Hace diez días Rusia comenzó su invasión de Ucrania y empezó una guerra que no ha terminado: los ataques continúan pese a que ambas partes acordaron un cese al fuego. Desde el principio, el objetivo declarado por el régimen de Vladimir Putin ha sido proteger a las poblaciones rusas que habitan al este de Ucrania, en Donetsk y Lugansk, que forman parte del Donbás. Esta región se encuentra en un intenso conflicto al menos desde 2014, cuando un movimiento separatista prorruso se alzó en contra de la destitución del entonces presidente ucraniano Víktor Yanukóvich, favorable a Rusia, que a su vez contestó con la ocupación y anexión de Crimea. La respuesta militar de Ucrania y el apoyo del gobierno ruso a los separatistas causaron al menos 13 mil muertos y 734 mil desplazados. Por todo esto, es sencillo creer que estamos ante una guerra con dos oponentes de identidades claras: los ucranianos contra los rusos, pero es un error.
En Ucrania, además de ucranianos que se identifican como tales y que sólo hablan ucraniano, viven quienes tienen el pasaporte del país, pero cuya identidad, idioma y afiliación es rusa. Es cierto que los segundos se concentran en el este, sin embargo, tampoco ahí son mayoría (excepto en pueblos y zonas específicas). Los rusos étnicos de Donetsk y Lugansk constituyen el 38% y el 39% de la población, respectivamente; los ucranianos, entre el 57% y el 58%. A la vez, quienes se identifican como rusos no viven exclusivamente en el Donbás: hay poblaciones rusas en toda Ucrania, incluso en zonas bastante alejadas de esa región, como Odesa, donde el 20% de la población es de etnia rusa, según las cifras oficiales del censo de 2001.
El panorama demográfico no es simple y se complica aún más. No hay sólo dos grupos, dos identidades excluyentes, sino múltiples combinaciones. Por ejemplo, el 20% se considera biétnico,* hay ucranianos de etnia rusa cuya lengua madre es el ucraniano, o bien, son bilingües; otras personas pertenecen a una de las numerosas minorías: rumanos, moldavos, judíos (como el propio presidente Zelenski), romaníes, bielorrusos, tártaros, griegos y un largo etcétera, quienes pueden tener como lengua madre el ucraniano, el ruso o su propio idioma.
Más aún, hay afiliaciones supranacionales. Algunos ucranianos prefieren la cercanía con eso que llamamos “Occidente”, en particular, con la Unión Europea; otros ven a la Rusia moderna como referente cultural y modelo a seguir; otros más apelan a una identidad eslava que incluye a Rusia, pero no se limita a ella, y que puede o no estar en tensión con la identidad europea.
Por si fuera poco, hay varios grupos pequeños, pero extremadamente violentos y con gran notoriedad mediática, que impulsan la supremacía blanca o son neonazis (en algunos casos, son violentamente antirrusos). En estos tiempos se han convertido en el blanco favorito de quienes desean presentar al actual gobierno ucraniano como uno influido por la extrema derecha —tristemente, no son pocos los argumentos válidos—. Esto, a su vez, es parte del crecimiento de grupos y partidos de extrema derecha en toda la zona, incluyendo a Rusia, pero el caso ucraniano destaca por la aceptación y la tolerancia que dichos grupos han recibido de parte de muchos actores políticos, aunque también es una exageración evidente afirmar que Ucrania, como tal, es gobernada por nazis.
Así, entre tanta variedad, pensar que el conflicto ocurre entre ucranianos que hablan ucraniano y ucranianos rusos, y suponer que los primeros son naturalmente pro-Occidente y los segundos evidentemente pro-Rusia, no es más que una manera de reducir una realidad complejísima a dos polos simples. Por lo tanto, es una manera de equivocarse completamente. Al hacerlo, además, se ignoran los usos políticos que hacen los partidos radicales y los líderes poco escrupulosos de esas identidades que son todo menos dicotómicas.
Las narrativas nacionalistas y las identidades
En el caso actual, ¿qué narrativas estamos escuchando? Una es la del sacrificio y es especialmente útil para el lado débil de una guerra porque le da sentido a lo irracional: transforma el sufrimiento, la muerte de los seres queridos y la propia en una causa de supervivencia colectiva, respecto a la cual se puede forjar una identidad común.
Del otro lado, quien decide invadir rara vez anuncia que lo hace por su deseo de adquirir territorio, población y recursos, de enviar un mensaje brutal de capacidad militar o de asegurar su dominio en ciertos espacios, sin considerar lo que sus habitantes piensen. Estos cálculos son fáciles de entender en términos geopolíticos (como competencia entre Estados), pero muy difíciles de justificar en el marco de las comunidades nacionales. Por eso se requiere una narrativa distinta: la de necesidad y salvación nacional. Dentro de ella, las acciones de Rusia no son más que la consecuencia de defender la vida y el futuro no del Estado ruso en sí, pues tiene su seguridad garantizada por armas nucleares, ni mucho menos del régimen específico de Putin y su grupo, no: lo que hace Rusia es defender la identidad y el porvenir de “los rusos” (así, en plural) dentro y fuera de sus fronteras (como si todos fueran iguales y estuvieran de acuerdo en cada asunto). Rusia sostiene su responsabilidad de salvarlos, donde quiera que estén, y Putin hará lo que considere necesario para lograrlo.
Esa narrativa de necesidad y salvación nacional se complementa con otra, que podemos llamar la del “hermano mayor”, que tiene raíces históricas profundas. Al menos desde la época de los zares, Rusia se ha promovido a sí misma como la protectora de todos los pueblos eslavos y, por ende, la encargada de defenderlos frente a los explotadores externos: los otomanos, el Imperio austrohúngaro, los capitalistas, la OTAN. Así, los soldados rusos no están invadiendo a Ucrania, sino (como dijeron el propio Putin y su portavoz) ayudándola a liberarse de neonazis, drogadictos y corruptos. Quien esté en contra de los liberadores sólo puede ser uno de esos criminales o radicales, o bien, un idiota que no entiende nada. Nótense, por cierto, los ecos con la doctrina Monroe y el discurso estadounidense de “llevar la libertad” a los demás y sus reacciones al no ser bienvenidos.
Las narrativas nacionalistas de sacrificio, salvación nacional y la del “hermano mayor” sirven para darle sentido a una guerra y convocar a todos a participar en ella. Por supuesto, no dicen nada de lo que está detrás, pero tampoco son suficientes para borrar la responsabilidad de la parte que inició las hostilidades y bombardeó zonas civiles. Para eso se necesita la defensa de la desinformación y la propaganda; un par de ejemplos recientes: llamarle “operación militar especial” a una invasión o caracterizar a quienes le plantan cara como “neonazis” y “criminales”.
Como expliqué al principio, en el caso específico de Ucrania, identificar al “otro” es, en realidad, complicado. En términos étnicos, culturales, lingüísticos e históricos, los “ucranianos” y los “rusos” están profundamente entrelazados, a tal punto que buena parte de los sucesos clave en la historia oficial de Rusia ocurrieron en lo que hoy es territorio de Ucrania: desde el establecimiento del Rus de Kiev (una confederación que se considera el antecedente directo de la Rusia zarista) hasta los orígenes de la Iglesia ortodoxa rusa en esa ciudad. Buena parte de las batallas más importantes de la guerra contra los invasores nazis, que tuvieron enormes pérdidas humanas, también sucedieron ahí.
La narrativa oficial de Rusia retoma los vínculos sociales, etnoculturales e históricos con Ucrania, pero esa visión se ha endurecido durante el régimen de Putin al punto de anular todas las diferencias de Ucrania como nación para verla, en todo caso, como una provincia rusa con carácter y variaciones locales. El mejor ejemplo fue el discurso del propio Putin previo a la invasión: puso en duda la legitimidad de la existencia de Ucrania y negó cualquier diferencia esencial entre ucranianos y rusos.
Esa postura, evidentemente, choca con la narrativa ucraniana impulsada desde el poder político, que ha hecho referencia a ciertos antecedentes históricos locales, a exponentes de una identidad específicamente ucraniana (como el poeta y político Tarás Schevchenko), a historias de resistencia frente a dominaciones externas (de mongoles, polacos, tártaros, otomanos, rusos) y a sucesos mucho más recientes, en particular, la Gran Hambruna o el Holodomor que, entre 1932 y 1934, provocó millones de muertos civiles —según el discurso oficial ucraniano, fue una decisión consciente de Stalin y la cúpula rusobolchevique para acabar con el independentismo de Ucrania.
Ambas narrativas oficiales son sumamente ideológicas y, por supuesto, muy discutibles, sin embargo, para mí, en este texto, lo importante es analizar sus usos en la guerra actual y sus consecuencias a más largo plazo.
Para empezar, la narrativa ucraniana ha funcionado muy bien. Al insistir en la naturaleza del país como una comunidad étnica, cultural e histórica distinta, sustentan su derecho a tener su propia tierra y soberanía, y argumentan que simplemente se están defendiendo de una invasión. A la vez, esta narrativa ha permitido desviar la atención de pasajes oscuros de su historia, como la persecución de los judíos y otras minorías, su colaboración con las fuerzas nazis durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto o las muy cuestionables políticas que, desde hace aproximadamente una década y hasta hoy, buscan uniformar lingüística y culturalmente a la población ucraniana. Todo parece haber quedado atrás, pues lo que importa ahora, según su postura, es defender la nación.
En contraste, la narrativa oficial de Rusia había sido eficaz para justificar intervenciones pasadas muy violentas, por ejemplo, en Chechenia, Ingusetia o Daguestán, y en calificar al “otro” de bárbaro, pero ahora se encuentra en problemas. Puede ser difícil para el ruso promedio y, en especial, para el simple conscripto (Rusia tiene servicio militar obligatorio) entender por qué deben invadir un país con el que —se les ha insistido desde pequeños— hay una relación tan cercana. También puede ser duro comprender por qué al llegar como liberadores a ese país “hermano”, el recibimiento ha sido hostil, no sólo de parte de los soldados ucranianos, sino también de los civiles que viven más allá de las zonas abiertamente prorrusas. En vez de gavillas de neonazis, criminales y traidores prooccidentales, los rusos se están encontrando con una amplia población que no sólo los rechaza a gritos, grabándolos en video o repartiéndoles semillas para que “renazcan en girasoles cuando los maten”, muchos también han tomado activamente las armas y usan cocteles molotov para resistir o ejercer acciones de sabotaje. El discurso oficial que los jóvenes reclutas rusos han oído una y otra vez sobre su país como el hermano mayor de Ucrania, a la cual deben “salvar”, ha chocado de frente con la realidad.
El papel de los líderes en las narrativas durante la guerra
Las narrativas nacionalistas no se alimentan solas: detrás hay decisiones políticas, tomadas por los líderes, y en ocasiones son parte de una estrategia para concentrar el poder y eliminar adversarios. Algunas veces esas narrativas se centran en la relación del líder con la nación para comunicar que no es un simple gobernante, sino el guardián del país, el máximo exponente de sus pobladores y quizá hasta su líder espiritual. Otras veces esa concentración en el presidente o el primer ministro puede ser resultado de circunstancias especiales. En crisis extremas, un liderazgo normal, gris o hasta cuestionado puede terminar –de manera voluntaria o no– encarnando a la colectividad, a sus mejores características, aspiraciones y luchas; sucede, sobre todo, ante la amenaza o la agresión de un enemigo común.
Putin encaja en el primer caso. A lo largo de sus mandatos ha cimentado su liderazgo en la imagen del superhombre rudo, que un día vuela aviones de caza; al otro cabalga con el torso desnudo; y al otro derriba a competidores olímpicos de yudo… y luego sale a defender a Rusia, el país que sacó del marasmo para volver a colocarlo en su lugar de potencia temible para sus adversarios internacionales. Putin es exitoso en ello: su popularidad entre los rusos le debe mucho a su imagen como líder de resoluciones firmes… o de macho alfa. Le ha servido, particularmente, en crisis como la de Chechenia o la del terrorismo internacional, que explotaron los peores miedos de la población vulnerable en Rusia. Esa imagen incluso explica la legión de seguidores que tiene en el exterior de su país y que parecen tenerle una devoción casi impermeable a la realidad.
Con todo, ese juego es extremadamente peligroso, incluso para personas con tanto poder como Putin, porque la imagen de guía y guardián de la nación no sólo demanda dedicación absoluta, sino también la obligación casi ineludible de triunfar en las batallas importantes. El apoyo del que goza podría volverse rápidamente en su contra si, por equivocación o mala fortuna, las decisiones que tomó dejan a la colectividad en ridículo o le causan deshonra. Dentro de este discurso, la nación como tal no puede equivocarse, entonces el resultado negativo sólo se puede explicar por la incapacidad, cobardía o traición del líder. En ese sentido, negociar o hacer concesiones con el enemigo es poco menos que traicionar a la nación. Por lo tanto, el poder emanado de las narrativas nacionalistas encumbra al líder, pero también le ata las manos y, aún peor, puede convertirlo fácilmente en el blanco de la ira de quienes lo seguían.
¿Podría ocurrirle eso a Putin? Hasta este momento, la invasión a Ucrania ha sido mucho más lenta de lo que se esperaba y ha tenido problemas logísticos, como los tanques varados por falta de combustible. El hecho de que en varios días el ejército ruso no haya sido capaz de entrar a Kyiv y otras ciudades clave, en parte, por la decidida resistencia de militares y civiles armados ucranianos, pone en duda la capacidad militar rusa de la que Putin alardea frente a propios y extraños.
La reacción occidental, que ha sido más asertiva de lo que muchos creyeron (en comparación con su pasividad durante la invasión de Crimea en 2014) tiene efectos no sólo en el campo de batalla —por ejemplo, con el armamento antitanques y de otros tipos que varios han ofrecido a Ucrania—, también tiene consecuencias en la fuente de legitimidad del régimen. Si el gobierno de Rusia ha encontrado serias dificultades para ganar una guerra fácil y rápida en apariencia, si no logra controlar su propia economía ante las sanciones externas e incluso es incapaz de evitar ataques informáticos vergonzosos, la imagen de Putin como líder fuerte, protector de la nación y encarnación de lo mejor de ella, quedará en entredicho.
En contraste, Zelenski ha sabido aprovechar su experiencia en medios para promocionarse como un líder cercano a su país, que encabeza directamente la resistencia al invasor, negándose a huir pese a que se lo ofrecieron. Es indudable que esto ha alimentado muchísimo la moral de los soldados y ciudadanos ucranianos. Sin embargo, en otras circunstancias, su reciente decreto de ley marcial, que entre otras cosas implica el alistamiento en el ejército y la prohibición a todos los hombres entre dieciocho y sesenta años de salir de Ucrania —lo que significa que no pueden traspasar legalmente las fronteras para buscar refugio y han tenido que separarse de sus familias— habría sido considerado como una medida irresponsable y cruel. Con todo, es difícil ignorar a un presidente que transmite desde la línea del frente en la capital sitiada y bombardeada para asegurar que no la abandonará.
El mensaje de Zelenski, al presentarse como un líder que está dispuesto a arriesgar su vida e integridad física para defender a su país, le ha permitido cosechar enorme apoyo internacional a la causa ucraniana. Pareciera que algunos medios y comentaristas compiten por quién puede poner más rápido a Zelenski en el pedestal de héroe. Su estrategia también ha hecho que se olvide un poco su pasado de opiniones, acciones y políticas bastante cuestionables, como su aparente reconocimiento de figuras históricas que colaboraron con la invasión nazi y el genocidio en Ucrania o su tibieza, y por momentos franca cooperación, con los grupos ultranacionalistas actuales. Su estrategia también supone grandes riesgos: su muerte o su captura por los rusos podría tener consecuencias devastadoras para la moral de los ucranianos. De igual modo, cualquier claudicación o rendición le haría pasar rápidamente de héroe y modelo a traidor.
Jugar políticamente con identidades nacionales crea, además, problemas de largo plazo. Apelar a los derechos de las minorías y, en particular, al principio de autodeterminación de los pueblos encierra la posibilidad de que otros también lo hagan, con sus propios fines. Si Rusia cree que tiene derecho a exigir la independencia o anexar regiones pobladas por rusos étnicos o rusohablantes, ¿por qué no tendría el mismo derecho la ingente cantidad de minorías étnicas y nacionales que existen dentro de Rusia? Desde los rusofinlandeses de Carelia hasta los coreanos de Vladivostok, pasando por los propios ucranianos que viven dentro de Rusia, todos podrían hacer lo mismo.
Este riesgo no es nuevo. Como lo dijo el delegado de Kenia, Martin Kimani, durante la discusión de la moción de censura a la invasión rusa en el Consejo de Seguridad de la ONU: ellos, los africanos, heredaron sus fronteras de los imperios coloniales y sus territorios contienen poblaciones extremadamente diversas. Tuvieron que aprender a convivir con semejante diversidad étnica y renunciar a los reclamos territoriales, pues la alternativa era la guerra permanente, vivir en conflicto y redefiniendo fronteras. Hasta cierto punto, eso también podría aplicarse a América Latina, cuyas fronteras son resultado del pasado colonial y, por ende, mayas, mapuches y al menos otros 108 pueblos terminaron divididos en los territorios de distintos países.
Independientemente del resultado final de la guerra, es de esperarse que los actores radicalicen sus demandas, sobre todo, en la relación con Rusia y Occidente. Esta guerra, por ser un conflicto entre identidades y lealtades nacionales, locales y supranacionales, causará fracturas persistentes entre los grupos enfrentados. Desafortunadamente, este tipo de conflictos suele trascender, por mucho tiempo, a los líderes políticos que fueron responsables de azuzarlos. Ya escucharemos en el futuro algo parecido a lo siguiente: nosotros, de la mano de nuestros héroes, nos defendimos de ustedes, los salvajes, genocidas, tiranos —como si todos hubieran participado en la defensa o en el genocidio—; y, viceversa, nosotros, los buenos hermanos mayores los defendimos de los malos, pusimos a nuestros muertos y nos pagaron con traición, ingratitud y una alianza con el enemigo. Ante semejantes narrativas, la negociación de paz —que no es lo mismo que un alto al fuego— y, peor aún, la simple coexistencia se vuelven extremadamente difíciles.
* Mikhail Pogrebinskiy, “Russians in Ukraine: before and after Euromaidan”, en Agnieszka Pikulicka-Wilczewska y Richard Sakwa, Ukraine and Russia: people, politics, propaganda and perspectives, E-International Relations Publishing, Bristol, 2015, p. 92.
Henio Hoyo es especialista en nacionalismos, doctor en Ciencias Sociales y Políticas por el Instituto Universitario Europeo y maestro en Estudios de Nacionalismos por la Universidad Centroeuropea (CEU).