Tiempo de lectura: 5 minutosSi se tratara de hacer, a manera de introducción, un recuento de las masacres recientes en México, atribuidas por todos –menos por las sentencias– al crimen organizado, el problema sería definir a partir de cuándo empezar. La que arrebató la vida de 19 personas en junio pasado en Reynosa, Tamaulipas, fue la más reciente del año hasta el 8 de agosto, cuando ocho personas fueron ejecutadas, sus cuerpos abandonados dentro de una vivienda en construcción en Irapuato, Guanajuato. En lo que va de 2021 podemos nombrar otras: 19 personas en Camargo, en Tamaulipas también; 18 en Valparaíso, Zacatecas; o las de Salvatierra y Celaya, igual en Guanajuato, ambas con nueve víctimas.
No son todas, por supuesto, pero casi como reflejo buscamos explicaciones para ellas: la deshumanización o “la pérdida de valores morales” se barajean como hipótesis en pláticas de café, redes sociales, noticieros e incluso en discursos políticos. “Fue el crimen organizado”: explicación de todo y nada, una dimensión imaginaria, como la describió desde 2012 Fernando Escalante; es, sin duda, la preferida de gobernantes y autoridades de seguridad y justicia.
El hecho es que estas muestras de poderío criminal no dejan de ocurrir y, peor aún, parece que no se les puede poner un alto, como si estuviéramos ante una manifestación de la fuerza de la naturaleza, como un huracán que no se acaba y ante el cual nada se puede hacer para detener su destrucción. Esa impotencia se debe a dos razones: casi nunca se encuentra a los autores intelectuales y casi siempre las autoridades de los tres órdenes de gobierno se responsabilizan entre sí de resolver el problema de la violencia de las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas.
En los casos excepcionales en los que alguien sobrevive, podemos tener acaso una pieza de verdad sobre lo ocurrido, no más. Así sucedió después de la matanza en Reynosa, con uno de los presuntos perpetradores. Convaleciente de heridas de bala, desde la cama del hospital, un reportero logró hacerle unas preguntas. Soltó algunas frases como pudo, arrastrando varias palabras:
–¿Por qué mataron?
–Para que se calentara la plaza.
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De las masacres se llega a saber más por aproximaciones de la prensa que por la investigación de las autoridades encargadas de procurar justicia. Como éstas rara vez se llevan a cabo, muy pocos casos llegan a la fase del proceso penal en la que un juez o jueza valora los argumentos y elementos de prueba presentados por la parte acusadora, esto es, por las fiscalías, para dictar una sentencia. No, eso casi no se ve en nuestro país. Nuestros sistemas de justicia no nos proveen partes de la verdad. Nos quedamos muchos pasos atrás, en una zona muy propicia para que las autoridades estatales y la federal se mantengan omisas, culpándose entre sí.
Un juego de mesa, el mikado o los palitos chinos, es útil para ilustrar este problema, que repercute directamente en la posibilidad de que las víctimas accedan a la justicia. Para jugarlo se toman con una mano las cuarenta varitas –más delgadas que lápices– y se dejan caer sobre la mesa. Entonces se forma una pequeña montaña de palitos entretejidos. Hace falta mucha habilidad para sacar uno del montón sin que los demás se muevan, precisamente porque se tocan unos a otros en algún punto.
Como el entramado de los palitos chinos, las masacres implican más de un tipo penal y a más de un orden de gobierno, porque los delitos son tanto del orden local como del federal. Hablamos, por mencionar los más evidentes, de homicidios cometidos con armas de fuego (varias de ellas, de uso exclusivo del ejército y obtenidas ilegalmente), perpetrados por organizaciones dedicadas a una o más modalidades del narcotráfico, obviados tanto por la Fiscalía General de la República (FGR) como por las fiscalías estatales, arguyendo que le corresponde a la otra intervenir antes. Palitos chinos que se tocan entre sí en varios puntos y no hay jugador que mueva uno porque al hacerlo “tocaría otros”. Así, quedan atorados por nuestra división inoperante de competencias y por su negligencia.
De nuevo, sobre Reynosa: Algunos sobrevivientes de aquella matanza de junio se movilizaron y viajaron 941 kilómetros a la Ciudad de México, voluntariamente y con sus propios medios, para proporcionar información de los hechos a la FGR, pues había pasado lo increíble: ninguna autoridad federal los había buscado. Por cierto, la FGR únicamente se involucró en la investigación después de que el presidente López Obrador lo solicitara, aun cuando la masacre fue perpetrada con armas de fuego por unas quince personas, de acuerdo con testigos y sobrevivientes.
O bien, sobre el atentado contra el secretario de Seguridad de la Ciudad de México, Omar García Harfuch, en el que murieron tres personas: el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, se hizo a un lado de la investigación. Sucedió de este modo aun cuando fue de conocimiento público que el ataque se ejecutó con varias armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas, entre ellas, un rifle Barret calibre 50. Todavía no hay desenlace.
Escuchemos cómo una autoridad, el fiscal Gertz Manero, no quiere mover los palitos chinos:
“Es obligación, por razón de competencia, que la autoridad local haga las investigaciones por los homicidios y por las lesiones que haya, porque son delitos del fuero común que no puede investigar la fiscalía federal. Por lo que hace a los delitos federales, ellos tienen la obligación de hacer un desglose y mandárselo a la FGR. Me llamó la fiscal de la Ciudad de México momentos después del hecho, me pidió ayuda; toda nuestra ayuda está a su disposición. Le dije con toda claridad: ustedes tienen la obligación, cuando terminen de hacer sus investigaciones, de integrar los delitos del fuero común, de sacar un desglose de esta investigación y mandarlo a la federal. Porque ésa es una obligación nuestra: la investigación en materia de armamento específico y en materia de delincuencia organizada”.
Pareciera que el sistema de competencias en materia penal se diseñó para que no funcione. Las omisiones corren por todas las vías, la federal, sí, pero también en el ámbito de las autoridades estatales. Ejemplos sobran en todas las regiones del país, pero la siguiente es una declaración que hizo en julio el gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro. La entidad que gobierna, cabe decir, se encuentra en el listado de aquellas con más fosas clandestinas y personas desaparecidas, con mayor número de masacres y las tasas de homicidio más altas del país.
“La lucha, insisto, contra la delincuencia organizada, contra los cárteles, es llevada y conducida por el gobierno de la República. Esta violencia está afectando a ciudadanos que nada tienen que ver con actos criminales, eso es lo que nos preocupa y en lo que estamos trabajando. Lo que puedo decir es que la coordinación con el gobierno federal, en este tema, es permanente. Creo que se tienen que hacer ajustes y corregir cosas, pero es una decisión que debe tomar el gobierno federal”.
Lo que no dijo el gobernador Alfaro es que dentro del entramado de actividades delictivas a las que se refiere, se encuentran delitos del orden común que le corresponde investigar y perseguir a la fiscalía estatal. Insisto yo también, como el gobernador: la actividad criminal a la que se refiere se compone de delitos del fuero común y del fuero federal. Por ejemplo, el robo de vehículo, la extorsión o los secuestros (mal llamados “levantones”). Cuando no se quiere intervenir contra un problema mayúsculo, siempre se encuentra otro lado hacia donde mirar, siempre se encuentra el argumento para declararse incompetente.
Las masacres seguirán ocurriendo con la facilidad que hemos visto si no cambia esta postura, asumida por quienes encabezan el gobierno federal y los gobiernos de los estados seriamente afectados por la violencia de las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas. Ocurrirán mientras no hagamos funcional la división entre ámbitos de responsabilidad de los distintos órdenes de gobierno –federación, entidad federativa y municipios– y mientras haya quien siga pensando que es suficiente la pseudoexplicación “fue el crimen organizado”.
Al respecto, el presidente López Obrador declaró recientemente que no podrá considerar que su legado se materializó si la violencia no para. Tal reconocimiento –el hecho en sí– es valiente. Pero el tamaño del reto es gigantesco. Para dimensionarlo, vale la pena decir que México pasó de una tasa de 9.4 carpetas de investigación por homicidio doloso por cada 100 mil habitantes en 2007 a una de 19.4 en 2011 y cerramos 2020 con 22.5, según cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Es una buena noticia que la reducción de la violencia resulte tan importante para el presidente de México, sin embargo, lograrlo –insisto– pasa en buena medida por distribuir de manera eficiente las responsabilidades en el sistema de procuración de justicia. Sería mejor hacerlo antes de que ocurra la siguiente masacre.
*Medios periodísticos y organizaciones civiles llevan el recuento de los últimos tres años, otros desde mucho antes.