunciar su mal uso, pero la sociedad mexicana podría, al menos, aprender a distinguir entre los tajk comunitarios y los töna tajk. Quién sabe qué más podrían aprender, si atendieran un poco a las discusiones que se están dando al interior de los pueblos y entre los mismos.
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Mito Reyes. Ayöök jats anyukojmit jayu (mixe de Totontepec). Es investigador, ensayista y narrador. Es parte del Colectivo Mixe (Colmix). Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara (UdG), actualmente estudia el doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de San Luis A.C. (Colsan). Ha publicado cuentos, ensayos y crónicas en diversas compilaciones y revistas. Es cofundador y editor de la Revista Catástrofe. Literatura, sociedad y deportes.
[1] La extrema diversidad entre las comunidades hace que sea arriesgado generalizar: hay comunidades que comparten alguno o algunos de los rasgos mencionados, pero muchas otras no, o han dejado de funcionar de ese modo. La gratuidad, por ejemplo, ha sido asaltada con las dietas para servidores públicos en las partidas gubernamentales. El ascenso en el escalafón tampoco es una regla, se puede descender o saltar cargos, el “movimiento” puede ser más arbitrario. Acá menciono estos aspectos sólo con fines ilustrativos y por ser los que más comparten las comunidades del Alto Mixe.
[2] Hablo específicamente de casos gestados en las esferas estatales, en los partidos políticos o las instituciones públicas. No me refiero a otros procesos (algunos de ellos iniciados como directa respuesta ante los peligros de permitir organismos de gobierno o representación mixe cuya legitimidad devenga del Estado mexicano) cuyos caminos organizativos no han sido pensados como formas de gobierno supracomunitario. Y aunque se han visto forzados a dialogar con el Estado, sus conformaciones se han hecho fuera de los espacios estatales y su legitimidad no estriba en la aprobación de éste.
[3] La invención de organizaciones, junto con la cooptación de líderes, ha sido la estrategia más socorrida por el Estado mexicano para desmovilizar las luchas indígenas gestadas, esas sí, en los pueblos y comunidades.
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