Juan Manuel Santos en la Casa de Nariño, 2016. / Fotografía de Ramón Campos Iriarte.
La gran estafa
El país aún no salía del asombro cuando, durante una improvisada entrevista con un diario local, Juan Carlos Vélez, exsenador y manager de la campaña por el “no” en el Centro Democrático (el partido de Uribe), reveló los secretos de la estrategia que logró voltear la votación.
Vélez admitió que no esperaban ganar y que el plan, diseñado por estrategas políticos de Brasil y Panamá, había sido incitar la indignación y la rabia entre la población. Además aseguró que los 450,000 dólares con que se había financiado la campaña provinieron de donaciones de individuos y empresas.
En efecto, la Registraduría Nacional luego publicó una lista parcial con 37 donantes, de los cuales el mayor fue Davivienda, un banco colombiano con oficinas en Estados Unidos que ha tenido una estrecha relación con la Corporación Financiera Internacional, el brazo inversionista del Banco Mundial para el sector privado.
Cada declaración de Vélez durante aquella entrevista enturbió más la imagen de la campaña por el “no”: “La estrategia de ellos —los partidarios del “sí”— es apelar a la esperanza, ustedes tienen que apelar a la indignación. Dejen de explicar los verracos acuerdos. No jodan más con esos acuerdos. […] La parte publicitaria era: indignación”. El mensaje para votantes de clase alta hablaba de una supuesta alza de impuestos para financiar la paz, mientras que a los pobres los encolerizaron asegurando que los guerrilleros recibirían subsidios estatales sin tener que trabajar; en el Caribe y la zona de frontera, el uribismo bombardeó con un aviso: “si se ratifica el tratado de paz, nos convertimos en Venezuela”.
El 7 de octubre, cinco días después del plebiscito, visité en su despacho del Edificio Nuevo del Congreso a Claudia López, entonces senadora y gerente del comité promotor “Sí a la Paz”. “El señor Vélez confesó que su campaña acudió a la propaganda negra y diseminó información distorsionada sobre el proceso de paz para persuadir a los votantes”, me dijo López . “Eso constituye un delito relacionado al fraude electoral bajo el código penal colombiano. Yo denuncié este caso ante la fiscalía y ellos consideraron que hay suficiente evidencia para abrir una investigación formal contra el señor Vélez”.
Antes de convertirse en la actual alcaldesa de Bogotá, López fue una crítica acérrima de la corrupción y las conexiones entre grupos paramilitares y políticos colombianos. “Vélez confesó como gerente de la campaña”, continuó la senadora con tono indignado, “y, por tanto, él tendrá que responder ante las autoridades. La fiscalía determinará si incurrió en el delito de fraude electoral pero, en todo caso, lo que hicieron constituye un fraude ético”.
Marcha de apoyo a los acuerdos de paz. Octubre 5, 2016. / Fotografía de Ramón Campos Iriarte.
López reiteró que, a pesar de la campaña tramposa del uribismo, los promotores del “sí” aceptarían el resultado del plebiscito como una muestra de las garantías democráticas del sistema político colombiano: “Le estamos pidiendo a una cantidad de gente que entregue las armas y se una a la democracia; el mensaje que debemos enviarles a ellos y a las nuevas generaciones que quieren vivir en paz es que uno no sólo acepta los resultados cuando sale ganador”. De cara al futuro —aseguró— sería urgente resolver el choque entre el entonces presidente Santos y el bando de Uribe, ya que esa pugna estaba poniendo en riesgo el futuro del proceso de paz.
Por esos días, en la central Plaza de Bolívar de Bogotá, a pocos metros del edificio oficial donde López tenía su oficina de senadora, medio centenar de personas había construido un campamento de protesta para exigir una solución a la incertidumbre política resultante del triunfo del “no” en el plebiscito. En la noche del 5 de octubre, los manifestantes decidieron quedarse a acampar frente a la sede presidencial después de participar en una marcha masiva de apoyo a la paz, que inundó las calles de la ciudad.
Aura María Díaz, una líder veterana de la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, me recibió en el campamento improvisado. “Las víctimas tenemos una tristeza profunda. Pasamos cuatro años apoyando al presidente Santos, viajando a La Habana, enviando delegados a las regiones. Y ahora los victimarios que nos hicieron tanto daño en el pasado han logrado polarizar al país con sus mentiras: el ‘no’ ganó y estamos en un limbo jurídico, llenos de incertidumbre”, me explicó la señora Díaz.
La preocupación de las víctimas radicaba en el impacto que algunas de las exigencias del uribismo podían tener sobre el futuro de la paz. En especial, temían que los acuerdos de paz en Colombia perdieran su blindaje legal. Durante la negociación se había previsto que el tratado de paz, una vez que fuera ratificado por el Congreso, pasaría a ser una especie de extensión de la Constitución nacional por vía del “bloque de constitucionalidad”, un mecanismo que otorga nivel constitucional a ciertos principios y tratados internacionales externos a la Carta. Esta figura obligaría a futuros gobiernos a cumplir al pie de la letra con lo acordado, cosa que molestaba profundamente a los enemigos del proceso.
Junto a una carpa de plástico adornada con guirnaldas y globos blancos, la señora Díaz, cuyo hijo fue asesinado y abandonado en un paraje remoto por agentes de la policía colombiana, sonrió y me confió en voz baja: “yo ya estoy muy vieja para dormir acá en la calle, pero nuestros jóvenes van a estar acá hasta que se anuncie una solución”.
Operaciones del ejército en la provincia del Guaviare, sur de Colombia. 2018. / Fotografía de Ramón Campos Iriarte.
La segunda ceremonia: de Cartagena a Bogotá
La victoria del “no” hizo reaccionar a varios sectores sociales a lo largo y ancho de Colombia. Durante las semanas siguientes al plebiscito, grupos de indígenas, campesinos y víctimas del conflicto marcharon hasta la capital con el fin de recordarle al gobierno que en la Colombia rural, la más golpeada por la guerra civil, la implementación de los acuerdos de paz era cuestión de vida o muerte. La gente estaba cansada de ver cómo las decisiones se tomaban en la capital: el ‘sí’ se impuso con un amplio margen en casi todos los territorios que sufrieron la violencia del conflicto armado, mientras que el “no” ganó en las principales ciudades, excepto en Bogotá, Barranquilla y Cali.
Mientras tanto, en el bando uribista, María Fernanda Cabal retiraba su demanda en contra del plebiscito justo después del triunfo del “no”, y Uribe y sus socios demoraron casi dos semanas en presentar un malogrado texto con cinco ítems que abordaba superficialmente algunos de los temas consignados en el documento original de 297 páginas que produjo la comisión negociadora.
Los cambios que el uribismo exigía le apuntaron al corazón de los acuerdos de paz en Colombia. El ítem 3.8, “Justicia e impunidad”, quizás el más obstinado, pedía eliminar la Justicia Especial para la Paz (JEP), el mecanismo de justicia transicional diseñado para investigar y juzgar a los involucrados en el conflicto. Más abajo, el mismo numeral rezaba en negrilla: “El artículo 36 del Acuerdo de Justicia […] contempla la elegibilidad política para responsables de delitos graves y de lesa humanidad. Debe expresarse de manera contundente que la elegibilidad no será aplicable a quienes hayan sido condenados por estas deplorables conductas”. En términos prácticos, esta exigencia anulaba la posibilidad de participación política de los líderes insurgentes, desnaturalizando por completo la razón misma del acuerdo de paz.
Al uribismo lo sorprendió tanto su propio triunfo como al gobierno su inusitada derrota. Los días pasaban y los votantes de ambos campos exigían una conclusión al impasse del plebiscito. Pese a haber aguantado más de medio siglo de guerra fratricida, por esos días y con razones de sobra, la paciencia de los colombianos escaseaba y la tensión se sentía en el ambiente.
“Obviamente cuestionamos la legitimidad política de la gente que hizo esto”, concluyó López al término de nuestra conversación, mirando por el ventanal de su oficina que daba al patio trasero de la Casa de Nariño. En ese momento, un grupo de asistentes a un evento por la entrega del Premio Nobel de la Paz al presidente Santos se dispersaba bajo un fuerte aguacero. “Es increíble que 10,000 personas armadas nos quieran entregar sus fusiles y les estemos diciendo que no. La incertidumbre y el tiempo están corriendo en contra de la paz”, murmuró López de espaldas a mí.
Los acuerdos de paz en Colombia modificados fueron finalmente ratificados el 24 de noviembre de 2016, durante un evento adicional que se organizó con celeridad en el Teatro Colón de Bogotá.
Tropas del ejército erradicando coca, Meta, sur de Colombia, 2019. / Fotografía de Ramón Campos Iriarte.
Cinco años después
Desde siempre, en Colombia las injusticias se apiñan en lugar de resolverse. Ante el atascamiento jurídico y político que causó el triunfo del “no”, quedó totalmente relegada la búsqueda de un castigo para los que cambiaron el curso de la historia del país a punta de calumnias y engaños. Sus financiadores, como Davivienda, también pasaron de agache.
Pese a que, en su momento, la Fiscalía General de Néstor Humberto Martínez anunció públicamente una investigación en contra de Juan Carlos Vélez por el escándalo de su campaña de desinformación, nunca se volvió a hablar del tema ni se supo en qué pararon las denuncias. “Nunca fui notificado de ninguna investigación en mi contra”, le declaró Vélez hace pocos días al diario El Espectador.
Y Cabal, la representante que impugnó el plebiscito sólo mientras su bando iba perdiendo, siguió usando impunemente la mentira y la confusión como armas políticas. Recientemente, durante un foro de precandidatos presidenciales, sin presentar ninguna prueba, aseguró que las miles de ejecuciones extrajudiciales que ha perpetrado el ejército de Colombia —por las cuales ya han sido condenados decenas de militares— son un invento de la izquierda para deslegitimar a las fuerzas armadas.
Hoy, cinco años después, las consecuencias del plebiscito son difíciles de definir con exactitud. El triunfo del “no” constituyó la primera gran derrota de un proceso de paz celebrado en cocteles diplomáticos, pero que todavía está muy lejos de consolidarse en las regiones de Colombia que más han sufrido los embistes de la guerra.
Yezid, ex-combatiente del Bloque Martín Caballero de FARC, poco antes de su desarme, 2016. / Fotografía de Ramón Campos Iriarte.
Durante los días convulsos que siguieron al fatídico triunfo del “no” en el plebiscito, la firmeza de la movilización ciudadana en respaldo a la paz logró evitar la eliminación de la JEP y salvar la participación política de los líderes guerrilleros. Sin embargo, fue derogado el Acto Legislativo 01 de 2016, que incorporaba el Acuerdo Final al bloque de constitucionalidad como un “Acuerdo Especial” derivado de los Convenios de Ginebra. En su lugar se expidió el Acto Legislativo 02, que ordena lo siguiente: “Las instituciones y autoridades del Estado tienen la obligación de cumplir de buena fe con lo establecido en el Acuerdo Final”.
Así, la garantía de cumplimiento de lo pactado quedó atada a la “buena fe”, un concepto claro en el derecho, pero ambiguo y complicado de evaluar a la hora de la implementación. Los acuerdos de paz en Colombia perdieron el blindaje jurídico y quedaron expuestos a ajustes que pueden surgir en el Congreso, en asambleas constituyentes o en referendos. Efectivamente, la “buena fe” del actual gobierno, copado por el ala radical de la derecha, dio para desfinanciar los rubros más importantes destinados a la consolidación de la paz —la reforma agraria integral y el ordenamiento de la propiedad rural— y para dejar de ejecutar millonarios recursos en desarrollo rural para comunidades indígenas y negras.
Según denunció en 2020 la Comisión de Paz del Congreso, por ejemplo, del fondo de tierras que se creó gracias a los acuerdos de paz y que hoy cuenta con más de un millón de hectáreas disponibles, el gobierno de Iván Duque solamente le ha entregado 317 hectáreas a campesinos. Esta ridícula cifra equivale a una ejecución anual del 0.08% con respecto a la meta de tres millones de hectáreas que debían quedar en manos de familias sin tierra en un plazo de doce años desde el inicio de la implementación. El informe de esa comisión está lleno de datos como éste, que demuestran la terrible desidia del gobierno frente a los compromisos asumidos para la construcción de la paz.
“Hacer trizas los acuerdos” (otra vez)
“Hermano, el impacto principal del ‘no’ es crear desesperanza”, me asegura John William Betancur en Villavicencio, capital de la provincia del Meta, al suroriente del país, donde el rechazo a los acuerdos de paz se impuso en 2016 con el 60% de los votos. Sin haber sido combatiente de las FARC, Betancur se vinculó a Comunes, el partido político que surgió de los acuerdos de paz para alojar la actividad política —legal, por primera vez— de los exguerrilleros farianos. A sus 35 años, el dirigente social vio en Comunes una oportunidad para generar transformaciones sociales en su región, golpeada con saña por el conflicto y atrasada por el latifundio ganadero, así como por un precario boom petrolero que no dejó más que promesas entre los pobladores.
“Yo estoy convencido de que si hubiera ganado el ‘sí’, el concepto de ‘hacer trizas los acuerdos’ no hubiera podido pegar en el imaginario colectivo”, continúa Betancur con tono de frustración, haciendo alusión a una amarga consigna de campaña del uribismo que terminó convirtiéndose, a lo largo del último lustro, en un mantra para el extremo derecho del estamento político criollo.
Ciertamente, el “no” en el plebiscito también fue un golpe bajo a la legitimidad del acuerdo de paz de cara a la ciudadanía. La desilusión en la voz de Betancur ejemplifica el sentimiento de muchos colombianos que no participaron en la guerra pero creyeron que, tras los diálogos de la Habana, la reconstrucción de su país por fin comenzaría.
Un excombatiente del Bloque sur de las FARC con su hijo, de los primeros niños en nacer en las zonas de desarme de los guerrilleros, a quien bautizó Keylor John, en honor al portero –por ese entonces– del Real Madrid. / Fotografía de Ramón Campos Iriarte.
Esa época electrizante, llena de expectativa y optimismo, que marcó la última fase del proceso de paz se siente ya muy lejana. La Colombia urbana está enfocada en la próxima campaña presidencial y por las calles de Bogotá se respira polarización: a falta de capacidad propositiva y a pesar de haber gobernado libremente durante los últimos cuatro años, el uribismo vuelve hoy a agitar el odio contra la paz —una estrategia electoral falaz que sólo cala entre quienes tienen el privilegio de vivir lejos de los combates y los bombardeos.
Mientras tanto, por los ríos y caminos del inmenso campo colombiano se siente la incertidumbre, avanza el paramilitarismo y vuelven las masacres y los desplazamientos. Hasta el día de hoy, 291 excombatientes firmantes del acuerdo han sido asesinados y Colombia alcanza niveles históricos de producción de cocaína. Mientras tanto, el presidente Duque, abstraído de la realidad o mintiendo sin complejos, se disfraza de abanderado de la paz durante eventos diplomáticos y declaraciones a medios internacionales.
En una entrevista reciente, María Ressa, la periodista filipina ganadora del Premio Nobel de Paz 2021, dijo: “Sin datos reales, no puede haber verdad. Sin verdad, no puede haber confianza. ¿Cómo puede haber democracia sin ello? Ése es el tejido que nos mantiene unidos: una realidad compartida”. Pero en Colombia, un grupúsculo de políticos, empresarios y militares lleva una vida entera sembrando mentira y desconfianza para lucrar con la guerra y la confusión. Quemaron el tejido que nos unía y hace cinco años se propusieron destruir esa realidad compartida que, brevemente, nos permitió entendernos.
Ramón Campos Iriarte es un periodista bogotano que ha enfocado su trabajo en conflictos sociales y temas ambientales en el continente americano. Es director académico del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas de la Fundación Gabo. Entre sus producciones más recientes se encuentran In Enemy Territory (2020), codirigida con Alejandro Bernal y comisionada por Aljazeera, y The Holdouts (2017), sobre la continuidad de la guerra civil en Colombia.