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Ilustración de Camila López Darce.
Escritoras como Pamela Paul, editorialista del New York Times, y J. K. Rowling sostienen posturas que podrían parecer “razonables”, pero no consideran la burocracia que imponen en las vidas de les trans. Este artículo expone los trámites que les trans deben cumplir y explica cómo el poder que se le concede al Estado se traduce en vigilancia y sospecha de fraude por parte de les trans, que no están justificadas y resultan opresivas.
El 15 de febrero un grupo de colaboradores del New York Times entregó una carta abierta al periódico denunciándolo por su “mezcla de pseudociencia y lenguaje cargado y eufemístico” en su cobertura de temas sobre la comunidad trans. Los signatarios incluyeron a Chelsea Manning, Francisco Goldman, Sarah Schulman y Rebecca Solnit, entre cientos de escritores y más de treinta mil lectores y trabajadores de los medios de comunicación. Ese mismo día la organización Gay & Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) hizo una manifestación afuera de las oficinas del New York Times. No es la primera vez que el periódico enfrenta protestas por su cobertura de temas LGBT —en su obra Un corazón normal, Larry Kramer, el fundador de la organización de seroactivismo AIDS Coalition to Unleash Power (ACT-UP), se ensañó con la respuesta del New York Times a la crisis de VIH-SIDA—. Pero esta vez la denuncia ocurre no solo en el contexto de una ola de medidas drásticas para limitar los derechos de las personas LGBT en los estados gobernados por republicanos (liderada por Ron DeSantis, gobernador de Florida y casi seguramente un precandidato para las elecciones de 2024), sino que esta ola ha utilizado la propia cobertura del New York Times a su favor: por ejemplo, cuando el estado de Texas intentó defender su política de separar niñes trans de sus familias, bajo el argumento de que aceptar su identidad de género constituye una forma de abuso infantil, lo hizo citando un texto del New York Times sobre las infancias trans que, entre otras cosas, representó a Genspect como un grupo de padres de familia que simplemente estaban preocupados por sus niñes.
El día después de la manifestación organizada por GLAAD, el New York Times publicó una columna escrita por Pamela Paul, una de sus principales editorialistas y exeditora del New York Times Book Review, que compara la “cancelación” de J. K. Rowling por su discurso transfóbico con el fatwa contra Salman Rushdie. La autora escocesa ha denunciado varias veces el acoso que ha recibido por sus posturas políticas. Un día, un grupo de drag queens tomó una foto afuera de la casa de Rowling con un par de pancartas a favor de los derechos trans, algo que, según la escritora, constituyó doxeo por la publicación de información privada (aunque la ubicación de su casa se encontraba en Google Maps). Otro día un usuario de Twitter deseó que alguien le dejara una bomba en su buzón, y Rowling murió simbólicamente en una novela reciente de terror.
Las violencias sufridas por las personas trans resultan más concretas. Cinco días antes de la columna de Paul en el New York Times, una joven trans de tan solo dieciséis años, llamada Brianna Ghey, fue asesinada en el Reino Unido, un país que normalmente tiene tasas bajas de crímenes violentos, pero cuya cantidad de crímenes de odio transfóbicos se ha triplicado en los últimos cinco años. Un contexto relevante son los pánicos morales difundidos en los medios de ese país, en foros de Internet como Mumsnet (que se han vuelto focos de radicalización al estilo 4chan) y, claro, la cuenta de Twitter de la propia J. K. Rowling, con sus catorce millones de seguidores. Esto último es lo menos comentado, dado que Rowling suele emplear un ejército de abogados para acallar a cualquier persona que la critique en los medios británicos o en redes sociales, siempre y cuando caigan bajo la jurisdicción de las asfixiantes leyes inglesas sobre difamación.
Rowling muestra más moderación en sus declaraciones públicas que, por ejemplo, Kanye West, pero simplemente puede ser que sea menos impulsiva y que sepa un poco sobre el valor de las relaciones públicas. Hasta la feminista radical transexcluyente Laura Lecuona ha aceptado que “para algunas personas trans este juego con el género es una estrategia de supervivencia”, como cuando escribió en la Revista de la Universidad, pero en una conferencia privada, cuando solo estaba con sus correligionarias, no dudó en decir “¡No les concedamos la existencia!”. Aquí vemos un gran defecto de mucho del periodismo contemporáneo cuando intenta abordar el tema de las batallas sobre lo trans: se olvidan de algo que cada periodista siempre debe tener en mente, que tal vez la persona que estás entrevistando puede estarte mintiendo, porque tiene su propia agenda, que hay que cotejar las declaraciones públicas de una persona con sus acciones —hasta Trump dijo “I love Hispanics!”.
Y es en sus acciones donde podemos ver las creencias de Rowling. Su primera intervención pública en el debate sobre los derechos trans fue su muestra de apoyo a Maya Forstater, una abogada que perdió su trabajo en una ONG por insultar en redes sociales a une ejecutive nobinarie de Credit Suisse y spamear los chats internos de la organización con comentarios transfóbicos, lo cual provocó las quejas de sus compañeros de trabajo. Rowling ya había sido criticada por su cercanía a Magdalen Berns, la cofundadora de For Women Scotland, una organización que se opone al proyecto de reformar la ley de identidad de género; también es relevante decir que Berns creía que George Soros es responsable del avance de los derechos trans en el mundo, una teoría de conspiración antisemita también promovida por grupos abiertamente fascistas. La misma Rowling se ha acercado a la ultraderecha en estos años —en Twitter “manda mucho amor” a representantes de CitizenGO, el brazo internacional de la organización ultracatólica HazteOír, señalada como la fachada del Yunque en España.
A pesar de todo esto, el texto de Pamela Paul en el New York Times intenta recordarnos a la figura liberal que alguna vez fue Rowling, enfatizando que oponerse a las leyes de autodeterminación de género no necesariamente la convierte en una tránsfoba. Ya hemos visto esta maniobra antes en Latinoamérica, cuando varias feministas del mundo de las letras intentaron quedar bien con Dios y con el diablo, aseverando que su apoyo a Carolina Sanín —alguien que cree que las mujeres trans vamos a organizar el “próximo holocausto” para robarles los úteros a las mujeres cis, como en un libelo de sangre medieval— no necesariamente las hace transfóbicas. Simplemente tienen preocupaciones razonables.
Lo que está a debate, en el fondo, es el modelo bajo el cual el Estado reconoce jurídicamente la identidad de género de las personas trans. En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos “realmente trans”, mientras que en otros lugares, como en todos los estados de México que tienen leyes de identidad de género, simplemente hay que hacer un trámite administrativo. El segundo modelo es conocido como autoidentificación de género, el que tanto critica J. K. Rowling. El primero, que los activistas trans critican a su vez por patologizante, puede sonar razonable para liberales como Pamela Paul, pero esa racionalidad es demasiado abstracta y no considera las vivencias cotidianas de las personas trans.
¿De qué hablamos cuando hablamos de la autoidentificación de género? Hablamos de una reducción de los trámites que una persona trans tiene que sobrellevar para poner sus documentos en orden, pero no de la eliminación de dichos trámites. Como mexicana naturalizada, por ejemplo, tuve que contratar a tres abogadas en tres estados de dos países para poder corregir mi carta de naturalización: una para cambiar mi nombre en la última ciudad de mi país de origen en la que viví, otra para cambiar mi acta de nacimiento en el lugar donde nací, y otra más para llevar todo esto a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Sigo en ese proceso, pero luego tendré que hablar con el SAT y con el INE, tendré que corregir mi carnet médico, cambiar mi cuenta bancaria, mi título de licenciatura, mis registros de proveedora ante mis clientes, etc. No manejo, pero si manejara, tendría que hacer trámites con la aseguradora, cambiar el título del carro, la licencia, etc. Nadie se avienta todo ese papeleo por capricho, y esa es la situación cuando hay leyes de autoidentificación. En el Reino Unido, por ejemplo, solo el primer paso, el de corregir el acta de nacimiento, toma un mínimo de dos años, y cualquier solicitud de cambio de género legal puede ser rechazada por un panel de abogados, médicos y psicólogos elegidos por el Estado británico. Con razón, muchas personas trans tienden a trabajar en los márgenes de la economía formal, ejerciendo el trabajo sexual, pero también en el Tianguis Sexo-Disidente, vendiendo arte por comisión y otros trabajos precarizados.
Hubo un tiempo en que las feministas radicales también criticaban esa regulación estatal del género. “Los estándares de passing” (que una mujer trans se parezca a una mujer cis o un hombre trans a un hombre cis) “evalúan todo, desde [usar] un vestido femenino y un lenguaje corporal femenino hasta las llamadas posiciones femeninas en el coito”, escribió Janice Raymond en The Transsexual Empire, el urtexto del feminismo radical transexcluyente. “La mayoría de las clínicas exigen a los candidatos a la cirugía que revivan los comportamientos y roles del sexo opuesto, fabricados culturalmente, durante periodos de seis meses hasta dos años.” Pero algo gracioso sucedió camino a la cuarta ola. Cuando la Clínica de Género e Identidad de Toronto, Canadá, cerró sus puertas en 2015 por presión de activistas trans —la práctica de su doctor, Kenneth Zucker, involucraba imponer a les niñes que sufren disforia de género que solo usaran juguetes “para su género”, las niñas con Barbies y los niños con carritos—, su “persecución” se volvió una causa célebre; así sexólogos con teorías desacreditadas se unieron a la coalición emergente para oponerse a los derechos trans que incluye tanto a feministas radicales y detransicionadores como evangélicos y políticos derechistas, que va del Movimiento Nacional Feminista Abolicionista (MNFA) a la Conservative Political Action Conference (CPAC) México. Aunque, claramente, esos sexólogos tienen un conflicto de interés: si dices que la transición de género requiere de terceros que avalen el proceso y propones que tú seas ese tercero, no puedes apelar a tu supuesta objetividad científica.
En cambio, lo que impera en países que no tienen leyes de autoidentificación, al momento de determinar quién es “realmente trans”, es la sexología más caduca. Un libro fundacional fue The Transsexual Phenomenon de Harry Benjamin, que clasificaba a las personas trans en una escala de “pseudotravesti” a “transexual de alta intensidad”; dependiendo de la categoría en que cayera una persona en particular, su transición de género podía ser rechazada o aprobada. Pero el libro de Benjamin se volvió un manual no solo para los sexólogos, sino también para las propias personas trans, porque te decía lo que querían escuchar en las clínicas antes de aprobarte cualquier procedimiento, y toda una generación de mujeres trans se esforzaron por encarnar los estereotipos de Benjamin —hasta el momento en que libraran todos los trámites, por supuesto—. Otros sexólogos más contemporáneos tienen tipologías distintas: por ejemplo, Ray Blanchard divide a las mujeres trans en dos categorías, “transexuales homosexuales” y “autoginéfilos”, de acuerdo con sus hábitos sexuales. Una teoría más ha surgido en los últimos años: se llama Disforia de Género de Inicio Rápido y fue desarrollada exclusivamente a partir de entrevistas con padres de familia reclutados en sitios transfóbicos; según estos padres, sus hijes de pronto les dijeron que son trans sin que ellos lo vieran venir, como si los adolescentes tuvieran la costumbre de contarles todo. Ninguna de esas teorías tiene más peso científico que la envidia del pene de la que tanto nos burlamos hoy en día, y en el caso de Blanchard parece que su tipología depende, más que nada, de cuáles mujeres trans eran objetos de interés sexual para él en particular, y cuáles no. Sin embargo, siguen teniendo influencia entre los médicos, legisladores y funcionarios a la hora de decidir si una persona es “realmente trans” o no.
Cuando intenté recibir tratamiento hormonal en la Clínica Condesa, por ejemplo, tuve que platicar con una psicóloga que me preguntó sobre mis posiciones sexuales preferidas, la frecuencia y forma de mis hábitos de masturbación, etc. —la pseudociencia vuelta una política de Estado—. Por cierto, nunca me pasaron. Tal vez la manera en que me masturbaba no era la correcta, y aunque creo que soy suficientemente pasiva como para satisfacer los criterios más machistas sobre “qué es una mujer”, tal vez me negaron el servicio porque prefiero ser pasiva con otras mujeres. Tal vez debí ponerme más maquillaje ese día. Nunca lo sabré. Y quizá mis lectores no quieran saber de mi vida sexual, y lo entiendo, pero cuando eres trans lo privado se vuelve público y cada orgasmo que has tenido en la vida puede ser instrumentalizado en tu contra. La autoidentificación de género, a pesar de sus múltiples trámites y de su pesada burocracia, nos restaura la vida privada.
En los ocho años en que la Ciudad de México ha tenido políticas de autodeterminación de género, solo hay un caso de supuesto fraude que las feministas radicales transexcluyentes pueden mencionar. Ni siquiera un porcentaje, una sola persona. Para cualquier otra política gubernamental, tener solamente un caso de abuso o fraude sería un sueño. En cambio, cuando hablamos del problema de las violaciones dentro de las cárceles de mujeres, otro argumento citado a menudo por feministas radicales transexcluyentes para oponerse a las leyes de autoidentificación, hay que decir que la mayoría de las agresiones no son cometidas por reas trans ni por reas cis, sino por las guardias. Lo que habría que hacer no es tanto determinar qué persona debe ser asignada a qué cárcel, sino analizar por qué el sistema carcelario fomenta una cultura de violación, desde arriba, como política de castigo. Pero en un mundo en el que feministas radicales hicieron campaña contra la nueva Constitución de Chile porque, en comparación con la de Pinochet, la nueva habría introducido “elementos que ponen en jaque los derechos de las mujeres”, resulta ingenuo intentar tener un debate racional en el que podamos citar las falacias del otro bando. Nunca hemos estado ante un intento genuino por detener las violaciones dentro de las cárceles, sino de mantener una población minoritaria en un estado de vigilancia constante: tenemos que comprobar la validez de nuestra identidad cada vez que interactuamos con una burocracia, sea pública o privada.
Otro ejemplo: mi esposa y yo nos casamos el año pasado, y en el Registro Civil hasta nos pidieron una carta que confirmara que la una estaba enterada del estatus trans de la otra, y que no había engaño. Y la pidieron dos veces, porque la primera vez no les gustó la redacción. Mientras tanto, en el Reino Unido cualquier persona casada que quiera cambiar su género legalmente tiene que incluir en su solicitud una declaración escrita de su espose que confirme su aprobación de la transición de le otre. No importa que haya, desde hace décadas, un procedimiento llamado “divorcio” que puede ser solicitado por cualquier persona —cis o trans— que se sienta engañada o traicionada dentro de un matrimonio, el punto es que las preocupaciones razonables de las personas cis sobre la existencia de las personas trans —en este caso, sobre la posibilidad de acabar de cónyuge de una persona trans sin saberlo, infinitesimal pero ampliamente difundida en la cultura popular en series como How I Met Your Mother o películas como The Crying Game— siempre se traduce en más burocracia, en más trámites, y nos volvemos pequeños Ks intentando acceder al castillo.
Incluso Helen Joyce, una exeditora de The Economist —lejos de ser una aliada de nuestra lucha, es una de las plumas preferidas de Gabriel Quadri, y alguien que nos ha descrito como “un problema enorme para un mundo sano”— acepta que una de las razones del avance de las reivindicaciones cada vez más militantes por parte de los activismos trans ha sido la penetración de la burocracia en cada vez más aspectos de la vida contemporánea. Cuando hay que dar nuestros datos biométricos hasta a MercadoLibre, claro que las disidencias de género necesitamos reafirmar nuestro control sobre nuestras identidades. Por esta y otras razones (incluyendo la pobreza que afecta a grandes partes de nuestra población), muchas personas trans tendemos hacia el anarquismo en nuestras posturas políticas, porque nuestra negociación constante con el Estado nos lleva a ver su aparato burocrático y sus métodos de control biopolítico como un eje de opresión como tal. Y lo que vemos es que las “preocupaciones razonables” de las feministas radicales transexcluyentes solo aumentan ese poder burocrático, desde los Paneles de Reconocimiento de Género del Reino Unido hasta el uso de médicos y la revisión del historial menstrual de las atletas para verificar que los equipos femeniles en el deporte están 100% compuestos de mujeres-nacidas-mujeres. Entonces, ¿por qué tomamos los posicionamientos de personas como Pamela Paul, en el New York Times, y de J. K. Rowling en serio? Como dijo Dahlia de la Cerda en su ya clásico ensayo “Feminismo sin cuarto propio”, “porque los hicieron feministas del cuarto propio que por la colonialidad del saber están legitimadas per se, aunque digan pendejadas”.
Escritoras como Pamela Paul, editorialista del New York Times, y J. K. Rowling sostienen posturas que podrían parecer “razonables”, pero no consideran la burocracia que imponen en las vidas de les trans. Este artículo expone los trámites que les trans deben cumplir y explica cómo el poder que se le concede al Estado se traduce en vigilancia y sospecha de fraude por parte de les trans, que no están justificadas y resultan opresivas.
El 15 de febrero un grupo de colaboradores del New York Times entregó una carta abierta al periódico denunciándolo por su “mezcla de pseudociencia y lenguaje cargado y eufemístico” en su cobertura de temas sobre la comunidad trans. Los signatarios incluyeron a Chelsea Manning, Francisco Goldman, Sarah Schulman y Rebecca Solnit, entre cientos de escritores y más de treinta mil lectores y trabajadores de los medios de comunicación. Ese mismo día la organización Gay & Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) hizo una manifestación afuera de las oficinas del New York Times. No es la primera vez que el periódico enfrenta protestas por su cobertura de temas LGBT —en su obra Un corazón normal, Larry Kramer, el fundador de la organización de seroactivismo AIDS Coalition to Unleash Power (ACT-UP), se ensañó con la respuesta del New York Times a la crisis de VIH-SIDA—. Pero esta vez la denuncia ocurre no solo en el contexto de una ola de medidas drásticas para limitar los derechos de las personas LGBT en los estados gobernados por republicanos (liderada por Ron DeSantis, gobernador de Florida y casi seguramente un precandidato para las elecciones de 2024), sino que esta ola ha utilizado la propia cobertura del New York Times a su favor: por ejemplo, cuando el estado de Texas intentó defender su política de separar niñes trans de sus familias, bajo el argumento de que aceptar su identidad de género constituye una forma de abuso infantil, lo hizo citando un texto del New York Times sobre las infancias trans que, entre otras cosas, representó a Genspect como un grupo de padres de familia que simplemente estaban preocupados por sus niñes.
El día después de la manifestación organizada por GLAAD, el New York Times publicó una columna escrita por Pamela Paul, una de sus principales editorialistas y exeditora del New York Times Book Review, que compara la “cancelación” de J. K. Rowling por su discurso transfóbico con el fatwa contra Salman Rushdie. La autora escocesa ha denunciado varias veces el acoso que ha recibido por sus posturas políticas. Un día, un grupo de drag queens tomó una foto afuera de la casa de Rowling con un par de pancartas a favor de los derechos trans, algo que, según la escritora, constituyó doxeo por la publicación de información privada (aunque la ubicación de su casa se encontraba en Google Maps). Otro día un usuario de Twitter deseó que alguien le dejara una bomba en su buzón, y Rowling murió simbólicamente en una novela reciente de terror.
Las violencias sufridas por las personas trans resultan más concretas. Cinco días antes de la columna de Paul en el New York Times, una joven trans de tan solo dieciséis años, llamada Brianna Ghey, fue asesinada en el Reino Unido, un país que normalmente tiene tasas bajas de crímenes violentos, pero cuya cantidad de crímenes de odio transfóbicos se ha triplicado en los últimos cinco años. Un contexto relevante son los pánicos morales difundidos en los medios de ese país, en foros de Internet como Mumsnet (que se han vuelto focos de radicalización al estilo 4chan) y, claro, la cuenta de Twitter de la propia J. K. Rowling, con sus catorce millones de seguidores. Esto último es lo menos comentado, dado que Rowling suele emplear un ejército de abogados para acallar a cualquier persona que la critique en los medios británicos o en redes sociales, siempre y cuando caigan bajo la jurisdicción de las asfixiantes leyes inglesas sobre difamación.
Rowling muestra más moderación en sus declaraciones públicas que, por ejemplo, Kanye West, pero simplemente puede ser que sea menos impulsiva y que sepa un poco sobre el valor de las relaciones públicas. Hasta la feminista radical transexcluyente Laura Lecuona ha aceptado que “para algunas personas trans este juego con el género es una estrategia de supervivencia”, como cuando escribió en la Revista de la Universidad, pero en una conferencia privada, cuando solo estaba con sus correligionarias, no dudó en decir “¡No les concedamos la existencia!”. Aquí vemos un gran defecto de mucho del periodismo contemporáneo cuando intenta abordar el tema de las batallas sobre lo trans: se olvidan de algo que cada periodista siempre debe tener en mente, que tal vez la persona que estás entrevistando puede estarte mintiendo, porque tiene su propia agenda, que hay que cotejar las declaraciones públicas de una persona con sus acciones —hasta Trump dijo “I love Hispanics!”.
Y es en sus acciones donde podemos ver las creencias de Rowling. Su primera intervención pública en el debate sobre los derechos trans fue su muestra de apoyo a Maya Forstater, una abogada que perdió su trabajo en una ONG por insultar en redes sociales a une ejecutive nobinarie de Credit Suisse y spamear los chats internos de la organización con comentarios transfóbicos, lo cual provocó las quejas de sus compañeros de trabajo. Rowling ya había sido criticada por su cercanía a Magdalen Berns, la cofundadora de For Women Scotland, una organización que se opone al proyecto de reformar la ley de identidad de género; también es relevante decir que Berns creía que George Soros es responsable del avance de los derechos trans en el mundo, una teoría de conspiración antisemita también promovida por grupos abiertamente fascistas. La misma Rowling se ha acercado a la ultraderecha en estos años —en Twitter “manda mucho amor” a representantes de CitizenGO, el brazo internacional de la organización ultracatólica HazteOír, señalada como la fachada del Yunque en España.
A pesar de todo esto, el texto de Pamela Paul en el New York Times intenta recordarnos a la figura liberal que alguna vez fue Rowling, enfatizando que oponerse a las leyes de autodeterminación de género no necesariamente la convierte en una tránsfoba. Ya hemos visto esta maniobra antes en Latinoamérica, cuando varias feministas del mundo de las letras intentaron quedar bien con Dios y con el diablo, aseverando que su apoyo a Carolina Sanín —alguien que cree que las mujeres trans vamos a organizar el “próximo holocausto” para robarles los úteros a las mujeres cis, como en un libelo de sangre medieval— no necesariamente las hace transfóbicas. Simplemente tienen preocupaciones razonables.
Lo que está a debate, en el fondo, es el modelo bajo el cual el Estado reconoce jurídicamente la identidad de género de las personas trans. En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos “realmente trans”, mientras que en otros lugares, como en todos los estados de México que tienen leyes de identidad de género, simplemente hay que hacer un trámite administrativo. El segundo modelo es conocido como autoidentificación de género, el que tanto critica J. K. Rowling. El primero, que los activistas trans critican a su vez por patologizante, puede sonar razonable para liberales como Pamela Paul, pero esa racionalidad es demasiado abstracta y no considera las vivencias cotidianas de las personas trans.
¿De qué hablamos cuando hablamos de la autoidentificación de género? Hablamos de una reducción de los trámites que una persona trans tiene que sobrellevar para poner sus documentos en orden, pero no de la eliminación de dichos trámites. Como mexicana naturalizada, por ejemplo, tuve que contratar a tres abogadas en tres estados de dos países para poder corregir mi carta de naturalización: una para cambiar mi nombre en la última ciudad de mi país de origen en la que viví, otra para cambiar mi acta de nacimiento en el lugar donde nací, y otra más para llevar todo esto a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Sigo en ese proceso, pero luego tendré que hablar con el SAT y con el INE, tendré que corregir mi carnet médico, cambiar mi cuenta bancaria, mi título de licenciatura, mis registros de proveedora ante mis clientes, etc. No manejo, pero si manejara, tendría que hacer trámites con la aseguradora, cambiar el título del carro, la licencia, etc. Nadie se avienta todo ese papeleo por capricho, y esa es la situación cuando hay leyes de autoidentificación. En el Reino Unido, por ejemplo, solo el primer paso, el de corregir el acta de nacimiento, toma un mínimo de dos años, y cualquier solicitud de cambio de género legal puede ser rechazada por un panel de abogados, médicos y psicólogos elegidos por el Estado británico. Con razón, muchas personas trans tienden a trabajar en los márgenes de la economía formal, ejerciendo el trabajo sexual, pero también en el Tianguis Sexo-Disidente, vendiendo arte por comisión y otros trabajos precarizados.
Hubo un tiempo en que las feministas radicales también criticaban esa regulación estatal del género. “Los estándares de passing” (que una mujer trans se parezca a una mujer cis o un hombre trans a un hombre cis) “evalúan todo, desde [usar] un vestido femenino y un lenguaje corporal femenino hasta las llamadas posiciones femeninas en el coito”, escribió Janice Raymond en The Transsexual Empire, el urtexto del feminismo radical transexcluyente. “La mayoría de las clínicas exigen a los candidatos a la cirugía que revivan los comportamientos y roles del sexo opuesto, fabricados culturalmente, durante periodos de seis meses hasta dos años.” Pero algo gracioso sucedió camino a la cuarta ola. Cuando la Clínica de Género e Identidad de Toronto, Canadá, cerró sus puertas en 2015 por presión de activistas trans —la práctica de su doctor, Kenneth Zucker, involucraba imponer a les niñes que sufren disforia de género que solo usaran juguetes “para su género”, las niñas con Barbies y los niños con carritos—, su “persecución” se volvió una causa célebre; así sexólogos con teorías desacreditadas se unieron a la coalición emergente para oponerse a los derechos trans que incluye tanto a feministas radicales y detransicionadores como evangélicos y políticos derechistas, que va del Movimiento Nacional Feminista Abolicionista (MNFA) a la Conservative Political Action Conference (CPAC) México. Aunque, claramente, esos sexólogos tienen un conflicto de interés: si dices que la transición de género requiere de terceros que avalen el proceso y propones que tú seas ese tercero, no puedes apelar a tu supuesta objetividad científica.
En cambio, lo que impera en países que no tienen leyes de autoidentificación, al momento de determinar quién es “realmente trans”, es la sexología más caduca. Un libro fundacional fue The Transsexual Phenomenon de Harry Benjamin, que clasificaba a las personas trans en una escala de “pseudotravesti” a “transexual de alta intensidad”; dependiendo de la categoría en que cayera una persona en particular, su transición de género podía ser rechazada o aprobada. Pero el libro de Benjamin se volvió un manual no solo para los sexólogos, sino también para las propias personas trans, porque te decía lo que querían escuchar en las clínicas antes de aprobarte cualquier procedimiento, y toda una generación de mujeres trans se esforzaron por encarnar los estereotipos de Benjamin —hasta el momento en que libraran todos los trámites, por supuesto—. Otros sexólogos más contemporáneos tienen tipologías distintas: por ejemplo, Ray Blanchard divide a las mujeres trans en dos categorías, “transexuales homosexuales” y “autoginéfilos”, de acuerdo con sus hábitos sexuales. Una teoría más ha surgido en los últimos años: se llama Disforia de Género de Inicio Rápido y fue desarrollada exclusivamente a partir de entrevistas con padres de familia reclutados en sitios transfóbicos; según estos padres, sus hijes de pronto les dijeron que son trans sin que ellos lo vieran venir, como si los adolescentes tuvieran la costumbre de contarles todo. Ninguna de esas teorías tiene más peso científico que la envidia del pene de la que tanto nos burlamos hoy en día, y en el caso de Blanchard parece que su tipología depende, más que nada, de cuáles mujeres trans eran objetos de interés sexual para él en particular, y cuáles no. Sin embargo, siguen teniendo influencia entre los médicos, legisladores y funcionarios a la hora de decidir si una persona es “realmente trans” o no.
Cuando intenté recibir tratamiento hormonal en la Clínica Condesa, por ejemplo, tuve que platicar con una psicóloga que me preguntó sobre mis posiciones sexuales preferidas, la frecuencia y forma de mis hábitos de masturbación, etc. —la pseudociencia vuelta una política de Estado—. Por cierto, nunca me pasaron. Tal vez la manera en que me masturbaba no era la correcta, y aunque creo que soy suficientemente pasiva como para satisfacer los criterios más machistas sobre “qué es una mujer”, tal vez me negaron el servicio porque prefiero ser pasiva con otras mujeres. Tal vez debí ponerme más maquillaje ese día. Nunca lo sabré. Y quizá mis lectores no quieran saber de mi vida sexual, y lo entiendo, pero cuando eres trans lo privado se vuelve público y cada orgasmo que has tenido en la vida puede ser instrumentalizado en tu contra. La autoidentificación de género, a pesar de sus múltiples trámites y de su pesada burocracia, nos restaura la vida privada.
En los ocho años en que la Ciudad de México ha tenido políticas de autodeterminación de género, solo hay un caso de supuesto fraude que las feministas radicales transexcluyentes pueden mencionar. Ni siquiera un porcentaje, una sola persona. Para cualquier otra política gubernamental, tener solamente un caso de abuso o fraude sería un sueño. En cambio, cuando hablamos del problema de las violaciones dentro de las cárceles de mujeres, otro argumento citado a menudo por feministas radicales transexcluyentes para oponerse a las leyes de autoidentificación, hay que decir que la mayoría de las agresiones no son cometidas por reas trans ni por reas cis, sino por las guardias. Lo que habría que hacer no es tanto determinar qué persona debe ser asignada a qué cárcel, sino analizar por qué el sistema carcelario fomenta una cultura de violación, desde arriba, como política de castigo. Pero en un mundo en el que feministas radicales hicieron campaña contra la nueva Constitución de Chile porque, en comparación con la de Pinochet, la nueva habría introducido “elementos que ponen en jaque los derechos de las mujeres”, resulta ingenuo intentar tener un debate racional en el que podamos citar las falacias del otro bando. Nunca hemos estado ante un intento genuino por detener las violaciones dentro de las cárceles, sino de mantener una población minoritaria en un estado de vigilancia constante: tenemos que comprobar la validez de nuestra identidad cada vez que interactuamos con una burocracia, sea pública o privada.
Otro ejemplo: mi esposa y yo nos casamos el año pasado, y en el Registro Civil hasta nos pidieron una carta que confirmara que la una estaba enterada del estatus trans de la otra, y que no había engaño. Y la pidieron dos veces, porque la primera vez no les gustó la redacción. Mientras tanto, en el Reino Unido cualquier persona casada que quiera cambiar su género legalmente tiene que incluir en su solicitud una declaración escrita de su espose que confirme su aprobación de la transición de le otre. No importa que haya, desde hace décadas, un procedimiento llamado “divorcio” que puede ser solicitado por cualquier persona —cis o trans— que se sienta engañada o traicionada dentro de un matrimonio, el punto es que las preocupaciones razonables de las personas cis sobre la existencia de las personas trans —en este caso, sobre la posibilidad de acabar de cónyuge de una persona trans sin saberlo, infinitesimal pero ampliamente difundida en la cultura popular en series como How I Met Your Mother o películas como The Crying Game— siempre se traduce en más burocracia, en más trámites, y nos volvemos pequeños Ks intentando acceder al castillo.
Incluso Helen Joyce, una exeditora de The Economist —lejos de ser una aliada de nuestra lucha, es una de las plumas preferidas de Gabriel Quadri, y alguien que nos ha descrito como “un problema enorme para un mundo sano”— acepta que una de las razones del avance de las reivindicaciones cada vez más militantes por parte de los activismos trans ha sido la penetración de la burocracia en cada vez más aspectos de la vida contemporánea. Cuando hay que dar nuestros datos biométricos hasta a MercadoLibre, claro que las disidencias de género necesitamos reafirmar nuestro control sobre nuestras identidades. Por esta y otras razones (incluyendo la pobreza que afecta a grandes partes de nuestra población), muchas personas trans tendemos hacia el anarquismo en nuestras posturas políticas, porque nuestra negociación constante con el Estado nos lleva a ver su aparato burocrático y sus métodos de control biopolítico como un eje de opresión como tal. Y lo que vemos es que las “preocupaciones razonables” de las feministas radicales transexcluyentes solo aumentan ese poder burocrático, desde los Paneles de Reconocimiento de Género del Reino Unido hasta el uso de médicos y la revisión del historial menstrual de las atletas para verificar que los equipos femeniles en el deporte están 100% compuestos de mujeres-nacidas-mujeres. Entonces, ¿por qué tomamos los posicionamientos de personas como Pamela Paul, en el New York Times, y de J. K. Rowling en serio? Como dijo Dahlia de la Cerda en su ya clásico ensayo “Feminismo sin cuarto propio”, “porque los hicieron feministas del cuarto propio que por la colonialidad del saber están legitimadas per se, aunque digan pendejadas”.
Ilustración de Camila López Darce.
Escritoras como Pamela Paul, editorialista del New York Times, y J. K. Rowling sostienen posturas que podrían parecer “razonables”, pero no consideran la burocracia que imponen en las vidas de les trans. Este artículo expone los trámites que les trans deben cumplir y explica cómo el poder que se le concede al Estado se traduce en vigilancia y sospecha de fraude por parte de les trans, que no están justificadas y resultan opresivas.
El 15 de febrero un grupo de colaboradores del New York Times entregó una carta abierta al periódico denunciándolo por su “mezcla de pseudociencia y lenguaje cargado y eufemístico” en su cobertura de temas sobre la comunidad trans. Los signatarios incluyeron a Chelsea Manning, Francisco Goldman, Sarah Schulman y Rebecca Solnit, entre cientos de escritores y más de treinta mil lectores y trabajadores de los medios de comunicación. Ese mismo día la organización Gay & Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) hizo una manifestación afuera de las oficinas del New York Times. No es la primera vez que el periódico enfrenta protestas por su cobertura de temas LGBT —en su obra Un corazón normal, Larry Kramer, el fundador de la organización de seroactivismo AIDS Coalition to Unleash Power (ACT-UP), se ensañó con la respuesta del New York Times a la crisis de VIH-SIDA—. Pero esta vez la denuncia ocurre no solo en el contexto de una ola de medidas drásticas para limitar los derechos de las personas LGBT en los estados gobernados por republicanos (liderada por Ron DeSantis, gobernador de Florida y casi seguramente un precandidato para las elecciones de 2024), sino que esta ola ha utilizado la propia cobertura del New York Times a su favor: por ejemplo, cuando el estado de Texas intentó defender su política de separar niñes trans de sus familias, bajo el argumento de que aceptar su identidad de género constituye una forma de abuso infantil, lo hizo citando un texto del New York Times sobre las infancias trans que, entre otras cosas, representó a Genspect como un grupo de padres de familia que simplemente estaban preocupados por sus niñes.
El día después de la manifestación organizada por GLAAD, el New York Times publicó una columna escrita por Pamela Paul, una de sus principales editorialistas y exeditora del New York Times Book Review, que compara la “cancelación” de J. K. Rowling por su discurso transfóbico con el fatwa contra Salman Rushdie. La autora escocesa ha denunciado varias veces el acoso que ha recibido por sus posturas políticas. Un día, un grupo de drag queens tomó una foto afuera de la casa de Rowling con un par de pancartas a favor de los derechos trans, algo que, según la escritora, constituyó doxeo por la publicación de información privada (aunque la ubicación de su casa se encontraba en Google Maps). Otro día un usuario de Twitter deseó que alguien le dejara una bomba en su buzón, y Rowling murió simbólicamente en una novela reciente de terror.
Las violencias sufridas por las personas trans resultan más concretas. Cinco días antes de la columna de Paul en el New York Times, una joven trans de tan solo dieciséis años, llamada Brianna Ghey, fue asesinada en el Reino Unido, un país que normalmente tiene tasas bajas de crímenes violentos, pero cuya cantidad de crímenes de odio transfóbicos se ha triplicado en los últimos cinco años. Un contexto relevante son los pánicos morales difundidos en los medios de ese país, en foros de Internet como Mumsnet (que se han vuelto focos de radicalización al estilo 4chan) y, claro, la cuenta de Twitter de la propia J. K. Rowling, con sus catorce millones de seguidores. Esto último es lo menos comentado, dado que Rowling suele emplear un ejército de abogados para acallar a cualquier persona que la critique en los medios británicos o en redes sociales, siempre y cuando caigan bajo la jurisdicción de las asfixiantes leyes inglesas sobre difamación.
Rowling muestra más moderación en sus declaraciones públicas que, por ejemplo, Kanye West, pero simplemente puede ser que sea menos impulsiva y que sepa un poco sobre el valor de las relaciones públicas. Hasta la feminista radical transexcluyente Laura Lecuona ha aceptado que “para algunas personas trans este juego con el género es una estrategia de supervivencia”, como cuando escribió en la Revista de la Universidad, pero en una conferencia privada, cuando solo estaba con sus correligionarias, no dudó en decir “¡No les concedamos la existencia!”. Aquí vemos un gran defecto de mucho del periodismo contemporáneo cuando intenta abordar el tema de las batallas sobre lo trans: se olvidan de algo que cada periodista siempre debe tener en mente, que tal vez la persona que estás entrevistando puede estarte mintiendo, porque tiene su propia agenda, que hay que cotejar las declaraciones públicas de una persona con sus acciones —hasta Trump dijo “I love Hispanics!”.
Y es en sus acciones donde podemos ver las creencias de Rowling. Su primera intervención pública en el debate sobre los derechos trans fue su muestra de apoyo a Maya Forstater, una abogada que perdió su trabajo en una ONG por insultar en redes sociales a une ejecutive nobinarie de Credit Suisse y spamear los chats internos de la organización con comentarios transfóbicos, lo cual provocó las quejas de sus compañeros de trabajo. Rowling ya había sido criticada por su cercanía a Magdalen Berns, la cofundadora de For Women Scotland, una organización que se opone al proyecto de reformar la ley de identidad de género; también es relevante decir que Berns creía que George Soros es responsable del avance de los derechos trans en el mundo, una teoría de conspiración antisemita también promovida por grupos abiertamente fascistas. La misma Rowling se ha acercado a la ultraderecha en estos años —en Twitter “manda mucho amor” a representantes de CitizenGO, el brazo internacional de la organización ultracatólica HazteOír, señalada como la fachada del Yunque en España.
A pesar de todo esto, el texto de Pamela Paul en el New York Times intenta recordarnos a la figura liberal que alguna vez fue Rowling, enfatizando que oponerse a las leyes de autodeterminación de género no necesariamente la convierte en una tránsfoba. Ya hemos visto esta maniobra antes en Latinoamérica, cuando varias feministas del mundo de las letras intentaron quedar bien con Dios y con el diablo, aseverando que su apoyo a Carolina Sanín —alguien que cree que las mujeres trans vamos a organizar el “próximo holocausto” para robarles los úteros a las mujeres cis, como en un libelo de sangre medieval— no necesariamente las hace transfóbicas. Simplemente tienen preocupaciones razonables.
Lo que está a debate, en el fondo, es el modelo bajo el cual el Estado reconoce jurídicamente la identidad de género de las personas trans. En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos “realmente trans”, mientras que en otros lugares, como en todos los estados de México que tienen leyes de identidad de género, simplemente hay que hacer un trámite administrativo. El segundo modelo es conocido como autoidentificación de género, el que tanto critica J. K. Rowling. El primero, que los activistas trans critican a su vez por patologizante, puede sonar razonable para liberales como Pamela Paul, pero esa racionalidad es demasiado abstracta y no considera las vivencias cotidianas de las personas trans.
¿De qué hablamos cuando hablamos de la autoidentificación de género? Hablamos de una reducción de los trámites que una persona trans tiene que sobrellevar para poner sus documentos en orden, pero no de la eliminación de dichos trámites. Como mexicana naturalizada, por ejemplo, tuve que contratar a tres abogadas en tres estados de dos países para poder corregir mi carta de naturalización: una para cambiar mi nombre en la última ciudad de mi país de origen en la que viví, otra para cambiar mi acta de nacimiento en el lugar donde nací, y otra más para llevar todo esto a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Sigo en ese proceso, pero luego tendré que hablar con el SAT y con el INE, tendré que corregir mi carnet médico, cambiar mi cuenta bancaria, mi título de licenciatura, mis registros de proveedora ante mis clientes, etc. No manejo, pero si manejara, tendría que hacer trámites con la aseguradora, cambiar el título del carro, la licencia, etc. Nadie se avienta todo ese papeleo por capricho, y esa es la situación cuando hay leyes de autoidentificación. En el Reino Unido, por ejemplo, solo el primer paso, el de corregir el acta de nacimiento, toma un mínimo de dos años, y cualquier solicitud de cambio de género legal puede ser rechazada por un panel de abogados, médicos y psicólogos elegidos por el Estado británico. Con razón, muchas personas trans tienden a trabajar en los márgenes de la economía formal, ejerciendo el trabajo sexual, pero también en el Tianguis Sexo-Disidente, vendiendo arte por comisión y otros trabajos precarizados.
Hubo un tiempo en que las feministas radicales también criticaban esa regulación estatal del género. “Los estándares de passing” (que una mujer trans se parezca a una mujer cis o un hombre trans a un hombre cis) “evalúan todo, desde [usar] un vestido femenino y un lenguaje corporal femenino hasta las llamadas posiciones femeninas en el coito”, escribió Janice Raymond en The Transsexual Empire, el urtexto del feminismo radical transexcluyente. “La mayoría de las clínicas exigen a los candidatos a la cirugía que revivan los comportamientos y roles del sexo opuesto, fabricados culturalmente, durante periodos de seis meses hasta dos años.” Pero algo gracioso sucedió camino a la cuarta ola. Cuando la Clínica de Género e Identidad de Toronto, Canadá, cerró sus puertas en 2015 por presión de activistas trans —la práctica de su doctor, Kenneth Zucker, involucraba imponer a les niñes que sufren disforia de género que solo usaran juguetes “para su género”, las niñas con Barbies y los niños con carritos—, su “persecución” se volvió una causa célebre; así sexólogos con teorías desacreditadas se unieron a la coalición emergente para oponerse a los derechos trans que incluye tanto a feministas radicales y detransicionadores como evangélicos y políticos derechistas, que va del Movimiento Nacional Feminista Abolicionista (MNFA) a la Conservative Political Action Conference (CPAC) México. Aunque, claramente, esos sexólogos tienen un conflicto de interés: si dices que la transición de género requiere de terceros que avalen el proceso y propones que tú seas ese tercero, no puedes apelar a tu supuesta objetividad científica.
En cambio, lo que impera en países que no tienen leyes de autoidentificación, al momento de determinar quién es “realmente trans”, es la sexología más caduca. Un libro fundacional fue The Transsexual Phenomenon de Harry Benjamin, que clasificaba a las personas trans en una escala de “pseudotravesti” a “transexual de alta intensidad”; dependiendo de la categoría en que cayera una persona en particular, su transición de género podía ser rechazada o aprobada. Pero el libro de Benjamin se volvió un manual no solo para los sexólogos, sino también para las propias personas trans, porque te decía lo que querían escuchar en las clínicas antes de aprobarte cualquier procedimiento, y toda una generación de mujeres trans se esforzaron por encarnar los estereotipos de Benjamin —hasta el momento en que libraran todos los trámites, por supuesto—. Otros sexólogos más contemporáneos tienen tipologías distintas: por ejemplo, Ray Blanchard divide a las mujeres trans en dos categorías, “transexuales homosexuales” y “autoginéfilos”, de acuerdo con sus hábitos sexuales. Una teoría más ha surgido en los últimos años: se llama Disforia de Género de Inicio Rápido y fue desarrollada exclusivamente a partir de entrevistas con padres de familia reclutados en sitios transfóbicos; según estos padres, sus hijes de pronto les dijeron que son trans sin que ellos lo vieran venir, como si los adolescentes tuvieran la costumbre de contarles todo. Ninguna de esas teorías tiene más peso científico que la envidia del pene de la que tanto nos burlamos hoy en día, y en el caso de Blanchard parece que su tipología depende, más que nada, de cuáles mujeres trans eran objetos de interés sexual para él en particular, y cuáles no. Sin embargo, siguen teniendo influencia entre los médicos, legisladores y funcionarios a la hora de decidir si una persona es “realmente trans” o no.
Cuando intenté recibir tratamiento hormonal en la Clínica Condesa, por ejemplo, tuve que platicar con una psicóloga que me preguntó sobre mis posiciones sexuales preferidas, la frecuencia y forma de mis hábitos de masturbación, etc. —la pseudociencia vuelta una política de Estado—. Por cierto, nunca me pasaron. Tal vez la manera en que me masturbaba no era la correcta, y aunque creo que soy suficientemente pasiva como para satisfacer los criterios más machistas sobre “qué es una mujer”, tal vez me negaron el servicio porque prefiero ser pasiva con otras mujeres. Tal vez debí ponerme más maquillaje ese día. Nunca lo sabré. Y quizá mis lectores no quieran saber de mi vida sexual, y lo entiendo, pero cuando eres trans lo privado se vuelve público y cada orgasmo que has tenido en la vida puede ser instrumentalizado en tu contra. La autoidentificación de género, a pesar de sus múltiples trámites y de su pesada burocracia, nos restaura la vida privada.
En los ocho años en que la Ciudad de México ha tenido políticas de autodeterminación de género, solo hay un caso de supuesto fraude que las feministas radicales transexcluyentes pueden mencionar. Ni siquiera un porcentaje, una sola persona. Para cualquier otra política gubernamental, tener solamente un caso de abuso o fraude sería un sueño. En cambio, cuando hablamos del problema de las violaciones dentro de las cárceles de mujeres, otro argumento citado a menudo por feministas radicales transexcluyentes para oponerse a las leyes de autoidentificación, hay que decir que la mayoría de las agresiones no son cometidas por reas trans ni por reas cis, sino por las guardias. Lo que habría que hacer no es tanto determinar qué persona debe ser asignada a qué cárcel, sino analizar por qué el sistema carcelario fomenta una cultura de violación, desde arriba, como política de castigo. Pero en un mundo en el que feministas radicales hicieron campaña contra la nueva Constitución de Chile porque, en comparación con la de Pinochet, la nueva habría introducido “elementos que ponen en jaque los derechos de las mujeres”, resulta ingenuo intentar tener un debate racional en el que podamos citar las falacias del otro bando. Nunca hemos estado ante un intento genuino por detener las violaciones dentro de las cárceles, sino de mantener una población minoritaria en un estado de vigilancia constante: tenemos que comprobar la validez de nuestra identidad cada vez que interactuamos con una burocracia, sea pública o privada.
Otro ejemplo: mi esposa y yo nos casamos el año pasado, y en el Registro Civil hasta nos pidieron una carta que confirmara que la una estaba enterada del estatus trans de la otra, y que no había engaño. Y la pidieron dos veces, porque la primera vez no les gustó la redacción. Mientras tanto, en el Reino Unido cualquier persona casada que quiera cambiar su género legalmente tiene que incluir en su solicitud una declaración escrita de su espose que confirme su aprobación de la transición de le otre. No importa que haya, desde hace décadas, un procedimiento llamado “divorcio” que puede ser solicitado por cualquier persona —cis o trans— que se sienta engañada o traicionada dentro de un matrimonio, el punto es que las preocupaciones razonables de las personas cis sobre la existencia de las personas trans —en este caso, sobre la posibilidad de acabar de cónyuge de una persona trans sin saberlo, infinitesimal pero ampliamente difundida en la cultura popular en series como How I Met Your Mother o películas como The Crying Game— siempre se traduce en más burocracia, en más trámites, y nos volvemos pequeños Ks intentando acceder al castillo.
Incluso Helen Joyce, una exeditora de The Economist —lejos de ser una aliada de nuestra lucha, es una de las plumas preferidas de Gabriel Quadri, y alguien que nos ha descrito como “un problema enorme para un mundo sano”— acepta que una de las razones del avance de las reivindicaciones cada vez más militantes por parte de los activismos trans ha sido la penetración de la burocracia en cada vez más aspectos de la vida contemporánea. Cuando hay que dar nuestros datos biométricos hasta a MercadoLibre, claro que las disidencias de género necesitamos reafirmar nuestro control sobre nuestras identidades. Por esta y otras razones (incluyendo la pobreza que afecta a grandes partes de nuestra población), muchas personas trans tendemos hacia el anarquismo en nuestras posturas políticas, porque nuestra negociación constante con el Estado nos lleva a ver su aparato burocrático y sus métodos de control biopolítico como un eje de opresión como tal. Y lo que vemos es que las “preocupaciones razonables” de las feministas radicales transexcluyentes solo aumentan ese poder burocrático, desde los Paneles de Reconocimiento de Género del Reino Unido hasta el uso de médicos y la revisión del historial menstrual de las atletas para verificar que los equipos femeniles en el deporte están 100% compuestos de mujeres-nacidas-mujeres. Entonces, ¿por qué tomamos los posicionamientos de personas como Pamela Paul, en el New York Times, y de J. K. Rowling en serio? Como dijo Dahlia de la Cerda en su ya clásico ensayo “Feminismo sin cuarto propio”, “porque los hicieron feministas del cuarto propio que por la colonialidad del saber están legitimadas per se, aunque digan pendejadas”.
Escritoras como Pamela Paul, editorialista del New York Times, y J. K. Rowling sostienen posturas que podrían parecer “razonables”, pero no consideran la burocracia que imponen en las vidas de les trans. Este artículo expone los trámites que les trans deben cumplir y explica cómo el poder que se le concede al Estado se traduce en vigilancia y sospecha de fraude por parte de les trans, que no están justificadas y resultan opresivas.
El 15 de febrero un grupo de colaboradores del New York Times entregó una carta abierta al periódico denunciándolo por su “mezcla de pseudociencia y lenguaje cargado y eufemístico” en su cobertura de temas sobre la comunidad trans. Los signatarios incluyeron a Chelsea Manning, Francisco Goldman, Sarah Schulman y Rebecca Solnit, entre cientos de escritores y más de treinta mil lectores y trabajadores de los medios de comunicación. Ese mismo día la organización Gay & Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) hizo una manifestación afuera de las oficinas del New York Times. No es la primera vez que el periódico enfrenta protestas por su cobertura de temas LGBT —en su obra Un corazón normal, Larry Kramer, el fundador de la organización de seroactivismo AIDS Coalition to Unleash Power (ACT-UP), se ensañó con la respuesta del New York Times a la crisis de VIH-SIDA—. Pero esta vez la denuncia ocurre no solo en el contexto de una ola de medidas drásticas para limitar los derechos de las personas LGBT en los estados gobernados por republicanos (liderada por Ron DeSantis, gobernador de Florida y casi seguramente un precandidato para las elecciones de 2024), sino que esta ola ha utilizado la propia cobertura del New York Times a su favor: por ejemplo, cuando el estado de Texas intentó defender su política de separar niñes trans de sus familias, bajo el argumento de que aceptar su identidad de género constituye una forma de abuso infantil, lo hizo citando un texto del New York Times sobre las infancias trans que, entre otras cosas, representó a Genspect como un grupo de padres de familia que simplemente estaban preocupados por sus niñes.
El día después de la manifestación organizada por GLAAD, el New York Times publicó una columna escrita por Pamela Paul, una de sus principales editorialistas y exeditora del New York Times Book Review, que compara la “cancelación” de J. K. Rowling por su discurso transfóbico con el fatwa contra Salman Rushdie. La autora escocesa ha denunciado varias veces el acoso que ha recibido por sus posturas políticas. Un día, un grupo de drag queens tomó una foto afuera de la casa de Rowling con un par de pancartas a favor de los derechos trans, algo que, según la escritora, constituyó doxeo por la publicación de información privada (aunque la ubicación de su casa se encontraba en Google Maps). Otro día un usuario de Twitter deseó que alguien le dejara una bomba en su buzón, y Rowling murió simbólicamente en una novela reciente de terror.
Las violencias sufridas por las personas trans resultan más concretas. Cinco días antes de la columna de Paul en el New York Times, una joven trans de tan solo dieciséis años, llamada Brianna Ghey, fue asesinada en el Reino Unido, un país que normalmente tiene tasas bajas de crímenes violentos, pero cuya cantidad de crímenes de odio transfóbicos se ha triplicado en los últimos cinco años. Un contexto relevante son los pánicos morales difundidos en los medios de ese país, en foros de Internet como Mumsnet (que se han vuelto focos de radicalización al estilo 4chan) y, claro, la cuenta de Twitter de la propia J. K. Rowling, con sus catorce millones de seguidores. Esto último es lo menos comentado, dado que Rowling suele emplear un ejército de abogados para acallar a cualquier persona que la critique en los medios británicos o en redes sociales, siempre y cuando caigan bajo la jurisdicción de las asfixiantes leyes inglesas sobre difamación.
Rowling muestra más moderación en sus declaraciones públicas que, por ejemplo, Kanye West, pero simplemente puede ser que sea menos impulsiva y que sepa un poco sobre el valor de las relaciones públicas. Hasta la feminista radical transexcluyente Laura Lecuona ha aceptado que “para algunas personas trans este juego con el género es una estrategia de supervivencia”, como cuando escribió en la Revista de la Universidad, pero en una conferencia privada, cuando solo estaba con sus correligionarias, no dudó en decir “¡No les concedamos la existencia!”. Aquí vemos un gran defecto de mucho del periodismo contemporáneo cuando intenta abordar el tema de las batallas sobre lo trans: se olvidan de algo que cada periodista siempre debe tener en mente, que tal vez la persona que estás entrevistando puede estarte mintiendo, porque tiene su propia agenda, que hay que cotejar las declaraciones públicas de una persona con sus acciones —hasta Trump dijo “I love Hispanics!”.
Y es en sus acciones donde podemos ver las creencias de Rowling. Su primera intervención pública en el debate sobre los derechos trans fue su muestra de apoyo a Maya Forstater, una abogada que perdió su trabajo en una ONG por insultar en redes sociales a une ejecutive nobinarie de Credit Suisse y spamear los chats internos de la organización con comentarios transfóbicos, lo cual provocó las quejas de sus compañeros de trabajo. Rowling ya había sido criticada por su cercanía a Magdalen Berns, la cofundadora de For Women Scotland, una organización que se opone al proyecto de reformar la ley de identidad de género; también es relevante decir que Berns creía que George Soros es responsable del avance de los derechos trans en el mundo, una teoría de conspiración antisemita también promovida por grupos abiertamente fascistas. La misma Rowling se ha acercado a la ultraderecha en estos años —en Twitter “manda mucho amor” a representantes de CitizenGO, el brazo internacional de la organización ultracatólica HazteOír, señalada como la fachada del Yunque en España.
A pesar de todo esto, el texto de Pamela Paul en el New York Times intenta recordarnos a la figura liberal que alguna vez fue Rowling, enfatizando que oponerse a las leyes de autodeterminación de género no necesariamente la convierte en una tránsfoba. Ya hemos visto esta maniobra antes en Latinoamérica, cuando varias feministas del mundo de las letras intentaron quedar bien con Dios y con el diablo, aseverando que su apoyo a Carolina Sanín —alguien que cree que las mujeres trans vamos a organizar el “próximo holocausto” para robarles los úteros a las mujeres cis, como en un libelo de sangre medieval— no necesariamente las hace transfóbicas. Simplemente tienen preocupaciones razonables.
Lo que está a debate, en el fondo, es el modelo bajo el cual el Estado reconoce jurídicamente la identidad de género de las personas trans. En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos “realmente trans”, mientras que en otros lugares, como en todos los estados de México que tienen leyes de identidad de género, simplemente hay que hacer un trámite administrativo. El segundo modelo es conocido como autoidentificación de género, el que tanto critica J. K. Rowling. El primero, que los activistas trans critican a su vez por patologizante, puede sonar razonable para liberales como Pamela Paul, pero esa racionalidad es demasiado abstracta y no considera las vivencias cotidianas de las personas trans.
¿De qué hablamos cuando hablamos de la autoidentificación de género? Hablamos de una reducción de los trámites que una persona trans tiene que sobrellevar para poner sus documentos en orden, pero no de la eliminación de dichos trámites. Como mexicana naturalizada, por ejemplo, tuve que contratar a tres abogadas en tres estados de dos países para poder corregir mi carta de naturalización: una para cambiar mi nombre en la última ciudad de mi país de origen en la que viví, otra para cambiar mi acta de nacimiento en el lugar donde nací, y otra más para llevar todo esto a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Sigo en ese proceso, pero luego tendré que hablar con el SAT y con el INE, tendré que corregir mi carnet médico, cambiar mi cuenta bancaria, mi título de licenciatura, mis registros de proveedora ante mis clientes, etc. No manejo, pero si manejara, tendría que hacer trámites con la aseguradora, cambiar el título del carro, la licencia, etc. Nadie se avienta todo ese papeleo por capricho, y esa es la situación cuando hay leyes de autoidentificación. En el Reino Unido, por ejemplo, solo el primer paso, el de corregir el acta de nacimiento, toma un mínimo de dos años, y cualquier solicitud de cambio de género legal puede ser rechazada por un panel de abogados, médicos y psicólogos elegidos por el Estado británico. Con razón, muchas personas trans tienden a trabajar en los márgenes de la economía formal, ejerciendo el trabajo sexual, pero también en el Tianguis Sexo-Disidente, vendiendo arte por comisión y otros trabajos precarizados.
Hubo un tiempo en que las feministas radicales también criticaban esa regulación estatal del género. “Los estándares de passing” (que una mujer trans se parezca a una mujer cis o un hombre trans a un hombre cis) “evalúan todo, desde [usar] un vestido femenino y un lenguaje corporal femenino hasta las llamadas posiciones femeninas en el coito”, escribió Janice Raymond en The Transsexual Empire, el urtexto del feminismo radical transexcluyente. “La mayoría de las clínicas exigen a los candidatos a la cirugía que revivan los comportamientos y roles del sexo opuesto, fabricados culturalmente, durante periodos de seis meses hasta dos años.” Pero algo gracioso sucedió camino a la cuarta ola. Cuando la Clínica de Género e Identidad de Toronto, Canadá, cerró sus puertas en 2015 por presión de activistas trans —la práctica de su doctor, Kenneth Zucker, involucraba imponer a les niñes que sufren disforia de género que solo usaran juguetes “para su género”, las niñas con Barbies y los niños con carritos—, su “persecución” se volvió una causa célebre; así sexólogos con teorías desacreditadas se unieron a la coalición emergente para oponerse a los derechos trans que incluye tanto a feministas radicales y detransicionadores como evangélicos y políticos derechistas, que va del Movimiento Nacional Feminista Abolicionista (MNFA) a la Conservative Political Action Conference (CPAC) México. Aunque, claramente, esos sexólogos tienen un conflicto de interés: si dices que la transición de género requiere de terceros que avalen el proceso y propones que tú seas ese tercero, no puedes apelar a tu supuesta objetividad científica.
En cambio, lo que impera en países que no tienen leyes de autoidentificación, al momento de determinar quién es “realmente trans”, es la sexología más caduca. Un libro fundacional fue The Transsexual Phenomenon de Harry Benjamin, que clasificaba a las personas trans en una escala de “pseudotravesti” a “transexual de alta intensidad”; dependiendo de la categoría en que cayera una persona en particular, su transición de género podía ser rechazada o aprobada. Pero el libro de Benjamin se volvió un manual no solo para los sexólogos, sino también para las propias personas trans, porque te decía lo que querían escuchar en las clínicas antes de aprobarte cualquier procedimiento, y toda una generación de mujeres trans se esforzaron por encarnar los estereotipos de Benjamin —hasta el momento en que libraran todos los trámites, por supuesto—. Otros sexólogos más contemporáneos tienen tipologías distintas: por ejemplo, Ray Blanchard divide a las mujeres trans en dos categorías, “transexuales homosexuales” y “autoginéfilos”, de acuerdo con sus hábitos sexuales. Una teoría más ha surgido en los últimos años: se llama Disforia de Género de Inicio Rápido y fue desarrollada exclusivamente a partir de entrevistas con padres de familia reclutados en sitios transfóbicos; según estos padres, sus hijes de pronto les dijeron que son trans sin que ellos lo vieran venir, como si los adolescentes tuvieran la costumbre de contarles todo. Ninguna de esas teorías tiene más peso científico que la envidia del pene de la que tanto nos burlamos hoy en día, y en el caso de Blanchard parece que su tipología depende, más que nada, de cuáles mujeres trans eran objetos de interés sexual para él en particular, y cuáles no. Sin embargo, siguen teniendo influencia entre los médicos, legisladores y funcionarios a la hora de decidir si una persona es “realmente trans” o no.
Cuando intenté recibir tratamiento hormonal en la Clínica Condesa, por ejemplo, tuve que platicar con una psicóloga que me preguntó sobre mis posiciones sexuales preferidas, la frecuencia y forma de mis hábitos de masturbación, etc. —la pseudociencia vuelta una política de Estado—. Por cierto, nunca me pasaron. Tal vez la manera en que me masturbaba no era la correcta, y aunque creo que soy suficientemente pasiva como para satisfacer los criterios más machistas sobre “qué es una mujer”, tal vez me negaron el servicio porque prefiero ser pasiva con otras mujeres. Tal vez debí ponerme más maquillaje ese día. Nunca lo sabré. Y quizá mis lectores no quieran saber de mi vida sexual, y lo entiendo, pero cuando eres trans lo privado se vuelve público y cada orgasmo que has tenido en la vida puede ser instrumentalizado en tu contra. La autoidentificación de género, a pesar de sus múltiples trámites y de su pesada burocracia, nos restaura la vida privada.
En los ocho años en que la Ciudad de México ha tenido políticas de autodeterminación de género, solo hay un caso de supuesto fraude que las feministas radicales transexcluyentes pueden mencionar. Ni siquiera un porcentaje, una sola persona. Para cualquier otra política gubernamental, tener solamente un caso de abuso o fraude sería un sueño. En cambio, cuando hablamos del problema de las violaciones dentro de las cárceles de mujeres, otro argumento citado a menudo por feministas radicales transexcluyentes para oponerse a las leyes de autoidentificación, hay que decir que la mayoría de las agresiones no son cometidas por reas trans ni por reas cis, sino por las guardias. Lo que habría que hacer no es tanto determinar qué persona debe ser asignada a qué cárcel, sino analizar por qué el sistema carcelario fomenta una cultura de violación, desde arriba, como política de castigo. Pero en un mundo en el que feministas radicales hicieron campaña contra la nueva Constitución de Chile porque, en comparación con la de Pinochet, la nueva habría introducido “elementos que ponen en jaque los derechos de las mujeres”, resulta ingenuo intentar tener un debate racional en el que podamos citar las falacias del otro bando. Nunca hemos estado ante un intento genuino por detener las violaciones dentro de las cárceles, sino de mantener una población minoritaria en un estado de vigilancia constante: tenemos que comprobar la validez de nuestra identidad cada vez que interactuamos con una burocracia, sea pública o privada.
Otro ejemplo: mi esposa y yo nos casamos el año pasado, y en el Registro Civil hasta nos pidieron una carta que confirmara que la una estaba enterada del estatus trans de la otra, y que no había engaño. Y la pidieron dos veces, porque la primera vez no les gustó la redacción. Mientras tanto, en el Reino Unido cualquier persona casada que quiera cambiar su género legalmente tiene que incluir en su solicitud una declaración escrita de su espose que confirme su aprobación de la transición de le otre. No importa que haya, desde hace décadas, un procedimiento llamado “divorcio” que puede ser solicitado por cualquier persona —cis o trans— que se sienta engañada o traicionada dentro de un matrimonio, el punto es que las preocupaciones razonables de las personas cis sobre la existencia de las personas trans —en este caso, sobre la posibilidad de acabar de cónyuge de una persona trans sin saberlo, infinitesimal pero ampliamente difundida en la cultura popular en series como How I Met Your Mother o películas como The Crying Game— siempre se traduce en más burocracia, en más trámites, y nos volvemos pequeños Ks intentando acceder al castillo.
Incluso Helen Joyce, una exeditora de The Economist —lejos de ser una aliada de nuestra lucha, es una de las plumas preferidas de Gabriel Quadri, y alguien que nos ha descrito como “un problema enorme para un mundo sano”— acepta que una de las razones del avance de las reivindicaciones cada vez más militantes por parte de los activismos trans ha sido la penetración de la burocracia en cada vez más aspectos de la vida contemporánea. Cuando hay que dar nuestros datos biométricos hasta a MercadoLibre, claro que las disidencias de género necesitamos reafirmar nuestro control sobre nuestras identidades. Por esta y otras razones (incluyendo la pobreza que afecta a grandes partes de nuestra población), muchas personas trans tendemos hacia el anarquismo en nuestras posturas políticas, porque nuestra negociación constante con el Estado nos lleva a ver su aparato burocrático y sus métodos de control biopolítico como un eje de opresión como tal. Y lo que vemos es que las “preocupaciones razonables” de las feministas radicales transexcluyentes solo aumentan ese poder burocrático, desde los Paneles de Reconocimiento de Género del Reino Unido hasta el uso de médicos y la revisión del historial menstrual de las atletas para verificar que los equipos femeniles en el deporte están 100% compuestos de mujeres-nacidas-mujeres. Entonces, ¿por qué tomamos los posicionamientos de personas como Pamela Paul, en el New York Times, y de J. K. Rowling en serio? Como dijo Dahlia de la Cerda en su ya clásico ensayo “Feminismo sin cuarto propio”, “porque los hicieron feministas del cuarto propio que por la colonialidad del saber están legitimadas per se, aunque digan pendejadas”.
Ilustración de Camila López Darce.
Escritoras como Pamela Paul, editorialista del New York Times, y J. K. Rowling sostienen posturas que podrían parecer “razonables”, pero no consideran la burocracia que imponen en las vidas de les trans. Este artículo expone los trámites que les trans deben cumplir y explica cómo el poder que se le concede al Estado se traduce en vigilancia y sospecha de fraude por parte de les trans, que no están justificadas y resultan opresivas.
El 15 de febrero un grupo de colaboradores del New York Times entregó una carta abierta al periódico denunciándolo por su “mezcla de pseudociencia y lenguaje cargado y eufemístico” en su cobertura de temas sobre la comunidad trans. Los signatarios incluyeron a Chelsea Manning, Francisco Goldman, Sarah Schulman y Rebecca Solnit, entre cientos de escritores y más de treinta mil lectores y trabajadores de los medios de comunicación. Ese mismo día la organización Gay & Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) hizo una manifestación afuera de las oficinas del New York Times. No es la primera vez que el periódico enfrenta protestas por su cobertura de temas LGBT —en su obra Un corazón normal, Larry Kramer, el fundador de la organización de seroactivismo AIDS Coalition to Unleash Power (ACT-UP), se ensañó con la respuesta del New York Times a la crisis de VIH-SIDA—. Pero esta vez la denuncia ocurre no solo en el contexto de una ola de medidas drásticas para limitar los derechos de las personas LGBT en los estados gobernados por republicanos (liderada por Ron DeSantis, gobernador de Florida y casi seguramente un precandidato para las elecciones de 2024), sino que esta ola ha utilizado la propia cobertura del New York Times a su favor: por ejemplo, cuando el estado de Texas intentó defender su política de separar niñes trans de sus familias, bajo el argumento de que aceptar su identidad de género constituye una forma de abuso infantil, lo hizo citando un texto del New York Times sobre las infancias trans que, entre otras cosas, representó a Genspect como un grupo de padres de familia que simplemente estaban preocupados por sus niñes.
El día después de la manifestación organizada por GLAAD, el New York Times publicó una columna escrita por Pamela Paul, una de sus principales editorialistas y exeditora del New York Times Book Review, que compara la “cancelación” de J. K. Rowling por su discurso transfóbico con el fatwa contra Salman Rushdie. La autora escocesa ha denunciado varias veces el acoso que ha recibido por sus posturas políticas. Un día, un grupo de drag queens tomó una foto afuera de la casa de Rowling con un par de pancartas a favor de los derechos trans, algo que, según la escritora, constituyó doxeo por la publicación de información privada (aunque la ubicación de su casa se encontraba en Google Maps). Otro día un usuario de Twitter deseó que alguien le dejara una bomba en su buzón, y Rowling murió simbólicamente en una novela reciente de terror.
Las violencias sufridas por las personas trans resultan más concretas. Cinco días antes de la columna de Paul en el New York Times, una joven trans de tan solo dieciséis años, llamada Brianna Ghey, fue asesinada en el Reino Unido, un país que normalmente tiene tasas bajas de crímenes violentos, pero cuya cantidad de crímenes de odio transfóbicos se ha triplicado en los últimos cinco años. Un contexto relevante son los pánicos morales difundidos en los medios de ese país, en foros de Internet como Mumsnet (que se han vuelto focos de radicalización al estilo 4chan) y, claro, la cuenta de Twitter de la propia J. K. Rowling, con sus catorce millones de seguidores. Esto último es lo menos comentado, dado que Rowling suele emplear un ejército de abogados para acallar a cualquier persona que la critique en los medios británicos o en redes sociales, siempre y cuando caigan bajo la jurisdicción de las asfixiantes leyes inglesas sobre difamación.
Rowling muestra más moderación en sus declaraciones públicas que, por ejemplo, Kanye West, pero simplemente puede ser que sea menos impulsiva y que sepa un poco sobre el valor de las relaciones públicas. Hasta la feminista radical transexcluyente Laura Lecuona ha aceptado que “para algunas personas trans este juego con el género es una estrategia de supervivencia”, como cuando escribió en la Revista de la Universidad, pero en una conferencia privada, cuando solo estaba con sus correligionarias, no dudó en decir “¡No les concedamos la existencia!”. Aquí vemos un gran defecto de mucho del periodismo contemporáneo cuando intenta abordar el tema de las batallas sobre lo trans: se olvidan de algo que cada periodista siempre debe tener en mente, que tal vez la persona que estás entrevistando puede estarte mintiendo, porque tiene su propia agenda, que hay que cotejar las declaraciones públicas de una persona con sus acciones —hasta Trump dijo “I love Hispanics!”.
Y es en sus acciones donde podemos ver las creencias de Rowling. Su primera intervención pública en el debate sobre los derechos trans fue su muestra de apoyo a Maya Forstater, una abogada que perdió su trabajo en una ONG por insultar en redes sociales a une ejecutive nobinarie de Credit Suisse y spamear los chats internos de la organización con comentarios transfóbicos, lo cual provocó las quejas de sus compañeros de trabajo. Rowling ya había sido criticada por su cercanía a Magdalen Berns, la cofundadora de For Women Scotland, una organización que se opone al proyecto de reformar la ley de identidad de género; también es relevante decir que Berns creía que George Soros es responsable del avance de los derechos trans en el mundo, una teoría de conspiración antisemita también promovida por grupos abiertamente fascistas. La misma Rowling se ha acercado a la ultraderecha en estos años —en Twitter “manda mucho amor” a representantes de CitizenGO, el brazo internacional de la organización ultracatólica HazteOír, señalada como la fachada del Yunque en España.
A pesar de todo esto, el texto de Pamela Paul en el New York Times intenta recordarnos a la figura liberal que alguna vez fue Rowling, enfatizando que oponerse a las leyes de autodeterminación de género no necesariamente la convierte en una tránsfoba. Ya hemos visto esta maniobra antes en Latinoamérica, cuando varias feministas del mundo de las letras intentaron quedar bien con Dios y con el diablo, aseverando que su apoyo a Carolina Sanín —alguien que cree que las mujeres trans vamos a organizar el “próximo holocausto” para robarles los úteros a las mujeres cis, como en un libelo de sangre medieval— no necesariamente las hace transfóbicas. Simplemente tienen preocupaciones razonables.
Lo que está a debate, en el fondo, es el modelo bajo el cual el Estado reconoce jurídicamente la identidad de género de las personas trans. En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos “realmente trans”, mientras que en otros lugares, como en todos los estados de México que tienen leyes de identidad de género, simplemente hay que hacer un trámite administrativo. El segundo modelo es conocido como autoidentificación de género, el que tanto critica J. K. Rowling. El primero, que los activistas trans critican a su vez por patologizante, puede sonar razonable para liberales como Pamela Paul, pero esa racionalidad es demasiado abstracta y no considera las vivencias cotidianas de las personas trans.
¿De qué hablamos cuando hablamos de la autoidentificación de género? Hablamos de una reducción de los trámites que una persona trans tiene que sobrellevar para poner sus documentos en orden, pero no de la eliminación de dichos trámites. Como mexicana naturalizada, por ejemplo, tuve que contratar a tres abogadas en tres estados de dos países para poder corregir mi carta de naturalización: una para cambiar mi nombre en la última ciudad de mi país de origen en la que viví, otra para cambiar mi acta de nacimiento en el lugar donde nací, y otra más para llevar todo esto a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Sigo en ese proceso, pero luego tendré que hablar con el SAT y con el INE, tendré que corregir mi carnet médico, cambiar mi cuenta bancaria, mi título de licenciatura, mis registros de proveedora ante mis clientes, etc. No manejo, pero si manejara, tendría que hacer trámites con la aseguradora, cambiar el título del carro, la licencia, etc. Nadie se avienta todo ese papeleo por capricho, y esa es la situación cuando hay leyes de autoidentificación. En el Reino Unido, por ejemplo, solo el primer paso, el de corregir el acta de nacimiento, toma un mínimo de dos años, y cualquier solicitud de cambio de género legal puede ser rechazada por un panel de abogados, médicos y psicólogos elegidos por el Estado británico. Con razón, muchas personas trans tienden a trabajar en los márgenes de la economía formal, ejerciendo el trabajo sexual, pero también en el Tianguis Sexo-Disidente, vendiendo arte por comisión y otros trabajos precarizados.
Hubo un tiempo en que las feministas radicales también criticaban esa regulación estatal del género. “Los estándares de passing” (que una mujer trans se parezca a una mujer cis o un hombre trans a un hombre cis) “evalúan todo, desde [usar] un vestido femenino y un lenguaje corporal femenino hasta las llamadas posiciones femeninas en el coito”, escribió Janice Raymond en The Transsexual Empire, el urtexto del feminismo radical transexcluyente. “La mayoría de las clínicas exigen a los candidatos a la cirugía que revivan los comportamientos y roles del sexo opuesto, fabricados culturalmente, durante periodos de seis meses hasta dos años.” Pero algo gracioso sucedió camino a la cuarta ola. Cuando la Clínica de Género e Identidad de Toronto, Canadá, cerró sus puertas en 2015 por presión de activistas trans —la práctica de su doctor, Kenneth Zucker, involucraba imponer a les niñes que sufren disforia de género que solo usaran juguetes “para su género”, las niñas con Barbies y los niños con carritos—, su “persecución” se volvió una causa célebre; así sexólogos con teorías desacreditadas se unieron a la coalición emergente para oponerse a los derechos trans que incluye tanto a feministas radicales y detransicionadores como evangélicos y políticos derechistas, que va del Movimiento Nacional Feminista Abolicionista (MNFA) a la Conservative Political Action Conference (CPAC) México. Aunque, claramente, esos sexólogos tienen un conflicto de interés: si dices que la transición de género requiere de terceros que avalen el proceso y propones que tú seas ese tercero, no puedes apelar a tu supuesta objetividad científica.
En cambio, lo que impera en países que no tienen leyes de autoidentificación, al momento de determinar quién es “realmente trans”, es la sexología más caduca. Un libro fundacional fue The Transsexual Phenomenon de Harry Benjamin, que clasificaba a las personas trans en una escala de “pseudotravesti” a “transexual de alta intensidad”; dependiendo de la categoría en que cayera una persona en particular, su transición de género podía ser rechazada o aprobada. Pero el libro de Benjamin se volvió un manual no solo para los sexólogos, sino también para las propias personas trans, porque te decía lo que querían escuchar en las clínicas antes de aprobarte cualquier procedimiento, y toda una generación de mujeres trans se esforzaron por encarnar los estereotipos de Benjamin —hasta el momento en que libraran todos los trámites, por supuesto—. Otros sexólogos más contemporáneos tienen tipologías distintas: por ejemplo, Ray Blanchard divide a las mujeres trans en dos categorías, “transexuales homosexuales” y “autoginéfilos”, de acuerdo con sus hábitos sexuales. Una teoría más ha surgido en los últimos años: se llama Disforia de Género de Inicio Rápido y fue desarrollada exclusivamente a partir de entrevistas con padres de familia reclutados en sitios transfóbicos; según estos padres, sus hijes de pronto les dijeron que son trans sin que ellos lo vieran venir, como si los adolescentes tuvieran la costumbre de contarles todo. Ninguna de esas teorías tiene más peso científico que la envidia del pene de la que tanto nos burlamos hoy en día, y en el caso de Blanchard parece que su tipología depende, más que nada, de cuáles mujeres trans eran objetos de interés sexual para él en particular, y cuáles no. Sin embargo, siguen teniendo influencia entre los médicos, legisladores y funcionarios a la hora de decidir si una persona es “realmente trans” o no.
Cuando intenté recibir tratamiento hormonal en la Clínica Condesa, por ejemplo, tuve que platicar con una psicóloga que me preguntó sobre mis posiciones sexuales preferidas, la frecuencia y forma de mis hábitos de masturbación, etc. —la pseudociencia vuelta una política de Estado—. Por cierto, nunca me pasaron. Tal vez la manera en que me masturbaba no era la correcta, y aunque creo que soy suficientemente pasiva como para satisfacer los criterios más machistas sobre “qué es una mujer”, tal vez me negaron el servicio porque prefiero ser pasiva con otras mujeres. Tal vez debí ponerme más maquillaje ese día. Nunca lo sabré. Y quizá mis lectores no quieran saber de mi vida sexual, y lo entiendo, pero cuando eres trans lo privado se vuelve público y cada orgasmo que has tenido en la vida puede ser instrumentalizado en tu contra. La autoidentificación de género, a pesar de sus múltiples trámites y de su pesada burocracia, nos restaura la vida privada.
En los ocho años en que la Ciudad de México ha tenido políticas de autodeterminación de género, solo hay un caso de supuesto fraude que las feministas radicales transexcluyentes pueden mencionar. Ni siquiera un porcentaje, una sola persona. Para cualquier otra política gubernamental, tener solamente un caso de abuso o fraude sería un sueño. En cambio, cuando hablamos del problema de las violaciones dentro de las cárceles de mujeres, otro argumento citado a menudo por feministas radicales transexcluyentes para oponerse a las leyes de autoidentificación, hay que decir que la mayoría de las agresiones no son cometidas por reas trans ni por reas cis, sino por las guardias. Lo que habría que hacer no es tanto determinar qué persona debe ser asignada a qué cárcel, sino analizar por qué el sistema carcelario fomenta una cultura de violación, desde arriba, como política de castigo. Pero en un mundo en el que feministas radicales hicieron campaña contra la nueva Constitución de Chile porque, en comparación con la de Pinochet, la nueva habría introducido “elementos que ponen en jaque los derechos de las mujeres”, resulta ingenuo intentar tener un debate racional en el que podamos citar las falacias del otro bando. Nunca hemos estado ante un intento genuino por detener las violaciones dentro de las cárceles, sino de mantener una población minoritaria en un estado de vigilancia constante: tenemos que comprobar la validez de nuestra identidad cada vez que interactuamos con una burocracia, sea pública o privada.
Otro ejemplo: mi esposa y yo nos casamos el año pasado, y en el Registro Civil hasta nos pidieron una carta que confirmara que la una estaba enterada del estatus trans de la otra, y que no había engaño. Y la pidieron dos veces, porque la primera vez no les gustó la redacción. Mientras tanto, en el Reino Unido cualquier persona casada que quiera cambiar su género legalmente tiene que incluir en su solicitud una declaración escrita de su espose que confirme su aprobación de la transición de le otre. No importa que haya, desde hace décadas, un procedimiento llamado “divorcio” que puede ser solicitado por cualquier persona —cis o trans— que se sienta engañada o traicionada dentro de un matrimonio, el punto es que las preocupaciones razonables de las personas cis sobre la existencia de las personas trans —en este caso, sobre la posibilidad de acabar de cónyuge de una persona trans sin saberlo, infinitesimal pero ampliamente difundida en la cultura popular en series como How I Met Your Mother o películas como The Crying Game— siempre se traduce en más burocracia, en más trámites, y nos volvemos pequeños Ks intentando acceder al castillo.
Incluso Helen Joyce, una exeditora de The Economist —lejos de ser una aliada de nuestra lucha, es una de las plumas preferidas de Gabriel Quadri, y alguien que nos ha descrito como “un problema enorme para un mundo sano”— acepta que una de las razones del avance de las reivindicaciones cada vez más militantes por parte de los activismos trans ha sido la penetración de la burocracia en cada vez más aspectos de la vida contemporánea. Cuando hay que dar nuestros datos biométricos hasta a MercadoLibre, claro que las disidencias de género necesitamos reafirmar nuestro control sobre nuestras identidades. Por esta y otras razones (incluyendo la pobreza que afecta a grandes partes de nuestra población), muchas personas trans tendemos hacia el anarquismo en nuestras posturas políticas, porque nuestra negociación constante con el Estado nos lleva a ver su aparato burocrático y sus métodos de control biopolítico como un eje de opresión como tal. Y lo que vemos es que las “preocupaciones razonables” de las feministas radicales transexcluyentes solo aumentan ese poder burocrático, desde los Paneles de Reconocimiento de Género del Reino Unido hasta el uso de médicos y la revisión del historial menstrual de las atletas para verificar que los equipos femeniles en el deporte están 100% compuestos de mujeres-nacidas-mujeres. Entonces, ¿por qué tomamos los posicionamientos de personas como Pamela Paul, en el New York Times, y de J. K. Rowling en serio? Como dijo Dahlia de la Cerda en su ya clásico ensayo “Feminismo sin cuarto propio”, “porque los hicieron feministas del cuarto propio que por la colonialidad del saber están legitimadas per se, aunque digan pendejadas”.
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