Tiempo de lectura: 7 minutosEl futuro como espacio
El tiempo es un concepto tan abstracto que, para poder referirnos a él, necesitamos utilizar metáforas de espacio. Yo no sé lo que es el tiempo si no lo pienso en términos de una línea —la línea del tiempo—, el transcurso de las manecillas del reloj del campanario, el calendario, las casillas que recorren mi agenda. Durante una época, estuve obsesionada tratando de averiguar cómo se dibujaba el transcurrir de un año en la mente de las personas. En el dibujo imaginario que cargo en la mente, el año es un polígono irregular de cuatro lados: diciembre y enero forman uno de los lados; febrero, marzo, abril, mayo y junio constituyen el lado derecho; julio y agosto conforman la base del polígono, mientras que septiembre, octubre y noviembre cierran la figura del lado izquierdo.
A través de las lenguas del mundo, queda claro que necesitamos metáforas de espacio para dar cuenta del tiempo. La propia conjugación del español transparenta la manera en la que nos movemos por un espacio determinado cuando utilizamos el verbo “ir” en la formación del tiempo futuro: vamos a leer un libro, iré a un concierto, vas a trabajar mañana. El futuro es un universo que se crea a partir de un acto de enunciación, todo aquello que sucederá una vez que se enuncia. Si un hecho sucede el último día de enero de 1945, el futuro incluye todo lo sucedido en adelante; pero si sucede el último día de enero de 2019, a ese futuro se le cercenan las décadas que el de 1945 sí incluye. Así que podemos decir que el futuro está siendo fagocitado imparablemente por esa boca llamada presente que la digiere y entrega en forma de pasado.
Mientras que en lenguas como el español, las metáforas del tiempo privilegian la imagen de una línea horizontal en donde el futuro está por delante y el pasado quedó atrás, en lenguas como el aimará, que se habla actualmente en Bolivia, Perú, Argentina y Chile, las metáforas utilizan la idea de una línea horizontal, pero el futuro queda atrás, a nuestras espaldas porque, al no ser cognoscible, es imposible mirarlo; el pasado se coloca, en cambio, por delante, porque ya lo experimentamos y, por lo tanto, es conocido y escudriñable a la vista. Otras lenguas, como el mixe, mi lengua materna, que se habla en el estado de Oaxaca, al sur de México, utilizan también una metáfora lineal, solo que ésta se coloca en posición vertical y el futuro nos va cayendo, atravesando el cuerpo y bañándonos de tiempo: menp këtäkp. Las meras posibilidades que nos ofrecen la lengua o lenguas que azarosamente hablamos nos proveen de las metáforas iniciales para hablar del futuro.
Pero estas narraciones complejas se constituyen desde distintos lugares de enunciación que crean un universo de entramados narrativos en disputa. El futuro, ese espacio vasto con posibilidades infinitas, se va plegando a la rigidez de los hechos mientras van sucediendo. Y en lo que sucede, es un territorio donde diversas narrativas tienen lugar y la potencia de unas voces narradoras puede ahogar el porvenir de otras.
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Los sistemas actuales que generan estructuras de opresión se proyectan en el mundo de las narrativas del futuro desde las construcciones hegemónicas: en muchas creaciones de ficción, el capitalismo sigue existiendo en esos territorios, representado por megacorporaciones que controlan hasta los más mínimos detalles de la organización sociopolítica; el patriarcado, por su parte, adquiere su lugar en el futuro al tomar un control absoluto sobre los cuerpos de las mujeres y su capacidad reproductiva, mientras que el colonialismo sigue reproduciendo las categorías raciales y las dinámicas entre metrópolis y periferias. Estos futuros existen, por supuesto, en un puñado de lenguas y narrativas audiovisuales, las hegemónicas. En general, me parece que las distopías son versiones reforzadas de la situación actual; en ellas, el presente coloniza los territorios del futuro y tal vez su mayor interés radique en que funcionan como advertencias.
Por otro lado, hay narrativas entusiastas que plantean escenarios futuros en donde la tecnología ha resuelto los problemas presentes, sin tomar en consideración que el actual desarrollo tecnológico está articulado sobre una explotación del medio ambiente que nos está llevando a una crisis climática inédita. Un futuro que implique un desarrollo tecnológico extraordinario tendría que explicar la naturaleza de sus insumos: de dónde provienen, sobre qué cuerpos y qué territorios se construye.
¿Cómo funcionaría un mundo sin capitalismo, colonialismo ni patriarcado?; ¿alcanza la imaginación para plantearlo y amueblarlo a detalle? Porque es verdad que una gran parte de los universos del futuro está secuestrada por los sistemas de opresión del presente y parece lógico que incluso su negación futura se perfila en contra de su realidad actual.
Otras posibilidades habitan, sin embargo, ese universo narrativo que llamamos futuro y se están articulando desde otros lugares de enunciación, los espacios que históricamente no han tenido futuro ni se han considerado como portadores de vanguardia alguna. Entre esas voces que buscan un lugar en las discusiones sobre el futuro, se sitúa el movimiento conocido como “afrofuturismo” que, desde la afrodescendencia, plantea posibilidades y estéticas que pretenden crear un futuro en donde el sistema racial actual quede en entredicho y otras posibilidades cercenadas al pasado puedan tener lugar; en estas creaciones, la posibilidad de un futuro distinto se plantea como un horizonte emancipatorio para la población afrodescendiente. Quienes participan de este movimiento recalcan que el afrofuturismo no solo implica la creación de futuros alternativos a la realidad presente, sino que entraña también un cuestionamiento del pasado, porque narrar un futuro que desarticule el colonialismo o plantee un futuro sin él necesita examinar los sistemas y sucesos que, en el pasado, determinaron la existencia del sistema de opresión actual. En “Mexafuturismo”, publicado en Literal Magazine, el escritor mexicano Alberto Chimal plantea la posibilidad de construir narrativas que contemplen otras realidades para los pueblos que han sido estructuralmente oprimidos en este país.
Estos futuros de imaginación emancipatoria pueden construirse fuera de los espacios hegemónicos de la literatura y la producción audiovisual, puesto que no se trata solo de incluir a la población históricamente oprimida en las narrativas hegemónicas como un acto condescendiente para lavar una culpa histórica.
Hacia un futurismo mesoamericano
Si a los pueblos indígenas nos han narrado como pueblos anclados a la tradición y se ha señalado al apego absurdo que sentimos al pasado y a la costumbre como el responsable de nuestra pobreza y precariedad, crear un movimiento futurista mesoamericano que desarticule las narraciones de la opresión puede poner en evidencia los mecanismos que en el presente y el pasado nos cercenaron la voz.
¿Cuáles son las posibilidades para explorar ese futurismo? En las siguientes líneas quisiera trazar un esbozo que permita después, en conjunto y desde voces diversas, detallar, ajustar y habitar ese universo futuro.
La categoría indígena engloba a una diversidad de pueblos y naciones que sufren una condición histórica de opresión que se ha actualizado en racismo institucional, pauperización y despojo de sus bienes y territorios. En México, actualmente existen 68 pueblos indígenas a los que pertenecen 11 millones de personas que representan cerca del 10% de la población total. Cuando se creó el Estado mexicano, los pueblos indígenas representábamos aproximadamente 70% de la población.
Antes del establecimiento del orden colonial, a este continente lo habitaba un conglomerado heterogéneo y radicalmente contrastante de culturas y lenguas; por ejemplo, la población inuit, que habita las regiones árticas del norte de este continente, tuvo un recorrido histórico radicalmente distinto al de la población mixe-zoqueana, que comenzó a poblar las tierras cálidas del actual istmo de México. Las grandes diferencias entre los sistemas lingüísticos de ambos pueblos, así como las diferencias entre sus expresiones culturales y entornos geográficos, quedaron borradas una vez que en el sistema colonial los subsumieron bajo la categoría de “indio” y, posteriormente, bajo la categoría “indígena”.
Un universo narrativo futurista necesariamente tendría que romper esta categoría, desarticular la condición histórica que le da sustento. Emergerían, en cambio, otras categorías posibles en las que los pueblos indígenas pudieran construir futuros múltiples. En uno de ésos, Mesoamérica podría emerger de nuevo, con otro nombre, como una región cultural hermanada por el cultivo del maíz y de la yuca; por un conjunto de narraciones que explican el mundo; por el surgimiento de un determinado tipo de escritura; por un conjunto de rasgos culturales que pueden discutirse y polemizarse, pero que trasladan el punto de la discusión fuera de la categoría “indígena”. Mesoamérica, esa región cultural creada para el análisis del pasado desde los estudios arqueológicos, podría ser una nueva categoría resucitada en el futuro, correspondiera o no a los límites que los arqueólogos e historiadores le han asignado en el pasado.
La Mesoamérica futura tendría la flexibilidad de reinventarse como un universo cultural multilingüe con un pasado distinto del que actualmente se le asigna. Mesoamérica Futura dejaría sin sentido las fronteras actuales en las que la han fraccionado sus Estados nación y que la han reducido a una región histórica del pasado sin contenido actual. En contraste con el optimismo tecnológico del capitalismo verde que pretende combatir la crisis climática con mayor desarrollo tecnológico —y, por tanto, ma-yor gasto de insumos naturales—, Mesoamérica Futura podría plantear una solución a la crisis climática de la actualidad ensanchando el concepto de tecnología tan reducido que surge a partir de la Revolución industrial. En Mesoamérica Futura, las tecnologías que armonizan la humanidad con la naturaleza y la devuelven a los ecosistemas como un elemento más tendrían gran auge como un proceso de resiliencia poscapitalista. Mesoamérica Futura asemejaría las redes de hongos que establecen sistemas de comunicación entre los árboles; una red de organizaciones sociopolíticas minúsculas con gran agencia local que establecerían redes para solucionar problemas comunes cuando fuera necesario, sin centralizar la coordinación de éstas. Las tecnologías que hoy concebimos como arcaicas serían de nuevo valoradas por su respuesta efectiva para frenar la crisis climática: al necio comportamiento de la agroindustria y los monocultivos del pasado se opondrían los sistemas de siembra complejos, orgánicos y diversos, como la milpa. La diversidad como tecnología, como herramienta de intervención en el territorio, plantearía posibilidades orgánicas distintas a la tecnología capitalista que basa su hegemonía en el consumo del entorno natural. En este escenario apenas dibujado, todo lo que las estructuras hegemónicas actuales consideran arcaico emergería como respuestas tecnológicas sensatas para frenar la carrera ilógica y enloquecida de la humanidad hacia su propia destrucción. Estructuras del pasado que, como la milpa, siguen siendo contemporáneas de muchos de los pueblos subsumidos y ocultos tras la categoría “indígena”.
Este planteamiento, que es necesario imaginar a detalle como universo narrativo de un futuro posible, hunde sus raíces en el pasado. Después de las guerras de conquista, entre batallas, hambrunas, epidemias y trabajo forzado, más de tres cuartas partes de la población nativa de México había fallecido. Las estructuras sociopolíticas habían colapsado y el mundo conocido hasta entonces no existía más. En esas circunstancias, las probabilidades de que en pleno siglo XXI los llamados pueblos indígenas continuáramos existiendo, hablando nuestra lengua y recreando nuestras formas propias de organización debieron parecer inverosímiles. Contra todo pronóstico, nuestras estructuras han llegado hasta aquí, a este futuro, con las lecciones aprendidas del pasado y convertidas en nuestras formas contemporáneas de vivir.
Nuestra existencia en organizaciones comunitarias y minúsculas dio paso a la posibilidad de vida. Esa apuesta por un futuro, a pesar de un contexto que nos proveyó de tanta muerte, me hace pensar que, ante la catástrofe climática que se avecina, la respuesta, nuestras nuevas narrativas futuristas, como hace 500 años, deberán anclarse en las lecciones fraguadas en ese pasado. Hemos aprendido respuestas en la catástrofe a la que sobrevivimos y podemos, desde ahí, escribir futuros en múltiples y diversas metáforas espaciales. Ésa es una apuesta: la posibilidad de conjugar nuestro mundo en futuro.