Estimados lectores, iniciamos el año con las frías noticias de que los hospitales están a reventar en todo el mundo y hay nuevas mutantes del virus SARS-CoV2 que son mucho más contagiosas, aunque no está claro qué tanto más letales. Estas variantes originarias de Sudáfrica llegaron primero a Inglaterra, donde en pocas semanas se propagaron cual fuego en leña seca. Hay que recordar que una infección tiene varios componentes. Uno de ellos es la transmisibilidad, es decir, qué tanto se mueve el virus (en el mundo hay más de 95 millones de casos reportados). Otro es la morbilidad, término que se refiere a qué tan grave es la enfermedad (por ejemplo, el sarampión es extremadamente contagioso y puede ser grave, pero raramente es mortal). El tercer factor es la mortalidad, es decir, qué porcentaje de los enfermos mueren (van 2 millones de muertos a nivel mundial). En el caso de México, un país en el que se hacen pocas pruebas, la mortalidad por Covid-19 ronda el 10%, mientras que en el mundo es de 2% en promedio. No hay duda de que en nuestro país, con cerca de 150 mil muertes por la enfermedad, las fiestas decembrinas nos han cobrado una factura muy alta.
Este año la cuota de haber salido de compras o abrazado a amigos y familiares se puede pagar con la vida. Los doctores están agotados; los hospitales, llenos, y las morgues, saturadas. “Quédense en casa, por lo que más quieran”, llevan suplicando tanto las autoridades como los doctores desde que se acercaban los días del Buen fin, que este año se extendieron del 9 al 20 de noviembre, periodo que resultó mortal para muchos a medida que se abarrotaban las tiendas con compradores ansiosos de una nueva televisión. ¿Realmente necesitamos otra televisión? Después vinieron las posadas, Navidad, Año Nuevo, y ahora hay que esperar la cuota de los que compartieron la rosca de Reyes, el chocolate caliente y… ¡faltan los tamales!
Mientras los compradores mueven aunque sea un poco a la economía maltrecha, todos estamos sedientos de contacto humano. Estamos cansados de estar guardados y de la falta de abrazos, pero la verdad es que afuera no podemos estar seguros, así que mejor no nos acerquemos, usemos tapabocas y sigamos lavándonos las manos de manera frenética.
Parece que muchos no se han dado cuenta de la hazaña científica que ocurrió este 2020. Hoy, en enero de 2021, al año de que inició la pandemia, ya tenemos 43 vacunas en diferentes fases de prueba y tres ya están autorizadas en el mundo. Las de Pfizer y Moderna funcionan con un método que nos suena nuevo, es decir, a través el mARN, el ARN mensajero. Esto es producto de investigaciones en biología molecular, inmunología y cáncer que comenzaron 30 años atrás en BioNTech. Usar directamente el mARN del virus en una vacuna podrá parecer extraño pero, en realidad, es una muy buena estrategia. El SARS-CoV2 es un virus de ARN que inyecta su mensajero en la célula. Dentro de este mensajero hay una enzima, la transcriptasa inversa, que convierte al mARN en ADN, mismo que se incorpora al aparato genético de la célula y toma el control de todas sus funciones, produciendo las proteínas y ácidos nucleicos del virus que eventualmente rompen la célula y están listos para infectar de nuevo.
El coronavirus puede penetrar una célula de manera muy eficiente gracias al sistema de anclaje de sus proteínas S1 y S2; son las que le dan al virus ese aspecto de puercoespín. Las dos vacunas de mARN tienen la información necesaria para producir estas proteínas sin el virus y entrenar al sistema inmune, cual sabueso minúsculo, a atacar al invasor. El problema es que el mARN es inestable, por lo que hay que congelar la vacuna a -80ºC, en el caso de Pfizer, y a -20ºC en el de Moderna. La diferencia de temperaturas se debe a que cada una rodea al mensajero con diferentes protectores. Por otro lado, la de Oxford-AstraZeneca se puede conservar en un refrigerador normal a 4ºC. Esta diferencia es muy importante, ya que es mucho más fácil de distribuir que las otras dos vacunas. La razón de su estabilidad es que se construyó con un virus inocuo al que le introdujeron el gen que produce las proteínas S1 y S2. Esto permite también el “entrenamiento” del sistema inmune contra los “picos” del SARS-CoV2. Hay otras vacunas que funcionan de forma similar, pero que usan otros virus como vector. Es el caso de la estadounidense Johnson & Johnson, que no ha sido aprobada, y la CanSino, de China, que se ha usado en ese país, aunque no hay muchos datos sobre ella.
En una tercera categoría están las vacunas de más dudosa seguridad, las que utilizan virus SARS-CoV2 atenuados, como la vacuna china Sinovac que se ha probado también en Brasil; la rusa, llamada Gamaleya, y la de India, creada por Bharat Biotech. Hay un obstáculo para saber más de estas vacunas: los investigadores firmaron un acuerdo de confidencialidad, por lo cual no nos pueden dar detalles de su funcionamiento. La verdad es que, como científica, eso me da mucha desconfianza. Aunque quieran proteger su descubrimiento, que no hagan pública la información en revistas arbitradas, como lo hicieron los creadores de las tres vacunas aprobadas, sugiere que no hay datos suficientes sobre su efectividad y efectos secundarios. La ciencia debe ser replicable y, para ello, es necesario corroborar los resultados desde cualquier parte del mundo. Este carácter global de la ciencia moderna es precisamente lo que la hace tan efectiva, veloz y, hay quien diría, neoliberal.
La pandemia no se acaba hasta que todos, desde los más pobres hasta los más ricos, estén vacunados. La inmunidad de rebaño sólo se logra con campañas de vacunación exitosas; eso significa superar el 80% de la población susceptible de ser inmunizada. Falta mucho, así que no bajemos la guardia ni dejemos de usar tapabocas, aun después de vacunados, pues la inmunidad, como todo en la vida, se construye y toma tiempo. ¿Cuánto? Seis semanas mínimo y, de preferencia, con dos dosis de la vacuna en cuestión. Quienes ya tuvieron Covid-19 también deben vacunarse, pues la inmunidad en este caso es tan variable como sus síntomas.
A quienes me han preguntado cuál vacuna me voy a poner, les respondo que, independientemente del método molecular con el que se construyeron, mi marido y yo nos vamos a poner la que esté disponible para nuestro grupo de edad (somos mayores de 60 años). Será la que el gobierno de México tenga a la mano en ese momento y seguramente sucederá cuando la UNAM (soy muy afortunada de pertenecer a esta institución maravillosa) inicie la campaña de vacunación para quienes tenemos credencial.
A quienes dudan de la ciencia detrás de las vacunas, les digo que éste no es un asunto de creencias, sino de responsabilidad social. Vacunarse es lo ético y lo correcto, ya que esta pandemia no terminará hasta que todo el planeta tenga acceso (esperemos que gratuito) a esa protección. Olvidemos nuestros privilegios. Creer en la ciencia y no en la magia es importante para que ésta sea una sociedad más horizontal, equitativa y justa, donde todos tengamos los mismos derechos y obligaciones hacia los demás.
La lección más importante que nos ha dejado la Covid-19 es precisamente ésa: Nadie esta seguro hasta que no lo estemos todos. Y tampoco vamos a estar bien si el medio ambiente está tan degradado, que no se nos olvide que este virus salió de la selva por el maltrato y abuso de los animales que en ella habitan. Que no se nos olvide tampoco que 2020 fue un año de catástrofes causadas por el cambio climático que estamos precipitando a pasos agigantados (sobre eso escribiré mi siguiente columna).
Por lo tanto, mi deseo de Año Nuevo, además de seguir viva, no es regresar a la normalidad del 2019. No quiero regresar a un mundo injusto e intolerante donde lo diferente es rechazado, donde el abuso de poder es lo normal, donde el feminicidio es cotidiano, donde policías matan personas a golpes sólo porque son de otros colores; una sociedad donde desaparece gente sin que a nadie le importe.
Quiero amanecer un día, no sólo vacunada, sino en un mundo donde exista la conciencia de que no somos nadie sin el otro, donde los demás seamos nosotros. Un lugar donde el cuidado del ambiente sea más importante que el dinero, donde el agua limpia sea sagrada, donde el aire se pueda respirar y el suelo vivo alimente las raíces. Un planeta donde cada especie sea tan importante como el Homo sapiens. Ya sé, soy una ilusa, pero no olvido la lección que me dieron los microbios de las aguas cristalinas de Cuatro Ciénegas. Esas comunidades son equitativas; ahí todos son importantes, ahí los raros pesan tanto como los dominantes. En estas comunidades ancestrales, todos comparten la tarea vital de reciclar los elementos fundamentales que vienen de las explosiones estelares, eso que nosotros burdamente llamamos comida.
Piensa, lector, ¿no será ese mutualismo la razón por la cual estas comunidades ancestrales han sobrevivido miles de millones de años? Mientras que nosotros, los Homo sapiens, en 300 mil años hemos desplazado a nuestras especies hermanas y hemos extinto a cientos de animales para después matarnos unos a los otros.
Mi deseo de Año Nuevo es que cambiemos de estrategia. Eso se logra, querido lector, trabajando día a día. Igual que el sistema inmune, la conciencia se construye y se alimenta con disciplina. Este año hay que vacunarnos no sólo contra la Covid-19, sino también contra el odio, el miedo, la ignorancia y la avaricia.