Las autoras que los hombres no leen

Las autoras que los hombres no leen

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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Por qué los hombres leen menos a las autoras que a los autores? Y cuando al fin lo hacen, ¿cómo las leen?, ¿hay formas de reseñar que sólo confirman prejuicios en vez de problematizar lo escrito mediante un acercamiento justo? ¿Qué están pensando algunas autoras sobre sus distintas formas de escribir?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales (IA), me resulta fascinante la manera tan poco prometedora en que se comportan las IA del presente; por ejemplo, el algoritmo de búsqueda de Google, que suele revelar la limitada capacidad de sus programadores para ordenar el mundo y llevarlo hasta las pantallas con las que hoy se educa o se informa un considerable número de personas. Conocí uno de sus elocuentes desatinos mientras leía The Authority Gap: Why Women Are Still Taken Less Seriously Than Men, and What We Can Do About It, de Mary Ann Sieghart. La autora cuenta que cuando buscó una representación visual de alguien competente, sólo se desplegaron frente a sus ojos imágenes de hombres: “Bart Simpson apareció antes que la primera mujer, rodeada por un grupo de hombres”. Hice un ejercicio similar en español: busqué “autoridad” y, efectivamente, el algoritmo me devolvió a puro señor (trajeado). En la mayoría de las imágenes, los modelos muestran un lenguaje corporal amenazante, incluso gritan. Y en un par de ellas están gritándole a una mujer.

El libro de Sieghart, como el título indica, pretende indagar en las razones por las que las mujeres y sus aportaciones al mundo siguen sufriendo diversas violencias, a pesar de que en el siglo XXI ya han conseguido, en algunos países, la validación de algunos derechos, como no ser segregadas durante la menstruación, ser propietarias de tierras o bienes, acceder a posiciones de poder u obtener reconocimiento por su desempeño en las artes, los deportes o el pensamiento. Sieghart vuelve a cuestiones ya exploradas por varias investigadoras feministas e insiste en que el problema es que a las mujeres no se nos concede la misma autoridad que a los hombres: “Quiero examinar a detalle nuestros sesgos y cartografiar las medidas que podemos tomar, como individuos y como sociedad, para detectarlas, contrarrestarlas y verlas como son: un producto irracional y anacrónico del condicionamiento social y los estereotipos caducos”.

Eso mismo se pregunta Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres, ensayo de la novelista de ciencia ficción Joanna Russ: “¿Qué tiene que pasar para que reconsideremos definitivamente el modo en que la literatura ha sido dominada por una visión reducida del mundo, para que nos demos cuenta de que nuestras ideas de grandeza se ven afectadas por nuestra necesidad de creer que somos grandes, como también lo son nuestro género y nuestra nación, y para que la pluralidad radical nos parezca emocionante y bella y no una amenaza para nuestro frágil ser?”

La respuesta puede ser un sonoro suspiro de agotamiento ante cifras como las que la misma Sieghart presenta en su artículo para The Guardian: “Why do so few men read books by women?”: “De las diez autoras más vendidas (que incluyen a Jane Austen y Margaret Atwood, así como a Danielle Steel y Jojo Moyes), sólo el 19% de sus lectores son hombres y el 81%, mujeres. Pero para los diez autores masculinos más vendidos (que incluyen a Charles Dickens y J. R. R. Tolkien, así como a Lee Child y Stephen King), la división es mucho más pareja: 55% hombres y 45% mujeres”. Según los objetivos y los deseos de algunas autoras, esto puede significar el fracaso de sus ambiciones artísticas y comerciales. Para otras, puede no significar nada más que la confirmación de lo que ya sabían: a los hombres no les importa lo que tienen que decir. A quienes ellas desean alcanzar es a las lectoras, y con eso basta.

Pero las consecuencias de esta sordera selectiva, de ese grave sesgo cognitivo, no sólo afectan la vida personal de las autoras o la literatura como sistema cultura, que de por sí ya implica un costo bastante alto. Lo que creo que también está en riesgo es, a fin de cuentas, una transformación social que se opone a la perpetuación de las relaciones jerárquicas productoras de opresiones y violencias, transformación que ha sido paulatinamente generada por diversos movimientos políticos e históricos, de los que, consciente o inconscientemente, han participado las autoras y sus modos de trabajar el lenguaje para hacerlo nombrar sus experiencias, para construir narrativas y ponerlas a disposición de quienes las necesiten y, de esta manera, generar alternativas vitales en sus entornos cotidianos y subjetividades.

El problema es que cuando estas perspectivas empiezan a ocupar un lugar prominente en la conversación cultural, cuando se genera esta entropía favorable, el sistema (es decir: la matriz de opresiones en la que varones de cierta clase social y capital cultural ocupan un lugar importante) busca devolverle su “equilibrio”: “[...] Así como los hombres tienden a sentir que las mujeres dominan la conversación cuando en realidad sólo participan en un 30%, del mismo modo sienten con frecuencia que las mujeres están teniendo una ventaja injusta cuando son tratadas meramente de forma más equitativa”, apunta Sieghart. De este modo, un sector de la población masculina, incómodo con tener que reconfigurar su propia posición dentro del engranaje, elabora formas aceptables de protestar, más discretas y, por ende, más susceptibles de mantenerse y reproducirse.

Una de ellas es lo que Russ describió como “lo escribió ella, pero fíjate sobre qué cosas escribió”, o la “ridiculización de la creación”, y que pretende hacerse pasar por crítica cuando no lo es. Un caso reciente fue la reseña positiva que se hizo sobre Yoga y coca de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), a través de la cuenta de Twitter “Mesa de novedades”, que “tiene como fin hablar sobre literatura en español y publicada en México para generar conversaciones que acerquen lectores a libros”. En la reseña-hilo de siete posts, hubo uno en particular que ejemplifica la permanencia de ciertos prejuicios en torno a la literatura escrita por mujeres. Para elogiar la voz potente y honesta de la autora, “que no busca la complacencia ideológica del lector”, y su tratamiento de los temas que aborda (el hedonismo y las desventuras amorosas, entre otros, a través de la autoficción) la compara con el panorama actual de esas escrituras, según el reseñista: “[...] Mientras buena parte de la literatura femenina empieza a quedarse sin voces e historias originales, pues las ideas centrales caminan en círculos o maternidades alteradas”. En el comunicado que "Mesa de novedades" emitió después de los comentarios negativos sobre el modo de reseñar estableció que el riesgo de hacer un ejercicio colectivo en el que no hay un comité editorial, ni se firman las reseñas de forma individual, “es que de pronto llegue una opinión que muchos de nosotros no sólo no compartimos, sino que rechazamos”.

Lo que ocurre acá es interesante, porque, para mantenerla viva, en contacto con las comunidades lectoras, vigente y creativa, es indispensable problematizar la escritura de las mujeres, pero no desde el prejuicio que revela la ignorancia sobre lo que realmente se produce y circula. En este caso en concreto sería interesante hacer una crítica sobre los modos en los que el mercado coopta los discursos (por ejemplo, la autoficción producida por personas racializadas o que han vivido eventos históricos traumáticos, los feminismos y las maternidades) en vez de incurrir en el error de adjudicar a las autoras una ilusoria manía monotemática. También sería interesante advertir que la literatura escrita por mujeres mexicanas que “no tiene empacho en hablar de ciertos temas" es, de hecho, la que más proyección internacional tiene en este momento, como Temporada de huracanes de Fernanda Melchor o Casas vacías de Brenda Navarro. Es decir, los temas que se juzgan como poco originales porque parecieran estar por todas partes (la maternidad, el feminismo) muy probablemente ocupen sólo una parte de la conversación sobre lo que se considera buena literatura en México, mientras que los temas o tratamientos que parecieran escasear en la literatura escrita por mujeres (la violencia, un acercamiento crudo al yo y a diversas realidades nacionales) de hecho forman parte de lo que más se ve, se premia y circula en el ámbito editorial. Como menciona Kate Manne en Down Girl: The Logic of Misogyny, “estos bastiones [de privilegio] están bien defendidos y son difíciles de superar, pues la gente, a menudo, está muy comprometida con su perpetuación. Para empeorar el asunto, con mucha frecuencia estas estructuras son invisibles para las personas cuya posición se ha visto sostenida y beneficiada por éstas. Así que desmantelarlas no sólo se sentirá como un revés, sino como una injusticia, para los privilegiados. Se sentirán aplastados, y no sólo nivelados, en el proceso”.

Lamentablemente, lo que se pierde en estas discusiones es la literatura escrita por mujeres: lo que están aportando a esa visión del mundo que por tanto tiempo ha sido más bien ignorada, con las consecuencias que podemos ver a pequeña y a gran escala, desde las violencias cotidianas, íntimas, hasta la devastación ecológica, porque, como permite ver Vivian Abenshushan al trasladar el concepto de pedagogía de la crueldad de Rita Segato a las prácticas literarias: “Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación de género vigente, donde las voces de mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento”. La pedagogía de la crueldad es “la pedagogía que se practica en los burdeles o en el ejército, en la mafia o en el narcotráfico, escuelas de sensibilización donde se aprende a engrosar la piel o, peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro [...] Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que les sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital”.

Sería deseable que las preguntas en torno a la escritura que producen las mujeres en los espacios visibles de crítica contuvieran las preguntas que las autoras están haciéndose, y que definitivamente no sólo pasan por el hecho de enunciarse como mujeres que escriben. Porque hablar de la literatura escrita por mujeres no es hablar de un subgénero literario ni de un nicho de mercado ni de un “fenómeno cultural” que la prensa y los consorcios editoriales insisten en bautizar como una marca muy conveniente (la más reciente es la de “El Nuevo Boom latinoamericano”, so pretexto de que las obras de Mariana Enríquez, Samanta Schweblin o Fernanda Melchor han sido nominadas al Premio Booker). Nada de eso. Es la literatura que escriben las personas que se enuncian a sí mismas como mujeres, no desde una pretendida “sensibilidad femenina” ligada a la biología o atada sin remedio al rol de género, sino desde complejas subjetividades insertas en sus muy diversos contextos: desde el hecho de ser negra, zapoteca o blanca; ser urbana, de un poblado pequeño o del campo; ser lesbiana, bisexual o heterosexual; ser cuidadora o cuidada, ser hija o madre o abuela; desde el monolingüismo, el bilingüismo del español y alguna lengua indígena hablada dentro del territorio denominado México o el bilingüismo del español y de una lengua de origen europeo, etcétera. Por ende, sus posibilidades son infinitas. Pero, para saberlo, hay que leerlas.

Me es inevitable pensar en “Las mujeres que los hombres no ven”, un cuento de Alice Sheldon (la genial autora de ciencia ficción mejor conocida como James Tiptree, Jr.) que explora esa brumosa cualidad de no existencia que adquieren las mujeres alrededor de un varón, hasta que (en el caso concreto de la historia) se revelan como existentes por ser consideradas o bien una opción de desahogo sexual o una amenaza para la propia seguridad. En una de las conversaciones, Ruth, la protagonista, le dice al hombre con el que habla sobre la pretendida igualdad de derechos entre hombres y mujeres: “Las mujeres no tienen derecho, Don, excepto los que los hombres nos otorgan. Los hombres son más agresivos y poderosos y ellos rigen el mundo. Cuando se encuentren ante la próxima gran crisis, nuestros llamados derechos se desvanecerán como... como el humo. Volveremos a ser como siempre: una propiedad. Y todo lo que haya ido mal se cargará a cuenta de nuestra libertad, como ocurrió con la caída de Roma. Verá [...] lo que hacen las mujeres es sobrevivir. Vivimos una o dos a la vez en su máquina de mover el mundo”. Don le responde que eso “suena como una guerrilla”, a lo que ella contesta: “Las guerrillas tienen alguna esperanza [...] Piense en las zarigüeyas, Don. ¿Sabía que hay zarigüeyas que viven en todas partes? Incluso en Nueva York”.

Lanzo mi propia pregunta: ¿Qué tiene que pasar para que nos lean, nos leamos? Mi respuesta, como alguien que escribe relatos sobre el futuro que en realidad hablan sobre el presente, es que tiene que cambiar el mundo. ¿Es una idea radical? ¿Descorazonadora? ¿Imposible? Definitivamente, no. Joanna Russ lo sabía hace treinta y ocho años, cuando escribió Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Rosario Castellanos lo sabía hace cuarenta y nueve, cuando escribió “Meditación en el umbral”. Juana Inés de Asbaje lo sabía hace trescientos diez años, cuando escribió su célebre respuesta a la mentada sor Filotea (el trol Manuel Fernández de Santa Cruz, desde una protocuenta de Twitter que ocultaba su verdadera identidad). Visto de ese modo, pareciera que en trescientos diez años el mundo, en ese aspecto, es muy similar. La diferencia es que, aunque siempre hemos estado por todas partes, sobreviviendo, como las zarigüeyas, hoy estamos más unidas que en otros momentos de la historia. “¿Faltará mucho?”, pregunta Marina Azahua en “La rebelión de las Casandras”. ¿Cuánto tiempo falta? Las niñas de hoy, que serán las mujeres del futuro, preguntan ansiosas: ¿Falta mucho? En lo que llega el futuro donde ya no tendremos grito atorado ni augurio en la tripa, ese futuro donde podamos narrar estas revueltas como nosotras hoy narramos a las sufragistas, mientras queda esa ardua labor de elaborar el recuento de los daños.

Pese a todo, tengo la intuición de que no falta mucho para cambiar la noción de autoridad, la idea de éxito editorial. Para cambiar al mundo, ese infinito proceso. Insisto en la tecnología, de nuevo, como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales: me resulta fascinante la manera en que las nuevas tecnologías también han propiciado ese encuentro que, si bien está limitado al acceso que es posible tener a ellas, ha abierto un canal de comunicación del que las autoras estamos apropiándonos, desde las tribunas de las redes sociales hasta los mensajes de voz por WhatsApp, que permiten generar conversaciones colectivas sin someterse a las leyes preestablecidas de tiempo y espacio (simbólico, geográfico, público, tangible o intangible). Es en esas madrigueras donde las autoras nos hacemos preguntas sobre la literatura que estamos construyendo hoy.

Con el deseo de que sean visibles y estén cada vez más presentes en las discusiones sobre la literatura que escribimos, reproduzco aquí lo que ellas respondieron a las preguntas que, a través de Twitter y WhatsApp, hice de forma abierta: ¿Qué preguntas se plantean respecto a la literatura que escribimos hoy? ¿Qué tensiones dentro de sus escrituras, autorías, temas y procesos les interesa explorar? ¿Sobre la relación entre obra, autoría y mercado, tendencias y procesos editoriales, modos de editar, distribución y alcance de los textos?

Olivia Teroba:

¿Qué quiero que pase con mis textos?, ¿debería modificar mi escritura para que su alcance sea mayor?, ¿es posible llegar a un público amplio siendo fiel a ciertas ideas sobre la literatura y la distribución, que no son las más comerciales? ¿Cómo seguir escribiendo, dado el estado de las cosas? (la devastación del medio ambiente, la búsqueda insaciable de capital). ¿Cómo darle espacio en mi vida cotidiana a la escritura (y al mismo tiempo procurarme una vida digna y saludable)?

Yeni Rueda López:

Evitar la capitalización editorial y mediática de nuestros dolores, rabia, alegrías y sueños. Pensar estrategias horizontales y realmente conscientes/honestas de publicación y compartición de los aprendizajes. Dejarnos y permitirnos escribir en paz sobre lo que nos interesa. Las responsabilidades escriturales, desde donde escribimos sobre los otros, y cómo ser respetuosos con experiencias que no nos atraviesan pero nos preocupan. Cómo desarticular la idea de que “damos voz con nuestra escritura”. Pasar de la idea de la “genia”, para reconocer la construcción de caminos y saberes que permitan nuestra escritura, para también ver que hasta en eso hay desigualdad y cómo podemos equilibrar balanzas. Y también compartición de procesos, tanto de escrituras como de trabajo editorial.

Isaura Leonardo:

Sobre la literatura que escribimos hoy francamente no me hago preguntas, no sé si hago bien o mal. Me interesa mucho más la investigación fuera de la literatura (de nuevo, no sé si hago bien o mal). He pasado los últimos tres o cuatro años en seminarios de ciencias sociales y de allí he vuelto a la poesía y a la literatura, al ensayo y poco a poco a la narrativa. Yo creo que no hay escritura sin investigación, incluso en temas como la enfermedad, que me ocupan mucho últimamente. Estoy atravesada por la inaccesibilidad de la academia y cómo la literatura puede aguantar y vehiculizar inquietudes profundísimas y clavadísimas que no están en la academia o sacarlas de allí a un sitio más secular.

Alejandra Eme Vázquez:

A mí me interesan las alternativas a la noción de “arrebato artístico”. También ando combatiendo el narrativocentrismo y el temacentrismo; en lo editorial, el anticanon desde procesos específicos (equipas autónomas, no reimpresión, fondeo comunitario, descarga libre, etc.).

Nora de la Cruz:

[...] Exploro el mensaje de voz de WhatsApp como forma literaria y también aprendo a escribir en la lentitud (contra la productividad).

Marilinda Guerrero:

El tema de los hilos, el lenguaje, las luchas históricas y actuales, las desigualdades, la rabia de la indiferencia, los fantasmas y monstruos que viven entre nosotros.

Andrea Chapela:

¿Existe una manera de narrar que sea latinoamericana, que sea en español y que sea mexicana?, ¿y qué significaría eso? ¿Cómo escribir sobre una cosa sin negar la otra? ¿Cómo representar el mundo en el que vivimos desde otros lugares? ¿Cómo se coloca el proceso en la obra cuando abres el proceso?, ¿cómo nos relacionamos con los documentos, con las vidas de otros, cómo nos relacionamos con nuestros materiales? ¿Qué quiere decir hacer una obra conjunta? ¿Cómo pensar el texto más allá del texto, en términos de lo que es capaz de hacer? Como una persona que nació en la ciudad y que ha tenido las oportunidades que ha tenido, ¿qué me toca decir y qué no? ¿Cómo darle cabida al otro dentro de tu propio texto? ¿Cómo expresar la duda dentro del texto y cómo le afecta a éste que la autora se coloque en un lugar mucho más vulnerable que el que ha tenido antes?

Iliana Vargas:

Hablando de los géneros especulativos, ¿qué tanto estamos tomando de la tradición literaria a la que pertenecemos?, ¿qué tanto estamos dándole continuidad y respondiendo a las propuestas de las autoras que nos heredaron y lo integramos a nuestra escritura. Si sor Juana nos leyera, ¿qué pensaría de nuestra escritura? ¿Por qué tiene que ser necesaria la división en bandos de lo mimético y lo no mimético? ¿Hasta dónde mi propia experiencia y los temas que me interesan pueden aportar realmente a toda esta visión colectiva de la vida?, ¿en qué momento deja de ser un capricho para ser una percepción que aporte? ¿A partir del autoconocimiento onírico, sensorial, que pareciera muy ególatra, cómo establecer relaciones con los demás? ¿Cómo replantear la interacción con lo natural y lo humano para proponer una visión de la realidad en la que el ser humano deje de ser el eje?

Libia Brenda:

¿Qué estamos escribiendo desde una voz propia, una postura que no está supeditada a ser la otredad o a compararse con la otredad? Como escritoras, ¿nos interesa hacer un canon? Creo que no, que nos interesa otra cosa, primero que nos dejen en paz para hacer lo que queramos. El sistema editorial de la mesa de novedades que trata a los libros como yogurts es muy pernicioso. Una autora, por muchos privilegios que tenga y aunque haya demostrado su valía (que se plantea en términos comerciales), tiene desventaja en relación con quienes armaron ese sistema. Cambiarlo vendrá no desde la autoría, sino desde lo horizontal y colaborativo: comunidades lectoras, comunidades de escritoras que trabajan en colectivo, comunidades que se unen para elaborar algo que no sea común. Me interesa mucho reconfigurar la idea de éxito que se tiene a partir de este sistema comercial, porque la idea de que lo mejor es lo que más vende, tremendamente perniciosa, está en todo, incluso en nuestra vida cotidiana.

Nelly Geraldine García Rosas:

Yo a veces quiero escribir sobre nada. Quiero experimentar con las formas y no necesariamente dar un mensaje o “decir algo”. Quiero escribir sobre momentos chiquitos, que nos han hecho creer no importantes. Y pensar el lenguaje de las máquinas como si fuera el de las personas: el coderspeak como el español o el francés.

Elena Lebrato Bustos:

¿Soy escritora? Esa es la primera. Poner en el centro del texto lo que está en los márgenes e invisibilizado. Usar mi léxico que es mi yo.

Ana Romero:

No creo en la inspiración, pero confieso que mis arranques vienen siempre en instantes: un artículo de una asesina, una casa con fantasma, un claxon que parece tren. En mi caso la reflexión viene después y, de todos modos, creo que siempre escribo lo mismo: viajes, duelos y viejitos.

Alejandra Gámez:

Lo que hago casi siempre tiene detonantes de cosas que consumo y, sobre el proceso, como en mi caso es escribir + dibujar, siempre tengo muchos escritos, pero me concentro en los que pueda dibujar con más facilidad y son a los que les doy prioridad en mi tiempo libre.

Ira Franco:

Es un poco ingenuo, pero siempre me pregunto si ese texto que escribí es generoso, lo que alguien necesita oír. La literatura me salva, me regala tiempo (me regresa el malgastado en idioteces). Yo me pregunto si un posible lector podría obtener más tiempo simbólico con mi texto.

Verónica Murguía:

Pienso que desde el siglo XIX hubo un divorcio entre lo que se consideraba la literatura y el periodismo y luego vinieron las grandes epopeyas sociales, y la verdad es que la literatura de imaginación quedó un poco marginalizada, y eso se fue acentuando. Por otro lado, una sufre la tentación de no estar diciendo lo que debería. Pero realmente una solo puede decir con el lenguaje que tiene. Esto no significa que una se conforme con esas limitaciones, sino que se tiene un lenguaje, un estilo: “Mi gramática soy yo”.

Y porque no responder sería eludir la responsabilidad de enfrentarme con mi propio ejercicio, incluyo mis propias respuestas:

Gabriela Damián Miravete:

¿Cómo escribir sobre las desigualdades que existen entre nosotras?, ¿cómo hablar de las opresiones que ejercemos sobre otras mujeres con claridad y honestidad? ¿Cómo generar, desde la condición urbana y monolingüe, una conversación respetuosa, horizontal y no extractivista con las escrituras bilingües del territorio “mexicano”, con las ideas de futuro que desde esas escrituras se exploran? ¿Cómo abordar el tema de lo espiritual después de renunciar a los dogmas religiosos? ¿Cómo hacer todo esto desde la literatura más imaginativa: la fantasía y la ciencia ficción?

Este texto fue actualizado el 29 de julio, a las 16:57, para corregir un error de atribución.

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Las autoras que los hombres no leen

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¿Por qué los hombres leen menos a las autoras que a los autores? Y cuando al fin lo hacen, ¿cómo las leen?, ¿hay formas de reseñar que sólo confirman prejuicios en vez de problematizar lo escrito mediante un acercamiento justo? ¿Qué están pensando algunas autoras sobre sus distintas formas de escribir?

Como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales (IA), me resulta fascinante la manera tan poco prometedora en que se comportan las IA del presente; por ejemplo, el algoritmo de búsqueda de Google, que suele revelar la limitada capacidad de sus programadores para ordenar el mundo y llevarlo hasta las pantallas con las que hoy se educa o se informa un considerable número de personas. Conocí uno de sus elocuentes desatinos mientras leía The Authority Gap: Why Women Are Still Taken Less Seriously Than Men, and What We Can Do About It, de Mary Ann Sieghart. La autora cuenta que cuando buscó una representación visual de alguien competente, sólo se desplegaron frente a sus ojos imágenes de hombres: “Bart Simpson apareció antes que la primera mujer, rodeada por un grupo de hombres”. Hice un ejercicio similar en español: busqué “autoridad” y, efectivamente, el algoritmo me devolvió a puro señor (trajeado). En la mayoría de las imágenes, los modelos muestran un lenguaje corporal amenazante, incluso gritan. Y en un par de ellas están gritándole a una mujer.

El libro de Sieghart, como el título indica, pretende indagar en las razones por las que las mujeres y sus aportaciones al mundo siguen sufriendo diversas violencias, a pesar de que en el siglo XXI ya han conseguido, en algunos países, la validación de algunos derechos, como no ser segregadas durante la menstruación, ser propietarias de tierras o bienes, acceder a posiciones de poder u obtener reconocimiento por su desempeño en las artes, los deportes o el pensamiento. Sieghart vuelve a cuestiones ya exploradas por varias investigadoras feministas e insiste en que el problema es que a las mujeres no se nos concede la misma autoridad que a los hombres: “Quiero examinar a detalle nuestros sesgos y cartografiar las medidas que podemos tomar, como individuos y como sociedad, para detectarlas, contrarrestarlas y verlas como son: un producto irracional y anacrónico del condicionamiento social y los estereotipos caducos”.

Eso mismo se pregunta Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres, ensayo de la novelista de ciencia ficción Joanna Russ: “¿Qué tiene que pasar para que reconsideremos definitivamente el modo en que la literatura ha sido dominada por una visión reducida del mundo, para que nos demos cuenta de que nuestras ideas de grandeza se ven afectadas por nuestra necesidad de creer que somos grandes, como también lo son nuestro género y nuestra nación, y para que la pluralidad radical nos parezca emocionante y bella y no una amenaza para nuestro frágil ser?”

La respuesta puede ser un sonoro suspiro de agotamiento ante cifras como las que la misma Sieghart presenta en su artículo para The Guardian: “Why do so few men read books by women?”: “De las diez autoras más vendidas (que incluyen a Jane Austen y Margaret Atwood, así como a Danielle Steel y Jojo Moyes), sólo el 19% de sus lectores son hombres y el 81%, mujeres. Pero para los diez autores masculinos más vendidos (que incluyen a Charles Dickens y J. R. R. Tolkien, así como a Lee Child y Stephen King), la división es mucho más pareja: 55% hombres y 45% mujeres”. Según los objetivos y los deseos de algunas autoras, esto puede significar el fracaso de sus ambiciones artísticas y comerciales. Para otras, puede no significar nada más que la confirmación de lo que ya sabían: a los hombres no les importa lo que tienen que decir. A quienes ellas desean alcanzar es a las lectoras, y con eso basta.

Pero las consecuencias de esta sordera selectiva, de ese grave sesgo cognitivo, no sólo afectan la vida personal de las autoras o la literatura como sistema cultura, que de por sí ya implica un costo bastante alto. Lo que creo que también está en riesgo es, a fin de cuentas, una transformación social que se opone a la perpetuación de las relaciones jerárquicas productoras de opresiones y violencias, transformación que ha sido paulatinamente generada por diversos movimientos políticos e históricos, de los que, consciente o inconscientemente, han participado las autoras y sus modos de trabajar el lenguaje para hacerlo nombrar sus experiencias, para construir narrativas y ponerlas a disposición de quienes las necesiten y, de esta manera, generar alternativas vitales en sus entornos cotidianos y subjetividades.

El problema es que cuando estas perspectivas empiezan a ocupar un lugar prominente en la conversación cultural, cuando se genera esta entropía favorable, el sistema (es decir: la matriz de opresiones en la que varones de cierta clase social y capital cultural ocupan un lugar importante) busca devolverle su “equilibrio”: “[...] Así como los hombres tienden a sentir que las mujeres dominan la conversación cuando en realidad sólo participan en un 30%, del mismo modo sienten con frecuencia que las mujeres están teniendo una ventaja injusta cuando son tratadas meramente de forma más equitativa”, apunta Sieghart. De este modo, un sector de la población masculina, incómodo con tener que reconfigurar su propia posición dentro del engranaje, elabora formas aceptables de protestar, más discretas y, por ende, más susceptibles de mantenerse y reproducirse.

Una de ellas es lo que Russ describió como “lo escribió ella, pero fíjate sobre qué cosas escribió”, o la “ridiculización de la creación”, y que pretende hacerse pasar por crítica cuando no lo es. Un caso reciente fue la reseña positiva que se hizo sobre Yoga y coca de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), a través de la cuenta de Twitter “Mesa de novedades”, que “tiene como fin hablar sobre literatura en español y publicada en México para generar conversaciones que acerquen lectores a libros”. En la reseña-hilo de siete posts, hubo uno en particular que ejemplifica la permanencia de ciertos prejuicios en torno a la literatura escrita por mujeres. Para elogiar la voz potente y honesta de la autora, “que no busca la complacencia ideológica del lector”, y su tratamiento de los temas que aborda (el hedonismo y las desventuras amorosas, entre otros, a través de la autoficción) la compara con el panorama actual de esas escrituras, según el reseñista: “[...] Mientras buena parte de la literatura femenina empieza a quedarse sin voces e historias originales, pues las ideas centrales caminan en círculos o maternidades alteradas”. En el comunicado que "Mesa de novedades" emitió después de los comentarios negativos sobre el modo de reseñar estableció que el riesgo de hacer un ejercicio colectivo en el que no hay un comité editorial, ni se firman las reseñas de forma individual, “es que de pronto llegue una opinión que muchos de nosotros no sólo no compartimos, sino que rechazamos”.

Lo que ocurre acá es interesante, porque, para mantenerla viva, en contacto con las comunidades lectoras, vigente y creativa, es indispensable problematizar la escritura de las mujeres, pero no desde el prejuicio que revela la ignorancia sobre lo que realmente se produce y circula. En este caso en concreto sería interesante hacer una crítica sobre los modos en los que el mercado coopta los discursos (por ejemplo, la autoficción producida por personas racializadas o que han vivido eventos históricos traumáticos, los feminismos y las maternidades) en vez de incurrir en el error de adjudicar a las autoras una ilusoria manía monotemática. También sería interesante advertir que la literatura escrita por mujeres mexicanas que “no tiene empacho en hablar de ciertos temas" es, de hecho, la que más proyección internacional tiene en este momento, como Temporada de huracanes de Fernanda Melchor o Casas vacías de Brenda Navarro. Es decir, los temas que se juzgan como poco originales porque parecieran estar por todas partes (la maternidad, el feminismo) muy probablemente ocupen sólo una parte de la conversación sobre lo que se considera buena literatura en México, mientras que los temas o tratamientos que parecieran escasear en la literatura escrita por mujeres (la violencia, un acercamiento crudo al yo y a diversas realidades nacionales) de hecho forman parte de lo que más se ve, se premia y circula en el ámbito editorial. Como menciona Kate Manne en Down Girl: The Logic of Misogyny, “estos bastiones [de privilegio] están bien defendidos y son difíciles de superar, pues la gente, a menudo, está muy comprometida con su perpetuación. Para empeorar el asunto, con mucha frecuencia estas estructuras son invisibles para las personas cuya posición se ha visto sostenida y beneficiada por éstas. Así que desmantelarlas no sólo se sentirá como un revés, sino como una injusticia, para los privilegiados. Se sentirán aplastados, y no sólo nivelados, en el proceso”.

Lamentablemente, lo que se pierde en estas discusiones es la literatura escrita por mujeres: lo que están aportando a esa visión del mundo que por tanto tiempo ha sido más bien ignorada, con las consecuencias que podemos ver a pequeña y a gran escala, desde las violencias cotidianas, íntimas, hasta la devastación ecológica, porque, como permite ver Vivian Abenshushan al trasladar el concepto de pedagogía de la crueldad de Rita Segato a las prácticas literarias: “Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación de género vigente, donde las voces de mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento”. La pedagogía de la crueldad es “la pedagogía que se practica en los burdeles o en el ejército, en la mafia o en el narcotráfico, escuelas de sensibilización donde se aprende a engrosar la piel o, peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro [...] Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que les sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital”.

Sería deseable que las preguntas en torno a la escritura que producen las mujeres en los espacios visibles de crítica contuvieran las preguntas que las autoras están haciéndose, y que definitivamente no sólo pasan por el hecho de enunciarse como mujeres que escriben. Porque hablar de la literatura escrita por mujeres no es hablar de un subgénero literario ni de un nicho de mercado ni de un “fenómeno cultural” que la prensa y los consorcios editoriales insisten en bautizar como una marca muy conveniente (la más reciente es la de “El Nuevo Boom latinoamericano”, so pretexto de que las obras de Mariana Enríquez, Samanta Schweblin o Fernanda Melchor han sido nominadas al Premio Booker). Nada de eso. Es la literatura que escriben las personas que se enuncian a sí mismas como mujeres, no desde una pretendida “sensibilidad femenina” ligada a la biología o atada sin remedio al rol de género, sino desde complejas subjetividades insertas en sus muy diversos contextos: desde el hecho de ser negra, zapoteca o blanca; ser urbana, de un poblado pequeño o del campo; ser lesbiana, bisexual o heterosexual; ser cuidadora o cuidada, ser hija o madre o abuela; desde el monolingüismo, el bilingüismo del español y alguna lengua indígena hablada dentro del territorio denominado México o el bilingüismo del español y de una lengua de origen europeo, etcétera. Por ende, sus posibilidades son infinitas. Pero, para saberlo, hay que leerlas.

Me es inevitable pensar en “Las mujeres que los hombres no ven”, un cuento de Alice Sheldon (la genial autora de ciencia ficción mejor conocida como James Tiptree, Jr.) que explora esa brumosa cualidad de no existencia que adquieren las mujeres alrededor de un varón, hasta que (en el caso concreto de la historia) se revelan como existentes por ser consideradas o bien una opción de desahogo sexual o una amenaza para la propia seguridad. En una de las conversaciones, Ruth, la protagonista, le dice al hombre con el que habla sobre la pretendida igualdad de derechos entre hombres y mujeres: “Las mujeres no tienen derecho, Don, excepto los que los hombres nos otorgan. Los hombres son más agresivos y poderosos y ellos rigen el mundo. Cuando se encuentren ante la próxima gran crisis, nuestros llamados derechos se desvanecerán como... como el humo. Volveremos a ser como siempre: una propiedad. Y todo lo que haya ido mal se cargará a cuenta de nuestra libertad, como ocurrió con la caída de Roma. Verá [...] lo que hacen las mujeres es sobrevivir. Vivimos una o dos a la vez en su máquina de mover el mundo”. Don le responde que eso “suena como una guerrilla”, a lo que ella contesta: “Las guerrillas tienen alguna esperanza [...] Piense en las zarigüeyas, Don. ¿Sabía que hay zarigüeyas que viven en todas partes? Incluso en Nueva York”.

Lanzo mi propia pregunta: ¿Qué tiene que pasar para que nos lean, nos leamos? Mi respuesta, como alguien que escribe relatos sobre el futuro que en realidad hablan sobre el presente, es que tiene que cambiar el mundo. ¿Es una idea radical? ¿Descorazonadora? ¿Imposible? Definitivamente, no. Joanna Russ lo sabía hace treinta y ocho años, cuando escribió Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Rosario Castellanos lo sabía hace cuarenta y nueve, cuando escribió “Meditación en el umbral”. Juana Inés de Asbaje lo sabía hace trescientos diez años, cuando escribió su célebre respuesta a la mentada sor Filotea (el trol Manuel Fernández de Santa Cruz, desde una protocuenta de Twitter que ocultaba su verdadera identidad). Visto de ese modo, pareciera que en trescientos diez años el mundo, en ese aspecto, es muy similar. La diferencia es que, aunque siempre hemos estado por todas partes, sobreviviendo, como las zarigüeyas, hoy estamos más unidas que en otros momentos de la historia. “¿Faltará mucho?”, pregunta Marina Azahua en “La rebelión de las Casandras”. ¿Cuánto tiempo falta? Las niñas de hoy, que serán las mujeres del futuro, preguntan ansiosas: ¿Falta mucho? En lo que llega el futuro donde ya no tendremos grito atorado ni augurio en la tripa, ese futuro donde podamos narrar estas revueltas como nosotras hoy narramos a las sufragistas, mientras queda esa ardua labor de elaborar el recuento de los daños.

Pese a todo, tengo la intuición de que no falta mucho para cambiar la noción de autoridad, la idea de éxito editorial. Para cambiar al mundo, ese infinito proceso. Insisto en la tecnología, de nuevo, como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales: me resulta fascinante la manera en que las nuevas tecnologías también han propiciado ese encuentro que, si bien está limitado al acceso que es posible tener a ellas, ha abierto un canal de comunicación del que las autoras estamos apropiándonos, desde las tribunas de las redes sociales hasta los mensajes de voz por WhatsApp, que permiten generar conversaciones colectivas sin someterse a las leyes preestablecidas de tiempo y espacio (simbólico, geográfico, público, tangible o intangible). Es en esas madrigueras donde las autoras nos hacemos preguntas sobre la literatura que estamos construyendo hoy.

Con el deseo de que sean visibles y estén cada vez más presentes en las discusiones sobre la literatura que escribimos, reproduzco aquí lo que ellas respondieron a las preguntas que, a través de Twitter y WhatsApp, hice de forma abierta: ¿Qué preguntas se plantean respecto a la literatura que escribimos hoy? ¿Qué tensiones dentro de sus escrituras, autorías, temas y procesos les interesa explorar? ¿Sobre la relación entre obra, autoría y mercado, tendencias y procesos editoriales, modos de editar, distribución y alcance de los textos?

Olivia Teroba:

¿Qué quiero que pase con mis textos?, ¿debería modificar mi escritura para que su alcance sea mayor?, ¿es posible llegar a un público amplio siendo fiel a ciertas ideas sobre la literatura y la distribución, que no son las más comerciales? ¿Cómo seguir escribiendo, dado el estado de las cosas? (la devastación del medio ambiente, la búsqueda insaciable de capital). ¿Cómo darle espacio en mi vida cotidiana a la escritura (y al mismo tiempo procurarme una vida digna y saludable)?

Yeni Rueda López:

Evitar la capitalización editorial y mediática de nuestros dolores, rabia, alegrías y sueños. Pensar estrategias horizontales y realmente conscientes/honestas de publicación y compartición de los aprendizajes. Dejarnos y permitirnos escribir en paz sobre lo que nos interesa. Las responsabilidades escriturales, desde donde escribimos sobre los otros, y cómo ser respetuosos con experiencias que no nos atraviesan pero nos preocupan. Cómo desarticular la idea de que “damos voz con nuestra escritura”. Pasar de la idea de la “genia”, para reconocer la construcción de caminos y saberes que permitan nuestra escritura, para también ver que hasta en eso hay desigualdad y cómo podemos equilibrar balanzas. Y también compartición de procesos, tanto de escrituras como de trabajo editorial.

Isaura Leonardo:

Sobre la literatura que escribimos hoy francamente no me hago preguntas, no sé si hago bien o mal. Me interesa mucho más la investigación fuera de la literatura (de nuevo, no sé si hago bien o mal). He pasado los últimos tres o cuatro años en seminarios de ciencias sociales y de allí he vuelto a la poesía y a la literatura, al ensayo y poco a poco a la narrativa. Yo creo que no hay escritura sin investigación, incluso en temas como la enfermedad, que me ocupan mucho últimamente. Estoy atravesada por la inaccesibilidad de la academia y cómo la literatura puede aguantar y vehiculizar inquietudes profundísimas y clavadísimas que no están en la academia o sacarlas de allí a un sitio más secular.

Alejandra Eme Vázquez:

A mí me interesan las alternativas a la noción de “arrebato artístico”. También ando combatiendo el narrativocentrismo y el temacentrismo; en lo editorial, el anticanon desde procesos específicos (equipas autónomas, no reimpresión, fondeo comunitario, descarga libre, etc.).

Nora de la Cruz:

[...] Exploro el mensaje de voz de WhatsApp como forma literaria y también aprendo a escribir en la lentitud (contra la productividad).

Marilinda Guerrero:

El tema de los hilos, el lenguaje, las luchas históricas y actuales, las desigualdades, la rabia de la indiferencia, los fantasmas y monstruos que viven entre nosotros.

Andrea Chapela:

¿Existe una manera de narrar que sea latinoamericana, que sea en español y que sea mexicana?, ¿y qué significaría eso? ¿Cómo escribir sobre una cosa sin negar la otra? ¿Cómo representar el mundo en el que vivimos desde otros lugares? ¿Cómo se coloca el proceso en la obra cuando abres el proceso?, ¿cómo nos relacionamos con los documentos, con las vidas de otros, cómo nos relacionamos con nuestros materiales? ¿Qué quiere decir hacer una obra conjunta? ¿Cómo pensar el texto más allá del texto, en términos de lo que es capaz de hacer? Como una persona que nació en la ciudad y que ha tenido las oportunidades que ha tenido, ¿qué me toca decir y qué no? ¿Cómo darle cabida al otro dentro de tu propio texto? ¿Cómo expresar la duda dentro del texto y cómo le afecta a éste que la autora se coloque en un lugar mucho más vulnerable que el que ha tenido antes?

Iliana Vargas:

Hablando de los géneros especulativos, ¿qué tanto estamos tomando de la tradición literaria a la que pertenecemos?, ¿qué tanto estamos dándole continuidad y respondiendo a las propuestas de las autoras que nos heredaron y lo integramos a nuestra escritura. Si sor Juana nos leyera, ¿qué pensaría de nuestra escritura? ¿Por qué tiene que ser necesaria la división en bandos de lo mimético y lo no mimético? ¿Hasta dónde mi propia experiencia y los temas que me interesan pueden aportar realmente a toda esta visión colectiva de la vida?, ¿en qué momento deja de ser un capricho para ser una percepción que aporte? ¿A partir del autoconocimiento onírico, sensorial, que pareciera muy ególatra, cómo establecer relaciones con los demás? ¿Cómo replantear la interacción con lo natural y lo humano para proponer una visión de la realidad en la que el ser humano deje de ser el eje?

Libia Brenda:

¿Qué estamos escribiendo desde una voz propia, una postura que no está supeditada a ser la otredad o a compararse con la otredad? Como escritoras, ¿nos interesa hacer un canon? Creo que no, que nos interesa otra cosa, primero que nos dejen en paz para hacer lo que queramos. El sistema editorial de la mesa de novedades que trata a los libros como yogurts es muy pernicioso. Una autora, por muchos privilegios que tenga y aunque haya demostrado su valía (que se plantea en términos comerciales), tiene desventaja en relación con quienes armaron ese sistema. Cambiarlo vendrá no desde la autoría, sino desde lo horizontal y colaborativo: comunidades lectoras, comunidades de escritoras que trabajan en colectivo, comunidades que se unen para elaborar algo que no sea común. Me interesa mucho reconfigurar la idea de éxito que se tiene a partir de este sistema comercial, porque la idea de que lo mejor es lo que más vende, tremendamente perniciosa, está en todo, incluso en nuestra vida cotidiana.

Nelly Geraldine García Rosas:

Yo a veces quiero escribir sobre nada. Quiero experimentar con las formas y no necesariamente dar un mensaje o “decir algo”. Quiero escribir sobre momentos chiquitos, que nos han hecho creer no importantes. Y pensar el lenguaje de las máquinas como si fuera el de las personas: el coderspeak como el español o el francés.

Elena Lebrato Bustos:

¿Soy escritora? Esa es la primera. Poner en el centro del texto lo que está en los márgenes e invisibilizado. Usar mi léxico que es mi yo.

Ana Romero:

No creo en la inspiración, pero confieso que mis arranques vienen siempre en instantes: un artículo de una asesina, una casa con fantasma, un claxon que parece tren. En mi caso la reflexión viene después y, de todos modos, creo que siempre escribo lo mismo: viajes, duelos y viejitos.

Alejandra Gámez:

Lo que hago casi siempre tiene detonantes de cosas que consumo y, sobre el proceso, como en mi caso es escribir + dibujar, siempre tengo muchos escritos, pero me concentro en los que pueda dibujar con más facilidad y son a los que les doy prioridad en mi tiempo libre.

Ira Franco:

Es un poco ingenuo, pero siempre me pregunto si ese texto que escribí es generoso, lo que alguien necesita oír. La literatura me salva, me regala tiempo (me regresa el malgastado en idioteces). Yo me pregunto si un posible lector podría obtener más tiempo simbólico con mi texto.

Verónica Murguía:

Pienso que desde el siglo XIX hubo un divorcio entre lo que se consideraba la literatura y el periodismo y luego vinieron las grandes epopeyas sociales, y la verdad es que la literatura de imaginación quedó un poco marginalizada, y eso se fue acentuando. Por otro lado, una sufre la tentación de no estar diciendo lo que debería. Pero realmente una solo puede decir con el lenguaje que tiene. Esto no significa que una se conforme con esas limitaciones, sino que se tiene un lenguaje, un estilo: “Mi gramática soy yo”.

Y porque no responder sería eludir la responsabilidad de enfrentarme con mi propio ejercicio, incluyo mis propias respuestas:

Gabriela Damián Miravete:

¿Cómo escribir sobre las desigualdades que existen entre nosotras?, ¿cómo hablar de las opresiones que ejercemos sobre otras mujeres con claridad y honestidad? ¿Cómo generar, desde la condición urbana y monolingüe, una conversación respetuosa, horizontal y no extractivista con las escrituras bilingües del territorio “mexicano”, con las ideas de futuro que desde esas escrituras se exploran? ¿Cómo abordar el tema de lo espiritual después de renunciar a los dogmas religiosos? ¿Cómo hacer todo esto desde la literatura más imaginativa: la fantasía y la ciencia ficción?

Este texto fue actualizado el 29 de julio, a las 16:57, para corregir un error de atribución.

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Las autoras que los hombres no leen

Las autoras que los hombres no leen

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¿Por qué los hombres leen menos a las autoras que a los autores? Y cuando al fin lo hacen, ¿cómo las leen?, ¿hay formas de reseñar que sólo confirman prejuicios en vez de problematizar lo escrito mediante un acercamiento justo? ¿Qué están pensando algunas autoras sobre sus distintas formas de escribir?

Como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales (IA), me resulta fascinante la manera tan poco prometedora en que se comportan las IA del presente; por ejemplo, el algoritmo de búsqueda de Google, que suele revelar la limitada capacidad de sus programadores para ordenar el mundo y llevarlo hasta las pantallas con las que hoy se educa o se informa un considerable número de personas. Conocí uno de sus elocuentes desatinos mientras leía The Authority Gap: Why Women Are Still Taken Less Seriously Than Men, and What We Can Do About It, de Mary Ann Sieghart. La autora cuenta que cuando buscó una representación visual de alguien competente, sólo se desplegaron frente a sus ojos imágenes de hombres: “Bart Simpson apareció antes que la primera mujer, rodeada por un grupo de hombres”. Hice un ejercicio similar en español: busqué “autoridad” y, efectivamente, el algoritmo me devolvió a puro señor (trajeado). En la mayoría de las imágenes, los modelos muestran un lenguaje corporal amenazante, incluso gritan. Y en un par de ellas están gritándole a una mujer.

El libro de Sieghart, como el título indica, pretende indagar en las razones por las que las mujeres y sus aportaciones al mundo siguen sufriendo diversas violencias, a pesar de que en el siglo XXI ya han conseguido, en algunos países, la validación de algunos derechos, como no ser segregadas durante la menstruación, ser propietarias de tierras o bienes, acceder a posiciones de poder u obtener reconocimiento por su desempeño en las artes, los deportes o el pensamiento. Sieghart vuelve a cuestiones ya exploradas por varias investigadoras feministas e insiste en que el problema es que a las mujeres no se nos concede la misma autoridad que a los hombres: “Quiero examinar a detalle nuestros sesgos y cartografiar las medidas que podemos tomar, como individuos y como sociedad, para detectarlas, contrarrestarlas y verlas como son: un producto irracional y anacrónico del condicionamiento social y los estereotipos caducos”.

Eso mismo se pregunta Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres, ensayo de la novelista de ciencia ficción Joanna Russ: “¿Qué tiene que pasar para que reconsideremos definitivamente el modo en que la literatura ha sido dominada por una visión reducida del mundo, para que nos demos cuenta de que nuestras ideas de grandeza se ven afectadas por nuestra necesidad de creer que somos grandes, como también lo son nuestro género y nuestra nación, y para que la pluralidad radical nos parezca emocionante y bella y no una amenaza para nuestro frágil ser?”

La respuesta puede ser un sonoro suspiro de agotamiento ante cifras como las que la misma Sieghart presenta en su artículo para The Guardian: “Why do so few men read books by women?”: “De las diez autoras más vendidas (que incluyen a Jane Austen y Margaret Atwood, así como a Danielle Steel y Jojo Moyes), sólo el 19% de sus lectores son hombres y el 81%, mujeres. Pero para los diez autores masculinos más vendidos (que incluyen a Charles Dickens y J. R. R. Tolkien, así como a Lee Child y Stephen King), la división es mucho más pareja: 55% hombres y 45% mujeres”. Según los objetivos y los deseos de algunas autoras, esto puede significar el fracaso de sus ambiciones artísticas y comerciales. Para otras, puede no significar nada más que la confirmación de lo que ya sabían: a los hombres no les importa lo que tienen que decir. A quienes ellas desean alcanzar es a las lectoras, y con eso basta.

Pero las consecuencias de esta sordera selectiva, de ese grave sesgo cognitivo, no sólo afectan la vida personal de las autoras o la literatura como sistema cultura, que de por sí ya implica un costo bastante alto. Lo que creo que también está en riesgo es, a fin de cuentas, una transformación social que se opone a la perpetuación de las relaciones jerárquicas productoras de opresiones y violencias, transformación que ha sido paulatinamente generada por diversos movimientos políticos e históricos, de los que, consciente o inconscientemente, han participado las autoras y sus modos de trabajar el lenguaje para hacerlo nombrar sus experiencias, para construir narrativas y ponerlas a disposición de quienes las necesiten y, de esta manera, generar alternativas vitales en sus entornos cotidianos y subjetividades.

El problema es que cuando estas perspectivas empiezan a ocupar un lugar prominente en la conversación cultural, cuando se genera esta entropía favorable, el sistema (es decir: la matriz de opresiones en la que varones de cierta clase social y capital cultural ocupan un lugar importante) busca devolverle su “equilibrio”: “[...] Así como los hombres tienden a sentir que las mujeres dominan la conversación cuando en realidad sólo participan en un 30%, del mismo modo sienten con frecuencia que las mujeres están teniendo una ventaja injusta cuando son tratadas meramente de forma más equitativa”, apunta Sieghart. De este modo, un sector de la población masculina, incómodo con tener que reconfigurar su propia posición dentro del engranaje, elabora formas aceptables de protestar, más discretas y, por ende, más susceptibles de mantenerse y reproducirse.

Una de ellas es lo que Russ describió como “lo escribió ella, pero fíjate sobre qué cosas escribió”, o la “ridiculización de la creación”, y que pretende hacerse pasar por crítica cuando no lo es. Un caso reciente fue la reseña positiva que se hizo sobre Yoga y coca de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), a través de la cuenta de Twitter “Mesa de novedades”, que “tiene como fin hablar sobre literatura en español y publicada en México para generar conversaciones que acerquen lectores a libros”. En la reseña-hilo de siete posts, hubo uno en particular que ejemplifica la permanencia de ciertos prejuicios en torno a la literatura escrita por mujeres. Para elogiar la voz potente y honesta de la autora, “que no busca la complacencia ideológica del lector”, y su tratamiento de los temas que aborda (el hedonismo y las desventuras amorosas, entre otros, a través de la autoficción) la compara con el panorama actual de esas escrituras, según el reseñista: “[...] Mientras buena parte de la literatura femenina empieza a quedarse sin voces e historias originales, pues las ideas centrales caminan en círculos o maternidades alteradas”. En el comunicado que "Mesa de novedades" emitió después de los comentarios negativos sobre el modo de reseñar estableció que el riesgo de hacer un ejercicio colectivo en el que no hay un comité editorial, ni se firman las reseñas de forma individual, “es que de pronto llegue una opinión que muchos de nosotros no sólo no compartimos, sino que rechazamos”.

Lo que ocurre acá es interesante, porque, para mantenerla viva, en contacto con las comunidades lectoras, vigente y creativa, es indispensable problematizar la escritura de las mujeres, pero no desde el prejuicio que revela la ignorancia sobre lo que realmente se produce y circula. En este caso en concreto sería interesante hacer una crítica sobre los modos en los que el mercado coopta los discursos (por ejemplo, la autoficción producida por personas racializadas o que han vivido eventos históricos traumáticos, los feminismos y las maternidades) en vez de incurrir en el error de adjudicar a las autoras una ilusoria manía monotemática. También sería interesante advertir que la literatura escrita por mujeres mexicanas que “no tiene empacho en hablar de ciertos temas" es, de hecho, la que más proyección internacional tiene en este momento, como Temporada de huracanes de Fernanda Melchor o Casas vacías de Brenda Navarro. Es decir, los temas que se juzgan como poco originales porque parecieran estar por todas partes (la maternidad, el feminismo) muy probablemente ocupen sólo una parte de la conversación sobre lo que se considera buena literatura en México, mientras que los temas o tratamientos que parecieran escasear en la literatura escrita por mujeres (la violencia, un acercamiento crudo al yo y a diversas realidades nacionales) de hecho forman parte de lo que más se ve, se premia y circula en el ámbito editorial. Como menciona Kate Manne en Down Girl: The Logic of Misogyny, “estos bastiones [de privilegio] están bien defendidos y son difíciles de superar, pues la gente, a menudo, está muy comprometida con su perpetuación. Para empeorar el asunto, con mucha frecuencia estas estructuras son invisibles para las personas cuya posición se ha visto sostenida y beneficiada por éstas. Así que desmantelarlas no sólo se sentirá como un revés, sino como una injusticia, para los privilegiados. Se sentirán aplastados, y no sólo nivelados, en el proceso”.

Lamentablemente, lo que se pierde en estas discusiones es la literatura escrita por mujeres: lo que están aportando a esa visión del mundo que por tanto tiempo ha sido más bien ignorada, con las consecuencias que podemos ver a pequeña y a gran escala, desde las violencias cotidianas, íntimas, hasta la devastación ecológica, porque, como permite ver Vivian Abenshushan al trasladar el concepto de pedagogía de la crueldad de Rita Segato a las prácticas literarias: “Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación de género vigente, donde las voces de mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento”. La pedagogía de la crueldad es “la pedagogía que se practica en los burdeles o en el ejército, en la mafia o en el narcotráfico, escuelas de sensibilización donde se aprende a engrosar la piel o, peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro [...] Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que les sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital”.

Sería deseable que las preguntas en torno a la escritura que producen las mujeres en los espacios visibles de crítica contuvieran las preguntas que las autoras están haciéndose, y que definitivamente no sólo pasan por el hecho de enunciarse como mujeres que escriben. Porque hablar de la literatura escrita por mujeres no es hablar de un subgénero literario ni de un nicho de mercado ni de un “fenómeno cultural” que la prensa y los consorcios editoriales insisten en bautizar como una marca muy conveniente (la más reciente es la de “El Nuevo Boom latinoamericano”, so pretexto de que las obras de Mariana Enríquez, Samanta Schweblin o Fernanda Melchor han sido nominadas al Premio Booker). Nada de eso. Es la literatura que escriben las personas que se enuncian a sí mismas como mujeres, no desde una pretendida “sensibilidad femenina” ligada a la biología o atada sin remedio al rol de género, sino desde complejas subjetividades insertas en sus muy diversos contextos: desde el hecho de ser negra, zapoteca o blanca; ser urbana, de un poblado pequeño o del campo; ser lesbiana, bisexual o heterosexual; ser cuidadora o cuidada, ser hija o madre o abuela; desde el monolingüismo, el bilingüismo del español y alguna lengua indígena hablada dentro del territorio denominado México o el bilingüismo del español y de una lengua de origen europeo, etcétera. Por ende, sus posibilidades son infinitas. Pero, para saberlo, hay que leerlas.

Me es inevitable pensar en “Las mujeres que los hombres no ven”, un cuento de Alice Sheldon (la genial autora de ciencia ficción mejor conocida como James Tiptree, Jr.) que explora esa brumosa cualidad de no existencia que adquieren las mujeres alrededor de un varón, hasta que (en el caso concreto de la historia) se revelan como existentes por ser consideradas o bien una opción de desahogo sexual o una amenaza para la propia seguridad. En una de las conversaciones, Ruth, la protagonista, le dice al hombre con el que habla sobre la pretendida igualdad de derechos entre hombres y mujeres: “Las mujeres no tienen derecho, Don, excepto los que los hombres nos otorgan. Los hombres son más agresivos y poderosos y ellos rigen el mundo. Cuando se encuentren ante la próxima gran crisis, nuestros llamados derechos se desvanecerán como... como el humo. Volveremos a ser como siempre: una propiedad. Y todo lo que haya ido mal se cargará a cuenta de nuestra libertad, como ocurrió con la caída de Roma. Verá [...] lo que hacen las mujeres es sobrevivir. Vivimos una o dos a la vez en su máquina de mover el mundo”. Don le responde que eso “suena como una guerrilla”, a lo que ella contesta: “Las guerrillas tienen alguna esperanza [...] Piense en las zarigüeyas, Don. ¿Sabía que hay zarigüeyas que viven en todas partes? Incluso en Nueva York”.

Lanzo mi propia pregunta: ¿Qué tiene que pasar para que nos lean, nos leamos? Mi respuesta, como alguien que escribe relatos sobre el futuro que en realidad hablan sobre el presente, es que tiene que cambiar el mundo. ¿Es una idea radical? ¿Descorazonadora? ¿Imposible? Definitivamente, no. Joanna Russ lo sabía hace treinta y ocho años, cuando escribió Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Rosario Castellanos lo sabía hace cuarenta y nueve, cuando escribió “Meditación en el umbral”. Juana Inés de Asbaje lo sabía hace trescientos diez años, cuando escribió su célebre respuesta a la mentada sor Filotea (el trol Manuel Fernández de Santa Cruz, desde una protocuenta de Twitter que ocultaba su verdadera identidad). Visto de ese modo, pareciera que en trescientos diez años el mundo, en ese aspecto, es muy similar. La diferencia es que, aunque siempre hemos estado por todas partes, sobreviviendo, como las zarigüeyas, hoy estamos más unidas que en otros momentos de la historia. “¿Faltará mucho?”, pregunta Marina Azahua en “La rebelión de las Casandras”. ¿Cuánto tiempo falta? Las niñas de hoy, que serán las mujeres del futuro, preguntan ansiosas: ¿Falta mucho? En lo que llega el futuro donde ya no tendremos grito atorado ni augurio en la tripa, ese futuro donde podamos narrar estas revueltas como nosotras hoy narramos a las sufragistas, mientras queda esa ardua labor de elaborar el recuento de los daños.

Pese a todo, tengo la intuición de que no falta mucho para cambiar la noción de autoridad, la idea de éxito editorial. Para cambiar al mundo, ese infinito proceso. Insisto en la tecnología, de nuevo, como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales: me resulta fascinante la manera en que las nuevas tecnologías también han propiciado ese encuentro que, si bien está limitado al acceso que es posible tener a ellas, ha abierto un canal de comunicación del que las autoras estamos apropiándonos, desde las tribunas de las redes sociales hasta los mensajes de voz por WhatsApp, que permiten generar conversaciones colectivas sin someterse a las leyes preestablecidas de tiempo y espacio (simbólico, geográfico, público, tangible o intangible). Es en esas madrigueras donde las autoras nos hacemos preguntas sobre la literatura que estamos construyendo hoy.

Con el deseo de que sean visibles y estén cada vez más presentes en las discusiones sobre la literatura que escribimos, reproduzco aquí lo que ellas respondieron a las preguntas que, a través de Twitter y WhatsApp, hice de forma abierta: ¿Qué preguntas se plantean respecto a la literatura que escribimos hoy? ¿Qué tensiones dentro de sus escrituras, autorías, temas y procesos les interesa explorar? ¿Sobre la relación entre obra, autoría y mercado, tendencias y procesos editoriales, modos de editar, distribución y alcance de los textos?

Olivia Teroba:

¿Qué quiero que pase con mis textos?, ¿debería modificar mi escritura para que su alcance sea mayor?, ¿es posible llegar a un público amplio siendo fiel a ciertas ideas sobre la literatura y la distribución, que no son las más comerciales? ¿Cómo seguir escribiendo, dado el estado de las cosas? (la devastación del medio ambiente, la búsqueda insaciable de capital). ¿Cómo darle espacio en mi vida cotidiana a la escritura (y al mismo tiempo procurarme una vida digna y saludable)?

Yeni Rueda López:

Evitar la capitalización editorial y mediática de nuestros dolores, rabia, alegrías y sueños. Pensar estrategias horizontales y realmente conscientes/honestas de publicación y compartición de los aprendizajes. Dejarnos y permitirnos escribir en paz sobre lo que nos interesa. Las responsabilidades escriturales, desde donde escribimos sobre los otros, y cómo ser respetuosos con experiencias que no nos atraviesan pero nos preocupan. Cómo desarticular la idea de que “damos voz con nuestra escritura”. Pasar de la idea de la “genia”, para reconocer la construcción de caminos y saberes que permitan nuestra escritura, para también ver que hasta en eso hay desigualdad y cómo podemos equilibrar balanzas. Y también compartición de procesos, tanto de escrituras como de trabajo editorial.

Isaura Leonardo:

Sobre la literatura que escribimos hoy francamente no me hago preguntas, no sé si hago bien o mal. Me interesa mucho más la investigación fuera de la literatura (de nuevo, no sé si hago bien o mal). He pasado los últimos tres o cuatro años en seminarios de ciencias sociales y de allí he vuelto a la poesía y a la literatura, al ensayo y poco a poco a la narrativa. Yo creo que no hay escritura sin investigación, incluso en temas como la enfermedad, que me ocupan mucho últimamente. Estoy atravesada por la inaccesibilidad de la academia y cómo la literatura puede aguantar y vehiculizar inquietudes profundísimas y clavadísimas que no están en la academia o sacarlas de allí a un sitio más secular.

Alejandra Eme Vázquez:

A mí me interesan las alternativas a la noción de “arrebato artístico”. También ando combatiendo el narrativocentrismo y el temacentrismo; en lo editorial, el anticanon desde procesos específicos (equipas autónomas, no reimpresión, fondeo comunitario, descarga libre, etc.).

Nora de la Cruz:

[...] Exploro el mensaje de voz de WhatsApp como forma literaria y también aprendo a escribir en la lentitud (contra la productividad).

Marilinda Guerrero:

El tema de los hilos, el lenguaje, las luchas históricas y actuales, las desigualdades, la rabia de la indiferencia, los fantasmas y monstruos que viven entre nosotros.

Andrea Chapela:

¿Existe una manera de narrar que sea latinoamericana, que sea en español y que sea mexicana?, ¿y qué significaría eso? ¿Cómo escribir sobre una cosa sin negar la otra? ¿Cómo representar el mundo en el que vivimos desde otros lugares? ¿Cómo se coloca el proceso en la obra cuando abres el proceso?, ¿cómo nos relacionamos con los documentos, con las vidas de otros, cómo nos relacionamos con nuestros materiales? ¿Qué quiere decir hacer una obra conjunta? ¿Cómo pensar el texto más allá del texto, en términos de lo que es capaz de hacer? Como una persona que nació en la ciudad y que ha tenido las oportunidades que ha tenido, ¿qué me toca decir y qué no? ¿Cómo darle cabida al otro dentro de tu propio texto? ¿Cómo expresar la duda dentro del texto y cómo le afecta a éste que la autora se coloque en un lugar mucho más vulnerable que el que ha tenido antes?

Iliana Vargas:

Hablando de los géneros especulativos, ¿qué tanto estamos tomando de la tradición literaria a la que pertenecemos?, ¿qué tanto estamos dándole continuidad y respondiendo a las propuestas de las autoras que nos heredaron y lo integramos a nuestra escritura. Si sor Juana nos leyera, ¿qué pensaría de nuestra escritura? ¿Por qué tiene que ser necesaria la división en bandos de lo mimético y lo no mimético? ¿Hasta dónde mi propia experiencia y los temas que me interesan pueden aportar realmente a toda esta visión colectiva de la vida?, ¿en qué momento deja de ser un capricho para ser una percepción que aporte? ¿A partir del autoconocimiento onírico, sensorial, que pareciera muy ególatra, cómo establecer relaciones con los demás? ¿Cómo replantear la interacción con lo natural y lo humano para proponer una visión de la realidad en la que el ser humano deje de ser el eje?

Libia Brenda:

¿Qué estamos escribiendo desde una voz propia, una postura que no está supeditada a ser la otredad o a compararse con la otredad? Como escritoras, ¿nos interesa hacer un canon? Creo que no, que nos interesa otra cosa, primero que nos dejen en paz para hacer lo que queramos. El sistema editorial de la mesa de novedades que trata a los libros como yogurts es muy pernicioso. Una autora, por muchos privilegios que tenga y aunque haya demostrado su valía (que se plantea en términos comerciales), tiene desventaja en relación con quienes armaron ese sistema. Cambiarlo vendrá no desde la autoría, sino desde lo horizontal y colaborativo: comunidades lectoras, comunidades de escritoras que trabajan en colectivo, comunidades que se unen para elaborar algo que no sea común. Me interesa mucho reconfigurar la idea de éxito que se tiene a partir de este sistema comercial, porque la idea de que lo mejor es lo que más vende, tremendamente perniciosa, está en todo, incluso en nuestra vida cotidiana.

Nelly Geraldine García Rosas:

Yo a veces quiero escribir sobre nada. Quiero experimentar con las formas y no necesariamente dar un mensaje o “decir algo”. Quiero escribir sobre momentos chiquitos, que nos han hecho creer no importantes. Y pensar el lenguaje de las máquinas como si fuera el de las personas: el coderspeak como el español o el francés.

Elena Lebrato Bustos:

¿Soy escritora? Esa es la primera. Poner en el centro del texto lo que está en los márgenes e invisibilizado. Usar mi léxico que es mi yo.

Ana Romero:

No creo en la inspiración, pero confieso que mis arranques vienen siempre en instantes: un artículo de una asesina, una casa con fantasma, un claxon que parece tren. En mi caso la reflexión viene después y, de todos modos, creo que siempre escribo lo mismo: viajes, duelos y viejitos.

Alejandra Gámez:

Lo que hago casi siempre tiene detonantes de cosas que consumo y, sobre el proceso, como en mi caso es escribir + dibujar, siempre tengo muchos escritos, pero me concentro en los que pueda dibujar con más facilidad y son a los que les doy prioridad en mi tiempo libre.

Ira Franco:

Es un poco ingenuo, pero siempre me pregunto si ese texto que escribí es generoso, lo que alguien necesita oír. La literatura me salva, me regala tiempo (me regresa el malgastado en idioteces). Yo me pregunto si un posible lector podría obtener más tiempo simbólico con mi texto.

Verónica Murguía:

Pienso que desde el siglo XIX hubo un divorcio entre lo que se consideraba la literatura y el periodismo y luego vinieron las grandes epopeyas sociales, y la verdad es que la literatura de imaginación quedó un poco marginalizada, y eso se fue acentuando. Por otro lado, una sufre la tentación de no estar diciendo lo que debería. Pero realmente una solo puede decir con el lenguaje que tiene. Esto no significa que una se conforme con esas limitaciones, sino que se tiene un lenguaje, un estilo: “Mi gramática soy yo”.

Y porque no responder sería eludir la responsabilidad de enfrentarme con mi propio ejercicio, incluyo mis propias respuestas:

Gabriela Damián Miravete:

¿Cómo escribir sobre las desigualdades que existen entre nosotras?, ¿cómo hablar de las opresiones que ejercemos sobre otras mujeres con claridad y honestidad? ¿Cómo generar, desde la condición urbana y monolingüe, una conversación respetuosa, horizontal y no extractivista con las escrituras bilingües del territorio “mexicano”, con las ideas de futuro que desde esas escrituras se exploran? ¿Cómo abordar el tema de lo espiritual después de renunciar a los dogmas religiosos? ¿Cómo hacer todo esto desde la literatura más imaginativa: la fantasía y la ciencia ficción?

Este texto fue actualizado el 29 de julio, a las 16:57, para corregir un error de atribución.

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Las autoras que los hombres no leen

Las autoras que los hombres no leen

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¿Por qué los hombres leen menos a las autoras que a los autores? Y cuando al fin lo hacen, ¿cómo las leen?, ¿hay formas de reseñar que sólo confirman prejuicios en vez de problematizar lo escrito mediante un acercamiento justo? ¿Qué están pensando algunas autoras sobre sus distintas formas de escribir?

Como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales (IA), me resulta fascinante la manera tan poco prometedora en que se comportan las IA del presente; por ejemplo, el algoritmo de búsqueda de Google, que suele revelar la limitada capacidad de sus programadores para ordenar el mundo y llevarlo hasta las pantallas con las que hoy se educa o se informa un considerable número de personas. Conocí uno de sus elocuentes desatinos mientras leía The Authority Gap: Why Women Are Still Taken Less Seriously Than Men, and What We Can Do About It, de Mary Ann Sieghart. La autora cuenta que cuando buscó una representación visual de alguien competente, sólo se desplegaron frente a sus ojos imágenes de hombres: “Bart Simpson apareció antes que la primera mujer, rodeada por un grupo de hombres”. Hice un ejercicio similar en español: busqué “autoridad” y, efectivamente, el algoritmo me devolvió a puro señor (trajeado). En la mayoría de las imágenes, los modelos muestran un lenguaje corporal amenazante, incluso gritan. Y en un par de ellas están gritándole a una mujer.

El libro de Sieghart, como el título indica, pretende indagar en las razones por las que las mujeres y sus aportaciones al mundo siguen sufriendo diversas violencias, a pesar de que en el siglo XXI ya han conseguido, en algunos países, la validación de algunos derechos, como no ser segregadas durante la menstruación, ser propietarias de tierras o bienes, acceder a posiciones de poder u obtener reconocimiento por su desempeño en las artes, los deportes o el pensamiento. Sieghart vuelve a cuestiones ya exploradas por varias investigadoras feministas e insiste en que el problema es que a las mujeres no se nos concede la misma autoridad que a los hombres: “Quiero examinar a detalle nuestros sesgos y cartografiar las medidas que podemos tomar, como individuos y como sociedad, para detectarlas, contrarrestarlas y verlas como son: un producto irracional y anacrónico del condicionamiento social y los estereotipos caducos”.

Eso mismo se pregunta Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres, ensayo de la novelista de ciencia ficción Joanna Russ: “¿Qué tiene que pasar para que reconsideremos definitivamente el modo en que la literatura ha sido dominada por una visión reducida del mundo, para que nos demos cuenta de que nuestras ideas de grandeza se ven afectadas por nuestra necesidad de creer que somos grandes, como también lo son nuestro género y nuestra nación, y para que la pluralidad radical nos parezca emocionante y bella y no una amenaza para nuestro frágil ser?”

La respuesta puede ser un sonoro suspiro de agotamiento ante cifras como las que la misma Sieghart presenta en su artículo para The Guardian: “Why do so few men read books by women?”: “De las diez autoras más vendidas (que incluyen a Jane Austen y Margaret Atwood, así como a Danielle Steel y Jojo Moyes), sólo el 19% de sus lectores son hombres y el 81%, mujeres. Pero para los diez autores masculinos más vendidos (que incluyen a Charles Dickens y J. R. R. Tolkien, así como a Lee Child y Stephen King), la división es mucho más pareja: 55% hombres y 45% mujeres”. Según los objetivos y los deseos de algunas autoras, esto puede significar el fracaso de sus ambiciones artísticas y comerciales. Para otras, puede no significar nada más que la confirmación de lo que ya sabían: a los hombres no les importa lo que tienen que decir. A quienes ellas desean alcanzar es a las lectoras, y con eso basta.

Pero las consecuencias de esta sordera selectiva, de ese grave sesgo cognitivo, no sólo afectan la vida personal de las autoras o la literatura como sistema cultura, que de por sí ya implica un costo bastante alto. Lo que creo que también está en riesgo es, a fin de cuentas, una transformación social que se opone a la perpetuación de las relaciones jerárquicas productoras de opresiones y violencias, transformación que ha sido paulatinamente generada por diversos movimientos políticos e históricos, de los que, consciente o inconscientemente, han participado las autoras y sus modos de trabajar el lenguaje para hacerlo nombrar sus experiencias, para construir narrativas y ponerlas a disposición de quienes las necesiten y, de esta manera, generar alternativas vitales en sus entornos cotidianos y subjetividades.

El problema es que cuando estas perspectivas empiezan a ocupar un lugar prominente en la conversación cultural, cuando se genera esta entropía favorable, el sistema (es decir: la matriz de opresiones en la que varones de cierta clase social y capital cultural ocupan un lugar importante) busca devolverle su “equilibrio”: “[...] Así como los hombres tienden a sentir que las mujeres dominan la conversación cuando en realidad sólo participan en un 30%, del mismo modo sienten con frecuencia que las mujeres están teniendo una ventaja injusta cuando son tratadas meramente de forma más equitativa”, apunta Sieghart. De este modo, un sector de la población masculina, incómodo con tener que reconfigurar su propia posición dentro del engranaje, elabora formas aceptables de protestar, más discretas y, por ende, más susceptibles de mantenerse y reproducirse.

Una de ellas es lo que Russ describió como “lo escribió ella, pero fíjate sobre qué cosas escribió”, o la “ridiculización de la creación”, y que pretende hacerse pasar por crítica cuando no lo es. Un caso reciente fue la reseña positiva que se hizo sobre Yoga y coca de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), a través de la cuenta de Twitter “Mesa de novedades”, que “tiene como fin hablar sobre literatura en español y publicada en México para generar conversaciones que acerquen lectores a libros”. En la reseña-hilo de siete posts, hubo uno en particular que ejemplifica la permanencia de ciertos prejuicios en torno a la literatura escrita por mujeres. Para elogiar la voz potente y honesta de la autora, “que no busca la complacencia ideológica del lector”, y su tratamiento de los temas que aborda (el hedonismo y las desventuras amorosas, entre otros, a través de la autoficción) la compara con el panorama actual de esas escrituras, según el reseñista: “[...] Mientras buena parte de la literatura femenina empieza a quedarse sin voces e historias originales, pues las ideas centrales caminan en círculos o maternidades alteradas”. En el comunicado que "Mesa de novedades" emitió después de los comentarios negativos sobre el modo de reseñar estableció que el riesgo de hacer un ejercicio colectivo en el que no hay un comité editorial, ni se firman las reseñas de forma individual, “es que de pronto llegue una opinión que muchos de nosotros no sólo no compartimos, sino que rechazamos”.

Lo que ocurre acá es interesante, porque, para mantenerla viva, en contacto con las comunidades lectoras, vigente y creativa, es indispensable problematizar la escritura de las mujeres, pero no desde el prejuicio que revela la ignorancia sobre lo que realmente se produce y circula. En este caso en concreto sería interesante hacer una crítica sobre los modos en los que el mercado coopta los discursos (por ejemplo, la autoficción producida por personas racializadas o que han vivido eventos históricos traumáticos, los feminismos y las maternidades) en vez de incurrir en el error de adjudicar a las autoras una ilusoria manía monotemática. También sería interesante advertir que la literatura escrita por mujeres mexicanas que “no tiene empacho en hablar de ciertos temas" es, de hecho, la que más proyección internacional tiene en este momento, como Temporada de huracanes de Fernanda Melchor o Casas vacías de Brenda Navarro. Es decir, los temas que se juzgan como poco originales porque parecieran estar por todas partes (la maternidad, el feminismo) muy probablemente ocupen sólo una parte de la conversación sobre lo que se considera buena literatura en México, mientras que los temas o tratamientos que parecieran escasear en la literatura escrita por mujeres (la violencia, un acercamiento crudo al yo y a diversas realidades nacionales) de hecho forman parte de lo que más se ve, se premia y circula en el ámbito editorial. Como menciona Kate Manne en Down Girl: The Logic of Misogyny, “estos bastiones [de privilegio] están bien defendidos y son difíciles de superar, pues la gente, a menudo, está muy comprometida con su perpetuación. Para empeorar el asunto, con mucha frecuencia estas estructuras son invisibles para las personas cuya posición se ha visto sostenida y beneficiada por éstas. Así que desmantelarlas no sólo se sentirá como un revés, sino como una injusticia, para los privilegiados. Se sentirán aplastados, y no sólo nivelados, en el proceso”.

Lamentablemente, lo que se pierde en estas discusiones es la literatura escrita por mujeres: lo que están aportando a esa visión del mundo que por tanto tiempo ha sido más bien ignorada, con las consecuencias que podemos ver a pequeña y a gran escala, desde las violencias cotidianas, íntimas, hasta la devastación ecológica, porque, como permite ver Vivian Abenshushan al trasladar el concepto de pedagogía de la crueldad de Rita Segato a las prácticas literarias: “Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación de género vigente, donde las voces de mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento”. La pedagogía de la crueldad es “la pedagogía que se practica en los burdeles o en el ejército, en la mafia o en el narcotráfico, escuelas de sensibilización donde se aprende a engrosar la piel o, peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro [...] Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que les sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital”.

Sería deseable que las preguntas en torno a la escritura que producen las mujeres en los espacios visibles de crítica contuvieran las preguntas que las autoras están haciéndose, y que definitivamente no sólo pasan por el hecho de enunciarse como mujeres que escriben. Porque hablar de la literatura escrita por mujeres no es hablar de un subgénero literario ni de un nicho de mercado ni de un “fenómeno cultural” que la prensa y los consorcios editoriales insisten en bautizar como una marca muy conveniente (la más reciente es la de “El Nuevo Boom latinoamericano”, so pretexto de que las obras de Mariana Enríquez, Samanta Schweblin o Fernanda Melchor han sido nominadas al Premio Booker). Nada de eso. Es la literatura que escriben las personas que se enuncian a sí mismas como mujeres, no desde una pretendida “sensibilidad femenina” ligada a la biología o atada sin remedio al rol de género, sino desde complejas subjetividades insertas en sus muy diversos contextos: desde el hecho de ser negra, zapoteca o blanca; ser urbana, de un poblado pequeño o del campo; ser lesbiana, bisexual o heterosexual; ser cuidadora o cuidada, ser hija o madre o abuela; desde el monolingüismo, el bilingüismo del español y alguna lengua indígena hablada dentro del territorio denominado México o el bilingüismo del español y de una lengua de origen europeo, etcétera. Por ende, sus posibilidades son infinitas. Pero, para saberlo, hay que leerlas.

Me es inevitable pensar en “Las mujeres que los hombres no ven”, un cuento de Alice Sheldon (la genial autora de ciencia ficción mejor conocida como James Tiptree, Jr.) que explora esa brumosa cualidad de no existencia que adquieren las mujeres alrededor de un varón, hasta que (en el caso concreto de la historia) se revelan como existentes por ser consideradas o bien una opción de desahogo sexual o una amenaza para la propia seguridad. En una de las conversaciones, Ruth, la protagonista, le dice al hombre con el que habla sobre la pretendida igualdad de derechos entre hombres y mujeres: “Las mujeres no tienen derecho, Don, excepto los que los hombres nos otorgan. Los hombres son más agresivos y poderosos y ellos rigen el mundo. Cuando se encuentren ante la próxima gran crisis, nuestros llamados derechos se desvanecerán como... como el humo. Volveremos a ser como siempre: una propiedad. Y todo lo que haya ido mal se cargará a cuenta de nuestra libertad, como ocurrió con la caída de Roma. Verá [...] lo que hacen las mujeres es sobrevivir. Vivimos una o dos a la vez en su máquina de mover el mundo”. Don le responde que eso “suena como una guerrilla”, a lo que ella contesta: “Las guerrillas tienen alguna esperanza [...] Piense en las zarigüeyas, Don. ¿Sabía que hay zarigüeyas que viven en todas partes? Incluso en Nueva York”.

Lanzo mi propia pregunta: ¿Qué tiene que pasar para que nos lean, nos leamos? Mi respuesta, como alguien que escribe relatos sobre el futuro que en realidad hablan sobre el presente, es que tiene que cambiar el mundo. ¿Es una idea radical? ¿Descorazonadora? ¿Imposible? Definitivamente, no. Joanna Russ lo sabía hace treinta y ocho años, cuando escribió Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Rosario Castellanos lo sabía hace cuarenta y nueve, cuando escribió “Meditación en el umbral”. Juana Inés de Asbaje lo sabía hace trescientos diez años, cuando escribió su célebre respuesta a la mentada sor Filotea (el trol Manuel Fernández de Santa Cruz, desde una protocuenta de Twitter que ocultaba su verdadera identidad). Visto de ese modo, pareciera que en trescientos diez años el mundo, en ese aspecto, es muy similar. La diferencia es que, aunque siempre hemos estado por todas partes, sobreviviendo, como las zarigüeyas, hoy estamos más unidas que en otros momentos de la historia. “¿Faltará mucho?”, pregunta Marina Azahua en “La rebelión de las Casandras”. ¿Cuánto tiempo falta? Las niñas de hoy, que serán las mujeres del futuro, preguntan ansiosas: ¿Falta mucho? En lo que llega el futuro donde ya no tendremos grito atorado ni augurio en la tripa, ese futuro donde podamos narrar estas revueltas como nosotras hoy narramos a las sufragistas, mientras queda esa ardua labor de elaborar el recuento de los daños.

Pese a todo, tengo la intuición de que no falta mucho para cambiar la noción de autoridad, la idea de éxito editorial. Para cambiar al mundo, ese infinito proceso. Insisto en la tecnología, de nuevo, como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales: me resulta fascinante la manera en que las nuevas tecnologías también han propiciado ese encuentro que, si bien está limitado al acceso que es posible tener a ellas, ha abierto un canal de comunicación del que las autoras estamos apropiándonos, desde las tribunas de las redes sociales hasta los mensajes de voz por WhatsApp, que permiten generar conversaciones colectivas sin someterse a las leyes preestablecidas de tiempo y espacio (simbólico, geográfico, público, tangible o intangible). Es en esas madrigueras donde las autoras nos hacemos preguntas sobre la literatura que estamos construyendo hoy.

Con el deseo de que sean visibles y estén cada vez más presentes en las discusiones sobre la literatura que escribimos, reproduzco aquí lo que ellas respondieron a las preguntas que, a través de Twitter y WhatsApp, hice de forma abierta: ¿Qué preguntas se plantean respecto a la literatura que escribimos hoy? ¿Qué tensiones dentro de sus escrituras, autorías, temas y procesos les interesa explorar? ¿Sobre la relación entre obra, autoría y mercado, tendencias y procesos editoriales, modos de editar, distribución y alcance de los textos?

Olivia Teroba:

¿Qué quiero que pase con mis textos?, ¿debería modificar mi escritura para que su alcance sea mayor?, ¿es posible llegar a un público amplio siendo fiel a ciertas ideas sobre la literatura y la distribución, que no son las más comerciales? ¿Cómo seguir escribiendo, dado el estado de las cosas? (la devastación del medio ambiente, la búsqueda insaciable de capital). ¿Cómo darle espacio en mi vida cotidiana a la escritura (y al mismo tiempo procurarme una vida digna y saludable)?

Yeni Rueda López:

Evitar la capitalización editorial y mediática de nuestros dolores, rabia, alegrías y sueños. Pensar estrategias horizontales y realmente conscientes/honestas de publicación y compartición de los aprendizajes. Dejarnos y permitirnos escribir en paz sobre lo que nos interesa. Las responsabilidades escriturales, desde donde escribimos sobre los otros, y cómo ser respetuosos con experiencias que no nos atraviesan pero nos preocupan. Cómo desarticular la idea de que “damos voz con nuestra escritura”. Pasar de la idea de la “genia”, para reconocer la construcción de caminos y saberes que permitan nuestra escritura, para también ver que hasta en eso hay desigualdad y cómo podemos equilibrar balanzas. Y también compartición de procesos, tanto de escrituras como de trabajo editorial.

Isaura Leonardo:

Sobre la literatura que escribimos hoy francamente no me hago preguntas, no sé si hago bien o mal. Me interesa mucho más la investigación fuera de la literatura (de nuevo, no sé si hago bien o mal). He pasado los últimos tres o cuatro años en seminarios de ciencias sociales y de allí he vuelto a la poesía y a la literatura, al ensayo y poco a poco a la narrativa. Yo creo que no hay escritura sin investigación, incluso en temas como la enfermedad, que me ocupan mucho últimamente. Estoy atravesada por la inaccesibilidad de la academia y cómo la literatura puede aguantar y vehiculizar inquietudes profundísimas y clavadísimas que no están en la academia o sacarlas de allí a un sitio más secular.

Alejandra Eme Vázquez:

A mí me interesan las alternativas a la noción de “arrebato artístico”. También ando combatiendo el narrativocentrismo y el temacentrismo; en lo editorial, el anticanon desde procesos específicos (equipas autónomas, no reimpresión, fondeo comunitario, descarga libre, etc.).

Nora de la Cruz:

[...] Exploro el mensaje de voz de WhatsApp como forma literaria y también aprendo a escribir en la lentitud (contra la productividad).

Marilinda Guerrero:

El tema de los hilos, el lenguaje, las luchas históricas y actuales, las desigualdades, la rabia de la indiferencia, los fantasmas y monstruos que viven entre nosotros.

Andrea Chapela:

¿Existe una manera de narrar que sea latinoamericana, que sea en español y que sea mexicana?, ¿y qué significaría eso? ¿Cómo escribir sobre una cosa sin negar la otra? ¿Cómo representar el mundo en el que vivimos desde otros lugares? ¿Cómo se coloca el proceso en la obra cuando abres el proceso?, ¿cómo nos relacionamos con los documentos, con las vidas de otros, cómo nos relacionamos con nuestros materiales? ¿Qué quiere decir hacer una obra conjunta? ¿Cómo pensar el texto más allá del texto, en términos de lo que es capaz de hacer? Como una persona que nació en la ciudad y que ha tenido las oportunidades que ha tenido, ¿qué me toca decir y qué no? ¿Cómo darle cabida al otro dentro de tu propio texto? ¿Cómo expresar la duda dentro del texto y cómo le afecta a éste que la autora se coloque en un lugar mucho más vulnerable que el que ha tenido antes?

Iliana Vargas:

Hablando de los géneros especulativos, ¿qué tanto estamos tomando de la tradición literaria a la que pertenecemos?, ¿qué tanto estamos dándole continuidad y respondiendo a las propuestas de las autoras que nos heredaron y lo integramos a nuestra escritura. Si sor Juana nos leyera, ¿qué pensaría de nuestra escritura? ¿Por qué tiene que ser necesaria la división en bandos de lo mimético y lo no mimético? ¿Hasta dónde mi propia experiencia y los temas que me interesan pueden aportar realmente a toda esta visión colectiva de la vida?, ¿en qué momento deja de ser un capricho para ser una percepción que aporte? ¿A partir del autoconocimiento onírico, sensorial, que pareciera muy ególatra, cómo establecer relaciones con los demás? ¿Cómo replantear la interacción con lo natural y lo humano para proponer una visión de la realidad en la que el ser humano deje de ser el eje?

Libia Brenda:

¿Qué estamos escribiendo desde una voz propia, una postura que no está supeditada a ser la otredad o a compararse con la otredad? Como escritoras, ¿nos interesa hacer un canon? Creo que no, que nos interesa otra cosa, primero que nos dejen en paz para hacer lo que queramos. El sistema editorial de la mesa de novedades que trata a los libros como yogurts es muy pernicioso. Una autora, por muchos privilegios que tenga y aunque haya demostrado su valía (que se plantea en términos comerciales), tiene desventaja en relación con quienes armaron ese sistema. Cambiarlo vendrá no desde la autoría, sino desde lo horizontal y colaborativo: comunidades lectoras, comunidades de escritoras que trabajan en colectivo, comunidades que se unen para elaborar algo que no sea común. Me interesa mucho reconfigurar la idea de éxito que se tiene a partir de este sistema comercial, porque la idea de que lo mejor es lo que más vende, tremendamente perniciosa, está en todo, incluso en nuestra vida cotidiana.

Nelly Geraldine García Rosas:

Yo a veces quiero escribir sobre nada. Quiero experimentar con las formas y no necesariamente dar un mensaje o “decir algo”. Quiero escribir sobre momentos chiquitos, que nos han hecho creer no importantes. Y pensar el lenguaje de las máquinas como si fuera el de las personas: el coderspeak como el español o el francés.

Elena Lebrato Bustos:

¿Soy escritora? Esa es la primera. Poner en el centro del texto lo que está en los márgenes e invisibilizado. Usar mi léxico que es mi yo.

Ana Romero:

No creo en la inspiración, pero confieso que mis arranques vienen siempre en instantes: un artículo de una asesina, una casa con fantasma, un claxon que parece tren. En mi caso la reflexión viene después y, de todos modos, creo que siempre escribo lo mismo: viajes, duelos y viejitos.

Alejandra Gámez:

Lo que hago casi siempre tiene detonantes de cosas que consumo y, sobre el proceso, como en mi caso es escribir + dibujar, siempre tengo muchos escritos, pero me concentro en los que pueda dibujar con más facilidad y son a los que les doy prioridad en mi tiempo libre.

Ira Franco:

Es un poco ingenuo, pero siempre me pregunto si ese texto que escribí es generoso, lo que alguien necesita oír. La literatura me salva, me regala tiempo (me regresa el malgastado en idioteces). Yo me pregunto si un posible lector podría obtener más tiempo simbólico con mi texto.

Verónica Murguía:

Pienso que desde el siglo XIX hubo un divorcio entre lo que se consideraba la literatura y el periodismo y luego vinieron las grandes epopeyas sociales, y la verdad es que la literatura de imaginación quedó un poco marginalizada, y eso se fue acentuando. Por otro lado, una sufre la tentación de no estar diciendo lo que debería. Pero realmente una solo puede decir con el lenguaje que tiene. Esto no significa que una se conforme con esas limitaciones, sino que se tiene un lenguaje, un estilo: “Mi gramática soy yo”.

Y porque no responder sería eludir la responsabilidad de enfrentarme con mi propio ejercicio, incluyo mis propias respuestas:

Gabriela Damián Miravete:

¿Cómo escribir sobre las desigualdades que existen entre nosotras?, ¿cómo hablar de las opresiones que ejercemos sobre otras mujeres con claridad y honestidad? ¿Cómo generar, desde la condición urbana y monolingüe, una conversación respetuosa, horizontal y no extractivista con las escrituras bilingües del territorio “mexicano”, con las ideas de futuro que desde esas escrituras se exploran? ¿Cómo abordar el tema de lo espiritual después de renunciar a los dogmas religiosos? ¿Cómo hacer todo esto desde la literatura más imaginativa: la fantasía y la ciencia ficción?

Este texto fue actualizado el 29 de julio, a las 16:57, para corregir un error de atribución.

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Las autoras que los hombres no leen

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¿Por qué los hombres leen menos a las autoras que a los autores? Y cuando al fin lo hacen, ¿cómo las leen?, ¿hay formas de reseñar que sólo confirman prejuicios en vez de problematizar lo escrito mediante un acercamiento justo? ¿Qué están pensando algunas autoras sobre sus distintas formas de escribir?

Como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales (IA), me resulta fascinante la manera tan poco prometedora en que se comportan las IA del presente; por ejemplo, el algoritmo de búsqueda de Google, que suele revelar la limitada capacidad de sus programadores para ordenar el mundo y llevarlo hasta las pantallas con las que hoy se educa o se informa un considerable número de personas. Conocí uno de sus elocuentes desatinos mientras leía The Authority Gap: Why Women Are Still Taken Less Seriously Than Men, and What We Can Do About It, de Mary Ann Sieghart. La autora cuenta que cuando buscó una representación visual de alguien competente, sólo se desplegaron frente a sus ojos imágenes de hombres: “Bart Simpson apareció antes que la primera mujer, rodeada por un grupo de hombres”. Hice un ejercicio similar en español: busqué “autoridad” y, efectivamente, el algoritmo me devolvió a puro señor (trajeado). En la mayoría de las imágenes, los modelos muestran un lenguaje corporal amenazante, incluso gritan. Y en un par de ellas están gritándole a una mujer.

El libro de Sieghart, como el título indica, pretende indagar en las razones por las que las mujeres y sus aportaciones al mundo siguen sufriendo diversas violencias, a pesar de que en el siglo XXI ya han conseguido, en algunos países, la validación de algunos derechos, como no ser segregadas durante la menstruación, ser propietarias de tierras o bienes, acceder a posiciones de poder u obtener reconocimiento por su desempeño en las artes, los deportes o el pensamiento. Sieghart vuelve a cuestiones ya exploradas por varias investigadoras feministas e insiste en que el problema es que a las mujeres no se nos concede la misma autoridad que a los hombres: “Quiero examinar a detalle nuestros sesgos y cartografiar las medidas que podemos tomar, como individuos y como sociedad, para detectarlas, contrarrestarlas y verlas como son: un producto irracional y anacrónico del condicionamiento social y los estereotipos caducos”.

Eso mismo se pregunta Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres, ensayo de la novelista de ciencia ficción Joanna Russ: “¿Qué tiene que pasar para que reconsideremos definitivamente el modo en que la literatura ha sido dominada por una visión reducida del mundo, para que nos demos cuenta de que nuestras ideas de grandeza se ven afectadas por nuestra necesidad de creer que somos grandes, como también lo son nuestro género y nuestra nación, y para que la pluralidad radical nos parezca emocionante y bella y no una amenaza para nuestro frágil ser?”

La respuesta puede ser un sonoro suspiro de agotamiento ante cifras como las que la misma Sieghart presenta en su artículo para The Guardian: “Why do so few men read books by women?”: “De las diez autoras más vendidas (que incluyen a Jane Austen y Margaret Atwood, así como a Danielle Steel y Jojo Moyes), sólo el 19% de sus lectores son hombres y el 81%, mujeres. Pero para los diez autores masculinos más vendidos (que incluyen a Charles Dickens y J. R. R. Tolkien, así como a Lee Child y Stephen King), la división es mucho más pareja: 55% hombres y 45% mujeres”. Según los objetivos y los deseos de algunas autoras, esto puede significar el fracaso de sus ambiciones artísticas y comerciales. Para otras, puede no significar nada más que la confirmación de lo que ya sabían: a los hombres no les importa lo que tienen que decir. A quienes ellas desean alcanzar es a las lectoras, y con eso basta.

Pero las consecuencias de esta sordera selectiva, de ese grave sesgo cognitivo, no sólo afectan la vida personal de las autoras o la literatura como sistema cultura, que de por sí ya implica un costo bastante alto. Lo que creo que también está en riesgo es, a fin de cuentas, una transformación social que se opone a la perpetuación de las relaciones jerárquicas productoras de opresiones y violencias, transformación que ha sido paulatinamente generada por diversos movimientos políticos e históricos, de los que, consciente o inconscientemente, han participado las autoras y sus modos de trabajar el lenguaje para hacerlo nombrar sus experiencias, para construir narrativas y ponerlas a disposición de quienes las necesiten y, de esta manera, generar alternativas vitales en sus entornos cotidianos y subjetividades.

El problema es que cuando estas perspectivas empiezan a ocupar un lugar prominente en la conversación cultural, cuando se genera esta entropía favorable, el sistema (es decir: la matriz de opresiones en la que varones de cierta clase social y capital cultural ocupan un lugar importante) busca devolverle su “equilibrio”: “[...] Así como los hombres tienden a sentir que las mujeres dominan la conversación cuando en realidad sólo participan en un 30%, del mismo modo sienten con frecuencia que las mujeres están teniendo una ventaja injusta cuando son tratadas meramente de forma más equitativa”, apunta Sieghart. De este modo, un sector de la población masculina, incómodo con tener que reconfigurar su propia posición dentro del engranaje, elabora formas aceptables de protestar, más discretas y, por ende, más susceptibles de mantenerse y reproducirse.

Una de ellas es lo que Russ describió como “lo escribió ella, pero fíjate sobre qué cosas escribió”, o la “ridiculización de la creación”, y que pretende hacerse pasar por crítica cuando no lo es. Un caso reciente fue la reseña positiva que se hizo sobre Yoga y coca de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), a través de la cuenta de Twitter “Mesa de novedades”, que “tiene como fin hablar sobre literatura en español y publicada en México para generar conversaciones que acerquen lectores a libros”. En la reseña-hilo de siete posts, hubo uno en particular que ejemplifica la permanencia de ciertos prejuicios en torno a la literatura escrita por mujeres. Para elogiar la voz potente y honesta de la autora, “que no busca la complacencia ideológica del lector”, y su tratamiento de los temas que aborda (el hedonismo y las desventuras amorosas, entre otros, a través de la autoficción) la compara con el panorama actual de esas escrituras, según el reseñista: “[...] Mientras buena parte de la literatura femenina empieza a quedarse sin voces e historias originales, pues las ideas centrales caminan en círculos o maternidades alteradas”. En el comunicado que "Mesa de novedades" emitió después de los comentarios negativos sobre el modo de reseñar estableció que el riesgo de hacer un ejercicio colectivo en el que no hay un comité editorial, ni se firman las reseñas de forma individual, “es que de pronto llegue una opinión que muchos de nosotros no sólo no compartimos, sino que rechazamos”.

Lo que ocurre acá es interesante, porque, para mantenerla viva, en contacto con las comunidades lectoras, vigente y creativa, es indispensable problematizar la escritura de las mujeres, pero no desde el prejuicio que revela la ignorancia sobre lo que realmente se produce y circula. En este caso en concreto sería interesante hacer una crítica sobre los modos en los que el mercado coopta los discursos (por ejemplo, la autoficción producida por personas racializadas o que han vivido eventos históricos traumáticos, los feminismos y las maternidades) en vez de incurrir en el error de adjudicar a las autoras una ilusoria manía monotemática. También sería interesante advertir que la literatura escrita por mujeres mexicanas que “no tiene empacho en hablar de ciertos temas" es, de hecho, la que más proyección internacional tiene en este momento, como Temporada de huracanes de Fernanda Melchor o Casas vacías de Brenda Navarro. Es decir, los temas que se juzgan como poco originales porque parecieran estar por todas partes (la maternidad, el feminismo) muy probablemente ocupen sólo una parte de la conversación sobre lo que se considera buena literatura en México, mientras que los temas o tratamientos que parecieran escasear en la literatura escrita por mujeres (la violencia, un acercamiento crudo al yo y a diversas realidades nacionales) de hecho forman parte de lo que más se ve, se premia y circula en el ámbito editorial. Como menciona Kate Manne en Down Girl: The Logic of Misogyny, “estos bastiones [de privilegio] están bien defendidos y son difíciles de superar, pues la gente, a menudo, está muy comprometida con su perpetuación. Para empeorar el asunto, con mucha frecuencia estas estructuras son invisibles para las personas cuya posición se ha visto sostenida y beneficiada por éstas. Así que desmantelarlas no sólo se sentirá como un revés, sino como una injusticia, para los privilegiados. Se sentirán aplastados, y no sólo nivelados, en el proceso”.

Lamentablemente, lo que se pierde en estas discusiones es la literatura escrita por mujeres: lo que están aportando a esa visión del mundo que por tanto tiempo ha sido más bien ignorada, con las consecuencias que podemos ver a pequeña y a gran escala, desde las violencias cotidianas, íntimas, hasta la devastación ecológica, porque, como permite ver Vivian Abenshushan al trasladar el concepto de pedagogía de la crueldad de Rita Segato a las prácticas literarias: “Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación de género vigente, donde las voces de mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento”. La pedagogía de la crueldad es “la pedagogía que se practica en los burdeles o en el ejército, en la mafia o en el narcotráfico, escuelas de sensibilización donde se aprende a engrosar la piel o, peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro [...] Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que les sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital”.

Sería deseable que las preguntas en torno a la escritura que producen las mujeres en los espacios visibles de crítica contuvieran las preguntas que las autoras están haciéndose, y que definitivamente no sólo pasan por el hecho de enunciarse como mujeres que escriben. Porque hablar de la literatura escrita por mujeres no es hablar de un subgénero literario ni de un nicho de mercado ni de un “fenómeno cultural” que la prensa y los consorcios editoriales insisten en bautizar como una marca muy conveniente (la más reciente es la de “El Nuevo Boom latinoamericano”, so pretexto de que las obras de Mariana Enríquez, Samanta Schweblin o Fernanda Melchor han sido nominadas al Premio Booker). Nada de eso. Es la literatura que escriben las personas que se enuncian a sí mismas como mujeres, no desde una pretendida “sensibilidad femenina” ligada a la biología o atada sin remedio al rol de género, sino desde complejas subjetividades insertas en sus muy diversos contextos: desde el hecho de ser negra, zapoteca o blanca; ser urbana, de un poblado pequeño o del campo; ser lesbiana, bisexual o heterosexual; ser cuidadora o cuidada, ser hija o madre o abuela; desde el monolingüismo, el bilingüismo del español y alguna lengua indígena hablada dentro del territorio denominado México o el bilingüismo del español y de una lengua de origen europeo, etcétera. Por ende, sus posibilidades son infinitas. Pero, para saberlo, hay que leerlas.

Me es inevitable pensar en “Las mujeres que los hombres no ven”, un cuento de Alice Sheldon (la genial autora de ciencia ficción mejor conocida como James Tiptree, Jr.) que explora esa brumosa cualidad de no existencia que adquieren las mujeres alrededor de un varón, hasta que (en el caso concreto de la historia) se revelan como existentes por ser consideradas o bien una opción de desahogo sexual o una amenaza para la propia seguridad. En una de las conversaciones, Ruth, la protagonista, le dice al hombre con el que habla sobre la pretendida igualdad de derechos entre hombres y mujeres: “Las mujeres no tienen derecho, Don, excepto los que los hombres nos otorgan. Los hombres son más agresivos y poderosos y ellos rigen el mundo. Cuando se encuentren ante la próxima gran crisis, nuestros llamados derechos se desvanecerán como... como el humo. Volveremos a ser como siempre: una propiedad. Y todo lo que haya ido mal se cargará a cuenta de nuestra libertad, como ocurrió con la caída de Roma. Verá [...] lo que hacen las mujeres es sobrevivir. Vivimos una o dos a la vez en su máquina de mover el mundo”. Don le responde que eso “suena como una guerrilla”, a lo que ella contesta: “Las guerrillas tienen alguna esperanza [...] Piense en las zarigüeyas, Don. ¿Sabía que hay zarigüeyas que viven en todas partes? Incluso en Nueva York”.

Lanzo mi propia pregunta: ¿Qué tiene que pasar para que nos lean, nos leamos? Mi respuesta, como alguien que escribe relatos sobre el futuro que en realidad hablan sobre el presente, es que tiene que cambiar el mundo. ¿Es una idea radical? ¿Descorazonadora? ¿Imposible? Definitivamente, no. Joanna Russ lo sabía hace treinta y ocho años, cuando escribió Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Rosario Castellanos lo sabía hace cuarenta y nueve, cuando escribió “Meditación en el umbral”. Juana Inés de Asbaje lo sabía hace trescientos diez años, cuando escribió su célebre respuesta a la mentada sor Filotea (el trol Manuel Fernández de Santa Cruz, desde una protocuenta de Twitter que ocultaba su verdadera identidad). Visto de ese modo, pareciera que en trescientos diez años el mundo, en ese aspecto, es muy similar. La diferencia es que, aunque siempre hemos estado por todas partes, sobreviviendo, como las zarigüeyas, hoy estamos más unidas que en otros momentos de la historia. “¿Faltará mucho?”, pregunta Marina Azahua en “La rebelión de las Casandras”. ¿Cuánto tiempo falta? Las niñas de hoy, que serán las mujeres del futuro, preguntan ansiosas: ¿Falta mucho? En lo que llega el futuro donde ya no tendremos grito atorado ni augurio en la tripa, ese futuro donde podamos narrar estas revueltas como nosotras hoy narramos a las sufragistas, mientras queda esa ardua labor de elaborar el recuento de los daños.

Pese a todo, tengo la intuición de que no falta mucho para cambiar la noción de autoridad, la idea de éxito editorial. Para cambiar al mundo, ese infinito proceso. Insisto en la tecnología, de nuevo, como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales: me resulta fascinante la manera en que las nuevas tecnologías también han propiciado ese encuentro que, si bien está limitado al acceso que es posible tener a ellas, ha abierto un canal de comunicación del que las autoras estamos apropiándonos, desde las tribunas de las redes sociales hasta los mensajes de voz por WhatsApp, que permiten generar conversaciones colectivas sin someterse a las leyes preestablecidas de tiempo y espacio (simbólico, geográfico, público, tangible o intangible). Es en esas madrigueras donde las autoras nos hacemos preguntas sobre la literatura que estamos construyendo hoy.

Con el deseo de que sean visibles y estén cada vez más presentes en las discusiones sobre la literatura que escribimos, reproduzco aquí lo que ellas respondieron a las preguntas que, a través de Twitter y WhatsApp, hice de forma abierta: ¿Qué preguntas se plantean respecto a la literatura que escribimos hoy? ¿Qué tensiones dentro de sus escrituras, autorías, temas y procesos les interesa explorar? ¿Sobre la relación entre obra, autoría y mercado, tendencias y procesos editoriales, modos de editar, distribución y alcance de los textos?

Olivia Teroba:

¿Qué quiero que pase con mis textos?, ¿debería modificar mi escritura para que su alcance sea mayor?, ¿es posible llegar a un público amplio siendo fiel a ciertas ideas sobre la literatura y la distribución, que no son las más comerciales? ¿Cómo seguir escribiendo, dado el estado de las cosas? (la devastación del medio ambiente, la búsqueda insaciable de capital). ¿Cómo darle espacio en mi vida cotidiana a la escritura (y al mismo tiempo procurarme una vida digna y saludable)?

Yeni Rueda López:

Evitar la capitalización editorial y mediática de nuestros dolores, rabia, alegrías y sueños. Pensar estrategias horizontales y realmente conscientes/honestas de publicación y compartición de los aprendizajes. Dejarnos y permitirnos escribir en paz sobre lo que nos interesa. Las responsabilidades escriturales, desde donde escribimos sobre los otros, y cómo ser respetuosos con experiencias que no nos atraviesan pero nos preocupan. Cómo desarticular la idea de que “damos voz con nuestra escritura”. Pasar de la idea de la “genia”, para reconocer la construcción de caminos y saberes que permitan nuestra escritura, para también ver que hasta en eso hay desigualdad y cómo podemos equilibrar balanzas. Y también compartición de procesos, tanto de escrituras como de trabajo editorial.

Isaura Leonardo:

Sobre la literatura que escribimos hoy francamente no me hago preguntas, no sé si hago bien o mal. Me interesa mucho más la investigación fuera de la literatura (de nuevo, no sé si hago bien o mal). He pasado los últimos tres o cuatro años en seminarios de ciencias sociales y de allí he vuelto a la poesía y a la literatura, al ensayo y poco a poco a la narrativa. Yo creo que no hay escritura sin investigación, incluso en temas como la enfermedad, que me ocupan mucho últimamente. Estoy atravesada por la inaccesibilidad de la academia y cómo la literatura puede aguantar y vehiculizar inquietudes profundísimas y clavadísimas que no están en la academia o sacarlas de allí a un sitio más secular.

Alejandra Eme Vázquez:

A mí me interesan las alternativas a la noción de “arrebato artístico”. También ando combatiendo el narrativocentrismo y el temacentrismo; en lo editorial, el anticanon desde procesos específicos (equipas autónomas, no reimpresión, fondeo comunitario, descarga libre, etc.).

Nora de la Cruz:

[...] Exploro el mensaje de voz de WhatsApp como forma literaria y también aprendo a escribir en la lentitud (contra la productividad).

Marilinda Guerrero:

El tema de los hilos, el lenguaje, las luchas históricas y actuales, las desigualdades, la rabia de la indiferencia, los fantasmas y monstruos que viven entre nosotros.

Andrea Chapela:

¿Existe una manera de narrar que sea latinoamericana, que sea en español y que sea mexicana?, ¿y qué significaría eso? ¿Cómo escribir sobre una cosa sin negar la otra? ¿Cómo representar el mundo en el que vivimos desde otros lugares? ¿Cómo se coloca el proceso en la obra cuando abres el proceso?, ¿cómo nos relacionamos con los documentos, con las vidas de otros, cómo nos relacionamos con nuestros materiales? ¿Qué quiere decir hacer una obra conjunta? ¿Cómo pensar el texto más allá del texto, en términos de lo que es capaz de hacer? Como una persona que nació en la ciudad y que ha tenido las oportunidades que ha tenido, ¿qué me toca decir y qué no? ¿Cómo darle cabida al otro dentro de tu propio texto? ¿Cómo expresar la duda dentro del texto y cómo le afecta a éste que la autora se coloque en un lugar mucho más vulnerable que el que ha tenido antes?

Iliana Vargas:

Hablando de los géneros especulativos, ¿qué tanto estamos tomando de la tradición literaria a la que pertenecemos?, ¿qué tanto estamos dándole continuidad y respondiendo a las propuestas de las autoras que nos heredaron y lo integramos a nuestra escritura. Si sor Juana nos leyera, ¿qué pensaría de nuestra escritura? ¿Por qué tiene que ser necesaria la división en bandos de lo mimético y lo no mimético? ¿Hasta dónde mi propia experiencia y los temas que me interesan pueden aportar realmente a toda esta visión colectiva de la vida?, ¿en qué momento deja de ser un capricho para ser una percepción que aporte? ¿A partir del autoconocimiento onírico, sensorial, que pareciera muy ególatra, cómo establecer relaciones con los demás? ¿Cómo replantear la interacción con lo natural y lo humano para proponer una visión de la realidad en la que el ser humano deje de ser el eje?

Libia Brenda:

¿Qué estamos escribiendo desde una voz propia, una postura que no está supeditada a ser la otredad o a compararse con la otredad? Como escritoras, ¿nos interesa hacer un canon? Creo que no, que nos interesa otra cosa, primero que nos dejen en paz para hacer lo que queramos. El sistema editorial de la mesa de novedades que trata a los libros como yogurts es muy pernicioso. Una autora, por muchos privilegios que tenga y aunque haya demostrado su valía (que se plantea en términos comerciales), tiene desventaja en relación con quienes armaron ese sistema. Cambiarlo vendrá no desde la autoría, sino desde lo horizontal y colaborativo: comunidades lectoras, comunidades de escritoras que trabajan en colectivo, comunidades que se unen para elaborar algo que no sea común. Me interesa mucho reconfigurar la idea de éxito que se tiene a partir de este sistema comercial, porque la idea de que lo mejor es lo que más vende, tremendamente perniciosa, está en todo, incluso en nuestra vida cotidiana.

Nelly Geraldine García Rosas:

Yo a veces quiero escribir sobre nada. Quiero experimentar con las formas y no necesariamente dar un mensaje o “decir algo”. Quiero escribir sobre momentos chiquitos, que nos han hecho creer no importantes. Y pensar el lenguaje de las máquinas como si fuera el de las personas: el coderspeak como el español o el francés.

Elena Lebrato Bustos:

¿Soy escritora? Esa es la primera. Poner en el centro del texto lo que está en los márgenes e invisibilizado. Usar mi léxico que es mi yo.

Ana Romero:

No creo en la inspiración, pero confieso que mis arranques vienen siempre en instantes: un artículo de una asesina, una casa con fantasma, un claxon que parece tren. En mi caso la reflexión viene después y, de todos modos, creo que siempre escribo lo mismo: viajes, duelos y viejitos.

Alejandra Gámez:

Lo que hago casi siempre tiene detonantes de cosas que consumo y, sobre el proceso, como en mi caso es escribir + dibujar, siempre tengo muchos escritos, pero me concentro en los que pueda dibujar con más facilidad y son a los que les doy prioridad en mi tiempo libre.

Ira Franco:

Es un poco ingenuo, pero siempre me pregunto si ese texto que escribí es generoso, lo que alguien necesita oír. La literatura me salva, me regala tiempo (me regresa el malgastado en idioteces). Yo me pregunto si un posible lector podría obtener más tiempo simbólico con mi texto.

Verónica Murguía:

Pienso que desde el siglo XIX hubo un divorcio entre lo que se consideraba la literatura y el periodismo y luego vinieron las grandes epopeyas sociales, y la verdad es que la literatura de imaginación quedó un poco marginalizada, y eso se fue acentuando. Por otro lado, una sufre la tentación de no estar diciendo lo que debería. Pero realmente una solo puede decir con el lenguaje que tiene. Esto no significa que una se conforme con esas limitaciones, sino que se tiene un lenguaje, un estilo: “Mi gramática soy yo”.

Y porque no responder sería eludir la responsabilidad de enfrentarme con mi propio ejercicio, incluyo mis propias respuestas:

Gabriela Damián Miravete:

¿Cómo escribir sobre las desigualdades que existen entre nosotras?, ¿cómo hablar de las opresiones que ejercemos sobre otras mujeres con claridad y honestidad? ¿Cómo generar, desde la condición urbana y monolingüe, una conversación respetuosa, horizontal y no extractivista con las escrituras bilingües del territorio “mexicano”, con las ideas de futuro que desde esas escrituras se exploran? ¿Cómo abordar el tema de lo espiritual después de renunciar a los dogmas religiosos? ¿Cómo hacer todo esto desde la literatura más imaginativa: la fantasía y la ciencia ficción?

Este texto fue actualizado el 29 de julio, a las 16:57, para corregir un error de atribución.

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Las autoras que los hombres no leen

Las autoras que los hombres no leen

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¿Por qué los hombres leen menos a las autoras que a los autores? Y cuando al fin lo hacen, ¿cómo las leen?, ¿hay formas de reseñar que sólo confirman prejuicios en vez de problematizar lo escrito mediante un acercamiento justo? ¿Qué están pensando algunas autoras sobre sus distintas formas de escribir?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales (IA), me resulta fascinante la manera tan poco prometedora en que se comportan las IA del presente; por ejemplo, el algoritmo de búsqueda de Google, que suele revelar la limitada capacidad de sus programadores para ordenar el mundo y llevarlo hasta las pantallas con las que hoy se educa o se informa un considerable número de personas. Conocí uno de sus elocuentes desatinos mientras leía The Authority Gap: Why Women Are Still Taken Less Seriously Than Men, and What We Can Do About It, de Mary Ann Sieghart. La autora cuenta que cuando buscó una representación visual de alguien competente, sólo se desplegaron frente a sus ojos imágenes de hombres: “Bart Simpson apareció antes que la primera mujer, rodeada por un grupo de hombres”. Hice un ejercicio similar en español: busqué “autoridad” y, efectivamente, el algoritmo me devolvió a puro señor (trajeado). En la mayoría de las imágenes, los modelos muestran un lenguaje corporal amenazante, incluso gritan. Y en un par de ellas están gritándole a una mujer.

El libro de Sieghart, como el título indica, pretende indagar en las razones por las que las mujeres y sus aportaciones al mundo siguen sufriendo diversas violencias, a pesar de que en el siglo XXI ya han conseguido, en algunos países, la validación de algunos derechos, como no ser segregadas durante la menstruación, ser propietarias de tierras o bienes, acceder a posiciones de poder u obtener reconocimiento por su desempeño en las artes, los deportes o el pensamiento. Sieghart vuelve a cuestiones ya exploradas por varias investigadoras feministas e insiste en que el problema es que a las mujeres no se nos concede la misma autoridad que a los hombres: “Quiero examinar a detalle nuestros sesgos y cartografiar las medidas que podemos tomar, como individuos y como sociedad, para detectarlas, contrarrestarlas y verlas como son: un producto irracional y anacrónico del condicionamiento social y los estereotipos caducos”.

Eso mismo se pregunta Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres, ensayo de la novelista de ciencia ficción Joanna Russ: “¿Qué tiene que pasar para que reconsideremos definitivamente el modo en que la literatura ha sido dominada por una visión reducida del mundo, para que nos demos cuenta de que nuestras ideas de grandeza se ven afectadas por nuestra necesidad de creer que somos grandes, como también lo son nuestro género y nuestra nación, y para que la pluralidad radical nos parezca emocionante y bella y no una amenaza para nuestro frágil ser?”

La respuesta puede ser un sonoro suspiro de agotamiento ante cifras como las que la misma Sieghart presenta en su artículo para The Guardian: “Why do so few men read books by women?”: “De las diez autoras más vendidas (que incluyen a Jane Austen y Margaret Atwood, así como a Danielle Steel y Jojo Moyes), sólo el 19% de sus lectores son hombres y el 81%, mujeres. Pero para los diez autores masculinos más vendidos (que incluyen a Charles Dickens y J. R. R. Tolkien, así como a Lee Child y Stephen King), la división es mucho más pareja: 55% hombres y 45% mujeres”. Según los objetivos y los deseos de algunas autoras, esto puede significar el fracaso de sus ambiciones artísticas y comerciales. Para otras, puede no significar nada más que la confirmación de lo que ya sabían: a los hombres no les importa lo que tienen que decir. A quienes ellas desean alcanzar es a las lectoras, y con eso basta.

Pero las consecuencias de esta sordera selectiva, de ese grave sesgo cognitivo, no sólo afectan la vida personal de las autoras o la literatura como sistema cultura, que de por sí ya implica un costo bastante alto. Lo que creo que también está en riesgo es, a fin de cuentas, una transformación social que se opone a la perpetuación de las relaciones jerárquicas productoras de opresiones y violencias, transformación que ha sido paulatinamente generada por diversos movimientos políticos e históricos, de los que, consciente o inconscientemente, han participado las autoras y sus modos de trabajar el lenguaje para hacerlo nombrar sus experiencias, para construir narrativas y ponerlas a disposición de quienes las necesiten y, de esta manera, generar alternativas vitales en sus entornos cotidianos y subjetividades.

El problema es que cuando estas perspectivas empiezan a ocupar un lugar prominente en la conversación cultural, cuando se genera esta entropía favorable, el sistema (es decir: la matriz de opresiones en la que varones de cierta clase social y capital cultural ocupan un lugar importante) busca devolverle su “equilibrio”: “[...] Así como los hombres tienden a sentir que las mujeres dominan la conversación cuando en realidad sólo participan en un 30%, del mismo modo sienten con frecuencia que las mujeres están teniendo una ventaja injusta cuando son tratadas meramente de forma más equitativa”, apunta Sieghart. De este modo, un sector de la población masculina, incómodo con tener que reconfigurar su propia posición dentro del engranaje, elabora formas aceptables de protestar, más discretas y, por ende, más susceptibles de mantenerse y reproducirse.

Una de ellas es lo que Russ describió como “lo escribió ella, pero fíjate sobre qué cosas escribió”, o la “ridiculización de la creación”, y que pretende hacerse pasar por crítica cuando no lo es. Un caso reciente fue la reseña positiva que se hizo sobre Yoga y coca de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), a través de la cuenta de Twitter “Mesa de novedades”, que “tiene como fin hablar sobre literatura en español y publicada en México para generar conversaciones que acerquen lectores a libros”. En la reseña-hilo de siete posts, hubo uno en particular que ejemplifica la permanencia de ciertos prejuicios en torno a la literatura escrita por mujeres. Para elogiar la voz potente y honesta de la autora, “que no busca la complacencia ideológica del lector”, y su tratamiento de los temas que aborda (el hedonismo y las desventuras amorosas, entre otros, a través de la autoficción) la compara con el panorama actual de esas escrituras, según el reseñista: “[...] Mientras buena parte de la literatura femenina empieza a quedarse sin voces e historias originales, pues las ideas centrales caminan en círculos o maternidades alteradas”. En el comunicado que "Mesa de novedades" emitió después de los comentarios negativos sobre el modo de reseñar estableció que el riesgo de hacer un ejercicio colectivo en el que no hay un comité editorial, ni se firman las reseñas de forma individual, “es que de pronto llegue una opinión que muchos de nosotros no sólo no compartimos, sino que rechazamos”.

Lo que ocurre acá es interesante, porque, para mantenerla viva, en contacto con las comunidades lectoras, vigente y creativa, es indispensable problematizar la escritura de las mujeres, pero no desde el prejuicio que revela la ignorancia sobre lo que realmente se produce y circula. En este caso en concreto sería interesante hacer una crítica sobre los modos en los que el mercado coopta los discursos (por ejemplo, la autoficción producida por personas racializadas o que han vivido eventos históricos traumáticos, los feminismos y las maternidades) en vez de incurrir en el error de adjudicar a las autoras una ilusoria manía monotemática. También sería interesante advertir que la literatura escrita por mujeres mexicanas que “no tiene empacho en hablar de ciertos temas" es, de hecho, la que más proyección internacional tiene en este momento, como Temporada de huracanes de Fernanda Melchor o Casas vacías de Brenda Navarro. Es decir, los temas que se juzgan como poco originales porque parecieran estar por todas partes (la maternidad, el feminismo) muy probablemente ocupen sólo una parte de la conversación sobre lo que se considera buena literatura en México, mientras que los temas o tratamientos que parecieran escasear en la literatura escrita por mujeres (la violencia, un acercamiento crudo al yo y a diversas realidades nacionales) de hecho forman parte de lo que más se ve, se premia y circula en el ámbito editorial. Como menciona Kate Manne en Down Girl: The Logic of Misogyny, “estos bastiones [de privilegio] están bien defendidos y son difíciles de superar, pues la gente, a menudo, está muy comprometida con su perpetuación. Para empeorar el asunto, con mucha frecuencia estas estructuras son invisibles para las personas cuya posición se ha visto sostenida y beneficiada por éstas. Así que desmantelarlas no sólo se sentirá como un revés, sino como una injusticia, para los privilegiados. Se sentirán aplastados, y no sólo nivelados, en el proceso”.

Lamentablemente, lo que se pierde en estas discusiones es la literatura escrita por mujeres: lo que están aportando a esa visión del mundo que por tanto tiempo ha sido más bien ignorada, con las consecuencias que podemos ver a pequeña y a gran escala, desde las violencias cotidianas, íntimas, hasta la devastación ecológica, porque, como permite ver Vivian Abenshushan al trasladar el concepto de pedagogía de la crueldad de Rita Segato a las prácticas literarias: “Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación de género vigente, donde las voces de mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento”. La pedagogía de la crueldad es “la pedagogía que se practica en los burdeles o en el ejército, en la mafia o en el narcotráfico, escuelas de sensibilización donde se aprende a engrosar la piel o, peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro [...] Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que les sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital”.

Sería deseable que las preguntas en torno a la escritura que producen las mujeres en los espacios visibles de crítica contuvieran las preguntas que las autoras están haciéndose, y que definitivamente no sólo pasan por el hecho de enunciarse como mujeres que escriben. Porque hablar de la literatura escrita por mujeres no es hablar de un subgénero literario ni de un nicho de mercado ni de un “fenómeno cultural” que la prensa y los consorcios editoriales insisten en bautizar como una marca muy conveniente (la más reciente es la de “El Nuevo Boom latinoamericano”, so pretexto de que las obras de Mariana Enríquez, Samanta Schweblin o Fernanda Melchor han sido nominadas al Premio Booker). Nada de eso. Es la literatura que escriben las personas que se enuncian a sí mismas como mujeres, no desde una pretendida “sensibilidad femenina” ligada a la biología o atada sin remedio al rol de género, sino desde complejas subjetividades insertas en sus muy diversos contextos: desde el hecho de ser negra, zapoteca o blanca; ser urbana, de un poblado pequeño o del campo; ser lesbiana, bisexual o heterosexual; ser cuidadora o cuidada, ser hija o madre o abuela; desde el monolingüismo, el bilingüismo del español y alguna lengua indígena hablada dentro del territorio denominado México o el bilingüismo del español y de una lengua de origen europeo, etcétera. Por ende, sus posibilidades son infinitas. Pero, para saberlo, hay que leerlas.

Me es inevitable pensar en “Las mujeres que los hombres no ven”, un cuento de Alice Sheldon (la genial autora de ciencia ficción mejor conocida como James Tiptree, Jr.) que explora esa brumosa cualidad de no existencia que adquieren las mujeres alrededor de un varón, hasta que (en el caso concreto de la historia) se revelan como existentes por ser consideradas o bien una opción de desahogo sexual o una amenaza para la propia seguridad. En una de las conversaciones, Ruth, la protagonista, le dice al hombre con el que habla sobre la pretendida igualdad de derechos entre hombres y mujeres: “Las mujeres no tienen derecho, Don, excepto los que los hombres nos otorgan. Los hombres son más agresivos y poderosos y ellos rigen el mundo. Cuando se encuentren ante la próxima gran crisis, nuestros llamados derechos se desvanecerán como... como el humo. Volveremos a ser como siempre: una propiedad. Y todo lo que haya ido mal se cargará a cuenta de nuestra libertad, como ocurrió con la caída de Roma. Verá [...] lo que hacen las mujeres es sobrevivir. Vivimos una o dos a la vez en su máquina de mover el mundo”. Don le responde que eso “suena como una guerrilla”, a lo que ella contesta: “Las guerrillas tienen alguna esperanza [...] Piense en las zarigüeyas, Don. ¿Sabía que hay zarigüeyas que viven en todas partes? Incluso en Nueva York”.

Lanzo mi propia pregunta: ¿Qué tiene que pasar para que nos lean, nos leamos? Mi respuesta, como alguien que escribe relatos sobre el futuro que en realidad hablan sobre el presente, es que tiene que cambiar el mundo. ¿Es una idea radical? ¿Descorazonadora? ¿Imposible? Definitivamente, no. Joanna Russ lo sabía hace treinta y ocho años, cuando escribió Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Rosario Castellanos lo sabía hace cuarenta y nueve, cuando escribió “Meditación en el umbral”. Juana Inés de Asbaje lo sabía hace trescientos diez años, cuando escribió su célebre respuesta a la mentada sor Filotea (el trol Manuel Fernández de Santa Cruz, desde una protocuenta de Twitter que ocultaba su verdadera identidad). Visto de ese modo, pareciera que en trescientos diez años el mundo, en ese aspecto, es muy similar. La diferencia es que, aunque siempre hemos estado por todas partes, sobreviviendo, como las zarigüeyas, hoy estamos más unidas que en otros momentos de la historia. “¿Faltará mucho?”, pregunta Marina Azahua en “La rebelión de las Casandras”. ¿Cuánto tiempo falta? Las niñas de hoy, que serán las mujeres del futuro, preguntan ansiosas: ¿Falta mucho? En lo que llega el futuro donde ya no tendremos grito atorado ni augurio en la tripa, ese futuro donde podamos narrar estas revueltas como nosotras hoy narramos a las sufragistas, mientras queda esa ardua labor de elaborar el recuento de los daños.

Pese a todo, tengo la intuición de que no falta mucho para cambiar la noción de autoridad, la idea de éxito editorial. Para cambiar al mundo, ese infinito proceso. Insisto en la tecnología, de nuevo, como alguien que escribe relatos potencialmente protagonizados por inteligencias artificiales: me resulta fascinante la manera en que las nuevas tecnologías también han propiciado ese encuentro que, si bien está limitado al acceso que es posible tener a ellas, ha abierto un canal de comunicación del que las autoras estamos apropiándonos, desde las tribunas de las redes sociales hasta los mensajes de voz por WhatsApp, que permiten generar conversaciones colectivas sin someterse a las leyes preestablecidas de tiempo y espacio (simbólico, geográfico, público, tangible o intangible). Es en esas madrigueras donde las autoras nos hacemos preguntas sobre la literatura que estamos construyendo hoy.

Con el deseo de que sean visibles y estén cada vez más presentes en las discusiones sobre la literatura que escribimos, reproduzco aquí lo que ellas respondieron a las preguntas que, a través de Twitter y WhatsApp, hice de forma abierta: ¿Qué preguntas se plantean respecto a la literatura que escribimos hoy? ¿Qué tensiones dentro de sus escrituras, autorías, temas y procesos les interesa explorar? ¿Sobre la relación entre obra, autoría y mercado, tendencias y procesos editoriales, modos de editar, distribución y alcance de los textos?

Olivia Teroba:

¿Qué quiero que pase con mis textos?, ¿debería modificar mi escritura para que su alcance sea mayor?, ¿es posible llegar a un público amplio siendo fiel a ciertas ideas sobre la literatura y la distribución, que no son las más comerciales? ¿Cómo seguir escribiendo, dado el estado de las cosas? (la devastación del medio ambiente, la búsqueda insaciable de capital). ¿Cómo darle espacio en mi vida cotidiana a la escritura (y al mismo tiempo procurarme una vida digna y saludable)?

Yeni Rueda López:

Evitar la capitalización editorial y mediática de nuestros dolores, rabia, alegrías y sueños. Pensar estrategias horizontales y realmente conscientes/honestas de publicación y compartición de los aprendizajes. Dejarnos y permitirnos escribir en paz sobre lo que nos interesa. Las responsabilidades escriturales, desde donde escribimos sobre los otros, y cómo ser respetuosos con experiencias que no nos atraviesan pero nos preocupan. Cómo desarticular la idea de que “damos voz con nuestra escritura”. Pasar de la idea de la “genia”, para reconocer la construcción de caminos y saberes que permitan nuestra escritura, para también ver que hasta en eso hay desigualdad y cómo podemos equilibrar balanzas. Y también compartición de procesos, tanto de escrituras como de trabajo editorial.

Isaura Leonardo:

Sobre la literatura que escribimos hoy francamente no me hago preguntas, no sé si hago bien o mal. Me interesa mucho más la investigación fuera de la literatura (de nuevo, no sé si hago bien o mal). He pasado los últimos tres o cuatro años en seminarios de ciencias sociales y de allí he vuelto a la poesía y a la literatura, al ensayo y poco a poco a la narrativa. Yo creo que no hay escritura sin investigación, incluso en temas como la enfermedad, que me ocupan mucho últimamente. Estoy atravesada por la inaccesibilidad de la academia y cómo la literatura puede aguantar y vehiculizar inquietudes profundísimas y clavadísimas que no están en la academia o sacarlas de allí a un sitio más secular.

Alejandra Eme Vázquez:

A mí me interesan las alternativas a la noción de “arrebato artístico”. También ando combatiendo el narrativocentrismo y el temacentrismo; en lo editorial, el anticanon desde procesos específicos (equipas autónomas, no reimpresión, fondeo comunitario, descarga libre, etc.).

Nora de la Cruz:

[...] Exploro el mensaje de voz de WhatsApp como forma literaria y también aprendo a escribir en la lentitud (contra la productividad).

Marilinda Guerrero:

El tema de los hilos, el lenguaje, las luchas históricas y actuales, las desigualdades, la rabia de la indiferencia, los fantasmas y monstruos que viven entre nosotros.

Andrea Chapela:

¿Existe una manera de narrar que sea latinoamericana, que sea en español y que sea mexicana?, ¿y qué significaría eso? ¿Cómo escribir sobre una cosa sin negar la otra? ¿Cómo representar el mundo en el que vivimos desde otros lugares? ¿Cómo se coloca el proceso en la obra cuando abres el proceso?, ¿cómo nos relacionamos con los documentos, con las vidas de otros, cómo nos relacionamos con nuestros materiales? ¿Qué quiere decir hacer una obra conjunta? ¿Cómo pensar el texto más allá del texto, en términos de lo que es capaz de hacer? Como una persona que nació en la ciudad y que ha tenido las oportunidades que ha tenido, ¿qué me toca decir y qué no? ¿Cómo darle cabida al otro dentro de tu propio texto? ¿Cómo expresar la duda dentro del texto y cómo le afecta a éste que la autora se coloque en un lugar mucho más vulnerable que el que ha tenido antes?

Iliana Vargas:

Hablando de los géneros especulativos, ¿qué tanto estamos tomando de la tradición literaria a la que pertenecemos?, ¿qué tanto estamos dándole continuidad y respondiendo a las propuestas de las autoras que nos heredaron y lo integramos a nuestra escritura. Si sor Juana nos leyera, ¿qué pensaría de nuestra escritura? ¿Por qué tiene que ser necesaria la división en bandos de lo mimético y lo no mimético? ¿Hasta dónde mi propia experiencia y los temas que me interesan pueden aportar realmente a toda esta visión colectiva de la vida?, ¿en qué momento deja de ser un capricho para ser una percepción que aporte? ¿A partir del autoconocimiento onírico, sensorial, que pareciera muy ególatra, cómo establecer relaciones con los demás? ¿Cómo replantear la interacción con lo natural y lo humano para proponer una visión de la realidad en la que el ser humano deje de ser el eje?

Libia Brenda:

¿Qué estamos escribiendo desde una voz propia, una postura que no está supeditada a ser la otredad o a compararse con la otredad? Como escritoras, ¿nos interesa hacer un canon? Creo que no, que nos interesa otra cosa, primero que nos dejen en paz para hacer lo que queramos. El sistema editorial de la mesa de novedades que trata a los libros como yogurts es muy pernicioso. Una autora, por muchos privilegios que tenga y aunque haya demostrado su valía (que se plantea en términos comerciales), tiene desventaja en relación con quienes armaron ese sistema. Cambiarlo vendrá no desde la autoría, sino desde lo horizontal y colaborativo: comunidades lectoras, comunidades de escritoras que trabajan en colectivo, comunidades que se unen para elaborar algo que no sea común. Me interesa mucho reconfigurar la idea de éxito que se tiene a partir de este sistema comercial, porque la idea de que lo mejor es lo que más vende, tremendamente perniciosa, está en todo, incluso en nuestra vida cotidiana.

Nelly Geraldine García Rosas:

Yo a veces quiero escribir sobre nada. Quiero experimentar con las formas y no necesariamente dar un mensaje o “decir algo”. Quiero escribir sobre momentos chiquitos, que nos han hecho creer no importantes. Y pensar el lenguaje de las máquinas como si fuera el de las personas: el coderspeak como el español o el francés.

Elena Lebrato Bustos:

¿Soy escritora? Esa es la primera. Poner en el centro del texto lo que está en los márgenes e invisibilizado. Usar mi léxico que es mi yo.

Ana Romero:

No creo en la inspiración, pero confieso que mis arranques vienen siempre en instantes: un artículo de una asesina, una casa con fantasma, un claxon que parece tren. En mi caso la reflexión viene después y, de todos modos, creo que siempre escribo lo mismo: viajes, duelos y viejitos.

Alejandra Gámez:

Lo que hago casi siempre tiene detonantes de cosas que consumo y, sobre el proceso, como en mi caso es escribir + dibujar, siempre tengo muchos escritos, pero me concentro en los que pueda dibujar con más facilidad y son a los que les doy prioridad en mi tiempo libre.

Ira Franco:

Es un poco ingenuo, pero siempre me pregunto si ese texto que escribí es generoso, lo que alguien necesita oír. La literatura me salva, me regala tiempo (me regresa el malgastado en idioteces). Yo me pregunto si un posible lector podría obtener más tiempo simbólico con mi texto.

Verónica Murguía:

Pienso que desde el siglo XIX hubo un divorcio entre lo que se consideraba la literatura y el periodismo y luego vinieron las grandes epopeyas sociales, y la verdad es que la literatura de imaginación quedó un poco marginalizada, y eso se fue acentuando. Por otro lado, una sufre la tentación de no estar diciendo lo que debería. Pero realmente una solo puede decir con el lenguaje que tiene. Esto no significa que una se conforme con esas limitaciones, sino que se tiene un lenguaje, un estilo: “Mi gramática soy yo”.

Y porque no responder sería eludir la responsabilidad de enfrentarme con mi propio ejercicio, incluyo mis propias respuestas:

Gabriela Damián Miravete:

¿Cómo escribir sobre las desigualdades que existen entre nosotras?, ¿cómo hablar de las opresiones que ejercemos sobre otras mujeres con claridad y honestidad? ¿Cómo generar, desde la condición urbana y monolingüe, una conversación respetuosa, horizontal y no extractivista con las escrituras bilingües del territorio “mexicano”, con las ideas de futuro que desde esas escrituras se exploran? ¿Cómo abordar el tema de lo espiritual después de renunciar a los dogmas religiosos? ¿Cómo hacer todo esto desde la literatura más imaginativa: la fantasía y la ciencia ficción?

Este texto fue actualizado el 29 de julio, a las 16:57, para corregir un error de atribución.

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