Donald Trump ha tropezado dos veces. Primero, al poner en entredicho la integridad del proceso electoral. Y después, al enfermar de Covid-19. Si este gran narcisista logra la hazaña de derrotarse a sí mismo, habrá que darle todo el crédito que se merece.
En su admirable crítica contra la tradición de los “grandes narcisistas” en la ficción de la posguerra, David Foster Wallace advirtió que no era fortuito que el envejecimiento y la muerte de sus principales representantes (Norman Mailer, John Updike y Philip Roth) coincidieran con el surgimiento de incontables predicciones sobre el fin de la novela. El ensimismamiento de esa generación fue tan exitoso que se apropió hasta de la posibilidad de imaginar el futuro de la literatura en Estados Unidos. Wallace tuvo siempre una relación ambigua con la ironía —esa canción sobre la libertad que cantan los prisioneros enamorados de su propia jaula, dijo en una conversación memorable—, pero vaya que supo usarla para escribir el epitafio más despiadado y divertido sobre esa época de megalomanía en la narrativa estadounidense: “Cuando un solipsista muere, todo se muere con él”. Algo así puede decirse a propósito de Donald Trump, aunque su epitafio político no lo escribirán sus críticos ni sus rivales sino él mismo, pues su probable derrota en la elección presidencial del próximo 3 de noviembre será obra suya. Si este otro gran narcisista logra la hazaña de derrotarse a sí mismo, habrá que darle, sin regateos, todo el crédito que se merece. Seamos honestos: Joe Biden es un candidato mediocre. No es un personaje carismático, como Bill Clinton, que sepa escuchar a la gente y hablarle en su idioma. No es un orador brillante, como Barack Obama, que conmueva con su retórica y cautive la imaginación de multitudes. Tampoco es una figura visionaria con grandes ideas, propuestas originales o atrevidas, como Bernie Sanders; y, cuando las tiene, no son suyas. Biden es un hombre afable pero gris, sin pasión. Es un demócrata moderado, centrista, nada emocionante. Todo lo contrario a la sangre nueva o a una cara distinta. Es un insider que se mueve como pez en el agua pantanosa del establishment washingtoniano, un veterano con 36 años de servicio en el Senado y ocho en la vicepresidencia (experiencia curricular que, en palabras de John Nance Garner, quien fuera vicepresidente de Franklin D. Roosevelt, “no vale ni una cubeta de orina caliente”). Biden no es un rebelde ni una celebridad ni un redentor: es un político profesional. De esos que, lejos de permitirse desplantes de autenticidad, entienden el valor civilizatorio de la hipocresía. Sus atributos pueden ser valiosos en un mandatario, pero son aburridísimos en un candidato. No obstante, luego de cuatro años de trumpismo en la Casa Blanca, tan agitados como catastróficos, quizá el anticlimático Biden sea lo que necesita la democracia estadounidense para sobrevivir. Debido a que no entusiasma a los progresistas ni enardece a los conservadores (véase Hillary Clinton), su modesto perfil puede ser un punto de encuentro para varios sectores del electorado que, a pesar de sus diferencias profundas, coincidan en la sobria aspiración de que el peor presidente en la historia de Estados Unidos no se reelija. Sí, Joe Biden es un candidato mediocre, pero al menos no es Donald Trump y, por eso, puede ganar. El primero y tal vez único debate presidencial de la contienda hizo evidente el contraste. Tuvo, además, la peculiaridad de ser previsible y, a la vez, inesperado. Como esas tragedias griegas en las que un oráculo advierte desde el principio cuál será el desenlace de la historia, pero cuando éste ocurre, aun así, asombra. Trump se comportó como el bully que nunca ha dejado de ser. No importaron los temas, las preguntas ni las reglas. Fiel a la fórmula perversa de Steve Bannon, se dedicó a “inundar de mierda la zona”. A provocar, mentir, atacar, interrumpir, hacerle la vida imposible a su contrincante e incluso al moderador. A boicotear, en suma, las condiciones que hacen inteligible cualquier intercambio de información entre personas; a reventar toda posibilidad de una discusión razonable, lógica, factual. La posverdad, ya se ha dicho muchas veces, no consiste en imponer una mentira como si fuera verdad, sino en hacer que la verdad misma se vuelva irrelevante. Eso fue lo que hizo Trump. ¿Qué hizo Biden? No tanto darle batalla a su contrincante, sino dejar que se exhibiera, que se consumiera en la combustión de su propia furia. Quizá por eso lo más destacado de aquella noche no fue una crítica o propuesta sino una frase que el candidato demócrata le espetó al republicano luego de una de tantas ocasiones en las que éste le arrebató la palabra: “¡¿Te puedes callar?!”. Trump fue un patán; Biden, un plomazo. No había motivo para esperar otra cosa; de todos modos, el resultado fue sorprendente: el debate más deslucido, desordenado y desesperante del que haya memoria. Según una encuesta de CBS, para el 48% de quienes lo vieron ganó Biden; para el 41%, Trump, pero para el 68% la experiencia fue un fastidio. Tratándose de un presidente para cuyo ascenso al poder fueron tan importantes su estatus de celebridad y su capacidad de disrupción, el aburrimiento es una señal preocupante. Si su reality show dejó de ser entretenido, tal vez una mayoría suficientemente amplia de estadounidenses esté lista para cambiar de canal. En el penúltimo tramo de la competencia, Trump ha tropezado otras dos veces. Una, al adoptar prematuramente la retórica del perdedor, poniendo en entredicho la integridad del proceso electoral, alegando la posibilidad de un fraude y rechazando comprometerse a reconocer los resultados si le son desfavorables. Dicha retórica, además de carecer de evidencia que la sustente, resulta poco verosímil proviniendo del presidente en funciones —tal vez sería un poco más creíble si la hubiera hecho suya el candidato opositor—. Si bien puede servir para consolidar el apoyo del sector más duro de sus simpatizantes, también es cierto que puede contribuir a desmoralizarlos y difícilmente tendrá un efecto positivo entre los electores más indecisos o volátiles. Anticipar su propia derrota hace un tremendo corto circuito con la imagen de “ganador” que a lo largo de su carrera Trump ha procurado cultivar. El segundo tropiezo, que el presidente de los Estados Unidos haya contraído Covid-19, es peor. No sólo porque se convirtió en un potentísimo signo de vulnerabilidad encarnado en una persona obsesionada con mostrarse fuerte, sino por ser un testimonio contundente del fracaso de su gobierno para gestionar la emergencia, empezando por la propia ala oeste de la Casa Blanca. Aunque no tuvo mayores complicaciones y se repuso rápidamente, su candidatura quedó muy debilitada. Por si fuera poco, su estrategia de comunicación fue errática y contraproducente: brindó información imprecisa, alentó la incertidumbre en lugar de mitigarla y dio pie a toda clase de rumores y teorías de la conspiración. Lo expuso, en suma, como un líder impulsivo y oportunista en un momento de gravedad insólita. Luego de tanto minimizar la pandemia, de ser la principal fuente de noticias falsas y desinformación sobre ella, Trump terminó enfermo y hospitalizado. Es difícil exagerar el golpe que esta ironía le dio a su ya de por sí menoscabada credibilidad. Pero, a dos semanas de la jornada electoral, no es ninguna exageración decir que nada le ha hecho tanto daño a su posibilidad de reelegirse como él mismo. En su representación del mito de Narciso, elaborada a fines del siglo XVI, Caravaggio retrató a un joven enamorado de su reflejo en el agua. El rostro que le devuelve ese espejo, sin embargo, no es del todo fiel al suyo: se ve turbio, oscuro, distorsionado. Caravaggio no retrató a Narciso mirando la imagen que le devolvería su propio embelesamiento, sino la monstruosidad de su gesto embelesado. Es decir, la decrepitud de su narcisismo. Quizá los estadounidenses estén punto de hacer lo mismo con Donald Trump. Quizá, mientras insiste hasta el último instante en querer convencerlos de cuán maravilloso y único es, le respondan con ese lacónico y definitivo “You’re fired!” que aprendieron de él.