Una entrevista a Jorge Ulloa, sobreviviente de Covid-19
El periodista se contagió de Covid-19 tras entrevistar al gobernador de Hidalgo, Omar Fayad, quien aún no sabía que estaba enfermo. Así fue su experiencia rumbo a la recuperación.
Jorge Ulloa y su compañero Marco sobrevolaron en un helicóptero Bell 429 las montañas de la sierra de Hidalgo con el gobernador Omar Fayad. Los dos forman parte del equipo de noticieros Televisa, en el que Jorge es camarógrafo y Marco reportero. Llegaron hasta ahí para hacer un reportaje sobre la ambulancia aérea que traslada enfermos al Hospital de Respuesta Inmediata, para el telediario En Punto, con Denise Maerker.
Cuando terminó el recorrido se reunieron en una sala espaciosa con el gobernador, quien respetuoso de la sana distancia, nunca les dio la mano. Había gel por todos lados y más espacio del sugerido entre los presentes.
“El único que lo tocó fui yo, porque le coloqué el micrófono detrás del cuello, con la intención de que no le quedara saliva”, dice Jorge Ulloa.
A la mañana siguiente fue al supermercado y de vuelta a casa recibió un mensaje de Marco: “¿Ya viste que el gobernador tiene coronavirus?”. En cuanto revisó su cuenta de twitter leyó una publicación del político en la que anunciaba que había dado positivo a Covid-19.
Esa misma tarde el personal de comunicación institucional de Hidalgo les escribió para confirmar la noticia y ofrecerles realizarse la prueba.
Desde ese momento Jorge se mantuvo aislado en su departamento, pero no se sentía mal y pensaba que el virus no lo invadiría a él. “Muy macho, pensé: no me va a pasar”. Toda esa semana estuvo tranquilo, trabajando desde casa y no perdió el contacto con sus colegas.
En una de sus conversaciones, acordaron que no se harían la prueba, pues había gente que la requería más que ellos. Hasta el momento, los síntomas de Jorge Ulloa seguían siendo nulos.
A diez días del encuentro con el gobernador, un ligero dolor de cabeza, nada insoportable, se volvió una constante. “Lo confundí con un dolor de muela”, dice. Al día siguiente ya tenía fiebre y aunque luego la temperatura de su cuerpo disminuyó, decidió que era momento de descartar o confirmar posibilidades, se haría la prueba.
Se comunicó a través del 911 con médicos de un hospital inflable de Pachuca. Le pidieron conectarse por videollamada. Abrió la boca frente a la cámara de su computadora, mientras los médicos evaluaban la irritación de su garganta y el enrojecimiento de sus ojos. A kilómetros de distancia determinaron que era necesario someterlo a la prueba.
Minutos después, el secretario de salud de Hidalgo, Alejandro Efraín Benítez, le llamó por teléfono para avisarle que una ambulancia del hospital inflable ya iba camino a su casa en la Ciudad de México.
Era la una y media de la tarde cuando una ambulancia arribó a la entrada del condominio donde vive con su novia, cerca de metro Etiopía. En cuanto supo que habían llegado por él, bajó las escaleras con mochila en mano. El personal de la ambulancia lo metió en una cápsula de plásticos transparentes que sellaron de pies a cabeza. Aún estaba escéptico de que el virus hubiera ingresado a su sistema respiratorio.
En la llamada previa que tuvo con el secretario, éste le había dicho que por protocolo permanecería de 24 a 72 horas en el Hospital Inflable. Al bajar de la camilla ingresó a una sala donde le solicitaron sus datos de contacto. Tras el registro pasó a un área en la que le preguntaron los síntomas que había manifestado en días recientes. Luego le tomaron una radiografía de tórax, y finalmente, la prueba exudados.
“Me sentía ansioso y desesperado, si me daba un dolorcito en el brazo o sentía frío, pensaba que era señal de que pronto no iba a poder respirar.»
“Te meten un hisopo en la nariz, sientes como si te llegara hasta los ojos, luego en la garganta, con otro hisopo, te hacen lo mismo”, dice. Después le pincharon el brazo izquierdo para tomarle una muestra de sangre. Luego vino una segunda extracción, ahora de las arterias. Al terminar el médico le dijo que habría que esperar.
“Todo fue muy rápido, como ninjas me quitaron mi pulsera, mi cadenita, mi cartera, mis llaves, la mochila, todo. En menos de cinco minutos ya estaba acostado en el área de hospitalización con mi bata y mis botitas desechables. Les dije, oigan, por lo menos déjenme avisarle a mi novia que no voy a regresar».
Lo acostaron en la cama cinco del área amarilla, esa que de acuerdo con el semáforo de gravedad está indicada para los pacientes delicados pero estables. Es la antesala a la roja, donde las condiciones de los enfermos demandan la ayuda de los ventiladores mecánicos, para darle un descanso a los músculos de los pulmones, que al ser invadidos por el SARS- CoV2, necesitan jalar aire hasta 60 veces por minuto, mientras que ordinariamente lo hacemos de 12 a 20 veces.
Pasó su primera noche intentando dormir a pesar del calor de 30º. Cada cama tiene cierta privacidad gracias unas cortinas azules y los dos metros de separación entre cada una. Jorge se estiraba constantemente y a ratos tomaba electrolitos. A la mañana siguiente los enfermeros le llevaron huevo con pimiento, gelatina, fruta con yogurt, semillas de girasol, té y leche para el desayuno. Una dieta con la que cuidaban sus triglicéridos y presión arterial alta.
“Eran un hombre y una mujer que para mí fueron como ángeles. Eran muy jóvenes, siempre me mantuvieron cómodo, poniéndome cobijas nuevas. Me consiguieron una revista, me dejaban caminar, me llevaron cepillo de dientes, un shampoo, etc. Me hicieron la vida mucho más sencilla por allá, fueron una joya en el desierto”, dice.
Para el jueves 9 de abril, estaba convencido de que estaba listo para salir, pero la tarde comenzó a caer y los enfermeros se aparecieron nuevamente, envueltos en trajes como para enfrentar el fin del mundo. Le llevaban una charola con pollo entomatado, verduras, unas cuantas semillas, una manzana y agua. Se dio cuenta de que lo que tanto deseaba, no iba a pasar.
A las cinco de la tarde se metió a bañar en una regadera que estaba a seis metros del área amarilla, en el límite donde comienza otra pequeña burbuja inflable con dos inodoros y dos regaderas que resultaban suficientes para los enfermos que hasta ese momento sólo ocupaban 30% del hospital.
Así se le fue la tarde. “Me sentía ansioso y desesperado, si me daba un dolorcito en el brazo o sentía frío, pensaba que era señal de que pronto no iba a poder respirar”, dice.
Al caer la noche los enfermeros le llevaron la cena: sandwich de pollo, cinco galletas María, pasitas, gelatina, fruta, té y leche. Se durmió y el viernes transcurrió sin novedad alguna, con el suero pasando por su vena, tomando los medicamentos en el horario del día anterior, con los dolores de cabeza ligeros, los mismos horarios en la comidas, metiéndose a bañar a las cinco de la tarde, rindiéndose en la noche.
En ningún momento de los cinco días que permaneció ahí se sintió particularmente mal, los dolores de cabeza que sentía no eran tan diferentes de otros que había llegado a tener cuando enfermaba de gripe, imperaba más la angustia de haber entrado pensando que saldría máximo a los dos días y no irse de vuelta a casa sin poder comunicarse con su novia.
«Su quiniela conmigo va 0-4, de todo lo que ha dicho no salí a las 24 horas, no salí a las 72, no salí el fin de semana y ahora no sé cuándo me voy a ir.»
“Qué raro, eres el que mejor se porta y al que peor le ha ido”, le comentó el enfermero al tercer día de su estancia. Después alguien le dijo: “Parece, escuché, que sí tienes coronavirus, pero no te lo podemos asegurar porque todavía no hay un escrito”. Pasaba un día más y nadie le confirmaba el diagnóstico oficialmente.
En la tarde un trabajador entró al área amarilla y colocó la caja con sus pertenencias bajo la cama donde dormía. “Yo ya estaba enojado, hasta los presos tienen derecho de hablarle a su familia. Pensé en abrir mi mochila, desinfectar mi teléfono y marcar”, recuerda. Pero no fue necesario, porque alguien se apiadó de él y le prestó un celular. Así se enteró luego de hablar con su mamá de que tenía coronavirus y que saldría al lunes siguiente
La interacción con el médico que lo supervisaba, Antonio Castelán se limitaba al monólogo en el que éste le decía que lo darían de alta al día siguiente, pero la respuesta era la misma todos los días. «Su quiniela conmigo va 0-4, de todo lo que ha dicho no salí a las 24 horas, no salí a las 72, no salí el fin de semana y ahora no sé cuándo me voy a ir», le dijo el domingo.
“Yo creo que mi mente habría trabajado mejor si me hubieran dicho que me iba a quedar 30 días encerrado”, recuerda.
Aunque la espera fue larga, tan pronto llegó el lunes, la enfermera le quitó el suero y dejó la cápsula de plástico para no volver más. «Fue hasta entonces que me dieron los resultados de mi prueba, hasta ese momento leí que di positivo a coronavirus”.
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