Nuestro querido Messi y la estela de lo que fue
La salida del Barça de Lionel Messi, reconocido como el mejor jugador del mundo, significa el fin de una época, y este texto la revisa a profundidad. Su ingreso al Paris Saint-Germain, nos advierte, no augura mejores tiempos para los fanáticos ni para el futbolista.
1.
Messi fue, sin duda, una de las cosas más lindas que nos ha tocado vivir. Hablo en plural porque sería absurdo apropiarme de dicha afirmación. Si miro un poco hacia atrás, cosa que hago cada vez que pasa algo que cambiará lo que viene hacia adelante, me veo sonreír. Reír incluso. Y al imaginarme frente a la tele desde hace casi dos décadas, sólo puedo sentir algo parecido a la felicidad y el agradecimiento por tantos momentos hermosos. Me veo sonreír y me resulto extraño. No es un gesto que me suela suceder y menos viendo fútbol. Soy más del palo de la amargura, de la crítica y de la puteada frente a un fútbol enfermo de muerte desde hace varios años.
Messi fue ese pibe con cara de nada que dijo presente a principios de este siglo, cuando la escena era dominada más que nunca por esa cosa horrenda llamada fútbol moderno que pregonan los que quieren parecer interesantes. El fútbol moderno, dicen, indica cómo se supone que se hacen las cosas en la actualidad. Pero la actualidad es actualidad todo el tiempo, a cada instante, incluso lo era, aunque no lo crean, en 1950, cuando ese concepto ya pululaba por ahí. Es una idea con la cual los periodistas deportivos se significan a sí mismos y que, suponen, los sitúa en la vanguardia del conocimiento. Es decir, una pavada bestial. Sin embargo, más allá de su absurdo y de su carácter autoritario y normativo, la idea de lo moderno sí designa un hecho bastante evidente, a saber: la preponderancia de lo físico y lo atlético por el resto de los elementos que rigen el futbol.
A finales de los noventa comenzaron a desaparecer los jugadores mortales, esos que se parecían a la gente común, que podían ser lentas, gordas, petisas, que fumaban, tomaban, tenían bigote, los pelos largos y, por ejemplo, no les gustaba correr, porque decían que para eso estaba la pelotita y no ellos; pero que hacían maravillas. Esos jugadores que tenían una personalidad propia, su montón de defectos e incluso esa cosa rara llamada ideología. Tras la caída del Muro de Berlín vino la unificación del mundo y también de sus seres humanos. El fútbol se hizo más universal y comenzó a ser regulado, aún más, por las leyes del mercado. Así, empezaron a desaparecer los seres mortales para dar paso a los deportistas, cuyas rasgos eran la disciplina, la fuerza y la velocidad. La uniformidad se hizo norma y el fútbol se comenzó a apagar.
Hasta que llegó Messi y se empezó a cagar de risa de los gigantes de cartón.
Pero Messi no vino solo y ese es un dato que la humanidad intenta olvidar una y otra vez; vino con toda una escuela atrás llamada la Masia, donde el fútbol seguía siendo antiguo. Una escuela de fútbol que les enseñaba a los jóvenes a tocar la pelota en el medio de la cancha, cuando el resto de las supuestas escuelas del mundo les enseñaba a correr por las bandas. Cuando el mundo exigía fuerza, el Barça ofrecía imaginación. Cuando el mundo exigía velocidad, el Barça ofrecía inteligencia. Cuando el llamado fútbol moderno exigía la desaparición del número diez, el Barça tiraba dieces en la cancha como dados en una mesa de casino, los esparcía por ahí, a tutiplén, sin vergüenza alguna. Es verdad que no eran dieces en los papeles, porque eran cincos, ochos, falsos nueves (cosa que nunca voy a entender aunque me lo expliquen cien veces más), pero eran dieces igual. Eran seres humanos que agarraban la pelota en el medio de la cancha, levantaban la cabeza y la tocaban, creando actos imaginativos que, más rápido o más lento, se acercaban al gol. Xavi, Deco, Iniesta, Ronaldinho y la Pulga veloz. La existencia de ese equipo fue, entre otras cosas, un acto de valentía porque contradecía las formas hegemónicas de hacer. Hoy nos parece normal, pero no lo era y sólo ellos fueron capaces de romper con lo anterior. Se cagaron en todo y nos hicieron felices. Lo hicieron de la mano de un tal Frank Rijkaard, que forjaba el diamante que después puliría Pep.
Cuando llegó Messi a formar parte de ese engranaje virtuoso, el diez era Ronaldinho Gaucho, un hombre que no sabía dejar de sonreír. Cuenta Ronaldinho, en la carta que le escribió a su padre el día de su muerte, que cuando llegó a jugar a Europa, al Paris Saint-Germain (PSG), todos le decían que dejara de sonreír, que esto no era un juego, que se lo tenía que tomar con seriedad y demás barbaridades de gente intrascendente. Ronaldinho decía que tanta presión lo debilitaba, pero no cedió ante ella porque recordaba, cada mañana, que su padre le había pedido que nunca dejara de sonreír. La valentía de Rijkaard, la sonrisa de Ronaldinho y la inteligencia del triángulo virtuoso de esos tres pequeños de metro setenta, llamados Xavi, Iniesta y Messi, nos dio algo muy parecido a la felicidad en medio del huracán del capitalismo europeo.
2.
Sin embargo, Messi no era catalán, era argentino, de un país allá, lejos, en el cono sur, donde el fútbol no produce exactamente sonrisas, sino todo lo contrario. Llegó a formar parte del equipo de Pékerman, la última selección argentina que jugó a la pelota, una donde jugaba un tal Juan Román Riquelme. Debutó en un amistoso contra Hungría, igual que Maradona, pero su primer partido importante fue al año siguiente, en el Mundial de 2006, contra Serbia y Montenegro. Entró en el minuto 77 e hizo estragos en los catorce minutos escasos que jugó. Argentina ganó seis a cero y la Pulga metió el último. Serbia y Montenegro se disolvió como Estado ese mismo año, aunque no creo que haya sido a causa de la goleada.
A partir de entonces la selección argentina comenzaría a jugar bastante mal y Messi sería el elegido para hacer todo lo que sus compañeros no podían. La falta de fútbol y los malos resultados generarían un clima de pesar en el país. El sufrimiento se intensificaba y sacaba a flote lo peor de cada casa. Si Messi venía de una escuela de trabajo colectivo, había llegado a las antípodas, al universo de los héroes y los caudillos. A partir del 2010 la selección argentina inauguró un método futbolístico que se basaba en el siguiente concepto: “vos dásela a Messi y que él se encargue”. Punto y pelota, no había nada más. A partir de ese día él sufrió una soledad extrema cada vez que pisaba Buenos Aires. Entraba a la cancha, recibía la pelota y nadie se movía para recibir un pase. Un país entero mirándolo, esperando que el mago resolviera la situación. Un país que pensaba en nombres y no en equipos. Un país que pensaba en sus estrellas y en cuántos millones costaba cada una, pero que no se preguntaba cómo hacer para que esas estrellas se juntaran y formaran algo. Las estrellas estaban solas en el espacio y no había constelación. Total, que la dibujara Messi. Por más que se juntaban los millones en la cancha, la suma era igual a cero. Si el Barcelona era un organismo vivo, Argentina era una tabla de Excel. Y Messi, el mejor jugador del mundo, comenzaba a desaparecer y se le iba modificando el rictus. Empezaba a mirar para abajo, en esa actitud tan suya de ausentarse en la banda izquierda, y cada tanto levantaba la cabeza para ver si en una de esas aparecían Xavi o Iniesta y le echaban una mano. Nunca aparecieron. Mientras tanto, el país se dividía en dos y una de las dos mitades se daba el lujo de cuestionarlo. Así apareció ese pensamiento tan extendido en Argentina de que Messi es un pechofrío, y que en el Barcelona juega bien y en Argentina no, y que por qué mejor no se queda allá y una sarta de barbaridades que no puedo reproducir de la vergüenza que me dan. Aparecía la peor cara de un país. Un contingente de patriotas enardecidos por el desconocimiento de que el todo es más que la suma de las partes, exigiendo que Messi fuera Maradona. Pero Messi no era Maradona, era Messi.
De un día para otro Messi se convirtió en la víctima del pensamiento mágico y en el chivo expiatorio de las frustraciones de sus compatriotas. Argentina se había convertido en un país religioso, o tal vez siempre lo había sido, pero ahora los niveles se tornaban alarmantes. La suspensión de Maradona del Mundial del 94 había causado una herida irremediable en el corazón futbolero de la patria. La mano negra de la FIFA, que le cortaba las piernas al héroe de Argentina, generó un chauvinismo que hubiese dejado patidifuso al caudillo más avezado. Un manto de amor patrio caía sobre el joven Lio y lo acompañaría hasta la actualidad.
La existencia de Maradona, su carácter, sus triunfos, sus goles a los ingleses, habían sentado un pésimo referente. El Diego se había convertido en Dios y Argentina, en una iglesia donde nadie sacaba una pizarra para plantear un equipo, sino que prendían velas para que el nuevo mesías los salvara del ocaso. Pero Messi no sólo no era Maradona, sino que encima era Messi y no tenía ni el carácter ni la personalidad de Maradona, y ése fue su gran problema. De cualquier forma, el país se empeñaba en convertirlo en el nuevo Dios, pero él no tenía ninguna intención de serlo, porque él era terrenal y quería seguir siéndolo. Siempre fue y será ese chico de Rosario que, ya siendo el futbolista número uno de la Tierra, volvió a su barrio a buscar a su primer amor. Ése que miraba para abajo, que se empeñaba en mantener el perfil bajo en un mundo de tiburones. Ése que derrochaba humildad en un país lleno de cancheros. A Messi le cobraron en su propio país no ser un macho agrandado y grandilocuente. Le enrostraron su humildad. El gran problema de Messi fue la existencia de Maradona.
Los milagritos messiánicos llegaron, pero nunca fueron suficientes. Amenazó varias veces con abandonar la selección, pero no lo hizo, a pesar de que Argentina no se lo merecía. Le faltó la personalidad para mandarlos a todos bien al carajo y no volver nunca más.
3.
Mientras tanto, en Barcelona pasaban cosas increíbles una semana y otra también. Un día llegó Pep y la belleza se volvió excesiva. Se rompían todos los paradigmas de lo posible y lo imaginable. Resultaba que se podía jugar bien, bonito y encima ganar. Se iban Rijkaard, Deco, Ronaldinho, Eto’o y Puyol, pero junto con Pep, llegaba Alves, Busquets, Pedro, Villa y varios más, hasta Henry llegó, y el triángulo virtuoso acariciaba la perfección. Comenzaban a hacer pedazos a todos los equipos, a base de toque corto y pase filtrado, incluido al Real Madrid, y eso es algo que los que odiamos a la monarquía merengue les vamos a agradecer toda la vida. Eran tiempos de esperar ansiosos el inicio de los clásicos para ver sufrir al insufrible Mourinho, al imposible Cristiano, al violento Pepe y al despreciable Ramos. El sufrimiento del Madrid era nuestra felicidad. El seis a dos en 2009 y el cinco a cero en 2010 quedarán marcados en nuestros corazones para siempre. Esos años fuimos todos hinchas de esa poesía sin precedentes.
Claro, es sabido que no hay bien que dure cien años ni estadio que lo resista. Nada dura para siempre y lo que era dejó de ser. Guardiola se fue cuando estaban en la cima. Supo abandonar el barco antes de la zozobra. El resto no. El resto se quedó intentando reproducir una orquesta imposible, resistiéndose a aceptar con entereza, e incluso con alegría, el fin de una etapa. Los ciclos no se pueden eternizar porque son ciclos. Sin embargo, nadie quiso aceptarlo y se fue conformando, de manera colectiva, una gran mentira. La mentira de que el Barça, o al menos ese Barça, seguía vivo. La negación creó una década de simulación en la que fueron perdiendo credibilidad cada uno de sus actores, incluido Messi.
Lo revolucionario se convirtió en conservador, como ha sucedido a lo largo de la historia en innumerables ejemplos. Y es que las revoluciones tienen que ser, además de revoluciones, revolucionarias. Deben saber nacer, pero también mutar. Deben ser reflexivas, tener la cualidad de mirarse a sí mismas y saber parar cuando la realidad está siendo patética. Ocurrió lo contrario, como siempre. La necesidad de mantenerse arriba se convirtió en necedad y luego en ceguera.
Después pasó Vilanova, el Tata Martino, Luis Enrique, y la cosa iba de mal en peor. Luego llegaron entrenadores que nadie conocía, pero ahí estaban. El Barça se había convertido en una bandera y podían hacer lo que fuera, total, la bandera se mantenía intacta. Es el problema de los símbolos: se puede hacer con ellos lo contrario de lo que son y van a seguir significando lo mismo. El universo chocho, feliz, siguió hablando del Barça y viendo los partidos por más bodrios que fueran. Era la necesidad de creer en algo. Lo entiendo en Catalunya, obvio, les tocó ser catalanes y es lo que hay, pero ¿en el resto del mundo?
El fútbol del Barça era un fútbol de toque, de imaginación, de inteligencia, hasta que un día, sin previo aviso, dejó de serlo. Hubiera sido más prudente, por parte del club, avisar que iban a cambiar sus principios por otros, como Groucho, pero no lo hicieron y tuvimos que darnos cuenta nosotros solos. Algunos, agnósticos; otros, creyentes en su iglesia. Un día, en ese contexto, llegó un personaje llamado Zlatan Ibrahimović y todo comenzó a caer en picada. Después llegó otro llamado Luis Suárez y el fútbol del Barça cambió por completo. Ya no era fútbol de tenencia y toque corto, sino de contragolpe y pase largo. El Barça se convertía en la antípoda de lo que era y nadie se quiso dar cuenta. No eran más que la inercia de lo que habían sido. Se movían por el puro impulso. Según las leyes de la física, ese impulso eventualmente se agotaría.
Sin embargo, la necedad de las creencias puede más y el espectáculo lamentable no tenía fin. En 2018 jugaban cuartos de final de Champions contra la Roma. El equipo ya no andaba, pero la inercia sí y Messi también. Ganaron cuatro a uno la ida y perdieron tres a cero la vuelta. La realidad se intentaba imponer, pero las ideologías eran más fuertes. Messi, el mejor jugador del mundo, lucía cada vez menos y nos provocaba la ilusión de su migración a otro club, pero no, nada de eso iba a pasar. Messi era cada vez menos Messi y nosotros, cada vez menos felices.
Al año siguiente ya todo era irrisorio. “Hace tiempo que no hay proyecto, no hay nada. Se van haciendo malabares y van tapando agujeros a medida que van pasando las cosas”, dijo Messi en una entrevista. Pero el símbolo, ya lo dije, es más fuerte. En la Champions de 2019 se enfrentaban contra el Liverpool, el mejor equipo del momento. Un equipo hermoso, veloz, ofensivo y alegre. Y el Barça no era nada de eso. Se habían invertido los papeles, sin embargo, el universo hincha del Barça y de Messi seguía queriendo que ganara el Barça. La pregunta era: ¿cómo puede ser que tal cantidad de mortales siga queriendo que gane el peor, aunque para eso tenga perder el mejor? El amor a Messi comenzaba a ser dañino. De la tragedia se pasaba a la farsa mientras Messi iba desapareciendo de a poco. El Barça ganó la ida tres a cero, jugando horrible, pero con un Messi imparable. El individuo vencía al colectivo y todo iba encaminado a un Barça campeón. Todo estaba puesto y dispuesto para que la gran mentira del Barcelona siguiera viva. El eco de lo que había sido no dejaba de sonar. Pero no. Menos mal que no. Menos mal que ese partido de vuelta lo ganó el Liverpool por cuatro a cero en un baile inolvidable. Parecía que era la hora del fin de la ilusión, pero tampoco. La fuerza de las idolatrías no mete goles, pero mueve montañas.
Una vez más, surgía la ilusión de la partida del astro, de una migración a otro equipo que nos diera la ilusión de empezar de nuevo, de verlo con otros colores, de tener que reinventarse y vivir experiencias distintas. A Messi le daban exactamente igual nuestros deseos de ver su mejor fútbol. Messi era un hombre de barrio y sus hijos estaban contentos en su colegio y a tomar por culo. La estela no dejaba de estirarse.
En 2020 nuevamente el Barcelona llegaba a cuartos de la Champion y le tocaba contra el Bayern Munich. Ese día se acabó todo y los alemanes le dieron una clase magistral de fútbol al equipo fantasma. Le ganaron ocho a dos y la calentura hizo que Messi dijera lo que el sentimiento no le permitía. Al finalizar el juego, anunció su partida.
4.
Anunció su partida, pero después se fue a Ibiza de vacaciones y, tras una semanita de paz, recordó que sus hijos eran muy felices en su colegio y se arrepintió. Así que mejor no, que no se va. Que mejor se queda. Varias veces antes había amenazado también con irse de la selección argentina. Digamos que no es un hombre de decisiones fuertes, es más bien un hombre de no hacer nada. Un hombre tranquilo al que le basta y le sobra con su familia, sus amigos, su casa y su perro. Algo completamente normal, salvo por el hecho de que resultó ser casi el mejor jugador de la historia. Era el opuesto total a Maradona, ese otro hombre que de humilde tenía únicamente el origen y que caminaba sacando pecho y enfrentándose, supuestamente, al capitalismo. Después era amigo de los capitalistas de izquierda, pero ése es otro tema. Maradona era ese hombre dotado de tanta ideología que lo convertía en un ser sumamente prepotente. Un ser amado y convertido en Dios, que murió solo en una casa, cuidado por gente que no lo quería. Un hombre que mientras pregonaba ideologías de justicia, iba dejando esparcidos por el mundo hijos no reconocidos. Un Dios demasiado humano, decían por ahí. Un hombre que días antes de morir era ovacionado por sus hinchas, afuera del estadio, cuando ya no podía ni hablar ni caminar. Messi, al parecer, no quiere ser Maradona, no quiere ser convertido Dios, porque parece intuir el peligro que conlleva. Messi prefiere tomar mate en el patio de su casa.
Mientras Messi decidía quedarse un año más en el club fantasma y deleitarnos otra temporada con su cara de tristeza, mientras él se iba apagando, en la trama de fondo los empresarios del fútbol estaban tejiendo un nuevo mapa de relaciones de poder. Por un lado, los integrantes de la mafia de la UEFA y La Liga implementaban un fair play financiero que exigía a los clubes entregar un balance económico en función del cual se les impondría un límite salarial, es decir, un tope de gastos en sueldos. Era una medida que intentaba generar un piso de igualdad entre clubes ricos y clubes pobres. No por bondad, claro, sino porque el exceso de desigualdad reducía la calidad de los campeonatos. En estas esferas nada se hace por bondad, no hay altruismo posible, puro beneficio propio. Los balances del Barcelona se veían dudosos y el futuro se avecinaba complejo. Eso lo sabían todos. Y Messi tomando mate. El Barcelona de Bartomeu tenía una deuda acumulada de mil quinientos millones de euros, o sea, mucho dinero, y no iba a poder pagar por Messi lo que Messi quería, que ya era la mitad de su sueldo.
Por otra parte, en los sótanos de la mafia opositora a la UEFA, el malvado Florentino Pérez, presidente paralelo de España, decidía ir contra las instituciones y los fair play financieros y desdoblar el juego. El villano Pérez sabía que no podía modificar las reglas, pero sí podía inventar otras, para lo cual propuso la Superliga. Un campeonato donde los doce equipos más ricos de Europa jugarían en su club privado, sin importar las reglas de los desgraciados de afuera. Messi tomaba mate y el Barcelona sabía que la Liga de los Ricos era la última posibilidad de vivir como tal aun estando endeudado. El falso enfrentamiento entre el Barça y el Madrid se caía a pedazos. Ahora eran más socios que nunca. Todos sabían que la Superliga era la última pulseada. Y Messi también, por eso no dijo nada. Aleksander Čeferin, presidente de la UEFA, dijo que esa Liga era ilegal, pero el villano Pérez, junto con sus aliados del Milán y la Juve, no miraban ese canal, así que no se enteraron. Pero sucedió lo inesperado y, por una vez en la vida, en los criminales negocios de las altas esferas, ganaron los buenos. Primero levantaron la voz algunos jugadores como Toni Kroos y Ander Herrera, después se manifestaron equipos como el Leeds y, finalmente, la hinchada del Chelsea interceptó el bus del equipo en plena calle y les dijo que no, que esa liga no la jugaban. Hablaron ellos y callaron los demás, incluido Messi, que seguía tomando mate y lanzándole el frisbi a Ñuls, su hermoso cocker.
Čeferin ganó la pulseada y se sentó a esperar que llegara el momento de la venganza. Y llegó con Messi. Porque, como dice una de las frases más difíciles de asumir en el catálogo de frases hechas, la venganza es un plato que se come frío. Tras el bochorno del villano Pérez y sus secuaces, Čeferin le había entredicho a los directivos del PSG que, en agradecimiento por haberse bajado del chistecito de Florentino, iba a ser flexible con las medidas del fair play financiero, claro, sólo con los amigos, no con los enemigos. Así que cuando el plato ya estaba frío y Messi llegó de sus vacaciones, feliz por ganar esa Copa América horrible, le dijeron que no podía seguir en el club. Todo vuelve.
El villano Pérez hizo el ridículo y los culés ni hablar. ¿Y Messi? Messi lloró y Antonela le pasó los clínex. La verdad es que Messi no se entiende. Va por la vida con su cara de nada y da para pensar infinitas teorías, ninguna muy tajante porque él no es tajante. Él es así, el hombre de la cara de nada. Lo que está claro, en su favor, es que no tomó la decisión por dinero y que no tiene por qué jugar gratis para el Barça. ¿Por qué haría eso por unos dirigentes que tratan a los seres humanos como mercancías? Caras, muy caras, pero mercancías al fin. Quizá fue un acto de dignidad no hacerle juicio al equipo de su vida, darse la vuelta y marcharse, aunque le duela. Quizá no. De cualquier manera, será muy triste verlo jugar en el PSG, el reino del capitalismo salvaje.
Habría sido mejor verlo en el Atlético de Madrid, en el Leeds o el Everton, o en cualquier equipo con un poco de alma. Verlo fuera de la jaula de cristal y que la historia terminara con algo de épica y no en este desangelado clima pandémico de mierda. Pero no va a pasar. Aun así, y más allá de todo este lodazal y este cochinero, lo recordaré siempre con un poco de amor, como el petiso veloz, como ese niño inocente de los pelos largos, corriendo detrás de la pelota con el único afán de ser feliz.
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