El saldo desconocido de las protestas en Cuba: "Ya no tenemos miedo"

El saldo desconocido de las protestas en Cuba: "Ya no tenemos miedo"

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
13
.
07
.
21
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Tiempo de Lectura: 00 min

Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan.

En la calle Galiano, en Centro Habana, había un hombre doblado con el torso hacia adelante. Le corrían gruesas gotas de sudor por la cara, que al llegar a la mejilla se mezclaban con la sangre de su boca, reventada por un costado, y se estrellaban una detrás de otra contra el pavimento. Al hombre golpeado lo sostenía de la mano un niño de unos diez años, que le quitó la mascarilla sucia del rostro y la tiró al piso. Él se sacó la camiseta gris que llevaba puesta y se la amarró a la cara, como un motorista, tapándose nariz y boca para protegerse de la Covid-19. Se percató que lo miraba a unos metros de distancia y me dijo, señalando al niño: “lo traje aquí para que después en su escuela no le cambien la historia”.

Al mismo tiempo, decenas de personas caminaban hacia la calle Galiano, empuñando palos y banderas cubanas o pancartas con el rostro de Fidel Castro. “Váyanse, gusanos, abajo la gusanera, esta calle es de Fidel”, nos gritaban descontrolados, con una mirada desafiante, poseída. En un parpadeo perdí al hombre y al niño. No los volví a ver. Con el grupo de gente llegaron también policías con bastones, tropas antimotines con pastores alemanes sin bozal, que ladraban con fiereza entre agentes de la seguridad del estado, armados, pero vestidos de civil.

Un par de horas antes, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo en un comunicado gubernamental que se transmitió por todas las emisoras de radio, canales de televisión y redes sociales de los periódicos del país: “Convocamos a todos los revolucionarios a salir a las calles a defender la Revolución en todos los lugares. No vamos a entregar la soberanía, ni la independencia de esta nación. Tienen que pasar por encima de nuestro cadáver si quieren tumbar la Revolución”. El sucesor de los hermanos Castro, hacía con sus palabras un llamado a la violencia, a un enfrentamiento civil entre cubanos, entre los partidarios del régimen y sus contrarios. Y eso fue lo que sucedió en al menos 50 puntos de la isla.

Las primeras protestas sucedieron en San Antonio de los Baños, Artemisa, y en Palma Soriano, en Santiago de Cuba. Dos zonas rurales del país, dos zonas pobres, donde los residentes llevan más de una semana con apagones diarios que pueden durar hasta doce horas en un solo día. Esa fue, quizás, la gota que colmó la copa, antes de extenderse al resto de las provincias. Han pasado ya muchos meses desde que los mercados, agros y tiendas en Cuba son auténticos cementerios. En las farmacias no hay medicinas, ni condones y pese a la producción de vacunas contra el coronavirus, el sistema de salud está colapsado por el incremento de casos que se están reportando, alrededor de siete mil por día. En los dos puntos donde todo comenzó y en los que se fueron sumando más adelante, la gente no pide más que “libertad”, “comida”, “medicamentos”. Le grita al castrismo: “váyanse y déjennos vivir”.

Déjennos en paz por primera vez en sesenta y dos años, ya fue demasiado tiempo aguantando.

En los videos que los manifestantes publicaron en las redes sociales, se veían calles atestadas de gente indignada, gritando: “ya no tenemos miedo, abajo la dictadura”. Esas primeras imágenes contagiaron a la nación y la sublevación se extendió como un campo minado que va estallando poco a poco.

Cincuenta puntos a lo largo de la isla, uno lo dice y no lo cree. En las últimas seis décadas el pueblo se ha levantado para protestar contra el castrismo en muy contadas ocasiones, los dedos de las manos sobran. Pero este 11 de julio, Cuba volvió a pertenecer a Latinoamérica, donde los estallidos sociales son el deporte regional. Han pasado sesenta y dos años desde que los Castro nos desconectaron del mundo y del resto de los latinos para convertirnos en una aldea de otra galaxia. Pero el internet nos devolvió a la Tierra y hoy nos tiene peleando con los dientes apretados por todo lo que hemos perdido. Me encanta decir que de tanto perder, de tanto que nos han quitado, o más bien robado, hasta sin miedo nos dejaron.

Las protestas eran pacificas: ciudadanos pidiéndole al gobierno que deje de vivir en su mundo paralelo y escuche al pueblo, que se está muriendo porque carece de lo básico. Pero el régimen cubano no entiende, su único idioma es el de la confrontación y no hay cabida en él para quienes le señalan con el dedo lo que ha hecho mal. A esos los reprime, los encarcela, los saca del camino. Sólo les da la palabra a quienes están dispuestos a seguir subordinados.

Entonces, este domingo, como era de esperar, mandó a las calles como perros de presa a las fuerzas represivas. Y lo que se hubiera quedado en protestas pacíficas, se transformó en enfrentamientos populares. Patrullas volcadas, tiendas abatidas a pedradas, ciudadanos que comenzaron a defenderse de los golpes para seguir avanzando. Hay escenas grabadas que parecen haber ocurrido en cualquier otro sitio, pero no en Cuba. Escenas cargadas de hartazgo: ancianos golpeando cazuelas con las manos, jóvenes mirando a los ojos a militares con armas de largo alcance, hombres lanzándo piedras a policías que respondían con fuego.

Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan, porque están tras las rejas o quién sabe dónde. Las listas de los ausentes se han empezado a confeccionar, yo conozco a mucha gente que hoy no aparece. Los familiares de esas personas se han presentado en las unidades policiales para exigir la liberación de los presos políticos, pero el régimen ha declarado que no será así, al menos no por ahora.

Nadie sabe qué pueda ocurrir, pero estoy seguro que si el régimen persiste en su idea de encarcelar a quienes se manifiesten, eso provocará un estallido aún mayor.

Las calles del país permanecen militarizadas. Las tropas especiales recorren las ciudades como si fueran autos clásicos. Las protestas han mermado, pero sigue el descontento y los levantamientos sociales en varios puntos del país, mientras los medios de comunicación del gobierno insisten en ocultar lo que está ocurriendo realmente. El gobierno, en palabras de Diaz-Canel, ha dicho que el domingo 11 de julio fue otra “jornada histórica de la revolución”, “otra victoria”, y que la isla está en paz. Pero no hay nada más dañino para las dictaduras, que la ingenua intención de seguir ignorando lo que les rodea.

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Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan.

En la calle Galiano, en Centro Habana, había un hombre doblado con el torso hacia adelante. Le corrían gruesas gotas de sudor por la cara, que al llegar a la mejilla se mezclaban con la sangre de su boca, reventada por un costado, y se estrellaban una detrás de otra contra el pavimento. Al hombre golpeado lo sostenía de la mano un niño de unos diez años, que le quitó la mascarilla sucia del rostro y la tiró al piso. Él se sacó la camiseta gris que llevaba puesta y se la amarró a la cara, como un motorista, tapándose nariz y boca para protegerse de la Covid-19. Se percató que lo miraba a unos metros de distancia y me dijo, señalando al niño: “lo traje aquí para que después en su escuela no le cambien la historia”.

Al mismo tiempo, decenas de personas caminaban hacia la calle Galiano, empuñando palos y banderas cubanas o pancartas con el rostro de Fidel Castro. “Váyanse, gusanos, abajo la gusanera, esta calle es de Fidel”, nos gritaban descontrolados, con una mirada desafiante, poseída. En un parpadeo perdí al hombre y al niño. No los volví a ver. Con el grupo de gente llegaron también policías con bastones, tropas antimotines con pastores alemanes sin bozal, que ladraban con fiereza entre agentes de la seguridad del estado, armados, pero vestidos de civil.

Un par de horas antes, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo en un comunicado gubernamental que se transmitió por todas las emisoras de radio, canales de televisión y redes sociales de los periódicos del país: “Convocamos a todos los revolucionarios a salir a las calles a defender la Revolución en todos los lugares. No vamos a entregar la soberanía, ni la independencia de esta nación. Tienen que pasar por encima de nuestro cadáver si quieren tumbar la Revolución”. El sucesor de los hermanos Castro, hacía con sus palabras un llamado a la violencia, a un enfrentamiento civil entre cubanos, entre los partidarios del régimen y sus contrarios. Y eso fue lo que sucedió en al menos 50 puntos de la isla.

Las primeras protestas sucedieron en San Antonio de los Baños, Artemisa, y en Palma Soriano, en Santiago de Cuba. Dos zonas rurales del país, dos zonas pobres, donde los residentes llevan más de una semana con apagones diarios que pueden durar hasta doce horas en un solo día. Esa fue, quizás, la gota que colmó la copa, antes de extenderse al resto de las provincias. Han pasado ya muchos meses desde que los mercados, agros y tiendas en Cuba son auténticos cementerios. En las farmacias no hay medicinas, ni condones y pese a la producción de vacunas contra el coronavirus, el sistema de salud está colapsado por el incremento de casos que se están reportando, alrededor de siete mil por día. En los dos puntos donde todo comenzó y en los que se fueron sumando más adelante, la gente no pide más que “libertad”, “comida”, “medicamentos”. Le grita al castrismo: “váyanse y déjennos vivir”.

Déjennos en paz por primera vez en sesenta y dos años, ya fue demasiado tiempo aguantando.

En los videos que los manifestantes publicaron en las redes sociales, se veían calles atestadas de gente indignada, gritando: “ya no tenemos miedo, abajo la dictadura”. Esas primeras imágenes contagiaron a la nación y la sublevación se extendió como un campo minado que va estallando poco a poco.

Cincuenta puntos a lo largo de la isla, uno lo dice y no lo cree. En las últimas seis décadas el pueblo se ha levantado para protestar contra el castrismo en muy contadas ocasiones, los dedos de las manos sobran. Pero este 11 de julio, Cuba volvió a pertenecer a Latinoamérica, donde los estallidos sociales son el deporte regional. Han pasado sesenta y dos años desde que los Castro nos desconectaron del mundo y del resto de los latinos para convertirnos en una aldea de otra galaxia. Pero el internet nos devolvió a la Tierra y hoy nos tiene peleando con los dientes apretados por todo lo que hemos perdido. Me encanta decir que de tanto perder, de tanto que nos han quitado, o más bien robado, hasta sin miedo nos dejaron.

Las protestas eran pacificas: ciudadanos pidiéndole al gobierno que deje de vivir en su mundo paralelo y escuche al pueblo, que se está muriendo porque carece de lo básico. Pero el régimen cubano no entiende, su único idioma es el de la confrontación y no hay cabida en él para quienes le señalan con el dedo lo que ha hecho mal. A esos los reprime, los encarcela, los saca del camino. Sólo les da la palabra a quienes están dispuestos a seguir subordinados.

Entonces, este domingo, como era de esperar, mandó a las calles como perros de presa a las fuerzas represivas. Y lo que se hubiera quedado en protestas pacíficas, se transformó en enfrentamientos populares. Patrullas volcadas, tiendas abatidas a pedradas, ciudadanos que comenzaron a defenderse de los golpes para seguir avanzando. Hay escenas grabadas que parecen haber ocurrido en cualquier otro sitio, pero no en Cuba. Escenas cargadas de hartazgo: ancianos golpeando cazuelas con las manos, jóvenes mirando a los ojos a militares con armas de largo alcance, hombres lanzándo piedras a policías que respondían con fuego.

Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan, porque están tras las rejas o quién sabe dónde. Las listas de los ausentes se han empezado a confeccionar, yo conozco a mucha gente que hoy no aparece. Los familiares de esas personas se han presentado en las unidades policiales para exigir la liberación de los presos políticos, pero el régimen ha declarado que no será así, al menos no por ahora.

Nadie sabe qué pueda ocurrir, pero estoy seguro que si el régimen persiste en su idea de encarcelar a quienes se manifiesten, eso provocará un estallido aún mayor.

Las calles del país permanecen militarizadas. Las tropas especiales recorren las ciudades como si fueran autos clásicos. Las protestas han mermado, pero sigue el descontento y los levantamientos sociales en varios puntos del país, mientras los medios de comunicación del gobierno insisten en ocultar lo que está ocurriendo realmente. El gobierno, en palabras de Diaz-Canel, ha dicho que el domingo 11 de julio fue otra “jornada histórica de la revolución”, “otra victoria”, y que la isla está en paz. Pero no hay nada más dañino para las dictaduras, que la ingenua intención de seguir ignorando lo que les rodea.

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Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan.

En la calle Galiano, en Centro Habana, había un hombre doblado con el torso hacia adelante. Le corrían gruesas gotas de sudor por la cara, que al llegar a la mejilla se mezclaban con la sangre de su boca, reventada por un costado, y se estrellaban una detrás de otra contra el pavimento. Al hombre golpeado lo sostenía de la mano un niño de unos diez años, que le quitó la mascarilla sucia del rostro y la tiró al piso. Él se sacó la camiseta gris que llevaba puesta y se la amarró a la cara, como un motorista, tapándose nariz y boca para protegerse de la Covid-19. Se percató que lo miraba a unos metros de distancia y me dijo, señalando al niño: “lo traje aquí para que después en su escuela no le cambien la historia”.

Al mismo tiempo, decenas de personas caminaban hacia la calle Galiano, empuñando palos y banderas cubanas o pancartas con el rostro de Fidel Castro. “Váyanse, gusanos, abajo la gusanera, esta calle es de Fidel”, nos gritaban descontrolados, con una mirada desafiante, poseída. En un parpadeo perdí al hombre y al niño. No los volví a ver. Con el grupo de gente llegaron también policías con bastones, tropas antimotines con pastores alemanes sin bozal, que ladraban con fiereza entre agentes de la seguridad del estado, armados, pero vestidos de civil.

Un par de horas antes, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo en un comunicado gubernamental que se transmitió por todas las emisoras de radio, canales de televisión y redes sociales de los periódicos del país: “Convocamos a todos los revolucionarios a salir a las calles a defender la Revolución en todos los lugares. No vamos a entregar la soberanía, ni la independencia de esta nación. Tienen que pasar por encima de nuestro cadáver si quieren tumbar la Revolución”. El sucesor de los hermanos Castro, hacía con sus palabras un llamado a la violencia, a un enfrentamiento civil entre cubanos, entre los partidarios del régimen y sus contrarios. Y eso fue lo que sucedió en al menos 50 puntos de la isla.

Las primeras protestas sucedieron en San Antonio de los Baños, Artemisa, y en Palma Soriano, en Santiago de Cuba. Dos zonas rurales del país, dos zonas pobres, donde los residentes llevan más de una semana con apagones diarios que pueden durar hasta doce horas en un solo día. Esa fue, quizás, la gota que colmó la copa, antes de extenderse al resto de las provincias. Han pasado ya muchos meses desde que los mercados, agros y tiendas en Cuba son auténticos cementerios. En las farmacias no hay medicinas, ni condones y pese a la producción de vacunas contra el coronavirus, el sistema de salud está colapsado por el incremento de casos que se están reportando, alrededor de siete mil por día. En los dos puntos donde todo comenzó y en los que se fueron sumando más adelante, la gente no pide más que “libertad”, “comida”, “medicamentos”. Le grita al castrismo: “váyanse y déjennos vivir”.

Déjennos en paz por primera vez en sesenta y dos años, ya fue demasiado tiempo aguantando.

En los videos que los manifestantes publicaron en las redes sociales, se veían calles atestadas de gente indignada, gritando: “ya no tenemos miedo, abajo la dictadura”. Esas primeras imágenes contagiaron a la nación y la sublevación se extendió como un campo minado que va estallando poco a poco.

Cincuenta puntos a lo largo de la isla, uno lo dice y no lo cree. En las últimas seis décadas el pueblo se ha levantado para protestar contra el castrismo en muy contadas ocasiones, los dedos de las manos sobran. Pero este 11 de julio, Cuba volvió a pertenecer a Latinoamérica, donde los estallidos sociales son el deporte regional. Han pasado sesenta y dos años desde que los Castro nos desconectaron del mundo y del resto de los latinos para convertirnos en una aldea de otra galaxia. Pero el internet nos devolvió a la Tierra y hoy nos tiene peleando con los dientes apretados por todo lo que hemos perdido. Me encanta decir que de tanto perder, de tanto que nos han quitado, o más bien robado, hasta sin miedo nos dejaron.

Las protestas eran pacificas: ciudadanos pidiéndole al gobierno que deje de vivir en su mundo paralelo y escuche al pueblo, que se está muriendo porque carece de lo básico. Pero el régimen cubano no entiende, su único idioma es el de la confrontación y no hay cabida en él para quienes le señalan con el dedo lo que ha hecho mal. A esos los reprime, los encarcela, los saca del camino. Sólo les da la palabra a quienes están dispuestos a seguir subordinados.

Entonces, este domingo, como era de esperar, mandó a las calles como perros de presa a las fuerzas represivas. Y lo que se hubiera quedado en protestas pacíficas, se transformó en enfrentamientos populares. Patrullas volcadas, tiendas abatidas a pedradas, ciudadanos que comenzaron a defenderse de los golpes para seguir avanzando. Hay escenas grabadas que parecen haber ocurrido en cualquier otro sitio, pero no en Cuba. Escenas cargadas de hartazgo: ancianos golpeando cazuelas con las manos, jóvenes mirando a los ojos a militares con armas de largo alcance, hombres lanzándo piedras a policías que respondían con fuego.

Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan, porque están tras las rejas o quién sabe dónde. Las listas de los ausentes se han empezado a confeccionar, yo conozco a mucha gente que hoy no aparece. Los familiares de esas personas se han presentado en las unidades policiales para exigir la liberación de los presos políticos, pero el régimen ha declarado que no será así, al menos no por ahora.

Nadie sabe qué pueda ocurrir, pero estoy seguro que si el régimen persiste en su idea de encarcelar a quienes se manifiesten, eso provocará un estallido aún mayor.

Las calles del país permanecen militarizadas. Las tropas especiales recorren las ciudades como si fueran autos clásicos. Las protestas han mermado, pero sigue el descontento y los levantamientos sociales en varios puntos del país, mientras los medios de comunicación del gobierno insisten en ocultar lo que está ocurriendo realmente. El gobierno, en palabras de Diaz-Canel, ha dicho que el domingo 11 de julio fue otra “jornada histórica de la revolución”, “otra victoria”, y que la isla está en paz. Pero no hay nada más dañino para las dictaduras, que la ingenua intención de seguir ignorando lo que les rodea.

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Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan.

En la calle Galiano, en Centro Habana, había un hombre doblado con el torso hacia adelante. Le corrían gruesas gotas de sudor por la cara, que al llegar a la mejilla se mezclaban con la sangre de su boca, reventada por un costado, y se estrellaban una detrás de otra contra el pavimento. Al hombre golpeado lo sostenía de la mano un niño de unos diez años, que le quitó la mascarilla sucia del rostro y la tiró al piso. Él se sacó la camiseta gris que llevaba puesta y se la amarró a la cara, como un motorista, tapándose nariz y boca para protegerse de la Covid-19. Se percató que lo miraba a unos metros de distancia y me dijo, señalando al niño: “lo traje aquí para que después en su escuela no le cambien la historia”.

Al mismo tiempo, decenas de personas caminaban hacia la calle Galiano, empuñando palos y banderas cubanas o pancartas con el rostro de Fidel Castro. “Váyanse, gusanos, abajo la gusanera, esta calle es de Fidel”, nos gritaban descontrolados, con una mirada desafiante, poseída. En un parpadeo perdí al hombre y al niño. No los volví a ver. Con el grupo de gente llegaron también policías con bastones, tropas antimotines con pastores alemanes sin bozal, que ladraban con fiereza entre agentes de la seguridad del estado, armados, pero vestidos de civil.

Un par de horas antes, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo en un comunicado gubernamental que se transmitió por todas las emisoras de radio, canales de televisión y redes sociales de los periódicos del país: “Convocamos a todos los revolucionarios a salir a las calles a defender la Revolución en todos los lugares. No vamos a entregar la soberanía, ni la independencia de esta nación. Tienen que pasar por encima de nuestro cadáver si quieren tumbar la Revolución”. El sucesor de los hermanos Castro, hacía con sus palabras un llamado a la violencia, a un enfrentamiento civil entre cubanos, entre los partidarios del régimen y sus contrarios. Y eso fue lo que sucedió en al menos 50 puntos de la isla.

Las primeras protestas sucedieron en San Antonio de los Baños, Artemisa, y en Palma Soriano, en Santiago de Cuba. Dos zonas rurales del país, dos zonas pobres, donde los residentes llevan más de una semana con apagones diarios que pueden durar hasta doce horas en un solo día. Esa fue, quizás, la gota que colmó la copa, antes de extenderse al resto de las provincias. Han pasado ya muchos meses desde que los mercados, agros y tiendas en Cuba son auténticos cementerios. En las farmacias no hay medicinas, ni condones y pese a la producción de vacunas contra el coronavirus, el sistema de salud está colapsado por el incremento de casos que se están reportando, alrededor de siete mil por día. En los dos puntos donde todo comenzó y en los que se fueron sumando más adelante, la gente no pide más que “libertad”, “comida”, “medicamentos”. Le grita al castrismo: “váyanse y déjennos vivir”.

Déjennos en paz por primera vez en sesenta y dos años, ya fue demasiado tiempo aguantando.

En los videos que los manifestantes publicaron en las redes sociales, se veían calles atestadas de gente indignada, gritando: “ya no tenemos miedo, abajo la dictadura”. Esas primeras imágenes contagiaron a la nación y la sublevación se extendió como un campo minado que va estallando poco a poco.

Cincuenta puntos a lo largo de la isla, uno lo dice y no lo cree. En las últimas seis décadas el pueblo se ha levantado para protestar contra el castrismo en muy contadas ocasiones, los dedos de las manos sobran. Pero este 11 de julio, Cuba volvió a pertenecer a Latinoamérica, donde los estallidos sociales son el deporte regional. Han pasado sesenta y dos años desde que los Castro nos desconectaron del mundo y del resto de los latinos para convertirnos en una aldea de otra galaxia. Pero el internet nos devolvió a la Tierra y hoy nos tiene peleando con los dientes apretados por todo lo que hemos perdido. Me encanta decir que de tanto perder, de tanto que nos han quitado, o más bien robado, hasta sin miedo nos dejaron.

Las protestas eran pacificas: ciudadanos pidiéndole al gobierno que deje de vivir en su mundo paralelo y escuche al pueblo, que se está muriendo porque carece de lo básico. Pero el régimen cubano no entiende, su único idioma es el de la confrontación y no hay cabida en él para quienes le señalan con el dedo lo que ha hecho mal. A esos los reprime, los encarcela, los saca del camino. Sólo les da la palabra a quienes están dispuestos a seguir subordinados.

Entonces, este domingo, como era de esperar, mandó a las calles como perros de presa a las fuerzas represivas. Y lo que se hubiera quedado en protestas pacíficas, se transformó en enfrentamientos populares. Patrullas volcadas, tiendas abatidas a pedradas, ciudadanos que comenzaron a defenderse de los golpes para seguir avanzando. Hay escenas grabadas que parecen haber ocurrido en cualquier otro sitio, pero no en Cuba. Escenas cargadas de hartazgo: ancianos golpeando cazuelas con las manos, jóvenes mirando a los ojos a militares con armas de largo alcance, hombres lanzándo piedras a policías que respondían con fuego.

Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan, porque están tras las rejas o quién sabe dónde. Las listas de los ausentes se han empezado a confeccionar, yo conozco a mucha gente que hoy no aparece. Los familiares de esas personas se han presentado en las unidades policiales para exigir la liberación de los presos políticos, pero el régimen ha declarado que no será así, al menos no por ahora.

Nadie sabe qué pueda ocurrir, pero estoy seguro que si el régimen persiste en su idea de encarcelar a quienes se manifiesten, eso provocará un estallido aún mayor.

Las calles del país permanecen militarizadas. Las tropas especiales recorren las ciudades como si fueran autos clásicos. Las protestas han mermado, pero sigue el descontento y los levantamientos sociales en varios puntos del país, mientras los medios de comunicación del gobierno insisten en ocultar lo que está ocurriendo realmente. El gobierno, en palabras de Diaz-Canel, ha dicho que el domingo 11 de julio fue otra “jornada histórica de la revolución”, “otra victoria”, y que la isla está en paz. Pero no hay nada más dañino para las dictaduras, que la ingenua intención de seguir ignorando lo que les rodea.

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En la calle Galiano, en Centro Habana, había un hombre doblado con el torso hacia adelante. Le corrían gruesas gotas de sudor por la cara, que al llegar a la mejilla se mezclaban con la sangre de su boca, reventada por un costado, y se estrellaban una detrás de otra contra el pavimento. Al hombre golpeado lo sostenía de la mano un niño de unos diez años, que le quitó la mascarilla sucia del rostro y la tiró al piso. Él se sacó la camiseta gris que llevaba puesta y se la amarró a la cara, como un motorista, tapándose nariz y boca para protegerse de la Covid-19. Se percató que lo miraba a unos metros de distancia y me dijo, señalando al niño: “lo traje aquí para que después en su escuela no le cambien la historia”.

Al mismo tiempo, decenas de personas caminaban hacia la calle Galiano, empuñando palos y banderas cubanas o pancartas con el rostro de Fidel Castro. “Váyanse, gusanos, abajo la gusanera, esta calle es de Fidel”, nos gritaban descontrolados, con una mirada desafiante, poseída. En un parpadeo perdí al hombre y al niño. No los volví a ver. Con el grupo de gente llegaron también policías con bastones, tropas antimotines con pastores alemanes sin bozal, que ladraban con fiereza entre agentes de la seguridad del estado, armados, pero vestidos de civil.

Un par de horas antes, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo en un comunicado gubernamental que se transmitió por todas las emisoras de radio, canales de televisión y redes sociales de los periódicos del país: “Convocamos a todos los revolucionarios a salir a las calles a defender la Revolución en todos los lugares. No vamos a entregar la soberanía, ni la independencia de esta nación. Tienen que pasar por encima de nuestro cadáver si quieren tumbar la Revolución”. El sucesor de los hermanos Castro, hacía con sus palabras un llamado a la violencia, a un enfrentamiento civil entre cubanos, entre los partidarios del régimen y sus contrarios. Y eso fue lo que sucedió en al menos 50 puntos de la isla.

Las primeras protestas sucedieron en San Antonio de los Baños, Artemisa, y en Palma Soriano, en Santiago de Cuba. Dos zonas rurales del país, dos zonas pobres, donde los residentes llevan más de una semana con apagones diarios que pueden durar hasta doce horas en un solo día. Esa fue, quizás, la gota que colmó la copa, antes de extenderse al resto de las provincias. Han pasado ya muchos meses desde que los mercados, agros y tiendas en Cuba son auténticos cementerios. En las farmacias no hay medicinas, ni condones y pese a la producción de vacunas contra el coronavirus, el sistema de salud está colapsado por el incremento de casos que se están reportando, alrededor de siete mil por día. En los dos puntos donde todo comenzó y en los que se fueron sumando más adelante, la gente no pide más que “libertad”, “comida”, “medicamentos”. Le grita al castrismo: “váyanse y déjennos vivir”.

Déjennos en paz por primera vez en sesenta y dos años, ya fue demasiado tiempo aguantando.

En los videos que los manifestantes publicaron en las redes sociales, se veían calles atestadas de gente indignada, gritando: “ya no tenemos miedo, abajo la dictadura”. Esas primeras imágenes contagiaron a la nación y la sublevación se extendió como un campo minado que va estallando poco a poco.

Cincuenta puntos a lo largo de la isla, uno lo dice y no lo cree. En las últimas seis décadas el pueblo se ha levantado para protestar contra el castrismo en muy contadas ocasiones, los dedos de las manos sobran. Pero este 11 de julio, Cuba volvió a pertenecer a Latinoamérica, donde los estallidos sociales son el deporte regional. Han pasado sesenta y dos años desde que los Castro nos desconectaron del mundo y del resto de los latinos para convertirnos en una aldea de otra galaxia. Pero el internet nos devolvió a la Tierra y hoy nos tiene peleando con los dientes apretados por todo lo que hemos perdido. Me encanta decir que de tanto perder, de tanto que nos han quitado, o más bien robado, hasta sin miedo nos dejaron.

Las protestas eran pacificas: ciudadanos pidiéndole al gobierno que deje de vivir en su mundo paralelo y escuche al pueblo, que se está muriendo porque carece de lo básico. Pero el régimen cubano no entiende, su único idioma es el de la confrontación y no hay cabida en él para quienes le señalan con el dedo lo que ha hecho mal. A esos los reprime, los encarcela, los saca del camino. Sólo les da la palabra a quienes están dispuestos a seguir subordinados.

Entonces, este domingo, como era de esperar, mandó a las calles como perros de presa a las fuerzas represivas. Y lo que se hubiera quedado en protestas pacíficas, se transformó en enfrentamientos populares. Patrullas volcadas, tiendas abatidas a pedradas, ciudadanos que comenzaron a defenderse de los golpes para seguir avanzando. Hay escenas grabadas que parecen haber ocurrido en cualquier otro sitio, pero no en Cuba. Escenas cargadas de hartazgo: ancianos golpeando cazuelas con las manos, jóvenes mirando a los ojos a militares con armas de largo alcance, hombres lanzándo piedras a policías que respondían con fuego.

Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan, porque están tras las rejas o quién sabe dónde. Las listas de los ausentes se han empezado a confeccionar, yo conozco a mucha gente que hoy no aparece. Los familiares de esas personas se han presentado en las unidades policiales para exigir la liberación de los presos políticos, pero el régimen ha declarado que no será así, al menos no por ahora.

Nadie sabe qué pueda ocurrir, pero estoy seguro que si el régimen persiste en su idea de encarcelar a quienes se manifiesten, eso provocará un estallido aún mayor.

Las calles del país permanecen militarizadas. Las tropas especiales recorren las ciudades como si fueran autos clásicos. Las protestas han mermado, pero sigue el descontento y los levantamientos sociales en varios puntos del país, mientras los medios de comunicación del gobierno insisten en ocultar lo que está ocurriendo realmente. El gobierno, en palabras de Diaz-Canel, ha dicho que el domingo 11 de julio fue otra “jornada histórica de la revolución”, “otra victoria”, y que la isla está en paz. Pero no hay nada más dañino para las dictaduras, que la ingenua intención de seguir ignorando lo que les rodea.

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El saldo desconocido de las protestas en Cuba: "Ya no tenemos miedo"

El saldo desconocido de las protestas en Cuba: "Ya no tenemos miedo"

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Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan.

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En la calle Galiano, en Centro Habana, había un hombre doblado con el torso hacia adelante. Le corrían gruesas gotas de sudor por la cara, que al llegar a la mejilla se mezclaban con la sangre de su boca, reventada por un costado, y se estrellaban una detrás de otra contra el pavimento. Al hombre golpeado lo sostenía de la mano un niño de unos diez años, que le quitó la mascarilla sucia del rostro y la tiró al piso. Él se sacó la camiseta gris que llevaba puesta y se la amarró a la cara, como un motorista, tapándose nariz y boca para protegerse de la Covid-19. Se percató que lo miraba a unos metros de distancia y me dijo, señalando al niño: “lo traje aquí para que después en su escuela no le cambien la historia”.

Al mismo tiempo, decenas de personas caminaban hacia la calle Galiano, empuñando palos y banderas cubanas o pancartas con el rostro de Fidel Castro. “Váyanse, gusanos, abajo la gusanera, esta calle es de Fidel”, nos gritaban descontrolados, con una mirada desafiante, poseída. En un parpadeo perdí al hombre y al niño. No los volví a ver. Con el grupo de gente llegaron también policías con bastones, tropas antimotines con pastores alemanes sin bozal, que ladraban con fiereza entre agentes de la seguridad del estado, armados, pero vestidos de civil.

Un par de horas antes, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo en un comunicado gubernamental que se transmitió por todas las emisoras de radio, canales de televisión y redes sociales de los periódicos del país: “Convocamos a todos los revolucionarios a salir a las calles a defender la Revolución en todos los lugares. No vamos a entregar la soberanía, ni la independencia de esta nación. Tienen que pasar por encima de nuestro cadáver si quieren tumbar la Revolución”. El sucesor de los hermanos Castro, hacía con sus palabras un llamado a la violencia, a un enfrentamiento civil entre cubanos, entre los partidarios del régimen y sus contrarios. Y eso fue lo que sucedió en al menos 50 puntos de la isla.

Las primeras protestas sucedieron en San Antonio de los Baños, Artemisa, y en Palma Soriano, en Santiago de Cuba. Dos zonas rurales del país, dos zonas pobres, donde los residentes llevan más de una semana con apagones diarios que pueden durar hasta doce horas en un solo día. Esa fue, quizás, la gota que colmó la copa, antes de extenderse al resto de las provincias. Han pasado ya muchos meses desde que los mercados, agros y tiendas en Cuba son auténticos cementerios. En las farmacias no hay medicinas, ni condones y pese a la producción de vacunas contra el coronavirus, el sistema de salud está colapsado por el incremento de casos que se están reportando, alrededor de siete mil por día. En los dos puntos donde todo comenzó y en los que se fueron sumando más adelante, la gente no pide más que “libertad”, “comida”, “medicamentos”. Le grita al castrismo: “váyanse y déjennos vivir”.

Déjennos en paz por primera vez en sesenta y dos años, ya fue demasiado tiempo aguantando.

En los videos que los manifestantes publicaron en las redes sociales, se veían calles atestadas de gente indignada, gritando: “ya no tenemos miedo, abajo la dictadura”. Esas primeras imágenes contagiaron a la nación y la sublevación se extendió como un campo minado que va estallando poco a poco.

Cincuenta puntos a lo largo de la isla, uno lo dice y no lo cree. En las últimas seis décadas el pueblo se ha levantado para protestar contra el castrismo en muy contadas ocasiones, los dedos de las manos sobran. Pero este 11 de julio, Cuba volvió a pertenecer a Latinoamérica, donde los estallidos sociales son el deporte regional. Han pasado sesenta y dos años desde que los Castro nos desconectaron del mundo y del resto de los latinos para convertirnos en una aldea de otra galaxia. Pero el internet nos devolvió a la Tierra y hoy nos tiene peleando con los dientes apretados por todo lo que hemos perdido. Me encanta decir que de tanto perder, de tanto que nos han quitado, o más bien robado, hasta sin miedo nos dejaron.

Las protestas eran pacificas: ciudadanos pidiéndole al gobierno que deje de vivir en su mundo paralelo y escuche al pueblo, que se está muriendo porque carece de lo básico. Pero el régimen cubano no entiende, su único idioma es el de la confrontación y no hay cabida en él para quienes le señalan con el dedo lo que ha hecho mal. A esos los reprime, los encarcela, los saca del camino. Sólo les da la palabra a quienes están dispuestos a seguir subordinados.

Entonces, este domingo, como era de esperar, mandó a las calles como perros de presa a las fuerzas represivas. Y lo que se hubiera quedado en protestas pacíficas, se transformó en enfrentamientos populares. Patrullas volcadas, tiendas abatidas a pedradas, ciudadanos que comenzaron a defenderse de los golpes para seguir avanzando. Hay escenas grabadas que parecen haber ocurrido en cualquier otro sitio, pero no en Cuba. Escenas cargadas de hartazgo: ancianos golpeando cazuelas con las manos, jóvenes mirando a los ojos a militares con armas de largo alcance, hombres lanzándo piedras a policías que respondían con fuego.

Hay montones de heridos, de detenidos, de desaparecidos, aun sin poder cuantificar. El estallido fue tan inesperado y tan masivo que los cubanos no sabemos cuántos participamos y cuántos de esos ahora nos faltan, porque están tras las rejas o quién sabe dónde. Las listas de los ausentes se han empezado a confeccionar, yo conozco a mucha gente que hoy no aparece. Los familiares de esas personas se han presentado en las unidades policiales para exigir la liberación de los presos políticos, pero el régimen ha declarado que no será así, al menos no por ahora.

Nadie sabe qué pueda ocurrir, pero estoy seguro que si el régimen persiste en su idea de encarcelar a quienes se manifiesten, eso provocará un estallido aún mayor.

Las calles del país permanecen militarizadas. Las tropas especiales recorren las ciudades como si fueran autos clásicos. Las protestas han mermado, pero sigue el descontento y los levantamientos sociales en varios puntos del país, mientras los medios de comunicación del gobierno insisten en ocultar lo que está ocurriendo realmente. El gobierno, en palabras de Diaz-Canel, ha dicho que el domingo 11 de julio fue otra “jornada histórica de la revolución”, “otra victoria”, y que la isla está en paz. Pero no hay nada más dañino para las dictaduras, que la ingenua intención de seguir ignorando lo que les rodea.

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