Tiempo de lectura: 4 minutosRodrigo tiene 36 años, apenas quiere levantarse de la cama. No, no es la cuarentena; es que cada vez que se sienta al lado de su pareja que prepara y sirve los alimentos, Rodrigo sostiene la mirada sobre una silla vacía, a la que hace dos años le pusieron un cojín especial para que Juan Carlos pudiese alcanzar la altura del plato como sus padres, y comer como un chico grande de siete años. Alberto acaricia la mano de Rodrigo y ninguno puede aguantar más. Lloran mientras toman el café, sus platos del desayuno siguen intocados. La pareja perdió a su pequeño cuando un desconocido se lo llevo afuera del colegio en Monterrey hace ya doce meses. Las autoridades les han dado todo tipo de explicaciones, la última es que a causa de la pandemia y de los recortes presupuestales del gobierno federal, apenas tienen personal para atender tantos casos acumulados. “Miren señores, tenemos aquí doscientas treinta carpetas de casos de personas supuestamente desaparecidas, y hasta las parejas normales tienen que esperar”, les dice el agente ministerial con un dejo de homofobia introyectada de la que ni siquiera es consciente.
Alondra es madre soltera y su niño desapareció en Culiacán hace siete meses. Salió a comprar tortillas y nunca volvió. Viven en un barrio controlado por el cártel dominante, me dice por teléfono, sin siquiera nombrar las siglas del grupo criminal como si la estuviesen escuchando las paredes. Su niño de trece años es buen futbolista y quiere ser un profesional. Ya le había platicado a su madre que los halconcillos del barrio le habían ofrecido trabajo en los sembradíos de amapola y mariguana. Lo podrían mandar a la sierra en Chihuahua con los jefes y en dos años haría tanto dinero como para comprarse un Lamborghini y sacar a su madre de trabajar. Su madre le pregunto: ¿y tú que piensas, te quieres volver asesino como esos que mataron a tus abuelos? El chico dijo que no, que cada vez caminaba por calles diferentes para no encontrarse con los enganchadores del cártel, tenía mucho miedo. Las autoridades le dicen con sorna a la madre que deje de buscar a su hijo, seguro se fue voluntariamente. Hace catorce meses que denunció y ni siquiera han querido abrir un expediente.
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Todas las personas que han abrazado a su bebé por primera vez, o que han adoptado para ejercer el maternaje o paternaje, saben perfectamente el vínculo que se construye con esa personita que todo lo observa y lo pregunta, que te toma la mano cuando siente miedo, que pregunta si estás triste cuando bien sabe que lo estás pero pide que le digas la verdad. El abrazo de antes de dormir, las risas cuando juegan con sus amistades, el abrazo inesperado que otorgan cuando llegas y te han extrañado; los berrinches al comer porque odian las verduras, la emoción y el miedo de volver a la escuela, su mirada exigente cuando quieren que te pongas el cubrebocas antes de salir de casa porque temen perderte. Resulta imposible ser indiferente ante esa maravilla de amar y acompañar a un ser humano pequeñito a convertirse en persona —como plantea el sicólogo Carl R. Rogers—, para desarrollar una relación de búsqueda y maduración afectiva. Esa ausencia es tan dolorosa que llamarle “desaparición” no alcanza en la profundidad del trauma para la víctima, su familia y amistades, porque casi nadie habla de cómo los otros niños y niñas viven la desaparición de sus iguales, con quienes jugaban, a quienes aman. Nadie habla del miedo que se expande como una pandemia en el corazón de esas criaturas que no entienden por qué y cómo desaparece una persona de su edad. La Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) contabilizó con datos oficiales y encuestas con familiares a 17,312 niñas, niños, adolescentes desaparecidos hasta el 30 de agosto de 2020. Cada día desaparecen 7 personas de menos de 18 años. Siete hogares en silencio, en promedio otras siete personas cercanas viven el sicotrauma de esa desaparición, la angustia diaria, la pérdida de voluntad, las pesadillas y el miedo.
Entrevistar a estas familias precisa de una voluntad emocional que no solo implica escucharles, como periodistas y activistas hemos aprendido a asumir que creamos un vínculo de confianza inquebrantable, una promesa implícita de que su causa será también nuestra. Porque una vez que miramos esa fotografía, escuchamos las anécdotas, vemos por videollamada la mesa y la silla vacía, entendemos que detrás de esta historia hay una personita que llora en solitario, que teme, que pide ayuda sin respuesta, que está capturada por alguna banda criminal, esclavizada en algún sitio de tratantes, que busca en silencio a sus seres amados, mientras ve las noticias. ¿Qué sentirán cuando alguien enciende el televisor y se da cuenta de que el presidente de su país niega que haya desaparecido?
Negarle a una víctima su propia realidad, es la más profunda y dolorosa de las traiciones, hacerlo desde el máximo poder causa un dolor irreparable para millones de personas, dolor que a veces se transforma en rabia. La niñez no entiende de política de derechos humanos y parece que los adultos tampoco. Mientras los miserables líderes de todos los partidos políticos luchan por el poder, desacreditándose unos a otros, mientras las redes de apoyo presidencial se dedican a denigrar a periodistas por documentar la realidad humana, hoy desaparecerán 7 niñas y niños sin que su país sea capaz de protegerles. Serán las familias, las defensoras de derechos humanos, los y las periodistas, quienes haremos esa tarea, porque nadie merece sentir ese hondo pesar de ser incapaz de proteger a su criatura, verse frente a unos brazos llenos de desesperación y una silla vacía cada mañana.
*Lydia Cacho escribió el libro ilustrado En Busca de Kayla para ayudar a las familias a hablar sobre las desapariciones.