No items found.
No items found.
No items found.
No items found.
Fotografía de USA TODAY NETWORK/REUTERS. El empleado de Obras Públicas de la ciudad de Springfield, Larry Long, corta ramas mientras la ciudad retira un árbol dañado en la esquina de Carolina y Keys Aves. Miércoles, 19 de julio de 2023.
Los gobiernos de Zapopan, Xalapa, León y Monterrey siguen talando árboles, aunque está comprobado que las áreas verdes y azules son cruciales para mitigar el impacto del cambio climático. La reforestación en otros lugares no es la solución: finalmente, los vecinos pierden los servicios ecosistémicos que les brindaban los árboles.
En los últimos meses han pasado dos cosas relacionadas con el futuro ambiental de este país: por un lado, hemos sufrido un verano muy fuera de lo normal con importantes olas de calor y la época de lluvias se ha retrasado; por el otro, hemos visto una andanada para talar árboles y destruir áreas verdes en diferentes ciudades de México. Sobre lo primero, el cambio climático está provocando que llueva menos. Esto amenaza con dejarnos pronto sin agua en varias ciudades porque este año ha sido aún más seco que los anteriores, que son parte de un tren —ya largo— de años de sequía. Pero la lluvia también nos amenaza con inundaciones, pues lo poco que llueve sucede en eventos extremos, llenando de agua los drenajes en pocos minutos.
Nos ha llevado muchos años entender que esta modificación de patrones está relacionada con el cambio climático. Nos ha llevado otros más comprender que las medidas para mitigar los efectos negativos del cambio climático —como las olas de calor, la falta de agua y las inundaciones— son proteger y restaurar las zonas verdes y azules dentro de las ciudades. Y finalmente nos ha llevado más años lograr comunicarlo a los urbanitas, que toda la vida nos hemos considerado aislados de la naturaleza gracias a una capa de asfalto entre el suelo y nuestros pies. Tradicionalmente, hemos visto con desconfianza a la naturaleza; basta con escuchar al vecino argumentar que hay que talar árboles porque “ensucian” la acera o ver cualquier anuncio de detergentes, desinfectantes o insecticidas para darse cuenta de que para muchos, dentro de nuestro hábitat, la mejor naturaleza es la muerta.
El cambio de percepción de los ciudadanos respecto a sus árboles, ríos o lagos ha costado mucho trabajo, pero ahora muchos citadinos ya entendemos que, para seguir viviendo en una ciudad, es necesario contar con estas áreas verdes, que pueden ser tan grandes como las regiones de bosques al sur de la Ciudad de México o tan pequeñas como el árbol sobre la banqueta de la esquina. Y todas cumplen una función que ayuda a mejorar nuestra calidad de vida.
Quizá los cambios dramáticos que se desataron este año por la crisis climática han ayudado a que ocurra este cambio de percepción. Los árboles dejan de verse con generadores de hojas que tenemos que barrer y comienzan a verse como proveedores de sombra, a los ríos ya no se les tiene miedo por ser fuente inagotable de mosquitos y basura, se les concibe como amortiguadores de temperatura para toda una región —además, pueden reducir la probabilidad de inundaciones ocasionadas por lluvias torrenciales.
Pero aun cuando esto ya sucede entre la ciudadanía, la gran mayoría de los gobiernos locales y federales sigue pensando que la naturaleza en las ciudades solo estorba el paso del progreso. Un progreso que cobra la forma de autopistas, pues el automóvil es la imagen última de nuestra civilización: los árboles son estorbos que se interponen en la construcción de ese progreso. Los mismos gobiernos ven —y acusan— a la naturaleza como la causa de los desastres: creen que la naturaleza (y no la mala planeación) es la que genera inundaciones y provoca pérdidas de patrimonio. Por lo tanto, la visión de muchos gobiernos sigue siendo esta: la única forma de controlar la naturaleza (siguen pensando que es posible controlarla) es desapareciéndola.
No hay otra forma de explicar lo que está pasando ahora en ciudades como Xalapa, Zapopan, León o Monterrey, donde se han suscitado confrontaciones entre los ciudadanos y las autoridades que han decidido talar árboles, ya sea para darle más espacio al automóvil o para “limpiar” el río.
En Xalapa decidieron talar cuarenta árboles para construir un paso a desnivel; varios vecinos se opusieron y están buscando la reparación del daño. En Zapopan también deciden talar árboles, más de ciento diez, para aumentar el tamaño de una avenida destinada a los automóviles; de nuevo, los vecinos salieron a defender los árboles y en algunos casos se amarraron a ellos. En la ciudad de León, durante la madrugada, se pusieron a talar árboles que estaban sobre el malecón del río, para ampliar la calle y que pasen más autos alrededor, en vez de ampliar un área verde cercana. En Monterrey se decidió desmontar la vegetación alrededor del río Santa Catarina, bajo el argumento de que ponía en riesgo a las ciudades, aunque Monterrey ha sido de los lugares que más han sufrido por los cambios del clima ante la falta de agua. Todos siguieron el ejemplo de la Ciudad de México, que optó por destrozar un humedal que conectaba la parte norte y sur de Xochimilco para construir un puente; la ciudadanía también se opuso a esta obra vial, pero pudo más la obstinación gubernamental para favorecer a una constructora que la resiliencia de la capital.
Para compensar la acción de talar árboles, cada uno de los gobiernos locales anuncia que sembrarán cientos o miles. Seguramente, sus intenciones tendrán el mismo resultado que ocurrió por la destrucción de un pedazo de Xochimilco: el gobierno primero negó que existiera un humedal, luego dijo que lo iba a trasladar (como si se pudiera mudar un ecosistema) y finalmente dijo que lo iba a restaurar, lo cual es igualmente absurdo. Ahora hay un charco de agua contaminado por automóviles debajo del Cielito Lindo (así nombró el gobierno a ese puente) que genera eterna sombra y ruido extremo, lo usual en un bajopuente. Sin embargo, presentar un charco donde antes había un humedal le genera un beneficio político al gobierno local, pues lo presume como una de las acciones para mejorar la calidad de las áreas verdes, aunque es una medida de compensación inútil frente a la destrucción de uno de los humedales más importantes de la Ciudad de México.
Las acciones de compensación en zonas urbanas, como sembrar árboles en otros lugares, son mucho menos útiles de lo que se publicita. Cada árbol, parque, bosque o humedal cuenta con una función específica en donde está. Por ejemplo, la función ecológica del humedal destruido en Xochimilco era de conexión entre la región norte y sur. Por eso es irremplazable. Como son irremplazables los árboles talados en Xalapa, León, Zapopan y Monterrey, pues tenían una función ecológica en los sitios de donde los quitaron. Cada uno de ellos funcionaba y beneficiaba a la gente del área, por ejemplo, daban sombra a los vecinos. Por eso, no importa si siembran diez mil árboles a veinte kilómetros de ahí: los gobiernos deciden talar árboles y los vecinos pierden su servicio ecosistémico en la cuadra.
Es posible que los gobiernos locales comprendan el funcionamiento de la naturaleza a la inversa de lo que expongo aquí. Eso podría explicar, por ejemplo, su temor a los árboles que están en los cauces de los ríos. Un río se puede entender como un ecosistema natural o como una pista de carreras del agua. Si se ve como una pista, es porque se percibe al agua como un enemigo del que hay que desconfiar. “El agua es cabrona”, decía un ingeniero hidráulico para referirse a la forma como se debe tratar este recurso. Con esta visión, la vegetación provoca miedo, entonces se piensa que hay que detener el agua, que tiene que salir lo antes posible, para que haga daños mínimos. Además, desde esta perspectiva, la vegetación genera desechos que pueden ensuciar la maravillosa pista de carreras y puede tapar desagües, causando más inundaciones. Por eso hay que deshacerse de todas ellas. Ese es el argumento para talar árboles y retirar la vegetación en Monterrey y en otras partes. Es la visión más utilizada en el país desde hace más de sesenta años. Es la visión que ha entubado prácticamente todos los ríos de la Ciudad de México, y que aun así no evita las inundaciones anuales cuando caen lluvias torrenciales. Esa es la visión que nos ha llevado hasta aquí: un país donde las ciudades más importantes son insostenibles en términos hídricos.
Pero existe otra visión que trata de considerar a los ríos como parte del ecosistema urbano. Un ecosistema necesita vegetación, suelo y un espacio mínimo para respirar a lo largo de las épocas del año, tanto de secas como de lluvias. Esta visión requiere muy poco de la ciudad pero, a cambio, le da mucho. Un ecosistema mejora la calidad del agua, detiene la velocidad de su flujo, fertiliza valles abajo, mejora el paisaje, es un gran amortiguador de temperatura a lo largo de todo el corredor y reduce los efectos negativos de la falta de agua en sequías. Así lo han comprendido muchas ciudades en todo el mundo que resguardan y restauran sus ríos.
La mayoría de las autoridades cuentan con información que indica que sus acciones van en contra de la sostenibilidad de la ciudad que gobiernan. En la Ciudad de México, los académicos hemos estudiado las áreas verdes dentro y fuera de la zona urbana y también hemos propuesto proyectos para su manejo. En Monterrey, en los últimos cinco años, se ha elaborado un sinnúmero de proyectos de restauración de amplias regiones, entre ellas la del río Santa Catarina. De hecho, la tala en el río hizo enojar a muchos académicos que han trabajado en su restauración para hacer una ciudad más sostenible. Pareciera que a las autoridades locales y federales les importaran poco los estudios y los argumentos de académicos y vecinos porque cuando llega un proyecto de construcción, que destruye todo el trabajo, le abren paso.
La pregunta es por qué existe esta dislocación entre las proyecciones sobre la vulnerabilidad urbana, que ya está viviendo la ciudadanía, y las acciones del gobierno en el manejo de áreas verdes. La respuesta se puede deber a muchas variables. Las más obvias están relacionadas con la corrupción que emana de la construcción para hacer puentes, calles o entubar ríos, que todos conocemos y se resumen en la frase “de la obra sobra”. Otras razones están relacionadas con la falta de comprensión sobre el funcionamiento de un ecosistema urbano y, en particular, del papel que juegan las áreas verdes dentro de él.
Pero aquí quiero proponer una hipótesis sobre otras variables que podrían estar jugando un papel importante. Aun cuando ya se ha difundido el conocimiento sobre la importancia de las áreas verdes, todavía no está actualizada la forma en que estas se insertan en la economía urbana. A la fecha se sigue hablando de monetizar el impacto de un área verde en la ciudad. Se evalúa, de esta manera, si es mejor económicamente tener un área verde o una infraestructura de movilidad. El argumento sugiere que si el impacto del área verde es mayor económicamente, es más probable que se mantenga en el tiempo. El problema de este argumento es que el instrumento económico no se usa como herramienta de conservación, por el contrario, la conservación sigue siendo la herramienta para llegar al fin último, que es el económico.
Por lo tanto, la conservación de la naturaleza urbana, el bienestar de los citadinos y la resiliencia de una ciudad están supeditados a que el área a conservar sea redituable económicamente, lo que prácticamente nunca sucede porque esta visión está asociada a un segundo problema: los proyectos de manejo de las áreas verdes siempre se ven aislados de la dinámica del ecosistema. La prueba es que para destruir un área verde o talar árboles se considera compensar con acciones de reforestación en otro lado. Como está escrito arriba, esos árboles tienen una función a nivel local, pero también la tienen en el nivel del ecosistema. La interacción de esos árboles con el resto de la zona urbana forma la dinámica del ecosistema, que es la que nos da sus servicios. Talar árboles en un lugar destruye esta dinámica, lo que modifica y reduce los servicios de todo el ecosistema a nivel local y regional. Pero esto no se puede cuantificar de manera económica, puesto que los beneficios son difusos, así como el número de beneficiarios.
Por el contrario, los resultados de la construcción de una calle se pueden cuantificar de manera intuitiva: más autos circulando. Aunque lo intuitivo no siempre da el resultado esperado: más calles no agilizan el tránsito, por el contrario, generan más aglomeraciones, como explica el concepto del tráfico inducido. La ventaja es que se puede calcular económicamente, aun cuando los resultados sean erróneos.
En resumen, vivimos en un momento en que las políticas urbanas del territorio verde se basan en decisiones reduccionistas, a partir de la monetización de los resultados. Dentro de este marco se pretende manejar las áreas verdes, sin comprender del todo su papel en el bienestar de la población urbana. El resultado es que la mayoría de las acciones provocan la destrucción de la naturaleza en sitios de gran relevancia para la resiliencia urbana y se quieren compensar con acciones que están más cerca del greenwashing, lo que nos hace más vulnerables frente al cambio climático.
¿Qué hacemos para que los gobiernos atiendan las preocupaciones de la ciudadanía y la academia y comiencen a virar su paradigma reduccionista y monetario para ir construyendo un futuro menos vulnerable? Estas son preguntas urgentes porque el futuro de la viabilidad de las ciudades depende de que las políticas públicas sobre el territorio urbano comiencen a adoptar la nueva visión, la que defienden vecinos e investigadores.
Los gobiernos de Zapopan, Xalapa, León y Monterrey siguen talando árboles, aunque está comprobado que las áreas verdes y azules son cruciales para mitigar el impacto del cambio climático. La reforestación en otros lugares no es la solución: finalmente, los vecinos pierden los servicios ecosistémicos que les brindaban los árboles.
En los últimos meses han pasado dos cosas relacionadas con el futuro ambiental de este país: por un lado, hemos sufrido un verano muy fuera de lo normal con importantes olas de calor y la época de lluvias se ha retrasado; por el otro, hemos visto una andanada para talar árboles y destruir áreas verdes en diferentes ciudades de México. Sobre lo primero, el cambio climático está provocando que llueva menos. Esto amenaza con dejarnos pronto sin agua en varias ciudades porque este año ha sido aún más seco que los anteriores, que son parte de un tren —ya largo— de años de sequía. Pero la lluvia también nos amenaza con inundaciones, pues lo poco que llueve sucede en eventos extremos, llenando de agua los drenajes en pocos minutos.
Nos ha llevado muchos años entender que esta modificación de patrones está relacionada con el cambio climático. Nos ha llevado otros más comprender que las medidas para mitigar los efectos negativos del cambio climático —como las olas de calor, la falta de agua y las inundaciones— son proteger y restaurar las zonas verdes y azules dentro de las ciudades. Y finalmente nos ha llevado más años lograr comunicarlo a los urbanitas, que toda la vida nos hemos considerado aislados de la naturaleza gracias a una capa de asfalto entre el suelo y nuestros pies. Tradicionalmente, hemos visto con desconfianza a la naturaleza; basta con escuchar al vecino argumentar que hay que talar árboles porque “ensucian” la acera o ver cualquier anuncio de detergentes, desinfectantes o insecticidas para darse cuenta de que para muchos, dentro de nuestro hábitat, la mejor naturaleza es la muerta.
El cambio de percepción de los ciudadanos respecto a sus árboles, ríos o lagos ha costado mucho trabajo, pero ahora muchos citadinos ya entendemos que, para seguir viviendo en una ciudad, es necesario contar con estas áreas verdes, que pueden ser tan grandes como las regiones de bosques al sur de la Ciudad de México o tan pequeñas como el árbol sobre la banqueta de la esquina. Y todas cumplen una función que ayuda a mejorar nuestra calidad de vida.
Quizá los cambios dramáticos que se desataron este año por la crisis climática han ayudado a que ocurra este cambio de percepción. Los árboles dejan de verse con generadores de hojas que tenemos que barrer y comienzan a verse como proveedores de sombra, a los ríos ya no se les tiene miedo por ser fuente inagotable de mosquitos y basura, se les concibe como amortiguadores de temperatura para toda una región —además, pueden reducir la probabilidad de inundaciones ocasionadas por lluvias torrenciales.
Pero aun cuando esto ya sucede entre la ciudadanía, la gran mayoría de los gobiernos locales y federales sigue pensando que la naturaleza en las ciudades solo estorba el paso del progreso. Un progreso que cobra la forma de autopistas, pues el automóvil es la imagen última de nuestra civilización: los árboles son estorbos que se interponen en la construcción de ese progreso. Los mismos gobiernos ven —y acusan— a la naturaleza como la causa de los desastres: creen que la naturaleza (y no la mala planeación) es la que genera inundaciones y provoca pérdidas de patrimonio. Por lo tanto, la visión de muchos gobiernos sigue siendo esta: la única forma de controlar la naturaleza (siguen pensando que es posible controlarla) es desapareciéndola.
No hay otra forma de explicar lo que está pasando ahora en ciudades como Xalapa, Zapopan, León o Monterrey, donde se han suscitado confrontaciones entre los ciudadanos y las autoridades que han decidido talar árboles, ya sea para darle más espacio al automóvil o para “limpiar” el río.
En Xalapa decidieron talar cuarenta árboles para construir un paso a desnivel; varios vecinos se opusieron y están buscando la reparación del daño. En Zapopan también deciden talar árboles, más de ciento diez, para aumentar el tamaño de una avenida destinada a los automóviles; de nuevo, los vecinos salieron a defender los árboles y en algunos casos se amarraron a ellos. En la ciudad de León, durante la madrugada, se pusieron a talar árboles que estaban sobre el malecón del río, para ampliar la calle y que pasen más autos alrededor, en vez de ampliar un área verde cercana. En Monterrey se decidió desmontar la vegetación alrededor del río Santa Catarina, bajo el argumento de que ponía en riesgo a las ciudades, aunque Monterrey ha sido de los lugares que más han sufrido por los cambios del clima ante la falta de agua. Todos siguieron el ejemplo de la Ciudad de México, que optó por destrozar un humedal que conectaba la parte norte y sur de Xochimilco para construir un puente; la ciudadanía también se opuso a esta obra vial, pero pudo más la obstinación gubernamental para favorecer a una constructora que la resiliencia de la capital.
Para compensar la acción de talar árboles, cada uno de los gobiernos locales anuncia que sembrarán cientos o miles. Seguramente, sus intenciones tendrán el mismo resultado que ocurrió por la destrucción de un pedazo de Xochimilco: el gobierno primero negó que existiera un humedal, luego dijo que lo iba a trasladar (como si se pudiera mudar un ecosistema) y finalmente dijo que lo iba a restaurar, lo cual es igualmente absurdo. Ahora hay un charco de agua contaminado por automóviles debajo del Cielito Lindo (así nombró el gobierno a ese puente) que genera eterna sombra y ruido extremo, lo usual en un bajopuente. Sin embargo, presentar un charco donde antes había un humedal le genera un beneficio político al gobierno local, pues lo presume como una de las acciones para mejorar la calidad de las áreas verdes, aunque es una medida de compensación inútil frente a la destrucción de uno de los humedales más importantes de la Ciudad de México.
Las acciones de compensación en zonas urbanas, como sembrar árboles en otros lugares, son mucho menos útiles de lo que se publicita. Cada árbol, parque, bosque o humedal cuenta con una función específica en donde está. Por ejemplo, la función ecológica del humedal destruido en Xochimilco era de conexión entre la región norte y sur. Por eso es irremplazable. Como son irremplazables los árboles talados en Xalapa, León, Zapopan y Monterrey, pues tenían una función ecológica en los sitios de donde los quitaron. Cada uno de ellos funcionaba y beneficiaba a la gente del área, por ejemplo, daban sombra a los vecinos. Por eso, no importa si siembran diez mil árboles a veinte kilómetros de ahí: los gobiernos deciden talar árboles y los vecinos pierden su servicio ecosistémico en la cuadra.
Es posible que los gobiernos locales comprendan el funcionamiento de la naturaleza a la inversa de lo que expongo aquí. Eso podría explicar, por ejemplo, su temor a los árboles que están en los cauces de los ríos. Un río se puede entender como un ecosistema natural o como una pista de carreras del agua. Si se ve como una pista, es porque se percibe al agua como un enemigo del que hay que desconfiar. “El agua es cabrona”, decía un ingeniero hidráulico para referirse a la forma como se debe tratar este recurso. Con esta visión, la vegetación provoca miedo, entonces se piensa que hay que detener el agua, que tiene que salir lo antes posible, para que haga daños mínimos. Además, desde esta perspectiva, la vegetación genera desechos que pueden ensuciar la maravillosa pista de carreras y puede tapar desagües, causando más inundaciones. Por eso hay que deshacerse de todas ellas. Ese es el argumento para talar árboles y retirar la vegetación en Monterrey y en otras partes. Es la visión más utilizada en el país desde hace más de sesenta años. Es la visión que ha entubado prácticamente todos los ríos de la Ciudad de México, y que aun así no evita las inundaciones anuales cuando caen lluvias torrenciales. Esa es la visión que nos ha llevado hasta aquí: un país donde las ciudades más importantes son insostenibles en términos hídricos.
Pero existe otra visión que trata de considerar a los ríos como parte del ecosistema urbano. Un ecosistema necesita vegetación, suelo y un espacio mínimo para respirar a lo largo de las épocas del año, tanto de secas como de lluvias. Esta visión requiere muy poco de la ciudad pero, a cambio, le da mucho. Un ecosistema mejora la calidad del agua, detiene la velocidad de su flujo, fertiliza valles abajo, mejora el paisaje, es un gran amortiguador de temperatura a lo largo de todo el corredor y reduce los efectos negativos de la falta de agua en sequías. Así lo han comprendido muchas ciudades en todo el mundo que resguardan y restauran sus ríos.
La mayoría de las autoridades cuentan con información que indica que sus acciones van en contra de la sostenibilidad de la ciudad que gobiernan. En la Ciudad de México, los académicos hemos estudiado las áreas verdes dentro y fuera de la zona urbana y también hemos propuesto proyectos para su manejo. En Monterrey, en los últimos cinco años, se ha elaborado un sinnúmero de proyectos de restauración de amplias regiones, entre ellas la del río Santa Catarina. De hecho, la tala en el río hizo enojar a muchos académicos que han trabajado en su restauración para hacer una ciudad más sostenible. Pareciera que a las autoridades locales y federales les importaran poco los estudios y los argumentos de académicos y vecinos porque cuando llega un proyecto de construcción, que destruye todo el trabajo, le abren paso.
La pregunta es por qué existe esta dislocación entre las proyecciones sobre la vulnerabilidad urbana, que ya está viviendo la ciudadanía, y las acciones del gobierno en el manejo de áreas verdes. La respuesta se puede deber a muchas variables. Las más obvias están relacionadas con la corrupción que emana de la construcción para hacer puentes, calles o entubar ríos, que todos conocemos y se resumen en la frase “de la obra sobra”. Otras razones están relacionadas con la falta de comprensión sobre el funcionamiento de un ecosistema urbano y, en particular, del papel que juegan las áreas verdes dentro de él.
Pero aquí quiero proponer una hipótesis sobre otras variables que podrían estar jugando un papel importante. Aun cuando ya se ha difundido el conocimiento sobre la importancia de las áreas verdes, todavía no está actualizada la forma en que estas se insertan en la economía urbana. A la fecha se sigue hablando de monetizar el impacto de un área verde en la ciudad. Se evalúa, de esta manera, si es mejor económicamente tener un área verde o una infraestructura de movilidad. El argumento sugiere que si el impacto del área verde es mayor económicamente, es más probable que se mantenga en el tiempo. El problema de este argumento es que el instrumento económico no se usa como herramienta de conservación, por el contrario, la conservación sigue siendo la herramienta para llegar al fin último, que es el económico.
Por lo tanto, la conservación de la naturaleza urbana, el bienestar de los citadinos y la resiliencia de una ciudad están supeditados a que el área a conservar sea redituable económicamente, lo que prácticamente nunca sucede porque esta visión está asociada a un segundo problema: los proyectos de manejo de las áreas verdes siempre se ven aislados de la dinámica del ecosistema. La prueba es que para destruir un área verde o talar árboles se considera compensar con acciones de reforestación en otro lado. Como está escrito arriba, esos árboles tienen una función a nivel local, pero también la tienen en el nivel del ecosistema. La interacción de esos árboles con el resto de la zona urbana forma la dinámica del ecosistema, que es la que nos da sus servicios. Talar árboles en un lugar destruye esta dinámica, lo que modifica y reduce los servicios de todo el ecosistema a nivel local y regional. Pero esto no se puede cuantificar de manera económica, puesto que los beneficios son difusos, así como el número de beneficiarios.
Por el contrario, los resultados de la construcción de una calle se pueden cuantificar de manera intuitiva: más autos circulando. Aunque lo intuitivo no siempre da el resultado esperado: más calles no agilizan el tránsito, por el contrario, generan más aglomeraciones, como explica el concepto del tráfico inducido. La ventaja es que se puede calcular económicamente, aun cuando los resultados sean erróneos.
En resumen, vivimos en un momento en que las políticas urbanas del territorio verde se basan en decisiones reduccionistas, a partir de la monetización de los resultados. Dentro de este marco se pretende manejar las áreas verdes, sin comprender del todo su papel en el bienestar de la población urbana. El resultado es que la mayoría de las acciones provocan la destrucción de la naturaleza en sitios de gran relevancia para la resiliencia urbana y se quieren compensar con acciones que están más cerca del greenwashing, lo que nos hace más vulnerables frente al cambio climático.
¿Qué hacemos para que los gobiernos atiendan las preocupaciones de la ciudadanía y la academia y comiencen a virar su paradigma reduccionista y monetario para ir construyendo un futuro menos vulnerable? Estas son preguntas urgentes porque el futuro de la viabilidad de las ciudades depende de que las políticas públicas sobre el territorio urbano comiencen a adoptar la nueva visión, la que defienden vecinos e investigadores.
Fotografía de USA TODAY NETWORK/REUTERS. El empleado de Obras Públicas de la ciudad de Springfield, Larry Long, corta ramas mientras la ciudad retira un árbol dañado en la esquina de Carolina y Keys Aves. Miércoles, 19 de julio de 2023.
Los gobiernos de Zapopan, Xalapa, León y Monterrey siguen talando árboles, aunque está comprobado que las áreas verdes y azules son cruciales para mitigar el impacto del cambio climático. La reforestación en otros lugares no es la solución: finalmente, los vecinos pierden los servicios ecosistémicos que les brindaban los árboles.
En los últimos meses han pasado dos cosas relacionadas con el futuro ambiental de este país: por un lado, hemos sufrido un verano muy fuera de lo normal con importantes olas de calor y la época de lluvias se ha retrasado; por el otro, hemos visto una andanada para talar árboles y destruir áreas verdes en diferentes ciudades de México. Sobre lo primero, el cambio climático está provocando que llueva menos. Esto amenaza con dejarnos pronto sin agua en varias ciudades porque este año ha sido aún más seco que los anteriores, que son parte de un tren —ya largo— de años de sequía. Pero la lluvia también nos amenaza con inundaciones, pues lo poco que llueve sucede en eventos extremos, llenando de agua los drenajes en pocos minutos.
Nos ha llevado muchos años entender que esta modificación de patrones está relacionada con el cambio climático. Nos ha llevado otros más comprender que las medidas para mitigar los efectos negativos del cambio climático —como las olas de calor, la falta de agua y las inundaciones— son proteger y restaurar las zonas verdes y azules dentro de las ciudades. Y finalmente nos ha llevado más años lograr comunicarlo a los urbanitas, que toda la vida nos hemos considerado aislados de la naturaleza gracias a una capa de asfalto entre el suelo y nuestros pies. Tradicionalmente, hemos visto con desconfianza a la naturaleza; basta con escuchar al vecino argumentar que hay que talar árboles porque “ensucian” la acera o ver cualquier anuncio de detergentes, desinfectantes o insecticidas para darse cuenta de que para muchos, dentro de nuestro hábitat, la mejor naturaleza es la muerta.
El cambio de percepción de los ciudadanos respecto a sus árboles, ríos o lagos ha costado mucho trabajo, pero ahora muchos citadinos ya entendemos que, para seguir viviendo en una ciudad, es necesario contar con estas áreas verdes, que pueden ser tan grandes como las regiones de bosques al sur de la Ciudad de México o tan pequeñas como el árbol sobre la banqueta de la esquina. Y todas cumplen una función que ayuda a mejorar nuestra calidad de vida.
Quizá los cambios dramáticos que se desataron este año por la crisis climática han ayudado a que ocurra este cambio de percepción. Los árboles dejan de verse con generadores de hojas que tenemos que barrer y comienzan a verse como proveedores de sombra, a los ríos ya no se les tiene miedo por ser fuente inagotable de mosquitos y basura, se les concibe como amortiguadores de temperatura para toda una región —además, pueden reducir la probabilidad de inundaciones ocasionadas por lluvias torrenciales.
Pero aun cuando esto ya sucede entre la ciudadanía, la gran mayoría de los gobiernos locales y federales sigue pensando que la naturaleza en las ciudades solo estorba el paso del progreso. Un progreso que cobra la forma de autopistas, pues el automóvil es la imagen última de nuestra civilización: los árboles son estorbos que se interponen en la construcción de ese progreso. Los mismos gobiernos ven —y acusan— a la naturaleza como la causa de los desastres: creen que la naturaleza (y no la mala planeación) es la que genera inundaciones y provoca pérdidas de patrimonio. Por lo tanto, la visión de muchos gobiernos sigue siendo esta: la única forma de controlar la naturaleza (siguen pensando que es posible controlarla) es desapareciéndola.
No hay otra forma de explicar lo que está pasando ahora en ciudades como Xalapa, Zapopan, León o Monterrey, donde se han suscitado confrontaciones entre los ciudadanos y las autoridades que han decidido talar árboles, ya sea para darle más espacio al automóvil o para “limpiar” el río.
En Xalapa decidieron talar cuarenta árboles para construir un paso a desnivel; varios vecinos se opusieron y están buscando la reparación del daño. En Zapopan también deciden talar árboles, más de ciento diez, para aumentar el tamaño de una avenida destinada a los automóviles; de nuevo, los vecinos salieron a defender los árboles y en algunos casos se amarraron a ellos. En la ciudad de León, durante la madrugada, se pusieron a talar árboles que estaban sobre el malecón del río, para ampliar la calle y que pasen más autos alrededor, en vez de ampliar un área verde cercana. En Monterrey se decidió desmontar la vegetación alrededor del río Santa Catarina, bajo el argumento de que ponía en riesgo a las ciudades, aunque Monterrey ha sido de los lugares que más han sufrido por los cambios del clima ante la falta de agua. Todos siguieron el ejemplo de la Ciudad de México, que optó por destrozar un humedal que conectaba la parte norte y sur de Xochimilco para construir un puente; la ciudadanía también se opuso a esta obra vial, pero pudo más la obstinación gubernamental para favorecer a una constructora que la resiliencia de la capital.
Para compensar la acción de talar árboles, cada uno de los gobiernos locales anuncia que sembrarán cientos o miles. Seguramente, sus intenciones tendrán el mismo resultado que ocurrió por la destrucción de un pedazo de Xochimilco: el gobierno primero negó que existiera un humedal, luego dijo que lo iba a trasladar (como si se pudiera mudar un ecosistema) y finalmente dijo que lo iba a restaurar, lo cual es igualmente absurdo. Ahora hay un charco de agua contaminado por automóviles debajo del Cielito Lindo (así nombró el gobierno a ese puente) que genera eterna sombra y ruido extremo, lo usual en un bajopuente. Sin embargo, presentar un charco donde antes había un humedal le genera un beneficio político al gobierno local, pues lo presume como una de las acciones para mejorar la calidad de las áreas verdes, aunque es una medida de compensación inútil frente a la destrucción de uno de los humedales más importantes de la Ciudad de México.
Las acciones de compensación en zonas urbanas, como sembrar árboles en otros lugares, son mucho menos útiles de lo que se publicita. Cada árbol, parque, bosque o humedal cuenta con una función específica en donde está. Por ejemplo, la función ecológica del humedal destruido en Xochimilco era de conexión entre la región norte y sur. Por eso es irremplazable. Como son irremplazables los árboles talados en Xalapa, León, Zapopan y Monterrey, pues tenían una función ecológica en los sitios de donde los quitaron. Cada uno de ellos funcionaba y beneficiaba a la gente del área, por ejemplo, daban sombra a los vecinos. Por eso, no importa si siembran diez mil árboles a veinte kilómetros de ahí: los gobiernos deciden talar árboles y los vecinos pierden su servicio ecosistémico en la cuadra.
Es posible que los gobiernos locales comprendan el funcionamiento de la naturaleza a la inversa de lo que expongo aquí. Eso podría explicar, por ejemplo, su temor a los árboles que están en los cauces de los ríos. Un río se puede entender como un ecosistema natural o como una pista de carreras del agua. Si se ve como una pista, es porque se percibe al agua como un enemigo del que hay que desconfiar. “El agua es cabrona”, decía un ingeniero hidráulico para referirse a la forma como se debe tratar este recurso. Con esta visión, la vegetación provoca miedo, entonces se piensa que hay que detener el agua, que tiene que salir lo antes posible, para que haga daños mínimos. Además, desde esta perspectiva, la vegetación genera desechos que pueden ensuciar la maravillosa pista de carreras y puede tapar desagües, causando más inundaciones. Por eso hay que deshacerse de todas ellas. Ese es el argumento para talar árboles y retirar la vegetación en Monterrey y en otras partes. Es la visión más utilizada en el país desde hace más de sesenta años. Es la visión que ha entubado prácticamente todos los ríos de la Ciudad de México, y que aun así no evita las inundaciones anuales cuando caen lluvias torrenciales. Esa es la visión que nos ha llevado hasta aquí: un país donde las ciudades más importantes son insostenibles en términos hídricos.
Pero existe otra visión que trata de considerar a los ríos como parte del ecosistema urbano. Un ecosistema necesita vegetación, suelo y un espacio mínimo para respirar a lo largo de las épocas del año, tanto de secas como de lluvias. Esta visión requiere muy poco de la ciudad pero, a cambio, le da mucho. Un ecosistema mejora la calidad del agua, detiene la velocidad de su flujo, fertiliza valles abajo, mejora el paisaje, es un gran amortiguador de temperatura a lo largo de todo el corredor y reduce los efectos negativos de la falta de agua en sequías. Así lo han comprendido muchas ciudades en todo el mundo que resguardan y restauran sus ríos.
La mayoría de las autoridades cuentan con información que indica que sus acciones van en contra de la sostenibilidad de la ciudad que gobiernan. En la Ciudad de México, los académicos hemos estudiado las áreas verdes dentro y fuera de la zona urbana y también hemos propuesto proyectos para su manejo. En Monterrey, en los últimos cinco años, se ha elaborado un sinnúmero de proyectos de restauración de amplias regiones, entre ellas la del río Santa Catarina. De hecho, la tala en el río hizo enojar a muchos académicos que han trabajado en su restauración para hacer una ciudad más sostenible. Pareciera que a las autoridades locales y federales les importaran poco los estudios y los argumentos de académicos y vecinos porque cuando llega un proyecto de construcción, que destruye todo el trabajo, le abren paso.
La pregunta es por qué existe esta dislocación entre las proyecciones sobre la vulnerabilidad urbana, que ya está viviendo la ciudadanía, y las acciones del gobierno en el manejo de áreas verdes. La respuesta se puede deber a muchas variables. Las más obvias están relacionadas con la corrupción que emana de la construcción para hacer puentes, calles o entubar ríos, que todos conocemos y se resumen en la frase “de la obra sobra”. Otras razones están relacionadas con la falta de comprensión sobre el funcionamiento de un ecosistema urbano y, en particular, del papel que juegan las áreas verdes dentro de él.
Pero aquí quiero proponer una hipótesis sobre otras variables que podrían estar jugando un papel importante. Aun cuando ya se ha difundido el conocimiento sobre la importancia de las áreas verdes, todavía no está actualizada la forma en que estas se insertan en la economía urbana. A la fecha se sigue hablando de monetizar el impacto de un área verde en la ciudad. Se evalúa, de esta manera, si es mejor económicamente tener un área verde o una infraestructura de movilidad. El argumento sugiere que si el impacto del área verde es mayor económicamente, es más probable que se mantenga en el tiempo. El problema de este argumento es que el instrumento económico no se usa como herramienta de conservación, por el contrario, la conservación sigue siendo la herramienta para llegar al fin último, que es el económico.
Por lo tanto, la conservación de la naturaleza urbana, el bienestar de los citadinos y la resiliencia de una ciudad están supeditados a que el área a conservar sea redituable económicamente, lo que prácticamente nunca sucede porque esta visión está asociada a un segundo problema: los proyectos de manejo de las áreas verdes siempre se ven aislados de la dinámica del ecosistema. La prueba es que para destruir un área verde o talar árboles se considera compensar con acciones de reforestación en otro lado. Como está escrito arriba, esos árboles tienen una función a nivel local, pero también la tienen en el nivel del ecosistema. La interacción de esos árboles con el resto de la zona urbana forma la dinámica del ecosistema, que es la que nos da sus servicios. Talar árboles en un lugar destruye esta dinámica, lo que modifica y reduce los servicios de todo el ecosistema a nivel local y regional. Pero esto no se puede cuantificar de manera económica, puesto que los beneficios son difusos, así como el número de beneficiarios.
Por el contrario, los resultados de la construcción de una calle se pueden cuantificar de manera intuitiva: más autos circulando. Aunque lo intuitivo no siempre da el resultado esperado: más calles no agilizan el tránsito, por el contrario, generan más aglomeraciones, como explica el concepto del tráfico inducido. La ventaja es que se puede calcular económicamente, aun cuando los resultados sean erróneos.
En resumen, vivimos en un momento en que las políticas urbanas del territorio verde se basan en decisiones reduccionistas, a partir de la monetización de los resultados. Dentro de este marco se pretende manejar las áreas verdes, sin comprender del todo su papel en el bienestar de la población urbana. El resultado es que la mayoría de las acciones provocan la destrucción de la naturaleza en sitios de gran relevancia para la resiliencia urbana y se quieren compensar con acciones que están más cerca del greenwashing, lo que nos hace más vulnerables frente al cambio climático.
¿Qué hacemos para que los gobiernos atiendan las preocupaciones de la ciudadanía y la academia y comiencen a virar su paradigma reduccionista y monetario para ir construyendo un futuro menos vulnerable? Estas son preguntas urgentes porque el futuro de la viabilidad de las ciudades depende de que las políticas públicas sobre el territorio urbano comiencen a adoptar la nueva visión, la que defienden vecinos e investigadores.
Los gobiernos de Zapopan, Xalapa, León y Monterrey siguen talando árboles, aunque está comprobado que las áreas verdes y azules son cruciales para mitigar el impacto del cambio climático. La reforestación en otros lugares no es la solución: finalmente, los vecinos pierden los servicios ecosistémicos que les brindaban los árboles.
En los últimos meses han pasado dos cosas relacionadas con el futuro ambiental de este país: por un lado, hemos sufrido un verano muy fuera de lo normal con importantes olas de calor y la época de lluvias se ha retrasado; por el otro, hemos visto una andanada para talar árboles y destruir áreas verdes en diferentes ciudades de México. Sobre lo primero, el cambio climático está provocando que llueva menos. Esto amenaza con dejarnos pronto sin agua en varias ciudades porque este año ha sido aún más seco que los anteriores, que son parte de un tren —ya largo— de años de sequía. Pero la lluvia también nos amenaza con inundaciones, pues lo poco que llueve sucede en eventos extremos, llenando de agua los drenajes en pocos minutos.
Nos ha llevado muchos años entender que esta modificación de patrones está relacionada con el cambio climático. Nos ha llevado otros más comprender que las medidas para mitigar los efectos negativos del cambio climático —como las olas de calor, la falta de agua y las inundaciones— son proteger y restaurar las zonas verdes y azules dentro de las ciudades. Y finalmente nos ha llevado más años lograr comunicarlo a los urbanitas, que toda la vida nos hemos considerado aislados de la naturaleza gracias a una capa de asfalto entre el suelo y nuestros pies. Tradicionalmente, hemos visto con desconfianza a la naturaleza; basta con escuchar al vecino argumentar que hay que talar árboles porque “ensucian” la acera o ver cualquier anuncio de detergentes, desinfectantes o insecticidas para darse cuenta de que para muchos, dentro de nuestro hábitat, la mejor naturaleza es la muerta.
El cambio de percepción de los ciudadanos respecto a sus árboles, ríos o lagos ha costado mucho trabajo, pero ahora muchos citadinos ya entendemos que, para seguir viviendo en una ciudad, es necesario contar con estas áreas verdes, que pueden ser tan grandes como las regiones de bosques al sur de la Ciudad de México o tan pequeñas como el árbol sobre la banqueta de la esquina. Y todas cumplen una función que ayuda a mejorar nuestra calidad de vida.
Quizá los cambios dramáticos que se desataron este año por la crisis climática han ayudado a que ocurra este cambio de percepción. Los árboles dejan de verse con generadores de hojas que tenemos que barrer y comienzan a verse como proveedores de sombra, a los ríos ya no se les tiene miedo por ser fuente inagotable de mosquitos y basura, se les concibe como amortiguadores de temperatura para toda una región —además, pueden reducir la probabilidad de inundaciones ocasionadas por lluvias torrenciales.
Pero aun cuando esto ya sucede entre la ciudadanía, la gran mayoría de los gobiernos locales y federales sigue pensando que la naturaleza en las ciudades solo estorba el paso del progreso. Un progreso que cobra la forma de autopistas, pues el automóvil es la imagen última de nuestra civilización: los árboles son estorbos que se interponen en la construcción de ese progreso. Los mismos gobiernos ven —y acusan— a la naturaleza como la causa de los desastres: creen que la naturaleza (y no la mala planeación) es la que genera inundaciones y provoca pérdidas de patrimonio. Por lo tanto, la visión de muchos gobiernos sigue siendo esta: la única forma de controlar la naturaleza (siguen pensando que es posible controlarla) es desapareciéndola.
No hay otra forma de explicar lo que está pasando ahora en ciudades como Xalapa, Zapopan, León o Monterrey, donde se han suscitado confrontaciones entre los ciudadanos y las autoridades que han decidido talar árboles, ya sea para darle más espacio al automóvil o para “limpiar” el río.
En Xalapa decidieron talar cuarenta árboles para construir un paso a desnivel; varios vecinos se opusieron y están buscando la reparación del daño. En Zapopan también deciden talar árboles, más de ciento diez, para aumentar el tamaño de una avenida destinada a los automóviles; de nuevo, los vecinos salieron a defender los árboles y en algunos casos se amarraron a ellos. En la ciudad de León, durante la madrugada, se pusieron a talar árboles que estaban sobre el malecón del río, para ampliar la calle y que pasen más autos alrededor, en vez de ampliar un área verde cercana. En Monterrey se decidió desmontar la vegetación alrededor del río Santa Catarina, bajo el argumento de que ponía en riesgo a las ciudades, aunque Monterrey ha sido de los lugares que más han sufrido por los cambios del clima ante la falta de agua. Todos siguieron el ejemplo de la Ciudad de México, que optó por destrozar un humedal que conectaba la parte norte y sur de Xochimilco para construir un puente; la ciudadanía también se opuso a esta obra vial, pero pudo más la obstinación gubernamental para favorecer a una constructora que la resiliencia de la capital.
Para compensar la acción de talar árboles, cada uno de los gobiernos locales anuncia que sembrarán cientos o miles. Seguramente, sus intenciones tendrán el mismo resultado que ocurrió por la destrucción de un pedazo de Xochimilco: el gobierno primero negó que existiera un humedal, luego dijo que lo iba a trasladar (como si se pudiera mudar un ecosistema) y finalmente dijo que lo iba a restaurar, lo cual es igualmente absurdo. Ahora hay un charco de agua contaminado por automóviles debajo del Cielito Lindo (así nombró el gobierno a ese puente) que genera eterna sombra y ruido extremo, lo usual en un bajopuente. Sin embargo, presentar un charco donde antes había un humedal le genera un beneficio político al gobierno local, pues lo presume como una de las acciones para mejorar la calidad de las áreas verdes, aunque es una medida de compensación inútil frente a la destrucción de uno de los humedales más importantes de la Ciudad de México.
Las acciones de compensación en zonas urbanas, como sembrar árboles en otros lugares, son mucho menos útiles de lo que se publicita. Cada árbol, parque, bosque o humedal cuenta con una función específica en donde está. Por ejemplo, la función ecológica del humedal destruido en Xochimilco era de conexión entre la región norte y sur. Por eso es irremplazable. Como son irremplazables los árboles talados en Xalapa, León, Zapopan y Monterrey, pues tenían una función ecológica en los sitios de donde los quitaron. Cada uno de ellos funcionaba y beneficiaba a la gente del área, por ejemplo, daban sombra a los vecinos. Por eso, no importa si siembran diez mil árboles a veinte kilómetros de ahí: los gobiernos deciden talar árboles y los vecinos pierden su servicio ecosistémico en la cuadra.
Es posible que los gobiernos locales comprendan el funcionamiento de la naturaleza a la inversa de lo que expongo aquí. Eso podría explicar, por ejemplo, su temor a los árboles que están en los cauces de los ríos. Un río se puede entender como un ecosistema natural o como una pista de carreras del agua. Si se ve como una pista, es porque se percibe al agua como un enemigo del que hay que desconfiar. “El agua es cabrona”, decía un ingeniero hidráulico para referirse a la forma como se debe tratar este recurso. Con esta visión, la vegetación provoca miedo, entonces se piensa que hay que detener el agua, que tiene que salir lo antes posible, para que haga daños mínimos. Además, desde esta perspectiva, la vegetación genera desechos que pueden ensuciar la maravillosa pista de carreras y puede tapar desagües, causando más inundaciones. Por eso hay que deshacerse de todas ellas. Ese es el argumento para talar árboles y retirar la vegetación en Monterrey y en otras partes. Es la visión más utilizada en el país desde hace más de sesenta años. Es la visión que ha entubado prácticamente todos los ríos de la Ciudad de México, y que aun así no evita las inundaciones anuales cuando caen lluvias torrenciales. Esa es la visión que nos ha llevado hasta aquí: un país donde las ciudades más importantes son insostenibles en términos hídricos.
Pero existe otra visión que trata de considerar a los ríos como parte del ecosistema urbano. Un ecosistema necesita vegetación, suelo y un espacio mínimo para respirar a lo largo de las épocas del año, tanto de secas como de lluvias. Esta visión requiere muy poco de la ciudad pero, a cambio, le da mucho. Un ecosistema mejora la calidad del agua, detiene la velocidad de su flujo, fertiliza valles abajo, mejora el paisaje, es un gran amortiguador de temperatura a lo largo de todo el corredor y reduce los efectos negativos de la falta de agua en sequías. Así lo han comprendido muchas ciudades en todo el mundo que resguardan y restauran sus ríos.
La mayoría de las autoridades cuentan con información que indica que sus acciones van en contra de la sostenibilidad de la ciudad que gobiernan. En la Ciudad de México, los académicos hemos estudiado las áreas verdes dentro y fuera de la zona urbana y también hemos propuesto proyectos para su manejo. En Monterrey, en los últimos cinco años, se ha elaborado un sinnúmero de proyectos de restauración de amplias regiones, entre ellas la del río Santa Catarina. De hecho, la tala en el río hizo enojar a muchos académicos que han trabajado en su restauración para hacer una ciudad más sostenible. Pareciera que a las autoridades locales y federales les importaran poco los estudios y los argumentos de académicos y vecinos porque cuando llega un proyecto de construcción, que destruye todo el trabajo, le abren paso.
La pregunta es por qué existe esta dislocación entre las proyecciones sobre la vulnerabilidad urbana, que ya está viviendo la ciudadanía, y las acciones del gobierno en el manejo de áreas verdes. La respuesta se puede deber a muchas variables. Las más obvias están relacionadas con la corrupción que emana de la construcción para hacer puentes, calles o entubar ríos, que todos conocemos y se resumen en la frase “de la obra sobra”. Otras razones están relacionadas con la falta de comprensión sobre el funcionamiento de un ecosistema urbano y, en particular, del papel que juegan las áreas verdes dentro de él.
Pero aquí quiero proponer una hipótesis sobre otras variables que podrían estar jugando un papel importante. Aun cuando ya se ha difundido el conocimiento sobre la importancia de las áreas verdes, todavía no está actualizada la forma en que estas se insertan en la economía urbana. A la fecha se sigue hablando de monetizar el impacto de un área verde en la ciudad. Se evalúa, de esta manera, si es mejor económicamente tener un área verde o una infraestructura de movilidad. El argumento sugiere que si el impacto del área verde es mayor económicamente, es más probable que se mantenga en el tiempo. El problema de este argumento es que el instrumento económico no se usa como herramienta de conservación, por el contrario, la conservación sigue siendo la herramienta para llegar al fin último, que es el económico.
Por lo tanto, la conservación de la naturaleza urbana, el bienestar de los citadinos y la resiliencia de una ciudad están supeditados a que el área a conservar sea redituable económicamente, lo que prácticamente nunca sucede porque esta visión está asociada a un segundo problema: los proyectos de manejo de las áreas verdes siempre se ven aislados de la dinámica del ecosistema. La prueba es que para destruir un área verde o talar árboles se considera compensar con acciones de reforestación en otro lado. Como está escrito arriba, esos árboles tienen una función a nivel local, pero también la tienen en el nivel del ecosistema. La interacción de esos árboles con el resto de la zona urbana forma la dinámica del ecosistema, que es la que nos da sus servicios. Talar árboles en un lugar destruye esta dinámica, lo que modifica y reduce los servicios de todo el ecosistema a nivel local y regional. Pero esto no se puede cuantificar de manera económica, puesto que los beneficios son difusos, así como el número de beneficiarios.
Por el contrario, los resultados de la construcción de una calle se pueden cuantificar de manera intuitiva: más autos circulando. Aunque lo intuitivo no siempre da el resultado esperado: más calles no agilizan el tránsito, por el contrario, generan más aglomeraciones, como explica el concepto del tráfico inducido. La ventaja es que se puede calcular económicamente, aun cuando los resultados sean erróneos.
En resumen, vivimos en un momento en que las políticas urbanas del territorio verde se basan en decisiones reduccionistas, a partir de la monetización de los resultados. Dentro de este marco se pretende manejar las áreas verdes, sin comprender del todo su papel en el bienestar de la población urbana. El resultado es que la mayoría de las acciones provocan la destrucción de la naturaleza en sitios de gran relevancia para la resiliencia urbana y se quieren compensar con acciones que están más cerca del greenwashing, lo que nos hace más vulnerables frente al cambio climático.
¿Qué hacemos para que los gobiernos atiendan las preocupaciones de la ciudadanía y la academia y comiencen a virar su paradigma reduccionista y monetario para ir construyendo un futuro menos vulnerable? Estas son preguntas urgentes porque el futuro de la viabilidad de las ciudades depende de que las políticas públicas sobre el territorio urbano comiencen a adoptar la nueva visión, la que defienden vecinos e investigadores.
Fotografía de USA TODAY NETWORK/REUTERS. El empleado de Obras Públicas de la ciudad de Springfield, Larry Long, corta ramas mientras la ciudad retira un árbol dañado en la esquina de Carolina y Keys Aves. Miércoles, 19 de julio de 2023.
Los gobiernos de Zapopan, Xalapa, León y Monterrey siguen talando árboles, aunque está comprobado que las áreas verdes y azules son cruciales para mitigar el impacto del cambio climático. La reforestación en otros lugares no es la solución: finalmente, los vecinos pierden los servicios ecosistémicos que les brindaban los árboles.
En los últimos meses han pasado dos cosas relacionadas con el futuro ambiental de este país: por un lado, hemos sufrido un verano muy fuera de lo normal con importantes olas de calor y la época de lluvias se ha retrasado; por el otro, hemos visto una andanada para talar árboles y destruir áreas verdes en diferentes ciudades de México. Sobre lo primero, el cambio climático está provocando que llueva menos. Esto amenaza con dejarnos pronto sin agua en varias ciudades porque este año ha sido aún más seco que los anteriores, que son parte de un tren —ya largo— de años de sequía. Pero la lluvia también nos amenaza con inundaciones, pues lo poco que llueve sucede en eventos extremos, llenando de agua los drenajes en pocos minutos.
Nos ha llevado muchos años entender que esta modificación de patrones está relacionada con el cambio climático. Nos ha llevado otros más comprender que las medidas para mitigar los efectos negativos del cambio climático —como las olas de calor, la falta de agua y las inundaciones— son proteger y restaurar las zonas verdes y azules dentro de las ciudades. Y finalmente nos ha llevado más años lograr comunicarlo a los urbanitas, que toda la vida nos hemos considerado aislados de la naturaleza gracias a una capa de asfalto entre el suelo y nuestros pies. Tradicionalmente, hemos visto con desconfianza a la naturaleza; basta con escuchar al vecino argumentar que hay que talar árboles porque “ensucian” la acera o ver cualquier anuncio de detergentes, desinfectantes o insecticidas para darse cuenta de que para muchos, dentro de nuestro hábitat, la mejor naturaleza es la muerta.
El cambio de percepción de los ciudadanos respecto a sus árboles, ríos o lagos ha costado mucho trabajo, pero ahora muchos citadinos ya entendemos que, para seguir viviendo en una ciudad, es necesario contar con estas áreas verdes, que pueden ser tan grandes como las regiones de bosques al sur de la Ciudad de México o tan pequeñas como el árbol sobre la banqueta de la esquina. Y todas cumplen una función que ayuda a mejorar nuestra calidad de vida.
Quizá los cambios dramáticos que se desataron este año por la crisis climática han ayudado a que ocurra este cambio de percepción. Los árboles dejan de verse con generadores de hojas que tenemos que barrer y comienzan a verse como proveedores de sombra, a los ríos ya no se les tiene miedo por ser fuente inagotable de mosquitos y basura, se les concibe como amortiguadores de temperatura para toda una región —además, pueden reducir la probabilidad de inundaciones ocasionadas por lluvias torrenciales.
Pero aun cuando esto ya sucede entre la ciudadanía, la gran mayoría de los gobiernos locales y federales sigue pensando que la naturaleza en las ciudades solo estorba el paso del progreso. Un progreso que cobra la forma de autopistas, pues el automóvil es la imagen última de nuestra civilización: los árboles son estorbos que se interponen en la construcción de ese progreso. Los mismos gobiernos ven —y acusan— a la naturaleza como la causa de los desastres: creen que la naturaleza (y no la mala planeación) es la que genera inundaciones y provoca pérdidas de patrimonio. Por lo tanto, la visión de muchos gobiernos sigue siendo esta: la única forma de controlar la naturaleza (siguen pensando que es posible controlarla) es desapareciéndola.
No hay otra forma de explicar lo que está pasando ahora en ciudades como Xalapa, Zapopan, León o Monterrey, donde se han suscitado confrontaciones entre los ciudadanos y las autoridades que han decidido talar árboles, ya sea para darle más espacio al automóvil o para “limpiar” el río.
En Xalapa decidieron talar cuarenta árboles para construir un paso a desnivel; varios vecinos se opusieron y están buscando la reparación del daño. En Zapopan también deciden talar árboles, más de ciento diez, para aumentar el tamaño de una avenida destinada a los automóviles; de nuevo, los vecinos salieron a defender los árboles y en algunos casos se amarraron a ellos. En la ciudad de León, durante la madrugada, se pusieron a talar árboles que estaban sobre el malecón del río, para ampliar la calle y que pasen más autos alrededor, en vez de ampliar un área verde cercana. En Monterrey se decidió desmontar la vegetación alrededor del río Santa Catarina, bajo el argumento de que ponía en riesgo a las ciudades, aunque Monterrey ha sido de los lugares que más han sufrido por los cambios del clima ante la falta de agua. Todos siguieron el ejemplo de la Ciudad de México, que optó por destrozar un humedal que conectaba la parte norte y sur de Xochimilco para construir un puente; la ciudadanía también se opuso a esta obra vial, pero pudo más la obstinación gubernamental para favorecer a una constructora que la resiliencia de la capital.
Para compensar la acción de talar árboles, cada uno de los gobiernos locales anuncia que sembrarán cientos o miles. Seguramente, sus intenciones tendrán el mismo resultado que ocurrió por la destrucción de un pedazo de Xochimilco: el gobierno primero negó que existiera un humedal, luego dijo que lo iba a trasladar (como si se pudiera mudar un ecosistema) y finalmente dijo que lo iba a restaurar, lo cual es igualmente absurdo. Ahora hay un charco de agua contaminado por automóviles debajo del Cielito Lindo (así nombró el gobierno a ese puente) que genera eterna sombra y ruido extremo, lo usual en un bajopuente. Sin embargo, presentar un charco donde antes había un humedal le genera un beneficio político al gobierno local, pues lo presume como una de las acciones para mejorar la calidad de las áreas verdes, aunque es una medida de compensación inútil frente a la destrucción de uno de los humedales más importantes de la Ciudad de México.
Las acciones de compensación en zonas urbanas, como sembrar árboles en otros lugares, son mucho menos útiles de lo que se publicita. Cada árbol, parque, bosque o humedal cuenta con una función específica en donde está. Por ejemplo, la función ecológica del humedal destruido en Xochimilco era de conexión entre la región norte y sur. Por eso es irremplazable. Como son irremplazables los árboles talados en Xalapa, León, Zapopan y Monterrey, pues tenían una función ecológica en los sitios de donde los quitaron. Cada uno de ellos funcionaba y beneficiaba a la gente del área, por ejemplo, daban sombra a los vecinos. Por eso, no importa si siembran diez mil árboles a veinte kilómetros de ahí: los gobiernos deciden talar árboles y los vecinos pierden su servicio ecosistémico en la cuadra.
Es posible que los gobiernos locales comprendan el funcionamiento de la naturaleza a la inversa de lo que expongo aquí. Eso podría explicar, por ejemplo, su temor a los árboles que están en los cauces de los ríos. Un río se puede entender como un ecosistema natural o como una pista de carreras del agua. Si se ve como una pista, es porque se percibe al agua como un enemigo del que hay que desconfiar. “El agua es cabrona”, decía un ingeniero hidráulico para referirse a la forma como se debe tratar este recurso. Con esta visión, la vegetación provoca miedo, entonces se piensa que hay que detener el agua, que tiene que salir lo antes posible, para que haga daños mínimos. Además, desde esta perspectiva, la vegetación genera desechos que pueden ensuciar la maravillosa pista de carreras y puede tapar desagües, causando más inundaciones. Por eso hay que deshacerse de todas ellas. Ese es el argumento para talar árboles y retirar la vegetación en Monterrey y en otras partes. Es la visión más utilizada en el país desde hace más de sesenta años. Es la visión que ha entubado prácticamente todos los ríos de la Ciudad de México, y que aun así no evita las inundaciones anuales cuando caen lluvias torrenciales. Esa es la visión que nos ha llevado hasta aquí: un país donde las ciudades más importantes son insostenibles en términos hídricos.
Pero existe otra visión que trata de considerar a los ríos como parte del ecosistema urbano. Un ecosistema necesita vegetación, suelo y un espacio mínimo para respirar a lo largo de las épocas del año, tanto de secas como de lluvias. Esta visión requiere muy poco de la ciudad pero, a cambio, le da mucho. Un ecosistema mejora la calidad del agua, detiene la velocidad de su flujo, fertiliza valles abajo, mejora el paisaje, es un gran amortiguador de temperatura a lo largo de todo el corredor y reduce los efectos negativos de la falta de agua en sequías. Así lo han comprendido muchas ciudades en todo el mundo que resguardan y restauran sus ríos.
La mayoría de las autoridades cuentan con información que indica que sus acciones van en contra de la sostenibilidad de la ciudad que gobiernan. En la Ciudad de México, los académicos hemos estudiado las áreas verdes dentro y fuera de la zona urbana y también hemos propuesto proyectos para su manejo. En Monterrey, en los últimos cinco años, se ha elaborado un sinnúmero de proyectos de restauración de amplias regiones, entre ellas la del río Santa Catarina. De hecho, la tala en el río hizo enojar a muchos académicos que han trabajado en su restauración para hacer una ciudad más sostenible. Pareciera que a las autoridades locales y federales les importaran poco los estudios y los argumentos de académicos y vecinos porque cuando llega un proyecto de construcción, que destruye todo el trabajo, le abren paso.
La pregunta es por qué existe esta dislocación entre las proyecciones sobre la vulnerabilidad urbana, que ya está viviendo la ciudadanía, y las acciones del gobierno en el manejo de áreas verdes. La respuesta se puede deber a muchas variables. Las más obvias están relacionadas con la corrupción que emana de la construcción para hacer puentes, calles o entubar ríos, que todos conocemos y se resumen en la frase “de la obra sobra”. Otras razones están relacionadas con la falta de comprensión sobre el funcionamiento de un ecosistema urbano y, en particular, del papel que juegan las áreas verdes dentro de él.
Pero aquí quiero proponer una hipótesis sobre otras variables que podrían estar jugando un papel importante. Aun cuando ya se ha difundido el conocimiento sobre la importancia de las áreas verdes, todavía no está actualizada la forma en que estas se insertan en la economía urbana. A la fecha se sigue hablando de monetizar el impacto de un área verde en la ciudad. Se evalúa, de esta manera, si es mejor económicamente tener un área verde o una infraestructura de movilidad. El argumento sugiere que si el impacto del área verde es mayor económicamente, es más probable que se mantenga en el tiempo. El problema de este argumento es que el instrumento económico no se usa como herramienta de conservación, por el contrario, la conservación sigue siendo la herramienta para llegar al fin último, que es el económico.
Por lo tanto, la conservación de la naturaleza urbana, el bienestar de los citadinos y la resiliencia de una ciudad están supeditados a que el área a conservar sea redituable económicamente, lo que prácticamente nunca sucede porque esta visión está asociada a un segundo problema: los proyectos de manejo de las áreas verdes siempre se ven aislados de la dinámica del ecosistema. La prueba es que para destruir un área verde o talar árboles se considera compensar con acciones de reforestación en otro lado. Como está escrito arriba, esos árboles tienen una función a nivel local, pero también la tienen en el nivel del ecosistema. La interacción de esos árboles con el resto de la zona urbana forma la dinámica del ecosistema, que es la que nos da sus servicios. Talar árboles en un lugar destruye esta dinámica, lo que modifica y reduce los servicios de todo el ecosistema a nivel local y regional. Pero esto no se puede cuantificar de manera económica, puesto que los beneficios son difusos, así como el número de beneficiarios.
Por el contrario, los resultados de la construcción de una calle se pueden cuantificar de manera intuitiva: más autos circulando. Aunque lo intuitivo no siempre da el resultado esperado: más calles no agilizan el tránsito, por el contrario, generan más aglomeraciones, como explica el concepto del tráfico inducido. La ventaja es que se puede calcular económicamente, aun cuando los resultados sean erróneos.
En resumen, vivimos en un momento en que las políticas urbanas del territorio verde se basan en decisiones reduccionistas, a partir de la monetización de los resultados. Dentro de este marco se pretende manejar las áreas verdes, sin comprender del todo su papel en el bienestar de la población urbana. El resultado es que la mayoría de las acciones provocan la destrucción de la naturaleza en sitios de gran relevancia para la resiliencia urbana y se quieren compensar con acciones que están más cerca del greenwashing, lo que nos hace más vulnerables frente al cambio climático.
¿Qué hacemos para que los gobiernos atiendan las preocupaciones de la ciudadanía y la academia y comiencen a virar su paradigma reduccionista y monetario para ir construyendo un futuro menos vulnerable? Estas son preguntas urgentes porque el futuro de la viabilidad de las ciudades depende de que las políticas públicas sobre el territorio urbano comiencen a adoptar la nueva visión, la que defienden vecinos e investigadores.
No items found.