Tiempo de lectura: 5 minutosCuando yo era muy chica, mientras que nacía el ambientalismo, en mis clases de primaria sólo se veía a la naturaleza como una especie de escenario que ocupaban los animales y las plantas, los climas y los ríos que teníamos que memorizar. Pero, más allá del libro de texto, cuando corríamos por el bosque en Mineral del Chico o en las playas de Acapulco, la naturaleza se hacía presente como algo físico que olía maravilloso y podíamos sentir, cubiertos de arena, en todos nuestros poros. Ya bañada, en la tarde que compartía con mis hermanos, la naturaleza manifestaba su belleza impoluta en las revistas de National Geographic y los libros que yo insistía en que me regalaran.
En ese México de los años sesenta, la naturaleza se sentía infinita y el catecismo nos decía que Dios la había puesto ahí para que la disfrutáramos. Ahora sé que no es así: sabemos que somos parte de una larga historia evolutiva, una especie más en la gran historia de la vida. La naturaleza ya no es el escenario, sino el actor principal en nuestro discurso, aun para los católicos. Tan es así que el papa Francisco escribió en 2015 la encíclica «Laudato si’» donde nos adjudica el papel de guardianes de la creación y no usurpadores.
Para mí, esta moderna conciencia de guardianes inició con Aldo Leopold, quien nació a finales del siglo XIX y aprendió a cazar desde muy joven. Sin embargo, era un naturalista nato que clasificaba las aves de los campos de Iowa, donde creció. Su familia era de leñadores y cortaban árboles para hacer muebles. En la mente práctica de estos migrantes alemanes, la naturaleza estaba ahí para usarse. Una vez, en una de sus cacerías, el joven Aldo le disparó a una loba y cuando llegó a ver al cuerpo del animal moribundo, percibió una luz verde en sus ojos, que se extinguió con su último suspiro. Su alma y el alma del monte estaban apagándose como una vela. Esta experiencia cambió totalmente su visión utilitaria de la naturaleza y dedicó el resto de su vida a conservarla. Acuñó el concepto de ética natural, pavimentando así el camino de la actual ecología de la conservación.
En su libro Sand County Almanac, Leopold relata cómo restauró un área perturbada y la regresó a un estado de equilibrio que permitió el regreso de los animales que habían huido del desastre. “Una acción está bien mientras tienda a preservar la integridad, estabilidad y la belleza de la comunidad biótica. Está mal si tiende a hacer lo contrario”, escribió en 1943. Este libro influenció a Rachel Carson, otra naturalista nata inspirada por la visión romántica de la naturaleza, la utopía natural que Henry David Thoreau plasma en su libro Walden o la vida en los bosques.
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Rachel Carson era una bióloga marina con un gran capacidad de observación y muy buena pluma. Nació en la primera década del siglo XX en Pensilvania y desde niña escribía sobre animales. Después de su maestría en Zoología, empezó un programa de radio de divulgación de la ciencia que fue muy exitoso; también publicó una serie de libros sobre la vida marina que se conoce como la Trilogía marina. Su idea romántica de la naturaleza impoluta entró en peligro en los años cincuenta, cuando surgió una fuerte campaña mundial para erradicar el paludismo por medio del DDT y en Estados Unidos éste se popularizó para matar mosquitos y otros insectos. Carson estuvo muy pendiente del uso estos insecticidas desde el departamento de pesca donde trabajaba, ya que los propietarios de casas de campo en Long Island, Nueva York, habían demandado al Estado por matar a las aves marinas al financiar un programa de erradicación de la polilla gitana. Rachel decidió investigar el efecto del DDT y otros insecticidas similares en la cadena alimenticia y el resultado fue un libro que cambió totalmente nuestra visión de la huella ecológica. Se publicó en 1962 y desde su poético título (La primavera silenciosa, en español) profetizaba el terrible efecto que el uso masivo de los insecticidas tendría sobre las aves, el ecosistema y los humanos.
Al mismo tiempo que los futuros ambientalistas leían ávidamente a Carson (su libro vendió más de dos millones de copias), se publicaron en la revista Life las primeras fotos del planeta desde el espacio, tomadas por los astronautas del Apolo 8 en la Navidad de 1968, lo que nos dio por primera vez una perspectiva externa de nuestro nido. Todavía entonces la conciencia ecológica era un asunto más metafísico que vivencial; el peligro no se sentía a flor de piel, era más sutil, menos inminente.
Eso no significa que los peligros de la contaminación ambiental no se conocieran bien, por ejemplo, en Inglaterra, desde la revolución industrial. Sin embargo, se consideraba que para el desarrollo era necesario un sacrificio humano, el de los trabajadores expuestos, y que era un problema que sólo afectaba a las ciudades. No fue sino hasta finales de los años sesenta que el emergente movimiento ambientalista empujó a la ONU a decretar el primer Día de la Tierra en 1970. Cuando yo entré a la preparatoria en 1975, la cultura ecológica empezaba a permear las discusiones de pasillo en México y, por supuesto, la Facultad de Ciencias de inicios de los ochenta. Poco a poco, se transformó en activismo y en una ocasión marchamos a Rectoría para proteger al Pedregal de San Ángel de las construcciones que estaba haciendo la UNAM sobre nuestros incipientes sitios de estudio.
En la actualidad, los niños en las escuelas aprenden que hay que reciclar, reusar y reducir los desperdicios y la agenda ambiental de cada presidente se cuestiona seriamente, pues la emergencia climática global está sobre nuestra cabeza cual espada de Damocles. A pesar de ello, las autoridades de muchos países (como sucedía en el Londres ya contaminado del siglo XIX), siguen opinando que el desarrollo requiere sacrificios y que la naturaleza es sólo un recurso a nuestra disposición.
Sin embargo, ya no somos los mismos.
Así como Rachel Carson puso en la conciencia de la sociedad de su tiempo el nefasto efecto de los agroquímicos, al inicio del siglo XXI nació una niña en Suecia que en secundaria hizo una tarea sobre el efecto del cambio climático en su país y la revelación le cambió la vida. Ella no se quedó con la información, sino que la transformó en acción. Se plantó todos los viernes frente al parlamento sueco sosteniendo un letrero que decía “Huelga por el clima”. Greta Thunberg ha sido nominada tres veces para el premio Nobel de la Paz y apenas tiene 18 años. Su activismo empezó a los 15 años y en sólo tres le ha dado tiempo de regañar a buena parte de los hombres más poderosos del planeta, incluyendo a Donald Trump y al presidente de China; ha hablado en cientos de foros internacionales e inspirado a millones de personas. Esto ha sido posible porque la conciencia colectiva ya estaba lista para reaccionar y eso permitió que ella pudiera contagiar este sentido de urgencia.
¡No podemos quedarnos sentados leyendo en un sofá mientras nuestra casa se está quemando! Los bomberos somos todos. Nuestra conciencia está abierta y es momento de transformar al futuro para que éste tenga sentido para la generación de Greta y de los niños que ahora juegan en el jardín, igual que yo jugaba, recogiendo palitos y persiguiendo hormigas o rodando en la arena después de brincar olas. Esto tan simple que han hecho los niños desde los albores de la humanidad, es también sumamente frágil y requiere de todo nuestro compromiso para seguir sucediendo. El secreto está en no ser cínicos.