Tiempo de lectura: 9 minutosFaber Sabogal cuenta que fue hace diez años y Abdón Salazar calcula dieciocho: ambos empezaron a ver que las abejas de sus colmenas se estaban muriendo. Ahora, junto a una treintena de personas dedicadas a la apicultura, esperan la resolución de una demanda contra el Estado colombiano, presentada en diciembre, en la que piden una indemnización de 189 millones de dólares por los daños morales y materiales provocados tras la muerte de 176 mil colmenas en el país desde 2010. Con un promedio de 50 mil habitantes por colmena, se trata, en total, de 8,800 millones de abejas muertas. En un contexto mundial de extinción de abejas, estos números resultan preocupantes.
Abdón Salazar es gerente de Apícola Oro, una empresa con 1,200 colmenas repartidas entre el departamento de Quindío, en el centro de Colombia, y los llanos orientales, en la que también trabajan su esposa y su hijo. Se dedican al milenario oficio de la apicultura –la crianza de abejas para obtener de ellas miel, polen y propóleo– y elaboran colmenas, marcos y maquinaria apícola. Por su parte, Faber Sabogal cuenta con colmenas en varios municipios del Quindío –todas habitadas por Apis mellifera, la especie más distribuida en el mundo e introducida en el continente durante la Colonia–. Faber desarrolla un proyecto de conservación de abejas nativas americanas y es representante de la Asociación Colombiana de Productores y Protectores de las Abejas (Asoproabejas).
“Nosotros registramos muertes de abejas desde 2004 en esta zona del Quindío”, recuerda Abdón. “Ese año comenzaron los vuelos de fumigación con avioneta y hubo un episodio de 163 colmenas muertas. Entonces uno no sabía cómo reclamar o poner en conocimiento el problema”. Los apicultores tampoco estaban seguros de las causas de la mortandad, “pero sacamos conclusiones lógicas: ayer fumigó una avioneta esta zona y hoy aparecen las abejas muertas, no vuelan ni moscas ni mariposas, se escucha un silencio tenaz. Pensamos en los agroquímicos. Indagamos con nuestros vecinos, campesinos que fumigan y utilizan los productos, y supimos cuáles eran: Thiodan, Lorsban, clorpirifós. En adelante eso ocurrió con cierta frecuencia hasta que en 2016 en todo el Quindío, con dieciocho apiarios establecidos, hubo una muerte total de colmenas. A mí me mataron 550”.
Al teléfono, Faber, que atravesaba la misma situación, comenta qué ocurría y sigue ocurriendo: “A veces, cuando hay una aplicación muy cerca, los pesticidas llegan a nuestro apiario con el viento y las colmenas mueren de forma instantánea. O cuando las abejas viajan a un campo envenenado y no regresan, usted ve que la población de la colmena baja. Pero los casos más complicados son cuando ellas llevan el veneno en el polen y la colmena empieza a morirse: miles de abejas agonizando, dando vueltas en el suelo, borrachas. Llega un momento en el que la estampida es tan grande que se tapona la piquera [la entrada] y adentro queda un cementerio”.
Sabogal y Salazar comparten opinión sobre por qué la muerte de abejas es tan notoria en el Quindío: es el segundo departamento más pequeño y el tercero más densamente poblado de Colombia. Eso, sumado a la tierra verde y fértil, hace que el campo entero esté cultivado, sobre todo, con café, cítricos y aguacates. “Entonces al agricultor le dicen: a sus cítricos les está entrando un hongo y tiene que fumigar con esto para que se le quite”, explica Faber. Ambos creen que los apicultores quindianos, quizás más que en otras regiones donde también mueren abejas, han sabido expresar su reclamo.
En 2016 Abdón los convocó a una reunión y entre todos hicieron un conteo de 3,420 colmenas destruidas. Cuatro años antes, en 2012, se registró la muerte de 1,200 colmenas a 940 kilómetros de allí, en el departamento del César, en el Caribe colombiano. Entonces, en lo que Abdón recuerda como el primer caso grande de mortandad de abejas analizado por un laboratorio, los resultados arrojaron la presencia de fipronil, el ingrediente activo de varios productos químicos de uso agropecuario. “Los casos se repitieron y tomamos la iniciativa de invertir en exámenes de laboratorio. Todos arrojaron la molécula fipronil”, puntualiza Abdón.
Tras la reunión de 2016, los apicultores quindianos, y otros de departamentos como Casanare, al oriente del país, y Cundinamarca, al centro, enviaron muestras al único laboratorio certificado por el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA); tomaron fotos y videos de colmenas muertas; acudieron a entidades agrarias y ambientales y a la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA), que regula el ingreso de productos químicos al país; avisaron a medios de comunicación y conformaron colectivos como Abejas Vivas, por la protección de abejas y polinizadores. Para Abdón Salazar: “Al principio fue frustrante. Las entidades no sabían que había una actividad apícola importante en el país y desconocían el problema, entonces lo negaban, sacaban pretextos sobre la muerte masiva de abejas. Fue muy difícil hacerles entender y por eso nos tocó elevar el nivel de los reclamos hasta llegar a la demanda al Estado. Esto porque nos han ido obligando debido a la falta de atención real”.
“Hicimos la demanda con trece personas afectadas y ahora se están uniendo otras veinte que han tenido eventos de abejas envenenadas y aportan la documentación. La gente es muy reacia, dice: ‘No nos van a pagar nada’. Pero la cuestión no es que paguen, sino sentar un precedente y mostrar el problema. En los últimos años yo he contado más de 150 colmenas envenenadas: estoy haciendo una reclamación de 120, que son las que tengo documentadas”, dice Faber Sabogal y agrega que Asoproabejas, la asociación que él lidera, incentiva a los apicultores a denunciar: “Esto pasa en Guaviare, Meta, César, Huila, y muchos apicultores se sienten amenazados por el terrateniente que les dice: ‘Saquen a sus abejas’. Es complicado, la mayoría de los apicultores no tiene tierra propia, trabaja en tierras arrendadas. Por eso hemos puesto una voz de alerta”.
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“Las abejas hacen parte de un grupo con características morfológicas similares a las hormigas y avispas, pero en ese grupo se consideran las grandes polinizadoras. Son buenas voladoras, tienen un aparato bucal de tipo chupador-masticador. Chupador porque su lengua les permite absorber el néctar [la sustancia que producen las flores para atraer a los animales que realizan la polinización] y masticador porque tienen mandíbulas aptas para manejar recursos no líquidos, como polen, resinas y ceras”, explica Juliana Durán, doctora en Bioecosistemas y Biotecnología y coordinadora de la Línea de Investigación, Conectividad e Interacciones del Jardín Botánico de Bogotá.
Entonces habla sobre la polinización, el proceso de transferencia de los diminutos granos de polen desde los estambres hasta el estigma de la flor para germinar y fecundar los óvulos: “No todas las plantas se polinizan por abejas, algunas lo hacen por el viento, pero la polinización es fundamental para aquellas plantas que tienen reproducción sexual y necesitan de un vector, en este caso, la abeja, que transporte el polen para la fecundación y el desarrollo de los frutos. Así crece la siguiente generación de frutos que los humanos y otros organismos usamos para alimentarnos”, explica Durán.
Según el texto “Why Bees Matter” (¿Por qué las abejas importan?), publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) el 20 de mayo de 2018, en la primera conmemoración del Día Mundial de las Abejas, tres de cada cuatro cultivos con frutos o semillas para consumo humano, incluidos 87 que lideran el sistema agrícola mundial, dependen, al menos en parte, de las abejas y otros polinizadores, como murciélagos, escarabajos y mariposas. Entre 235 y 577 billones de dólares se obtienen cada año gracias al trabajo de las abejas. Sin ellas podría no haber cultivos de manzana, durazno, cereza, dátil, fresa, agraz, calabaza, pepino, tomate, lino, ajonjolí, cardamomo, café y algodón, entre muchos otros más.
De acuerdo con el Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, en Colombia existen 341 especies registradas de abejas. La doctora Durán añade que se agrupan en cinco familias. “Es importante mencionar que no todas son abejas sociales, como las de la miel. Hay especies que son solitarias: no forman colonias ni tienen división de labores y castas. Hay otras con un hábito gregario, es decir, son solitarias, pero hacen sus nidos cerca de otras. En los sistemas agrícolas se ha domesticado a ciertas abejas, sobre todo, las de hábitos coloniales, para ciertos cultivos. Una de las que más se usa es la Apis mellifera, pero también hay colonias de miel con abejas sin aguijón, llamadas angelitas, y están las nativas, que son solitarias. Los agricultores no las usan directamente en sus cultivos, aunque podrían tener un rol importante”.
Si algo tienen en común las abejas en Colombia –y las cerca de veinte mil especies en el mundo– es que su población está disminuyendo: la extinción de las abejas es un tema preocupante y recurrente. En el texto “Why Bees Matter”, la FAO indica que las abejas y otros polinizadores están bajo amenaza y entre los riesgos que corren menciona la pérdida y fragmentación de sus hábitats, las prácticas agrícolas intensivas y los monocultivos, las pestes y enfermedades, los eventos asociados al cambio climático y el envenenamiento con productos químicos de uso agropecuario (PQA). La doctora Durán señala que en ecosistemas urbanos, como el de Bogotá, donde hay cuarenta especies de abejas nativas, lo que más les afecta es la pérdida de hábitat, a causa, por ejemplo, de la homogenización de espacios verdes: jardines idénticos con plantas ornamentales y sin variedad de flores que resultan estériles para ellas. En cambio, en los ecosistemas agrícolas, los productos químicos –que al entrar en contacto con las abejas alteran su sistema neurológico– tienen un efecto crucial en su baja supervivencia.
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El abogado de los apicultores que presentaron la demanda es Luis Domingo Gómez, especialista en Derecho Ambiental y docente de la primera cátedra universitaria de Derecho Animal en Colombia. Junto a otros casos inéditos en el país a favor de especies como el oso andino y los tiburones, Gómez es también defensor de las abejas. Al teléfono explica: “La historia comienza en 2018 con una acción popular contra el uso indiscriminado de neonicotinoides y fipronil. En 2019 el Tribunal Administrativo de Cundinamarca ordenó el establecimiento de una mesa de trabajo para examinar el futuro de estas moléculas que en Colombia ya son cerca de treinta y, está demostrado con prueba técnico-científica, matan a las abejas. No importa si se utilizan siguiendo las instrucciones del fabricante, su uso implica un riesgo altísimo. Desde 2010 se denuncia la muerte masiva de abejas y el gobierno ha hecho poco para controlar la situación. En lo que no ha hecho absolutamente nada es en reparar el daño causado a más de tres mil apicultores que, según proyecciones realizadas a partir de los datos expuestos por el ICA, entre 2010 y 2021 han contabilizado cerca de 176 mil colmenas muertas por el uso de moléculas presentes en los PQA”.
El abogado se refiere a una resolución expedida por el Instituto Colombiano Agropecuario en marzo del año pasado: “por medio de la cual se suspende temporalmente el registro de los productos formulados que contengan como ingrediente activo fipronil y que dentro de los usos aprobados estén los cultivos de aguacate, café, cítricos o pasifloras”. Allí, después de una introducción sobre la importancia de las abejas para la agricultura, el medioambiente y la biodiversidad del planeta, se lee que, al ser aplicado en el suelo, las semillas o las hojas de las plantas, el fipronil puede entrar en contacto con las abejas; que una cantidad ínfima ya es letal para ellas y queda acumulada en su cuerpo y luego en la colmena; que se usa en más de setenta países, pero está prohibido en la Unión Europea; que, además de los efectos letales, la ingesta de fipronil disminuye la capacidad olfativa, reproductiva y neurológica de las abejas; que tiene efectos adversos en la salud humana; que en Colombia se usa desde 1993 y está presente en más de setenta productos comerciales; que entre 201o y 2016 han muerto 16 mil colmenas al año; que el ICA conoce 45 resultados de análisis de laboratorio realizados en colmenas muertas; que en un 73% de los casos hay presencia de fipronil y en un 42% de clorpirifós.
“Lo único que ha sucedido en Colombia como resultado de la mesa de trabajo es la famosa resolución para limitar el registro de productos que contengan la molécula fipronil. Pero la realidad es que los eventos de envenenamiento siguen ocurriendo porque el fipronil se utiliza en setenta cultivos y la resolución solamente lo controla en cuatro. Al lado de los cítricos se cultiva arroz o maíz, en los cuales sí se aplica. Eso no tiene un efecto práctico, no ha servido de mayor cosa”, dice el abogado Gómez.
“Aquí hay una presión fuerte y silenciosa por parte de gremios de agricultores e industriales que están del lado de los comerciantes, productores e importadores de estas moléculas”, continúa Luis Domingo Gómez, “la legislación colombiana, tristemente, deja la responsabilidad de los efectos de su uso, no en el productor ni en la autoridad, sino en el campesino. El problema está en la autorización del Estado. […] El reclamo de indemnización no debería ser el titular porque lo que hacemos con esta demanda es llamar la atención del gobierno y decirle: ‘Mire, usted ha permitido que en los últimos once años hayan muerto cerca de 8,800 millones de abejas, poco más de una abeja por cada habitante humano de este planeta, y algo así como 182 abejas por cada habitante del territorio nacional”.
Telmo Martínez es propietario del Apiario Los Cítricos. En los años ochenta sus padres, antes dedicados a la recolección de café, empezaron a trabajar en apicultura. Entonces tenían una finca en el departamento del Valle del Cauca, al suroccidente de Colombia, pero ahora el grueso de las colmenas del apiario está en Puerto Gaitán, un municipio en los llanos orientales. Telmo habla del desplazamiento al que se han enfrentado los apicultores del Valle del Cauca y el eje cafetero –donde está el Quindío– debido a lo que él denomina agrotóxicos y a situaciones de deforestación y adecuación de tierras para ganadería que han afectado el oficio, por ejemplo, en la región Caribe. “Nosotros nos fuimos a buscar fortuna en los llanos orientales”, cuenta. “Hoy la miel se produce en el Meta o el Vichada, junto a plantaciones forestales de Acacia mangium, porque en Colombia el riesgo de envenenamiento de las abejas es alto y los factores climáticos han hecho que las cosechas de los últimos dos años sean muy difíciles”.
El pasado noviembre, el Congreso aprobó un proyecto de ley para la protección de las abejas y el fomento de la apicultura al que sólo le resta la firma presidencial. Los apicultores entrevistados celebran en parte la noticia, pero lamentan que el proyecto no incluya medidas lo suficientemente robustas para el control de los productos de uso agropecuario. Telmo, miembro del colectivo Abejas Vivas, insiste: “Si queremos hacer apicultura necesitamos a las abejas vivas. Lo primero es pensar cómo mantenerlas vivas. Nada se puede hacer si tenemos a las abejas muertas”.