Tiempo de lectura: 4 minutosDesde hace ocho años mi trabajo es estudiar los resultados de las políticas de gobierno en seguridad pública y justicia. Aprender de lo que funciona y de lo que no, ordenar este conocimiento y ponerlo a disposición de quienes deciden desde el poder. Hasta ahora lo he hecho en mi país, México, así como en Honduras y Colombia. Parte del trabajo consiste en hablar con políticos, jueces, policías, víctimas, perpetradores de delitos, mercenarios, héroes y heroínas. A veces más de uno de estos roles se traslapan en la misma persona. Pasar de la desesperanza profunda al optimismo, y hacerlos a un lado para analizar los datos duros del problema, son gajes de este oficio. Me ha tomado meses —incluso años— digerir varias de estas experiencias y encontrarles sentido, propósito. Esta columna, estas historias y las que vendrán, son resultado de eso.
Monterrey, Nuevo León
Ella es Presidenta Municipal en el estado de Nuevo León. Para ser más precisos, en un municipio de la zona metropolitana de Monterrey: General Escobedo. Aún no llevaba un mes en el cargo, cuando al vehículo en el que se trasladaba se le emparejó otro para lanzarle una amenaza de muerte. Aquel automóvil era una patrulla de la Policía Municipal, y el emisor era un policía de la ciudad que empezaba a gobernar. Era 2009 y en tan solo un año los homicidios intencionales habían aumentado 200% en el estado. El país se adentraba entonces en una espiral de violencia letal concentrada en un puñado de ciudades con tragedias cotidianas que elevaban la tasa nacional de asesinatos. La oleada de asesinatos continúa hasta la fecha, ahora en más ciudades que antes.
También por esas fechas, el Secretario de Seguridad Pública municipal, que ella había nombrado, sobrevivió a un atentado gracias a que el blindaje de su vehículo resistió más de 100 impactos de bala. El Secretario ordenó a su chofer resistir la balacera sin detener por completo la camioneta, avanzando hacia adelante y en reversa, una y otra vez, para evitar que en un alto total la lluvia de plomo abriera un boquete y venciera el blindaje del vehículo. Él está seguro de que esa maniobra les salvó la vida.
CONTINUAR LEYENDO
Quizá la decisión más racional habría sido pedir licencia o despachar desde el otro lado de la frontera, como lo hicieron varios políticos y empresarios en aquel entonces. Pero ella se quedó, lo mismo el Secretario. Con la imagen de aquel emisor de la amenaza en la memoria, la Presidenta Municipal pidió el registro fotográfico de todo el personal para identificarlo. No había tal, le informaron; había que generarlo desde cero. Lo anunció de inmediato a toda su policía: a primera hora del día siguiente se fotografiaba a todos y a todas. Lo que siguió fue una depuración súbita de la Policía Municipal. La mitad de los elementos no se presentó a la cita ni regresó jamás. A partir de entonces inició la reconstrucción de esa institución.
A una década de aquella amenaza, y con poco más de un año recorrido en su tercer periodo al frente del municipio, su policía es la tercera con mayor confianza ciudadana de acuerdo con la encuesta trimestral sobre seguridad pública (a nivel ciudad) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Reformar a la policía en México no es tarea de unos cuantos meses, Roma no se hizo en un día y la policía británica, por ejemplo, tiene de vida pocos años menos que México como nación independiente. Sin embargo, es posible.
Ciudad de México
El policía más famoso en México, Arturo “El Negro” Durazo encabezó la Dirección General de Policía y Tránsito de la Ciudad de México, entre los años 1976 y 1982. Se hizo leyenda funesta por sus métodos para mantener cierto orden —niveles de criminalidad “tolerables”—, pero sólo gracias a un sistema de corrupción tan sólido como el mismo PRI en su época de oro e igual de depredador. Los policías de calle eran los hilos de esta red cuyos frutos cosechaban los mandos y Durazo.
La ciudad cambió mucho desde entonces aunque otros aspectos parecen intactos. Llevo algún tiempo con la hipótesis de que a diferencia de varias ciudades del norte del país, marcadas por depuraciones forzadas de sus policías a raíz de la infiltración del narco y por la crisis de homicidios como las que estallaron en el sexenio de Felipe Calderón, ha prevalecido en la Ciudad de México una calma aparente que permitió quedara prácticamente intacta la estructura de corrupción y abuso policial. En días pasados salió a la luz un video en el que expolicías ministeriales, ahora integrantes de las filas de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, amenazaban vestidos de civil a un periodista con sembrarle droga y presentarlo ante un fiscal para encerrarlo. La cabeza de la institución —un policía obsesionado con desarticular las grandes organizaciones delictivas en la capital del país— ofreció disculpas. Parece que tiene la genuina intención de transformar a la corporación. Pero sin derrumbar las estructuras del sistema de corrupción que sobreviven, y que afectan tanto a víctimas como a los buenos agentes de la policía extorsionados por sus mandos, es como si “El Negro” Durazo siguiera vivo y coleando.
Viene a cuento lo que me comenta un hombre de instituciones de seguridad pública que hoy patrulla a diario con el cargo más alto de su institución: “El sistema es el que gobierna, no los personajes en turno. El sistema se adapta; jamás lo quiebras, jamás lo rompes. Nadie atina a hablar de él. A todos les afecta, pero nadie piensa en él. Es un sistema sobrepuesto al deber ser y es perfecto.” Perfecto, podría pensarse, en su habilidad para sobrevivir a todo esfuerzo de transformarlo. Del optimismo a la desesperanza.