Bélgica: Huntington en Europa
Los ataques terroristas en Bélgica reflejan el «choque de civilizaciones» de Samuel Huntington.
1. Actos de guerra, actos de paz
Si, como parece ser, fue el Estado Islámico el responsable del ataque en Bruselas, entonces la violencia sigue una lógica conocida: Francia subió al carro de la guerra siria desatando bombardeos en septiembre de 2015 y en noviembre recibió en respuesta un acuse sangriento. A la Inglaterra y la España de las Azores en 2003, siguieron los atentados en Madrid y Londres de 2004 y 2005. La secuencia no entraña mayor misterio: la violencia de los unos encuentra respuesta en la violencia de los otros.
¿Había alternativas? Sin duda. El gobierno de Rodríguez Zapatero retiró las tropas que tenía España en Afganistán tras la tragedia de Atocha e invitó al “Dialogo de Civilizaciones” entre el mundo islámico y el cristiano. ¿El resultado? hasta la fecha no ha vuelto a sufrir ningún ataque. Tal vez si Londres hubiese mantenido el espíritu que motivó las mayores concentraciones en todo el planeta contra la guerra de Irak en 2003 –impidiendo con ello la beligerancia el primer ministro– se habría ahorrado mucho sufrimiento dos años más tarde.
¿Y en nuestros días? La bienvenida que dieron diversos países europeos a los refugiados sirios en 2015 enviaba señales de esperanza. ¿Qué decían esas señales? “no todos somos iguales, no todos vemos en blanco y negro, no todos somos desalmados”.
Hoy estos potenciales parecen haber sido ahogados en una violencia que amenaza con escalar a un nivel todavía desconocido. ¿Por qué? Porque el ataque a Bruselas es diferente en al menos un sentido: los hechos, los lamentos y las proclamas parecen apuntar a un salto cualitativo, un salto a un nivel en el que no son ya sujetos específicos ni países –ej. ISIS o Francia– los actores de la confrontación, sino regiones. Un nivel en que la democracia es aristocracia, y en el que la voz popular es desdeñada como populismo.
En ese nivel son los señores de la guerra los que hablan, los que escuchan y los que mandan.
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“Estamos en guerra. En los últimos meses Europa ha sido objeto de actos de guerra”. Las palabras de Manuel Valls –primer ministro francés– son un aviso ominoso de la materialización de una profecía auto cumplida. ¿Cuál profecía? Aquella que articuló Samuel Huntington al término de la guerra fría con fines de propagandísticos y de legitimación bélica en su ensayo “Clash of civilizations?” (Foreign Affairs. Vol. 72. No. 3, 1993) según la cuál sería el mundo árabe/musulmán el primer foco de conflicto con “occidente”.
Las expresiones de Valls son apenas la punta de un iceberg. En Francia, el argumento propagandístico devino en política de estado. Nadie ha esgrimido con mayor fuerza e insensatez el discurso violento y estigmatizante de Huntington que François Hollande. El presidente francés –que en los hechos ha transitado de la izquierda socialista a la derecha xenófoba– está construyendo en Europa exactamente aquello que el Estado Islámico y Al Qaeda han añorado: un interlocutor regional para el intercambio violento.
El estruendo de quienes hoy braman por respuestas violentas a la afrenta sufrida por los belgas sofoca discursos alternativos, desaparece los matices y construye a todos los europeos como blancos potenciales de futuros ataques de igual o mayor envergadura: en su ignorancia legitiman y repiten la descalificación sin matices de cualquier radical: enemigo uno, enemigos todos. Los titulares de semejante irresponsabilidad, como Hollande, lo hacen por rentabilidad política: medran con el dolor de los suyos.
¿Es comprensible?, sí, pero es también tonto, inhumano y suicida.
2. Símbolos y discursos
Si asumimos esta lógica y la aplicamos de manera general, sus defensores tampoco salen bien librados.
Como en el caso de los atentados en Washington y Nueva York (a los centros militares y financieros de los Estados Unidos), los atentados en Bélgica permiten también una interpretación simbólica.
Los ataques contra el aeropuerto más importante de Bélgica y contra el barrio donde se localizan las instituciones europeas serían afrentas contra una de las arterias de entrada más importantes al corazón de Europa, y contra el corazón mismo de la Unión Europea: sus instituciones. La interpretación cobra sentido en este tiempo y este lugar. ¿Y de qué tiempo y de qué lugar estamos hablando? Del tiempo y el lugar en el que Europa ha decidido cerrar la puerta, dar la espalda y condenar al olvido a decenas de miles de niños, mujeres y ancianos que escapan del horror y de la guerra y que ahora se encuentran varados en el limbo de la insalubridad, de la inseguridad y de la indiferencia.
A la luz de la política de despreció y desdén contra los refugiados el argumento parece elocuente: se atacó el medio negado como transporte seguro, y se atacó el lugar desde donde se tomó la decisión de negar el acceso.
¿Sugiere algo de esto que las víctimas de la tragedia siria son los perpetradores de la tragedia belga? En absoluto. Pero la interpretación permite desnudar la hipocresía criminal europea.
Peter Altmaier, jefe del gabinete de la canciller alemana, Angela Merkel, dijo al condenar los ataques en Bélgica “¡Nuestros valores europeos son mucho más fuertes que el odio, la violencia, el terror!” ¿De verdad? Y si es así ¿qué –si no odio, violencia y terror– es lo que sufren, ya en territorio europeo, los refugiados a los que desprecian con lógicas sectarias, clasistas y racistas? Si los valores –como práctica de humanidad– dependen de la geografía, entonces seguimos viviendo en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, cuando Leopoldo II, rey de Bélgica y dueño del Congo practicaba la versión más aberrante del colonialismo amputando los cuerpos de los hijos pequeños de los recolectores –africanos por supuesto– si no cubrían con la cuota de caucho diaria para el imperio.
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«Grecia se solidariza con los ciudadanos de Bélgica y la UE (Unión Europea). No podemos permitir que el miedo, el odio religioso y el racismo prevalezcan en Europa» dijo aislado pero con mayor inteligencia y sensibilidad el mandatario griego Alexis Tsipras al pronunciarse sobre los acontecimientos.
Con algo de suerte no pensaba sólo en unos, sino en todos.
3. Violencia sin fin
Hollande ha encontrado en el reciclaje de las palabras de George W. Bush un remanso retórico: repite en el presente lo que aquél dijo en el pasado (“Esta será una guerra larga” dijo al pronunciarse sobre la tragedia belga. Exactamente las mismas palabras que dijera Bush tras el atentado del 11 de septiembre de 2001) y con ello, articula un discurso políticamente correcto –si se lee desde la miopía militar– y cosecha el respaldo que produce la política el miedo. Lo hizo en enero de 2015 cuando el atentado contra el semanario Charlie Hebdo y lo hizo en noviembre del mismo año tras los atentados que enlutaron París (ver en Gatopardo: “Francia: libertad y terrorismo”, Ene. 8, 2015 y “París: Terrorismo y mesura” Nov. 14, 2015).
Pero ahora es más peligroso.
Como Aznar y George W. Bush en su momento, Hollande define, defiende y difunde su visión ya no como una explicación particular para Francia sino como un argumento general: “Los terroristas atacaron Bruselas pero el objetivo era Europa» dijo respaldando las palabras de su ministro Valls. No repite el discurso vacío de la “comunidad internacional” como víctima pero tampoco habla de la humanidad como agraviada. No: habla de Europa –y por ende, de sus habitantes– como víctima. Si una región es la víctima entonces la pregunta lógica es ¿qué región –y sus habitantes, inocentes o culpables– es la victimaria? De ese tamaño es la ceguera y la estupidez. Por fuerza de repetición, el “Choque de civilizaciones” pareciera estar materializándose hasta convertirse en realidad.
De estar vivo, Samuel Huntington sonreiría complacido.
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