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Poética del <i>por cierto</i>

Poética del <i>por cierto</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
18
.
01
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Mientras la inestabilidad política azotaba a la República Mexicana de la primera mitad del siglo XIX, un alemán intentaba manejar una hacienda azucarera en Veracruz.

Desde siempre había platicado con los muertos. Nunca se me hubiera ocurrido que fueran ellos quienes me invocaran a mí y no al revés. Tampoco es gran sorpresa, después de todo es así como se trazan los caminos, hay que andar uno primero para que el resto se abra; luego, solitos te van indicando, con luces que se encienden conforme avanzas.

Estos días me encuentro escribiendo una novela de ficción documental sobre el azúcar en Veracruz, lo que significa que estoy poniendo mi impulso investigativo al servicio de la imaginación. Sobre todo, y principalmente, estoy poniendo mi neurosis al servicio de la investigación, pues ambas comparten la tendencia a mirar signos por todos lados y dotarlos de sentido. 

La persona neurótica, presa de la tensión entre el yo y el ello, acude a lo que Jung y Sin Bandera han llamado “el refugio de la fantasía”. La escritora neurótica, su apofenia empuñada como una antorcha, accede a dicho refugio con la intención de estudiarlo, reorganizarlo, devolverlo al mundo en calidad de relato. “La historia es anecdótica, nos interesa porque relata, como la novela”, dice Paul Veyne, entre otras cosas bellas, “y dependerá del estado de la documentación, de los gustos personales, de la idea que nos haya pasado por la cabeza”. De los gustos personales y de los muy personales vicios, añado; por ejemplo, mi adicción al azúcar, la cual me hace pedirle chicles a todo el que vaya a México porque aquí en Texas no venden ninguno endulzado con cane sugar, únicamente aspartame.

Las voces del pasado nos hablan a través de documentos y vestigios incompletos, condenados a repetir lo mismo eternamente, como un disco rayado. Sin embargo, la interlocución desde el presente detona nuevas posibilidades y permite el ensamblaje de una poética del por cierto. Desde la particularidad de su tiempo, las voces conforman un coro insospechado. A la escritora neurótica espiritista le corresponde el sampleo: saludar a los fantasmas que van llegando y confirmar que no todos caben en la novela. 

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Invité a la conversación a Carl Christian Sartorius porque me interesaba su manejo de una hacienda azucarera en el Veracruz de la primera mitad del siglo XIX. Me gustó que, cuando un montón de alemanes llegaba a México para enriquecerse en las minas, Sartorius le apostara al cultivo de la tierra; y que, en obediencia a la doctrina humboldtiana, se preocupara por documentar sus descubrimientos en materia de plantas, animales, minerales y mexicanos. 

Sartorius migró a este territorio en 1824, encandilado por Charles Follen y Wilhelm Stein, quien, por cierto, era ya el presidente de la compañía alemana de minas. Nada más llegar, se integró a sus compatriotas en las expediciones mineras, donde se dedicó a “dibujar paisajes y coleccionar material para su obra literaria sobre los habitantes y el medio rural en México”. Pronto viró hacia su vocación agrícola, cuando uno de los suyos le acompletó el dinero para comprarle tierras al ministro de hacienda Francisco de Arrillaga. 

Sin embargo, este primer intento fue fallido y Sartorius acabó de vuelta en la minería. Continuó trazando su proyecto campesino durante algunos años, hasta que el comerciante suizo Karl Lavater accedió a sumarse en 1829. Entre los dos le compraron a Arrillaga la fracción de su hacienda Acazónica, en Huatusco, que contaba con instalaciones para el procesamiento de azúcar. La nombraron El Mirador. Arrillaga, por su parte, se quedó con la hacienda de Boca de Monte.

Sartorius y Arrillaga se volvieron amigos, pues coincidían en tendencias políticas y en el diagnóstico de que un cierto tipo de inmigración europea sería benéfica para la patria. Arrillaga le insistía a Sartorius en que “inspirara a sus paisanos de las ventajas físicas y morales para venirse a instalar a estos fertilísimos terrenos”. Mientras tanto, ese mismo año, y a una distancia de pocos kilómetros, un vigoroso Antonio López de Santa Anna impedía heroicamente el intento de reconquista de los españoles.

También podría interesarte: Autofagia', de Alaíde Ventura: el ritual para devorar la ausencia.

Lo que más me interesó de Sartorius, además de las técnicas de procesamiento del azúcar, fue la vehemencia con la que se arrojó a la utopía de formar una colonia germana en el nuevo mundo: “[vivir en] un círculo de amigos, en un bello lugar y con rústicas ocupaciones dictadas por la propia voluntad y no bajo la presión de la costumbre o la conveniencia”. Quitando lo de germana, me pareció un sueño bastante aceptable. Y, si bien los mercados, la inestabilidad política y los cuestionables talentos de Sartorius como administrador le impidieron materializar su sueño en vida, ciertamente llegaría a concretarlo después de muerto, pues a cada invocación que yo le extiendo aparece acompañado de personajes nuevos a quienes me veo obligada a seguirles el rastro. 

Por cierto, en 1829 a Stein lo acabaron despidiendo de la compañía de minas por malos manejos. Por cierto, en la hacienda El Mirador llegó a hospedarse dos veces el emperador Maximiliano de Habsburgo. Por cierto, los herederos de Arrillaga acabaron vendiéndole Boca de Monte a Santa Anna en 1842, cuando a este le dio por comprar muchas haciendas, antes o después de haber enterrado su pie. Por cierto, Sartorius sí publicó su libro sobre los mexicanos en 1850, el mismo año de la inauguración del ferrocarril y con ilustraciones de Johann Moritz Rugendas. Por cierto, los mexicanos no salimos tan bien parados en el diagnóstico sartoriano.

Ninguno de estos señores tiene cabida en mi novela. Ni falta les hace. Santa Anna ya tiene demasiados biógrafos, empezando por él mismo.

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Si, como es mi caso, del mundo se ignora casi todo, es fácil caer en un agujero de conejo. No me esperaba que uno de los riesgos de la invocación pudiera ser el exceso, pero los fantasmas traen jalando su comitiva: allegados, contemporáneos, influencias, pares y compatriotas. Concluyo que los caminos no se abren solos, son ellos quienes los abren. Pálidos, alzados y elocuentes, hombres en su mayoría, los fantasmas como estrellas revelan su constelación caprichosa.

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Arrillaga había leído las Observaciones generales sobre el establecimiento de caminos de hierro en los Estados Unidos Mejicanos, documento impreso en Nueva York durante el primer mandato de Santa Anna; y en 1837 se aventó a escribir lo propio, el Proyecto del primer camino de hierro de la república desde el puerto de Veracruz hasta la capital de México. Había recibido la concesión del nuevo presidente, Anastasio Bustamante, para materializar dicho camino, y nomás le venían haciendo falta los fondos. De nuevo, le pidió a Sartorius que preguntara entre sus amigos si alguien quería comprar acciones, pero el pobre Sartorius ni siquiera lograba convencerlos de mudarse a Huatusco.

Arrillaga estaba seguro de que el relieve de México lo volvía idóneo para el proyecto: “Carece absolutamente de navegación interior y hasta de buenos caminos artificiales para sus comunicaciones; pero se ve favorecido de inmensas llanuras, con pisos firmes y terrenos fertilísimos en esta elevada mesa central”. Auguraba que los ferrocarriles, además de ser “menos costosos y más proficuos”, provocarían “la revolución más feliz y propagadora de cuantos bienes son imaginables”. Habló de pescado fresco, de finos ixtles, de harinas exquisitas, de café “cuya superior calidad se ha reconocido en Europa”, de “zapotes, mameis, guayabas, anonas y chirimoyas” que se producían en un extremo del territorio y se desconocían en el otro; y de azúcares y aguardientes que fueron de mi interés.

En resumen, otro sueño aceptable.

Por desgracia, no pudo juntar el dinero en los ocho años estipulados por contrato, y perdió la concesión. Para 1842, Santa Anna, quien ya iba por su tercer o sexto mandato presidencial, le transfirió el permiso a la comisión de acreedores que finalmente logró materializar los primeros 11 kilómetros, “después de vencer las inmensas dificultades que han opuesto el terreno y el clima de la costa, la falta de brazos, la guerra extranjera, la envidia y la maledicencia y el conato que ha existido de destruir esta útil y benéfica obra”. Y es que a la construcción se le atravesaron tanto los pleitos intestinos como las intervenciones de Estados Unidos a México: si en 1844 desembarcaba en Veracruz un cargamento de grava neoyorkina para balastos, al año siguiente arribaban 15 barcos de guerra amenazando con bloquear el puerto.

Etcétera y Tejas. 

Por cierto, en 1850 se estrenó por fin el primer tramo, que iba del puerto de Veracruz a la estación El Molino; una inauguración pomposa, espléndida, magnánima y... convenientemente cerca de las haciendas de Santa Anna. Por cierto, la falta de brazos se solventó empleando presidiarios como mano de obra. Por cierto, además de la propagación de los bienes, el ferrocarril acabaría beneficiando otro tipo de revoluciones. Por cierto, en su propuesta, Arrillaga también habló de la nieve, que “ha de poderse traer desde la falda norte del Pico de Orizaba, por cuya inmediación ha de pasar la línea”. Por cierto, para la inauguración de 1850 el presidente en turno ya era José Joaquín Herrera, quien tenía fama de muy honrado.

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Cuando los sucesos del mundo aparecen conectados ante mí, necesariamente deben tener un principio explicativo. Y si este no es de causa-efecto, debe ser de neurosis. El mundo de afuera no es tan distinto del de mi cabeza: hombres hablando entre ellos y yo observando, parando oreja, parando bolas, parando en seco cuando se me emberenjena el camino. ¡Ya les dije que no caben todos en mi novela!

{{ linea }}

En junio de 1867 la nave Virginia arribó a las costas veracruzanas con un exultante, optimista, septuagenario, incompleto y medio ciego Santa Anna a bordo. El regreso a casa era doble motivo de fiesta: para ese momento él llevaba demasiados años en el exilio, y lejos de Veracruz, la vida no es tan vida, eso lo sabré yo. Se hallaba convencido de que la restauración de la República era prácticamente un hecho: Porfirio Díaz se dirigía a la ciudad de México tras la toma de Puebla y los franceses se replegaban; aún no habían fusilado a Maximiliano, pero faltaba muy poco. 

Santa Anna andaba fantasioso, esa es la verdad, pero lo suyo no era de índole neurótica, sino más bien psicótica: no lograba separar la realidad de los embustes. Después de que el colombiano Darío Manzuera lo desfalcara haciéndole creer que Estados Unidos apoyaría su regreso al poder, había vendido e hipotecado casi toda su riqueza. Dejó los exiguos restos de su patrimonio en manos de un gestor húngaro y se despidió de sus amigos estadounidenses con ganas de no volver nunca. A su vecino, Thomas Adams, le obsequió su dotación de chicozapote o sapodilla, la fruta tropical a la que algunos pueblos mayas le extraían una pulpa gomosa y flexible que él era dado en mascar. Llevaban un rato intentando vulcanizarla para fabricar llantas de bici, sin éxito, pero una vez que Adams obtuvo el control de la materia prima, no tardó en descubrir que, azucarándola, podía fabricar una golosina estupenda. Patentó su invento pocos años después, “un método de preparación del producto natural conocido como chickly, para producir la goma de mascar”. Nada más y nada menos que el popular chicle moderno, alivio para las mandíbulas inquietas, el mismo pegosteoso tzictli que ahora compone una azucarada constelación de sucesos.

Te recomndamos leer: Alaíde Ventura analiza el extraño caso de Alexis St. Martin

Aunque, a su llegada a San Juan de Ulúa, Santa Anna encontró el furor de algunos veracruzanos que lo querían de regreso, le fue imposible desembarcar. Fue atajado en la costa por una nave estadounidense y devuelto a la horrible realidad: no se le permitirían más desmanes, Estados Unidos respaldaba a Benito Juárez; era la hora de estarse quieto, su Alteza, or else. Acabó replegándose en Yucatán, y tras algunos meses y entuertos y tal vez unas cuantas sapodillas, fue encarcelado en San Juan de Ulúa, el mismo castillo que décadas antes había defendido con uñas, dientes y pierna. Acusado de traición a la patria y condenado a ocho años de exilio, sería hasta 1874 cuando por fin se le cumpliera el sueño de desembarcar en Veracruz con permiso de quedarse. Desde ahí partió hacia la ciudad de México, a galope de la magnífica bestia de hierro que él había mandado edificar.

Por cierto, no sabemos si llegó a enterarse de los derroteros del chicozapote, ocupado como estaba en navegar el laberinto legal de su enjuiciamiento y las agitadas aguas del Golfo. Por cierto, a Manzuera la vida de malandrín lo acabó llevando, también, a Yucatán, donde hizo migas con Ignacio Manuel Altamirano. 

No, no, no, ni Manzuera ni Altamirano entran a la novela.

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Aunque parezca lógica y natural, la constelación de patrones no es automática, sino un ejercicio activo de curaduría, y analizarla puede convertirse en una experiencia iluminadora. Así como el inconsciente nos regala el sol de la neurosis para mostrarnos los colores del mundo, el por cierto invita al devaneo por senderos que van pautando lo interesante. El chicle como la madeja del laberinto o, mejor, como las pistas que dejaron Hansel y Gretel.

Trabajar con la tensión neurótica no implica el libre despliegue de la locura, sino su acotamiento. La novela no puede ser como un río, debe ser como un camino de hierro: de lenta y paciente construcción, lo mismo encendida por pulsiones energéticas que circunscrita a los relieves del terreno. El armado dependerá, por tanto, de las condiciones materiales de la escritora en su entorno; en mi caso, el inagotable catálogo del interlibrary loan, prodigiosa biblioteca de Babel cuyas puertas se abren con un código QR. Me refocilo en la interacción con Sartorius, Stein, Arrillaga, Herrera, Santa Anna y Manzuera, así como con los mediadores e intérpretes que los invocaron previamente y gracias a los cuales hoy podemos conversar entre todos: Beatriz Scharrer Tamm, Fernando Aguayo, Will Fowler, John Womack Jr, José Enrique Covarrubias, David M. Pletcher, Alonso Valencia Llano…

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Por cierto, las citas de Paul Veyne son del libro Cómo se escribe la historia: Foucault revoluciona la historia (1984). El nombre oficial de la obra de Sartorius es Mexico About 1850. Las propuestas de caminos de hierro aparecen referidas en el interior del texto. El archivo de Santa Anna en la Benson de UT Austin es un tesoro. De los investigadores mencionados al final consulté, respectivamente, la tesis original y vuelta libro sobre Sartorius, las postales ferrocarrileras, las biografías de Santa Anna, ensayos y entrevistas sobre el oficio de historiar, el artículo sobre las primeras vías férreas y la biografía de Darío Manzuera.

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Mientras la inestabilidad política azotaba a la República Mexicana de la primera mitad del siglo XIX, un alemán intentaba manejar una hacienda azucarera en Veracruz.

Desde siempre había platicado con los muertos. Nunca se me hubiera ocurrido que fueran ellos quienes me invocaran a mí y no al revés. Tampoco es gran sorpresa, después de todo es así como se trazan los caminos, hay que andar uno primero para que el resto se abra; luego, solitos te van indicando, con luces que se encienden conforme avanzas.

Estos días me encuentro escribiendo una novela de ficción documental sobre el azúcar en Veracruz, lo que significa que estoy poniendo mi impulso investigativo al servicio de la imaginación. Sobre todo, y principalmente, estoy poniendo mi neurosis al servicio de la investigación, pues ambas comparten la tendencia a mirar signos por todos lados y dotarlos de sentido. 

La persona neurótica, presa de la tensión entre el yo y el ello, acude a lo que Jung y Sin Bandera han llamado “el refugio de la fantasía”. La escritora neurótica, su apofenia empuñada como una antorcha, accede a dicho refugio con la intención de estudiarlo, reorganizarlo, devolverlo al mundo en calidad de relato. “La historia es anecdótica, nos interesa porque relata, como la novela”, dice Paul Veyne, entre otras cosas bellas, “y dependerá del estado de la documentación, de los gustos personales, de la idea que nos haya pasado por la cabeza”. De los gustos personales y de los muy personales vicios, añado; por ejemplo, mi adicción al azúcar, la cual me hace pedirle chicles a todo el que vaya a México porque aquí en Texas no venden ninguno endulzado con cane sugar, únicamente aspartame.

Las voces del pasado nos hablan a través de documentos y vestigios incompletos, condenados a repetir lo mismo eternamente, como un disco rayado. Sin embargo, la interlocución desde el presente detona nuevas posibilidades y permite el ensamblaje de una poética del por cierto. Desde la particularidad de su tiempo, las voces conforman un coro insospechado. A la escritora neurótica espiritista le corresponde el sampleo: saludar a los fantasmas que van llegando y confirmar que no todos caben en la novela. 

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Invité a la conversación a Carl Christian Sartorius porque me interesaba su manejo de una hacienda azucarera en el Veracruz de la primera mitad del siglo XIX. Me gustó que, cuando un montón de alemanes llegaba a México para enriquecerse en las minas, Sartorius le apostara al cultivo de la tierra; y que, en obediencia a la doctrina humboldtiana, se preocupara por documentar sus descubrimientos en materia de plantas, animales, minerales y mexicanos. 

Sartorius migró a este territorio en 1824, encandilado por Charles Follen y Wilhelm Stein, quien, por cierto, era ya el presidente de la compañía alemana de minas. Nada más llegar, se integró a sus compatriotas en las expediciones mineras, donde se dedicó a “dibujar paisajes y coleccionar material para su obra literaria sobre los habitantes y el medio rural en México”. Pronto viró hacia su vocación agrícola, cuando uno de los suyos le acompletó el dinero para comprarle tierras al ministro de hacienda Francisco de Arrillaga. 

Sin embargo, este primer intento fue fallido y Sartorius acabó de vuelta en la minería. Continuó trazando su proyecto campesino durante algunos años, hasta que el comerciante suizo Karl Lavater accedió a sumarse en 1829. Entre los dos le compraron a Arrillaga la fracción de su hacienda Acazónica, en Huatusco, que contaba con instalaciones para el procesamiento de azúcar. La nombraron El Mirador. Arrillaga, por su parte, se quedó con la hacienda de Boca de Monte.

Sartorius y Arrillaga se volvieron amigos, pues coincidían en tendencias políticas y en el diagnóstico de que un cierto tipo de inmigración europea sería benéfica para la patria. Arrillaga le insistía a Sartorius en que “inspirara a sus paisanos de las ventajas físicas y morales para venirse a instalar a estos fertilísimos terrenos”. Mientras tanto, ese mismo año, y a una distancia de pocos kilómetros, un vigoroso Antonio López de Santa Anna impedía heroicamente el intento de reconquista de los españoles.

También podría interesarte: Autofagia', de Alaíde Ventura: el ritual para devorar la ausencia.

Lo que más me interesó de Sartorius, además de las técnicas de procesamiento del azúcar, fue la vehemencia con la que se arrojó a la utopía de formar una colonia germana en el nuevo mundo: “[vivir en] un círculo de amigos, en un bello lugar y con rústicas ocupaciones dictadas por la propia voluntad y no bajo la presión de la costumbre o la conveniencia”. Quitando lo de germana, me pareció un sueño bastante aceptable. Y, si bien los mercados, la inestabilidad política y los cuestionables talentos de Sartorius como administrador le impidieron materializar su sueño en vida, ciertamente llegaría a concretarlo después de muerto, pues a cada invocación que yo le extiendo aparece acompañado de personajes nuevos a quienes me veo obligada a seguirles el rastro. 

Por cierto, en 1829 a Stein lo acabaron despidiendo de la compañía de minas por malos manejos. Por cierto, en la hacienda El Mirador llegó a hospedarse dos veces el emperador Maximiliano de Habsburgo. Por cierto, los herederos de Arrillaga acabaron vendiéndole Boca de Monte a Santa Anna en 1842, cuando a este le dio por comprar muchas haciendas, antes o después de haber enterrado su pie. Por cierto, Sartorius sí publicó su libro sobre los mexicanos en 1850, el mismo año de la inauguración del ferrocarril y con ilustraciones de Johann Moritz Rugendas. Por cierto, los mexicanos no salimos tan bien parados en el diagnóstico sartoriano.

Ninguno de estos señores tiene cabida en mi novela. Ni falta les hace. Santa Anna ya tiene demasiados biógrafos, empezando por él mismo.

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Si, como es mi caso, del mundo se ignora casi todo, es fácil caer en un agujero de conejo. No me esperaba que uno de los riesgos de la invocación pudiera ser el exceso, pero los fantasmas traen jalando su comitiva: allegados, contemporáneos, influencias, pares y compatriotas. Concluyo que los caminos no se abren solos, son ellos quienes los abren. Pálidos, alzados y elocuentes, hombres en su mayoría, los fantasmas como estrellas revelan su constelación caprichosa.

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Arrillaga había leído las Observaciones generales sobre el establecimiento de caminos de hierro en los Estados Unidos Mejicanos, documento impreso en Nueva York durante el primer mandato de Santa Anna; y en 1837 se aventó a escribir lo propio, el Proyecto del primer camino de hierro de la república desde el puerto de Veracruz hasta la capital de México. Había recibido la concesión del nuevo presidente, Anastasio Bustamante, para materializar dicho camino, y nomás le venían haciendo falta los fondos. De nuevo, le pidió a Sartorius que preguntara entre sus amigos si alguien quería comprar acciones, pero el pobre Sartorius ni siquiera lograba convencerlos de mudarse a Huatusco.

Arrillaga estaba seguro de que el relieve de México lo volvía idóneo para el proyecto: “Carece absolutamente de navegación interior y hasta de buenos caminos artificiales para sus comunicaciones; pero se ve favorecido de inmensas llanuras, con pisos firmes y terrenos fertilísimos en esta elevada mesa central”. Auguraba que los ferrocarriles, además de ser “menos costosos y más proficuos”, provocarían “la revolución más feliz y propagadora de cuantos bienes son imaginables”. Habló de pescado fresco, de finos ixtles, de harinas exquisitas, de café “cuya superior calidad se ha reconocido en Europa”, de “zapotes, mameis, guayabas, anonas y chirimoyas” que se producían en un extremo del territorio y se desconocían en el otro; y de azúcares y aguardientes que fueron de mi interés.

En resumen, otro sueño aceptable.

Por desgracia, no pudo juntar el dinero en los ocho años estipulados por contrato, y perdió la concesión. Para 1842, Santa Anna, quien ya iba por su tercer o sexto mandato presidencial, le transfirió el permiso a la comisión de acreedores que finalmente logró materializar los primeros 11 kilómetros, “después de vencer las inmensas dificultades que han opuesto el terreno y el clima de la costa, la falta de brazos, la guerra extranjera, la envidia y la maledicencia y el conato que ha existido de destruir esta útil y benéfica obra”. Y es que a la construcción se le atravesaron tanto los pleitos intestinos como las intervenciones de Estados Unidos a México: si en 1844 desembarcaba en Veracruz un cargamento de grava neoyorkina para balastos, al año siguiente arribaban 15 barcos de guerra amenazando con bloquear el puerto.

Etcétera y Tejas. 

Por cierto, en 1850 se estrenó por fin el primer tramo, que iba del puerto de Veracruz a la estación El Molino; una inauguración pomposa, espléndida, magnánima y... convenientemente cerca de las haciendas de Santa Anna. Por cierto, la falta de brazos se solventó empleando presidiarios como mano de obra. Por cierto, además de la propagación de los bienes, el ferrocarril acabaría beneficiando otro tipo de revoluciones. Por cierto, en su propuesta, Arrillaga también habló de la nieve, que “ha de poderse traer desde la falda norte del Pico de Orizaba, por cuya inmediación ha de pasar la línea”. Por cierto, para la inauguración de 1850 el presidente en turno ya era José Joaquín Herrera, quien tenía fama de muy honrado.

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Cuando los sucesos del mundo aparecen conectados ante mí, necesariamente deben tener un principio explicativo. Y si este no es de causa-efecto, debe ser de neurosis. El mundo de afuera no es tan distinto del de mi cabeza: hombres hablando entre ellos y yo observando, parando oreja, parando bolas, parando en seco cuando se me emberenjena el camino. ¡Ya les dije que no caben todos en mi novela!

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En junio de 1867 la nave Virginia arribó a las costas veracruzanas con un exultante, optimista, septuagenario, incompleto y medio ciego Santa Anna a bordo. El regreso a casa era doble motivo de fiesta: para ese momento él llevaba demasiados años en el exilio, y lejos de Veracruz, la vida no es tan vida, eso lo sabré yo. Se hallaba convencido de que la restauración de la República era prácticamente un hecho: Porfirio Díaz se dirigía a la ciudad de México tras la toma de Puebla y los franceses se replegaban; aún no habían fusilado a Maximiliano, pero faltaba muy poco. 

Santa Anna andaba fantasioso, esa es la verdad, pero lo suyo no era de índole neurótica, sino más bien psicótica: no lograba separar la realidad de los embustes. Después de que el colombiano Darío Manzuera lo desfalcara haciéndole creer que Estados Unidos apoyaría su regreso al poder, había vendido e hipotecado casi toda su riqueza. Dejó los exiguos restos de su patrimonio en manos de un gestor húngaro y se despidió de sus amigos estadounidenses con ganas de no volver nunca. A su vecino, Thomas Adams, le obsequió su dotación de chicozapote o sapodilla, la fruta tropical a la que algunos pueblos mayas le extraían una pulpa gomosa y flexible que él era dado en mascar. Llevaban un rato intentando vulcanizarla para fabricar llantas de bici, sin éxito, pero una vez que Adams obtuvo el control de la materia prima, no tardó en descubrir que, azucarándola, podía fabricar una golosina estupenda. Patentó su invento pocos años después, “un método de preparación del producto natural conocido como chickly, para producir la goma de mascar”. Nada más y nada menos que el popular chicle moderno, alivio para las mandíbulas inquietas, el mismo pegosteoso tzictli que ahora compone una azucarada constelación de sucesos.

Te recomndamos leer: Alaíde Ventura analiza el extraño caso de Alexis St. Martin

Aunque, a su llegada a San Juan de Ulúa, Santa Anna encontró el furor de algunos veracruzanos que lo querían de regreso, le fue imposible desembarcar. Fue atajado en la costa por una nave estadounidense y devuelto a la horrible realidad: no se le permitirían más desmanes, Estados Unidos respaldaba a Benito Juárez; era la hora de estarse quieto, su Alteza, or else. Acabó replegándose en Yucatán, y tras algunos meses y entuertos y tal vez unas cuantas sapodillas, fue encarcelado en San Juan de Ulúa, el mismo castillo que décadas antes había defendido con uñas, dientes y pierna. Acusado de traición a la patria y condenado a ocho años de exilio, sería hasta 1874 cuando por fin se le cumpliera el sueño de desembarcar en Veracruz con permiso de quedarse. Desde ahí partió hacia la ciudad de México, a galope de la magnífica bestia de hierro que él había mandado edificar.

Por cierto, no sabemos si llegó a enterarse de los derroteros del chicozapote, ocupado como estaba en navegar el laberinto legal de su enjuiciamiento y las agitadas aguas del Golfo. Por cierto, a Manzuera la vida de malandrín lo acabó llevando, también, a Yucatán, donde hizo migas con Ignacio Manuel Altamirano. 

No, no, no, ni Manzuera ni Altamirano entran a la novela.

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Aunque parezca lógica y natural, la constelación de patrones no es automática, sino un ejercicio activo de curaduría, y analizarla puede convertirse en una experiencia iluminadora. Así como el inconsciente nos regala el sol de la neurosis para mostrarnos los colores del mundo, el por cierto invita al devaneo por senderos que van pautando lo interesante. El chicle como la madeja del laberinto o, mejor, como las pistas que dejaron Hansel y Gretel.

Trabajar con la tensión neurótica no implica el libre despliegue de la locura, sino su acotamiento. La novela no puede ser como un río, debe ser como un camino de hierro: de lenta y paciente construcción, lo mismo encendida por pulsiones energéticas que circunscrita a los relieves del terreno. El armado dependerá, por tanto, de las condiciones materiales de la escritora en su entorno; en mi caso, el inagotable catálogo del interlibrary loan, prodigiosa biblioteca de Babel cuyas puertas se abren con un código QR. Me refocilo en la interacción con Sartorius, Stein, Arrillaga, Herrera, Santa Anna y Manzuera, así como con los mediadores e intérpretes que los invocaron previamente y gracias a los cuales hoy podemos conversar entre todos: Beatriz Scharrer Tamm, Fernando Aguayo, Will Fowler, John Womack Jr, José Enrique Covarrubias, David M. Pletcher, Alonso Valencia Llano…

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Por cierto, las citas de Paul Veyne son del libro Cómo se escribe la historia: Foucault revoluciona la historia (1984). El nombre oficial de la obra de Sartorius es Mexico About 1850. Las propuestas de caminos de hierro aparecen referidas en el interior del texto. El archivo de Santa Anna en la Benson de UT Austin es un tesoro. De los investigadores mencionados al final consulté, respectivamente, la tesis original y vuelta libro sobre Sartorius, las postales ferrocarrileras, las biografías de Santa Anna, ensayos y entrevistas sobre el oficio de historiar, el artículo sobre las primeras vías férreas y la biografía de Darío Manzuera.

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Mientras la inestabilidad política azotaba a la República Mexicana de la primera mitad del siglo XIX, un alemán intentaba manejar una hacienda azucarera en Veracruz.

Desde siempre había platicado con los muertos. Nunca se me hubiera ocurrido que fueran ellos quienes me invocaran a mí y no al revés. Tampoco es gran sorpresa, después de todo es así como se trazan los caminos, hay que andar uno primero para que el resto se abra; luego, solitos te van indicando, con luces que se encienden conforme avanzas.

Estos días me encuentro escribiendo una novela de ficción documental sobre el azúcar en Veracruz, lo que significa que estoy poniendo mi impulso investigativo al servicio de la imaginación. Sobre todo, y principalmente, estoy poniendo mi neurosis al servicio de la investigación, pues ambas comparten la tendencia a mirar signos por todos lados y dotarlos de sentido. 

La persona neurótica, presa de la tensión entre el yo y el ello, acude a lo que Jung y Sin Bandera han llamado “el refugio de la fantasía”. La escritora neurótica, su apofenia empuñada como una antorcha, accede a dicho refugio con la intención de estudiarlo, reorganizarlo, devolverlo al mundo en calidad de relato. “La historia es anecdótica, nos interesa porque relata, como la novela”, dice Paul Veyne, entre otras cosas bellas, “y dependerá del estado de la documentación, de los gustos personales, de la idea que nos haya pasado por la cabeza”. De los gustos personales y de los muy personales vicios, añado; por ejemplo, mi adicción al azúcar, la cual me hace pedirle chicles a todo el que vaya a México porque aquí en Texas no venden ninguno endulzado con cane sugar, únicamente aspartame.

Las voces del pasado nos hablan a través de documentos y vestigios incompletos, condenados a repetir lo mismo eternamente, como un disco rayado. Sin embargo, la interlocución desde el presente detona nuevas posibilidades y permite el ensamblaje de una poética del por cierto. Desde la particularidad de su tiempo, las voces conforman un coro insospechado. A la escritora neurótica espiritista le corresponde el sampleo: saludar a los fantasmas que van llegando y confirmar que no todos caben en la novela. 

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Invité a la conversación a Carl Christian Sartorius porque me interesaba su manejo de una hacienda azucarera en el Veracruz de la primera mitad del siglo XIX. Me gustó que, cuando un montón de alemanes llegaba a México para enriquecerse en las minas, Sartorius le apostara al cultivo de la tierra; y que, en obediencia a la doctrina humboldtiana, se preocupara por documentar sus descubrimientos en materia de plantas, animales, minerales y mexicanos. 

Sartorius migró a este territorio en 1824, encandilado por Charles Follen y Wilhelm Stein, quien, por cierto, era ya el presidente de la compañía alemana de minas. Nada más llegar, se integró a sus compatriotas en las expediciones mineras, donde se dedicó a “dibujar paisajes y coleccionar material para su obra literaria sobre los habitantes y el medio rural en México”. Pronto viró hacia su vocación agrícola, cuando uno de los suyos le acompletó el dinero para comprarle tierras al ministro de hacienda Francisco de Arrillaga. 

Sin embargo, este primer intento fue fallido y Sartorius acabó de vuelta en la minería. Continuó trazando su proyecto campesino durante algunos años, hasta que el comerciante suizo Karl Lavater accedió a sumarse en 1829. Entre los dos le compraron a Arrillaga la fracción de su hacienda Acazónica, en Huatusco, que contaba con instalaciones para el procesamiento de azúcar. La nombraron El Mirador. Arrillaga, por su parte, se quedó con la hacienda de Boca de Monte.

Sartorius y Arrillaga se volvieron amigos, pues coincidían en tendencias políticas y en el diagnóstico de que un cierto tipo de inmigración europea sería benéfica para la patria. Arrillaga le insistía a Sartorius en que “inspirara a sus paisanos de las ventajas físicas y morales para venirse a instalar a estos fertilísimos terrenos”. Mientras tanto, ese mismo año, y a una distancia de pocos kilómetros, un vigoroso Antonio López de Santa Anna impedía heroicamente el intento de reconquista de los españoles.

También podría interesarte: Autofagia', de Alaíde Ventura: el ritual para devorar la ausencia.

Lo que más me interesó de Sartorius, además de las técnicas de procesamiento del azúcar, fue la vehemencia con la que se arrojó a la utopía de formar una colonia germana en el nuevo mundo: “[vivir en] un círculo de amigos, en un bello lugar y con rústicas ocupaciones dictadas por la propia voluntad y no bajo la presión de la costumbre o la conveniencia”. Quitando lo de germana, me pareció un sueño bastante aceptable. Y, si bien los mercados, la inestabilidad política y los cuestionables talentos de Sartorius como administrador le impidieron materializar su sueño en vida, ciertamente llegaría a concretarlo después de muerto, pues a cada invocación que yo le extiendo aparece acompañado de personajes nuevos a quienes me veo obligada a seguirles el rastro. 

Por cierto, en 1829 a Stein lo acabaron despidiendo de la compañía de minas por malos manejos. Por cierto, en la hacienda El Mirador llegó a hospedarse dos veces el emperador Maximiliano de Habsburgo. Por cierto, los herederos de Arrillaga acabaron vendiéndole Boca de Monte a Santa Anna en 1842, cuando a este le dio por comprar muchas haciendas, antes o después de haber enterrado su pie. Por cierto, Sartorius sí publicó su libro sobre los mexicanos en 1850, el mismo año de la inauguración del ferrocarril y con ilustraciones de Johann Moritz Rugendas. Por cierto, los mexicanos no salimos tan bien parados en el diagnóstico sartoriano.

Ninguno de estos señores tiene cabida en mi novela. Ni falta les hace. Santa Anna ya tiene demasiados biógrafos, empezando por él mismo.

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Si, como es mi caso, del mundo se ignora casi todo, es fácil caer en un agujero de conejo. No me esperaba que uno de los riesgos de la invocación pudiera ser el exceso, pero los fantasmas traen jalando su comitiva: allegados, contemporáneos, influencias, pares y compatriotas. Concluyo que los caminos no se abren solos, son ellos quienes los abren. Pálidos, alzados y elocuentes, hombres en su mayoría, los fantasmas como estrellas revelan su constelación caprichosa.

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Arrillaga había leído las Observaciones generales sobre el establecimiento de caminos de hierro en los Estados Unidos Mejicanos, documento impreso en Nueva York durante el primer mandato de Santa Anna; y en 1837 se aventó a escribir lo propio, el Proyecto del primer camino de hierro de la república desde el puerto de Veracruz hasta la capital de México. Había recibido la concesión del nuevo presidente, Anastasio Bustamante, para materializar dicho camino, y nomás le venían haciendo falta los fondos. De nuevo, le pidió a Sartorius que preguntara entre sus amigos si alguien quería comprar acciones, pero el pobre Sartorius ni siquiera lograba convencerlos de mudarse a Huatusco.

Arrillaga estaba seguro de que el relieve de México lo volvía idóneo para el proyecto: “Carece absolutamente de navegación interior y hasta de buenos caminos artificiales para sus comunicaciones; pero se ve favorecido de inmensas llanuras, con pisos firmes y terrenos fertilísimos en esta elevada mesa central”. Auguraba que los ferrocarriles, además de ser “menos costosos y más proficuos”, provocarían “la revolución más feliz y propagadora de cuantos bienes son imaginables”. Habló de pescado fresco, de finos ixtles, de harinas exquisitas, de café “cuya superior calidad se ha reconocido en Europa”, de “zapotes, mameis, guayabas, anonas y chirimoyas” que se producían en un extremo del territorio y se desconocían en el otro; y de azúcares y aguardientes que fueron de mi interés.

En resumen, otro sueño aceptable.

Por desgracia, no pudo juntar el dinero en los ocho años estipulados por contrato, y perdió la concesión. Para 1842, Santa Anna, quien ya iba por su tercer o sexto mandato presidencial, le transfirió el permiso a la comisión de acreedores que finalmente logró materializar los primeros 11 kilómetros, “después de vencer las inmensas dificultades que han opuesto el terreno y el clima de la costa, la falta de brazos, la guerra extranjera, la envidia y la maledicencia y el conato que ha existido de destruir esta útil y benéfica obra”. Y es que a la construcción se le atravesaron tanto los pleitos intestinos como las intervenciones de Estados Unidos a México: si en 1844 desembarcaba en Veracruz un cargamento de grava neoyorkina para balastos, al año siguiente arribaban 15 barcos de guerra amenazando con bloquear el puerto.

Etcétera y Tejas. 

Por cierto, en 1850 se estrenó por fin el primer tramo, que iba del puerto de Veracruz a la estación El Molino; una inauguración pomposa, espléndida, magnánima y... convenientemente cerca de las haciendas de Santa Anna. Por cierto, la falta de brazos se solventó empleando presidiarios como mano de obra. Por cierto, además de la propagación de los bienes, el ferrocarril acabaría beneficiando otro tipo de revoluciones. Por cierto, en su propuesta, Arrillaga también habló de la nieve, que “ha de poderse traer desde la falda norte del Pico de Orizaba, por cuya inmediación ha de pasar la línea”. Por cierto, para la inauguración de 1850 el presidente en turno ya era José Joaquín Herrera, quien tenía fama de muy honrado.

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Cuando los sucesos del mundo aparecen conectados ante mí, necesariamente deben tener un principio explicativo. Y si este no es de causa-efecto, debe ser de neurosis. El mundo de afuera no es tan distinto del de mi cabeza: hombres hablando entre ellos y yo observando, parando oreja, parando bolas, parando en seco cuando se me emberenjena el camino. ¡Ya les dije que no caben todos en mi novela!

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En junio de 1867 la nave Virginia arribó a las costas veracruzanas con un exultante, optimista, septuagenario, incompleto y medio ciego Santa Anna a bordo. El regreso a casa era doble motivo de fiesta: para ese momento él llevaba demasiados años en el exilio, y lejos de Veracruz, la vida no es tan vida, eso lo sabré yo. Se hallaba convencido de que la restauración de la República era prácticamente un hecho: Porfirio Díaz se dirigía a la ciudad de México tras la toma de Puebla y los franceses se replegaban; aún no habían fusilado a Maximiliano, pero faltaba muy poco. 

Santa Anna andaba fantasioso, esa es la verdad, pero lo suyo no era de índole neurótica, sino más bien psicótica: no lograba separar la realidad de los embustes. Después de que el colombiano Darío Manzuera lo desfalcara haciéndole creer que Estados Unidos apoyaría su regreso al poder, había vendido e hipotecado casi toda su riqueza. Dejó los exiguos restos de su patrimonio en manos de un gestor húngaro y se despidió de sus amigos estadounidenses con ganas de no volver nunca. A su vecino, Thomas Adams, le obsequió su dotación de chicozapote o sapodilla, la fruta tropical a la que algunos pueblos mayas le extraían una pulpa gomosa y flexible que él era dado en mascar. Llevaban un rato intentando vulcanizarla para fabricar llantas de bici, sin éxito, pero una vez que Adams obtuvo el control de la materia prima, no tardó en descubrir que, azucarándola, podía fabricar una golosina estupenda. Patentó su invento pocos años después, “un método de preparación del producto natural conocido como chickly, para producir la goma de mascar”. Nada más y nada menos que el popular chicle moderno, alivio para las mandíbulas inquietas, el mismo pegosteoso tzictli que ahora compone una azucarada constelación de sucesos.

Te recomndamos leer: Alaíde Ventura analiza el extraño caso de Alexis St. Martin

Aunque, a su llegada a San Juan de Ulúa, Santa Anna encontró el furor de algunos veracruzanos que lo querían de regreso, le fue imposible desembarcar. Fue atajado en la costa por una nave estadounidense y devuelto a la horrible realidad: no se le permitirían más desmanes, Estados Unidos respaldaba a Benito Juárez; era la hora de estarse quieto, su Alteza, or else. Acabó replegándose en Yucatán, y tras algunos meses y entuertos y tal vez unas cuantas sapodillas, fue encarcelado en San Juan de Ulúa, el mismo castillo que décadas antes había defendido con uñas, dientes y pierna. Acusado de traición a la patria y condenado a ocho años de exilio, sería hasta 1874 cuando por fin se le cumpliera el sueño de desembarcar en Veracruz con permiso de quedarse. Desde ahí partió hacia la ciudad de México, a galope de la magnífica bestia de hierro que él había mandado edificar.

Por cierto, no sabemos si llegó a enterarse de los derroteros del chicozapote, ocupado como estaba en navegar el laberinto legal de su enjuiciamiento y las agitadas aguas del Golfo. Por cierto, a Manzuera la vida de malandrín lo acabó llevando, también, a Yucatán, donde hizo migas con Ignacio Manuel Altamirano. 

No, no, no, ni Manzuera ni Altamirano entran a la novela.

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Aunque parezca lógica y natural, la constelación de patrones no es automática, sino un ejercicio activo de curaduría, y analizarla puede convertirse en una experiencia iluminadora. Así como el inconsciente nos regala el sol de la neurosis para mostrarnos los colores del mundo, el por cierto invita al devaneo por senderos que van pautando lo interesante. El chicle como la madeja del laberinto o, mejor, como las pistas que dejaron Hansel y Gretel.

Trabajar con la tensión neurótica no implica el libre despliegue de la locura, sino su acotamiento. La novela no puede ser como un río, debe ser como un camino de hierro: de lenta y paciente construcción, lo mismo encendida por pulsiones energéticas que circunscrita a los relieves del terreno. El armado dependerá, por tanto, de las condiciones materiales de la escritora en su entorno; en mi caso, el inagotable catálogo del interlibrary loan, prodigiosa biblioteca de Babel cuyas puertas se abren con un código QR. Me refocilo en la interacción con Sartorius, Stein, Arrillaga, Herrera, Santa Anna y Manzuera, así como con los mediadores e intérpretes que los invocaron previamente y gracias a los cuales hoy podemos conversar entre todos: Beatriz Scharrer Tamm, Fernando Aguayo, Will Fowler, John Womack Jr, José Enrique Covarrubias, David M. Pletcher, Alonso Valencia Llano…

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Por cierto, las citas de Paul Veyne son del libro Cómo se escribe la historia: Foucault revoluciona la historia (1984). El nombre oficial de la obra de Sartorius es Mexico About 1850. Las propuestas de caminos de hierro aparecen referidas en el interior del texto. El archivo de Santa Anna en la Benson de UT Austin es un tesoro. De los investigadores mencionados al final consulté, respectivamente, la tesis original y vuelta libro sobre Sartorius, las postales ferrocarrileras, las biografías de Santa Anna, ensayos y entrevistas sobre el oficio de historiar, el artículo sobre las primeras vías férreas y la biografía de Darío Manzuera.

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Poética del <i>por cierto</i>

Poética del <i>por cierto</i>

18
.
01
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Mientras la inestabilidad política azotaba a la República Mexicana de la primera mitad del siglo XIX, un alemán intentaba manejar una hacienda azucarera en Veracruz.

Desde siempre había platicado con los muertos. Nunca se me hubiera ocurrido que fueran ellos quienes me invocaran a mí y no al revés. Tampoco es gran sorpresa, después de todo es así como se trazan los caminos, hay que andar uno primero para que el resto se abra; luego, solitos te van indicando, con luces que se encienden conforme avanzas.

Estos días me encuentro escribiendo una novela de ficción documental sobre el azúcar en Veracruz, lo que significa que estoy poniendo mi impulso investigativo al servicio de la imaginación. Sobre todo, y principalmente, estoy poniendo mi neurosis al servicio de la investigación, pues ambas comparten la tendencia a mirar signos por todos lados y dotarlos de sentido. 

La persona neurótica, presa de la tensión entre el yo y el ello, acude a lo que Jung y Sin Bandera han llamado “el refugio de la fantasía”. La escritora neurótica, su apofenia empuñada como una antorcha, accede a dicho refugio con la intención de estudiarlo, reorganizarlo, devolverlo al mundo en calidad de relato. “La historia es anecdótica, nos interesa porque relata, como la novela”, dice Paul Veyne, entre otras cosas bellas, “y dependerá del estado de la documentación, de los gustos personales, de la idea que nos haya pasado por la cabeza”. De los gustos personales y de los muy personales vicios, añado; por ejemplo, mi adicción al azúcar, la cual me hace pedirle chicles a todo el que vaya a México porque aquí en Texas no venden ninguno endulzado con cane sugar, únicamente aspartame.

Las voces del pasado nos hablan a través de documentos y vestigios incompletos, condenados a repetir lo mismo eternamente, como un disco rayado. Sin embargo, la interlocución desde el presente detona nuevas posibilidades y permite el ensamblaje de una poética del por cierto. Desde la particularidad de su tiempo, las voces conforman un coro insospechado. A la escritora neurótica espiritista le corresponde el sampleo: saludar a los fantasmas que van llegando y confirmar que no todos caben en la novela. 

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Invité a la conversación a Carl Christian Sartorius porque me interesaba su manejo de una hacienda azucarera en el Veracruz de la primera mitad del siglo XIX. Me gustó que, cuando un montón de alemanes llegaba a México para enriquecerse en las minas, Sartorius le apostara al cultivo de la tierra; y que, en obediencia a la doctrina humboldtiana, se preocupara por documentar sus descubrimientos en materia de plantas, animales, minerales y mexicanos. 

Sartorius migró a este territorio en 1824, encandilado por Charles Follen y Wilhelm Stein, quien, por cierto, era ya el presidente de la compañía alemana de minas. Nada más llegar, se integró a sus compatriotas en las expediciones mineras, donde se dedicó a “dibujar paisajes y coleccionar material para su obra literaria sobre los habitantes y el medio rural en México”. Pronto viró hacia su vocación agrícola, cuando uno de los suyos le acompletó el dinero para comprarle tierras al ministro de hacienda Francisco de Arrillaga. 

Sin embargo, este primer intento fue fallido y Sartorius acabó de vuelta en la minería. Continuó trazando su proyecto campesino durante algunos años, hasta que el comerciante suizo Karl Lavater accedió a sumarse en 1829. Entre los dos le compraron a Arrillaga la fracción de su hacienda Acazónica, en Huatusco, que contaba con instalaciones para el procesamiento de azúcar. La nombraron El Mirador. Arrillaga, por su parte, se quedó con la hacienda de Boca de Monte.

Sartorius y Arrillaga se volvieron amigos, pues coincidían en tendencias políticas y en el diagnóstico de que un cierto tipo de inmigración europea sería benéfica para la patria. Arrillaga le insistía a Sartorius en que “inspirara a sus paisanos de las ventajas físicas y morales para venirse a instalar a estos fertilísimos terrenos”. Mientras tanto, ese mismo año, y a una distancia de pocos kilómetros, un vigoroso Antonio López de Santa Anna impedía heroicamente el intento de reconquista de los españoles.

También podría interesarte: Autofagia', de Alaíde Ventura: el ritual para devorar la ausencia.

Lo que más me interesó de Sartorius, además de las técnicas de procesamiento del azúcar, fue la vehemencia con la que se arrojó a la utopía de formar una colonia germana en el nuevo mundo: “[vivir en] un círculo de amigos, en un bello lugar y con rústicas ocupaciones dictadas por la propia voluntad y no bajo la presión de la costumbre o la conveniencia”. Quitando lo de germana, me pareció un sueño bastante aceptable. Y, si bien los mercados, la inestabilidad política y los cuestionables talentos de Sartorius como administrador le impidieron materializar su sueño en vida, ciertamente llegaría a concretarlo después de muerto, pues a cada invocación que yo le extiendo aparece acompañado de personajes nuevos a quienes me veo obligada a seguirles el rastro. 

Por cierto, en 1829 a Stein lo acabaron despidiendo de la compañía de minas por malos manejos. Por cierto, en la hacienda El Mirador llegó a hospedarse dos veces el emperador Maximiliano de Habsburgo. Por cierto, los herederos de Arrillaga acabaron vendiéndole Boca de Monte a Santa Anna en 1842, cuando a este le dio por comprar muchas haciendas, antes o después de haber enterrado su pie. Por cierto, Sartorius sí publicó su libro sobre los mexicanos en 1850, el mismo año de la inauguración del ferrocarril y con ilustraciones de Johann Moritz Rugendas. Por cierto, los mexicanos no salimos tan bien parados en el diagnóstico sartoriano.

Ninguno de estos señores tiene cabida en mi novela. Ni falta les hace. Santa Anna ya tiene demasiados biógrafos, empezando por él mismo.

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Si, como es mi caso, del mundo se ignora casi todo, es fácil caer en un agujero de conejo. No me esperaba que uno de los riesgos de la invocación pudiera ser el exceso, pero los fantasmas traen jalando su comitiva: allegados, contemporáneos, influencias, pares y compatriotas. Concluyo que los caminos no se abren solos, son ellos quienes los abren. Pálidos, alzados y elocuentes, hombres en su mayoría, los fantasmas como estrellas revelan su constelación caprichosa.

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Arrillaga había leído las Observaciones generales sobre el establecimiento de caminos de hierro en los Estados Unidos Mejicanos, documento impreso en Nueva York durante el primer mandato de Santa Anna; y en 1837 se aventó a escribir lo propio, el Proyecto del primer camino de hierro de la república desde el puerto de Veracruz hasta la capital de México. Había recibido la concesión del nuevo presidente, Anastasio Bustamante, para materializar dicho camino, y nomás le venían haciendo falta los fondos. De nuevo, le pidió a Sartorius que preguntara entre sus amigos si alguien quería comprar acciones, pero el pobre Sartorius ni siquiera lograba convencerlos de mudarse a Huatusco.

Arrillaga estaba seguro de que el relieve de México lo volvía idóneo para el proyecto: “Carece absolutamente de navegación interior y hasta de buenos caminos artificiales para sus comunicaciones; pero se ve favorecido de inmensas llanuras, con pisos firmes y terrenos fertilísimos en esta elevada mesa central”. Auguraba que los ferrocarriles, además de ser “menos costosos y más proficuos”, provocarían “la revolución más feliz y propagadora de cuantos bienes son imaginables”. Habló de pescado fresco, de finos ixtles, de harinas exquisitas, de café “cuya superior calidad se ha reconocido en Europa”, de “zapotes, mameis, guayabas, anonas y chirimoyas” que se producían en un extremo del territorio y se desconocían en el otro; y de azúcares y aguardientes que fueron de mi interés.

En resumen, otro sueño aceptable.

Por desgracia, no pudo juntar el dinero en los ocho años estipulados por contrato, y perdió la concesión. Para 1842, Santa Anna, quien ya iba por su tercer o sexto mandato presidencial, le transfirió el permiso a la comisión de acreedores que finalmente logró materializar los primeros 11 kilómetros, “después de vencer las inmensas dificultades que han opuesto el terreno y el clima de la costa, la falta de brazos, la guerra extranjera, la envidia y la maledicencia y el conato que ha existido de destruir esta útil y benéfica obra”. Y es que a la construcción se le atravesaron tanto los pleitos intestinos como las intervenciones de Estados Unidos a México: si en 1844 desembarcaba en Veracruz un cargamento de grava neoyorkina para balastos, al año siguiente arribaban 15 barcos de guerra amenazando con bloquear el puerto.

Etcétera y Tejas. 

Por cierto, en 1850 se estrenó por fin el primer tramo, que iba del puerto de Veracruz a la estación El Molino; una inauguración pomposa, espléndida, magnánima y... convenientemente cerca de las haciendas de Santa Anna. Por cierto, la falta de brazos se solventó empleando presidiarios como mano de obra. Por cierto, además de la propagación de los bienes, el ferrocarril acabaría beneficiando otro tipo de revoluciones. Por cierto, en su propuesta, Arrillaga también habló de la nieve, que “ha de poderse traer desde la falda norte del Pico de Orizaba, por cuya inmediación ha de pasar la línea”. Por cierto, para la inauguración de 1850 el presidente en turno ya era José Joaquín Herrera, quien tenía fama de muy honrado.

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Cuando los sucesos del mundo aparecen conectados ante mí, necesariamente deben tener un principio explicativo. Y si este no es de causa-efecto, debe ser de neurosis. El mundo de afuera no es tan distinto del de mi cabeza: hombres hablando entre ellos y yo observando, parando oreja, parando bolas, parando en seco cuando se me emberenjena el camino. ¡Ya les dije que no caben todos en mi novela!

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En junio de 1867 la nave Virginia arribó a las costas veracruzanas con un exultante, optimista, septuagenario, incompleto y medio ciego Santa Anna a bordo. El regreso a casa era doble motivo de fiesta: para ese momento él llevaba demasiados años en el exilio, y lejos de Veracruz, la vida no es tan vida, eso lo sabré yo. Se hallaba convencido de que la restauración de la República era prácticamente un hecho: Porfirio Díaz se dirigía a la ciudad de México tras la toma de Puebla y los franceses se replegaban; aún no habían fusilado a Maximiliano, pero faltaba muy poco. 

Santa Anna andaba fantasioso, esa es la verdad, pero lo suyo no era de índole neurótica, sino más bien psicótica: no lograba separar la realidad de los embustes. Después de que el colombiano Darío Manzuera lo desfalcara haciéndole creer que Estados Unidos apoyaría su regreso al poder, había vendido e hipotecado casi toda su riqueza. Dejó los exiguos restos de su patrimonio en manos de un gestor húngaro y se despidió de sus amigos estadounidenses con ganas de no volver nunca. A su vecino, Thomas Adams, le obsequió su dotación de chicozapote o sapodilla, la fruta tropical a la que algunos pueblos mayas le extraían una pulpa gomosa y flexible que él era dado en mascar. Llevaban un rato intentando vulcanizarla para fabricar llantas de bici, sin éxito, pero una vez que Adams obtuvo el control de la materia prima, no tardó en descubrir que, azucarándola, podía fabricar una golosina estupenda. Patentó su invento pocos años después, “un método de preparación del producto natural conocido como chickly, para producir la goma de mascar”. Nada más y nada menos que el popular chicle moderno, alivio para las mandíbulas inquietas, el mismo pegosteoso tzictli que ahora compone una azucarada constelación de sucesos.

Te recomndamos leer: Alaíde Ventura analiza el extraño caso de Alexis St. Martin

Aunque, a su llegada a San Juan de Ulúa, Santa Anna encontró el furor de algunos veracruzanos que lo querían de regreso, le fue imposible desembarcar. Fue atajado en la costa por una nave estadounidense y devuelto a la horrible realidad: no se le permitirían más desmanes, Estados Unidos respaldaba a Benito Juárez; era la hora de estarse quieto, su Alteza, or else. Acabó replegándose en Yucatán, y tras algunos meses y entuertos y tal vez unas cuantas sapodillas, fue encarcelado en San Juan de Ulúa, el mismo castillo que décadas antes había defendido con uñas, dientes y pierna. Acusado de traición a la patria y condenado a ocho años de exilio, sería hasta 1874 cuando por fin se le cumpliera el sueño de desembarcar en Veracruz con permiso de quedarse. Desde ahí partió hacia la ciudad de México, a galope de la magnífica bestia de hierro que él había mandado edificar.

Por cierto, no sabemos si llegó a enterarse de los derroteros del chicozapote, ocupado como estaba en navegar el laberinto legal de su enjuiciamiento y las agitadas aguas del Golfo. Por cierto, a Manzuera la vida de malandrín lo acabó llevando, también, a Yucatán, donde hizo migas con Ignacio Manuel Altamirano. 

No, no, no, ni Manzuera ni Altamirano entran a la novela.

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Aunque parezca lógica y natural, la constelación de patrones no es automática, sino un ejercicio activo de curaduría, y analizarla puede convertirse en una experiencia iluminadora. Así como el inconsciente nos regala el sol de la neurosis para mostrarnos los colores del mundo, el por cierto invita al devaneo por senderos que van pautando lo interesante. El chicle como la madeja del laberinto o, mejor, como las pistas que dejaron Hansel y Gretel.

Trabajar con la tensión neurótica no implica el libre despliegue de la locura, sino su acotamiento. La novela no puede ser como un río, debe ser como un camino de hierro: de lenta y paciente construcción, lo mismo encendida por pulsiones energéticas que circunscrita a los relieves del terreno. El armado dependerá, por tanto, de las condiciones materiales de la escritora en su entorno; en mi caso, el inagotable catálogo del interlibrary loan, prodigiosa biblioteca de Babel cuyas puertas se abren con un código QR. Me refocilo en la interacción con Sartorius, Stein, Arrillaga, Herrera, Santa Anna y Manzuera, así como con los mediadores e intérpretes que los invocaron previamente y gracias a los cuales hoy podemos conversar entre todos: Beatriz Scharrer Tamm, Fernando Aguayo, Will Fowler, John Womack Jr, José Enrique Covarrubias, David M. Pletcher, Alonso Valencia Llano…

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Por cierto, las citas de Paul Veyne son del libro Cómo se escribe la historia: Foucault revoluciona la historia (1984). El nombre oficial de la obra de Sartorius es Mexico About 1850. Las propuestas de caminos de hierro aparecen referidas en el interior del texto. El archivo de Santa Anna en la Benson de UT Austin es un tesoro. De los investigadores mencionados al final consulté, respectivamente, la tesis original y vuelta libro sobre Sartorius, las postales ferrocarrileras, las biografías de Santa Anna, ensayos y entrevistas sobre el oficio de historiar, el artículo sobre las primeras vías férreas y la biografía de Darío Manzuera.

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Poética del <i>por cierto</i>

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Mientras la inestabilidad política azotaba a la República Mexicana de la primera mitad del siglo XIX, un alemán intentaba manejar una hacienda azucarera en Veracruz.

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Desde siempre había platicado con los muertos. Nunca se me hubiera ocurrido que fueran ellos quienes me invocaran a mí y no al revés. Tampoco es gran sorpresa, después de todo es así como se trazan los caminos, hay que andar uno primero para que el resto se abra; luego, solitos te van indicando, con luces que se encienden conforme avanzas.

Estos días me encuentro escribiendo una novela de ficción documental sobre el azúcar en Veracruz, lo que significa que estoy poniendo mi impulso investigativo al servicio de la imaginación. Sobre todo, y principalmente, estoy poniendo mi neurosis al servicio de la investigación, pues ambas comparten la tendencia a mirar signos por todos lados y dotarlos de sentido. 

La persona neurótica, presa de la tensión entre el yo y el ello, acude a lo que Jung y Sin Bandera han llamado “el refugio de la fantasía”. La escritora neurótica, su apofenia empuñada como una antorcha, accede a dicho refugio con la intención de estudiarlo, reorganizarlo, devolverlo al mundo en calidad de relato. “La historia es anecdótica, nos interesa porque relata, como la novela”, dice Paul Veyne, entre otras cosas bellas, “y dependerá del estado de la documentación, de los gustos personales, de la idea que nos haya pasado por la cabeza”. De los gustos personales y de los muy personales vicios, añado; por ejemplo, mi adicción al azúcar, la cual me hace pedirle chicles a todo el que vaya a México porque aquí en Texas no venden ninguno endulzado con cane sugar, únicamente aspartame.

Las voces del pasado nos hablan a través de documentos y vestigios incompletos, condenados a repetir lo mismo eternamente, como un disco rayado. Sin embargo, la interlocución desde el presente detona nuevas posibilidades y permite el ensamblaje de una poética del por cierto. Desde la particularidad de su tiempo, las voces conforman un coro insospechado. A la escritora neurótica espiritista le corresponde el sampleo: saludar a los fantasmas que van llegando y confirmar que no todos caben en la novela. 

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Invité a la conversación a Carl Christian Sartorius porque me interesaba su manejo de una hacienda azucarera en el Veracruz de la primera mitad del siglo XIX. Me gustó que, cuando un montón de alemanes llegaba a México para enriquecerse en las minas, Sartorius le apostara al cultivo de la tierra; y que, en obediencia a la doctrina humboldtiana, se preocupara por documentar sus descubrimientos en materia de plantas, animales, minerales y mexicanos. 

Sartorius migró a este territorio en 1824, encandilado por Charles Follen y Wilhelm Stein, quien, por cierto, era ya el presidente de la compañía alemana de minas. Nada más llegar, se integró a sus compatriotas en las expediciones mineras, donde se dedicó a “dibujar paisajes y coleccionar material para su obra literaria sobre los habitantes y el medio rural en México”. Pronto viró hacia su vocación agrícola, cuando uno de los suyos le acompletó el dinero para comprarle tierras al ministro de hacienda Francisco de Arrillaga. 

Sin embargo, este primer intento fue fallido y Sartorius acabó de vuelta en la minería. Continuó trazando su proyecto campesino durante algunos años, hasta que el comerciante suizo Karl Lavater accedió a sumarse en 1829. Entre los dos le compraron a Arrillaga la fracción de su hacienda Acazónica, en Huatusco, que contaba con instalaciones para el procesamiento de azúcar. La nombraron El Mirador. Arrillaga, por su parte, se quedó con la hacienda de Boca de Monte.

Sartorius y Arrillaga se volvieron amigos, pues coincidían en tendencias políticas y en el diagnóstico de que un cierto tipo de inmigración europea sería benéfica para la patria. Arrillaga le insistía a Sartorius en que “inspirara a sus paisanos de las ventajas físicas y morales para venirse a instalar a estos fertilísimos terrenos”. Mientras tanto, ese mismo año, y a una distancia de pocos kilómetros, un vigoroso Antonio López de Santa Anna impedía heroicamente el intento de reconquista de los españoles.

También podría interesarte: Autofagia', de Alaíde Ventura: el ritual para devorar la ausencia.

Lo que más me interesó de Sartorius, además de las técnicas de procesamiento del azúcar, fue la vehemencia con la que se arrojó a la utopía de formar una colonia germana en el nuevo mundo: “[vivir en] un círculo de amigos, en un bello lugar y con rústicas ocupaciones dictadas por la propia voluntad y no bajo la presión de la costumbre o la conveniencia”. Quitando lo de germana, me pareció un sueño bastante aceptable. Y, si bien los mercados, la inestabilidad política y los cuestionables talentos de Sartorius como administrador le impidieron materializar su sueño en vida, ciertamente llegaría a concretarlo después de muerto, pues a cada invocación que yo le extiendo aparece acompañado de personajes nuevos a quienes me veo obligada a seguirles el rastro. 

Por cierto, en 1829 a Stein lo acabaron despidiendo de la compañía de minas por malos manejos. Por cierto, en la hacienda El Mirador llegó a hospedarse dos veces el emperador Maximiliano de Habsburgo. Por cierto, los herederos de Arrillaga acabaron vendiéndole Boca de Monte a Santa Anna en 1842, cuando a este le dio por comprar muchas haciendas, antes o después de haber enterrado su pie. Por cierto, Sartorius sí publicó su libro sobre los mexicanos en 1850, el mismo año de la inauguración del ferrocarril y con ilustraciones de Johann Moritz Rugendas. Por cierto, los mexicanos no salimos tan bien parados en el diagnóstico sartoriano.

Ninguno de estos señores tiene cabida en mi novela. Ni falta les hace. Santa Anna ya tiene demasiados biógrafos, empezando por él mismo.

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Si, como es mi caso, del mundo se ignora casi todo, es fácil caer en un agujero de conejo. No me esperaba que uno de los riesgos de la invocación pudiera ser el exceso, pero los fantasmas traen jalando su comitiva: allegados, contemporáneos, influencias, pares y compatriotas. Concluyo que los caminos no se abren solos, son ellos quienes los abren. Pálidos, alzados y elocuentes, hombres en su mayoría, los fantasmas como estrellas revelan su constelación caprichosa.

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Arrillaga había leído las Observaciones generales sobre el establecimiento de caminos de hierro en los Estados Unidos Mejicanos, documento impreso en Nueva York durante el primer mandato de Santa Anna; y en 1837 se aventó a escribir lo propio, el Proyecto del primer camino de hierro de la república desde el puerto de Veracruz hasta la capital de México. Había recibido la concesión del nuevo presidente, Anastasio Bustamante, para materializar dicho camino, y nomás le venían haciendo falta los fondos. De nuevo, le pidió a Sartorius que preguntara entre sus amigos si alguien quería comprar acciones, pero el pobre Sartorius ni siquiera lograba convencerlos de mudarse a Huatusco.

Arrillaga estaba seguro de que el relieve de México lo volvía idóneo para el proyecto: “Carece absolutamente de navegación interior y hasta de buenos caminos artificiales para sus comunicaciones; pero se ve favorecido de inmensas llanuras, con pisos firmes y terrenos fertilísimos en esta elevada mesa central”. Auguraba que los ferrocarriles, además de ser “menos costosos y más proficuos”, provocarían “la revolución más feliz y propagadora de cuantos bienes son imaginables”. Habló de pescado fresco, de finos ixtles, de harinas exquisitas, de café “cuya superior calidad se ha reconocido en Europa”, de “zapotes, mameis, guayabas, anonas y chirimoyas” que se producían en un extremo del territorio y se desconocían en el otro; y de azúcares y aguardientes que fueron de mi interés.

En resumen, otro sueño aceptable.

Por desgracia, no pudo juntar el dinero en los ocho años estipulados por contrato, y perdió la concesión. Para 1842, Santa Anna, quien ya iba por su tercer o sexto mandato presidencial, le transfirió el permiso a la comisión de acreedores que finalmente logró materializar los primeros 11 kilómetros, “después de vencer las inmensas dificultades que han opuesto el terreno y el clima de la costa, la falta de brazos, la guerra extranjera, la envidia y la maledicencia y el conato que ha existido de destruir esta útil y benéfica obra”. Y es que a la construcción se le atravesaron tanto los pleitos intestinos como las intervenciones de Estados Unidos a México: si en 1844 desembarcaba en Veracruz un cargamento de grava neoyorkina para balastos, al año siguiente arribaban 15 barcos de guerra amenazando con bloquear el puerto.

Etcétera y Tejas. 

Por cierto, en 1850 se estrenó por fin el primer tramo, que iba del puerto de Veracruz a la estación El Molino; una inauguración pomposa, espléndida, magnánima y... convenientemente cerca de las haciendas de Santa Anna. Por cierto, la falta de brazos se solventó empleando presidiarios como mano de obra. Por cierto, además de la propagación de los bienes, el ferrocarril acabaría beneficiando otro tipo de revoluciones. Por cierto, en su propuesta, Arrillaga también habló de la nieve, que “ha de poderse traer desde la falda norte del Pico de Orizaba, por cuya inmediación ha de pasar la línea”. Por cierto, para la inauguración de 1850 el presidente en turno ya era José Joaquín Herrera, quien tenía fama de muy honrado.

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Cuando los sucesos del mundo aparecen conectados ante mí, necesariamente deben tener un principio explicativo. Y si este no es de causa-efecto, debe ser de neurosis. El mundo de afuera no es tan distinto del de mi cabeza: hombres hablando entre ellos y yo observando, parando oreja, parando bolas, parando en seco cuando se me emberenjena el camino. ¡Ya les dije que no caben todos en mi novela!

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En junio de 1867 la nave Virginia arribó a las costas veracruzanas con un exultante, optimista, septuagenario, incompleto y medio ciego Santa Anna a bordo. El regreso a casa era doble motivo de fiesta: para ese momento él llevaba demasiados años en el exilio, y lejos de Veracruz, la vida no es tan vida, eso lo sabré yo. Se hallaba convencido de que la restauración de la República era prácticamente un hecho: Porfirio Díaz se dirigía a la ciudad de México tras la toma de Puebla y los franceses se replegaban; aún no habían fusilado a Maximiliano, pero faltaba muy poco. 

Santa Anna andaba fantasioso, esa es la verdad, pero lo suyo no era de índole neurótica, sino más bien psicótica: no lograba separar la realidad de los embustes. Después de que el colombiano Darío Manzuera lo desfalcara haciéndole creer que Estados Unidos apoyaría su regreso al poder, había vendido e hipotecado casi toda su riqueza. Dejó los exiguos restos de su patrimonio en manos de un gestor húngaro y se despidió de sus amigos estadounidenses con ganas de no volver nunca. A su vecino, Thomas Adams, le obsequió su dotación de chicozapote o sapodilla, la fruta tropical a la que algunos pueblos mayas le extraían una pulpa gomosa y flexible que él era dado en mascar. Llevaban un rato intentando vulcanizarla para fabricar llantas de bici, sin éxito, pero una vez que Adams obtuvo el control de la materia prima, no tardó en descubrir que, azucarándola, podía fabricar una golosina estupenda. Patentó su invento pocos años después, “un método de preparación del producto natural conocido como chickly, para producir la goma de mascar”. Nada más y nada menos que el popular chicle moderno, alivio para las mandíbulas inquietas, el mismo pegosteoso tzictli que ahora compone una azucarada constelación de sucesos.

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Aunque, a su llegada a San Juan de Ulúa, Santa Anna encontró el furor de algunos veracruzanos que lo querían de regreso, le fue imposible desembarcar. Fue atajado en la costa por una nave estadounidense y devuelto a la horrible realidad: no se le permitirían más desmanes, Estados Unidos respaldaba a Benito Juárez; era la hora de estarse quieto, su Alteza, or else. Acabó replegándose en Yucatán, y tras algunos meses y entuertos y tal vez unas cuantas sapodillas, fue encarcelado en San Juan de Ulúa, el mismo castillo que décadas antes había defendido con uñas, dientes y pierna. Acusado de traición a la patria y condenado a ocho años de exilio, sería hasta 1874 cuando por fin se le cumpliera el sueño de desembarcar en Veracruz con permiso de quedarse. Desde ahí partió hacia la ciudad de México, a galope de la magnífica bestia de hierro que él había mandado edificar.

Por cierto, no sabemos si llegó a enterarse de los derroteros del chicozapote, ocupado como estaba en navegar el laberinto legal de su enjuiciamiento y las agitadas aguas del Golfo. Por cierto, a Manzuera la vida de malandrín lo acabó llevando, también, a Yucatán, donde hizo migas con Ignacio Manuel Altamirano. 

No, no, no, ni Manzuera ni Altamirano entran a la novela.

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Aunque parezca lógica y natural, la constelación de patrones no es automática, sino un ejercicio activo de curaduría, y analizarla puede convertirse en una experiencia iluminadora. Así como el inconsciente nos regala el sol de la neurosis para mostrarnos los colores del mundo, el por cierto invita al devaneo por senderos que van pautando lo interesante. El chicle como la madeja del laberinto o, mejor, como las pistas que dejaron Hansel y Gretel.

Trabajar con la tensión neurótica no implica el libre despliegue de la locura, sino su acotamiento. La novela no puede ser como un río, debe ser como un camino de hierro: de lenta y paciente construcción, lo mismo encendida por pulsiones energéticas que circunscrita a los relieves del terreno. El armado dependerá, por tanto, de las condiciones materiales de la escritora en su entorno; en mi caso, el inagotable catálogo del interlibrary loan, prodigiosa biblioteca de Babel cuyas puertas se abren con un código QR. Me refocilo en la interacción con Sartorius, Stein, Arrillaga, Herrera, Santa Anna y Manzuera, así como con los mediadores e intérpretes que los invocaron previamente y gracias a los cuales hoy podemos conversar entre todos: Beatriz Scharrer Tamm, Fernando Aguayo, Will Fowler, John Womack Jr, José Enrique Covarrubias, David M. Pletcher, Alonso Valencia Llano…

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Por cierto, las citas de Paul Veyne son del libro Cómo se escribe la historia: Foucault revoluciona la historia (1984). El nombre oficial de la obra de Sartorius es Mexico About 1850. Las propuestas de caminos de hierro aparecen referidas en el interior del texto. El archivo de Santa Anna en la Benson de UT Austin es un tesoro. De los investigadores mencionados al final consulté, respectivamente, la tesis original y vuelta libro sobre Sartorius, las postales ferrocarrileras, las biografías de Santa Anna, ensayos y entrevistas sobre el oficio de historiar, el artículo sobre las primeras vías férreas y la biografía de Darío Manzuera.

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