Tiempo de lectura: 4 minutosHace unas semanas se publicó mi libro Biografía judicial del 68, donde analizo el expediente judicial abierto para procesar y sancionar a los más conocidos participantes del movimiento de 1968. La editorial Debate organizó varias entrevistas para que, en diversos medios, expusiera mis motivos para escribirlo, la metodología que seguí y mis principales hallazgos. En muchos de esos encuentros, los entrevistadores me preguntaron qué había sido más sorprendente para mí en el proceso. En esta colaboración quiero explicarlo pues, si bien lo menciono en la parte conclusiva del propio libro, creo que merece una elaboración adicional, por ir más allá de los aspectos estrictamente judiciales.
El proceso judicial del ’68 comienza con las detenciones y la averiguación previa, abierta la noche del 26 de julio. Otras tres averiguaciones se abren en los días y semanas siguientes, a fin de significar como delictivas muchas de las conductas que tuvieron los estudiantes, maestros y simpatizantes en las calles y los centros educativos. A las acusaciones iniciales de daño en propiedad ajena y ataques a las vías de comunicación, se fueron sumando otras más complejas: sedición, invitación a la rebelión, acopio de armas, lesiones y homicidio. Mi interpretación es que las autoridades gubernamentales fueron reconstruyendo sus premisas iniciales y que, luego de suponer que estaban ante un movimiento social destructor de algunos bienes públicos y privados, terminaron creyendo que se trataba de un movimiento que pretendía destruir a México entero.
El cambio de las condiciones iniciales a las finales que se muestra en los procederes judiciales es de la mayor importancia. Nos permite ver a la distancia la manera en la que, efectivamente, las autoridades de procuración y administración de justicia fueron configurando a sus adversarios o, de plano, enemigos. Partiendo de los simpatizantes comunistas detenidos en los días finales de julio de 1968, a quienes no se les podía atribuir más responsabilidad que su pertenencia a organizaciones de izquierda y su participación en algunas marchas, se terminó por incluir en la persecución a un gran número de sujetos vinculados con el movimiento. En este último caso, no por los actos estrictamente cometidos —robar, lesionar, incitar, etcétera—, sino por el mero involucramiento en marchas y protestas. De este modo, lo que terminó siendo relevante para efectos del expediente judicial y las correspondientes condenas no fueron las acciones realizadas por cada cual, sino el estar cerca o formar parte de un acontecer significado desde el poder como contrario a la patria y a sus auténticos destinos. El derecho penal de actor (desde luego, mediatizado por un acontecer colectivo) terminó por imponerse al del acto.
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Lo que, a mi parecer, muestra el expediente judicial al que refiero es unas autoridades políticas, judiciales, ministeriales y policiales incapaces de atender las demandas sociales que expresaba el movimiento de 1968. Al contrastar la totalidad de los hechos externos al expediente con aquéllos que quedaron conformados en él, queda la impresión de que esas autoridades —en distintos niveles y momentos— tuvieron que configurar al movimiento y a sus participantes mediante las herramientas del derecho penal. Utilizaron lo que en los Estados modernos se entiende como herramientas de ultima ratio para significar a las reivindicaciones y los reivindicadores que tenían enfrente. Para suponer, crecientemente, que los participantes eran enemigos públicos y tenían que ser tratados como tales. Esta interpretación abre una gran pregunta. ¿Por qué actuó así el Estado mexicano? ¿Por qué así, si estaba en un momento de esplendor?
Si nos colocamos en aquellos momentos, las cosas parecían ir bien: se acercaba el inicio de los Juegos Olímpicos y el Mundial de futbol estaba a dos años. El desarrollo estabilizador se hallaba en su apogeo. Se estaba transformando la vida nacional en muchos aspectos: el PRI había “admitido” a la oposición en la Cámara de Diputados; el país libraba bien los jaloneos de la Guerra Fría; los indicadores generales —salud, educación, infraestructura, paridad monetaria— iban en aumento. Si las cosas parecían promisorias, ¿qué sucedió para que el movimiento del ’68 se entendiera, se tratara y se resolviera tan mal? El expediente judicial, las formalizaciones jurídicas tan comúnmente ninguneadas, nos da una pistas para responder dichas preguntas.
Las actuaciones judiciales muestran que las autoridades de entonces, primordialmente, las federales y del Distrito Federal, no contaban con la flexibilidad necesaria para incorporar (o, al menos, administrar) las demandas del movimiento en el sistema político vigente. Me parece que, ante reivindicaciones en modo alguno extremas como fue, por ejemplo, el pliego petitorio, las autoridades no tenían modo de reaccionar, dado que la totalidad de las posibilidades sociales y políticas tenían que expresarse, para ellos, bajo las formas establecidas. Así como los campesinos o los trabajadores únicamente tenían posibilidad de expresión en la Confederación Nacional Campesina o en el Congreso del Trabajo, así también los movimientos urbanos, particularmente, los estudiantiles, debían expresarse en formas prefiguradas, por ejemplo, las asociaciones estudiantiles como la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos o las respectivas planillas de elección de facultades o escuelas.
Al aparecer el movimiento, al incrementarse las protestas y al aumentar las demandas, el gobierno no encontró ni los espacios ni los modos, ya no digamos de integrar, sino de procesar siquiera lo que enfrentaba. ¿En dónde iba a colocar a los estudiantes, a los maestros y a los simpatizantes?; ¿qué estatus podía darle a lo que se expresaba de un modo no posibilitado por las condiciones políticas de entonces?; y ¿qué condición personal podía asignarle a quienes no sólo reclamaban fuera de las vías previstas, sino que lo hacían de manera y con modos no autorizados, desconocidos y hasta repudiados?
El régimen enfrentó su esclerosis, en su sentido más general: el endurecimiento patológico de sus órganos, procesos y espacios. Ante la imposibilidad de internalizar nuevas formas políticas, echó mano de las posibilidades jurídicas que consideraba legítimas. Así, abrió averiguaciones previas, detuvo a numerosas personas, construyó narrativas increíbles y sentenció a diversos procesados. Supuso que su salvación estaba en la aplicación de lo que estimaba su poder legítimo, así fuera de manera truqueada.
La vista final y sistemática del expediente judicial, sin embargo, tiene un efecto completamente diferente al que se quería lograr: muestra un Estado débil. Un conjunto de instituciones incapaces de ajustarse a los requerimientos de su presente; un grupo de funcionarios que terminó por ejercer un acto supremo de fuerza al no poder asimilar o internalizar las demandas externas. Con ello, a su vez, mostró la enorme precariedad del ejercicio de su también disminuido poder.
@JRCossio