Adiós a La Palma de Reforma
Luego de cien años los capitalinos se despidieron de La Palma de Reforma. La gente se tomó fotos con ella, la abrazaron, le llevaron flores, convirtiendo el momento en una célebre postal de la Ciudad de México. Pero lo cierto es que las palmas de la ciudad están enfermando: infectadas por un hongo que acaba con ellas, y afectadas por la temperatura de la ciudad que ha cambiado conforme crece la mancha urbana.
Ayer a las seis de la tarde arrancaba, en teoría, las obras para el retiro de La Palma de Reforma, pero el retraso gubernamental (o la información falsa sobre la hora en que la remoción comenzaría) le dio a la ciudad un momento más para despedirse de ella. Había decenas de personas sentadas en las bancas porfirianas de piedra, que rodean la glorieta, donde hay, curiosamente, otras palmas saludables a las que nadie hace caso. A esa hora de la tarde, esas plantas, más jóvenes, estaban iluminadas por una luz rosa que salía de la jardinera cavada en el suelo.
Una ambulancia, varios taxis, una estación móvil de televisión y decenas de capitalinos habían llegado a la glorieta. La gente logró cruzar la calle aventuradamente hasta donde estaba la moribunda, a punto de ser ejecutada.
—¡Ya quítenla! —, gritó alguien que luego volvió a caer en el silencio anónimo de la calle. No era el sentimiento general. Más bien la gente quería aprovechar la tarde para abrazarse el tronco, tomarse una foto y, si encontraba un interlocutor, dar su versión de los hechos.
La Palma, su enfermedad, su retiro, fueron motivo de extensa especulación en las redes sociales. Culparon al gobierno de la Ciudad de México de negligencia, de no tener suficientes recursos para salvar a esa y otras plantas, de dejar la flora urbana a su suerte. El gobierno, por su parte, aprovechó el momento para que la Jefa de Gobierno tuviera una plataforma más de exposición, muy útil para sus ambiciones de precandidata a la presidencia. Anunciaron un concurso para decidir qué planta debía sustituir a La Palma, Claudia Sheimbaum apareció en la madrugada supervisando su retiro y anunció que un grupo de artistas intervendría el tronco para que su memoria no se desvaneciera.
Hace poco escuché un extraordinario podcast en Así como suena, hecho por la escritora Julieta García, que pone todo este asunto en su perspectiva correcta. La Palma significa una idea de ciudad, un momento posrevolucionario y presidencialista porque Álvaro Obregón quería que en la capital hubiera palmas como en su natal Sonora. Las palmeras que luego llegaron a la ciudad tienen que ver con el momento californiano de la ciudad y se instalaron en los camellones y avenidas junto con las casas de estilo colonial americano, en las Lomas, Narvarte, Del Valle, la Condesa. Las palmas de la ciudad enfermaron por dos razones; la primera, porque los desarrolladores inmobiliarios en los ochenta y los noventa introdujeron una nueva especie de palma que estaba ya infectada por el hongo que las acaba— “hongo de la pudrición rosada” o Trichothecium roseum—, y porque la temperatura de la ciudad ha cambiado, producto de la destrucción de áreas verdes y el aumento de la mancha urbana.
Pero en la tarde de ayer, encaramados en la jardinera que rodeaba a la Palma, había otras personas que querían dar su versión, o aprovechar el momento, como si se tratara de una escenografía. Se apareció por allí Juanito, ¿se acuerdan?, Rafael Ponfilio Acosta Ángeles, jefe delegacional en Iztapalapa en 2009, el que se puso una banda tricolor en la nuca y traicionó a Andrés Manuel López Obrador pues se negó a dejar la jefatura delegacional en favor de la candidata del PRD, Clara Brugada. Además de desahogar sus cuitas políticas, de ventilar un enfrentamiento desconocido para la mayoría de los mortales con la alcaldesa en desgracia de la Cuauhtémoc, Sandra Cuevas, de tratar de colocarse como un gestor para el mejoramiento de la zona, me dijo, en la mejor tradición de Cantinflas: “El gobierno podía hacer muchas cosas por las palmeras, pero desgraciadamente las descuidaron. Y ahora según eso, que es una gran tradición y costumbres del pueblo, porque muchas parejitas vienen aquí, las quinceañeras vienen a rematar, uno se viene a tomar sombra aquí y qué casualidad de que ahora se infectó y que la van a quitar. Pues no lo creo, no me chupo el dedo, pero bueno, si la van a quitar que pongan otra palmera. “¡Exijo otra palmera igual!”
Mientras tanto, algunas personas se tomaban retratos abrazados a la palmera, expresando un amor inusual por ese símbolo de la ciudad. Estaba la chica vestida de negro, el videobloguer que grababa una transmisión, el chico de camisa azul y tenis. Alguien colocó incluso una corona de flores, como las que se llevan al cementerio. En el mismo tenor, comentando sobre el retraso de las autoridades que, según la información que circulaba en redes, ya debía de haber comenzado a talar, alguien más dijo que si en los sepelios reales los enterradores llegaban tarde, qué se podía esperar en la ciudad cuando se trataba de un tema burocrático.
Pero tal vez quien mejor expresaba un sentimiento geniuno de compasión por la palma moribunda era un personaje con una máscara de tigre y con capa de lentejuales, que andaba brincado de un lado al otro de la jardinera. Simpatizamos inmediatamete cuando le pedí una entrevista para Gatopardo, por aquello que, de noche, todos los gatos son pardos. Cuando le pregunté su nombre me dijo que era un tigre, un tigre disfrazado de persona. Aquél momento no era un velorio, sino una conmemoración a una de los ciudadanas más destacadas de la ciudad. Lamentablemente, por motivos de salud, tenía que retirarse, pero había que reconocer el ejemplo que nos había dado, como testigo de la histioria de México, por haber resistido movimientos sociales, manifestaciones, temblores y tráfico. “Nos da constancia de que no hay que rendirse”, concluyó.
Las nubes se cargaron y una lluvia repentina, de las primeras del año, dispersó a todos los que estábamos en Reforma. Yo me fui a refugiar a un café, pensando en la lección de resistencia que acababa de recibir y cómo adaptarla a mi vida en la ciudad.
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