La fila es como una serpiente que se arrastra con lentitud, bajo el sol débil de las dos de la tarde. Son ocho cuadras de votantes que caminan hacia el Liceo Profesional Abdón Cifuentes, en el centro de Santiago, intentando conservar la distancia. La televisión habla de una fiesta de la democracia, pero esta espera no parece una fiesta: está cargada de un nerviosismo mudo. No hay risas ni consignas ni casi diálogos, sólo mujeres y hombres que caminan ensimismados, conscientes de que es demasiado lo que está en juego.
Eimy, una analista financiera de 30 años, avanza junto a su bicicleta. Tiene el pelo tomado en dos colas, una roja y otra verde. Sus ojos miran rabiosos. Un hombre, al lado de ella, acaba de abandonar la fila, diciendo que no vale la pena perder el tiempo.
En otras filas como esta, en 2,715 locales de votación, siete millones y medio de personas votan para derogar o mantener la Constitución del dictador Pinochet, promulgada el 21 de octubre de 1980 —hace exactos 40 años y cuatro días—, piedra fundacional del modelo neoliberal chileno. Pese a que se le han introducido más de 50 reformas, muchos de sus aspectos centrales permanecen intactos, por los altísimos quórums establecidos para su modificación. Es lo que buena parte de la población considera un triunfo de la dictadura, haber dejado un país diseñado para seguir funcionando bajo sus reglas: con un modelo de Estado subsidiario, creado para intervenir sólo donde no pueda llegar el mercado, incluso en áreas fundamentales como la salud, la educación y las pensiones, que en Chile son manejadas por fondos de inversión privados, en base al ahorro individual. Otro aspecto cuestionado es el gran poder que ostenta al Tribunal Constitucional —potenciado por reformas hechas en democracia—, un organismo autónomo que, sin embargo, es utilizado frecuentemente por las bancadas políticas para trabar la discusión de proyectos de ley contrarios, argumentando su “inconstitucionalidad”. Su decisión es inapelable.
Fotografía de Rodrigo Garrido / Reuters.
Para cuando termine el día, habrá votado el 50.8% del padrón y, a pesar del riesgo de votar en pandemia, será la elección con más votantes en la historia de Chile, un país que desde 2012 tiene voto voluntario y récords regionales de abstención. El Apruebo a elaborar una nueva Constitución conseguirá una victoria aplastante, con más del 78% de los votos, pese a haber contado con poco más de 28 mil dólares de aportes a su campaña, frente a los 164 mil que obtuvo el Rechazo. Pese, también, al intento constante de la franja del Rechazo por vincular el proceso constituyente con la destrucción de inmuebles producida por grupos de manifestantes y con los saqueos ocurridos durante los primeros meses del estallido social que comenzó el 18 de octubre de 2019. El principal argumento de este sector fue que el proceso sería muy costoso, y que atrasaría varios años las reformas sociales que pedía la población, las cuales podían impulsarse desde el Congreso. Una tesis que convenció a muy pocos, por venir de un sector que se ha opuesto históricamente a la mayoría de los intentos de reformas.
Junto con el triunfo del Apruebo, y con un 79% de los votos, también saldrá elegido el mecanismo de Convención Constituyente, es decir, que la nueva Constitución sea redactada por un organismo compuesto por 155 miembros, que serán electos en abril por votación popular. La otra opción disponible —Convención Mixta—, proponía que la mitad de los constituyentes fueran elegidos por los partidos, de entre sus parlamentarios. Parecía difícil que ganara esta idea en un país en donde, según los datos del Centro de Estudios Públicos, sólo tres de cada cien personas confían en el Congreso y sólo dos en los partidos políticos, salpicados transversalmente por casos de corrupción y financiamiento ilegal. Esa misma desconfianza siente Erik, influencer LGTBI+ de 33 años, mientras avanza a votar, luego de haber participado durante un año de las protestas masivas ocurridas en la Plaza Baquedano, rebautizada por parte de la población como Plaza de la Dignidad.
El Apruebo a elaborar una nueva Constitución conseguirá una victoria aplastante, con más del 78% de los votos, pese a haber contado con poco más de 28 mil dólares de aportes a su campaña, frente a los 164 mil que obtuvo el Rechazo.
Lo que comenzó el año pasado como una serie de protestas estudiantiles contra una nueva alza en el pasaje del metro, pronto se transformó en un estallido social de dimensiones nunca vistas en el país, que llevó a millones de chilenos a volcarse a las calles para reclamar por un modelo de país más equitativo. En paralelo, turbas saquearon cientos de locales comerciales y la red de estaciones de metro sufrió una serie de ataques incendiarios, mientras el presidente Piñera decretaba Estado de Emergencia, sacaba a los militares a la calle y Carabineros reprimía brutalmente las manifestaciones. 460 personas sufrieron lesiones oculares graves, dos quedaron ciegas, tres manifestantes murieron en manos de militares y otros dos por el actuar de Carabineros, y organismos internacionales como Human Rights Watch, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la ONU denunciaron violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos.
La escalada de violencia llevó a Piñera al borde de un precipicio —con una aprobación del 9.1%, que luego caería a un mínimo histórico de 4.6%— que solo logró esquivar cediendo el corazón del sistema chileno: la Constitución de 1980. En un intento desesperado por evitar la caída del gobierno y conducir la crisis hacia una salida política, el 15 de noviembre de 2019, a las 2 de la mañana y luego de varios días de negociaciones con la oposición, la mayor parte del espectro político firmó un acuerdo para iniciar el proceso constituyente en abril de 2020. Luego sería retrasado por la pandemia hasta este 25 de octubre, en que Erik camina a votar por el Apruebo. Hasta hace poco, no hubiera querido estar en una fila como esta, pero ahora no puede, dice, quedarse fuera de la construcción del mundo que viene. Imagina una Constitución que garantice que las minorías sean consideradas.
Nora, empleada doméstica de 65 años, avanza unas cuadras más atrás. Ella, que vivió el Plebiscito de 1988 que sacó del poder a Pinochet, ya no cree en la política: con dictadura o sin dictadura, dice, nunca nadie hizo nada por ella. Quería ser profesora de Historia, pero tuvo que dejar el liceo para ayudar a su familia. Su jubilación, de 155 dólares, no le alcanza para vivir. Para hacerse una mamografía tuvo que esperar más de un año en el sistema de salud público. Ya no cree en ningún partido político, ni tampoco en que algo vaya a cambiar con una nueva Constitución. Por eso, dice en voz baja, hoy votará Rechazo.
Fotografía de Ivan Alvarado / Reuters.
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A las 5:30 de la tarde, miles de personas votan en las 162 mesas del Estadio Nacional, el primer campo de concentración y tortura impuesto por la dictadura de Pinochet. Hay algo en este atardecer tranquilo, en esta luz suave, en este silencio, que parece subrayar el simbolismo. Luisa, dueña de casa de 65 años, conversa sobre su madre, de 93, con sus hijas, de 41 y 30, y su nieta, de 9. No puede estar en este lugar sin recordar las ráfagas de ametralladora a las 3 de la mañana, que oía desde su casa a cuadras del estadio. Hoy vota también para acabar con ese recuerdo. Quisieron venir juntas porque creen que puede ser el inicio de un país en donde ser mujer no sea una desventaja, aunque saben que esa lucha es más larga. Un gran paso, sin embargo, se logrará esta tarde: el organismo elegido para redactar la Constitución será paritario, ningún género superará el 50% + 1 de los escaños.
Uno de los grandes miedos de los analistas políticos es el alto nivel de expectativa puesta en el proceso: temen que la clase política, deslegitimada y muy polarizada —pero con el poder electoral para influir directamente en la composición de los 155 constituyentes—, no esté a la altura de las circunstancias, como tampoco una elite que se opone a cambios profundos en el modelo económico. Un proceso fallido, creen, podría desatar una rabia aún mayor en la ciudadanía. Esto, considerando que cada artículo que sea incluido en la nueva Carta Magna tendrá que contar con una aprobación de 2/3, la principal exigencia del oficialismo para firmar el acuerdo que permitió el proceso. El documento final pasará por un nuevo plebiscito de salida, esta vez con voto obligatorio, que probablemente ocurra en 2022. Sin la propuesta es rechazada, seguirá vigente la Constitución de 1980.
La escalada de violencia llevó a Piñera al borde de un precipicio —con una aprobación del 9.1%, que luego caería a un mínimo histórico de 4.6%— que solo logró esquivar cediendo el corazón del sistema chileno: la Constitución de 1980.
Aunque nadie se atreve a aventurar qué modelo de desarrollo resultará del proceso, las demandas populares apuntan a un Estado que brinde mayor protección a sus ciudadanos, sobre todo en áreas como educación, salud y pensiones, y que corrija la alta desigualdad de la sociedad chilena. Actualmente, según la Cepal, el 1% de la población concentra del 26% de su riqueza, y un 10% de los chilenos concentra el 66%. El 50% de los hogares de menores ingresos, en cambio, acceden a sólo el 2% del total. En tanto, el 53% de los altos puestos directivos están copados por exalumnos de nueve colegios de clase alta de Santiago. Los estudiantes egresados de ellos ganan el doble, en promedio, que los alumnos del sistema público que presentaban similares resultados académicos. El acceso a la salud es otro talón de Aquiles: sólo en 2018, 26 mil personas murieron esperando atención en el sistema público, mientras los sectores de mayores ingresos se atienden en clínicas de primer nivel mundial. El sistema de pensiones, impuesto en dictadura, será otro tema clave: actualmente, la mitad de los hombres no llega a tener una jubilación de 313 dólares y la mitad de las mujeres no llega a 149. Esos son algunos de los datos que explican la crisis de un modelo que fue exitoso en reducir la pobreza extrema, pero no en distribuir la riqueza. La pregunta es si una nueva Constitución será capaz de corregirlo.
Pese a la incertidumbre, Elena, de 81 años, siente que está viviendo un momento histórico. Sentada en su silla de ruedas, luego de votar en el Estadio Nacional, apenas puede decir un par de palabras sin llorar. Dice que no pensó que le iba a alcanzar la vida para ver esto. Que hoy vuelve a tener esperanza. Detrás de ella pasa Tamara, contadora, de 37 años. Lleva un pañuelo en la cabeza y a su hija en un coche. No tiene problemas económicos, pero no podría no votar después de lo que ha visto. Cuando le diagnosticaron un cáncer linfático, realizó una parte de su tratamiento en una clínica del barrio alto y la otra en un hospital público. En la primera se sintió en un hotel, dice, pero en el segundo conoció a personas que no recibieron atención hasta que ya era demasiado tarde.
—Yo los vi: en las urgencias, esperando en los pasillos. Son iguales a ti, pero tienen que esperar porque no tienen dinero. Espero que esto sea un verdadero cambio para todos, porque bastante poca equidad hay entre las clases sociales —dice—. Que esto por lo menos sirva para ayudar a todos los que se sienten defraudados por la política.
Fotografía de Rodrigo Garrido / Reuters.
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Los bocinazos comienzan a las 8:30, cuando la transmisión televisiva da los primeros resultados. La sorpresa no es por el triunfo del Apruebo, sino por su magnitud: el gobierno creía que rondaría el 65%. El diario El Mercurio, dos meses antes de la votación, llegó a publicar los resultados de una encuesta, elaborada por una consultora argentina de dudosos pergaminos, que hablaba de un 53% a favor del Rechazo. Que el 78% de los votantes quiera un país distinto —una cifra que excede a cualquier sector político—, desmiente una idea repetida hasta el hartazgo por políticos y analistas: la polarización de la sociedad chilena. En cambio, el dato más elocuente es que las únicas tres comunas en donde ganó el Rechazo —además de la Antártica y la pequeña localidad aimara de Colchane, en la frontera con Bolivia— fueron Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea, en donde vive la mayor parte de la elite política y empresarial del país.
Pronto los bocinazos dan paso a los fuegos artificiales. Las calles que llevan a la Plaza Baquedano —esta noche, otra vez, de la Dignidad— comienzan a llenarse rápidamente, y ya empieza a oírse otra vez El baile de los que sobran, la canción de Los Prisioneros que se ha transformado en el himno del estallido social. Las banderas mapuches brotan de todas partes, el símbolo más representativo de un movimiento en el que no se ha visto emblemas de ningún partido político. En el medio de la plaza, la estatua del General Baquedano montado en su caballo ha sido pintada de rojo, y cae sobre ella la luz amarilla de un reflector, proyectada desde un edificio. Por un momento, el humo de las bengalas y las cabezas de los hombres encaramados le dan a la estatua una apariencia mitológica. Alguien quema un muñeco que parece representar a Piñera, quien hoy apenas cuenta con un 16% de aprobación. Más tarde, otros quemarán un enorme cuadro de Pinochet.
Carlos, trabajador social de 61 años, mira esas escenas sin terminar de creer lo que está viendo. Rodeado de miles de jóvenes, muchos sin mascarilla, se queda observando en silencio, acompañado por su esposa.
Aunque nadie se atreve a aventurar qué modelo de desarrollo resultará del proceso, las demandas populares apuntan a un Estado que brinde mayor protección a sus ciudadanos, sobre todo en áreas como educación, salud y pensiones, y que corrija la alta desigualdad de la sociedad chilena.
—Cuando ganó el No (en el Plebiscito que sacó del poder a Pinochet), mis hijos tenían 4 y 2 años. Y yo dije: bueno, afortunadamente estoy logrando que no vivan en tiranía —dice—. Han pasado más de 30 años y aquí estoy nuevamente, luchando por mis nietos. Para que alguna vez tengan un Chile más igualitario. Pensé que no iba a tener que volver, pero hay que seguir luchando.
A su alrededor, flamean dos banderas enormes, una con el rostro del músico Víctor Jara, secuestrado y asesinado por la dictadura, y otra con el de Gustavo Gatica, un estudiante que quedó ciego en noviembre del año pasado, un día en que Carabineros disparó más de dos mil perdigones contra los manifestantes. Camilo y Camila, una pareja de 30 años —él músico, ella publicista—, observan la escena unos metros más allá. Están contentos, pero no eufóricos. Creen que la lucha recién comienza.
—No sabemos cómo va a terminar esto. Ojalá el siguiente plebiscito votemos Apruebo y no haya que votar Rechazo porque no funcionó —dice ella—. Se abre el capítulo para poder construir una Constitución realmente en base a lo que queremos. Si resulta que somos un país facho, bueno, seremos fachos, pero nosotros decidimos esa hueá.
Cerca de las 11 de la noche, la plaza ya ha derivado en una fiesta callejera, con parlantes, cumbia y alcohol, y Juan Pablo, que tiene 19 años y estudia Psicología, trata de capturar todo con su mirada. Lleva una bandera mapuche y un pañuelo con el dibujo de un ojo lastimado, que dice Vivir en Chile vale un ojo de la cara. Está emocionado y también tiene miedo: cree que los poderosos en Chile son demasiado poderosos. Pero ahora no quiere pensar en eso, no quiere analizar nada. Dice que esta noche sólo necesita estar contento, que mañana habrá tiempo para ver cómo seguir.
“Ahora lo único que quiero es sentir, sentir, sentir”, repite como si fuera un mantra.