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<i>La liberación</i>: la renuncia de la buena feminista

<i>La liberación</i>: la renuncia de la buena feminista

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas.
06
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La serie, creada por Alejandra Márquez Abella, renueva conversaciones sobre el patriarcado, lo que nos dejó el #MeToo y las nuevas formas de feminismo.

¿Y si te dijera que yo también me he decepcionado del feminismo, de varias feministas, de la sororidad idealizada; o que yo misma he cometido errores que traicionan el concepto de “persona deconstruida”, entonces ya no podría llamarme feminista? “Las mujeres no tenemos permiso a nada menos que a la excelencia”, le escuché decir a Alejandra Márquez Abella, creadora de La liberación, durante un taller sobre guionismo en 2021. Y es verdad. A nosotras no se nos permite fallar, debemos ser las mejores en todo: ser buenas madres, buenas trabajadoras, buenas hijas, buenas hermanas, buenas amigas, buenas esposas y, en retrospectiva, añadiría “buena feminista”. El patriarcado logró entrar en los recovecos del movimiento desde el “deber ser” cuando siempre debimos solo “ser”.

La liberación —serie coproducida entre Márquez Abella, Johanna Murillo, Ilse Salas y Cassandra Ciangherotti— muestra a tres mujeres que se unen para evitar que se haga público un señalamiento de acoso sexual contra un reconocido director de cine, quien representa una aproximación al poder para cada una de ellas. Al tratar de cumplir su misión se encuentran con un grupo que las lleva a un viaje hacia sus propios miedos con una aldea medieval por escenario. Cada una de ellas descubre su propia “herida patriarcal” y enfrenta dilemas sobre lo que quiere, debe y necesita ser. Ver estos cuestionamientos en una producción de alcance masivo es una poción liberadora.

Ilse, Johanna y Cassandra son, además, las actrices principales de esta historia. Ilse Salas, por un lado, interpreta a dos hermanas gemelas, Carmen y Sara. Son tan opuestas y complementarias, que se enfrentaron desde la adolescencia por el amor de un hombre y trasladaron ese deseo por competir hasta su adultez. Por otro lado, Johanna Murillo actúa como Sol, una productora de cine que enfrenta en su día a día la necesidad de aprobación masculina para sentirse validada y asume también una masculinización para recibir el respeto de quienes la rodean. Mientras que Cassandra Ciangherotti representa a Natalia, una estrella de telenovela que se hace la “tonta”, pero que al dejar de ser una joven promesa y lidiar con la exigencia del mundo del entretenimiento y la de su propia madre, busca salir del molde al tratar de conseguir el papel que le pueda dar el reconocimiento y prestigio que esperan de ella. Todas son, al fin de cuentas, presas del patriarcado.

Las cuatro, reunidas en la cocina de Sara, conversan sobre qué harán para evitar que la acusación salga a la luz. La cocina, ese espacio al que los hombres confinaron a las mujeres para las labores domésticas, es el escenario donde se fragua la defensa del acusado. Cuando Carmen cuestiona a Sara por no perseguir sus sueños y terminar como la esposa que sale en defensa de su pareja, le dice: “Tú podías haber llegado muy lejos sin ese cabrón”, a lo que Sara responde: “Esto es lejos”, y entendemos que habla tanto de su casa y lo material como de su posición social, porque se nos ha dicho siempre que ese es el éxito para una mujer. Carmen dice: “Tiene aquí todo un séquito de mujeres preparadas por si hay una posible amenaza de MeToo. Sí, está muy cabrón ese wey”. Es esto el ejemplo más claro de la supremacía patriarcal que nos lleva al miedo al fracaso social como buenas mujeres, como buenas profesionistas y como las “buenas” que en realidad recurren a cosas “malas” desde la perspectiva moral. En sus conversaciones, en las resoluciones y en las acciones que toman vemos que son humanas, para sorpresa de muchos, con errores, dudas, angustias y miedos.

El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas, principalmente aquellas entre los 30 y 40 años. Nuestra generación se planteó preguntas que no tenían respuesta porque este contexto era inusual.

Cortesía: Prime Video
Cortesía: Prime Video

El caso que detonó la unión

El complejo movimiento #MeToo es visto aquí desde la sátira, con elementos pop, algo de fantasía y la pericia creativa de Alejandra Márquez Abella, su creadora. Aunque la violencia de género no tiene fecha de inicio en la historia, en 2017 las acusaciones públicas por acoso sexual contra Harvey Weinstein, el exproductor de cine estadounidense, fueron dadas a conocer por The New York Times y The New Yorker.

La indignación que provocó el hecho de que un hombre tan reconocido, y tan cobijado por una industria como Hollywood, lograra permanecer impune por tanto tiempo y con decenas de mujeres en situaciones similares, detonó el movimiento #MeToo. Películas como The Assistant (Kitty Green, 2019) o She Said (María Schrader, 2022) retomaron el tema para la pantalla grande con la sobriedad y crudeza que ameritaba el caso.

En México fue hasta 2019 cuando comenzaron a hacerse señalamientos hacia las violencias ejercidas por hombres en diferentes disciplinas, incluido el cine. El #MeToo en el país también nos hizo ver que era urgente crear comunidad, pensar en protocolos de seguridad y tomar acciones. A raíz de eso surgió la colectiva Ya es Hora que, durante  la premiación del Ariel en 2019, publicó un manifiesto y pliego petitorio a la industria audiovisual, y que más adelante trabajaría en el Protocolo de Prevención y Actuación ante Conductas de Acoso y Hostigamiento Sexual y Laboral y Otros Tipos de Violencia y Discriminación para este mismo sector.

Desde entonces el panorama se expandió, se crearon más espacios de diálogo entre mujeres, más iniciativas lideradas por nosotras, se celebró abiertamente que al fin pudiéramos abrazarnos y decirnos lo felices que estábamos de habernos encontrado y acompañado. El tiempo hizo de las suyas y, ante una nueva manera de hacer las cosas, también encontramos nuevas dificultades.

Te recomendamos leer: ¿Quiénes son las mujeres que limpian la Ciudad de México? Luciana Kaplan busca la respuesta

La exigencia social

Con el paso de los años muchas de nosotras nos soltamos o nos alejamos, nos aislamos, pero principalmente nos cansó la exigencia constante, incluso entre feministas, de cumplir expectativas y descubrimos que es más frecuente de lo que pensamos que las otras no congeniaran con nuestra mirada por cuestiones de clase social, edad u otros factores. Llegaron decepciones, un activismo inalcanzable, incongruencias imperdonables y así nuevamente se homogeneizó la conversación. Las “buenas feministas” nos dimos cuenta de que era imposible ser “buenas” todo el tiempo. 

En Calibán y la bruja (Bajotierra Ediciones, 2010), libro que además sirvió de inspiración para Márquez Abella en La liberación, Silvia Federicci habla de cómo la transición del feudalismo al capitalismo, al suprimir las formas de vida comunales y destruir el poder colectivo de las clases trabajadoras, sirvió para instaurar un orden social basado en la explotación y la jerarquización. En este caso, la liberación femenina no se trata simplemente de lograr igualdad dentro del sistema capitalista, sino de desafiar y subvertir las estructuras que lo sostienen.

Cortesía: Prime Video.

Las representaciones de la Edad Media que aparecen en La liberación refieren directamente a esas mujeres cansadas de la subordinación, del trabajo reproductivo y doméstico, quienes por sus conocimientos y su desafiante valor son llevadas a la hoguera. En la serie, los anacronismos, como sartenes de teflón y vestimentas del Medievo, refuerzan la idea de que las raíces del problema trascienden épocas.

En los últimos años se ha resignificado la figura de la bruja, no como un símbolo de maldad, sino como un ícono de resistencia frente al control patriarcal y capitalista. Ellas representan a las mujeres que desafiaron las normas y propusieron alternativas que el sistema intentó erradicar. En La liberación ese espacio mental al que los lleva la bruja es de donde viene una herida ancestral, y a ella se sumaron nuestras heridas personales y colectivas que han permanecido en nuestras memorias, las que hemos acumulado con el tiempo, heridas patriarcales que se reflejan en nuestra vida cotidiana, como elegir usar pantalón al salir a la calle en lugar de falda para evitar agresiones

Te podría interesar: "Emilia Pérez" o de cómo el imaginario colonialista caricaturiza la violencia

La herida patriarcal

Hemos sido oprimidas por nuestro sexo, por nuestra identidad de género, por lo que se espera socialmente de nosotras, por lo que debemos decir, por lo que debemos callar, por nuestras ideas, por nuestros deseos, por el peinado, por la etiqueta, por las zapatillas, por las medias, por las fajas, por los brasieres, por los corsés, por ser nosotras. Es liberador despojarnos de las opresiones que podemos controlar en nuestra vida cotidiana: sí me gusta el maquillaje, sí me gustan los escotes, sí me gusta reír fuerte, sí me gusta no estar de acuerdo y decirlo en voz alta, sí me gusta usar vestidos y, para sorpresa de algunos, no es para provocar a otros.

El error más común del machismo es creer que buscamos replicar la estructura de poder del patriarcado y trasladarlo a las mujeres como nuevas dominantes. Los machistas creen que el objetivo feminista es arrebatarles el trono supremacista que forjaron en la opresión hacia lo que denominaron “el sexo débil”. En todas las olas feministas, y entre los feminismos que de ellas devienen, el punto en común es que el patriarcado se debe derrocar, no adoptar.

Alejandra Márquez Abella en coproducción con Ilse Salas, Johanna Murillo y Cassandra Ciangherotti plantean abrir nuevamente el diálogo, expandirlo y cuestionar(nos). Sus protagonistas son, en muchos momentos, ese espejo donde vemos a cualquiera de nosotras envueltas en conversaciones o pensamientos no propios de una “buena feminista”, pero sí de humanas en constante aprendizaje y también incluidas en el duro proceso de desaprender algunas de las conductas que se establecieron dentro del sistema patriarcal. Otra poción liberadora.

La liberación no solo es una serie entretenida que invita a reír y cantar, es también una reflexión poderosa sobre las estructuras que perpetúan la opresión. Entre la sátira y el drama, nos invita a cuestionar lo que damos por sentado y a imaginar un mundo en el que las hogueras del pasado son símbolos de resistencia, no de sumisión. “Hemos hecho cosas malas, pero ellos nos han hecho cosas peores”; en el camino por reconocer esas heridas patriarcales nos vemos como todo menos como perfectas o “buenas”. Hoy abrazamos el fuego, desprendemos las vendas; hoy “la hoguera es un triunfo que se lleva con orgullo”.

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La serie, creada por Alejandra Márquez Abella, renueva conversaciones sobre el patriarcado, lo que nos dejó el #MeToo y las nuevas formas de feminismo.

¿Y si te dijera que yo también me he decepcionado del feminismo, de varias feministas, de la sororidad idealizada; o que yo misma he cometido errores que traicionan el concepto de “persona deconstruida”, entonces ya no podría llamarme feminista? “Las mujeres no tenemos permiso a nada menos que a la excelencia”, le escuché decir a Alejandra Márquez Abella, creadora de La liberación, durante un taller sobre guionismo en 2021. Y es verdad. A nosotras no se nos permite fallar, debemos ser las mejores en todo: ser buenas madres, buenas trabajadoras, buenas hijas, buenas hermanas, buenas amigas, buenas esposas y, en retrospectiva, añadiría “buena feminista”. El patriarcado logró entrar en los recovecos del movimiento desde el “deber ser” cuando siempre debimos solo “ser”.

La liberación —serie coproducida entre Márquez Abella, Johanna Murillo, Ilse Salas y Cassandra Ciangherotti— muestra a tres mujeres que se unen para evitar que se haga público un señalamiento de acoso sexual contra un reconocido director de cine, quien representa una aproximación al poder para cada una de ellas. Al tratar de cumplir su misión se encuentran con un grupo que las lleva a un viaje hacia sus propios miedos con una aldea medieval por escenario. Cada una de ellas descubre su propia “herida patriarcal” y enfrenta dilemas sobre lo que quiere, debe y necesita ser. Ver estos cuestionamientos en una producción de alcance masivo es una poción liberadora.

Ilse, Johanna y Cassandra son, además, las actrices principales de esta historia. Ilse Salas, por un lado, interpreta a dos hermanas gemelas, Carmen y Sara. Son tan opuestas y complementarias, que se enfrentaron desde la adolescencia por el amor de un hombre y trasladaron ese deseo por competir hasta su adultez. Por otro lado, Johanna Murillo actúa como Sol, una productora de cine que enfrenta en su día a día la necesidad de aprobación masculina para sentirse validada y asume también una masculinización para recibir el respeto de quienes la rodean. Mientras que Cassandra Ciangherotti representa a Natalia, una estrella de telenovela que se hace la “tonta”, pero que al dejar de ser una joven promesa y lidiar con la exigencia del mundo del entretenimiento y la de su propia madre, busca salir del molde al tratar de conseguir el papel que le pueda dar el reconocimiento y prestigio que esperan de ella. Todas son, al fin de cuentas, presas del patriarcado.

Las cuatro, reunidas en la cocina de Sara, conversan sobre qué harán para evitar que la acusación salga a la luz. La cocina, ese espacio al que los hombres confinaron a las mujeres para las labores domésticas, es el escenario donde se fragua la defensa del acusado. Cuando Carmen cuestiona a Sara por no perseguir sus sueños y terminar como la esposa que sale en defensa de su pareja, le dice: “Tú podías haber llegado muy lejos sin ese cabrón”, a lo que Sara responde: “Esto es lejos”, y entendemos que habla tanto de su casa y lo material como de su posición social, porque se nos ha dicho siempre que ese es el éxito para una mujer. Carmen dice: “Tiene aquí todo un séquito de mujeres preparadas por si hay una posible amenaza de MeToo. Sí, está muy cabrón ese wey”. Es esto el ejemplo más claro de la supremacía patriarcal que nos lleva al miedo al fracaso social como buenas mujeres, como buenas profesionistas y como las “buenas” que en realidad recurren a cosas “malas” desde la perspectiva moral. En sus conversaciones, en las resoluciones y en las acciones que toman vemos que son humanas, para sorpresa de muchos, con errores, dudas, angustias y miedos.

El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas, principalmente aquellas entre los 30 y 40 años. Nuestra generación se planteó preguntas que no tenían respuesta porque este contexto era inusual.

Cortesía: Prime Video
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El caso que detonó la unión

El complejo movimiento #MeToo es visto aquí desde la sátira, con elementos pop, algo de fantasía y la pericia creativa de Alejandra Márquez Abella, su creadora. Aunque la violencia de género no tiene fecha de inicio en la historia, en 2017 las acusaciones públicas por acoso sexual contra Harvey Weinstein, el exproductor de cine estadounidense, fueron dadas a conocer por The New York Times y The New Yorker.

La indignación que provocó el hecho de que un hombre tan reconocido, y tan cobijado por una industria como Hollywood, lograra permanecer impune por tanto tiempo y con decenas de mujeres en situaciones similares, detonó el movimiento #MeToo. Películas como The Assistant (Kitty Green, 2019) o She Said (María Schrader, 2022) retomaron el tema para la pantalla grande con la sobriedad y crudeza que ameritaba el caso.

En México fue hasta 2019 cuando comenzaron a hacerse señalamientos hacia las violencias ejercidas por hombres en diferentes disciplinas, incluido el cine. El #MeToo en el país también nos hizo ver que era urgente crear comunidad, pensar en protocolos de seguridad y tomar acciones. A raíz de eso surgió la colectiva Ya es Hora que, durante  la premiación del Ariel en 2019, publicó un manifiesto y pliego petitorio a la industria audiovisual, y que más adelante trabajaría en el Protocolo de Prevención y Actuación ante Conductas de Acoso y Hostigamiento Sexual y Laboral y Otros Tipos de Violencia y Discriminación para este mismo sector.

Desde entonces el panorama se expandió, se crearon más espacios de diálogo entre mujeres, más iniciativas lideradas por nosotras, se celebró abiertamente que al fin pudiéramos abrazarnos y decirnos lo felices que estábamos de habernos encontrado y acompañado. El tiempo hizo de las suyas y, ante una nueva manera de hacer las cosas, también encontramos nuevas dificultades.

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La exigencia social

Con el paso de los años muchas de nosotras nos soltamos o nos alejamos, nos aislamos, pero principalmente nos cansó la exigencia constante, incluso entre feministas, de cumplir expectativas y descubrimos que es más frecuente de lo que pensamos que las otras no congeniaran con nuestra mirada por cuestiones de clase social, edad u otros factores. Llegaron decepciones, un activismo inalcanzable, incongruencias imperdonables y así nuevamente se homogeneizó la conversación. Las “buenas feministas” nos dimos cuenta de que era imposible ser “buenas” todo el tiempo. 

En Calibán y la bruja (Bajotierra Ediciones, 2010), libro que además sirvió de inspiración para Márquez Abella en La liberación, Silvia Federicci habla de cómo la transición del feudalismo al capitalismo, al suprimir las formas de vida comunales y destruir el poder colectivo de las clases trabajadoras, sirvió para instaurar un orden social basado en la explotación y la jerarquización. En este caso, la liberación femenina no se trata simplemente de lograr igualdad dentro del sistema capitalista, sino de desafiar y subvertir las estructuras que lo sostienen.

Cortesía: Prime Video.

Las representaciones de la Edad Media que aparecen en La liberación refieren directamente a esas mujeres cansadas de la subordinación, del trabajo reproductivo y doméstico, quienes por sus conocimientos y su desafiante valor son llevadas a la hoguera. En la serie, los anacronismos, como sartenes de teflón y vestimentas del Medievo, refuerzan la idea de que las raíces del problema trascienden épocas.

En los últimos años se ha resignificado la figura de la bruja, no como un símbolo de maldad, sino como un ícono de resistencia frente al control patriarcal y capitalista. Ellas representan a las mujeres que desafiaron las normas y propusieron alternativas que el sistema intentó erradicar. En La liberación ese espacio mental al que los lleva la bruja es de donde viene una herida ancestral, y a ella se sumaron nuestras heridas personales y colectivas que han permanecido en nuestras memorias, las que hemos acumulado con el tiempo, heridas patriarcales que se reflejan en nuestra vida cotidiana, como elegir usar pantalón al salir a la calle en lugar de falda para evitar agresiones

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La herida patriarcal

Hemos sido oprimidas por nuestro sexo, por nuestra identidad de género, por lo que se espera socialmente de nosotras, por lo que debemos decir, por lo que debemos callar, por nuestras ideas, por nuestros deseos, por el peinado, por la etiqueta, por las zapatillas, por las medias, por las fajas, por los brasieres, por los corsés, por ser nosotras. Es liberador despojarnos de las opresiones que podemos controlar en nuestra vida cotidiana: sí me gusta el maquillaje, sí me gustan los escotes, sí me gusta reír fuerte, sí me gusta no estar de acuerdo y decirlo en voz alta, sí me gusta usar vestidos y, para sorpresa de algunos, no es para provocar a otros.

El error más común del machismo es creer que buscamos replicar la estructura de poder del patriarcado y trasladarlo a las mujeres como nuevas dominantes. Los machistas creen que el objetivo feminista es arrebatarles el trono supremacista que forjaron en la opresión hacia lo que denominaron “el sexo débil”. En todas las olas feministas, y entre los feminismos que de ellas devienen, el punto en común es que el patriarcado se debe derrocar, no adoptar.

Alejandra Márquez Abella en coproducción con Ilse Salas, Johanna Murillo y Cassandra Ciangherotti plantean abrir nuevamente el diálogo, expandirlo y cuestionar(nos). Sus protagonistas son, en muchos momentos, ese espejo donde vemos a cualquiera de nosotras envueltas en conversaciones o pensamientos no propios de una “buena feminista”, pero sí de humanas en constante aprendizaje y también incluidas en el duro proceso de desaprender algunas de las conductas que se establecieron dentro del sistema patriarcal. Otra poción liberadora.

La liberación no solo es una serie entretenida que invita a reír y cantar, es también una reflexión poderosa sobre las estructuras que perpetúan la opresión. Entre la sátira y el drama, nos invita a cuestionar lo que damos por sentado y a imaginar un mundo en el que las hogueras del pasado son símbolos de resistencia, no de sumisión. “Hemos hecho cosas malas, pero ellos nos han hecho cosas peores”; en el camino por reconocer esas heridas patriarcales nos vemos como todo menos como perfectas o “buenas”. Hoy abrazamos el fuego, desprendemos las vendas; hoy “la hoguera es un triunfo que se lleva con orgullo”.

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El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas.
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La serie, creada por Alejandra Márquez Abella, renueva conversaciones sobre el patriarcado, lo que nos dejó el #MeToo y las nuevas formas de feminismo.

¿Y si te dijera que yo también me he decepcionado del feminismo, de varias feministas, de la sororidad idealizada; o que yo misma he cometido errores que traicionan el concepto de “persona deconstruida”, entonces ya no podría llamarme feminista? “Las mujeres no tenemos permiso a nada menos que a la excelencia”, le escuché decir a Alejandra Márquez Abella, creadora de La liberación, durante un taller sobre guionismo en 2021. Y es verdad. A nosotras no se nos permite fallar, debemos ser las mejores en todo: ser buenas madres, buenas trabajadoras, buenas hijas, buenas hermanas, buenas amigas, buenas esposas y, en retrospectiva, añadiría “buena feminista”. El patriarcado logró entrar en los recovecos del movimiento desde el “deber ser” cuando siempre debimos solo “ser”.

La liberación —serie coproducida entre Márquez Abella, Johanna Murillo, Ilse Salas y Cassandra Ciangherotti— muestra a tres mujeres que se unen para evitar que se haga público un señalamiento de acoso sexual contra un reconocido director de cine, quien representa una aproximación al poder para cada una de ellas. Al tratar de cumplir su misión se encuentran con un grupo que las lleva a un viaje hacia sus propios miedos con una aldea medieval por escenario. Cada una de ellas descubre su propia “herida patriarcal” y enfrenta dilemas sobre lo que quiere, debe y necesita ser. Ver estos cuestionamientos en una producción de alcance masivo es una poción liberadora.

Ilse, Johanna y Cassandra son, además, las actrices principales de esta historia. Ilse Salas, por un lado, interpreta a dos hermanas gemelas, Carmen y Sara. Son tan opuestas y complementarias, que se enfrentaron desde la adolescencia por el amor de un hombre y trasladaron ese deseo por competir hasta su adultez. Por otro lado, Johanna Murillo actúa como Sol, una productora de cine que enfrenta en su día a día la necesidad de aprobación masculina para sentirse validada y asume también una masculinización para recibir el respeto de quienes la rodean. Mientras que Cassandra Ciangherotti representa a Natalia, una estrella de telenovela que se hace la “tonta”, pero que al dejar de ser una joven promesa y lidiar con la exigencia del mundo del entretenimiento y la de su propia madre, busca salir del molde al tratar de conseguir el papel que le pueda dar el reconocimiento y prestigio que esperan de ella. Todas son, al fin de cuentas, presas del patriarcado.

Las cuatro, reunidas en la cocina de Sara, conversan sobre qué harán para evitar que la acusación salga a la luz. La cocina, ese espacio al que los hombres confinaron a las mujeres para las labores domésticas, es el escenario donde se fragua la defensa del acusado. Cuando Carmen cuestiona a Sara por no perseguir sus sueños y terminar como la esposa que sale en defensa de su pareja, le dice: “Tú podías haber llegado muy lejos sin ese cabrón”, a lo que Sara responde: “Esto es lejos”, y entendemos que habla tanto de su casa y lo material como de su posición social, porque se nos ha dicho siempre que ese es el éxito para una mujer. Carmen dice: “Tiene aquí todo un séquito de mujeres preparadas por si hay una posible amenaza de MeToo. Sí, está muy cabrón ese wey”. Es esto el ejemplo más claro de la supremacía patriarcal que nos lleva al miedo al fracaso social como buenas mujeres, como buenas profesionistas y como las “buenas” que en realidad recurren a cosas “malas” desde la perspectiva moral. En sus conversaciones, en las resoluciones y en las acciones que toman vemos que son humanas, para sorpresa de muchos, con errores, dudas, angustias y miedos.

El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas, principalmente aquellas entre los 30 y 40 años. Nuestra generación se planteó preguntas que no tenían respuesta porque este contexto era inusual.

Cortesía: Prime Video
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El caso que detonó la unión

El complejo movimiento #MeToo es visto aquí desde la sátira, con elementos pop, algo de fantasía y la pericia creativa de Alejandra Márquez Abella, su creadora. Aunque la violencia de género no tiene fecha de inicio en la historia, en 2017 las acusaciones públicas por acoso sexual contra Harvey Weinstein, el exproductor de cine estadounidense, fueron dadas a conocer por The New York Times y The New Yorker.

La indignación que provocó el hecho de que un hombre tan reconocido, y tan cobijado por una industria como Hollywood, lograra permanecer impune por tanto tiempo y con decenas de mujeres en situaciones similares, detonó el movimiento #MeToo. Películas como The Assistant (Kitty Green, 2019) o She Said (María Schrader, 2022) retomaron el tema para la pantalla grande con la sobriedad y crudeza que ameritaba el caso.

En México fue hasta 2019 cuando comenzaron a hacerse señalamientos hacia las violencias ejercidas por hombres en diferentes disciplinas, incluido el cine. El #MeToo en el país también nos hizo ver que era urgente crear comunidad, pensar en protocolos de seguridad y tomar acciones. A raíz de eso surgió la colectiva Ya es Hora que, durante  la premiación del Ariel en 2019, publicó un manifiesto y pliego petitorio a la industria audiovisual, y que más adelante trabajaría en el Protocolo de Prevención y Actuación ante Conductas de Acoso y Hostigamiento Sexual y Laboral y Otros Tipos de Violencia y Discriminación para este mismo sector.

Desde entonces el panorama se expandió, se crearon más espacios de diálogo entre mujeres, más iniciativas lideradas por nosotras, se celebró abiertamente que al fin pudiéramos abrazarnos y decirnos lo felices que estábamos de habernos encontrado y acompañado. El tiempo hizo de las suyas y, ante una nueva manera de hacer las cosas, también encontramos nuevas dificultades.

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La exigencia social

Con el paso de los años muchas de nosotras nos soltamos o nos alejamos, nos aislamos, pero principalmente nos cansó la exigencia constante, incluso entre feministas, de cumplir expectativas y descubrimos que es más frecuente de lo que pensamos que las otras no congeniaran con nuestra mirada por cuestiones de clase social, edad u otros factores. Llegaron decepciones, un activismo inalcanzable, incongruencias imperdonables y así nuevamente se homogeneizó la conversación. Las “buenas feministas” nos dimos cuenta de que era imposible ser “buenas” todo el tiempo. 

En Calibán y la bruja (Bajotierra Ediciones, 2010), libro que además sirvió de inspiración para Márquez Abella en La liberación, Silvia Federicci habla de cómo la transición del feudalismo al capitalismo, al suprimir las formas de vida comunales y destruir el poder colectivo de las clases trabajadoras, sirvió para instaurar un orden social basado en la explotación y la jerarquización. En este caso, la liberación femenina no se trata simplemente de lograr igualdad dentro del sistema capitalista, sino de desafiar y subvertir las estructuras que lo sostienen.

Cortesía: Prime Video.

Las representaciones de la Edad Media que aparecen en La liberación refieren directamente a esas mujeres cansadas de la subordinación, del trabajo reproductivo y doméstico, quienes por sus conocimientos y su desafiante valor son llevadas a la hoguera. En la serie, los anacronismos, como sartenes de teflón y vestimentas del Medievo, refuerzan la idea de que las raíces del problema trascienden épocas.

En los últimos años se ha resignificado la figura de la bruja, no como un símbolo de maldad, sino como un ícono de resistencia frente al control patriarcal y capitalista. Ellas representan a las mujeres que desafiaron las normas y propusieron alternativas que el sistema intentó erradicar. En La liberación ese espacio mental al que los lleva la bruja es de donde viene una herida ancestral, y a ella se sumaron nuestras heridas personales y colectivas que han permanecido en nuestras memorias, las que hemos acumulado con el tiempo, heridas patriarcales que se reflejan en nuestra vida cotidiana, como elegir usar pantalón al salir a la calle en lugar de falda para evitar agresiones

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La herida patriarcal

Hemos sido oprimidas por nuestro sexo, por nuestra identidad de género, por lo que se espera socialmente de nosotras, por lo que debemos decir, por lo que debemos callar, por nuestras ideas, por nuestros deseos, por el peinado, por la etiqueta, por las zapatillas, por las medias, por las fajas, por los brasieres, por los corsés, por ser nosotras. Es liberador despojarnos de las opresiones que podemos controlar en nuestra vida cotidiana: sí me gusta el maquillaje, sí me gustan los escotes, sí me gusta reír fuerte, sí me gusta no estar de acuerdo y decirlo en voz alta, sí me gusta usar vestidos y, para sorpresa de algunos, no es para provocar a otros.

El error más común del machismo es creer que buscamos replicar la estructura de poder del patriarcado y trasladarlo a las mujeres como nuevas dominantes. Los machistas creen que el objetivo feminista es arrebatarles el trono supremacista que forjaron en la opresión hacia lo que denominaron “el sexo débil”. En todas las olas feministas, y entre los feminismos que de ellas devienen, el punto en común es que el patriarcado se debe derrocar, no adoptar.

Alejandra Márquez Abella en coproducción con Ilse Salas, Johanna Murillo y Cassandra Ciangherotti plantean abrir nuevamente el diálogo, expandirlo y cuestionar(nos). Sus protagonistas son, en muchos momentos, ese espejo donde vemos a cualquiera de nosotras envueltas en conversaciones o pensamientos no propios de una “buena feminista”, pero sí de humanas en constante aprendizaje y también incluidas en el duro proceso de desaprender algunas de las conductas que se establecieron dentro del sistema patriarcal. Otra poción liberadora.

La liberación no solo es una serie entretenida que invita a reír y cantar, es también una reflexión poderosa sobre las estructuras que perpetúan la opresión. Entre la sátira y el drama, nos invita a cuestionar lo que damos por sentado y a imaginar un mundo en el que las hogueras del pasado son símbolos de resistencia, no de sumisión. “Hemos hecho cosas malas, pero ellos nos han hecho cosas peores”; en el camino por reconocer esas heridas patriarcales nos vemos como todo menos como perfectas o “buenas”. Hoy abrazamos el fuego, desprendemos las vendas; hoy “la hoguera es un triunfo que se lleva con orgullo”.

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La serie, creada por Alejandra Márquez Abella, renueva conversaciones sobre el patriarcado, lo que nos dejó el #MeToo y las nuevas formas de feminismo.

¿Y si te dijera que yo también me he decepcionado del feminismo, de varias feministas, de la sororidad idealizada; o que yo misma he cometido errores que traicionan el concepto de “persona deconstruida”, entonces ya no podría llamarme feminista? “Las mujeres no tenemos permiso a nada menos que a la excelencia”, le escuché decir a Alejandra Márquez Abella, creadora de La liberación, durante un taller sobre guionismo en 2021. Y es verdad. A nosotras no se nos permite fallar, debemos ser las mejores en todo: ser buenas madres, buenas trabajadoras, buenas hijas, buenas hermanas, buenas amigas, buenas esposas y, en retrospectiva, añadiría “buena feminista”. El patriarcado logró entrar en los recovecos del movimiento desde el “deber ser” cuando siempre debimos solo “ser”.

La liberación —serie coproducida entre Márquez Abella, Johanna Murillo, Ilse Salas y Cassandra Ciangherotti— muestra a tres mujeres que se unen para evitar que se haga público un señalamiento de acoso sexual contra un reconocido director de cine, quien representa una aproximación al poder para cada una de ellas. Al tratar de cumplir su misión se encuentran con un grupo que las lleva a un viaje hacia sus propios miedos con una aldea medieval por escenario. Cada una de ellas descubre su propia “herida patriarcal” y enfrenta dilemas sobre lo que quiere, debe y necesita ser. Ver estos cuestionamientos en una producción de alcance masivo es una poción liberadora.

Ilse, Johanna y Cassandra son, además, las actrices principales de esta historia. Ilse Salas, por un lado, interpreta a dos hermanas gemelas, Carmen y Sara. Son tan opuestas y complementarias, que se enfrentaron desde la adolescencia por el amor de un hombre y trasladaron ese deseo por competir hasta su adultez. Por otro lado, Johanna Murillo actúa como Sol, una productora de cine que enfrenta en su día a día la necesidad de aprobación masculina para sentirse validada y asume también una masculinización para recibir el respeto de quienes la rodean. Mientras que Cassandra Ciangherotti representa a Natalia, una estrella de telenovela que se hace la “tonta”, pero que al dejar de ser una joven promesa y lidiar con la exigencia del mundo del entretenimiento y la de su propia madre, busca salir del molde al tratar de conseguir el papel que le pueda dar el reconocimiento y prestigio que esperan de ella. Todas son, al fin de cuentas, presas del patriarcado.

Las cuatro, reunidas en la cocina de Sara, conversan sobre qué harán para evitar que la acusación salga a la luz. La cocina, ese espacio al que los hombres confinaron a las mujeres para las labores domésticas, es el escenario donde se fragua la defensa del acusado. Cuando Carmen cuestiona a Sara por no perseguir sus sueños y terminar como la esposa que sale en defensa de su pareja, le dice: “Tú podías haber llegado muy lejos sin ese cabrón”, a lo que Sara responde: “Esto es lejos”, y entendemos que habla tanto de su casa y lo material como de su posición social, porque se nos ha dicho siempre que ese es el éxito para una mujer. Carmen dice: “Tiene aquí todo un séquito de mujeres preparadas por si hay una posible amenaza de MeToo. Sí, está muy cabrón ese wey”. Es esto el ejemplo más claro de la supremacía patriarcal que nos lleva al miedo al fracaso social como buenas mujeres, como buenas profesionistas y como las “buenas” que en realidad recurren a cosas “malas” desde la perspectiva moral. En sus conversaciones, en las resoluciones y en las acciones que toman vemos que son humanas, para sorpresa de muchos, con errores, dudas, angustias y miedos.

El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas, principalmente aquellas entre los 30 y 40 años. Nuestra generación se planteó preguntas que no tenían respuesta porque este contexto era inusual.

Cortesía: Prime Video
Cortesía: Prime Video

El caso que detonó la unión

El complejo movimiento #MeToo es visto aquí desde la sátira, con elementos pop, algo de fantasía y la pericia creativa de Alejandra Márquez Abella, su creadora. Aunque la violencia de género no tiene fecha de inicio en la historia, en 2017 las acusaciones públicas por acoso sexual contra Harvey Weinstein, el exproductor de cine estadounidense, fueron dadas a conocer por The New York Times y The New Yorker.

La indignación que provocó el hecho de que un hombre tan reconocido, y tan cobijado por una industria como Hollywood, lograra permanecer impune por tanto tiempo y con decenas de mujeres en situaciones similares, detonó el movimiento #MeToo. Películas como The Assistant (Kitty Green, 2019) o She Said (María Schrader, 2022) retomaron el tema para la pantalla grande con la sobriedad y crudeza que ameritaba el caso.

En México fue hasta 2019 cuando comenzaron a hacerse señalamientos hacia las violencias ejercidas por hombres en diferentes disciplinas, incluido el cine. El #MeToo en el país también nos hizo ver que era urgente crear comunidad, pensar en protocolos de seguridad y tomar acciones. A raíz de eso surgió la colectiva Ya es Hora que, durante  la premiación del Ariel en 2019, publicó un manifiesto y pliego petitorio a la industria audiovisual, y que más adelante trabajaría en el Protocolo de Prevención y Actuación ante Conductas de Acoso y Hostigamiento Sexual y Laboral y Otros Tipos de Violencia y Discriminación para este mismo sector.

Desde entonces el panorama se expandió, se crearon más espacios de diálogo entre mujeres, más iniciativas lideradas por nosotras, se celebró abiertamente que al fin pudiéramos abrazarnos y decirnos lo felices que estábamos de habernos encontrado y acompañado. El tiempo hizo de las suyas y, ante una nueva manera de hacer las cosas, también encontramos nuevas dificultades.

Te recomendamos leer: ¿Quiénes son las mujeres que limpian la Ciudad de México? Luciana Kaplan busca la respuesta

La exigencia social

Con el paso de los años muchas de nosotras nos soltamos o nos alejamos, nos aislamos, pero principalmente nos cansó la exigencia constante, incluso entre feministas, de cumplir expectativas y descubrimos que es más frecuente de lo que pensamos que las otras no congeniaran con nuestra mirada por cuestiones de clase social, edad u otros factores. Llegaron decepciones, un activismo inalcanzable, incongruencias imperdonables y así nuevamente se homogeneizó la conversación. Las “buenas feministas” nos dimos cuenta de que era imposible ser “buenas” todo el tiempo. 

En Calibán y la bruja (Bajotierra Ediciones, 2010), libro que además sirvió de inspiración para Márquez Abella en La liberación, Silvia Federicci habla de cómo la transición del feudalismo al capitalismo, al suprimir las formas de vida comunales y destruir el poder colectivo de las clases trabajadoras, sirvió para instaurar un orden social basado en la explotación y la jerarquización. En este caso, la liberación femenina no se trata simplemente de lograr igualdad dentro del sistema capitalista, sino de desafiar y subvertir las estructuras que lo sostienen.

Cortesía: Prime Video.

Las representaciones de la Edad Media que aparecen en La liberación refieren directamente a esas mujeres cansadas de la subordinación, del trabajo reproductivo y doméstico, quienes por sus conocimientos y su desafiante valor son llevadas a la hoguera. En la serie, los anacronismos, como sartenes de teflón y vestimentas del Medievo, refuerzan la idea de que las raíces del problema trascienden épocas.

En los últimos años se ha resignificado la figura de la bruja, no como un símbolo de maldad, sino como un ícono de resistencia frente al control patriarcal y capitalista. Ellas representan a las mujeres que desafiaron las normas y propusieron alternativas que el sistema intentó erradicar. En La liberación ese espacio mental al que los lleva la bruja es de donde viene una herida ancestral, y a ella se sumaron nuestras heridas personales y colectivas que han permanecido en nuestras memorias, las que hemos acumulado con el tiempo, heridas patriarcales que se reflejan en nuestra vida cotidiana, como elegir usar pantalón al salir a la calle en lugar de falda para evitar agresiones

Te podría interesar: "Emilia Pérez" o de cómo el imaginario colonialista caricaturiza la violencia

La herida patriarcal

Hemos sido oprimidas por nuestro sexo, por nuestra identidad de género, por lo que se espera socialmente de nosotras, por lo que debemos decir, por lo que debemos callar, por nuestras ideas, por nuestros deseos, por el peinado, por la etiqueta, por las zapatillas, por las medias, por las fajas, por los brasieres, por los corsés, por ser nosotras. Es liberador despojarnos de las opresiones que podemos controlar en nuestra vida cotidiana: sí me gusta el maquillaje, sí me gustan los escotes, sí me gusta reír fuerte, sí me gusta no estar de acuerdo y decirlo en voz alta, sí me gusta usar vestidos y, para sorpresa de algunos, no es para provocar a otros.

El error más común del machismo es creer que buscamos replicar la estructura de poder del patriarcado y trasladarlo a las mujeres como nuevas dominantes. Los machistas creen que el objetivo feminista es arrebatarles el trono supremacista que forjaron en la opresión hacia lo que denominaron “el sexo débil”. En todas las olas feministas, y entre los feminismos que de ellas devienen, el punto en común es que el patriarcado se debe derrocar, no adoptar.

Alejandra Márquez Abella en coproducción con Ilse Salas, Johanna Murillo y Cassandra Ciangherotti plantean abrir nuevamente el diálogo, expandirlo y cuestionar(nos). Sus protagonistas son, en muchos momentos, ese espejo donde vemos a cualquiera de nosotras envueltas en conversaciones o pensamientos no propios de una “buena feminista”, pero sí de humanas en constante aprendizaje y también incluidas en el duro proceso de desaprender algunas de las conductas que se establecieron dentro del sistema patriarcal. Otra poción liberadora.

La liberación no solo es una serie entretenida que invita a reír y cantar, es también una reflexión poderosa sobre las estructuras que perpetúan la opresión. Entre la sátira y el drama, nos invita a cuestionar lo que damos por sentado y a imaginar un mundo en el que las hogueras del pasado son símbolos de resistencia, no de sumisión. “Hemos hecho cosas malas, pero ellos nos han hecho cosas peores”; en el camino por reconocer esas heridas patriarcales nos vemos como todo menos como perfectas o “buenas”. Hoy abrazamos el fuego, desprendemos las vendas; hoy “la hoguera es un triunfo que se lleva con orgullo”.

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El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas.

<i>La liberación</i>: la renuncia de la buena feminista

<i>La liberación</i>: la renuncia de la buena feminista

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La serie, creada por Alejandra Márquez Abella, renueva conversaciones sobre el patriarcado, lo que nos dejó el #MeToo y las nuevas formas de feminismo.

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¿Y si te dijera que yo también me he decepcionado del feminismo, de varias feministas, de la sororidad idealizada; o que yo misma he cometido errores que traicionan el concepto de “persona deconstruida”, entonces ya no podría llamarme feminista? “Las mujeres no tenemos permiso a nada menos que a la excelencia”, le escuché decir a Alejandra Márquez Abella, creadora de La liberación, durante un taller sobre guionismo en 2021. Y es verdad. A nosotras no se nos permite fallar, debemos ser las mejores en todo: ser buenas madres, buenas trabajadoras, buenas hijas, buenas hermanas, buenas amigas, buenas esposas y, en retrospectiva, añadiría “buena feminista”. El patriarcado logró entrar en los recovecos del movimiento desde el “deber ser” cuando siempre debimos solo “ser”.

La liberación —serie coproducida entre Márquez Abella, Johanna Murillo, Ilse Salas y Cassandra Ciangherotti— muestra a tres mujeres que se unen para evitar que se haga público un señalamiento de acoso sexual contra un reconocido director de cine, quien representa una aproximación al poder para cada una de ellas. Al tratar de cumplir su misión se encuentran con un grupo que las lleva a un viaje hacia sus propios miedos con una aldea medieval por escenario. Cada una de ellas descubre su propia “herida patriarcal” y enfrenta dilemas sobre lo que quiere, debe y necesita ser. Ver estos cuestionamientos en una producción de alcance masivo es una poción liberadora.

Ilse, Johanna y Cassandra son, además, las actrices principales de esta historia. Ilse Salas, por un lado, interpreta a dos hermanas gemelas, Carmen y Sara. Son tan opuestas y complementarias, que se enfrentaron desde la adolescencia por el amor de un hombre y trasladaron ese deseo por competir hasta su adultez. Por otro lado, Johanna Murillo actúa como Sol, una productora de cine que enfrenta en su día a día la necesidad de aprobación masculina para sentirse validada y asume también una masculinización para recibir el respeto de quienes la rodean. Mientras que Cassandra Ciangherotti representa a Natalia, una estrella de telenovela que se hace la “tonta”, pero que al dejar de ser una joven promesa y lidiar con la exigencia del mundo del entretenimiento y la de su propia madre, busca salir del molde al tratar de conseguir el papel que le pueda dar el reconocimiento y prestigio que esperan de ella. Todas son, al fin de cuentas, presas del patriarcado.

Las cuatro, reunidas en la cocina de Sara, conversan sobre qué harán para evitar que la acusación salga a la luz. La cocina, ese espacio al que los hombres confinaron a las mujeres para las labores domésticas, es el escenario donde se fragua la defensa del acusado. Cuando Carmen cuestiona a Sara por no perseguir sus sueños y terminar como la esposa que sale en defensa de su pareja, le dice: “Tú podías haber llegado muy lejos sin ese cabrón”, a lo que Sara responde: “Esto es lejos”, y entendemos que habla tanto de su casa y lo material como de su posición social, porque se nos ha dicho siempre que ese es el éxito para una mujer. Carmen dice: “Tiene aquí todo un séquito de mujeres preparadas por si hay una posible amenaza de MeToo. Sí, está muy cabrón ese wey”. Es esto el ejemplo más claro de la supremacía patriarcal que nos lleva al miedo al fracaso social como buenas mujeres, como buenas profesionistas y como las “buenas” que en realidad recurren a cosas “malas” desde la perspectiva moral. En sus conversaciones, en las resoluciones y en las acciones que toman vemos que son humanas, para sorpresa de muchos, con errores, dudas, angustias y miedos.

El movimiento del #MeToo sacudió el ambiente social y estas conversaciones sobre cómo y hasta dónde convivir o qué papel tomar frente a un caso cercano de una persona “mituseada” eran clave para reconocer el nuevo paradigma que enfrentamos como feministas, principalmente aquellas entre los 30 y 40 años. Nuestra generación se planteó preguntas que no tenían respuesta porque este contexto era inusual.

Cortesía: Prime Video
Cortesía: Prime Video

El caso que detonó la unión

El complejo movimiento #MeToo es visto aquí desde la sátira, con elementos pop, algo de fantasía y la pericia creativa de Alejandra Márquez Abella, su creadora. Aunque la violencia de género no tiene fecha de inicio en la historia, en 2017 las acusaciones públicas por acoso sexual contra Harvey Weinstein, el exproductor de cine estadounidense, fueron dadas a conocer por The New York Times y The New Yorker.

La indignación que provocó el hecho de que un hombre tan reconocido, y tan cobijado por una industria como Hollywood, lograra permanecer impune por tanto tiempo y con decenas de mujeres en situaciones similares, detonó el movimiento #MeToo. Películas como The Assistant (Kitty Green, 2019) o She Said (María Schrader, 2022) retomaron el tema para la pantalla grande con la sobriedad y crudeza que ameritaba el caso.

En México fue hasta 2019 cuando comenzaron a hacerse señalamientos hacia las violencias ejercidas por hombres en diferentes disciplinas, incluido el cine. El #MeToo en el país también nos hizo ver que era urgente crear comunidad, pensar en protocolos de seguridad y tomar acciones. A raíz de eso surgió la colectiva Ya es Hora que, durante  la premiación del Ariel en 2019, publicó un manifiesto y pliego petitorio a la industria audiovisual, y que más adelante trabajaría en el Protocolo de Prevención y Actuación ante Conductas de Acoso y Hostigamiento Sexual y Laboral y Otros Tipos de Violencia y Discriminación para este mismo sector.

Desde entonces el panorama se expandió, se crearon más espacios de diálogo entre mujeres, más iniciativas lideradas por nosotras, se celebró abiertamente que al fin pudiéramos abrazarnos y decirnos lo felices que estábamos de habernos encontrado y acompañado. El tiempo hizo de las suyas y, ante una nueva manera de hacer las cosas, también encontramos nuevas dificultades.

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La exigencia social

Con el paso de los años muchas de nosotras nos soltamos o nos alejamos, nos aislamos, pero principalmente nos cansó la exigencia constante, incluso entre feministas, de cumplir expectativas y descubrimos que es más frecuente de lo que pensamos que las otras no congeniaran con nuestra mirada por cuestiones de clase social, edad u otros factores. Llegaron decepciones, un activismo inalcanzable, incongruencias imperdonables y así nuevamente se homogeneizó la conversación. Las “buenas feministas” nos dimos cuenta de que era imposible ser “buenas” todo el tiempo. 

En Calibán y la bruja (Bajotierra Ediciones, 2010), libro que además sirvió de inspiración para Márquez Abella en La liberación, Silvia Federicci habla de cómo la transición del feudalismo al capitalismo, al suprimir las formas de vida comunales y destruir el poder colectivo de las clases trabajadoras, sirvió para instaurar un orden social basado en la explotación y la jerarquización. En este caso, la liberación femenina no se trata simplemente de lograr igualdad dentro del sistema capitalista, sino de desafiar y subvertir las estructuras que lo sostienen.

Cortesía: Prime Video.

Las representaciones de la Edad Media que aparecen en La liberación refieren directamente a esas mujeres cansadas de la subordinación, del trabajo reproductivo y doméstico, quienes por sus conocimientos y su desafiante valor son llevadas a la hoguera. En la serie, los anacronismos, como sartenes de teflón y vestimentas del Medievo, refuerzan la idea de que las raíces del problema trascienden épocas.

En los últimos años se ha resignificado la figura de la bruja, no como un símbolo de maldad, sino como un ícono de resistencia frente al control patriarcal y capitalista. Ellas representan a las mujeres que desafiaron las normas y propusieron alternativas que el sistema intentó erradicar. En La liberación ese espacio mental al que los lleva la bruja es de donde viene una herida ancestral, y a ella se sumaron nuestras heridas personales y colectivas que han permanecido en nuestras memorias, las que hemos acumulado con el tiempo, heridas patriarcales que se reflejan en nuestra vida cotidiana, como elegir usar pantalón al salir a la calle en lugar de falda para evitar agresiones

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La herida patriarcal

Hemos sido oprimidas por nuestro sexo, por nuestra identidad de género, por lo que se espera socialmente de nosotras, por lo que debemos decir, por lo que debemos callar, por nuestras ideas, por nuestros deseos, por el peinado, por la etiqueta, por las zapatillas, por las medias, por las fajas, por los brasieres, por los corsés, por ser nosotras. Es liberador despojarnos de las opresiones que podemos controlar en nuestra vida cotidiana: sí me gusta el maquillaje, sí me gustan los escotes, sí me gusta reír fuerte, sí me gusta no estar de acuerdo y decirlo en voz alta, sí me gusta usar vestidos y, para sorpresa de algunos, no es para provocar a otros.

El error más común del machismo es creer que buscamos replicar la estructura de poder del patriarcado y trasladarlo a las mujeres como nuevas dominantes. Los machistas creen que el objetivo feminista es arrebatarles el trono supremacista que forjaron en la opresión hacia lo que denominaron “el sexo débil”. En todas las olas feministas, y entre los feminismos que de ellas devienen, el punto en común es que el patriarcado se debe derrocar, no adoptar.

Alejandra Márquez Abella en coproducción con Ilse Salas, Johanna Murillo y Cassandra Ciangherotti plantean abrir nuevamente el diálogo, expandirlo y cuestionar(nos). Sus protagonistas son, en muchos momentos, ese espejo donde vemos a cualquiera de nosotras envueltas en conversaciones o pensamientos no propios de una “buena feminista”, pero sí de humanas en constante aprendizaje y también incluidas en el duro proceso de desaprender algunas de las conductas que se establecieron dentro del sistema patriarcal. Otra poción liberadora.

La liberación no solo es una serie entretenida que invita a reír y cantar, es también una reflexión poderosa sobre las estructuras que perpetúan la opresión. Entre la sátira y el drama, nos invita a cuestionar lo que damos por sentado y a imaginar un mundo en el que las hogueras del pasado son símbolos de resistencia, no de sumisión. “Hemos hecho cosas malas, pero ellos nos han hecho cosas peores”; en el camino por reconocer esas heridas patriarcales nos vemos como todo menos como perfectas o “buenas”. Hoy abrazamos el fuego, desprendemos las vendas; hoy “la hoguera es un triunfo que se lleva con orgullo”.

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