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Las feministas llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y eliminar las desigualdades de género. Que la legislación mexicana no obligue a los centros de trabajo a medir sus brechas salariales ha sido uno de los grandes obstáculos. Intersecta, junto con la Embajada del Reino Unido en México, elaboró la metodología con la que podría llevarse a cabo este desafío.
En 2017 el Reino Unido modificó la ley para obligar a los centros de trabajo a medir y hacer pública su brecha salarial de género. Desde entonces, cada empresa privada o institución gubernamental con más de 250 empleados tiene que proporcionar, año con año, una radiografía de lo que les pagan, en promedio, a las mujeres en comparación con los hombres. La información debe estar disponible en sus propios sitios web, así como en el del gobierno, para que cualquier persona pueda consultarla.
Por como está hecha la metodología del Reino Unido, la brecha salarial de género no sólo proporciona información sobre las diferencias entre lo que ganan los hombres y las mujeres. Lo relevante es que permite ver que esta diferencia es producto de una distribución desigual de los puestos de trabajo y, así, acaba sirviendo como una ventana al lugar que ocupan las mujeres en la estructura laboral. Si, por ejemplo, las mujeres están sobrerrepresentadas en los puestos más bajos del organigrama y los hombres aparecen con mucha más frecuencia en los de hasta arriba, se genera, inevitablemente, una brecha salarial.
La brecha puede existir en un lugar donde a los hombres y a las mujeres que desempeñan el mismo trabajo se les paga lo mismo, sin embargo, el tipo de puestos de unos y otras crea y mantiene la diferencia. En suma, puede haber, simultáneamente, igualdad en el papel y desigualdad en la práctica. Es bastante común, de hecho. Es tan común que en la bibliografía sobre el tema por lo general se distingue entre la igualdad formal (el reconocimiento de que las personas tienen los mismos derechos) y la igualdad sustantiva (la garantía de que las personas gozan efectivamente de los mismos derechos).
La pregunta más relevante hoy en día es ¿qué se hace para garantizar la segunda? En México la respuesta es: no mucho.
[read more]
***
Por supuesto que la legislación laboral mexicana, a lo largo de las décadas, se ha modificado para garantizar los derechos de las mujeres. Son dos las transformaciones, al respecto, las que quiero destacar.
La primera está relacionada con la reforma constitucional de 1974, en la que al fin se reconoció la igualdad entre hombres y mujeres “ante la ley”. Parte de este reconocimiento supuso cambiar la regulación laboral que, desde la misma Constitución, limitaba las actividades de las mujeres en el mundo del trabajo, por ejemplo: se les prohibía desempeñar trabajos “peligrosos” (como la “reparación de máquinas”) e “insalubres” (como manejar “sustancias tóxicas”), así como laborar después de las diez de la noche en establecimientos comerciales. En los setenta, finalmente, ese tipo de restricciones desapareció de la ley.
Sin embargo, no desaparecieron de la realidad laboral de millones de mujeres. Las prácticas discriminatorias persistieron —y persisten— de múltiples formas. En muchos sentidos, la segunda reforma laboral más importante en materia de género en México es la que buscó lidiar con esta discriminación, particularmente, en el ámbito privado. Esa reforma llegó en 2012, con modificaciones a la Ley Federal del Trabajo. Entonces fue cuando se incorporó la igualdad sustantiva como uno de los objetivos del derecho laboral; también se les prohibió explícitamente a los patrones, como los llama la ley, “negarse a aceptar trabajadores” por razones discriminatorias y “permitir o tolerar actos de hostigamiento y acoso sexual”. El problema de esta segunda reforma es que si bien sentó las bases para garantizar la igualdad sustantiva, se quedó corta en cuanto a lo que se requiere para hacerla efectiva. Una herramienta faltante son los datos.
***
Las feministas, en México y en el mundo, llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y, a final de cuentas, eliminar las brechas en el ejercicio de derechos. La razón detrás de esta exigencia tiene que ver precisamente con la naturaleza de la discriminación: en muchos casos, ésta no se anuncia como tal, sino que puede resultar de una serie de políticas y prácticas en apariencia neutrales, pero que tienen el efecto de excluir, en los hechos, a las mujeres y a otros grupos. Valga un ejemplo para ilustrarlo.
En 2014 el Consejo de la Judicatura Federal (CJF) decidió hacer un estudio sobre igualdad de género al interior del Poder Judicial Federal (PJF). Se quería responder una pregunta sencilla:¿Cuántas mujeres había y qué puestos tenían en la judicatura? Como ocurre cada vez más con muchos lugares de trabajo, cuando se hizo un desglose sencillo del personal por sexo dentro de la institución, casi había paridad. Las desigualdades surgieron al desagregar por sexo cada nivel de la estructura, cada grado en concreto, de la carrera judicial. Se descubrió que entre más alto el puesto, había menos mujeres.
Con los datos, se supo que la brecha se ampliaba especialmente entre dos puestos: el de secretarias proyectistas y juezas de distrito. Las primeras se encargan de analizar, investigar y proponer alternativas para resolver los asuntos que le llegan a la persona juzgadora para la que trabajan —siempre trabajan para una persona juzgadora—. Las juezas de distrito eran, en el poder judicial federal, las de menor jerarquía, por debajo de las magistradas de tribunales unitarios y tribunales colegiados de circuito.
Mientras que, en el primer puesto, las mujeres representaban a cuatro de cada diez, en el segundo descendían a dos de cada diez. De ahí se generaba un efecto dominó: si eran pocas las juezas de distrito, eran aún menos las magistradas de tribunales unitarios y menos todavía las de tribunales colegiados. El hecho de que hubiera tantas secretarias proyectistas mostraba que les interesaba la función jurisdiccional. ¿Por qué, si estaban interesadas en ella, no tenían tanta presencia en el siguiente nivel?
Descubrieron que las mujeres ni siquiera estaban concursando para ser juezas. Evidentemente, si no concursaban, no podían ocupar los puestos. Y ¿por qué no competían? Los autores del estudio le preguntaron al personal jurisdiccional. La respuesta, en efecto, no tenía que ver con una falta de interés, sino con lo que pasaría en caso de que resultaran designadas. Por la manera en que funcionaban los nombramientos, era muy probable que las asignaran a una jurisdicción en otra ciudad o en otra entidad, lo que implicaba que tendrían que reubicarse. Las mujeres consideraban que era casi imposible negociar una mudanza con sus familias. Frente a esta dificultad, se resignaban.
Más que culparlas, el foco del diagnóstico se puso en la regla que las orillaba a esa disyuntiva: la de adscripción. En ningún momento buscaba excluir a las mujeres, pero estaba teniendo ese efecto. ¿No había, acaso, otra forma de asignar al personal jurisdiccional que no implicara —o no siempre— una reubicación? A eso había que apostarle.
Lo primero que me interesa resaltar del caso del CJF es que todo el ejercicio fue posible gracias a que contaban con datos del personal, desagregados por sexo y puesto. Eso permitió responder la pregunta inicial e ir profundizando en las disparidades hasta encontrar una de las barreras que impedían el desarrollo de las mujeres. Los datos permitieron llegar a un diagnóstico y, con él, se pudo determinar rutas de acción.
Lo segundo que me interesa recalcar es que el diagnóstico que realizó el CJF se aplicó al PJF. ¿Es posible que en otros espacios existan obstáculos similares? Sí. ¿Es posible que en otros centros de trabajo se encuentren otro tipo de trabas? Sí. Para saberlo con certeza, sin embargo, es necesario que cada lugar cuente con su propio diagnóstico. Porque si bien la discriminación está presente en muchos ámbitos, cómo se materializa, a través de qué mecanismos se reproduce, puede ser, en muy buena medida, contextual.
¿Por qué menciono lo anterior? Porque ésa es la importancia de políticas como las del Reino Unido que, hasta el momento, no existen en México: sientan las bases para entender qué pasa en cada centro de trabajo, proporcionan herramientas para que cada uno tenga su propio análisis y así pueda diseñar sus propias intervenciones.
***
Hasta ahora la legislación mexicana no obliga a los centros de trabajo a medir sus brechas, pero eso no significa que no haya nada por hacer. Se puede preparar el terreno. En ese espíritu, me parece, la Embajada del Reino Unido en México decidió entrar a la escena. Con base en la experiencia de su país, busca promover un cambio en diversos escenarios: directamente con la legislatura, con las empresas, entre las organizaciones de la sociedad civil y con la ciudadanía en general. Una de sus apuestas fue generar una metodología para medir la brecha salarial en México. Para ello, la embajada lanzó un proceso de licitación pública, en el cual Intersecta, organización que dirijo, resultó elegida.
Adaptar la metodología del Reino Unido al contexto mexicano, tomando en cuenta la legislación y las prácticas laborales de nuestro país, era el objetivo del proyecto. Para lograrlo, realizamos una variedad de actividades, como revisar el marco normativo y la bibliografía especializada. También entrevistamos al personal de los centros de trabajo para entender un poco mejor cómo operaban. Por ejemplo: ¿Tenían sus políticas salariales por escrito?, ¿un comité de igualdad instalado?, ¿un departamento de recursos humanos? y ¿ya habían realizado esfuerzos para medir la brecha de género? Finalmente, después de elaborar un documento en el que se detallaba la metodología para medir la brecha, organizamos una serie de talleres para presentarla a los centros de trabajo y recibir su retroalimentación.
El resultado de todo el proyecto es un documento corto, que pronto será público, y aborda cuatros asuntos: ¿Qué es la brecha salarial de género?, ¿por qué importa?, ¿cómo se mide? y ¿qué se puede hacer para reducirla? La mayoría de las páginas está dedicada a cómo se mide. El documento es una guía paso a paso, pensada, en especial, como una herramienta para las personas que se encargan de los recursos humanos.
¿Por qué es necesario un documento como éste? Tomemos la definición básica que utiliza el Reino Unido: la brecha es “la diferencia entre el promedio de salario de los hombres y de las mujeres” dentro de una organización. Para calcularla, se necesita identificar varios elementos. Por ejemplo: la planta laboral de una empresa puede variar a lo largo del año. Si la medición pide comparar salarios de los y las trabajadores, ¿los y las trabajadores de qué momento se deben tomar en cuenta? (La metodología propone utilizar el 31 de diciembre como fecha para tomar la “fotografía”). Si el objetivo es contrastar el salario de los y las trabajadores, ¿qué cuenta como salario? Y, a todo esto, ¿qué cuenta como trabajador? Estas preguntas, que parecen obvias, pero no lo son, buscan responderse en el documento. Todo con el propósito, de nuevo, de fijar el universo a medir. Por ejemplo: en la metodología se distingue, para empezar, entre salario y bono. Por bono se entiende toda gratificación ajena al salario que se relacione con la productividad, el rendimiento, cualquier incentivo o comisión. Se trata de premios, básicamente, en oposición a los ingresos que se asignan por ley. Al separarlos, se ve cómo se distribuyen entre unos y otras y se puede responder, por ejemplo, si los hombres acceden desproporcionadamente a ellos.
Ahora bien, importa qué se mide y, por eso, la metodología usa varios indicadores. Permite, por ejemplo, saber cómo se distribuyen los hombres y las mujeres dentro del lugar de trabajo (se propone una división por cuartiles de la fuerza laboral). Sirve también para calcular la media y la mediana, tanto del salario como de los bonos que reciben los y las trabajadoras. Al ser una metodología, la respuesta dependerá, por supuesto, de los datos que cada sitio de trabajo utilice. Puede haber brechas, puede no haberlas. Pueden ser grandes, pueden ser chicas. Lo central es hacer el ejercicio y ver qué sale.
Como todas, esta metodología tiene límites. Es increíblemente básica. Apenas es un comparativo entre salarios y bonos de hombres y mujeres y de su distribución en el organigrama laboral. No toma en cuenta otros factores, como el color de piel, el estado civil, el número de hijos que tienen las personas, la sexualidad y la identidad de género, por mencionar sólo algunos que impactan en el ejercicio de derechos. Tampoco sirve para interrogar el parámetro de los salarios: si éstos son muy bajos, para empezar; si, por ejemplo, los hombres ganan en promedio 120 pesos al día y las mujeres, 110, el problema no es únicamente la diferencia, sino que ambos ganan muy poco.
Con todo y sus límites, la metodología puede llevar al tipo de análisis que se requiere para entender y eliminar las muchas desigualdades que hoy existen en el mundo del trabajo. Si bien es un primer paso, puede encaminar a las instituciones y empresas a este tipo de reflexiones, que se requieren para garantizar la efectividad de los derechos.
***
En México los problemas que existen en el mundo del trabajo son múltiples. Si el objetivo es la igualdad salarial, hay que lidiar no sólo con que las personas ganan poco —como ya mencioné—, sino también con el hecho de que ni siquiera se les paga todo lo que la ley establece. También es importante considerar la debilidad de muchas de las autoridades laborales del país, incapaces de inspeccionar si se cumple o no con lo que la ley dispone. Más allá de estos obstáculos, hay dos puntos adicionales que quiero resaltar.
Ha habido esfuerzos, en los últimos años, por promover que los centros de trabajo implementen políticas para la igualdad de género. Por ejemplo, está la norma mexicana de igualdad laboral (NMX-R-025-SCFI-2015), un mecanismo de certificación voluntario; si el centro de trabajo cumple con los requisitos establecidos, obtiene una validación. Mucho de lo que exige la norma es tener ciertas políticas en papel. No necesariamente requiere que se cierren brechas al interior de los centros de trabajo ni que se reduzca la incidencia de algunas formas de violencia. Con todo, en un país que tiene aproximadamente 6.3 millones de establecimientos, según el Censo Económico 2019 del Inegi, sólo están certificados 460, de acuerdo con el último Padrón Nacional de Centros de Trabajo Certificados. En términos de personas, usando las mismas fuentes: 858 mil trabajan en un centro certificado, de un universo de 36 millones. Esto muestra, me parece, el poco interés que hay en abordar el problema y, por lo tanto, el tamaño de la resistencia.
Lo interesante de la política del Reino Unido, vale la pena recordarlo, no es sólo la exigencia a los centros de trabajo de medir su brecha, sino de hacerla pública. Es una apuesta por la transparencia y la fiscalización. No conozco una obligación similar para los centros de trabajo mexicanos en temas afines. Recientemente entró en vigor la norma oficial mexicana NOM-035-STPS-2018, que los obliga a preocuparse por la salud psicosocial de los y las trabajadores. A los lugares grandes les exige incluso hacer “evaluaciones del entorno organizacional”. No existe, sin embargo, ningún tipo de obligación de hacer públicos los resultados de estos esfuerzos para que cualquier persona los pueda ver. Que se implemente una política similar a la del Reino Unido en este sentido sí sería, por todo esto, novedoso, pero no sorprendería que hubiera resistencia. Si el gobierno mexicano apostara por la metodología del Reino Unido, no sólo se requiere que un lado publique la información, sino que el otro la fiscalice. Los medios, la academia, la sociedad civil, los sindicatos, la ciudadanía más amplia: todas tendríamos que entrarle. Sería glorioso, pero sin duda tendríamos que invertir tiempo, energía, recursos. Valdría la pena, eso sí.
Estefanía Vela Barba es directora ejecutiva de Intersecta, una organización feminista que se dedica a la investigación y a la promoción de políticas públicas para la igualdad. También es autora del libro La discriminación en el empleo en México, que fue publicado en 2017 por el Instituto Belisario Domínguez y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.
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Las feministas llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y eliminar las desigualdades de género. Que la legislación mexicana no obligue a los centros de trabajo a medir sus brechas salariales ha sido uno de los grandes obstáculos. Intersecta, junto con la Embajada del Reino Unido en México, elaboró la metodología con la que podría llevarse a cabo este desafío.
En 2017 el Reino Unido modificó la ley para obligar a los centros de trabajo a medir y hacer pública su brecha salarial de género. Desde entonces, cada empresa privada o institución gubernamental con más de 250 empleados tiene que proporcionar, año con año, una radiografía de lo que les pagan, en promedio, a las mujeres en comparación con los hombres. La información debe estar disponible en sus propios sitios web, así como en el del gobierno, para que cualquier persona pueda consultarla.
Por como está hecha la metodología del Reino Unido, la brecha salarial de género no sólo proporciona información sobre las diferencias entre lo que ganan los hombres y las mujeres. Lo relevante es que permite ver que esta diferencia es producto de una distribución desigual de los puestos de trabajo y, así, acaba sirviendo como una ventana al lugar que ocupan las mujeres en la estructura laboral. Si, por ejemplo, las mujeres están sobrerrepresentadas en los puestos más bajos del organigrama y los hombres aparecen con mucha más frecuencia en los de hasta arriba, se genera, inevitablemente, una brecha salarial.
La brecha puede existir en un lugar donde a los hombres y a las mujeres que desempeñan el mismo trabajo se les paga lo mismo, sin embargo, el tipo de puestos de unos y otras crea y mantiene la diferencia. En suma, puede haber, simultáneamente, igualdad en el papel y desigualdad en la práctica. Es bastante común, de hecho. Es tan común que en la bibliografía sobre el tema por lo general se distingue entre la igualdad formal (el reconocimiento de que las personas tienen los mismos derechos) y la igualdad sustantiva (la garantía de que las personas gozan efectivamente de los mismos derechos).
La pregunta más relevante hoy en día es ¿qué se hace para garantizar la segunda? En México la respuesta es: no mucho.
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Por supuesto que la legislación laboral mexicana, a lo largo de las décadas, se ha modificado para garantizar los derechos de las mujeres. Son dos las transformaciones, al respecto, las que quiero destacar.
La primera está relacionada con la reforma constitucional de 1974, en la que al fin se reconoció la igualdad entre hombres y mujeres “ante la ley”. Parte de este reconocimiento supuso cambiar la regulación laboral que, desde la misma Constitución, limitaba las actividades de las mujeres en el mundo del trabajo, por ejemplo: se les prohibía desempeñar trabajos “peligrosos” (como la “reparación de máquinas”) e “insalubres” (como manejar “sustancias tóxicas”), así como laborar después de las diez de la noche en establecimientos comerciales. En los setenta, finalmente, ese tipo de restricciones desapareció de la ley.
Sin embargo, no desaparecieron de la realidad laboral de millones de mujeres. Las prácticas discriminatorias persistieron —y persisten— de múltiples formas. En muchos sentidos, la segunda reforma laboral más importante en materia de género en México es la que buscó lidiar con esta discriminación, particularmente, en el ámbito privado. Esa reforma llegó en 2012, con modificaciones a la Ley Federal del Trabajo. Entonces fue cuando se incorporó la igualdad sustantiva como uno de los objetivos del derecho laboral; también se les prohibió explícitamente a los patrones, como los llama la ley, “negarse a aceptar trabajadores” por razones discriminatorias y “permitir o tolerar actos de hostigamiento y acoso sexual”. El problema de esta segunda reforma es que si bien sentó las bases para garantizar la igualdad sustantiva, se quedó corta en cuanto a lo que se requiere para hacerla efectiva. Una herramienta faltante son los datos.
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Las feministas, en México y en el mundo, llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y, a final de cuentas, eliminar las brechas en el ejercicio de derechos. La razón detrás de esta exigencia tiene que ver precisamente con la naturaleza de la discriminación: en muchos casos, ésta no se anuncia como tal, sino que puede resultar de una serie de políticas y prácticas en apariencia neutrales, pero que tienen el efecto de excluir, en los hechos, a las mujeres y a otros grupos. Valga un ejemplo para ilustrarlo.
En 2014 el Consejo de la Judicatura Federal (CJF) decidió hacer un estudio sobre igualdad de género al interior del Poder Judicial Federal (PJF). Se quería responder una pregunta sencilla:¿Cuántas mujeres había y qué puestos tenían en la judicatura? Como ocurre cada vez más con muchos lugares de trabajo, cuando se hizo un desglose sencillo del personal por sexo dentro de la institución, casi había paridad. Las desigualdades surgieron al desagregar por sexo cada nivel de la estructura, cada grado en concreto, de la carrera judicial. Se descubrió que entre más alto el puesto, había menos mujeres.
Con los datos, se supo que la brecha se ampliaba especialmente entre dos puestos: el de secretarias proyectistas y juezas de distrito. Las primeras se encargan de analizar, investigar y proponer alternativas para resolver los asuntos que le llegan a la persona juzgadora para la que trabajan —siempre trabajan para una persona juzgadora—. Las juezas de distrito eran, en el poder judicial federal, las de menor jerarquía, por debajo de las magistradas de tribunales unitarios y tribunales colegiados de circuito.
Mientras que, en el primer puesto, las mujeres representaban a cuatro de cada diez, en el segundo descendían a dos de cada diez. De ahí se generaba un efecto dominó: si eran pocas las juezas de distrito, eran aún menos las magistradas de tribunales unitarios y menos todavía las de tribunales colegiados. El hecho de que hubiera tantas secretarias proyectistas mostraba que les interesaba la función jurisdiccional. ¿Por qué, si estaban interesadas en ella, no tenían tanta presencia en el siguiente nivel?
Descubrieron que las mujeres ni siquiera estaban concursando para ser juezas. Evidentemente, si no concursaban, no podían ocupar los puestos. Y ¿por qué no competían? Los autores del estudio le preguntaron al personal jurisdiccional. La respuesta, en efecto, no tenía que ver con una falta de interés, sino con lo que pasaría en caso de que resultaran designadas. Por la manera en que funcionaban los nombramientos, era muy probable que las asignaran a una jurisdicción en otra ciudad o en otra entidad, lo que implicaba que tendrían que reubicarse. Las mujeres consideraban que era casi imposible negociar una mudanza con sus familias. Frente a esta dificultad, se resignaban.
Más que culparlas, el foco del diagnóstico se puso en la regla que las orillaba a esa disyuntiva: la de adscripción. En ningún momento buscaba excluir a las mujeres, pero estaba teniendo ese efecto. ¿No había, acaso, otra forma de asignar al personal jurisdiccional que no implicara —o no siempre— una reubicación? A eso había que apostarle.
Lo primero que me interesa resaltar del caso del CJF es que todo el ejercicio fue posible gracias a que contaban con datos del personal, desagregados por sexo y puesto. Eso permitió responder la pregunta inicial e ir profundizando en las disparidades hasta encontrar una de las barreras que impedían el desarrollo de las mujeres. Los datos permitieron llegar a un diagnóstico y, con él, se pudo determinar rutas de acción.
Lo segundo que me interesa recalcar es que el diagnóstico que realizó el CJF se aplicó al PJF. ¿Es posible que en otros espacios existan obstáculos similares? Sí. ¿Es posible que en otros centros de trabajo se encuentren otro tipo de trabas? Sí. Para saberlo con certeza, sin embargo, es necesario que cada lugar cuente con su propio diagnóstico. Porque si bien la discriminación está presente en muchos ámbitos, cómo se materializa, a través de qué mecanismos se reproduce, puede ser, en muy buena medida, contextual.
¿Por qué menciono lo anterior? Porque ésa es la importancia de políticas como las del Reino Unido que, hasta el momento, no existen en México: sientan las bases para entender qué pasa en cada centro de trabajo, proporcionan herramientas para que cada uno tenga su propio análisis y así pueda diseñar sus propias intervenciones.
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Hasta ahora la legislación mexicana no obliga a los centros de trabajo a medir sus brechas, pero eso no significa que no haya nada por hacer. Se puede preparar el terreno. En ese espíritu, me parece, la Embajada del Reino Unido en México decidió entrar a la escena. Con base en la experiencia de su país, busca promover un cambio en diversos escenarios: directamente con la legislatura, con las empresas, entre las organizaciones de la sociedad civil y con la ciudadanía en general. Una de sus apuestas fue generar una metodología para medir la brecha salarial en México. Para ello, la embajada lanzó un proceso de licitación pública, en el cual Intersecta, organización que dirijo, resultó elegida.
Adaptar la metodología del Reino Unido al contexto mexicano, tomando en cuenta la legislación y las prácticas laborales de nuestro país, era el objetivo del proyecto. Para lograrlo, realizamos una variedad de actividades, como revisar el marco normativo y la bibliografía especializada. También entrevistamos al personal de los centros de trabajo para entender un poco mejor cómo operaban. Por ejemplo: ¿Tenían sus políticas salariales por escrito?, ¿un comité de igualdad instalado?, ¿un departamento de recursos humanos? y ¿ya habían realizado esfuerzos para medir la brecha de género? Finalmente, después de elaborar un documento en el que se detallaba la metodología para medir la brecha, organizamos una serie de talleres para presentarla a los centros de trabajo y recibir su retroalimentación.
El resultado de todo el proyecto es un documento corto, que pronto será público, y aborda cuatros asuntos: ¿Qué es la brecha salarial de género?, ¿por qué importa?, ¿cómo se mide? y ¿qué se puede hacer para reducirla? La mayoría de las páginas está dedicada a cómo se mide. El documento es una guía paso a paso, pensada, en especial, como una herramienta para las personas que se encargan de los recursos humanos.
¿Por qué es necesario un documento como éste? Tomemos la definición básica que utiliza el Reino Unido: la brecha es “la diferencia entre el promedio de salario de los hombres y de las mujeres” dentro de una organización. Para calcularla, se necesita identificar varios elementos. Por ejemplo: la planta laboral de una empresa puede variar a lo largo del año. Si la medición pide comparar salarios de los y las trabajadores, ¿los y las trabajadores de qué momento se deben tomar en cuenta? (La metodología propone utilizar el 31 de diciembre como fecha para tomar la “fotografía”). Si el objetivo es contrastar el salario de los y las trabajadores, ¿qué cuenta como salario? Y, a todo esto, ¿qué cuenta como trabajador? Estas preguntas, que parecen obvias, pero no lo son, buscan responderse en el documento. Todo con el propósito, de nuevo, de fijar el universo a medir. Por ejemplo: en la metodología se distingue, para empezar, entre salario y bono. Por bono se entiende toda gratificación ajena al salario que se relacione con la productividad, el rendimiento, cualquier incentivo o comisión. Se trata de premios, básicamente, en oposición a los ingresos que se asignan por ley. Al separarlos, se ve cómo se distribuyen entre unos y otras y se puede responder, por ejemplo, si los hombres acceden desproporcionadamente a ellos.
Ahora bien, importa qué se mide y, por eso, la metodología usa varios indicadores. Permite, por ejemplo, saber cómo se distribuyen los hombres y las mujeres dentro del lugar de trabajo (se propone una división por cuartiles de la fuerza laboral). Sirve también para calcular la media y la mediana, tanto del salario como de los bonos que reciben los y las trabajadoras. Al ser una metodología, la respuesta dependerá, por supuesto, de los datos que cada sitio de trabajo utilice. Puede haber brechas, puede no haberlas. Pueden ser grandes, pueden ser chicas. Lo central es hacer el ejercicio y ver qué sale.
Como todas, esta metodología tiene límites. Es increíblemente básica. Apenas es un comparativo entre salarios y bonos de hombres y mujeres y de su distribución en el organigrama laboral. No toma en cuenta otros factores, como el color de piel, el estado civil, el número de hijos que tienen las personas, la sexualidad y la identidad de género, por mencionar sólo algunos que impactan en el ejercicio de derechos. Tampoco sirve para interrogar el parámetro de los salarios: si éstos son muy bajos, para empezar; si, por ejemplo, los hombres ganan en promedio 120 pesos al día y las mujeres, 110, el problema no es únicamente la diferencia, sino que ambos ganan muy poco.
Con todo y sus límites, la metodología puede llevar al tipo de análisis que se requiere para entender y eliminar las muchas desigualdades que hoy existen en el mundo del trabajo. Si bien es un primer paso, puede encaminar a las instituciones y empresas a este tipo de reflexiones, que se requieren para garantizar la efectividad de los derechos.
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En México los problemas que existen en el mundo del trabajo son múltiples. Si el objetivo es la igualdad salarial, hay que lidiar no sólo con que las personas ganan poco —como ya mencioné—, sino también con el hecho de que ni siquiera se les paga todo lo que la ley establece. También es importante considerar la debilidad de muchas de las autoridades laborales del país, incapaces de inspeccionar si se cumple o no con lo que la ley dispone. Más allá de estos obstáculos, hay dos puntos adicionales que quiero resaltar.
Ha habido esfuerzos, en los últimos años, por promover que los centros de trabajo implementen políticas para la igualdad de género. Por ejemplo, está la norma mexicana de igualdad laboral (NMX-R-025-SCFI-2015), un mecanismo de certificación voluntario; si el centro de trabajo cumple con los requisitos establecidos, obtiene una validación. Mucho de lo que exige la norma es tener ciertas políticas en papel. No necesariamente requiere que se cierren brechas al interior de los centros de trabajo ni que se reduzca la incidencia de algunas formas de violencia. Con todo, en un país que tiene aproximadamente 6.3 millones de establecimientos, según el Censo Económico 2019 del Inegi, sólo están certificados 460, de acuerdo con el último Padrón Nacional de Centros de Trabajo Certificados. En términos de personas, usando las mismas fuentes: 858 mil trabajan en un centro certificado, de un universo de 36 millones. Esto muestra, me parece, el poco interés que hay en abordar el problema y, por lo tanto, el tamaño de la resistencia.
Lo interesante de la política del Reino Unido, vale la pena recordarlo, no es sólo la exigencia a los centros de trabajo de medir su brecha, sino de hacerla pública. Es una apuesta por la transparencia y la fiscalización. No conozco una obligación similar para los centros de trabajo mexicanos en temas afines. Recientemente entró en vigor la norma oficial mexicana NOM-035-STPS-2018, que los obliga a preocuparse por la salud psicosocial de los y las trabajadores. A los lugares grandes les exige incluso hacer “evaluaciones del entorno organizacional”. No existe, sin embargo, ningún tipo de obligación de hacer públicos los resultados de estos esfuerzos para que cualquier persona los pueda ver. Que se implemente una política similar a la del Reino Unido en este sentido sí sería, por todo esto, novedoso, pero no sorprendería que hubiera resistencia. Si el gobierno mexicano apostara por la metodología del Reino Unido, no sólo se requiere que un lado publique la información, sino que el otro la fiscalice. Los medios, la academia, la sociedad civil, los sindicatos, la ciudadanía más amplia: todas tendríamos que entrarle. Sería glorioso, pero sin duda tendríamos que invertir tiempo, energía, recursos. Valdría la pena, eso sí.
Estefanía Vela Barba es directora ejecutiva de Intersecta, una organización feminista que se dedica a la investigación y a la promoción de políticas públicas para la igualdad. También es autora del libro La discriminación en el empleo en México, que fue publicado en 2017 por el Instituto Belisario Domínguez y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.
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Las feministas llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y eliminar las desigualdades de género. Que la legislación mexicana no obligue a los centros de trabajo a medir sus brechas salariales ha sido uno de los grandes obstáculos. Intersecta, junto con la Embajada del Reino Unido en México, elaboró la metodología con la que podría llevarse a cabo este desafío.
En 2017 el Reino Unido modificó la ley para obligar a los centros de trabajo a medir y hacer pública su brecha salarial de género. Desde entonces, cada empresa privada o institución gubernamental con más de 250 empleados tiene que proporcionar, año con año, una radiografía de lo que les pagan, en promedio, a las mujeres en comparación con los hombres. La información debe estar disponible en sus propios sitios web, así como en el del gobierno, para que cualquier persona pueda consultarla.
Por como está hecha la metodología del Reino Unido, la brecha salarial de género no sólo proporciona información sobre las diferencias entre lo que ganan los hombres y las mujeres. Lo relevante es que permite ver que esta diferencia es producto de una distribución desigual de los puestos de trabajo y, así, acaba sirviendo como una ventana al lugar que ocupan las mujeres en la estructura laboral. Si, por ejemplo, las mujeres están sobrerrepresentadas en los puestos más bajos del organigrama y los hombres aparecen con mucha más frecuencia en los de hasta arriba, se genera, inevitablemente, una brecha salarial.
La brecha puede existir en un lugar donde a los hombres y a las mujeres que desempeñan el mismo trabajo se les paga lo mismo, sin embargo, el tipo de puestos de unos y otras crea y mantiene la diferencia. En suma, puede haber, simultáneamente, igualdad en el papel y desigualdad en la práctica. Es bastante común, de hecho. Es tan común que en la bibliografía sobre el tema por lo general se distingue entre la igualdad formal (el reconocimiento de que las personas tienen los mismos derechos) y la igualdad sustantiva (la garantía de que las personas gozan efectivamente de los mismos derechos).
La pregunta más relevante hoy en día es ¿qué se hace para garantizar la segunda? En México la respuesta es: no mucho.
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Por supuesto que la legislación laboral mexicana, a lo largo de las décadas, se ha modificado para garantizar los derechos de las mujeres. Son dos las transformaciones, al respecto, las que quiero destacar.
La primera está relacionada con la reforma constitucional de 1974, en la que al fin se reconoció la igualdad entre hombres y mujeres “ante la ley”. Parte de este reconocimiento supuso cambiar la regulación laboral que, desde la misma Constitución, limitaba las actividades de las mujeres en el mundo del trabajo, por ejemplo: se les prohibía desempeñar trabajos “peligrosos” (como la “reparación de máquinas”) e “insalubres” (como manejar “sustancias tóxicas”), así como laborar después de las diez de la noche en establecimientos comerciales. En los setenta, finalmente, ese tipo de restricciones desapareció de la ley.
Sin embargo, no desaparecieron de la realidad laboral de millones de mujeres. Las prácticas discriminatorias persistieron —y persisten— de múltiples formas. En muchos sentidos, la segunda reforma laboral más importante en materia de género en México es la que buscó lidiar con esta discriminación, particularmente, en el ámbito privado. Esa reforma llegó en 2012, con modificaciones a la Ley Federal del Trabajo. Entonces fue cuando se incorporó la igualdad sustantiva como uno de los objetivos del derecho laboral; también se les prohibió explícitamente a los patrones, como los llama la ley, “negarse a aceptar trabajadores” por razones discriminatorias y “permitir o tolerar actos de hostigamiento y acoso sexual”. El problema de esta segunda reforma es que si bien sentó las bases para garantizar la igualdad sustantiva, se quedó corta en cuanto a lo que se requiere para hacerla efectiva. Una herramienta faltante son los datos.
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Las feministas, en México y en el mundo, llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y, a final de cuentas, eliminar las brechas en el ejercicio de derechos. La razón detrás de esta exigencia tiene que ver precisamente con la naturaleza de la discriminación: en muchos casos, ésta no se anuncia como tal, sino que puede resultar de una serie de políticas y prácticas en apariencia neutrales, pero que tienen el efecto de excluir, en los hechos, a las mujeres y a otros grupos. Valga un ejemplo para ilustrarlo.
En 2014 el Consejo de la Judicatura Federal (CJF) decidió hacer un estudio sobre igualdad de género al interior del Poder Judicial Federal (PJF). Se quería responder una pregunta sencilla:¿Cuántas mujeres había y qué puestos tenían en la judicatura? Como ocurre cada vez más con muchos lugares de trabajo, cuando se hizo un desglose sencillo del personal por sexo dentro de la institución, casi había paridad. Las desigualdades surgieron al desagregar por sexo cada nivel de la estructura, cada grado en concreto, de la carrera judicial. Se descubrió que entre más alto el puesto, había menos mujeres.
Con los datos, se supo que la brecha se ampliaba especialmente entre dos puestos: el de secretarias proyectistas y juezas de distrito. Las primeras se encargan de analizar, investigar y proponer alternativas para resolver los asuntos que le llegan a la persona juzgadora para la que trabajan —siempre trabajan para una persona juzgadora—. Las juezas de distrito eran, en el poder judicial federal, las de menor jerarquía, por debajo de las magistradas de tribunales unitarios y tribunales colegiados de circuito.
Mientras que, en el primer puesto, las mujeres representaban a cuatro de cada diez, en el segundo descendían a dos de cada diez. De ahí se generaba un efecto dominó: si eran pocas las juezas de distrito, eran aún menos las magistradas de tribunales unitarios y menos todavía las de tribunales colegiados. El hecho de que hubiera tantas secretarias proyectistas mostraba que les interesaba la función jurisdiccional. ¿Por qué, si estaban interesadas en ella, no tenían tanta presencia en el siguiente nivel?
Descubrieron que las mujeres ni siquiera estaban concursando para ser juezas. Evidentemente, si no concursaban, no podían ocupar los puestos. Y ¿por qué no competían? Los autores del estudio le preguntaron al personal jurisdiccional. La respuesta, en efecto, no tenía que ver con una falta de interés, sino con lo que pasaría en caso de que resultaran designadas. Por la manera en que funcionaban los nombramientos, era muy probable que las asignaran a una jurisdicción en otra ciudad o en otra entidad, lo que implicaba que tendrían que reubicarse. Las mujeres consideraban que era casi imposible negociar una mudanza con sus familias. Frente a esta dificultad, se resignaban.
Más que culparlas, el foco del diagnóstico se puso en la regla que las orillaba a esa disyuntiva: la de adscripción. En ningún momento buscaba excluir a las mujeres, pero estaba teniendo ese efecto. ¿No había, acaso, otra forma de asignar al personal jurisdiccional que no implicara —o no siempre— una reubicación? A eso había que apostarle.
Lo primero que me interesa resaltar del caso del CJF es que todo el ejercicio fue posible gracias a que contaban con datos del personal, desagregados por sexo y puesto. Eso permitió responder la pregunta inicial e ir profundizando en las disparidades hasta encontrar una de las barreras que impedían el desarrollo de las mujeres. Los datos permitieron llegar a un diagnóstico y, con él, se pudo determinar rutas de acción.
Lo segundo que me interesa recalcar es que el diagnóstico que realizó el CJF se aplicó al PJF. ¿Es posible que en otros espacios existan obstáculos similares? Sí. ¿Es posible que en otros centros de trabajo se encuentren otro tipo de trabas? Sí. Para saberlo con certeza, sin embargo, es necesario que cada lugar cuente con su propio diagnóstico. Porque si bien la discriminación está presente en muchos ámbitos, cómo se materializa, a través de qué mecanismos se reproduce, puede ser, en muy buena medida, contextual.
¿Por qué menciono lo anterior? Porque ésa es la importancia de políticas como las del Reino Unido que, hasta el momento, no existen en México: sientan las bases para entender qué pasa en cada centro de trabajo, proporcionan herramientas para que cada uno tenga su propio análisis y así pueda diseñar sus propias intervenciones.
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Hasta ahora la legislación mexicana no obliga a los centros de trabajo a medir sus brechas, pero eso no significa que no haya nada por hacer. Se puede preparar el terreno. En ese espíritu, me parece, la Embajada del Reino Unido en México decidió entrar a la escena. Con base en la experiencia de su país, busca promover un cambio en diversos escenarios: directamente con la legislatura, con las empresas, entre las organizaciones de la sociedad civil y con la ciudadanía en general. Una de sus apuestas fue generar una metodología para medir la brecha salarial en México. Para ello, la embajada lanzó un proceso de licitación pública, en el cual Intersecta, organización que dirijo, resultó elegida.
Adaptar la metodología del Reino Unido al contexto mexicano, tomando en cuenta la legislación y las prácticas laborales de nuestro país, era el objetivo del proyecto. Para lograrlo, realizamos una variedad de actividades, como revisar el marco normativo y la bibliografía especializada. También entrevistamos al personal de los centros de trabajo para entender un poco mejor cómo operaban. Por ejemplo: ¿Tenían sus políticas salariales por escrito?, ¿un comité de igualdad instalado?, ¿un departamento de recursos humanos? y ¿ya habían realizado esfuerzos para medir la brecha de género? Finalmente, después de elaborar un documento en el que se detallaba la metodología para medir la brecha, organizamos una serie de talleres para presentarla a los centros de trabajo y recibir su retroalimentación.
El resultado de todo el proyecto es un documento corto, que pronto será público, y aborda cuatros asuntos: ¿Qué es la brecha salarial de género?, ¿por qué importa?, ¿cómo se mide? y ¿qué se puede hacer para reducirla? La mayoría de las páginas está dedicada a cómo se mide. El documento es una guía paso a paso, pensada, en especial, como una herramienta para las personas que se encargan de los recursos humanos.
¿Por qué es necesario un documento como éste? Tomemos la definición básica que utiliza el Reino Unido: la brecha es “la diferencia entre el promedio de salario de los hombres y de las mujeres” dentro de una organización. Para calcularla, se necesita identificar varios elementos. Por ejemplo: la planta laboral de una empresa puede variar a lo largo del año. Si la medición pide comparar salarios de los y las trabajadores, ¿los y las trabajadores de qué momento se deben tomar en cuenta? (La metodología propone utilizar el 31 de diciembre como fecha para tomar la “fotografía”). Si el objetivo es contrastar el salario de los y las trabajadores, ¿qué cuenta como salario? Y, a todo esto, ¿qué cuenta como trabajador? Estas preguntas, que parecen obvias, pero no lo son, buscan responderse en el documento. Todo con el propósito, de nuevo, de fijar el universo a medir. Por ejemplo: en la metodología se distingue, para empezar, entre salario y bono. Por bono se entiende toda gratificación ajena al salario que se relacione con la productividad, el rendimiento, cualquier incentivo o comisión. Se trata de premios, básicamente, en oposición a los ingresos que se asignan por ley. Al separarlos, se ve cómo se distribuyen entre unos y otras y se puede responder, por ejemplo, si los hombres acceden desproporcionadamente a ellos.
Ahora bien, importa qué se mide y, por eso, la metodología usa varios indicadores. Permite, por ejemplo, saber cómo se distribuyen los hombres y las mujeres dentro del lugar de trabajo (se propone una división por cuartiles de la fuerza laboral). Sirve también para calcular la media y la mediana, tanto del salario como de los bonos que reciben los y las trabajadoras. Al ser una metodología, la respuesta dependerá, por supuesto, de los datos que cada sitio de trabajo utilice. Puede haber brechas, puede no haberlas. Pueden ser grandes, pueden ser chicas. Lo central es hacer el ejercicio y ver qué sale.
Como todas, esta metodología tiene límites. Es increíblemente básica. Apenas es un comparativo entre salarios y bonos de hombres y mujeres y de su distribución en el organigrama laboral. No toma en cuenta otros factores, como el color de piel, el estado civil, el número de hijos que tienen las personas, la sexualidad y la identidad de género, por mencionar sólo algunos que impactan en el ejercicio de derechos. Tampoco sirve para interrogar el parámetro de los salarios: si éstos son muy bajos, para empezar; si, por ejemplo, los hombres ganan en promedio 120 pesos al día y las mujeres, 110, el problema no es únicamente la diferencia, sino que ambos ganan muy poco.
Con todo y sus límites, la metodología puede llevar al tipo de análisis que se requiere para entender y eliminar las muchas desigualdades que hoy existen en el mundo del trabajo. Si bien es un primer paso, puede encaminar a las instituciones y empresas a este tipo de reflexiones, que se requieren para garantizar la efectividad de los derechos.
***
En México los problemas que existen en el mundo del trabajo son múltiples. Si el objetivo es la igualdad salarial, hay que lidiar no sólo con que las personas ganan poco —como ya mencioné—, sino también con el hecho de que ni siquiera se les paga todo lo que la ley establece. También es importante considerar la debilidad de muchas de las autoridades laborales del país, incapaces de inspeccionar si se cumple o no con lo que la ley dispone. Más allá de estos obstáculos, hay dos puntos adicionales que quiero resaltar.
Ha habido esfuerzos, en los últimos años, por promover que los centros de trabajo implementen políticas para la igualdad de género. Por ejemplo, está la norma mexicana de igualdad laboral (NMX-R-025-SCFI-2015), un mecanismo de certificación voluntario; si el centro de trabajo cumple con los requisitos establecidos, obtiene una validación. Mucho de lo que exige la norma es tener ciertas políticas en papel. No necesariamente requiere que se cierren brechas al interior de los centros de trabajo ni que se reduzca la incidencia de algunas formas de violencia. Con todo, en un país que tiene aproximadamente 6.3 millones de establecimientos, según el Censo Económico 2019 del Inegi, sólo están certificados 460, de acuerdo con el último Padrón Nacional de Centros de Trabajo Certificados. En términos de personas, usando las mismas fuentes: 858 mil trabajan en un centro certificado, de un universo de 36 millones. Esto muestra, me parece, el poco interés que hay en abordar el problema y, por lo tanto, el tamaño de la resistencia.
Lo interesante de la política del Reino Unido, vale la pena recordarlo, no es sólo la exigencia a los centros de trabajo de medir su brecha, sino de hacerla pública. Es una apuesta por la transparencia y la fiscalización. No conozco una obligación similar para los centros de trabajo mexicanos en temas afines. Recientemente entró en vigor la norma oficial mexicana NOM-035-STPS-2018, que los obliga a preocuparse por la salud psicosocial de los y las trabajadores. A los lugares grandes les exige incluso hacer “evaluaciones del entorno organizacional”. No existe, sin embargo, ningún tipo de obligación de hacer públicos los resultados de estos esfuerzos para que cualquier persona los pueda ver. Que se implemente una política similar a la del Reino Unido en este sentido sí sería, por todo esto, novedoso, pero no sorprendería que hubiera resistencia. Si el gobierno mexicano apostara por la metodología del Reino Unido, no sólo se requiere que un lado publique la información, sino que el otro la fiscalice. Los medios, la academia, la sociedad civil, los sindicatos, la ciudadanía más amplia: todas tendríamos que entrarle. Sería glorioso, pero sin duda tendríamos que invertir tiempo, energía, recursos. Valdría la pena, eso sí.
Estefanía Vela Barba es directora ejecutiva de Intersecta, una organización feminista que se dedica a la investigación y a la promoción de políticas públicas para la igualdad. También es autora del libro La discriminación en el empleo en México, que fue publicado en 2017 por el Instituto Belisario Domínguez y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.
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Las feministas llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y eliminar las desigualdades de género. Que la legislación mexicana no obligue a los centros de trabajo a medir sus brechas salariales ha sido uno de los grandes obstáculos. Intersecta, junto con la Embajada del Reino Unido en México, elaboró la metodología con la que podría llevarse a cabo este desafío.
En 2017 el Reino Unido modificó la ley para obligar a los centros de trabajo a medir y hacer pública su brecha salarial de género. Desde entonces, cada empresa privada o institución gubernamental con más de 250 empleados tiene que proporcionar, año con año, una radiografía de lo que les pagan, en promedio, a las mujeres en comparación con los hombres. La información debe estar disponible en sus propios sitios web, así como en el del gobierno, para que cualquier persona pueda consultarla.
Por como está hecha la metodología del Reino Unido, la brecha salarial de género no sólo proporciona información sobre las diferencias entre lo que ganan los hombres y las mujeres. Lo relevante es que permite ver que esta diferencia es producto de una distribución desigual de los puestos de trabajo y, así, acaba sirviendo como una ventana al lugar que ocupan las mujeres en la estructura laboral. Si, por ejemplo, las mujeres están sobrerrepresentadas en los puestos más bajos del organigrama y los hombres aparecen con mucha más frecuencia en los de hasta arriba, se genera, inevitablemente, una brecha salarial.
La brecha puede existir en un lugar donde a los hombres y a las mujeres que desempeñan el mismo trabajo se les paga lo mismo, sin embargo, el tipo de puestos de unos y otras crea y mantiene la diferencia. En suma, puede haber, simultáneamente, igualdad en el papel y desigualdad en la práctica. Es bastante común, de hecho. Es tan común que en la bibliografía sobre el tema por lo general se distingue entre la igualdad formal (el reconocimiento de que las personas tienen los mismos derechos) y la igualdad sustantiva (la garantía de que las personas gozan efectivamente de los mismos derechos).
La pregunta más relevante hoy en día es ¿qué se hace para garantizar la segunda? En México la respuesta es: no mucho.
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Por supuesto que la legislación laboral mexicana, a lo largo de las décadas, se ha modificado para garantizar los derechos de las mujeres. Son dos las transformaciones, al respecto, las que quiero destacar.
La primera está relacionada con la reforma constitucional de 1974, en la que al fin se reconoció la igualdad entre hombres y mujeres “ante la ley”. Parte de este reconocimiento supuso cambiar la regulación laboral que, desde la misma Constitución, limitaba las actividades de las mujeres en el mundo del trabajo, por ejemplo: se les prohibía desempeñar trabajos “peligrosos” (como la “reparación de máquinas”) e “insalubres” (como manejar “sustancias tóxicas”), así como laborar después de las diez de la noche en establecimientos comerciales. En los setenta, finalmente, ese tipo de restricciones desapareció de la ley.
Sin embargo, no desaparecieron de la realidad laboral de millones de mujeres. Las prácticas discriminatorias persistieron —y persisten— de múltiples formas. En muchos sentidos, la segunda reforma laboral más importante en materia de género en México es la que buscó lidiar con esta discriminación, particularmente, en el ámbito privado. Esa reforma llegó en 2012, con modificaciones a la Ley Federal del Trabajo. Entonces fue cuando se incorporó la igualdad sustantiva como uno de los objetivos del derecho laboral; también se les prohibió explícitamente a los patrones, como los llama la ley, “negarse a aceptar trabajadores” por razones discriminatorias y “permitir o tolerar actos de hostigamiento y acoso sexual”. El problema de esta segunda reforma es que si bien sentó las bases para garantizar la igualdad sustantiva, se quedó corta en cuanto a lo que se requiere para hacerla efectiva. Una herramienta faltante son los datos.
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Las feministas, en México y en el mundo, llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y, a final de cuentas, eliminar las brechas en el ejercicio de derechos. La razón detrás de esta exigencia tiene que ver precisamente con la naturaleza de la discriminación: en muchos casos, ésta no se anuncia como tal, sino que puede resultar de una serie de políticas y prácticas en apariencia neutrales, pero que tienen el efecto de excluir, en los hechos, a las mujeres y a otros grupos. Valga un ejemplo para ilustrarlo.
En 2014 el Consejo de la Judicatura Federal (CJF) decidió hacer un estudio sobre igualdad de género al interior del Poder Judicial Federal (PJF). Se quería responder una pregunta sencilla:¿Cuántas mujeres había y qué puestos tenían en la judicatura? Como ocurre cada vez más con muchos lugares de trabajo, cuando se hizo un desglose sencillo del personal por sexo dentro de la institución, casi había paridad. Las desigualdades surgieron al desagregar por sexo cada nivel de la estructura, cada grado en concreto, de la carrera judicial. Se descubrió que entre más alto el puesto, había menos mujeres.
Con los datos, se supo que la brecha se ampliaba especialmente entre dos puestos: el de secretarias proyectistas y juezas de distrito. Las primeras se encargan de analizar, investigar y proponer alternativas para resolver los asuntos que le llegan a la persona juzgadora para la que trabajan —siempre trabajan para una persona juzgadora—. Las juezas de distrito eran, en el poder judicial federal, las de menor jerarquía, por debajo de las magistradas de tribunales unitarios y tribunales colegiados de circuito.
Mientras que, en el primer puesto, las mujeres representaban a cuatro de cada diez, en el segundo descendían a dos de cada diez. De ahí se generaba un efecto dominó: si eran pocas las juezas de distrito, eran aún menos las magistradas de tribunales unitarios y menos todavía las de tribunales colegiados. El hecho de que hubiera tantas secretarias proyectistas mostraba que les interesaba la función jurisdiccional. ¿Por qué, si estaban interesadas en ella, no tenían tanta presencia en el siguiente nivel?
Descubrieron que las mujeres ni siquiera estaban concursando para ser juezas. Evidentemente, si no concursaban, no podían ocupar los puestos. Y ¿por qué no competían? Los autores del estudio le preguntaron al personal jurisdiccional. La respuesta, en efecto, no tenía que ver con una falta de interés, sino con lo que pasaría en caso de que resultaran designadas. Por la manera en que funcionaban los nombramientos, era muy probable que las asignaran a una jurisdicción en otra ciudad o en otra entidad, lo que implicaba que tendrían que reubicarse. Las mujeres consideraban que era casi imposible negociar una mudanza con sus familias. Frente a esta dificultad, se resignaban.
Más que culparlas, el foco del diagnóstico se puso en la regla que las orillaba a esa disyuntiva: la de adscripción. En ningún momento buscaba excluir a las mujeres, pero estaba teniendo ese efecto. ¿No había, acaso, otra forma de asignar al personal jurisdiccional que no implicara —o no siempre— una reubicación? A eso había que apostarle.
Lo primero que me interesa resaltar del caso del CJF es que todo el ejercicio fue posible gracias a que contaban con datos del personal, desagregados por sexo y puesto. Eso permitió responder la pregunta inicial e ir profundizando en las disparidades hasta encontrar una de las barreras que impedían el desarrollo de las mujeres. Los datos permitieron llegar a un diagnóstico y, con él, se pudo determinar rutas de acción.
Lo segundo que me interesa recalcar es que el diagnóstico que realizó el CJF se aplicó al PJF. ¿Es posible que en otros espacios existan obstáculos similares? Sí. ¿Es posible que en otros centros de trabajo se encuentren otro tipo de trabas? Sí. Para saberlo con certeza, sin embargo, es necesario que cada lugar cuente con su propio diagnóstico. Porque si bien la discriminación está presente en muchos ámbitos, cómo se materializa, a través de qué mecanismos se reproduce, puede ser, en muy buena medida, contextual.
¿Por qué menciono lo anterior? Porque ésa es la importancia de políticas como las del Reino Unido que, hasta el momento, no existen en México: sientan las bases para entender qué pasa en cada centro de trabajo, proporcionan herramientas para que cada uno tenga su propio análisis y así pueda diseñar sus propias intervenciones.
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Hasta ahora la legislación mexicana no obliga a los centros de trabajo a medir sus brechas, pero eso no significa que no haya nada por hacer. Se puede preparar el terreno. En ese espíritu, me parece, la Embajada del Reino Unido en México decidió entrar a la escena. Con base en la experiencia de su país, busca promover un cambio en diversos escenarios: directamente con la legislatura, con las empresas, entre las organizaciones de la sociedad civil y con la ciudadanía en general. Una de sus apuestas fue generar una metodología para medir la brecha salarial en México. Para ello, la embajada lanzó un proceso de licitación pública, en el cual Intersecta, organización que dirijo, resultó elegida.
Adaptar la metodología del Reino Unido al contexto mexicano, tomando en cuenta la legislación y las prácticas laborales de nuestro país, era el objetivo del proyecto. Para lograrlo, realizamos una variedad de actividades, como revisar el marco normativo y la bibliografía especializada. También entrevistamos al personal de los centros de trabajo para entender un poco mejor cómo operaban. Por ejemplo: ¿Tenían sus políticas salariales por escrito?, ¿un comité de igualdad instalado?, ¿un departamento de recursos humanos? y ¿ya habían realizado esfuerzos para medir la brecha de género? Finalmente, después de elaborar un documento en el que se detallaba la metodología para medir la brecha, organizamos una serie de talleres para presentarla a los centros de trabajo y recibir su retroalimentación.
El resultado de todo el proyecto es un documento corto, que pronto será público, y aborda cuatros asuntos: ¿Qué es la brecha salarial de género?, ¿por qué importa?, ¿cómo se mide? y ¿qué se puede hacer para reducirla? La mayoría de las páginas está dedicada a cómo se mide. El documento es una guía paso a paso, pensada, en especial, como una herramienta para las personas que se encargan de los recursos humanos.
¿Por qué es necesario un documento como éste? Tomemos la definición básica que utiliza el Reino Unido: la brecha es “la diferencia entre el promedio de salario de los hombres y de las mujeres” dentro de una organización. Para calcularla, se necesita identificar varios elementos. Por ejemplo: la planta laboral de una empresa puede variar a lo largo del año. Si la medición pide comparar salarios de los y las trabajadores, ¿los y las trabajadores de qué momento se deben tomar en cuenta? (La metodología propone utilizar el 31 de diciembre como fecha para tomar la “fotografía”). Si el objetivo es contrastar el salario de los y las trabajadores, ¿qué cuenta como salario? Y, a todo esto, ¿qué cuenta como trabajador? Estas preguntas, que parecen obvias, pero no lo son, buscan responderse en el documento. Todo con el propósito, de nuevo, de fijar el universo a medir. Por ejemplo: en la metodología se distingue, para empezar, entre salario y bono. Por bono se entiende toda gratificación ajena al salario que se relacione con la productividad, el rendimiento, cualquier incentivo o comisión. Se trata de premios, básicamente, en oposición a los ingresos que se asignan por ley. Al separarlos, se ve cómo se distribuyen entre unos y otras y se puede responder, por ejemplo, si los hombres acceden desproporcionadamente a ellos.
Ahora bien, importa qué se mide y, por eso, la metodología usa varios indicadores. Permite, por ejemplo, saber cómo se distribuyen los hombres y las mujeres dentro del lugar de trabajo (se propone una división por cuartiles de la fuerza laboral). Sirve también para calcular la media y la mediana, tanto del salario como de los bonos que reciben los y las trabajadoras. Al ser una metodología, la respuesta dependerá, por supuesto, de los datos que cada sitio de trabajo utilice. Puede haber brechas, puede no haberlas. Pueden ser grandes, pueden ser chicas. Lo central es hacer el ejercicio y ver qué sale.
Como todas, esta metodología tiene límites. Es increíblemente básica. Apenas es un comparativo entre salarios y bonos de hombres y mujeres y de su distribución en el organigrama laboral. No toma en cuenta otros factores, como el color de piel, el estado civil, el número de hijos que tienen las personas, la sexualidad y la identidad de género, por mencionar sólo algunos que impactan en el ejercicio de derechos. Tampoco sirve para interrogar el parámetro de los salarios: si éstos son muy bajos, para empezar; si, por ejemplo, los hombres ganan en promedio 120 pesos al día y las mujeres, 110, el problema no es únicamente la diferencia, sino que ambos ganan muy poco.
Con todo y sus límites, la metodología puede llevar al tipo de análisis que se requiere para entender y eliminar las muchas desigualdades que hoy existen en el mundo del trabajo. Si bien es un primer paso, puede encaminar a las instituciones y empresas a este tipo de reflexiones, que se requieren para garantizar la efectividad de los derechos.
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En México los problemas que existen en el mundo del trabajo son múltiples. Si el objetivo es la igualdad salarial, hay que lidiar no sólo con que las personas ganan poco —como ya mencioné—, sino también con el hecho de que ni siquiera se les paga todo lo que la ley establece. También es importante considerar la debilidad de muchas de las autoridades laborales del país, incapaces de inspeccionar si se cumple o no con lo que la ley dispone. Más allá de estos obstáculos, hay dos puntos adicionales que quiero resaltar.
Ha habido esfuerzos, en los últimos años, por promover que los centros de trabajo implementen políticas para la igualdad de género. Por ejemplo, está la norma mexicana de igualdad laboral (NMX-R-025-SCFI-2015), un mecanismo de certificación voluntario; si el centro de trabajo cumple con los requisitos establecidos, obtiene una validación. Mucho de lo que exige la norma es tener ciertas políticas en papel. No necesariamente requiere que se cierren brechas al interior de los centros de trabajo ni que se reduzca la incidencia de algunas formas de violencia. Con todo, en un país que tiene aproximadamente 6.3 millones de establecimientos, según el Censo Económico 2019 del Inegi, sólo están certificados 460, de acuerdo con el último Padrón Nacional de Centros de Trabajo Certificados. En términos de personas, usando las mismas fuentes: 858 mil trabajan en un centro certificado, de un universo de 36 millones. Esto muestra, me parece, el poco interés que hay en abordar el problema y, por lo tanto, el tamaño de la resistencia.
Lo interesante de la política del Reino Unido, vale la pena recordarlo, no es sólo la exigencia a los centros de trabajo de medir su brecha, sino de hacerla pública. Es una apuesta por la transparencia y la fiscalización. No conozco una obligación similar para los centros de trabajo mexicanos en temas afines. Recientemente entró en vigor la norma oficial mexicana NOM-035-STPS-2018, que los obliga a preocuparse por la salud psicosocial de los y las trabajadores. A los lugares grandes les exige incluso hacer “evaluaciones del entorno organizacional”. No existe, sin embargo, ningún tipo de obligación de hacer públicos los resultados de estos esfuerzos para que cualquier persona los pueda ver. Que se implemente una política similar a la del Reino Unido en este sentido sí sería, por todo esto, novedoso, pero no sorprendería que hubiera resistencia. Si el gobierno mexicano apostara por la metodología del Reino Unido, no sólo se requiere que un lado publique la información, sino que el otro la fiscalice. Los medios, la academia, la sociedad civil, los sindicatos, la ciudadanía más amplia: todas tendríamos que entrarle. Sería glorioso, pero sin duda tendríamos que invertir tiempo, energía, recursos. Valdría la pena, eso sí.
Estefanía Vela Barba es directora ejecutiva de Intersecta, una organización feminista que se dedica a la investigación y a la promoción de políticas públicas para la igualdad. También es autora del libro La discriminación en el empleo en México, que fue publicado en 2017 por el Instituto Belisario Domínguez y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.
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Las feministas llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y eliminar las desigualdades de género. Que la legislación mexicana no obligue a los centros de trabajo a medir sus brechas salariales ha sido uno de los grandes obstáculos. Intersecta, junto con la Embajada del Reino Unido en México, elaboró la metodología con la que podría llevarse a cabo este desafío.
En 2017 el Reino Unido modificó la ley para obligar a los centros de trabajo a medir y hacer pública su brecha salarial de género. Desde entonces, cada empresa privada o institución gubernamental con más de 250 empleados tiene que proporcionar, año con año, una radiografía de lo que les pagan, en promedio, a las mujeres en comparación con los hombres. La información debe estar disponible en sus propios sitios web, así como en el del gobierno, para que cualquier persona pueda consultarla.
Por como está hecha la metodología del Reino Unido, la brecha salarial de género no sólo proporciona información sobre las diferencias entre lo que ganan los hombres y las mujeres. Lo relevante es que permite ver que esta diferencia es producto de una distribución desigual de los puestos de trabajo y, así, acaba sirviendo como una ventana al lugar que ocupan las mujeres en la estructura laboral. Si, por ejemplo, las mujeres están sobrerrepresentadas en los puestos más bajos del organigrama y los hombres aparecen con mucha más frecuencia en los de hasta arriba, se genera, inevitablemente, una brecha salarial.
La brecha puede existir en un lugar donde a los hombres y a las mujeres que desempeñan el mismo trabajo se les paga lo mismo, sin embargo, el tipo de puestos de unos y otras crea y mantiene la diferencia. En suma, puede haber, simultáneamente, igualdad en el papel y desigualdad en la práctica. Es bastante común, de hecho. Es tan común que en la bibliografía sobre el tema por lo general se distingue entre la igualdad formal (el reconocimiento de que las personas tienen los mismos derechos) y la igualdad sustantiva (la garantía de que las personas gozan efectivamente de los mismos derechos).
La pregunta más relevante hoy en día es ¿qué se hace para garantizar la segunda? En México la respuesta es: no mucho.
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Por supuesto que la legislación laboral mexicana, a lo largo de las décadas, se ha modificado para garantizar los derechos de las mujeres. Son dos las transformaciones, al respecto, las que quiero destacar.
La primera está relacionada con la reforma constitucional de 1974, en la que al fin se reconoció la igualdad entre hombres y mujeres “ante la ley”. Parte de este reconocimiento supuso cambiar la regulación laboral que, desde la misma Constitución, limitaba las actividades de las mujeres en el mundo del trabajo, por ejemplo: se les prohibía desempeñar trabajos “peligrosos” (como la “reparación de máquinas”) e “insalubres” (como manejar “sustancias tóxicas”), así como laborar después de las diez de la noche en establecimientos comerciales. En los setenta, finalmente, ese tipo de restricciones desapareció de la ley.
Sin embargo, no desaparecieron de la realidad laboral de millones de mujeres. Las prácticas discriminatorias persistieron —y persisten— de múltiples formas. En muchos sentidos, la segunda reforma laboral más importante en materia de género en México es la que buscó lidiar con esta discriminación, particularmente, en el ámbito privado. Esa reforma llegó en 2012, con modificaciones a la Ley Federal del Trabajo. Entonces fue cuando se incorporó la igualdad sustantiva como uno de los objetivos del derecho laboral; también se les prohibió explícitamente a los patrones, como los llama la ley, “negarse a aceptar trabajadores” por razones discriminatorias y “permitir o tolerar actos de hostigamiento y acoso sexual”. El problema de esta segunda reforma es que si bien sentó las bases para garantizar la igualdad sustantiva, se quedó corta en cuanto a lo que se requiere para hacerla efectiva. Una herramienta faltante son los datos.
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Las feministas, en México y en el mundo, llevan décadas exigiendo datos que permitan detectar, diagnosticar y, a final de cuentas, eliminar las brechas en el ejercicio de derechos. La razón detrás de esta exigencia tiene que ver precisamente con la naturaleza de la discriminación: en muchos casos, ésta no se anuncia como tal, sino que puede resultar de una serie de políticas y prácticas en apariencia neutrales, pero que tienen el efecto de excluir, en los hechos, a las mujeres y a otros grupos. Valga un ejemplo para ilustrarlo.
En 2014 el Consejo de la Judicatura Federal (CJF) decidió hacer un estudio sobre igualdad de género al interior del Poder Judicial Federal (PJF). Se quería responder una pregunta sencilla:¿Cuántas mujeres había y qué puestos tenían en la judicatura? Como ocurre cada vez más con muchos lugares de trabajo, cuando se hizo un desglose sencillo del personal por sexo dentro de la institución, casi había paridad. Las desigualdades surgieron al desagregar por sexo cada nivel de la estructura, cada grado en concreto, de la carrera judicial. Se descubrió que entre más alto el puesto, había menos mujeres.
Con los datos, se supo que la brecha se ampliaba especialmente entre dos puestos: el de secretarias proyectistas y juezas de distrito. Las primeras se encargan de analizar, investigar y proponer alternativas para resolver los asuntos que le llegan a la persona juzgadora para la que trabajan —siempre trabajan para una persona juzgadora—. Las juezas de distrito eran, en el poder judicial federal, las de menor jerarquía, por debajo de las magistradas de tribunales unitarios y tribunales colegiados de circuito.
Mientras que, en el primer puesto, las mujeres representaban a cuatro de cada diez, en el segundo descendían a dos de cada diez. De ahí se generaba un efecto dominó: si eran pocas las juezas de distrito, eran aún menos las magistradas de tribunales unitarios y menos todavía las de tribunales colegiados. El hecho de que hubiera tantas secretarias proyectistas mostraba que les interesaba la función jurisdiccional. ¿Por qué, si estaban interesadas en ella, no tenían tanta presencia en el siguiente nivel?
Descubrieron que las mujeres ni siquiera estaban concursando para ser juezas. Evidentemente, si no concursaban, no podían ocupar los puestos. Y ¿por qué no competían? Los autores del estudio le preguntaron al personal jurisdiccional. La respuesta, en efecto, no tenía que ver con una falta de interés, sino con lo que pasaría en caso de que resultaran designadas. Por la manera en que funcionaban los nombramientos, era muy probable que las asignaran a una jurisdicción en otra ciudad o en otra entidad, lo que implicaba que tendrían que reubicarse. Las mujeres consideraban que era casi imposible negociar una mudanza con sus familias. Frente a esta dificultad, se resignaban.
Más que culparlas, el foco del diagnóstico se puso en la regla que las orillaba a esa disyuntiva: la de adscripción. En ningún momento buscaba excluir a las mujeres, pero estaba teniendo ese efecto. ¿No había, acaso, otra forma de asignar al personal jurisdiccional que no implicara —o no siempre— una reubicación? A eso había que apostarle.
Lo primero que me interesa resaltar del caso del CJF es que todo el ejercicio fue posible gracias a que contaban con datos del personal, desagregados por sexo y puesto. Eso permitió responder la pregunta inicial e ir profundizando en las disparidades hasta encontrar una de las barreras que impedían el desarrollo de las mujeres. Los datos permitieron llegar a un diagnóstico y, con él, se pudo determinar rutas de acción.
Lo segundo que me interesa recalcar es que el diagnóstico que realizó el CJF se aplicó al PJF. ¿Es posible que en otros espacios existan obstáculos similares? Sí. ¿Es posible que en otros centros de trabajo se encuentren otro tipo de trabas? Sí. Para saberlo con certeza, sin embargo, es necesario que cada lugar cuente con su propio diagnóstico. Porque si bien la discriminación está presente en muchos ámbitos, cómo se materializa, a través de qué mecanismos se reproduce, puede ser, en muy buena medida, contextual.
¿Por qué menciono lo anterior? Porque ésa es la importancia de políticas como las del Reino Unido que, hasta el momento, no existen en México: sientan las bases para entender qué pasa en cada centro de trabajo, proporcionan herramientas para que cada uno tenga su propio análisis y así pueda diseñar sus propias intervenciones.
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Hasta ahora la legislación mexicana no obliga a los centros de trabajo a medir sus brechas, pero eso no significa que no haya nada por hacer. Se puede preparar el terreno. En ese espíritu, me parece, la Embajada del Reino Unido en México decidió entrar a la escena. Con base en la experiencia de su país, busca promover un cambio en diversos escenarios: directamente con la legislatura, con las empresas, entre las organizaciones de la sociedad civil y con la ciudadanía en general. Una de sus apuestas fue generar una metodología para medir la brecha salarial en México. Para ello, la embajada lanzó un proceso de licitación pública, en el cual Intersecta, organización que dirijo, resultó elegida.
Adaptar la metodología del Reino Unido al contexto mexicano, tomando en cuenta la legislación y las prácticas laborales de nuestro país, era el objetivo del proyecto. Para lograrlo, realizamos una variedad de actividades, como revisar el marco normativo y la bibliografía especializada. También entrevistamos al personal de los centros de trabajo para entender un poco mejor cómo operaban. Por ejemplo: ¿Tenían sus políticas salariales por escrito?, ¿un comité de igualdad instalado?, ¿un departamento de recursos humanos? y ¿ya habían realizado esfuerzos para medir la brecha de género? Finalmente, después de elaborar un documento en el que se detallaba la metodología para medir la brecha, organizamos una serie de talleres para presentarla a los centros de trabajo y recibir su retroalimentación.
El resultado de todo el proyecto es un documento corto, que pronto será público, y aborda cuatros asuntos: ¿Qué es la brecha salarial de género?, ¿por qué importa?, ¿cómo se mide? y ¿qué se puede hacer para reducirla? La mayoría de las páginas está dedicada a cómo se mide. El documento es una guía paso a paso, pensada, en especial, como una herramienta para las personas que se encargan de los recursos humanos.
¿Por qué es necesario un documento como éste? Tomemos la definición básica que utiliza el Reino Unido: la brecha es “la diferencia entre el promedio de salario de los hombres y de las mujeres” dentro de una organización. Para calcularla, se necesita identificar varios elementos. Por ejemplo: la planta laboral de una empresa puede variar a lo largo del año. Si la medición pide comparar salarios de los y las trabajadores, ¿los y las trabajadores de qué momento se deben tomar en cuenta? (La metodología propone utilizar el 31 de diciembre como fecha para tomar la “fotografía”). Si el objetivo es contrastar el salario de los y las trabajadores, ¿qué cuenta como salario? Y, a todo esto, ¿qué cuenta como trabajador? Estas preguntas, que parecen obvias, pero no lo son, buscan responderse en el documento. Todo con el propósito, de nuevo, de fijar el universo a medir. Por ejemplo: en la metodología se distingue, para empezar, entre salario y bono. Por bono se entiende toda gratificación ajena al salario que se relacione con la productividad, el rendimiento, cualquier incentivo o comisión. Se trata de premios, básicamente, en oposición a los ingresos que se asignan por ley. Al separarlos, se ve cómo se distribuyen entre unos y otras y se puede responder, por ejemplo, si los hombres acceden desproporcionadamente a ellos.
Ahora bien, importa qué se mide y, por eso, la metodología usa varios indicadores. Permite, por ejemplo, saber cómo se distribuyen los hombres y las mujeres dentro del lugar de trabajo (se propone una división por cuartiles de la fuerza laboral). Sirve también para calcular la media y la mediana, tanto del salario como de los bonos que reciben los y las trabajadoras. Al ser una metodología, la respuesta dependerá, por supuesto, de los datos que cada sitio de trabajo utilice. Puede haber brechas, puede no haberlas. Pueden ser grandes, pueden ser chicas. Lo central es hacer el ejercicio y ver qué sale.
Como todas, esta metodología tiene límites. Es increíblemente básica. Apenas es un comparativo entre salarios y bonos de hombres y mujeres y de su distribución en el organigrama laboral. No toma en cuenta otros factores, como el color de piel, el estado civil, el número de hijos que tienen las personas, la sexualidad y la identidad de género, por mencionar sólo algunos que impactan en el ejercicio de derechos. Tampoco sirve para interrogar el parámetro de los salarios: si éstos son muy bajos, para empezar; si, por ejemplo, los hombres ganan en promedio 120 pesos al día y las mujeres, 110, el problema no es únicamente la diferencia, sino que ambos ganan muy poco.
Con todo y sus límites, la metodología puede llevar al tipo de análisis que se requiere para entender y eliminar las muchas desigualdades que hoy existen en el mundo del trabajo. Si bien es un primer paso, puede encaminar a las instituciones y empresas a este tipo de reflexiones, que se requieren para garantizar la efectividad de los derechos.
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En México los problemas que existen en el mundo del trabajo son múltiples. Si el objetivo es la igualdad salarial, hay que lidiar no sólo con que las personas ganan poco —como ya mencioné—, sino también con el hecho de que ni siquiera se les paga todo lo que la ley establece. También es importante considerar la debilidad de muchas de las autoridades laborales del país, incapaces de inspeccionar si se cumple o no con lo que la ley dispone. Más allá de estos obstáculos, hay dos puntos adicionales que quiero resaltar.
Ha habido esfuerzos, en los últimos años, por promover que los centros de trabajo implementen políticas para la igualdad de género. Por ejemplo, está la norma mexicana de igualdad laboral (NMX-R-025-SCFI-2015), un mecanismo de certificación voluntario; si el centro de trabajo cumple con los requisitos establecidos, obtiene una validación. Mucho de lo que exige la norma es tener ciertas políticas en papel. No necesariamente requiere que se cierren brechas al interior de los centros de trabajo ni que se reduzca la incidencia de algunas formas de violencia. Con todo, en un país que tiene aproximadamente 6.3 millones de establecimientos, según el Censo Económico 2019 del Inegi, sólo están certificados 460, de acuerdo con el último Padrón Nacional de Centros de Trabajo Certificados. En términos de personas, usando las mismas fuentes: 858 mil trabajan en un centro certificado, de un universo de 36 millones. Esto muestra, me parece, el poco interés que hay en abordar el problema y, por lo tanto, el tamaño de la resistencia.
Lo interesante de la política del Reino Unido, vale la pena recordarlo, no es sólo la exigencia a los centros de trabajo de medir su brecha, sino de hacerla pública. Es una apuesta por la transparencia y la fiscalización. No conozco una obligación similar para los centros de trabajo mexicanos en temas afines. Recientemente entró en vigor la norma oficial mexicana NOM-035-STPS-2018, que los obliga a preocuparse por la salud psicosocial de los y las trabajadores. A los lugares grandes les exige incluso hacer “evaluaciones del entorno organizacional”. No existe, sin embargo, ningún tipo de obligación de hacer públicos los resultados de estos esfuerzos para que cualquier persona los pueda ver. Que se implemente una política similar a la del Reino Unido en este sentido sí sería, por todo esto, novedoso, pero no sorprendería que hubiera resistencia. Si el gobierno mexicano apostara por la metodología del Reino Unido, no sólo se requiere que un lado publique la información, sino que el otro la fiscalice. Los medios, la academia, la sociedad civil, los sindicatos, la ciudadanía más amplia: todas tendríamos que entrarle. Sería glorioso, pero sin duda tendríamos que invertir tiempo, energía, recursos. Valdría la pena, eso sí.
Estefanía Vela Barba es directora ejecutiva de Intersecta, una organización feminista que se dedica a la investigación y a la promoción de políticas públicas para la igualdad. También es autora del libro La discriminación en el empleo en México, que fue publicado en 2017 por el Instituto Belisario Domínguez y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.
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