Barbosa en su laberinto
El gobernador de Puebla murió de un infarto a principios de esta semana. ¿Cómo recordarán su gobierno los ciudadanos? Las siguientes estampas muestran cómo Barbosa ejerció el poder, sobre todo en los últimos años.
—¿Qué le pasó a Barbosa, mano? —me pregunta un reportero de la Ciudad de México en un encuentro en la metrópoli.
Luis Miguel Barbosa Huerta, el perredista que en 2015 vociferó contra el presidente: “la soberbia de López Obrador parece infinita, repito, la soberbia de Andrés Manuel López Obrador parece infinita”, y que un par de años después ingresó al redil morenista para obtener la gubernatura de Puebla, hoy está muerto. Falleció la mañana del martes 13 de diciembre por un infarto al miocardio. El corazón se le paró de golpe y ya no volvió a latir a pesar de los intentos de revivirlo y a pesar de su traslado a dos hospitales. Ironías de la vida, el primero de los hospitales a donde llegó se llamaba, hasta hace un par de años, General Rafael Moreno Valle.
—Era mi fuente en el Senado, y no era mala persona —continúa el colega—. Le gustaba el trato con la prensa, me filtraba buenos datos. No eran raras las comidas en su casa de la Narvarte.
Las preguntas y las afirmaciones sobre la buena relación entre el que fuera líder de la bancada del PRD en el Senado (2012-2017) y las y los reporteros capitalinos se repetirán varias veces en reuniones y encuentros de periodistas. Pero Miguel Barbosa rápidamente mostró su talante confrontativo con una prensa poblana que durante la campaña del 2018 se sumó en su gran mayoría a la cargada morenovallista.
Su carácter iracundo se hizo muy evidente en una entrevista televisiva que sostuvo con el conductor de noticias Juan Carlos Valerio, cerca del cierre de aquella campaña, cuando lo increpó por la evidente y desigual cobertura electoral de la mayoría de los medios. La tirante relación continuó después de que se arrellanó en la gubernatura. Sus ruedas de prensa mañaneras, al estilo de Palacio Nacional, fueron el panóptico para controlar y corregir no solo a la prensa sino a todas y todos los actores políticos. Aunque la más vapuleada y regañada fue la prensa: “Cuando el gobernador ya habló, ya ningún otro puede hablar, ¿sale? Aprende eso, por favor. No preguntes”, le dijo a la reportera Alba Espejel cuando, tras una respuesta elusiva, ella insistió en el tema que traía.
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La tarde del 1 de julio de 2018 siete disparos sacudieron una de las calles de la colonia Xilotzingo, al sur de la capital poblana, donde un grupo de personas armadas irrumpió en la sección electoral 1534. Arrasaron con las urnas, destruyendo lo que encontraron a su paso. Salieron a toda prisa con el botín y abordaron una camioneta blanca Ford E-150; debajo de la pintura de la carrocería se traslucían las palabras “Agencia del Ministerio Público” y los logos de la administración que encabezó el panista Rafael Moreno Valle, cuya esposa, Martha Érika Alonso Hidalgo, era una de los dos contendientes en esa elección local, el otro era Luis Miguel Barbosa Huerta. La camioneta Ford blanca salió disparada rumbo a la avenida principal, donde chocó aparatosamente con otro vehículo. Cuando los vecinos se acercaron a ayudar descubrieron que dentro de la camioneta había urnas, material electoral y dinero. El apoyo se convirtió en detenciones. Los vecinos golpearon y retuvieron a dos hombres; otros cinco se dieron a la fuga.
La violenta jornada que se vivió en Puebla el 1 de julio de 2018 fue la antesala de un largo conflicto poselectoral de casi seis meses. Terminó a principios de diciembre cuando el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación concluyó que los incidentes no bastaban para anular la elección. Martha Érika Alonso ganó la contienda en tribunales y en las calles, a pesar de todo. Pero diez días después de su toma de protesta, el 24 de diciembre, el helicóptero en el que viajaba la gobernadora se cayó y terminó con su vida y con la de su esposo, el senador Rafael Moreno Valle.
Miguel Barbosa salió del conflicto poselectoral con la salud mermada. La diabetes tipo 2 con la que vivía desde hace varias décadas, las tensiones y el estrés por la definición del triunfo en aquellas elecciones tuvieron un costo importante, perdió más de la mitad de su capacidad visual. La movilidad ya la había perdido desde antes, cuando en 2013 le amputaron un pie, producto de una herida mal tratada que se complicó por el exceso de azúcar en su sangre —entonces era líder de la bancada del PRD en el Senado—. Del pleito en 2018 salió, además, con mucho rencor montado en su espalda. Tras la caída del helicóptero, el morenista dijo en un evento público: “Todos los que ganamos el 1 de julio de 2018, porque yo gané… me la robaron, pero los castigó Dios”.
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No está claro si Miguel Barbosa sintió en su fuero interno que llegó con poca legitimidad, pues la nueva votación que en 2019 lo llevó a la gubernatura fue muy pobre, a diferencia de lo que había pasado cuando perdió la elección en 2018. Más allá del porcentaje de votación, que pasó del 68.2 al 33.4 por ciento en tan solo un año, lo cierto es que Barbosa asumió el poder con el voto del 15 por ciento de los electores posibles.
Insisto, no está claro si Miguel Barbosa sintió su falta de legitimidad en las urnas, pero su gobierno se caracterizó por una política de confrontación contra cualquier disidencia política. No solo con lo que quedó del grupo de Moreno Valle tras su deceso, sino con todas las fuerzas políticas del estado, incluido el partido que lo llevó a ser gobernador.
Luis Miguel Barbosa, hijo de una familia de caciques de la sierra negra, fue un perredista de cepa que, si bien inició su carrera en el PRI, rápidamente se sumó a la izquierda partidista y desde ahí construyó su trayectoria política de la mano de los Chuchos: Jesús Ortega y Jesús Zambrano. Y fue también un morenista de más o menos reciente afiliación, en abril de 2017 anunció su salida del PRD y su disposición a trabajar con el partido que lo haría candidato un año después.
La beligerancia con la que se condujo Barbosa inició prácticamente al sentarse en la silla de gobernador. Muy pronto abrió fuego contra su correligionaria, la morenista Claudia Rivero Vivanco, que en ese momento estaba al frente de la capital poblana. Incapaz de controlarla e imponerle a sus alfiles, prefirió allanar el camino para evitar su reelección, entregando más tarde la ciudad al panista Eduardo Rivera Pérez, con quien mantuvo una relación de mucha cercanía política.
En su política de confrontación también levantó lanzas contra la universidad pública, durante el periodo en el que estaba al frente Alfonso Esparza; contra los organismos empresariales, sus enemigos naturales al ubicarlos en la derecha política e ideológica; y, a decir de académicos como el director del Observatorio de Participación Social y Calidad Democrática de la Ibero Puebla, Roberto Alonso, terminó imponiendo su control en el Congreso y la Auditoría Superior del estado, en el Poder Judicial y en órganos constitucionalmente autónomos, como la Comisión de Derechos Humanos, y marginando, hasta donde pudo, al Sistema Estatal Anticorrupción.
Y si gobernó con la lanza y el escudo listos detrás de la puerta, lo mismo hizo al interior de su administración. En los tres años que despachó en la oficina principal de Casa Aguayo, la casa de gobierno, registró veinte cambios en su gabinete, prácticamente uno cada dos meses. Del equipo original con el que empezó su gobierno, muchos venían con él desde el Senado o fueron sus aliados en la campaña. Al final no quedó prácticamente nadie. “Es rencoroso y vengativo”, contó hace algún tiempo un excolaborador suyo.
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El viernes 18 de noviembre de 2020 un grupo de jóvenes mujeres ingresó al edificio morisco ubicado en la 5 poniente que desde hace décadas alberga al Congreso de Puebla. Entraron pretextando la entrega de unos documentos y recorrieron las instalaciones, caminaron los dos patios y los tres niveles de oficinas. Se asomaron a la biblioteca y husmearon por la zona administrativa del inmueble, y tomaron nota de las medidas de seguridad, luego salieron como entraron.
Seis días después, el 24 de noviembre, regresaron a la puerta de la entrada. “Vamos a dejar unos documentos”, les dijeron a los guardias, repitiendo el pretexto de la ocasión anterior. Cruzaron la primera y única aduana que tenía en ese momento el edificio.
El plan, contó la reportera Mely Arellano en el portal poblano Lado B, “comenzó a tejerse varios meses antes, pero vino la pandemia. Fue la coyuntura por la aprobación del matrimonio igualitario, las iniciativas presentadas para despenalizar el aborto y que se acercaba el 25 de noviembre —Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer— lo que reactivó la idea”. “Estando todas adentro”, sigue contando Mely Arellano, “una de ellas fingió un desmayo, eso movilizó al personal de seguridad y fue el distractor para que ingresara un tercer grupo. En cuanto los tres grupos se juntaron, anunciaron la toma, extendieron una manta en el barandal de la zona donde están las oficinas de las diputadas y diputados, y se encadenaron”.
La toma del Congreso de Puebla, la primera de la que se tenga registro en la historia de ese recinto legislativo, acababa de producirse a manos de jóvenes feministas de entre veinte y veintiséis años. Las demandas que dieron a conocer exigían la aprobación de la interrupción legal del embarazo y otras un poco más difíciles de cumplir, como “erradicar la violencia de género en las escuelas”. Las jóvenes cumplieron veinticinco días atrincheradas en el inmueble y salieron con el acuerdo del Poder Legislativo de que habría una mesa de diálogo interinstitucional en el marco de la Alerta de Género y la discusión de la ILE y la Ley Agnes, pero en el ínter fueron descalificadas por el gobernador desde su rueda de prensa mañanera, quien rechazó que el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo fuera una bandera de la izquierda partidista, al menos no de la izquierda en la que Miguel Barbosa militaba.
—No, la izquierda es otra cosa, es estar en contra de la desigualdad, en favor de la justicia, en contra de la corrupción, el abuso, buscar una sociedad en la que todos estemos mejor. Esa es la izquierda hoy, no confundamos las cosas.
También dijo: “Estamos a tiempo de que no se vuelva una confrontación, se está llevando por el peor camino. No van a conseguir nada así. Lo que quieren hacer es un gran escándalo, ¿con miras a qué? A fines políticos, sin duda que sí”.
Y como dijo el gobernador, no consiguieron nada. Producto de las mesas de trabajo, se redactaron dos iniciativas que se sumaron a otras que ya habían ingresado al Congreso estatal. Todas aún duermen en la congeladora legislativa. Si bien se trata de una decisión del Poder Legislativo, nadie en Puebla duda que no hubo luz verde de Casa Aguayo para que la discusión llegara al pleno.
“Al gobernador”, dice Natalí Hernández, directora de la organización Cafis y activista feminista, “le costó reconocer el alcance e impacto del movimiento feminista local y de lo que hemos caminado durante estos años, por ejemplo, el tema del aborto o de los feminicidios los redujo muchas veces a cuestiones mediáticas o políticas, cuando llevamos años levantando la voz. Creo que su gobierno fue de muchos claroscuros frente a la agenda feminista, que pudo hacer más y dejó pasar la oportunidad de ser reconocido como un gobernante que rompiera los pactos patriarcales que mantienen a muchas poblanas en condición de desigualdad”.
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La noche del miércoles 14 de diciembre, poco más de 36 horas después del deceso de Luis Miguel Barbosa, las y los diputados poblanos, aún vestidos de negro por el luto, se reunieron en el pleno del Congreso local. “Hoy habrá nuevo gobernador”, escribió alguien en tuiter y no se equivocó. Pero la decisión no le cayó bien a la cúpula partidista de Morena. A las 10:44 de la noche el líder nacional del partido, Mario Delgado, tuiteó: “Nuestro presidente nos ha enseñado que para tener autoridad política hay que tener autoridad moral. Ojalá y nuestros diputados en Puebla tengan tantito respeto por la memoria de nuestro compañero Miguel Barbosa, todavía no es sepultado y ya quieren nombrar gobernador sustituto”.
Lo que a Mario Delgado le molestaba era que la decisión que iban a oficializar los legisladores fieles a Barbosa dejaba fuera de la jugada a Ignacio Mier Velazco, el actual líder de la bancada color vino en la Cámara de Diputados y principal opositor del hoy difunto gobernador, pues aspiraba a sucederlo.
Para esa hora, la Junta de Gobierno y Coordinación Política sesionaba a puerta cerrada, pero el nombre del sucesor ya comenzaba a correr en las redes sociales. Desde sus cuentas, periodistas afines al gobierno que entró en pausa con el deceso de Barbosa comenzaban a tuitear el nombre, algunos más veladamente que otros. Y lo que empezó como rumor eventualmente se confirmó: un priista que se alineó con el morenovallismo en general y con la efímera gobernadora Alonso Hidalgo en lo particular, y que más tarde saltó al barco del morenismo como hueste fiel a Miguel Barbosa, recibió los votos necesarios, incluso de la bancada panista, para ser el nuevo ocupante de Casa Aguayo. Su nombre, Sergio Salomón Céspedes Peregrina.
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Es el poder, el pinche poder —respondo al colega chilango que me preguntó por Miguel Barbosa—. Porque antes, como presidente de la bancada perredista y como presidente del Senado, le tocaba negociar, convencer, seducir. En cambio, con el poder absoluto en el estado, no tuvo que convencer a nadie, su palabra se impuso.
En su paso por el gobierno de Puebla, fue, como dijo el reportero Mario Galeana en las páginas de Lado B, “el hombre de la última palabra”.
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