Uno de los responsables del auge de correr y, por ende, de la popularización de los maratones en la década de los setenta, fue Jim Fixx, quien de ser un treintañero obeso y fumador comenzó a recorrer kilómetros con gran pasión buscando redimirse. Súbitamente una persona dedicada a escribir libros sobre juegos de ingenio era ya un gurú y evangelista del running. Fixx, quien pertenecía a un club de personas inteligentes, publicó en 1977 un best seller que cambió el mundo de los corredores para siempre: El libro completo del corredor. Dos son sus hipótesis: para quienes gozan de la soledad y la sutileza, no hay deporte más placentero que correr; y esta actividad tiene incuestionables beneficios para la salud. La paradoja es que Fixx murió a los 52 años mientras entrenaba en una carretera de Vermont.
La pregunta de la razón por la que se decide correr un maratón, si es un pasatiempo tortuoso y afligido, más allá de si es una actividad benéfica, provechosa y curativa o de si uno puede terminar agonizando en el asfalto, me trae malos recuerdos. Entre el kilómetro veinticinco y el treinta y cinco se yergue el temido muro que impide seguir la carrera. No les sucede a todos los corredores, pero sí a muchos. Se acaba la energía. Se agota el combustible. Se engarrotan los músculos. El mundo deviene sombrío y denso. No se puede avanzar por más que se intente. Los calambres aparecen junto con un dolor insoportable en la cabeza. A mí me ha ocurrido en tres ocasiones y sólo en el último maratón –que corrí hace unos meses– no se erigió frente a mí. Cuando se ha levantado esa almena metafísica, he debido detenerme, respirar, vociferar algunas maldiciones y mentadas, y continuar, arrastrándome y caminando hasta lograr trotar de nuevo. El muro o la pared es el momento en el que al cuerpo se le acaban las reservas de glucógeno, de las que nos provee nuestro organismo y que se almacenan en el hígado y en los músculos; comienza a consumir su propia grasa, es decir, inicia una autofagia acerba y penosa.
Que se levante o no el muro o la pared depende en buena medida de los entrenamientos que haya tenido un maratonista en los meses previos. Si se han corrido suficientes kilómetros, es muy probable que no aparezca, pero si no ocurrió así puede ser que se edifique frente a quien ose desafiar esta distancia sin la preparación necesaria. Ricardo Barraza nunca se ha enfrentado con el muro. Con catorce maratones a cuestas y 52 años de edad, los programas de entrenamiento que ha seguido siempre han sido elaborados, de acuerdo con su capacidad, por distintos coaches. Su práctica deportiva estuvo unida a la de su papá. Compartía con él su amor por el basquetbol, que jugó desde la primaria hasta la universidad, y luego comenzó a correr a instancias de él. Cuenta que su padre iba a correr “con unos pants de algodón; se ponía un plástico abajo para sudar, contrario a lo que hoy se recomienda: entre más encuerado vayas, mejor, porque uno tiene que respirar”.
Su padre murió hace veintiséis años corriendo en un parque y fue en ese momento que Ricardo decidió correr de forma más estructurada. Se acercó a coaches y revisó distintos programas de entrenamiento. Comenzó a usar una banda que se colocaba en el pecho para medirse la frecuencia cardiaca. “Vas conociendo y te topas con gente que comparte la misma pasión y te va llevando a lecturas, experiencias, a gente que ya ha hecho el maratón”, cuenta. Festejó su cumpleaños número cuarenta corriendo su primer maratón en Nueva York, carrera que en esa fecha celebró también su cuadragésimo aniversario. Desde ese entonces se ha dado a la tarea de conocer a fondo la carrera, no sólo la parte recreativa, sino la alimentación, los tenis, la ropa, los tiempos, las frecuencias, las estrategias.
A diferencia de Ricardo, Víctor Carbajal, quien tiene veintiún años y estudia la Licenciatura en Fisioterapia, corrió en noviembre pasado su primer maratón, el de la Ciudad de México, casi sin ningún entrenamiento previo. Cuenta que durante toda su vida había hecho distintas actividades físicas, excepto correr, deporte que nunca le había gustado, como al atleta checoslovaco Emil Zátopek que odiaba las carreras antes de que en su trabajo lo obligaran a participar en una y después se convirtiera en dieciocho veces plusmarquista mundial. La espinita de la carrera se le metió a Víctor a fines de 2020, pero por la pandemia retrasó su preparación hasta principios de 2021. Al igual que Ricardo, comenzó a correr con su papá. Recuerda que vio un cartel que promovía un Ironman (competencia que consiste en nadar casi cuatro kilómetros en mar abierto, recorrer ciento ochenta kilómetros en bicicleta y finalmente correr un maratón, en un tiempo máximo de diecisiete horas) y tuvo la idea de hacerlo, sin tener antecedente alguno en la práctica de deportes de resistencia.
En mayo pensó en participar en el Medio Maratón de la Ciudad de México, pero como había incertidumbre sobre si se iba a llevar a cabo o no, dejó de entrenar en forma. En agosto anunciaron que se realizaría el Maratón de la Ciudad de México y se inscribió. Como parte del programa de entrenamiento que sacó de una página de internet, corrió un medio maratón virtual que se celebró en octubre. Se sintió bien, fue a un paso tranquilo y no tenía en mente hacer un tiempo.
Víctor reconoce que correr los cuarenta y dos kilómetros fue descubrir un mundo nuevo. “Escuché que la mente te juega ciertas trampas a lo largo de la carrera, pero no creí que fuera tan drástico, fue un factor enorme en lo que viví”. Víctor se topó con la pared en la segunda parte del maratón. Narra que se desfondó al comienzo de la carrera al intentar alcanzar a los corredores y reconoce que iba a un paso más veloz del programado.
“El ego tienes que dejarlo en casa, tienes que dejar a la gente pasar, y tú tienes que seguir el plan que llevas”, dice reconociendo uno de sus aprendizajes en esta primera experiencia como maratonista. Y es que cuando uno transita por una distancia tan descomunal, debe ceñirse al ritmo con el que se ha preparado, sin importar la velocidad de los otros competidores; de lo contrario, el maratón cobra factura en los últimos kilómetros, como le ocurrió a Víctor que, pese a las dificultades, logró terminar en aproximadamente cuatro horas y media.
Prepararse concienzudamente es una de las enseñanzas que me ha dejado la coach Melissandre Passerat, con quien comencé a entrenar hace dos años y medio en su equipo MéRC (Mélie Running Crew). Sin su ayuda y sin su programa de entrenamiento, no habría podido correr mi cuarto maratón sin haberme topado de nuevo con la infame pared, además de que logré reducir en más de veinte minutos mi marca anterior.
Al preguntarle a Mélie por qué decidió correr maratones, competencia que ella consideraba en un principio “de locos”, no duda en responderme: “Soy una persona que busca hacer algo grande, imposible. Hacer un maratón es muchísimo, mantener un ritmo durante cuarenta y dos kilómetros no es cualquier cosa, hay que entrenar”. Mélie, originaria de Francia, ha vivido en México más de veinte años. Cuenta que cuando llegó a este país su idea era proseguir con su vocación como tenista. No obstante, no había muchos espacios para practicar ese deporte, por lo que sin saber nada de atletismo, decidió comenzar a correr.
Tenía una clara facilidad y muestra de ello es que su primera competencia de cinco kilómetros la terminó en diecinueve minutos, un gran tiempo para una principiante. Corría en el Bosque de Tlalpan y pensaba que este deporte consistía en dar lo más rápido posible las vueltas al circuito de novecientos metros de este espacio. Poco a poco fue entendiendo de qué se trataba. De esta forma, primero corrió una carrera de diez kilómetros; luego, en 2006, un medio maratón; y fue hasta 2009 que hizo su primer maratón completo. Un entrenador le dijo que, de haber comenzado antes en el atletismo, podría haber participado en los Juegos Olímpicos.
“Mi madre nunca me dejó hacer mi sueño, que era ser tenista profesional; ahora que soy madura, adulta y que tomo mis propias decisiones, puedo hacer lo que yo quiero y quise intentar ser una buena atleta”, reflexiona Mélie, quien ha ganado diversas competencias, ha corrido trece maratones y cuya mejor marca en esta distancia es de dos horas y cuarenta y seis minutos, un tiempo prodigioso. Dice que una de las motivaciones por las que corre es que las competencias son un trabajo para ella: “Corro porque requiero el dinero y por eso me siento motivada”. Además, y sobre todo, corre por orgullo: “Todo lo que has entrenado no es para tirarlo a la basura”.
Miguel Navarro, de 51 años y arquitecto de profesión, tiene otras motivaciones. Narra cómo empezó a correr en la década de los noventa al escuchar anuncios en la radio que promovían carreras de diez kilómetros en Paseo de la Reforma. Hasta ese entonces, los deportes no estaban en su horizonte. No obstante, algo le llamó la atención y decidió inscribirse a algunas competencias. Le gustaron porque despertaban su adrenalina, la tensión y las ganas de entrenar. “Me atraía poder recorrer, recorrer y recorrer”, se acuerda. Sin tener un plan en mente comenzó a atravesar doce kilómetros y luego quince, hasta un medio maratón. Intentó participar en el Maratón de la Ciudad de México, pero se torció el tobillo unos días antes. Finalmente, en 2013, junto con un grupo de amigos, se inscribió al Maratón de Chicago. “Me encantó, me sentía un héroe”, rememora.
Fotografía de Luis Barron / REUTERS.
Al día de hoy, Miguel ha corrido ocho maratones y tiene un impresionante récord personal de tres horas y veintiún minutos. Dice que algo que lo motiva, además de la satisfacción de llegar a la meta, es el trance. Se ha documentado que en la actividad deportiva es posible llegar a la experiencia del éxtasis. La psicología del deporte, y más precisamente Abraham Maslow, ha definido como peak experience a esa sensación totalizadora, que sólo algunos deportistas reconocen haber vivido. Gaia de Pascale, en Correr es una filosofía, dice que este éxtasis ocurre cuando el corredor “alcanza un estado de extrema satisfacción, siente un intenso placer por lo que hace. Ha dejado de lado la angustia y las frustraciones, ha puesto entre paréntesis el dolor y su percepción del tiempo resulta alterada, comprimida en el presente”.
Miguel describe esta percepción: “No sabes cómo me alucino con esa sensación, es como un trance en el que está conectado todo: el cuerpo, la mente, el corazón; no estás pensando, estás en trance”. Aun más, dice que ha meditado sobre qué sucede y advierte que se está acercando “a un límite de resistencia, a un límite de vida”. Piensa que “asomarte a esa rayita, esa adrenalina de estar en el límite te hace sentir muy vivo”. Concluye que es lo que disfruta más del deporte.
Para Alma Enríquez, la adrenalina también forma parte de correr. “Hago mis entrenamientos de acuerdo con un pronóstico del tiempo que quiero hacer, pero ya estando en el maratón me sale el turbo. Soy de no rajarme. Me va doliendo todo, voy muriendo, pero me digo ‘No bajes el paso, no bajes el paso’. Me gusta esa exigencia”, confiesa. Con doce maratones en su haber y una gran marca de tres horas con trece minutos, Alma también identifica que “el maratón es un trance”. Después de la carrera no se acuerda de los sitios por los que pasa en las ciudades donde se lleva a cabo el evento. “Voy muy concentrada en el cuerpo activo, sintiendo el dolor”, refiere.
Alma comenzó a correr hace trece años. Dice que había subido de peso y hacer ejercicio se volvió imperante, por lo que probó varias actividades —sesiones de caminadora en el gimnasio, clases de zumba— antes de correr. Cuenta que al ver gente entrenando en la pista de El Sope, en Chapultepec, cerca del trabajo que tenía en ese entonces, le llamó la atención, así que probó. “Me gustó la sensación que tenía al correr afuera”, evoca.
Comenzó a asistir regularmente a la pista y se compró ropa deportiva. Después de dos semanas, ya podía entrenar durante cuarenta y cinco minutos. Poco después se inscribió a una carrera nocturna de diez kilómetros que logró terminar en una hora. Poco a poco, fue aumentando la distancia, hasta correr diecisiete kilómetros y, luego de apenas ocho meses, se inscribió a su primer medio maratón. Fue en 2010, al cumplir treinta años, cuando decidió inscribirse a su primer maratón, y lo hizo en el más rápido de todos, el de Berlín.
Una de las mayores dificultades con las que se ha enfrentado es armonizar la vida laboral con las exigencias del maratón. Al ser diseñadora gráfica y dedicarse a la comunicación corporativa, sus trabajos han sido muy demandantes, por lo que dice que hay que tener creatividad. “Soy muy aventada”, reconoce, ha corrido en la noche, al mediodía y en la madrugada; en gimnasios de hoteles, en pueblos, en carreteras, en selvas y en caminos rurales, porque la exigencia del maratón es que no puedes saltarte los entrenamientos. Alma revela que continúa participando en maratones por “la sensación que te queda cuando terminas uno. En ningún otro ámbito lo he sentido, ni siquiera en el trabajo. Nada me ha dado tanta alegría”.
La alegría que vive Alma en cada carrera también la comparte Carolina Salazar. A sus veintiséis años, logró la proeza de correr su segundo maratón y graduarse como médica cirujana en menos de dos meses. Y es que, a pesar de que antes pensaba que correr maratones era una locura, hoy Carolina confiesa que corre para no perder los estribos ante las exigencias de su carrera universitaria: “Cuando estoy estudiando y ya no puedo es cuando salgo a correr; al regresar ya puedo concentrarme, es un momento para mí”.
Su inicio fue parecido al de la mayoría, no tenía idea de cómo correr. Empezó a entrenarse en el Bosque de Tlalpan y unas semanas después, hace cinco años, participó con un amigo suyo una carrera de cinco kilómetros. Ahí descubrió el placer del disparo de salida, la llegada a la meta y tomarse la foto. Le gustó mucho el ambiente, tanto así que siguió entrenando intuitivamente y encontrando desafíos mayores. Sus papás han sido muy importantes en este recorrido: “Son la porra oficial, carrera a la que me inscribo es carrera en la que están”. Un mes después de correr un medio maratón en 2018, acompañó a un amigo en los últimos veintidós kilómetros del Maratón de la Ciudad de México. La experiencia fue muy agradable y un año más tarde, en 2019, se inscribió al maratón completo sin tener la preparación adecuada y con una lesión.
Algunos creen que, en realidad, el maratón comienza en el kilómetro veinticinco o treinta y no antes. Ahí es cuando el corredor sabe si podrá hacer una transición llevadera de la fuente de energía del glucógeno a consumir la grasa del cuerpo o si se dará de topes contra el muro. Carolina no tenía un plan de hidratación, importantísimo en esta carrera, y se sentía agotada. “Yo creo que me di cuenta en el kilómetro veinticinco de la distancia que iba a correr”. Sabía que el maratón es la graduación de todo corredor y por eso continuó hasta terminar, a pesar de haber chocado contra la pared, caminando hasta que poco a poco pudo trotar nuevamente.
Fotografía de Luis Barron / REUTERS.
Por esta razón, para su segundo maratón decidió tener una preparación más seria, se integró a un equipo y un coach le dio seguimiento a su progreso. Sabía que tenía varios meses para estar a punto. A las dificultades inherentes al entrenamiento, se sumó el complicadísimo internado médico que, paradójicamente, confiesa que le ayudó: “El internado es la muerte para muchos, haces guardias de treinta y seis horas cada cuatro días. Honestamente a mí me ayudó la pandemia porque iba a la guardia y me iba y regresaba a los cuatro días”.
De esta manera pudo correr con “normalidad” los días que no acudía al internado: “A veces, después de la guardia dormía una hora y me iba a correr”. En agosto se dio a conocer que se celebraría el maratón y Carolina ya estaba en forma. No obstante, en noviembre, faltando menos de cuatro semanas para la prueba, terminaron las guardias y el horario se volvió más exigente, por lo que ya no pudo realizar los entrenamientos como quería.
Cuenta que el día del evento estaba mentalmente muy cansada, “temblaba y estaba llena de incertidumbre”. Pero le fue tan bien que logró bajar en más de cuarenta minutos su marca anterior y, al igual que muchas personas que terminan esta prueba, comenzó inmediatamente a pensar en los siguientes desafíos atléticos —y también universitarios, entre ellos, su examen profesional que presentó exitosamente hace unos días.
Uno de los factores que llevaron al gran atleta mexicano Gerardo Alcalá al mundo de las carreras fue, también, un examen. No exactamente profesional, como el de Carolina, sino un extraordinario de Educación Física en la secundaria. Tenía dos opciones: donaba un balón o le daba ochenta vueltas corriendo al patio escolar, que medía ciento noventa metros. Para saber si era capaz de correr esa distancia —cabe destacar que Gerardo padeció bronconeumonía cuando era niño y tenía algunos problemas respiratorios— fue al estadio de prácticas de CU. “Inhala por la nariz y exhala por la boca”, le había aconsejado un amigo un poco mayor que lo acompañó.
A Gerardo le dolían los bronquios y los músculos, y le ardía la nariz. Sin embargo, cuando hizo caso omiso de la recomendación y comenzó a respirar por la boca dice que comenzó “a sentir la carrera. Empecé a avanzar, correr es avanzar, avanzar hacia adelante. Empecé a tener una sensación que nunca había sentido, un extraño placer por el ejercicio, por el esfuerzo”. Gerardo ya le había dado treinta y seis vueltas a la pista de cuatrocientos metros (casi quince kilómetros) cuando tuvieron que detenerlo. Evidentemente, aprobó su examen extraordinario sin ningún problema.
Esas vueltas alrededor de la pista le gustaron tanto que, desde ese momento, supo que la carrera sería parte de su vida. “Yo quiero correr, me quiero dedicar a esto, fue una revelación y lo puse sobre todo”, recuerda haber pensado. Además, fue la forma en que superó los problemas de salud, pues después de algunos meses de entrenar desaparecieron las gripas y los catarros, y pudo crecer algunos centímetros. “El deporte fue el mejor tratamiento para los padecimientos que había tenido en la infancia”, dice.
No obstante, todavía faltaban muchos aprendizajes. A los quince años, tuvo su primera experiencia en una competencia y fue terrible. Se inscribió en una carrera de tres mil metros. Su estrategia era ir con el grupo puntero y acelerar en la última vuelta a la pista de atletismo para obtener el triunfo. “Dieron el disparo de salida y todos salieron como locos”, recuerda. No entendía, por lo que se fue con el pelotón delantero. Después de una vuelta se desfondó. Entonces se dio cuenta de que podía trotar muchos kilómetros, pero no podía mantener el ritmo que requiere una competencia. Al final fue descalificado, cuando el primer lugar le sacó una vuelta.
En vez de que esa dura lección terminara con sus aspiraciones deportivas, ocurrió todo lo contrario: comenzó a entrenar concienzudamente y ganó su primera competencia luego de dos años. Fue un campeonato nacional de campo traviesa. Poco a poco fue dominando las pruebas cortas, lo que le iba a permitir dar el salto a las distancias. “Hay que explotar la velocidad y ganar ritmos intensos para poder controlar después una carrera más larga”, explica.
A los diecinueve años ya era campeón nacional de mil quinientos metros y comenzó a correr los cinco mil. Los resultados no tardaron en llegar. En 1982 calificó en diez mil metros a los Juegos Centroamericanos en Cuba, donde obtuvo medalla de bronce; en 1983, en los Juegos Panamericanos de Caracas consiguió la medalla de plata en los diez mil metros planos, y en 1984 calificó a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en cinco mil metros, nada mal para quien siete años atrás se había ido a extraordinario de Educación Física en la secundaria.
Reconoce que no obtuvo los resultados que esperaba en los Juegos Olímpicos porque le hacía falta prepararse. La forma que encontró para superar esa frustración fue participar en el II Maratón Internacional de la Ciudad de México ese mismo año. Hay que subrayar que Gerardo era especialista en distancias más cortas, como cinco mil y diez mil metros planos, pero tenía la base necesaria para participar en esta prueba, pues corría alrededor de doscientos veinte kilómetros a la semana, mientras que algunos maratonistas de alto rendimiento sólo llegan a ciento ochenta. Sin esperarlo, Gerardo logró la victoria imponiéndose a dos gemelos soviéticos. Más adelante, en 1988 Gerardo hizo dos horas doce minutos en el Maratón de Chicago, su récord personal en esta distancia y una de las mejores marcas realizadas por corredores mexicanos en ese entonces, y se especializó en la prueba de diez mil metros, en la que alcanzó su mayor nivel.
Ahora Gerardo es entrenador de un equipo escolar y de un grupo de adultos. Dice que a los atletas a quienes acompaña no les aplica el mismo entrenamiento que él tuvo, ya que ha aprendido mucho a lo largo de veinte años como coach. Él realiza un estudio de cada corredor y, con base en ello, elabora un programa para cada uno.
Le pregunto a Gerardo sobre cómo motiva a las personas que entrena: “Pensamos que la motivación nos la tienen que dar, que viene de afuera, y que nosotros la tenemos que asimilar. Con la experiencia, sé que la motivación viene de adentro de cada quien. Si la persona no es inquieta, carece de deseos de hacer algo, si no le apasiona lo que está haciendo, no vas a poder motivarlo. Pensar que tú puedes inculcarle a alguien la motivación es como pensar que tú puedes llenar un recipiente con un boquete. Lo menos que podemos esperar de una persona que quiera motivarse es que no esté vacío, que no sea hueco, que tenga algo en su interior, que tenga una chispa, que tenga un fuego interno. Si se coloca un estímulo externo, una película, el video de una carrera, algo le va a brincar, algo lo va a hacer vibrar”, reflexiona.
***
Era el 28 de noviembre de 2021 y pensé: “Un pasito detrás de otro. Así, treinta cinco mil veces. Es todo lo que debo hacer”. Ese día casi no dormí. La ansiedad nocturna se acrecentó conforme se acercaba el plazo. Ya me había ocurrido en años anteriores, pero esta vez mi deseo era hacerlo mejor; la pandemia, paradójicamente, me había permitido ser más constante, además de que seguí durante varios meses un plan de entrenamiento con mi coach. En el estacionamiento del Estadio Olímpico Universitario, a las seis veinte de la mañana, diez minutos antes de iniciar el maratón y partir rumbo al Zócalo, me preguntaba qué hacía ahí, con un frío que calaba los huesos y al lado de un montón de desconocidas y desconocidos en shorts, que hacían estiramientos o rezaban o conversaban entre ellos sobre lo que venía. Pensé que tal vez todos esos corredores se hacían la misma pregunta que yo.
Creo que la vida y el maratón están hechos de la misma sustancia y las mismas preguntas los circundan: ¿Por qué estamos aquí? ¿Llegaremos a nuestro destino? ¿Cómo será nuestra ruta? Ricardo Barraza lo tiene muy claro. Dice que el maratón es una carrera de largo plazo, deben hacerse sacrificios y tener mucha paciencia para recorrer los cuarenta y dos kilómetros; al igual que la vida, es más de resistencia que de velocidad. Por eso no es casual que cuando los maratonistas cruzan la meta no están precisamente sonriendo. Cuando a Emil Zátopek le preguntaron por qué gesticulaba tanto y no se veía feliz al finalizar sus victoriosas competencias, contestó: “No tengo suficiente talento para correr y sonreír”.