Tiempo de lectura: 4 minutosEn el espacio, en el brazo de una galaxia, hay un sistema solar que se mueve a 220 km por segundo junto con todos sus vecinos. En ese remolino luminoso, el tercer planeta es una bella canica azul, nuestra casa, que llamamos Tierra. En el contexto cósmico somos una minúscula piedra con agua, pero en nuestro contexto histórico y parafraseando a Carl Sagan, en esa pequeña “mota de polvo azul” lo esta todo, lo que ha sido, lo que ahora es y lo que será. Sin embargo, esta joya cósmica color zafiro está por cambiar de color, y si lo hace, los humanos dejaremos de ser y de estar, aunque la vida en el planeta posiblemente continuará.
Así como no sentimos en nuestros cuerpos la vertiginosa velocidad de la Tierra surcando la galaxia, es muy difícil comprender el inmenso periodo de tiempo que le tomó a nuestro planeta llegar a ser lo que es. Y es aún más difícil entender que buena parte de él fue construido por la vida microscópica y que es eso lo que lo hace tan especial. En la búsqueda de exoplanetas (planetas que orbitan otras estrellas, distintas al Sol), no se ha identificado ningún otro planeta azul, es decir, ninguno con oxígeno en su atmósfera. El hecho de que nuestro planeta esté lleno de vida, tiene que ver exactamente con esa anomalía. Vivimos en un sitio en el que cada bocanada del aire que respiramos es el producto de cuatro mil millones de años de evolución.
La Tierra, al igual que otros planetas estudiados, inicialmente tenía una atmósfera producto de la desgasificación del magma, que era rica en gases como el CO2 (94%), el metano (CH4), el amoniaco NH3, y en compuestos del azufre. En la atmósfera de la Tierra ancestral no había oxígeno, pero en la actualidad está formada en un 78% por nitrógeno molecular (N2), y 21% por oxígeno molecular (O2), mientras el 1% restante lo constituyen muchos otros gases, incluyendo el famosísimo CO2, que actualmente representa el 0.04% del volumen atmosférico.
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Las bacterias fotosintéticas iniciales eran ya capaces de capturar la energía de la luz solar con sus pequeñísimas antenas moleculares, parecidas a los paraguas volteados por el viento. En estas antenas, la energía solar es transformada a energía química que permite “pegar” los átomos de carbono del CO2 para construir azúcares. Pero en su primera fase, la fotosíntesis sucedía a través de antenas de baja energía que no lograban descomponer el agua, y por lo tanto, no liberaban oxígeno. Sin embargo, fue hace más de 3,600 millones de años cuando surgió una nueva manera de utilizar la energía del Sol, a través de, no una, sino dos antenas (la clorofila a y la b) que funcionan bien con luz de alta intensidad. Este dúo afortunado fue nombrado Cianobacteria y cambió la historia de la vida en la Tierra, ya que a partir de la energía del Sol fue capaz, no solo de producir azúcares más eficientemente, sino de romper la molécula del agua y liberar, sin querer, cual accidente, al oxígeno molecular, creando lenta pero inexorablemente una revolución metabólica de escala planetaria.
En ese tiempo el mar era anaranjado, al ser rico en ácido sulfhídrico y sin oxígeno disuelto, por lo que era imposible que surgieran organismos complejos. Sin embargo, durante tres mil millones de años, las cianobacterias liberaron oxígeno a la atmósfera, burbuja por burbuja, y muy poco a poco crearon condiciones distintas.
Hubo un momento en que los arrecifes del pasado, construidos por las comunidades microbianas que siguen existiendo en Cuatro Ciénegas (se llaman estromatolitos), capturaron tanto CO2 en sus cuerpos, que causaron glaciaciones globales. Esto se debe a que al ser un gas de efecto invernadero, entre más CO2 haya en la atmósfera, más energía solar retiene ésta, provocando que la superficie de todo el planeta se caliente. Por el contrario, si disminuye el CO2 atmosférico, el planeta se enfría y puede llegar a congelarse, como sucedió.
Por fortuna, una vez que las dos congelaciones globales quedaron atrás, evolucionaron, no solo las algas, sino los primeros animales, que en busca de alimento escarbaron el suelo y los estromatolitos. Los hoyos y túneles que hicieron, liberaron nutrientes atrapados en los sedimentos marinos, cambiando así la química del mar y convirtiéndolo, hace 635 millones de años, en un mar azul, rico en oxígeno. Los testigos de esta transformación planetaria fueron animales muy pequeños, cuyo paso por la tierra quedó registrado en fósiles de sedimentos particularmente finos en el esquisto de Burgess, en Canadá, y tienen nombres tan raros como sus formas: Wapkia, Waputikia y Wiwaxia.
Gracias a estas criaturas, evolucionaron en muy poco tiempo todos los linajes de animales, plantas y hongos que conocemos. A este momento geológico se le llama la explosión del Cámbrico, y fue un misterio que atormentó a Darwin, quien no lograba entender cómo fue que en el registro fósil aparecieron ese tipo de criaturas. Lo que él no sabía es que las bacterias fosilizaron gracias a los estromatolitos.
Esta historia nos deja claro que una atmósfera como la de la Tierra solo fue posible gracias a una larguísima serie de eventos y coincidencias afortunadas que no se repitieron en ningún otro planeta a lo largo de miles de millones de años. Es por eso que somos el único planeta azul, poseedor de un equilibrio frágil y excepcional entre el espacio y la biosfera. Nuestra atmósfera es consecuencia de la vida y la vida humana es, a su vez, dependiente de esta delgada capa que lo protege todo.
Sin embargo, en los últimos cincuenta años, mismos que lleva la carrera espacial, la biosfera entró en peligro inminente, por la sed de tener más, usar más, comer más, comprar más, viajar más. Los humanos del siglo XX y XXI somos monstruos soberbios. Sentimos que el mundo nos pertenece y que podemos manejarlo cual carruaje, sin darnos cuenta que estamos por estrellarnos contra la realidad.
Como con la caja de Pandora, el problema empezó con la revolución industrial, cuando abrimos el cofre de la energía fósil, que la historia planetaria había encapsulado en el carbón y el petróleo. Ese dióxido de carbono, o CO2, se había acumulado a lo largo de millones de años en los cuerpos muertos del pasado remoto.
Lo que la humanidad se ha empeñado en hacer desde entonces es liberar el CO2 guardado en los fósiles, sin darse cuenta de está provocando exactamente el proceso inverso que realizaron las bacterias y otros organismos fotosintéticos durante miles de millones de años. En vez de contener al carbono para sobrevivir, lo estamos liberando para destruir. Además, para colmo, estamos envenenando el suelo, que junto con el mar, es otro gran reservorio de carbono. Insistimos en envenenar el aire, el agua y el suelo. La escala de este daño es tal que si no paramos ya, no vamos a sobrevivir para contarlo a generaciones posteriores.
En mi siguiente columna hablaré más sobre las consecuencias de seguir liberando el CO2 de su tumba de sedimentos ancestrales, y sobre las acciones tenemos que tomar para parar este desastre inminente. Tierra, punto azul en el espacio, no te fallaremos.